Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 100 • junio 2010 • página 19
Pascal Charbonnat, profesor de historia y geografía en un liceo profesional parisino, de formación filosófica y científica y miembro del comité de redacción de la revista Matière première, nos presenta su Historia de las Filosofías Materialistas, editado en el año 2007 y traducido muy recientemente al español.
El prefacio a la edición francesa, «Comprender el materialismo a través de su historia» (págs. 11-30), obra de Guillaume Lecointre, biólogo del Muséum National d´Histoire Naturelle y miembro también del comité de redacción de Matière première, elogia la obra de Charbonnat de forma muy entusiasta, al afirmar que «constituye una suma histórico-analítica tal que estoy convencido de que no ha habido un equivalente en francés desde 1910, fecha en que se tradujo la Historia del Materialismo de Friedrich Albert Lange (1866)» (pág. 11). Materialismo que el prologuista curiosamente identifica con el corporeísmo grosero del siglo XVIII, al que «se deben las condiciones metodológicas de la emancipación de las ciencias experimentales frente a la teología», y «las condiciones de un pensamiento de la emancipación social contra una desigualdad de derechos justificada con un recurso a la trascendencia: esta fue la obra, por ejemplo del materialismo igualitarista de un Meslier, un Babeuf o un Maréchal» (pág. 12). Asimismo, señala un materialismo deísta o incluso ateísta, como el de Helvetius o D´Alembert, cuyo continuador principal es en la actualidad el afamado Michel Onfray. La definición de materialismo de Lecointre no tiene desperdicio:
«Todo lo que es real es materia o manifestación de ésta; las ideas sólo existen como un proceso del cerebro. [...] La naturaleza se basta a sí misma y basta para explicar todas las cosas. La materia en movimiento existe desde siempre y porta en sí misma los resortes de su transformación, cualesquiera que sean los mecanismos. No hay creación, no hay intervención exterior a la materia. Charbonnat toma también en cuenta que el materialismo ha sido también definido en el curso de su historia como un principio gnoseológico: la realidad material del mundo exterior a nuestra conciencia es lógica y ontológicamente anterior a todo conocimiento que puedan tener los seres conscientes» (págs. 15-16).
Este materialismo corporeísta, primogenérico, que en el caso de Charbonnat añade también la dialéctica, incluye el denominado «materialismo evolucionista», el que representan en el siglo XX biólogos como Teissier o Lewontin. Materialismo dialéctico que, por sus leyes, es según el introductor inútil para la ciencia:
«Un materialismo evolucionista no tiene necesidad, para sobrevivir tanto filosófica como científicamente, de introducir en la biología un materialismo dialéctico, aunque algunos biólogos, como Teissier o Lewontin, lo hayan deseado. Hay dos razones para ello. La primera es que las «leyes» de la dialéctica son demasiado imprecisas para interesar a la biología. Proceden más de la utilización de palabras poco precisas en un vocabulario científico más preciso, o dicho de otra manera, de una categoría verbal inútil a la ciencia [...] La segunda razón deriva de la primera. Como las ciencias son más precisas, las exigencias metodológicas del materialismo dialéctico sólo pueden imponerse a las disciplinas científicas afectadas (neurociencias, antropología, etología...) a condición de que sus «leyes» se sometan al racionalismo crítico, y a un mayor rigor en sus formulaciones» (pág. 29).
Así, Lecointre se mueve en unas coordenadas de fundamentalismo científico que critican precisamente una de las tesis fundamentales de Pascal Charbonnat, es decir, la conciliación y síntesis del materialismo dialéctico con unas tesis donde todo el Universo se reduce a los resultados de las ciencias, una suerte de evolucionismo.
Ya en su introducción, Charbonnat reniega del materialismo mecanicista y explica su definición de materialismo:
«Para hacer posible esta definición es necesario prestar atención a la etimología de la palabra «materia». Proviene de materia que designa, en el siglo XII, la parte central de un árbol, el tronco de donde nacen las diferentes ramificaciones y que se utiliza para construir el armazón de las casas. La materia remite aquí a este elemento fundador u original, que da vida a un ser o a un edificio. Es un indicio de que en la palabra «materialismo» hay una relación particular con el origen de las cosas. Nosotros proponemos la hipótesis de que toda filosofía materialista se caracteriza ante todo por el tema del origen en general, en el sentido de una búsqueda de un principio explicativo primero y universal, ligado o no a una cronología. El pensamiento materialista no se contenta con los mitos forjados por las autoridades eclesiásticas. Pregunta: ¿de dónde vienen la necesidad y el orden observados en estos fenómenos? En cuanto dar cuenta de su origen, es decir, de su razón última. El materialismo no propone un escenario concreto sobre la formación de las cosas, sino que busca la fuente de la inteligibilidad existente en el mundo. El filósofo materialista no estudia la composición del tronco del árbol; explora el principio de su desarrollo» (págs. 32-33).
En este sentido, coincide en su etimología con el libro Materia de Gustavo Bueno: materia es «madera», elemento genérico del que se componen otros elementos formalizados. Sin embargo, poco, por no decir nada, habla Charbonnat acerca de las formas que adopta ese principio material, preocupado de definir el materialismo ante los mitos religiosos de «las autoridades eclesiásticas». De hecho, la definición de materialismo en Charbonnat es prácticamente idéntica a la de Lecointre; el materialismo se refiere a un desarrollo inmanente del mundo, frente a quienes serían espiritualistas y optan por un desarrollo trascendente:
«Si se toma el Universo como objeto de esta cuestión del origen, dos respuestas son posibles. O bien la necesidad universal se explica desde el interior mismo del mundo, o bien resulta de la intervención de una entidad externa. El origen de las cosas depende o de un proceso inmanente o de una fuerza trascendente. Este tipo de respuesta sólo tiene un valor a priori, es decir sólo existe bajo la forma de una tesis no validada por la experiencia. Pero cada una de las dos respuestas tiene un alcance a la vez ontológico y gnoseológico. En efecto, la búsqueda del origen exige plantear un principio que explique, o que justifique, todas las cosas, tanto la realidad objetiva como el pensamiento subjetivo. La respuesta materialista no puede reducirse, pues, ni a una concepción del ser («Todo es materia») ni a una teoría del conocimiento («La realidad existe independientemente del pensamiento»). Es ante todo la idea del desarrollo inmanente del universo y de los seres que lo componen» (pág. 34).
Así, ni el materialismo es el corporeísmo ni el ateísmo (éste sería una consecuencia del materialismo, pero no su definición), sino una doctrina que sólo mediante la inmanencia puede conocerse. «La tesis opuesta al materialismo sitúa la fuente de la necesidad del desarrollo universal en una entidad trascendente» (pág. 36). Trascendencia que, según Charbonnat, habría adoptado la forma demiúrgica en la antigüedad, la forma del espiritualismo teológico en el cristianismo y la forma del idealismo filosófico en la época contemporánea. De hecho, la tesis de Charbonnat es:
«la filosofía materialista puede definirse por la tesis siguiente: el ser y la inteligibilidad del mundo tienen por origen el libre y necesario desarrollo de sí mismos. Ellos son los únicos que pueden justificar su propia existencia. Dicho de otra manera, el materialismo es una exigencia absoluta de emancipación, un imperativo que une cada parte del ser, al mismo tiempo que libera a la totalidad de cualquier trascendencia. Es pues una noción que refleja un cierto estado de las relaciones sociales, que se caracteriza por la necesidad de impugnar cualquier autoridad. El materialismo es una idea y un ideal de la materia, donde ésta es concebida como plenamente capaz de engendrar y de elaborar los diferentes modos del ser» (pág. 37).
Pero esta definición pide en consecuencia el principio, ya que definir el materialismo por lo que no es trascendente y por lo tanto inmanente es tanto como no decir nada, ni de lo trascendente, ni de lo inmanente. Es más, la reducción a todo lo «inmanente», negado lo «trascendente», supone muchas veces una recuperación de esa «trascendencia» para explicar determinadas situaciones. Hablar del «ser y la inteligibilidad del mundo» y afirmar su «libre y necesario desarrollo de sí mismos» es usar una fórmula ciertamente trascendente. Una fórmula que apela a un origen puramente metafísico, distinto desde luego de la inmanencia del mundo actual, mundo por otro lado materialista al estar formalizado, es decir, transformado institucionalmente, a la escala humana, y que niega los «vivientes no corpóreos», auténtica definición del materialismo desde las coordenadas del materialismo filosófico.
Es decir: Charbonnat, para definir la filosofía materialista ha de apelar a una forma de espiritualismo, al igual que, como señaló Gustavo Bueno en su día, «no sin cierta paradoja, me atrevería a afirmar que los más ardientes defensores del espiritualismo suelen ser corporeístas, es decir, materialistas groseros». (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, página 28. En el fondo, la apelación a una materia primigenia es algo tan metafísico como hablar de un espíritu primigenio que se aliena en la naturaleza.
Así, tomado el materialismo como clave, los filósofos de la antigüedad que han sido denominados normalmente como presocráticos, es decir, desde Tales hasta Sócrates, son ahora denominados como «predemocriteanos» (pág. 45). La caracterización del surgimiento de este materialismo de la antigüedad es la típica de un materialismo histórico un tanto vulgarizado, por no llamarlo directamente un reduccionismo sociológico –tránsito de una economía agrícola y aristocrática a una economía esclavista y comercial, producción artesanal, expansión colonial en Asia Menor, navegación poco costosa, tránsito directo a la Edad del Hierro, &c.–. Los filósofos, como el propio Tales, serían «la clase ociosa que podía dedicarse a pensar», los beneficiados de esta actividad comercial.
Sí es destacable que afirme Charbonnat, encareciendo la importancia de las ciencias para el surgimiento de la filosofía, que «los predemocriteanos aportan al conocimiento una innovación bien conocida: por primera vez, lo tornan autónomo respecto al mito y a la religión. Es un progreso capital que posibilita construir una ciencia independiente, cosa que no pudieron hacer las civilizaciones mesopotámica y egipcia. En estas los conocimientos adoptan la forma de recetas prácticas, que sirven para resolver dificultades particulares, como el cálculo de superficies cultivadas o la contabilidad de recursos con vistas al comercio. Tales y sus sucesores inventan la racionalidad, en el sentido de que la inteligencia humana se basta a sí misma para conocer el mundo, convirtiéndose en digna de interés por sí misma. El estudio independiente de la naturaleza nace cuando el pensamiento se emancipa de reyes y sacerdotes». Aunque su explicación, aparentemente fenoménica, «no se sostiene como tal y toma la forma de un nuevo mito. El agua, el fuego, o los números se convierten en principios que lo explican todo, y al término de esta totalidad tienen muy poca relación con los fenómenos. Se convierten en entidades gobernantes, a semejanza de las figuras mitológicas» (pág. 50).
Charbonnat se centra en dos autores «predemocriteanos»: Tales, como ejemplo de «empresario» que cita Aristóteles en Política, 1259a, y Heráclito, miembro de la casta sacerdotal de Éfeso y pensador dialéctico (págs. 45-64). Pero será con Demócrito, «el Sócrates del materialismo», con el que Charbonnat entre más en harina. Su floruit tiene lugar en un momento en el que las ciencias y las técnicas del mundo antiguo alcanzan su mayor apogeo, en el contexto del imperialismo ateniense del siglo V Antes de Cristo, imperio cuya constitución «responde al apogeo de la economía esclavista griega, que necesita un marco político y militar a fin de salvaguardar un nivel de riquezas nunca antes alcanzado» (pág. 66). La clave es su definición de átomo, que «no es comparable a los principios elementales de los milesios, porque no es una parte del mundo. Está presente en todas partes y en todas las cosas, pero a una escala diferente a la de los fenómenos perceptibles a simple vista. El agua, en Tales, es una parte de la naturaleza que explica la totalidad. Aquí los átomos son toda la naturaleza, y toda su razón. Esta suerte de monismo, a menudo sintomático de un materialismo (sin que se reduzca a ello) puede ser considerado como la prolongación y el perfeccionamiento de los inicios predemocriteanos. Es más, esta mejora provoca al mismo tiempo un salto cualitativo con el nacimiento del concepto de átomo» (pág. 71).
La clave del átomo es su eternidad, el no ser engendrado, «Demócrito considera que el mundo está dotado de una facultad de conservación autónoma», y «responde a una necesidad lógica: establecer el origen del mundo de manera sistemática, es decir, comprender su necesidad y su desarrollo en su totalidad» (pág. 72). E incluso, pese a que puede identificarse el átomo con las homeomerías de Anaxágoras, éste «pretende que existe una dualidad intelecto/cuerpo, mientras que Demócrito afirma –probablemente es el primero en hacerlo– una igualdad entre el pensamiento y el cuerpo» (pág. 79). Así, todo queda en la inmanencia de los átomos. Pero Platón, que no se identificaba con el corporeísmo de Demócrito, llamaba a las Ideas «átomos». Charbonnat, sin embargo, nada menciona del fundador de la Filosofía y de esa concomitancia con Demócrito.
Epicuro sería la continuación del atomismo, pero ya en el ambiente del decaimiento de la polis griega y su sometimiento por el imperio de Alejandro Magno y sus continuadores, los diádocos (págs. 88-129). Lo curioso es que lo caracterice a un tiempo como el último materialista griego y el fundador de la primera escuela materialista. Epicuro será así un atomista que incorpora el empirismo, que «pone fin al materialismo antiguo, haciendo finalmente de la naturaleza lo esencial de las ciencias, mediante una «autofundación». La autonomía de la naturaleza se ha consumado: las sensaciones permiten establecer la verdad de los conocimientos a todos los niveles. La verdad no se restringe ya solamente a los átomos, como en Demócrito, sino que está en todas partes para ser descubierta; la naturaleza y su modo de conocimiento se reconcilian» (pág. 103). Además, pese a que Epicuro no niega la existencia de dioses, «no son la emanación de una trascendencia. Humanidad y divinidad coexisten en el mismo mundo, pero bajo el modo de alteridad, como el mineral y el animal»; en ellos «la materia llega a su perfección» (pág. 114).
Lo que es tanto como caracterizar a Epicuro de espiritualista, ya que un materialista como Hobbes «defendió de un modo clásico la existencia de Dios, con la condición de que Dios fuese corpóreo» (Ensayos materialistas, página 28). Lo que nos conduce nuevamente a la paradoja de la misma cita anterior de Ensayos materialistas, que los espiritualistas son los mayores defensores del corporeísmo. Aunque seguramente Charbonnat no llegue a comprender el alcance de esta afirmación. Otros epicúreos serían el famoso Lucrecio y Filodemo de Gadara, ya bajo el dominio de otra ciudad, la Roma del Imperio. Enemigos del epicureísmo, pues, lógicamente, los amigos de lo trascendente: Platón, cuya «difusión de la trascendencia es la originalidad del platonismo respecto a la creencia vulgar que asigna un lugar limitado a la trascendencia por medio de los dioses o de los astros» (pág. 121). Otros defensores de la trascendencia, sería Aristóteles con su motor inmóvil y Zenón con su apelación a Zeus.
Después viene la Edad Media, la «edad oscura» del materialismo, donde el peso de las ciudades tan característico del mundo antiguo ha desaparecido y queda la la sociedad organizada en torno a las grandes propiedades rurales, con la coerción armada del Príncipe y la «ideológica» de la iglesia, el modo de producción feudal en definitiva. Al quedar todos los excedentes de producción en manos de estas dos figuras, dirá Charbonnat, es imposible el pensamiento independiente: «no hay corriente, ni pensador materialista, en realidad, durante este período; sólo hay fósiles» (pág. 134).
Pero el que unidades en principio tan heterogéneas como los reinos cristianos sometidos o en controversia con la autoridad del Papa (Iglesia y Estado serán entendidas en la escolástica de Santo Tomás e incluso antes como sociedades perfectas, no sometidas la una a la otra), el Imperio Bizantino o los califatos islámicos, tengan una infraestructura económica común, no debería obstar para distinguir que los islámicos carecen de clero y que su líder religioso es el líder político, el califa, cuyo fin siguiendo a Mahoma es el de islamizar el mundo entero; los bizantinos, pese a tener iglesia, consideran que el emperador es la cabeza de tal iglesia ortodoxa.
Reducirlo todo a que durante «la Edad Media una losa de plomo se abate sobre el conocimiento humano: se trata de una verdadera dictadura del fideísmo, de una sumisión absoluta al clero» (pág. 138), no deja claras las diferencias entre un mundo cristiano donde no sólo se comentaron sino que se desarrollaron los conocimientos científicos posteriores (reducir la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino a una expresión de la «dictadura del fideísmo» es una verdadera grosería intelectual), algo que ni en el Islam ni en el fenecido imperio bizantino tuvo lugar. Una larga lista de autores se postulan como «heterodoxos» de esta «negra noche de los tiempos»: Proclo, Jean Italos, Averroes «quien también cae en desgracia a los ojos del clero» (pág. 143) –¿qué clero, si el Islam carece de él?–, Siger de Brabante, Jean de Jandun, Marsilio de Padua, Nicolás de Autrecourt, &c. (págs. 133-156).
Pero de los siglos XV al XVII se recupera el naturalismo inmanentista por obra y gracia del surgimiento de la burguesía y del renacimiento de las ciudades como entes que superan el poder papal y el monárquico. La burguesía, una vez descubierta América, «es a la vez causa y consecuencia de este pillaje mundializado: el impulso dado al intercambio en Europa despierta el apetito de los conquistadores aristocráticos; al mismo tiempo, las repercusiones del robo, de la esclavitud y de la explotación de los pueblos nutren los libros de cuentas de los hombres de negocios» (pág. 158). También el progreso científico y tecnológico, una vez superada «la losa eclesial», puede desarrollarse sin problemas. Pero lo cierto es que cuando cita a dos artífices de esa ciencia, Copérnico y Newton, no señala que el primero era un clérigo católico y el segundo un protestante arriano, tal y como deducimos de la lectura de su libro El templo de Salomón.
Quedan así las ciudades estado italianas en el Renacimiento y después la renaciente potencia comercial, Holanda, como lugares donde cultivar la heterodoxia, que consiste básicamente en la recuperación del atomismo de la antigüedad. Una nueva lista de nombres aparece ante los ojos del lector: Francesco de Vicomercato, Bernardino Telesio, Giordano Bruno, Cesare Cremonini, Cesare Vanini, Lorenzo Valla, Juan Luis Vives, Pierre de la Ramée, Francis Bacon, Isaac la Peyrère, Cyrano de Bergerac, Daniel Sennert, Pierre Gassendi, &c. Lo más curioso es que cite al humanista Pietro Pomponazzi, recuperador del aristotelismo clásico, y lo considere un naturalista, cuando Charbonnat previamente definió a Aristóteles como un defensor de lo trascendente por postular la existencia de un acto puro distinto del mundo. Y que no haya citado previamente a los aristotélicos Dicearco y Estratón, que habían negado cualquier forma «trascendente». También cita a autores de filosofía política, como Marsilio de Padua y Maquiavelo, para destacar que, según ellos, «la religión ha de permanecer en los límites de su papel social, en tanto que agente de dominación de clase, y no aprovecharse de esta situación para imponerse a todos, en particular a los sabios y a los letrados» (pág. 197).
A diferencia de otras épocas, en esta se acuña una definición de materialismo, a cargo de Henry More, Robert Boyle y Ralph Cudworth. Si en el siglo XVI, el materialista era el vendedor de drogas (la materia de la curación), Henry More, en sus Diálogos divinos (1668) usa el término por vez primera, pero para referirse a Hylobares, un cartesiano.
«Robert Boyle en 1674 y Ralph Cudworth en 1678 utilizan de nuevo el término "materialista". El primero lo define en un sentido contrario al de More: el materialista se opone al mecanicista, porque explica los cuerpos solamente según las cualidades de la materia, independientemente del movimiento. El segundo, un platónico, ve en él a un filósofo que solamente tiene en cuenta la causa material, entre las cuatro causas aristotélicas, para explicar el devenir de los cuerpos. La definición de Boyle apunta a los partidarios de Paracelso, mientras que la de Cudworth pretende criticar a una categoría marginal de físicos.
Finalmente, la palabra «materialista» reviste tres significados diferentes desde sus primeras apariciones. Esta polisemia resulta de la dispersión de las tendencias naturalistas. Nadie se reclama partidario de esta corriente: More, Boyle y Cudworth emplean el término para designar a un adversario filosófico. Les sirve precisamente para mostrar la tendencia naturalista con la que están en desacuerdo. La palabra "materialista" sólo tiene un sentido negativo, porque se utiliza para poner en evidencia una contradicción. Esta heterogeneidad etimológica confirma la inexistencia de un materialismo en el siglo XVII.
Al mismo tiempo, estos tres significados remiten a una concepción naturalista. Indican, cada uno a su manera, un mismo espacio conceptual, en el cual la palabra "materia" está en primer plano. Pero este campo es recorrido por una multiplicidad de sistemas, opuestos y desunidos, que lo único que comparten es su filiación» (pág. 213)
Hay que destacar que Charbonnat no cae en el error de decir que Boyle, Cudworth o More son los inventores del materialismo filosófico. Ni Descartes, ni tan siquiera Espinosa son autores materialistas para Charbonnat, pues «se inscriben en la corriente naturalista. Fundan su sistema, cada uno a su manera, y en última instancia, sobre un principio trascendente» (pág. 232).
Llega así el siglo XVIII, auténtico «renacimiento del materialismo» a decir de Charbonnat. Época también del materialismo grosero, de la pujanza inglesa y la revolución industrial ligada al desarrollo científico, pero también la época de la Revolución Francesa, culminación de los ideales de la ilustración entre los que se encontraban también varios filósofos materialistas (págs. 241 y ss.). En este siglo materialista, entre los sectores de «defensores de la religión y los pensadores tradicionales» (Berkeley, el Diccionario de Trevoux de 1752) se identifica con el libertino y el ateo: «La palabra "materialista" se emplea corrientemente en el siglo XVIII. Según quien la utilice, su significado varía enormemente. Para los adversarios de los filósofos y del Iluminismo, constituye un anatema que reemplaza poco a poco a la acusación de "libertino"» (pág. 263), por lo que «pensadores tan diferentes como Locke, Spinoza y Descartes son metidos en un mismo saco como "materialistas"» (pág. 264).
El materialismo se manifiesta en la ciencia, ya sea en el geógrafo Benoit de Maillet o en Robinet, Buffon o Lamarck y su teoría transformista a partir de la modificación del entorno material por variación inmanente del medio. El primer materialista de este siglo será Jean Meslier, para seguir con La Mettrie y el Barón de Holbach. El tópico compartido es la religión como impostura de los sacerdotes (el «opio del pueblo» marxista), entendiendo Charbonnat tan vulgar tesis como «eliminación de la trascendencia», un inmanentismo fundado en lo sensible y una sociedad libre del fanatismo religioso como más tolerante y feliz. César Chesneau Du Marsais, el enciclopedista Denis Diderot, Hemsterhuis, Pierre-Sylvain Maréchal y su defensa del igualitarismo radical, al estilo de Babeuf, completan la nómina de un materialismo mecanicista contradictorio, pues su mecanicismo «representa un estado fijo del ser» que no explica el «desarrollo gradual y progresivo de los seres más que como una alternancia de destrucción y perfección» (pág. 352).
Y así se llega al siglo XIX, donde se consolida el modo de producción capitalista y tiene lugar, según Charbonnat, el antagonismo contemporáneo principal después de las revoluciones liberales de 1848 que asientan el nuevo régimen: «la lucha de una parte de la burguesía por el poder político, y la lucha del proletariado por sus propios intereses» (pág. 361). Dos tipos de materialismo entrarán en conflicto: el materialismo histórico y dialéctico de Marx y Engels, y el «evolucionismo», asociado principalmente a Darwin, «el nuevo Moisés», y su teoría de la evolución biológica, que Charbonnat asocia a la concepción liberal. Ludwig Buchner –favorable al aborto y la eutanasia (pág. 400)–, Carl Vogt y Jakob Moleschott serán sus principales representantes.
Estos dos materialismo se encuentran enfrentados entre sí tanto en lo doctrinal como en lo biográfico, como prueba la durísima e injuriosa correspondencia entre Marx y Vogt (pág. 429), unos opuestos directamente al idealismo alemán, y otros al espiritualismo (al menos, siguiendo la estela del protestante Albert Lange y su Historia del materialismo, con la que extrañamente es comparada esta obra que comentamos, seguramente por la identificación entre el materialista grosero y el espiritualista que ya hemos señalado al comienzo), y ambas concepciones materialistas enfrentadas entre sí. Unos partidarios de un cambio lento y gradual (herederos del materialismo mecanicista del siglo anterior), sin saltos, y otros partidarios de un cambio revolucionario a saltos, el salto cualitativo, una de las tres leyes de la dialéctica junto a la interpenetración de contrarios y la negación de la negación (págs. 445-446). Incluso Charbonnat se permite el lujo de citar a un «materialista» español, Francisco Suñer y Capdevila, seguidor de Albert Regnard, el traductor de Fuerza y materia de Büchner al francés (pág. 416).
Charbonnat cita también al «curtidor filósofo» acuñador de la expresión «materialismo dialéctico», Joseph Dietzgen, quien formula el «marco monista» (pág. 461) propio de ese materialismo dialéctico, estado originario de la materia donde todo estaba entremezclado, que intenta salvar el dualismo entre materia y conciencia planteado por Engels y que conduce a la doctrina a ser una mera variante del monismo metafísico del ser. Tras Dietzgen aparecen los primeros seguidores del marxismo con afanes políticos, Labriola y Plejánov. Queda así el materialismo escindido en dos: «Por primera vez en la historia, el materialismo es doble» (pág. 473). Charbonnat, sin embargo, está convencido que pueden unificarse ambos tipos de materialismo, pues ambos son producto del desarrollo de las ciencias de su tiempo:
«El darwinismo da al mundo vivo una primera formulación de su ley de desarrollo y la fisiología explora el vínculo entre el cerebro y las facultades psíquicas. Büchner y sus semejantes extienden así estos resultados al conjunto del ser. Por su parte, el materialismo histórico da a Marx y a Engels el medio de comprender el comienzo real y efectivo de la historia humana. Generalizan entonces esta concepción en una filosofía del movimiento dialéctico de la materia» (págs. 471-472).
Abierto el camino en el siglo XX para ver si se produce la convergencia de ambos materialismos, Charbonnat lamenta que el dialéctico sufre un duro golpe, pues cuando parecía que iba a producirse la revolución anunciada por el materialismo histórico-dialéctico, éste sufre una «fosilización» parecida a la de la Edad Media de manos de la reacción «conservadora»: el estalinismo.
«Después de un desarrollo fulgurante, el materialismo dialéctico es duramente golpeado por el estalinismo, es decir, por la supervivencia del capitalismo después de la Revolución de 1917. Se transforma en un dogma estéril, antes de ser sepultado por el espejismo del fin de la historia. Como el epicureísmo en su tiempo, este materialismo es silenciado por el triunfo temporal de las fuerzas conservadoras» (pág. 474)
De hecho, llega a decir que pese al triunfo teórico de Lenin frente al revisionismo con su Materialismo y empiriocriticismo, «el revisionismo reaparece bajo la forma de la ortodoxia estalinista» (pág. 533). Resultado de esta «deriva» será una ortodoxia marxista de autores como Antonio Gramsci y su defensa del partido como portavoz de la clase proletaria, considerando «la teoría de la revolución permanente como una pura abstracción» (pág. 500), y también heterodoxos como György Lukács, recuperador de la dialéctica hegeliana, y Louis Althusser, quien desde el estructuralismo incluso negará la dialéctica y defenderá un Marx sin materialismo dialéctico. También se incluirán en esta heterodoxia las revisiones desde la fenomenología, como las de Sartre, Merleau Ponty y hasta la de Tran Duc Thao. Lo que no nos explica Charbonnat es si había otra alternativa al socialismo en un solo país y la escolástica del materialismo dialéctico, pues apelar simplemente a que el estalinismo es un triunfo de la reacción «conservadora» es tanto como no decir nada, salvo que se esté defendiendo implícitamente una suerte de «revolución permanente» al estilo del derrotado Trotsqui.
Por su parte, el «materialismo evolucionista» avanza sin trabas, en base al propio desarrollo de las ciencias: «El desarrollo de las ciencias de lo vivo conoce una regularidad notable en el siglo XX. La química y la biología convergen en la constitución de la biología molecular y de la genética. La cuestión del comienzo de la vida franquea así una etapa decisiva, gracias a los nuevos conocimientos de los procesos moleculares en el seno de lo vivo. Las tesis filosóficas de los materialistas evolucionistas alemanes revelan ser exactas: una cadena compleja de diversas combinaciones moleculares fundamentales, el ADN, explica en parte la organización de los seres. La genética prolonga la descripción unificada de lo vivo iniciada en el siglo XIX con el descubrimiento de la célula, ubicando el lugar exacto de la transmisión de los caracteres» (págs. 484-485).
Resultado de estos avances son la Sociobiología de E. O. Wilson (págs. 561-563) o las tesis genetistas de Richard Dawkins y su gen egoísta (págs. 545-546). También Mario Bunge y su «materialismo emergentista», que pese a sus similitudes con el materialismo dialéctico está incluido en esta segunda rúbrica evolucionista, cuyo principal logro es la ligazón entre la psicología y las neurociencias (págs. 546-547). Incluso aparece en la nómina el «materialismo cultural» de Marvin Harris (págs. 563-565). Charbonnat concluye que el materialismo, una vez que la filosofía académica no lo cita, está más consolidado en el mundo científico; como prueba, las «imposturas intelectuales» de Alain Sokal (pág. 571).
«El conjunto del desarrollo de las ciencias naturales en el siglo XX se inscribe en el trabajo de resolución progresiva de la cuestión del comienzo, iniciada en el siglo XVIII. La teoría de la relatividad y del Big Bang aclaran el comienzo del Universo de manera inédita, mientras que la genética y la paleontología elaboran un mapa cada vez más preciso de la unión universal y primera entre los seres» (pág. 486).
Se consolida así el monismo metafísico del ser en la obra de Charbonnat, ahora en un intento de conciliación entre el materialismo dialéctico y el evolucionismo (en realidad, un fundamentalismo científico en toda regla), aunque según Charbonnat este último es demasiado continuísta aún para aceptar la visión dialéctica (pág. 574). De hecho, en defensa del materialismo dialéctico afirma que
«una filosofía materialista sólo aparece gracias a una convulsión histórica. Cuando una sociedad se estanca, o cuando sus relaciones sociales sólo evolucionan bajo el efecto de variaciones cuantitativas, el materialismo retrocede o desaparece. Es necesario que algún grupo social necesite ideas que impugnen el orden dominante, es decir, la posición trascendente de un puñado sobre la totalidad, para que resurja la tesis inmanentista». Aunque es condición necesaria, pero no suficiente, ya que «la filosofía materialista no puede definirse sin mencionar el imperativo del libre desarrollo del ser» y, para evitar el dualismo entre materia y conciencia, «la unidad del ser es primordial para el materialista», sin excluir «la primacía cronológica del ser sobre el pensamiento» (pág. 578).
Resulta curioso que al final del libro Pascal Charbonnat hable de los esfuerzos de renovación del materialismo, junto al marxismo y al evolucionismo y, por la presión de los círculos universitarios e institucionales que la doctrina materialista habría conquistado ya, «tiende a abandonar, salvo excepciones, el principio en beneficio de la omnipotencia del verbo» [sic]. En este apartado cita a Gustavo Bueno, a quien sin embargo considera un «materialista con fines idealistas», junto a otros intérpretes kantianos del materialismo, como Yvon Quiniou o Peter Tepe y su Transzendentaler Materialismus (1978):
«La recuperación del término 'materialista' con fines idealistas aparece en los años 1970. Peter Tepe escribe en 1978 su Transzendentaler Materialismus [Materialismo transcendental], mientras que Gustavo Bueno Martínez intenta la imposible conciliación de la inmanencia y la trascendencia en El animal divino: ensayo de una filosofía materialista de la religión, 1985. Ganando su regularización filosófica, el materialismo se convierte en un apoyo, entre otros, a las necesidades mitológicas modernas». (página 566).
Es de agradecer que el autor principal del materialismo filosófico sea citado por Charbonnat, aunque sea una referencia tan breve –además de las referencias a Ensayos materialistas y El animal divino en la Bibliografía–. Sin embargo, semejante cita no puede ser más errada, producto de la gran superficialidad analítica que Charbonnat ha demostrado a lo largo del libro. Vulgaridad desde la que no sólo asimila el materialismo filosófico al idealismo trascendental de Kant, sino que también interpreta la filosofía materialista de la religión de Gustavo Bueno –ligada precisamente al desarrollo de disciplinas biológicas como la Etología y a la megafauna del Pleistoceno como referente positivo, núcleo de la religiosidad primaria–, como un mero intento de salvar la presunta trascendencia religiosa. Seguramente piensa Charbonnat, desde una perspectiva humanista trascendental, que la religión es algo trascendente que para nada interesa al materialismo, y que incluso sería opuesto a él.
Afirmaciones que no cabe otra opción que caracterizar como sedicentes, máxime cuando Charbonnat realiza un curioso juicio general (que se remonta a su vulgar definición sobre materialismo del inicio) sobre el materialismo del siglo XX, juicio cuyo idealismo podría superar incluso al propio Hegel. Así sucede cuando afirma, tras comparar el materialismo dialéctico y su tesis de la inevitable llegada del comunismo final –ya germinado en el capitalismo–, con el continuísmo propio del evolucionismo del siglo XX, que «el materialismo refleja un cierto estado del mundo. No es un pensamiento situado después o antes de la materia, sino que es la propia materia devenida consciente de su libertad. Sabe, pues, que su futuro filosófico pasa por la reconciliación de lo inconsciente y lo consciente, es decir, por la muerte del capitalismo» (pág. 575).
No cabe mayor idealismo que suponer que la materia «deviene consciente de su libertad». ¿A qué materia se está refiriendo Charbonnat? Salvo que interpretemos, en virtud del principio antrópico, que la materia deviene, mediante el metafísico salto cualitativo, en la conciencia humana (o incluso no humana, extraterrestre, lo que nos lleva al inevitable dualismo que Charbonnat intenta evitar), tampoco se explica semejante afirmación desde la perspectiva evolucionista que defiende. Es más, hablar de la muerte del capitalismo como «reconciliación de lo inconsciente y lo consciente», a veinte años de la caída estrepitosa de la Unión Soviética, suena desde luego a chiste malo, pues ya se pudo comprobar, en quiasmo acuñado para la ocasión, que el comunismo final no fue otra cosa que el final del comunismo.
Como conclusión, Pascal Charbonnat realiza un extraño retrueque que recuerda nuevamente al marxismo más vulgar al afirmar que «Las clases dominantes han favorecido naturalmente, de una manera u otra, a los pensadores que expresaban un punto de vista adecuado a su dominación [...] El filósofo materialista raramente apoya al orden establecido; en cada época, es el adversario de la vieja reacción que, al sentir próxima a su agonía, exige aún más su ortodoxia». Asimismo, muestra un resabio de positivismo al señalar que «El materialismo se convierte cada vez más en una evidencia, en un hecho implícito para todo el conocimiento y ya no una afirmación con falta de reconocimiento, de la misma manera que las ciencias sustituyen progresivamente a los mitos y a las creencias» (pág. 576).
Y, por último, «este materialismo actual ha de invitar a los filósofos a convertirse en científicos, y viceversa, para que las compartimentaciones nocivas entre los ámbitos del conocimiento desaparezcan. Trabajará así en el esclarecimiento final del problema del origen, es decir, en la conquista clara de una materia consciente y segura de su libre necesidad» (pág. 581). Mayor confusión no puede haber en la afirmación de una «materia consciente» y dotada de «libre necesidad», punto final sin duda necesario para un libro donde se intenta conciliar lo inconciliable, a saber: el materialismo dialéctico, en tanto que filosofía metafísica, con el positivismo y el fundamentalismo científico como filosofías degeneradas.