Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 101 • julio 2010 • página 5
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Celebremos la iniciativa anunciada en las páginas del Times londinense por José María Aznar (17-6-10), por trascendental y por valiente. No es la primera ocasión en la que el ex presidente español se atreve contra la corriente de lo «políticamente correcto», pero esta vez su valor puede movilizar lo más noble de la intelectualidad europea, y anunciar el comienzo del fin de la obsesión anti-israelí en el Viejo Mundo.
Reveladoramente, su defensa de la legitimidad de Israel se ha publicado en un periódico inglés y no en uno español; difícilmente lo principal de la prensa española se avendría a albergar en sus páginas semejante desafío a los arraigados prejuicios antijudíos.
Otro rasgo notable de esta iniciativa (llamada «Amigos de Israel») es que en su epígrafe da en el blanco, al declarar que su aspiración es pequeña: «hablar de Israel con normalidad». Más de una vez sostuvimos que al juzgar a Israel, con frecuencia se nubla la razón del opinante, y que su falta selectiva de cordura se reconoce en varios indicadores, como la desproporción de la diatriba, la habitual coprolalia, y la ira vocinglera, tres características que se reservan exclusivamente para el discurso sobre judío de los países.
En un intento de reivindicar la máxima dosis posible de racionalidad, definamos aquí cuál es el problema que genera el conflicto entre Israel y sus vecinos.
Se trata de un ejercicio indispensable, ya que la elusión de un diagnóstico preciso lleva a propuestas de solución que nada resolverían. Por ejemplo, está bien difundida la opinión de que «la solución pasa por la creación de un Estado palestino» o, expresada más ecuánimemente, que ésta consiste en «dos Estados para dos pueblos».
Lo que no queda claro de dicha enunciación es cuál es el problema que viene a solucionarse.
Si el inconveniente a superar es el estado de guerra, pues no hay nada en la «solución de los dos Estados» que siquiera anuncie una salida.
La guerra en el Cercano Oriente no se desató porque no había dos Estados para dos pueblos. Muy por el contrario: cuando el 29 de noviembre de 1947 la ONU aprobó la creación de ellos, la guerra se exacerbó; así fue también cuando los acuerdos de Oslo pusieron en marcha la creación de un Estado palestino.
Desde la racionalidad, el motivo de la exacerbación belicosa es explicable: el objetivo de los enemigos del Estado judío es que éste deje de existir, y por lo tanto mientras ese objetivo siga vigente nada podrá terminar con la guerra. Por el contrario, cuando sea quebrado, se habrán abierto las compuertas de la paz.
Una vez que se ha entendido que ése (y sólo ése) es el motivo esencial de la guerra, también podrá identificarse el hecho de que todas las excusas ulteriores sirven para disfrazarlo. Se inventarán una y otra vez numerosas «atrocidades» de Israel con el objeto de demonizarlo. «Sabra y Chatila», «el genocidio de Yenín», «el infanticidio de Muhamad Dura», «la opresión del pueblo palestino», «la crisis humanitaria en Gaza», «el bloqueo a la ayuda de médica», todos y cada uno perfectamente refutables desde la razón, pero imposibles de ser refutados en la práctica porque, quien los sostiene, se oculta a sí mismo, o a los demás, que le resulta inadmisible la existencia de Israel y no sus excesos, reales o imaginarios.
Ello explica que sólo de Israel se revisen «atrocidades», y que sólo Israel genere tanta adrenalina en el debate.
La nacionalización del pogromo
Hace unas semanas (7-6-10) la nonagenaria Helen Thomas renunció como jefa de prensa ante la Casa Blanca, como consecuencia de un exabrupto en el que reveló qué se encubría bajo lo que durante medio siglo había sido hipócritamente denominado «solidaridad con los palestinos».
Hasta hace un mes, la periodista había condenado de Israel «la ocupación, las invasiones, los ataques, etc.», pero ahora, cuando se le solicitó un mensaje para Israel, no pidió que «dejáramos de oprimir» sino que sin parpadear recomendó a los judíos «que vuelvan a su casa en Alemania y Polonia».
Un mensaje como éste, tan cristalino como infrecuente, facilita a los judíos la demostración de los peligros acechantes, y muestra a las claras que los antisionistas sólo nos proponen el suicidio. Por ello éstos se esmeran en privarnos de esa claridad, revistiendo sus fanáticas intenciones con variados disfraces «propalestinos» que ocultan lo esencial.
Notablemente, como le ocurrió a Helen Thomas, en algún momento suelen deschavarse. Po ejemplo, quienes criticaron a Israel por haber abordado la «flotilla de la libertad», empezaron por soslayar deliberada e irracionalmente todas las muestras gráficas en las que se ve afinadamente cómo los terroristas turcos del «Mavi Mármara» asestan garrotazos a los israelíes con quienes habían negociado una salida pacífica, e incluso se ve cómo arrojan a uno de ellos por la borda.
Pero además de esa parte de la realidad, los criptodrinos optaron por ignorar los mensajes grabados que los islamistas escupían por la radio: «Vuelvan a Auschwitz».
A pesar de dichas expresiones de los «humanistas» y «defensores de la libertad», los medios los presentaron como «activistas por la paz» y portadores de «ayuda caritativa» al «gueto de Gaza».
La transmutación semántica termina por desalojar los últimos resabios de racionalidad que quedan en el discurso mesooriental. También, como vimos, en lo que se refiere a definir cuál es el problema.
En ese sentido, los ayatolás iraníes son casi los únicos directos. Aspiran a perpetrar un genocidio atómico y no lo esconden.
Para ello recorren dos senderos simultáneos: se arman nuclearmente frente a un mundo impávido, y generan el clima propicio que eventualmente justifique su «solución final». Israel es presentado como un Estado genocida, diabólico, perverso, bastardo. «Microbio corrupto» nos llama Ahmadineyad; «ratas» nos llamaban sus predecesores ideológicos.
El aspecto más brutal de la situación, es que quienes oyen la amenaza iraní contra el «insecto corrupto» no se inmutan. Como no se inmutaron hace setenta años ante la similar amenaza germánica sobre el pueblo hebreo.
Dijimos que el plan de Ahmadineyad es de un genocidio, y cabe una precisión al respecto.
Lo que diferencia a un genocidio de un pogromo es que el primero es llevado a cabo por una fuerza estatal, mientras el segundo cuenta con anuencia estatal pero es perpetrado por grupos que actúan supuestamente en forma independiente del Estado que los condona.
El Holocausto fue un genocidio, porque lo llevó a cabo un Estado. Los pogromos en la Rusia zarista no lo fueron, porque aunque contaban con el beneplácito del Gobierno, eran cometidos por grupos de fanáticos como las Centurias Negras o la Unión del Pueblo Ruso.
Varias veces nos hemos referido a la vieja mitología judeofóbica hoy se descarga contra Israel. En un artículo lo ejemplificamos con la «nacionalización del libelo de sangre». No son ya los judíos quienes beben sangre de niños, sino los israelíes quienes comercian con sus órganos.
Está teniendo lugar es la «nacionalización del pogromo». Ni la ONU, ni los medios, ni Europa, ni los Gobiernos, se proponen destruir Israel. Sencillamente se limitan a hacer la vista gorda para que los brutos puedan consumar la proeza.
Irán sigue enriqueciendo su uranio (nunca a su pueblo) para conseguir la bomba fatídica, y el mundo sigue preocupado en aplicar la «solución» de los dos Estados.
No se sabe qué viene a solucionar la propuesta; decididamente no el verdadero problema del Oriente Medio.
Cito del mentado artículo de Aznar: «Algunos actúan y hablan como si pudiera lograrse un nuevo entendimiento con el mundo musulmán, con sólo que estuviéramos dispuestos a sacrificar al Estado judío en el altar. Esto sería una locura».
Precisamente, la judeofobia es una de las formas más difundidas (y aceptadas) de la locura.