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El Catoblepas, número 100, junio 2010
  El Catoblepasnúmero 100 • junio 2010 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre el estilo

Alfonso Fernández Tresguerres

Del estar y del ser

Pompeyana escribe con estilo

Sabido es que se denominaba «estilo» a una especie de varilla o punzón con el que los romanos escribían sobre tablillas enceradas; y, como es obvio, cada escritor o cada escriba disponía del suyo, es decir, tenía su propio estilo. Y que del nombre del instrumento se acabase pasando a la escritura misma, no hay más que un paso: se escriba con lo que se escriba, es evidente que cada cual tiene su peculiar forma de hacerlo, su escritura única e inconfundible, su estilo, en suma. ¿Qué, si no, es la estilográfica, más que un instrumento que permite diversos estilos en la grafía? Mas el proceso ni siquiera se detuvo ahí: de la forma de la letra se acabó asimismo pasando a la forma expresiva: el estilo será ahora el modo característico que cada cual tiene de expresarse, de poner por escrito (que lo mismo se terminase diciendo del lenguaje hablado no tiene nada de particular) un pensamiento o una idea, en definitiva, de dar forma a un determinado contenido.

Ocurre, sin embargo, que, según las distintas épocas, algunas formas expresivas acabaron predominando sobre otras, haciéndose comunes y dejando así el estilo de ser algo estrictamente individual para convertirse en tendencia o moda característica de un momento histórico dado. Nacen así los estilos en arte o literatura, ámbitos en los que preferentemente se aplica tal término. Con todo, esta nueva dimensión social no anula ni mucho menos las peculiaridades individuales, y es precisamente ese hecho el que establece la diferencia entre un gran escritor frente a alguien que no lo es, e incluso frente otro tan grande como él. Porque, después de todo, es claro que estilo (en cualquiera de las acepciones que hemos examinado) lo tenemos todos; y estilo, incluso, ajustado a los cánones de la época en la que nos ha sido dado vivir, lo que no es óbice, sin embargo, para que medie un abismo entre los ecos de sociedad de una revista semanal y En busca del tiempo perdido. Y eso, sin duda alguna, aun en el supuesto de que el acontecimiento relatado en ambos casos sea el mismo. Lo que no sé yo si no viene a reafirmarme una vez más en que la forma es el fondo. O que, como escribe Joubert el año 1798:

«El estilo es el pensamiento mismo».

No sé. Pero lo cierto es que un gran pensamiento torpemente expresado deja inmediatamente de serlo (la excepción es, seguramente, la verdad científica o el descubrimiento plenamente objetivo y certero), al igual que una gran historia torpemente contada se convierte automáticamente en algo patético, una cursilada o una patochada capaces de suscitar vergüenza ajena; y a la inversa: una historia puramente banal e intrascendente prodigiosamente narrada puede convertirse en una obra de arte capaz de estremecernos.

Mas si se puede ser grande ajustándose al estilo imperante en una época concreta, sólo cabe ser genial cuando se alumbra uno nuevo, esto es, cuando el estilo socializado torna de nuevo, por obra de un individuo extraordinario, a hacerse estrictamente individual, para ser adoptado por otros y hacerse social otra vez, y así sucesivamente. De ahí que el número de esos seres excepcionales en cada una de las ramas del arte y la literatura (también de la filosofía) puedan ser contados con los dedos de una mano.

Y, en fin, hemos venido a dar, en efecto, al ámbito del arte y la literatura, que es donde, de modo primordial, se habla de estilos. Pero es evidente que el asunto podría ser llevado a territorios muy distintos de los anteriores. Uno no tiene únicamente una peculiar forma de expresarse o de escribir, sino también de hacer muchas otras cosas. Y hablar en esos casos de estilo no sólo no resulta impertinente o extravagante, sino que se hace con frecuencia.

Los criminólogos denominan modus operandi al conjunto de acciones llevadas a cabo por un delincuente, de forma más o menos repetitiva, a fin de alcanzar su objetivo y huir del lugar donde ha cometido el delito (tanto si se trata de un crimen, un robo o una violación). Mas tal modus operandi, aunque dotado de una cierta y frecuente estabilidad, no es, con todo, invariable: a veces el individuo lo modifica, dependiendo de las circunstancias concretas a las que se enfrenta, lo perfecciona en función de lo aprendido en delitos anteriores, &c. ¿Resultaría excesivo entender eso que llamamos «estilo» de manera similar?

Visto así, consistiría, en los más diversos contextos, en la particular forma que tiene cada cual de hacer y de actuar, de comportarse, de estar, mas no de ser, puesto que el estilo, tal como ahora lo entendemos, sin dejar de ser característico del modo de hacer de cada individuo, parece apuntar a algo cambiante y susceptible de amoldarse a las más variadas situaciones. Y en este orden de cosas, aún habría que añadir que no es el peor de los estilos el no tener uno invariable e inamovible, sino capaz de adaptarse sin violencia a circunstancias cambiantes.

Cierto que cuando utilizamos el término nos deslizamos con facilidad hacia su manifestación más positiva: diríase que no cabe hablar de estilo más que en ese sentido positivo, es decir, si a ese hacer y obrar, comportarse o estar, añadimos «bien» (y adviértase que, a menudo, definimos tal objetivo con la expresión saber estar). Mas eso no necesariamente tiene por qué ser así: si el estilo es una peculiaridad individual que denota el modo propio mediante el que cada individuo lleva a termino todas esas cosas de las que hablamos, y se relaciona, en general, con el medio y con los demás, es obvio que todo el mundo tiene uno (como todo el mundo lo tiene en el hablar o el escribir, sin que por fuerza haya de ser Shakespeare), aunque sea malo, desajustado, ineficaz, feo o ridículo. Todos tenemos un estilo (aunque el de algunos consista en intentar imitar el de otro). Y de ahí que incluso del individuo más torpe cabe decir que

Nil bene cum facias, facias tamen omnia belle
[«Aunque nada haces bien, sin embargo todo lo haces con estilo», Marcial, Epigramas, II, 7, 7].

Cuestión distinta es que todos aspiren a tenerlo bueno. Y de ahí que comúnmente no se dice de alguien que tiene estilo más que cuando se considera que ha logrado tal objetivo; y, en cambio, de alguien torpe o zafio se sostenga que carece de él. Mas, en sentido estricto, tan estilo es un como otro.

Un dicho francés sostiene que el hombre es el estilo, queriendo significar con ello que en la forma expresiva lo que se manifiesta es el propio sujeto con sus peculiares características. Y yo he de confesar que no lo encuentro pensamiento desafortunado, por más que Hegel no esté de acuerdo, al entender que el estilo consiste en las determinaciones resultantes, en la forma expresiva, de las condiciones mismas del arte de que se trata. Por la tanto, el estilo no sería tanto el hombre como la cosa misma.

Pero volvemos a embarrar en el terreno de la estética, y no es eso lo que ahora me preocupa: lo que me pregunto es si eso que acaso pueda decirse, o acaso no (aunque yo me incline por el sí), del arte y, más específicamente, de la literatura, puede predicarse igualmente del individuo como tal: ¿alguien es algo más que su estilo, quiero decir, que su forma de hacer u obrar, comportarse o estar, pensar, incluso? ¿Cabe buscar algo más detrás de esas formas? Indudablemente que sí: cabe buscar la obra, la acción o el pensamiento mismos. Lo contrario probablemente no sería más que guiarnos por las apariencias. Dicen que cuando Niels Bohr permanecía intensamente concentrado, su expresión era la de un perfecto idiota, y hasta se cuenta que una amiga de su madre la consoló por tener un hijo que parecía bobo. Y, al contrario, tras unos modales altamente refinados puede esconderse un imbécil o un asesino en serie. Si por estilo se entiende, pues, la imagen que de nosotros mismos mostramos a los otros, conviene ser precavidos y no prejuzgar con excesivo apresuramiento. El estilo, así entendido, pertenece a la esfera de la estética y la apariencia; de lo agradable y de la urbanidad; y aunque considero indudable que en él se manifiesta con sobrada frecuencia el ser mismo del individuo en cuestión (nuestras palabras son a menudo traicionadas por nuestras maneras), es más que aconsejable no fiarlo todo a la primera impresión y mirar por segunda vez: siempre cabe la posibilidad de que una actitud adusta y arisca oculte y defienda a un espíritu débil e indefenso, en tanto que unas formas refinadas no sean otra cosa que uno de los múltiples disfraces tras los que se oculta un camaleónico depredador.

El estilo, tal como hasta ahora lo venimos considerando, tiene sobre todo que ver con la elegancia o falta de ella; y es, sin duda, un ideal noble y deseable: uno debería ser capaz de aburrirse, despreciar y hasta odiar con elegancia. Mas precisamente por eso nada verdaderamente asegura ni garantiza sobre el ser recóndito y último del sujeto que tenemos delante, porque el estilo, en el fondo, tanto puede servir para desvelarnos como para ocultarnos.

Mas el estilo puede ser concebido también de otro modo más determinante; aquél que tiene ya menos que ver con el estar que con el ser; menos con lo formal que con lo fundamental, es decir, menos con la forma de actuar o pensar que con la acción o el pensamiento mismos. Me refiero ahora a la manera peculiar (con independencia de los aspectos puramente formales) mediante la cual un individuo afronta una situación o un problema; manera que condiciona, si no determina, el carácter de la propia respuesta. Se trata, en el fondo, de algo tan simple como el hecho de que un espíritu conservador difícilmente alumbrará una solución revolucionaria a no importa qué asunto, con respecto al cual, entiéndase bien, se muestra precisamente conservador. Volviendo a Bhor: si su estar pensado era el de un tonto (y no quiero cargar las tintas con esto: digo sólo lo que dicen), el ser de su pensamiento era el de un filósofo, quiero decir que hacía física como un filósofo, del mismo modo que Dirac la hacía como un matemático puro, o Heisemberg como un aventurero o un explorador, y Pauli con un talante más conservador.

Situados de nuevo en el terreno de la criminología, tal vez sería posible hallar algún paralelismo a esta segunda forma de concebir el estilo. Podríamos encontrarlo en lo que en tal disciplina se denomina la firma del asesino, que consiste en un conjunto de acciones con las que el individuo personaliza, por así decirlo, el crimen, indicando que es obra suya y nada más que suya. Se trata de algo mucho más personal que el modus operandi, y, a diferencia de éste, permanente, porque elegida una, lo que puede tener lugar por los más diversos motivos (no pocas veces desconocidos por el propio sujeto), le acompañará durante toda su carrera delictiva y criminal

Cabría, entonces, hablar de distintos estilos en el hacer, el obrar o el pensar. Y podría acaso concluirse que, después de tantas vueltas, a donde hemos arribado al fin es al ámbito de la personalidad, lo que no sería más que una pura mentecatez, algo así como descubrir la pólvora, según suele decirse, desde el momento en que el asunto de la personalidad lleva ya largo tiempo descubierto (al menos desde Hipócrates y Galeno) y son legión las tipologías propuestas e inventadas. Pero ahí radica precisamente el problema. El estilo en el sentido del ser es algo mucho más individual de lo que permite una mera tipología de la personalidad. Fijémonos, por ejemplo, en la definición que de la misma nos proporciona Theodore Millon:

«un patrón complejo de características psicológicas profundamente arraigadas, que son en su mayor parte inconscientes y difíciles de cambiar, y se expresan automáticamente en casi todas las áreas de funcionamiento del individuo. Estos rasgos intrínsecos y generales surgen de una complicada matriz de determinantes biológicos y aprendizajes, y en última instancia comprenden el patrón idiosincrásico acaban dando lugar a una forma características de percibir, sentir, pensar, afrontar y comportarse del individuo» [Trastornos de la personalidad, 1].

Ciertamente, no cabe negar que se recogen ahí, y por modo, además, exhaustivo, todos esos rasgos que hemos asociado al estilo. Ahora bien, cuando tales rasgos se agrupan en paquetes, si se me permite decirlo así, que se encuadran en tipologías, éstas se convierten en corsés que con facilidad oprimen y hacen perder de vista los variados y ricos rasgos que constituyen al individuo. Desde el momento en que alguien es encasillado como introvertido, pongamos por caso, parece que ha de responder en todos los ámbitos de su vida a un determinado esquema; y si, además, lo calificamos de sensitivo, emotivo o lo que sea, el terreno se acota más aún. Creo que de lo que se trata no es tanto de ver cómo una personalidad dada configura distintas esferas de actuación (como dice Millon), sino más bien de examinar cómo es configurada por ellas, es decir, cómo esas formas características de percibir, sentir, pensar, afrontar y comportarse de un individuo configuran una personalidad propia y exclusiva, es decir, un estilo característico. Yo, en este orden de cosas, soy radicalmente nominalista: creo menos en los tipos (en las esencias) que en los individuos. Y si bien algunos hay que son parecidos, no basta con extraer un denominador común, una serie de rasgos a los que se supone que todos deben ajustarse, para concluir que los hemos conocido. De la misma manera que nuestros amigos criminólogos, no por aceptar determinadas tipologías, como la de Rossmo para clasificar a los asesinos en serie según su movilidad en cazadores, tramperos, merodeadores y pescadores, se eximen de trazar el perfil, profundamente individual (no hace falta decirlo) del sujeto al que se enfrentan, así también conocer verdaderamente a alguien supone una labor de perfilador para la que la mera clasificación en tipologías personales (o también sociales, porque no es improbable que esos mismos estilos de hacer, obras o pensar también se hagan a veces extensivos a toda una sociedad o una época) dibujan la historia individual con trazos muy gruesos.

Se me argüirá que las tipologías de la personalidad no son, después de todo, más que simples esquemas orientativos y que, en cualquier caso, es poco lo que ganamos sustituyendo el concepto de «personalidad» por el de «estilo». Mas no me atrevo a tanto como a hacer una sugerencia tal. Quiero decir únicamente que eso de las tipologías de la personalidad guarda una inquietante semejanza con las esencias o Ideas platónicas: también las tipologías semejan estructuras eternas y perfectas, e igualmente intemporales, de alguna de las cuales por fuerza los individuos han de participar, siendo esa participación las que constituye y determina su ser. Pero tropezamos aquí con el mismo problema con el que tropieza Platón: pensar que una cosa puede ser definida meramente por su participación en una Idea es una historia demasiado simple y falsa, puesto que, en realidad, no cabría definirla más que por su participación en múltiples Ideas. Paralelamente, es ingenuo suponer que los rasgos personales de un individuo dado se ajustan punto por punto a un tipo concreto de una determinada tipología de la personalidad, sino que más bien lo que cabe esperar, y así es de hecho, es que posea rasgos de muchas de ellas a un tiempo. Y si al final lo que tenemos que examinar es al individuo, ¿de qué sirve tener a la vista el modelo?

Pero, en fin, tómese esto como una mera divagación. Yo siempre divago, y las más de las veces, como es obvio, torpemente; y con ello ya está apuntado el primero de los motivos por el que lo hago. El segundo es que cada vez son menos las cosas que tengo por ciertas y menos la esperanza de que otros las tengan también. Me conformaría, pues, con se conviniese conmigo en la posibilidad de concebir el estilo de las dos formas distintas que hemos apuntado, a saber, como estar y como ser. Y también en que el estilo en tanto que forma de estar es apariencia, y por eso, sin dejar de ser personal es fácilmente imitable, mientras que el referido al ser, por contrario, es auténticamente esencial, es ese individuo y no otro, y, en consecuencia, reacio a cualquier imitación, excepto a aquélla que no pasa de la mera intencionalidad: por ejemplo, es fácil parecer un idiota pensando; lo difícil es no parecerlo también después de haber pensado.

 

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