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El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 10
Artículos

Hermes católico (2)

Pedro Insua Rodríguez

1 · 2 · 3
Ante los bicentenarios de la emancipación
de las naciones hispanoamericanas

Mapamundi, 1565

4. El Imperio español y su polémico desarrollo por la vía de la justificación «hermética»

La norma imperial española

La cuestión pues que vamos a abordar, y tratar de resolver, no es ni mucho menos nueva. Se trata de analizar el carácter, por su formación e institucionalización, de la norma imperial española tal como esta se despliega sobre el «Nuevo Mundo»; una acción imperial cuya justificación actuando sobre los «Reinos de Indias», recién descubiertos, se abrió paso decimos de forma muy polémica, a través de las controversias jurídico-teológicas que tal acción suscitó, y que llegan en algunos momentos a paralizar la obra de conquista en espera de su resolución, influyendo así decisivamente en la norma fundamental española que preside el desarrollo imperial en Indias{1}.

Una norma pues, aquilatada y definida a través de tales discusiones, cuya trayectoria, si bien se desarrollará bajo el tipo del imperialismo generador, ello tampoco significará la ausencia de acción depredadora por parte de los españoles en América, de sobra documentada, aunque siempre entendida, y esta es la cuestión, como una relajación abusiva que puede eclipsar circunstancialmente, pero no anular, la norma fundamental generadora. Una acción depredadora, hay que decir, procedente en general de la iniciativa particular y que, como veremos, será ya denunciada como abusiva por aquellos que defendían la licitud de la presencia soberana de España en América –Vitoria, Sepúlveda, Fray Toribio de Benavente, &c.–, y no solamente por aquellos que rechazaban de plano por ilegítima tal presencia soberana (y que por cierto llegaron a exagerar ampliamente, es el caso de Las Casas{2}, esas prácticas depredadoras).

Es más una relajación abusiva que, lejos de probar la condición depredadora del imperialismo español (como se sigue insistiendo desde la leyenda negra{3}), prueba más bien lo contrario, pues es desde esta «justicia» política, implantada en Indias por la propia acción imperial española tratando de resimetrizar a las sociedades indígenas y ponerlas a pie de igualdad con el conquistador (el imperio es «carga y no favor», dirá Las Casas{4}), desde la que se verá su desviación (abuso), y así la verán muchos, como causa de agravio para las mismas sociedades indígenas (reinos de Indias). Y es que, en efecto, un desvío injusto de una norma que procura simetría (generadora) se hace aún más intolerable y odioso para el que la sufre que una norma directamente despótica (depredadora), en la que la inferioridad servil se asume como norma{5}. La acción generadora se puede encontrar así con una mayores resistencias en su despliegue sobre el campo político que la acción depredadora{6}.

Justicia y Derecho indiano

Porque, sea como fuera, hablar de la justificación, teológica o filosófica, de la Conquista de las Indias, implica hablar de la «justicia» que allí de hecho se está administrando, esto es, implica hablar del régimen jurídico indiano, del Derecho Indiano (Leyes de Indias), y de las categorías jurídicas cuya aplicación sobre las Indias por parte de la administración imperial es precisamente objeto de controversia teológica o filosófica.

Un régimen jurídico que, si bien es un transplante del Derecho castellano (alimentado por el Fuero Juzgo, las Partidas alfonsinas, etc…), por el que se allanan las diferencias entre las sociedades indígenas y la sociedad hegemónica castellana –resimetrizándolas{7}, decíamos, a partir de una situación de asimetría previa-, también hay que decir, sin embargo, que es un régimen especial, al contemplarse en la formación de las Leyes de Indias las instituciones indígenas previas.

Así pues la legislación indiana no hace sin más tabula rasa sobre la legislación indígena, sino que más bien la recubre acomodándose a ella, pero, eso sí, para terminar transformándola.

Además también hay que insistir en que la Legislación de Indias no se implanta de una vez sino por etapas, que son además justamente resultado de las propias controversias teológicas y filosóficas suscitadas precisamente en torno a su legitimidad, no teniendo sentido, por lo tanto, hacer un juicio global sobre la misma sin cometer anacronismo. Controversias surgidas siempre en torno a la característica y disposición de la propia materia indígena (los indios, sus organizaciones sociales, sus capacidades de gobierno, su paganismo...), sobre la cual, y para reorganizarla, procura recaer la forma jurídica buscando su disposición más adecuada. Una forma jurídica que, con todo, sufre constantes variaciones, transformaciones y rectificaciones en función de su acomodación a la disposición indígena, según se van sucediendo los descubrimientos y conquistas, y cuya casuística llega a hacerse tan compleja que el legislador se ve obligado a hacer compilaciones o summas para solventar las contradicciones, desajustes, omisiones y reiteraciones del ya espesísimo, pasado el primer tercio del siglo XVI, cuerpo legal indiano{8}.

La visión del indio y su influencia en las Leyes de Indias

Y es que, desde el principio, la «humanidad» indígena presentaba, desde la perspectiva española, una doble cara representada en las Antillas por los caribes, por un lado, y por los taínos por otro (descritos ya por el jerónimo fray Ramón Pané en lo que supone el primer documento dedicado a ello{9}). Una doble cara que podríamos recoger, esquemáticamente, en la visión que de su condición ofrecen Anglería, por un lado, que subraya los aspectos más amables del indio en la línea del «buen salvaje»{10}; y Fernández de Oviedo, por otro, que destaca aquellos aspectos más odiosos{11}.

Una doble cara que influirá, según se subraye más uno u otro aspecto, en las distintas posiciones que entran en liza en las controversias, así como en la propia legislación, que sobre la marcha, por etapas decimos, va regulando, a partir del núcleo jurídico castellano, las relaciones inmersas en el propio proceso de transformación y reorganización de la materia (institucional, social) indígena en toda su complejidad.

Hay que subrayar que la legislación de Indias supone coordinar una variedad enorme de intereses, los derivados de las distintas facciones que participan del proceso (soldados, encomenderos, misioneros, los mismos funcionarios...) , con frecuencia difícilmente conciliables, y que muchas veces se cruzarán en sentido opuesto, teniendo que ser solventadas o neutralizadas tales dificultades, precisamente, a través de la acción imperial (numerosos «nudos gordianos» se presentaron en este sentido a los gobernadores, oidores, consejeros, alcaldes, regidores,... y demás funcionarios). Sobre todo al principio, en el que el cuerpo institucional aún no está desarrollado, y es que aún no se tienen claros sus fines, las «fugas» o divergencias sobre la norma se producen con mayor facilidad (desórdenes, rebeliones, motines, ...), siendo así que sin estar aún consolidado el proyecto ni el alcance del mismo (ni siquiera se tiene presente la realidad de un «Nuevo Mundo»), muchas veces sucede que no se sabe «qué hacer», llegando a la parálisis del proceso ante dificultades que, a la postre, van a verse, precisamente como meta-políticas, siendo necesario para su resolución la mediación de teólogos y filósofos (más que juristas y canonistas).

García-Gallo llega a distinguir en este sentido cuatro grandes etapas{12} que es preciso tener en cuenta a fin, indica García-Gallo, de evitar anacronismos en el análisis del proceso (por ejemplo, es muy distinto el carácter de la norma imperial frente a las Antillas, en los primeros pasos de la conquista, que frente a las Filipinas, en la que la norma ya estaba aquilatada a través de numerosas revisiones jurídico-políticas y teológicas).

Las Bulas alejandrinas y los efectos de su interpretación en las Antillas

Así, desde 1492 a 1512, período que comprende las dos primeras etapas distinguidas por García-Gallo, se produce un proceso por el que tiene lugar, bajo el amparo de las Bulas alejandrinas, la incorporación del indio, en tanto que súbdito de la Corona, a través de toda la trama institucional castellana trasplantada tal cual y en bloque a las Indias (capitulaciones, almirantazgo, Consejo, protoencomiendas{13}, repartimientos, …).

Pero este primer paso es un primer paso dado desde el agustinismo político y es que las Bulas alejandrinas{14}, selladas como hemos dicho tan solo a dos meses de la llegada del primer viaje de Colón{15}, serán interpretadas, en estos primeros momentos (interpretación facilitada por el propio texto pontificio), como legitimación del derecho al dominio temporal, no solo al espiritual (Real Patronato), sobre las Indias y sus habitantes concedido por el papado en favor de los castellanos, cosa que, sin embargo, no termina de casar muy bien con el reconocimiento por parte de la Corona de la condición de «libres» dirigida a los indios (como lo hará Isabel la Católica en su famoso Testamento{16}). Una «libertad», pues, la del indio, reconocida, sí, en tanto que súbdito de un príncipe cristiano (libertad privada), pero negándoles, sin embargo, su «derecho natural» sobre «sus» dominios temporales (esto es, negando a los indios la libertad pública sobre sus Reinos y señoríos), que de hecho no les son reconocidos en las Bulas al ser cedidos a los castellanos.

El Papa Alejandro VI otorga pues a la Corona, a través de las Bulas, y al margen de la discusión de si esta potestad temporal pontificia se interpreta como directa o indirecta (en la línea de Juan de Torquemada y otros), la jurisdicción y dominio secular de unas tierras que, de ningún modo, se reconocen como propiedad de los indios:

«Y a vosotros y a vuestros dichos herederos y sucesores investimos de ellas [las dichas islas y tierra firme] y os hacemos, constituímos y deputamos señores de ellas con plena y libre y omnímoda potestad autoridad y jurisdicción. Decretando no obstante que por semejante donación, concesión, asignación e investidura nuestra, a ningún Príncipe Cristiano que actualmente poseyere dichas islas o tierras firmes antes del dicho día de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo pueda entenderse que se quita o se deba quitar el derecho adquirido»{17}.

Nada se dice en el bulario, en definitiva, de los derechos «naturales» de los infieles sobre sus dominios que, se suponía (y se supone y se supondrá, como veremos, desde el tomismo), no los pierden a pesar de su condición gentil, pagana, infiel. Las Bulas, parece, consideran a las tierras «descubiertas e por descubrir» como res nullius, sin más, pudiendo así ser cedidas a los reyes de Castilla{18}, con las consiguientes quejas por otro lado, de otros príncipes cristianos (es célebre la queja del rey francés, Carlos VIII, cuando manifestó aquello de quién era el Papa para disponer del «testamento de Adán»).

Por supuesto, además, el Papa cede a la Corona española el dominio espiritual sobre las Indias (también sobre Granada), con una legitimidad de la que pocos dudan en este caso (obviamente, el Papa sí tiene autoridad máxima en este sentido, aunque, veremos que esto enseguida va a ser cuestionado con la Reforma), teniendo también la Corona castellana potestad eclesiástica en Indias: es el Real Patronato (renovado y potenciado después por Julio II), para proveer cargos eclesiales e investirlos con total libertad (incluyendo, por supuesto, la provisión de las sedes episcopales){19}.

Sea como fuera, bajo esta perspectiva (la del agustinismo político, decimos, algo matizado), y tras el fracaso de Colón y la suspensión de sus cargos, sustituido por el malogrado Bobadilla (Colón pretendía, como ya hemos observado, hacer de aquello una factoría de explotación esclavista, tipo genovés, lo que no permitió la Reina Católica), tiene lugar todo el despliegue institucional castellano empezando por el establecimiento de la Casa de Contratación en Sevilla, continuando con las audiencias (la primera en Santo Domingo, aunque más nominal que efectiva), los cabildos municipales y por supuesto, a raíz de la obtención del Real Patronato, comienza un desarrollo importante, aunque desigual, de la iglesia secular (entre otras figuras Las Casas, antes de ser dominico, fue clérigo secular aparte de propietario de una explotación de indios repartidos a su cargo).

Tras una primera etapa, pues, en que aún podría haberse determinado la conquista en favor de la iniciativa individual, personal, termina por imponerse, en la segunda, a través de Bobadilla primero y de Ovando después, la dirección de la Corona en el proceso, corrigiendo (corrección que conducirá a los famosos pleitos colombinos) aquellas primeras concesiones a la iniciativa personal colombina{20}.

La encomienda como solución a la donación pontificia: ¿es compatible con la libertad del indio?

Junto a ello además, y de nuevo frente al monopolio colombino de la primera etapa, se implanta en la segunda el régimen de la encomienda, ahora ya, a partir de Ovando, plenamente institucionalizada (extendiéndose a San Juan, Jamaica y Cuba), bien es verdad que después de un primer intento, a instancias de la Corona, de supresión por su parte (y que enseguida analizaremos).

Y es que la encomienda y el repartimiento, a pesar de lo discutido de su implantación y de los varios intentos de supresión por parte de la Corona, empezarán –y a la postre terminarán– siendo una de las bases socio-económicas, seguramente la principal, del arraigamiento de los españoles en Indias al depender su sustento del trabajo de los indios{21}. Es así que la institución de la encomienda y su configuración terminará siendo decisiva para la definición de la norma imperial española en Indias.

Dicho de otro modo, la norma imperial española pasa por la implantación de la institución de la encomienda, quedando el «modo de producción» español en América en efecto ligado a ella{22}, siendo buena prueba de ello, insistimos, los intentos fracasados de suprimirla, empezando por el de Ovando.

Porque estas instituciones, la encomienda y el repartimiento{23}, a pesar de su carácter particular (señorial) en origen, se verán sometidas a un riguroso control por parte de la Corona que impedirá ( corrigiéndolos) que los intereses parciales (señoriales) prevalezcan sobre los generales (reales). Las encomiendas y repartimientos terminarán por entenderse, en definitiva, sobre todo tras su reforma a partir de la segunda mitad del XVI (lo que Zavala llama «encomienda reformada»), como tributos debidos por los indios al rey y que el rey subroga en los encomenderos (así aparecerá en las leyes recopiladas de 1680), no siendo por tanto una cesión de jurisdicción sin más del rey a particulares (tal como fue interpretada –y condenada por ello- por Las Casas y otros a la vista de su desarrollo antillano{24}), lo que le hace perder ese carácter medievalizante (feudal) con el que muchos la asociaron (y todavía la asocian).

Sea como fuera, la llegada de Nicolás de Ovando, primer gobernador real en La Española (abril de 1502), representa en efecto el primer intento de someter a los indios a la Corona directamente (en sentido regalista, sin la mediación de encomenderos ni repartos), dándoles por tanto libertad plena respecto de la intermediación señorial (representada por la encomienda, o la protoencomienda). Así, una vez considerados como personas totalmente libres, a continuación ya se les puede requerir al servicio de los españoles (bien en concierto o en behetría) e imponerles tributos sobre los jornales que ganasen diariamente con su trabajo.

En definitiva, Ovando suspende la encomienda para hacer del indio un súbdito sin más de la Corona, y por tanto, una persona libre.

Pues bien, el intento fracasa, los indios huyen al trato de los españoles y se «asilvestran» (se dispersan y refugian en los montes), de manera que la corona termina de nuevo por conceder a Ovando el poder de dar encomiendas y repartimientos, no abandonando su aplicación: se termina por reconocer que hay que «compeler» u obligar a los indios a mantenerse bajo la tutela de los españoles aunque, de nuevo, remarcando, y aquí reaparece el problema, su condición propia de «libres».

Así, en Real orden del 20 de diciembre de 1503, se dice que

«A causa de la mucha libertad que tienen los indios huyen de los cristianos y no trabajan. Por lo tanto, mandé que los apremiéis a trabajar, para que el reino y los españoles se enriquezcan, y los indios se conviertan al cristianismo. Se les pagará un jornal diario que por vos fuera tasado: lo cual hagan y cumplan como personas libres, como lo son, y no como siervos, y haced que sean bien tratados los indios»{25}.

La encomienda pues, como es visible, y a pesar de sus problemas, no representa ni mucho menos una expropiación o servidumbre sin más (y menos la esclavización) del Indio (tampoco el repartimiento). Ni encomienda ni repartimiento representan, en modo alguno, un bien patrimonial disponible a voluntad del encomendero{26}: por lo menos teóricamente, en ambas instituciones el indio conserva su condición legal de libre (podía tener hacienda y bienes, incluso en algunos casos se conservaban sus sistemas jerárquicos y cacicazgos), para diferenciarlo jurídicamente del indio esclavo (apresado como botín de guerra y que podía ser vendido por el amo, además de no tener sueldo ni hacienda), y por lo tanto la encomienda no es exactamente una adquisición en régimen de propiedad de los encomenderos. Por más que en la práctica se cometan con frecuencia abusos, sobre todo insistimos en esta primera etapa antillana{27} en la que tanto el indio libre como el esclavo, sin distinción, terminan muchas veces por consumirse en el trabajo minero (paulatinamente se va introduciendo en las minas el negro en sustitución del indio){28}, ello no significa que el encomendero pudiese disponer de los indios encomendados como si los poseyera en propiedad{29}.

Con todo no será el único intento, este primero de Ovando, de rectificar o incluso suspender por parte de la Corona las encomiendas y repartimientos (buscando el vasallaje directo de los Indios, una vez reducidos a pueblos), existiendo numerosos experimentos, así los llama Hanke, en este sentido a lo largo del XVI con los que se trataba de mostrar que los indios podían gobernarse a sí mismos (sin recaer en la violación de la ley natural) o cuanto menos –y así lo intentará el propio Cisneros muerto Fernando– reunidos en pueblos regidos, sí, por españoles (funcionarios), pero formados por población india totalmente libre y reducida a costumbres políticas, civilizadas (dotadas de «policía», esto es, conocedoras de las artes herméticas){30}.

Pues bien, prácticamente todos estos experimentos terminan por fracasar{31}, no pudiendo abandonar así el sistema de encomiendas y repartimientos que, a la postre, se mostrará, como veremos, como el único modo viable para el sostén económico de la conquista, prolongándose por ello, por su consistencia económica, hasta el siglo XVIII. Y es que, concluye Zavala, el problema jurídico de la encomienda (que era en realidad teológico-jurídico) «encubría, un problema económico primario de sustento de la vida de los españoles por medio de los trabajos de los indios»{32}.

En todo caso, y esto es lo que nos interesa subrayar ahora, puede ponerse en duda, como se pondrá, que los repartimientos y las encomiendas representen un modo digno de desarrollar el mandato pontificio, pero, de momento, lo que no se cuestiona en absoluto es la legitimidad del dominio temporal de los reyes castellanos en Indias, siempre presupuesto en la encomienda y en el repartimiento, amparado por el mandato pontificio. En ningún caso se plantea –también de momento– el que los indios quedaran exentos de cargas tributarias impuestas por la Corona{33}, prueba irrefutable de la consideración favorable, sin que nadie lo ponga en duda, hacia la justificación teocrática, sostenida por las Bulas, de la soberanía castellana sobre las Indias.

Prevalece, pues, durante estas etapas el teocratismo pontificio («agustinismo político») como interpretación de las Bulas, siendo así que los castellanos, además de tener el dominio espiritual, cedido por el Papa (Real Patronato), se supone tienen también, igualmente por donación papal, legitimidad para desarrollar sobre las Indias el dominio temporal, sin que ello suponga, por lo menos teóricamente (y aquí está el problema), la expropiación (privada) del indio que, según mandato testamentario de la Reina (como vimos), y como ocurría con cualquier súbdito de la Corona{34}, no podían ser «agraviados ni en sus vidas ni en sus bienes».

Con todo, y como señala inmediatamente García Gallo, el ámbito de aplicación de este régimen jurídico que se va constituyendo, bajo estos fundamentos, durante estos apenas quince primeros años de presencia española en las Indias abarca solamente a la isla Española, y se va extendiendo en los últimos tres años a Coquivacoa –hoy Maracaibo–, el Darién –hoy Panamá– y Puerto Rico. En un momento además, a partir de la muerte de Isabel, en que el gobierno de Castilla sufre cierta crisis (derechos de Fernando sobre Castilla, segundo matrimonio de Fernando; «locura» de Juana, intereses ajenos a Castilla de Felipe el Hermoso), la atención de la Corona hacia estas remotas islas (aún no son «América», ni siquiera son, esto ocurrirá a partir de Núñez de Balboa, «Nuevo Mundo») se mantendrá en un segundo plano{35}, sobre todo porque además nuevas empresas, de interés aragonés más que castellano, reclamarán una mayor atención («guerras de Italia» y conquista de Nápoles, anexión de Navarra...).

Se produce pues un debilitamiento del control de las Indias por parte de la Corona, lo que producirá un incremento en los abusos en un momento, además, en que la población indígena es puesta a trabajar en masa{36}.

En definitiva, dice García-Gallo, y en referencia a estas dos etapas:

«A lo largo de casi dos decenios [1492-1512], partiendo de la esquemática organización prevista en las Capitulaciones de Santa Fe, inicia su formación un Nuevo Derecho especial del Nuevo Mundo. Aunque no se diga o disponga expresamente, nadie duda entonces de que el Derecho de Castilla se transplanta en su totalidad en bloque, en las nuevas tierras, y los reyes se limitan mediante disposiciones concretas a insistir en su aplicación o en adaptarlo a las peculiaridades concretas de las Indias [...]. Va formándose así una legislación indiana nueva, a la par también que nuevas costumbres; si bien tanto aquellas como estas, conforme a los viejos principios medievales [agustinismo político] que aún prevalecen sin discusión»{37}.

Pero, la perspectiva enseguida va a cambiar, tanto en la teoría como en la práctica.

La Junta de Burgos y la problemática doble condición del indio

Porque en todo caso, y en esto nos queremos centrar, ya desde este momento se pone en cuestión, sobre todo por parte de la Iglesia regular, la legitimidad de la soberanía española.

Los dominicos, capitaneados por Pedro de Córdoba (llegados a la Española en 1510), comienzan a discutir, a la vista de los abusos y desórdenes cometidos, no solo determinados aspectos del sistema jurídico y de su aplicación (encomiendas, &c.), sino, en general, la legitimidad de la presencia española en Indias y su dominio en ellas.

Serán los sermones de Montesinos (en vísperas de la Navidad de 1511), en los que este comparaba a los españoles, por el trato dado a los indios, con moros y turcos (precisamente por desarrollar, a su entender, métodos coránicos –yihadistas–, más que apostólicos de anunciarles la fe){38}, los que desencadenen el conflicto al amenazar Montesinos a encomenderos y propietarios españoles con no absolverlos en la confesión. Un conflicto que obliga, en efecto, a replantear la cuestión.

Ante tal situación tiene lugar, para resolverla, en 1512 la convocatoria por parte del rey Fernando (y tras una primera iniciativa suya que amenazaba con la expulsión de todos los dominicos de las islas si no se hacía callar a Montesinos{39}) de una Junta extraordinaria, que reunirá en Burgos a juristas y teólogos para tratar el asunto: así Palacios Rubios, Gregorio López, como juristas, Matías de Paz O. P. como teólogo, Bernardo de Mesa O. P., predicador del rey, &c., son convocados para poner de una vez remedio a los problemas allí generados (el que haya teólogos es prueba, insistimos, de que el cuestionamiento de la legitimidad de la conquista es general, metapolítica, no meramente jurídico-categorial, porque si así fuese sería suficiente con la presencia de juristas).

La Junta va a tener a la vista además el memorial que Montesinos trajo a España para defender sus razones, así como las razones de los colonos defendidas en persona por el franciscano Antonio del Espinal.

Pues bien, en esta Junta (cuyo desarrollo coincide además con la conquista de Cuba y con la gran expedición, al año siguiente, de Pedrarias Dávila al Darién), lejos de abandonar el proyecto (como querían algunos dominicos), se termina por reafirmar ese derecho temporal (además del espiritual) de los castellanos sobre las Indias, consolidándose así el sistema del Derecho indiano que se estaba aplicando de hecho centrado ya plenamente en la encomienda{40}. Un sistema que, con todo, no termina de ser consistente ni doctrinal ni jurídicamente hablando al insistir, bien que precisándola con mayor rigor, en esa doble condición del indio en tanto que libre y repartido.

Así concluye la Junta en determinar lo siguiente:

«Muy poderoso señor: V. Alteza nos mandó a que entendiésemos en ver las cosas de Indias, sobre ciertas informaciones que cerca dello a V. A. se habían dado por ciertos religiosos que habían estado en aquellas partes, así de los dominicos como de los franciscos, y vistas aquéllas y oído todo lo que nos quisieron decir, y aun habida más información de algunas personas que habían estado en las dichas Indias y sabían la disposición de la tierra y la capacidad de las personas, lo que nos parece a los que aquí firmamos, es lo siguiente: Lo primero, que pues los indios son libres y V. A. y la reina, nuestra señora que haya santa gloria, los mandaron tratar como a libres, que así se haga. Lo segundo, que sean instruidos en la fe, como el Papa lo manda en su bula y vuestras altezas lo mandaron por su Carta, y sobre esto debe V. A. mandar que se ponga toda la diligencia que fuere necesaria. Lo tercero, que V. A. les puede mandar que trabajen, pero que el trabajo sea de tal manera que no sea impedimento en la instrucción de la fe, y sea provechoso a ellos y a la república, y V. A. sea aprovechado y servido por razón del señorío y servicio que le es debido por mantenerlos en las cosas de nuestra santa fe, y en justicia. Lo cuarto, que este trabajo sea tal que ellos lo puedan sufrir, dándolos tiempo para recrearse, así en cada día como en todo el año, en tiempos convenibles. Lo quinto, que tengan casas y hacienda propia, la que pareciera a los que gobiernan y gobernaren de aquí adelante las Indias, y se les dé tiempo para que puedan labrar y conservar la dicha hacienda a su manera. Lo sexto, que se dé orden como siempre tengan comunicación con los pobladores que allá van, porque con esta comunicación serán mejor y más presto instruídos en las cosas de nuestra santa fe católica. Lo séptimo, que por su trabajo se les dé salario conveniente, y esto no en dinero, sino en vestidos y en otras cosas para sus casas.»{41}

Precisamente para resolver esa (¿aparente?) incompatibilidad doctrinal entre el sistema de encomiendas y repartimientos y la libertad general del indio, es ahora cuando empiezan a aparecer, de la boca del jurista Gregorio López y del predicador Fray Bernardo de Mesa O. P., participantes de la Junta, las nociones aristotélicas de gobierno civil y heril, así como la noción también aristotélica –y que tanta controversia va a suscitar– de «servidumbre natural»{42}. Así un gobierno intermedio entre el civil (sobre hombres libres) y el heril (sobre siervos) parecía el modo más adecuado de enfocar el asunto: si la libertad total les perjudicaba (los indios se dispersaban y asilvestraban){43}, entonces esta sería rectificada con una «servidumbre cualificada» conservando su libertad general. Así concluía su parecer Bernardo de Mesa, según lo parafrasea Las Casas, sobre este gobierno medio (o mixto):

«los indios, como quiera que sea, no se pueden llamar siervos, aunque para su bien hayan de ser regidos con alguna manera de servidumbre, lo cual no ha de ser tanta que les pueda convenir el nombre de siervos, ni tanta la libertad que les dañe.»{44}

Todo ello, naturalmente, siempre dispuesto como preparación evangélica para poder lograr así transformar al indio idólatra en «buen cristiano».

En cualquier caso, de esta reafirmación del Derecho indiano en la Junta de Burgos, justificada de nuevo, como posición dominante en la Junta, con la donación pontificia en su interpretación teocrática, se deriva la promulgación de las Leyes de Burgos (el 27 de diciembre de 1512{45}), desde las que, como base jurídico-institucional, se va a reanudar una nueva etapa de conquistas y descubrimientos en la que, ahora ya sí, las Indias se convertirán en el vasto «Nuevo Mundo»{46}.

Primera Junta de Valladolid y el Darién (Castilla de Oro)

Pero, con todo, ni las Leyes de Burgos (tras un primer juicio sobre las mismas por el que a los dominicos les parecían insuficientes para arreglar la situación), ni aún sus Aclaraciones de 1513, llevadas a cabo en Valladolid a instancias de nuevo de Pedro de Córdoba{47}, resuelven el problema, según este era planteado por los dominicos. De este modo la cuestión terminará cuajando en los primeros tratados dedicados, ex profeso, al asunto.

En efecto la Corona ordenó a los consejeros reunidos en Burgos que formalizasen por escrito las razones que le llevaban al desacuerdo, y así surgieron los dos primeros tratados que se conservan, el de Palacios Rubios y el de Matías de Paz{48}, este último ex cátedra, dedicados a la cuestión de los justos títulos sobre América, y que tratan de resolver la objeción dominica.

Y es que, en Carta-aviso dirigida al rey, los mismos dominicos aconsejaban la celebración de una nueva junta, dadas las insuficiencias a su juicio de la de Burgos, que de hecho se celebrará paralizando otra vez el proceso de conquista (siendo suspendida la salida de Pedrarias Dávila al Darién).

En ella se debía de tratar de resolver cómo atraer apostólicamente a los indios al cristianismo, según la potestad otorgada por las Bulas alejandrinas, pero sin violar sus derechos como propietarios legítimos de sus dominios como, sin embargo, se estaba haciendo:

«Ya V.M. sabe que a aquellas gentes no se les pueden tomar las cosas por la fuerza, y mucho menos matarlos para sacar oro. V. M. Mande juntar todos sus consejeros, que para una cosa tan ardua como esta convendría, y pídalos cómo se podrán atraer las gentes de aquel Nuevo Mundo que Dios dio a V. M., al yugo suave de Cristo y su fe, los que fueren digno de él, y todos a la obediencia de V. M. Sin que los tomen sus cosas por la fuerza, y les conserven sus señoríos, excepto la suprema jurisdicción que es de V. M., ni los asuelen, sino que los amasen y queden en sus tierras, domando algunas veces su furia, que a V. M., poco a poco y no de presto como agora se hace hasta los matar.»{49}

Los dominicos en principio, como se ve, no niegan el derecho español (castellano) concedido por el Papa sobre las Indias («la suprema jurisdicción que es de V. M»), pero este solo se puede basar, subrayan, «nada más» que en la propagación de la fe sobre aquellas gentes, pues el título de evangelización no da derechos temporales de dominio sobre ellos, por eso la «suprema jurisdicción del Rey» a la que son sujetados tiene, en todo caso, que imponerse pero conservando para los indios además de «sus cosas», también sus señoríos; ahora bien, si el modo como ello se lleva a cabo supone, como de hecho está sucediendo, según los dominicos, violar los derechos de los indios, entonces es mejor abandonar la empresa, no ya solamente por el bien de los indios, sino también sobre todo por el bien de la fe cristiana (que está malediciéndose) y por el bien de los españoles, condenándose ellos mismos (y el Rey el primero) al introducir la ley cristiana por modos anti-apostólicos y anti-evangélicos (más bien propios, dirán, de la ley de Mahoma que de Cristo{50}).

Y es que, continúa la carta,

«si para esto no le saben dar consejo todos sus Consejos, o lo tienen por imposible, lo cual pensamos que no es sino posible, queriendo V. M. primero plantar la heredad y después coger el fruto; desde agora suplicamos a V. M. por el bien que queremos a su real conciencia y ánima, que V. M. los mande dejar, que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes [antes de su descubrimiento por los españoles], que no que los nuestros y ellos, y el nombre de Cristo sea blasfemado entre aquellas gentes por el mal ejemplo de los nuestros y que el ánima de V. M., que vale más que todo el mundo, padezca detrimento.»{51}

Así, a juicio de los dominicos, no se gana nada con la intervención castellana sobre los indios, y, sin embargo, se pierde mucho: si los indios, cuya infidelidad les condena, van derechos al infierno, detrás irán los españoles por abusar de ellos; sin la intervención española, por lo menos, tan solo se condenarán los indios, cosa que, por lo demás, ya ocurría anteriormente. Es decir, que los indios «se vayan al infierno» con tal de que los españoles, y con ellos el alma del Rey, no se condenen. Esta es la «generosa» posición de los dominicos.

Con todo, a todas luces parece que la interpretación dominica de las Bulas concede un dominio espiritual castellano sobre las Indias (y que el Rey deposita en las encomiendas), pero no temporal (en donde se sitúan los repartimientos), siendo así que, por arrogarse un dominio temporal que ni siquiera les corresponde, y por cuyo ejercicio además Castilla y su rey se están condenando espiritualmente (asimilándose a moros y turcos dado que extienden la fe por modos bélicos –yihad- y no apostólicos), termina por perderse toda legitimidad del dominio castellano sobre el Nuevo Mundo (y es que por abusar en lo temporal, se pierde en lo espiritual). Castilla, pues, debe abandonar o, por lo menos, corregir su dominio temporal para no perder la legitimidad del dominio «espiritual» que le otorgan, en efecto, las Bulas.

No deja de ser curioso, en todo caso, decíamos el «generoso» cálculo dominico: es preferible la condena del alma india antes de que, por la acción de los españoles, se les castigue en sus cuerpos; los dominicos son capaces de sacrificar el alma del indio al infierno, con tal de que no sean castigados en sus cuerpos por los españoles; prefieren su condena eterna antes de que caiga sobre ellos un castigo temporal. Y es que, en efecto, como dice Dumont, «para estos religiosos, la condenación de los colonos, de la colonización, llega a anular su amor por los indios»{52}.

Sea como fuera, antes de zarpar la nueva expedición de Pedrarias Dávila{53} tenía que llevar nuevas instrucciones, resultado de las deliberaciones, para proteger a los indios y asegurar que los españoles no se condenaran, como ocurría en las Antillas según el diagnóstico dominico, al violar los derechos de los indios.

Es en este contexto en el que se introduce como novedad el famoso Requerimiento, atribuida su redacción al influyente Palacios Rubios (uno de los asistentes y firmantes de lo acordado en la Junta, catedrático canonista y colaborador de los Reyes católicos{54}, como lo califica su biógrafo Eloy Bullón{55}) y que se presentaba ya por primera vez como documento formal. Y es que la acción de «requerir», solicitar del indígena el aceptar la soberanía hispana y el cristianismo antes de hacerles la guerra, ya se había practicado sobre la marcha en distintas situaciones con anterioridad a su redacción formal (para empezar en las Canarias), pero ahora se haría a partir de un documento muy elaborado con el que se buscaba proteger, amparándose en él, la conciencia del Rey si los indios no aceptaban la soberanía regia. Un documento, de inspiración veterotestamentaria contra la idolatría india, de nuevo en la línea teocrática, resultado de las posiciones defendidas por Fernández de Enciso (responsable por cierto de la caída en desgracia de Núñez de Balboa) en Valladolid, lugar en el que tuvo lugar, por encontrarse allí la Corte, la junta consultiva celebrada con posterioridad a la de Burgos{56}.

Sin embargo, el documento de Palacios Rubio, con el que se procuraba favorecer la protección del indio, se mostró del todo insuficiente para lograrlo, siendo así que su lectura solemne delante del indio resultaba ineficaz, y hasta irrisoria por ridícula, puesto que el indio no entendía nada al ser requerido{57}, siendo esta una solución además de formalista (propia de un jurisconsulto como era Palacios Rubios), inocua desde el punto de vista del problema que buscaba resolver (un problema teológico-político, no solo jurídico), más sirviendo como coartada para el desposeimiento del indio que para otra cosa{58}.

La cuestión pues, continúa en el aire, requiriendo de una mayor profundización en ella para superar el órdago de Montesinos y las objeciones de visu planteadas por los dominicos ante la conquista. El Requerimiento, utilizado regularmente durante una década aproximadamente, no es solución clara para nadie, y fue languidenciendo su práctica hasta morir, por así decir, de muerte natural{59}.

De Burgos y Valladolid a Salamanca

Hemos dicho que la cuestión desborda las categorías jurídicas, siendo necesario regresar a los «primeros principios» (teológicos, filosóficos), para tomar una resolución acerca de la acción de España en sus principia media, esto es, en relación a las sociedades con las que entra en comunicación.

Sin embargo ni Palacios Rubios, ni el licenciado Gregorio López, ni Bernardino Mesa O. P. son teólogos cualificados. De entre las personalidades consultadas solo el también dominico Matías de Paz es el único teólogo, y que habla, además, como catedrático (en Salamanca), siendo así que es el primer teólogo facultativo que interviene desde la cátedra en la controversia de indiis{60}.

De ahí su extraordinaria relevancia porque, en efecto, en buena teología el planteamiento que sus hermanos de orden hacían in situ será el correcto también ex catedra, siendo así que, del informe de Matías de Paz –en el que Beltrán de Heredia ha visto un precursor de Vitoria{61}– se desprende el desarrollo de una tradición, la que corre por la vía del racionalismo tomista, que va a encauzar ahora, frente al planteamiento del teocratismo pontificio (de Palacios Rubios), buena parte de las interpretaciones sobre la cuestión (así muy principalmente la de Cayetano, General de la Orden dominica –entre 1508 y 1518– durante todo este proceso) invirtiendo, como veremos, el sentido del problema.

Una tradición decimos, la del tomismo, que Matías de Paz, de todas formas, si bien la asume en sus principios, no va sin embargo a ser coherente con ella en sus conclusiones, y termina acercándose así en el fondo a las posiciones de Palacios Rubios.

Este, en efecto, en la otra obra que se conserva de las derivadas en la junta, y titulada Tractatus insularum maris Oceani et de Indis in servitutem non redigendis, y que Las Casas bautizará como libellus de insulis oceanis diciendo de él, con razón, que termina siguiendo el error del Hostiensis (Enrique de Susa), fundando en este error el título que los reyes castellanos tienen de las Indias. Por esta vía, a la postre herética, dice Las Casas{62} (y es que fue condenada en efecto en el concilio de Constanza), se les niega a los infieles, por razón de su infidelidad, el derecho natural sobre sus dominios. Ya en la obra De Iustitia et Iure obtentionis ac retentionis Regni Navarrae, mencionada más arriba, Palacios Rubios habla de la plenitud del poder pontificio, tanto en lo espiritual como en lo temporal, razón por la cual el Papa puede deponer reyes y emperadores si se desvían de la justicia (como ocurría con el de Navarra). Incluso llega a postular, a pesar de reconocer al comienzo de la obra el origen natural de la potestad civil, que todas las soberanías constituidas con anterioridad a la venida de Cristo quedan destruidas a causa de su nacimiento (posiciones similares en efecto se encuentran en el Hostiense –Enrique de Susa–, pero también en Santiago de Viterbo, Egidio Romano{63}), quedando anulado el derecho natural ante el divino y pasando el poder civil a depender del eclesiástico.

No nos salimos pues ni un ápice, en el planteamiento de Palacios Rubios, del teocratismo pontificio que, enfocándolo hacia los reinos de Indias, supone negarle a estos la legitimidad de su derecho natural sobre sus dominios, siendo así lícitamente requeridos a que admitan la soberanía castellana y se integren en ella como súbditos de un príncipe cristiano (esto es, un príncipe legítimo).

Un error además que, según Las Casas, se traslada a las Instrucciones dadas a Pedrarias Dávila{64} y, todo ello a pesar de las buenas intenciones tanto del rey como de su jurisconsulto Palacios Rubios (como también reconoce Las Casas), al tratar de cumplir el mandato del testamento isabelino de no maltratar a los indios.

Matías de Paz, sin embargo, catedrático de prima de teología en Salamanca, discípulo de Cayetano, no podía caer desde luego en este error a estas alturas, error que sería de bulto para un catedrático, y más de la talla de los salmantinos. El tratado De dominio Regnum Hispaniae super Indos{65}, el primero escrito more escolástico sobre el asunto, va a suponer, y solo él lo hará con cierta claridad entre los consultados, el reconocimiento de la legitimidad de los «señores naturales» de los indios, siendo así que no se les puede hacer la guerra para despojarles y someterles.

Así resulta que, desde el punto de vista teológico, la doctrina defendida en el sermón de Montesinos, que tanto escándalo causó, se va a convertir en el planteamiento canónico, quedando fuera de juego la perspectiva de un Palacios Rubios, de un Enciso o de un Espinal (franciscano que había sido enviado por los pobladores de La Española, como vimos, para oponerse a Montesinos y los dominicos), en los que late con más claridad el agustinismo político (y que, en todo caso, aún tendrá sus defensores, muy pocos en España, en el siglo XVI){66}.

Ahora bien, lo veremos inmediatamente, este canon teológico-político triunfante se va a desdoblar, a su vez, en dos posiciones enfrentadas, relativas al distinto énfasis puesto por una y otra en las dos vías (natural y sobrenatural) que encauzan el orden jurídico y los títulos de legitimidad, de tal modo que de su enfrentamiento mutuo (representado en Las Casas y Sepúlveda) se va a determinar, a la postre, el sentido de la norma imperial española durante tres siglos.

Esto será así sobre todo a partir de las conquistas de Nueva España y del Perú que, de nuevo, y de un modo mucho más decisivo, suscitarán otra vez controversia saltando la cuestión, dada ya su relevancia y alcance (entre otras cosas por la amplitud y extensión de la conquista), desde las Juntas extraordinarias hasta las cátedras de Teología: tan solo con el precedente de Matías de Paz, tanto Cayetano, como sobre todo Vitoria, pero también Domingo de Soto, Melchor Cano, Pedro de Ledesma, Fray Luis de León, Báñez, Molina, Suárez, y todas las grandes figuras de la teología escolástica renacentista se ocuparán formalmente de la cuestión, toda vez que se percibe, ya sin dudas, la magnitud continental de la conquista.

Así pues, Vitoria, Sepúlveda y Las Casas no son figuras aisladas ni mucho menos, sino que tanto hombres de cátedra (teólogos y juristas) como protagonistas in situ van a participar en la gran controversia que va a influir decisivamente en el configuración de la norma desarrollada por el Imperio español sobre las Indias que, ahora ya sí, insistimos, a través de las conquistas de Cortés y Pizarro, se consolidan en Tierra Firme como un nuevo orbe continental.

El racionalismo tomista y el fin del agustinismo político como justificación teológica de la norma imperial

Porque es justamente esta etapa, comprendida entre 1512 y 1566, la que va a ser caracterizada por García-Gallo (Hanke y Manzano harán consideraciones parecidas), precisamente, como «revisionista»{67} en relación al orden jurídico-legislativo implantado en Indias. Un revisionismo jurídico indiano que coincidirá además con la aparición, decisiva para todo este asunto, del cisma protestante en el «Viejo Mundo», quedando este, como es sabido, teológico-políticamente dividido en dos partes a la sazón irreconciliables. Este hecho supondrá, entre otras cosas, que el «Nuevo Mundo» empiece a ser visto como lugar no manchado por el cisma, o bien como lugar no manchado por aquello que, para algunos, provoca el cisma: la corrupción de la Iglesia romana encabezada por los Borgia (esa nueva «Babilonia» a los ojos del protestantismo). Es más muchos verán que es en el Nuevo Mundo, entre las gentes que lo habitan, en donde se encuentra verdaderamente la sabiduría cristiana, esto es, la caridad (así, Tomás Moro, Las Casas, Vives y, en general, el erasmismo mantendrá esta perspectiva), favoreciendo ello aún más esa visión benevolente hacia el indio. La inocencia e ingenuidad del indio van a ser vistas ahora como indicios de sabiduría, lo que contribuyó a la experimentación con la «libertad» del indio{68}.

Sea como fuera, el caso es que el Papado romano pierde fuerza como autoridad (medio «Viejo Mundo» no la reconoce) lo que debilita, como justificación, el título hasta este período más destacado, la donación papal del borgia Alejandro VI (bulas alejandrinas, reafirmadas también por Julio II), va a verse como insuficiente, o sencillamente como título ilegítimo para justificar la soberanía española en las Indias: ni el Papa ni nadie es dueño del orbe (solo Dios), y por tanto, tampoco puede traspasar un poder que no tiene, ni a los Reyes, ni al Emperador.

Esta desautorización del Papado, y este es el aspecto que ahora nos interesa subrayar, va a ir cristalizando en favor de un sentido, relativo a la justificación de los títulos de presencia y soberanía españolas en Indias, estrictamente filosófico («teología natural»), al margen del mantenimiento de sus compromisos teológico-dogmáticos, ya que de alguna manera el cisma protestante contribuye a acudir a la «razón natural» para asegurar la validez (común) de la justificación, no bastando pues con la fe cristiana, ahora dividida por el cisma.

Dicho de una vez, la tendencia que se aprecia con claridad, durante el desarrollo de esta etapa «revisionista», es que va a ir prevaleciendo entre los teólogos españoles, encabezada, cómo no, por Vitoria{69}, la corriente tomista (racionalista) que pasa a representar así el canon de la justificación teológica (natural) del «derecho de gentes», en general, y, por tanto, de los límites y posibilidades de la acción imperial en el contexto de las relaciones entre los Reinos de Indias y Castilla.

Así, frente a la tendencia teocrática agustiniana que domina en la etapa anterior, pero también frente al cesaropapismo (al que en general se alineará el protestantismo{70}) que da plenos poderes al rey (en lo temporal y en lo espiritual), el canon vitoriano se moverá por una línea que representa, precisamente, la negación de ambos extremos. El teocratismo pontificio no será completamente abandonado (así, por ejemplo, Silvestre de Prierias continuará en esta línea en el siglo XVI{71}), pero será del todo marginada, sobre todo en España, en donde, además, apenas habrá defensores del cesaropapismo{72}.

Así, una de las primeras consideraciones que, en general, reconocen los teólogos y juristas tomistas al tratar estos asuntos, y que va a quedar fijada en la legislación tras esta etapa revisionista, es que las sociedades indígenas no son amorfas, sino que son sociedades ya formadas que implican en su formación el desarrollo de la racionalidad (técnica, jurídica, artística,...también política). Este reconocimiento, del que parten tanto Vitoria como Las Casas y Sepúlveda, y muchos otros, supone reconocer a los indios como propietarios, según formas de propiedad que afecta tanto a sus «dominios» (propiedad pública) como a «sus cosas» (propiedad privada), siendo así que es la razón, y no la fe, el fundamento de tales dominios: esta condición, su condición de propietarios, por tanto, no la pierden, y esto es fundamental de cara al reconocimiento de sus derechos, en virtud de su condición pagana (la infidelidad de los indios, además, viene atenuada como ya hemos dicho, frente a la de judíos o musulmanes –y ya no digamos frente a los cismáticos–, por ser resultado de una «ignorancia invencible» producida por el desconocimiento, que no rechazo, de la fe cristiana{73}). Una racionalidad en el indio que serviría, además, de punto de partida para proceder a su convictio acerca de la fe cristiana, tras serle esta anunciada, privilegiando, frente a la guerra, los métodos suaves (apostólicos) de persuasión para llegar a su conversión{74}. Los indios poseen racionalidad, facultad común a todos los hombres, y por la vía de la racionalidad común, además de organizarse socialmente (poder civil), no se les podrá convencer de la verdad de la religión cristiana pero sí de la falsedad de todas las demás religiones (según el planteamiento apagógico tomista). Así, la racionalidad común es lo que permite en esta perspectiva la entrada del indio en el círculo que representa la teología cristiana (pericóresis).

El planteamiento de Vitoria

Este tema de la racionalidad del indio es, de hecho, el principal asunto que trata Vitoria en la Primera parte de sus famosas Relecciones, y que, en referencia a los indios «últimamente descubiertos», es el primero en tratarlo de un modo sistemático, según él mismo afirma con razón. Precisamente reconocer como propietario al indio supone afirmar su racionalidad, común a todos los hombres{75}, derivando el fundamento de la propiedad de tal racionalidad (práctica, técnica, lingüística), lo que implica, a su vez, negar que el pecado mortal en el que se encuentran, al no tener noticia del Evangelio, represente un impedimento a los indios para ser titulares de sus dominios.

Vitoria en su Relección sobre el poder civil{76} ya manifestaba en efecto tal posición: «Ni los príncipes cristianos ni la Iglesia entera podrían privar del principado o poder a los infieles por la razón de que sean infieles, mientras que no sea inferida por aquellos otra injusticia». Posición que mantendrá, naturalmente, en De indiis.

Así Vitoria se empieza oponiendo a «aquellos que han sostenido que el título de dominio es la gracia»{77}, y con «aquellos» se refiere precisamente a los autores cismáticos que son la fuente del luteranismo y del calvinismo: los valdenses, Hus y Wycleff, entre otros (condenados en el Concilio de Constanza, como recuerda el propio Vitoria). Y es que suponer que la gracia es el único título de dominio, que es la postura teocrática –de la que insistimos se distancia Vitoria desde el principio–, supondría negarle a los paganos legitimidad sobre sus dominios, es decir, negar que sean verdaderos reinos. Negación de legitimidad que además no sólo involucraría, insistimos, a los dominios de los indios americanos, sino también a todos los reinos e imperios paganos constituidos con anterioridad a la «venida» de Cristo: entre otros sería negar legitimidad, si la propiedad se fundara en la fe cristiana, a los señores romanos y a su Imperio, cuyo heredero (traslati imperii) a la postre es el Emperador Carlos.

El planteamiento tomista («la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona») de Vitoria{78}, restaurando el «derecho de gentes», como el de Sepúlveda y por supuesto el de Las Casas, parte pues de la legitimidad del dominio indio sobre sus reinos; o por lo menos, frente al agustinismo político pero también frente al cesaropapismo, sus planteamientos comparten el que la legitimidad sobre sus dominios no la pierden los indios en virtud de su infidelidad o de su paganismo, siendo la idea filosófica de Justicia lo que define la rectitud de un reino y de un imperio, y no la idea teológico dogmática de Gracia{79}. Dios había dado la tierra al hombre para que la dominase{80}, la infidelidad no borra de ninguna manera estos dominios.

Así de claro lo dirá Vitoria, ya en referencia a los indios, al final de la primera parte de sus célebres Relecciones:

«De todo lo dicho resulta que los bárbaros [los indios] eran, sin duda alguna, verdaderos dueños pública y privadamente, del mismo modo que lo son los cristianos de sus bienes, y que tampoco por este título pudieron ser despojados de sus posesiones, como si no fueran verdaderos dueños, los príncipes y las personas particulares. Y grave cosa sería negarles a ellos, que nunca nos infligieron injuria alguna, lo que no negamos a sarracenos y judíos, perpetuos enemigos de la religión cristiana, a quienes reconocemos verdadero dominio sobre sus cosas que no sean de las arrebatadas a los cristianos.»

Y concluye Vitoria, pues, diciendo que «nos queda esta conclusión cierta: que antes de la llegada de los españoles, los indios eran verdaderos dueños, tanto pública como privadamente»{81}. Igualmente, por supuesto, lo mismo afirmará Las Casas, siguiendo a Vitoria, como podemos ver, por ejemplo, en la Proposición X de su tratado Treinta proposiciones muy jurídicas:

«Entre los infieles que tienen reinos apartados, que nunca oyeron nuevas de Cristo ni recibieron la fe, hay verdaderos señores, reyes y príncipes, y el señorío y dignidad y priminencia real les compete de derecho natural y de derecho de las gentes, en cuanto que tal señorío se endereza al regimiento y gobernación de los reinos, confirmado por el derecho divino evangélico. Lo mismo a las personas singulares el señorío de las cosas inferiores, y por tanto, en el advenimiento de Jesucristo, de los tales señoríos, honras, preminencias reales y lo demás no fueron privados en universal ni en particular ipso facto nec ipso iure.»{82}

Pero igual que Vitoria y Las Casas, esta posición será mantenida también por Sepúlveda, con no menos claridad, por más que se haya falseado su posición, afirmando, en efecto, que «yerran los que aseguran que los paganos no son verdaderos y legítimos príncipes y señores de sus cosas sólo por el hecho de que son infieles, aunque su imperio sea por otra parte justo»{83}, de tal manera que, si los paganos perdieran la legítima propiedad sobre sus señoríos, esto no ocurriría para Sepúlveda en virtud de su infidelidad, sino en virtud de otras razones.

La cuestión, por tanto, va a ser enfocada de un modo muy diferente a partir de este reconocimiento de raíz tomista, pues queda neutralizada, por errónea, la evidencia teocrática de que el título de propiedad soberana reside en la Gracia.

Ahora el planteamiento pasa a tener este otro formato lógico al figurar en la razón, y no en la fe, los títulos que justifican la propiedad soberana del estado, pudiendo ser reformulado ahora el problema de este otro modo: ¿cuáles son los títulos legítimos, si es que existen, mediante los cuales aquellas tierras, las Indias, que legítimamente caían bajo el dominio de los indios, terminaron, sin embargo, bajo el dominio de los españoles?

Lo primero que establece Vitoria, para resolver esta cuestión, es determinar (en la Segunda Parte de sus Relecciones) aquellos títulos que, por las vías del poder eclesiástico y del civil, respectivamente, se revelan como injustos. Es decir, ofrece Vitoria las razones ilegítimas que se han aportado para afirmar la soberanía española en Indias. Estas razones ilegítimas coinciden precisamente con el planteamiento hecho desde el agustinismo político que, a partir de su disolución lógica por parte de Vitoria, va a ser definitivamente relegado a posiciones bien marginales.

Vitoria convertirá pues al teocratismo agustinista en un cadáver («el Papa no es dueño del orbe»), pero distanciándose igualmente del cesaropapismo («tampoco el emperador es dueño del orbe»). A igual distancia de ambas posiciones límite, de nuevo reformulamos la cuestión para, a continuación, exponer la respuesta canónica vitoriana: si las Indias caían legítimamente bajo el dominio de los indios, ¿cómo terminaron bajo el dominio de los españoles?. Volvemos pues a donde estábamos: ¿es legítimo tal dominio?.

En la tercera y última parte veremos la respuesta de Vitoria...

Notas

{1} La literatura dedicada a este asunto es, desde luego, muy extensa. Hablando de aquellas obras que mantienen un enfoque general sobre el asunto, la más conocida es, posiblemente, la obra de Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América (ed. Aguilar, obra a la que por cierto, en algunas ediciones, «se le cayó» del subtítulo lo de «española» refiriéndose a esa lucha). Hanke dedicará también, en este caso en exclusiva a la controvesia de Valladolid, la obra La Humanidad es Una (Ed. F.C.E). En Mauricio Beuchot, La querella de la conquista (ed. Siglo XXI), tenemos también una compilación de las distintas posiciones ante la conquista por parte de las principales figuras que abordaron el tema. Sin embargo, creemos que la obra más completa dedicada al análisis de estas controversias, y a pesar de los desacuerdos que mostraremos ante ella, sigue siendo, sin duda, la de Venancio Carro, La Teología y los teólogos-juristas españoles ante la Conquista de América, Biblioteca de Teólogos españoles, Salamanca, 1951.Ver en la obra, de menor alcance, de Paulino Castañeda Delgado, Los memoriales del Padre Silva sobre la Predicación pacífica y los repartimientos, pp. 7-77, un intento de exposición sistemática de las distintas posiciones representadas por las figuras más destacadas al respecto.

{2} Prácticas atribuidas por Las Casas, en cualquier caso, siempre de nuevo a la iniciativa individual (encomenderos, soldados...), precisamente reclamando de la Corona o de los Consejos su corrección.

{3} Contra el predicamento de esta Leyenda en relación a la conquista americana es clásico el libro del argentino Rómulo D. Carbia, Historia de la leyenda negra hispano-americana, 1943. Ver sobre este asunto el estupendo artículo de Antonio Sánchez http://nodulo.org/ec/2006/n055p13.htm

{4} Obras Completas, Tomo 10, p. 639, ed. Alianza.

{5} Ya Tucídides dibuja muy bien esta situación, hablando del dominio ateniense sobre las ciudades que formaban parte de la Liga Ático-délica. En una respuesta de la embajada ateniense ante la Asamblea de los lacedemonios, justificando los atenienses su imperio después de las quejas vertidas en esa Asamblea por los corintios, se puede ver en paralelo allí reflejada esta situación de la que venimos hablando y que resume a la perfección, mutatis mutandis, la historia del imperialismo español acompañado de la «leyenda negra». Este discurso, puesto en boca de los embajadores atenienses, podía muy bien ser suscrito por los responsables de la acción imperial española en Indias: «son dignos de elogio quienes, al dominar a otros según la naturaleza humana, se comportan con mayor justicia de lo que corresponde a las fuerzas que tienen. El caso es que creemos que si otros ocuparan nuestro lugar, probarían muy a las claras que somos moderados; en cambio a nosotros nos ha envuelto, sin razón y a causa de la lenidad de nuestro gobierno, el descrédito en lugar del elogio. […] A lo que parece, los hombres se irritan más cuando son objeto de injusticia que de malos tratos, pues la primera da la impresión de ser un abuso que se comete desde una situación de igualdad, mientras que lo segundo aparece como una necesidad ante un superior» (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Lib. I, pp. 84-85, ed. Alianza).

{6} Ver para este asunto el artículo de Iñigo Ongay http://nodulo.org/ec/2006/n054p11.htm

{7} Simetría entre castellano e indio que llega al punto de considerarse a ambos igualmente españoles desde el punto de vista institucional: así nada menos que en Roma será definido indistintamente como «español» tanto el habitante de la península ibérica, como el habitante de las Indias occidentales: «Siendo esta cofradía propria de la Nación española es necesario que el que hubiere de ser admitido a ella sea español y no de otra nación; la qual qualidad de ser español se entienda tener para el dicho effetto tanto el que fuere de la Corona de Castilla como de la de Aragón y del Reyno de Portugal y de las Islas de Mallorca Menorca Cerdena e islas y tierra firme de entrambas indias sin ninguna distinction de edad ni de sexo ni de estado» (Primeros artículos de la Carta mediante la que se organiza en 1580 la Cofradía española de la Santísima Resurrección en Roma, apud. Dandelet, La Roma española). Esta consideración sobre la «cualidad» de español abarcando ambos hemisferios se mantiene secularmente hasta ser de nuevo formulada, como es sabido, en la Constitución de Cádiz (ver la expresión «españoles americanos» en http://www.filosofia.org/ave/002/b029.htm)

{8} ver Juan Manzano, Historia de las Recopilaciones de Indias, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid 1991 (2 tomos), elaborada bajo el magisterio de Rafael Altamira, es la historia más completa de estas recopilaciones.

{9} v. Su relación que aparece intercalada en Hernando Colón, Historia del Almirante, Historia 16, 1984, pp. 205-229.

{10} «en la Edad del oro, desnudos, sin pesos ni medidas, sin el mortal dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza, viven sin solicitud ninguna acerca del porvenir» Anglería, Décadas del Nuevo Mundo, Ed. José Porrúa e Hijos, México 1964, Lib. II, cap. IV, p. 21

{11} «esta gente destos indios de sí misma es para poco, e por poca cosa se mueren o se ausentan e van al monte; porque su principal intento (...) era comer, e beber, e folgar, e lujuriar, e idolatrar, e ejercer otras muchas suciedades bestiales»Fernández de Oviedo, Historia General y Natural de las Indias. Edición y estudio preliminar de Juan Pérez de Tudela, Editorial Atlas, Madrid 1959, Lib. IV, cap. II, t. I, p. 197

{10} v. García-Gallo, A. Los orígenes españoles de las instituciones americanas. Estudios de derecho indiano, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1987, pp. 3-18.

{12} ver Hugh Thomas, El Imperio español (Ed. Planeta, 2003), la implantación sobre la marcha de la encomienda (o, diríamos, proto-encomienda, al no estar institucionalizada) como consecuencia de la rebelión de Roldán frente a Colón, en vísperas de la llegada de Bobadilla en 1500 (p. 215 y 231). En La Conquista de México, p. 112 Thomas advierte que la encomienda ha sido tan mal comprendida como atacada (asunto que requerirá por nuestra parte de un análisis detenido).

{14} Ver el bulario (Inter Caetera, Inter Caetera II y Eximiae Devotionis) en Morales Padrón, Teoría y leyes de la Conquista, Madrid, 1979, pp. 165-185.

{15} Vitoria advierte de que (Relecciones sobre los Indios, p. 68, ed. Austral) los primeros navegantes iban sin título para ocupar las tierras de los indios.

{16} «ITÉM, por quanto al tiempo que nos fueron conçedidas por la sancta Fe Apostólica las Yslas e Tierra Firme del Mar Oçéano, descubiertas e por descubrir, nuestra prinçipal yntençión fue, al tienpo que lo suplicamos al papa Alexandro Sexto, de buena memoria, que nos hizo la dicha conçessión, de procurar de ynduzir e traer los pueblos dellas e les conuertir a nuestra sancta fe cathólica, e enbiar a las dichas Islas e Tierra Firme prelados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para ynstruir los vesinos e moradores dellas en la fe cathólica, e les enseñar e doctrinar buenas costunbres, e poner en ello la diligençia deuida, segund más largamente en las letras de la dicha conçessión se contiene, por ende suplico al rey mi señor [Fernando] muy afectuosamente, e encargo e mando a la dicha prinçesa, mi hija [Juana], e al dicho prínçipe, su marido [Felipe], que así lo hagan e cunplan, e que este sea su prinçipal fin, e que en ello pongan mucha diligençia, e no consientan nin den lugar que los yndios, vesinos e moradores de las dichas Yndias e Tierra Firme, ganadas e por ganar, reçiban agrauio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien e justamente tratados, e si algund agrauio han reçebido lo remedien e provean por manera que no se exçeda en cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha conçessión nos es iniungido e mandado». (Codicilo dado por Isabel el 23 de Noviembre de 1504 en Medina del Campo en su lecho de muerte)

{17} Ver Morales Padrón, Opus. Cit., p. 174.

{18} Una cesión, además llevada a cabo a través de la noción de «investidura», aparecida en las bulas, que supone en realidad dependencia de la autoridad pontificia, siendo poco o nada compatible con la noción de «omnímoda potestad» que figura poco después en referencia al poder real. Este título, el de la donación papal, que será el más utilizado hasta el momento, será rechazado como veremos como ilegítimo por Vitoria («El Papa no es dueño del orbe»). Algunos autores, como Prierias, todavía lo defenderán a través de la «donación de Constantino».

{19} v. Constantino Bayle S.J., La expansión misional de España, Ed. Labor, 1936; ver también la tesis doctoral de Rouco Varela, Estado e Iglesia en la España del siglo XVI, BAC, 2001, traducción de la versión original en alemán publicada en Munich, 1965.

{20} Veremos que con la llegada de la corte flamenco-borgoñona de Carlos de Gante, volverán a producirse algunas concesiones en este sentido (a alemanes y flamencos), concesiones que serán luego, de nuevo, rectificadas por el propio Carlos.

{21} Para conocer bien la esencia de estas instituciones, los plazos de su distribución, los servicios que comporta (así como la rectificación de los mismos) , sus funciones doctrinales y las dificultades de las mismas, ... ver Zavala, La encomienda indiana, Centro de Estudios Históricos, Madrid, 1935.

{22} Un modo de producción, por seguir con la terminología marxista, que no puede ser, como se ha dicho en numerosas ocasiones, «feudal», precisamente por quedar estas cesiones, aparentemente señoriales, bajo el control de la Corona.

{23} No hay que confundir, en todo caso, repartimiento y encomienda que, aunque asociados, el repartimiento se refiere al poder temporal (reparto de mano de obra) y la encomienda hace referencia al poder espiritual (indios encomendados a cristianos para ser instruidos en el evangelio). Ver Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Ed. Encuentro, Madrid, 1997, pp. 40-43 en donde se insiste en resaltar bien las diferencias entre ambas instituciones para evitar muchos errores de interpretación sobre el proceso global.

{24} Y es que Las Casas mantuvo inalterada su interpretación de la encomienda basándose en la referencia de su implantación antillana, pasando por alto la transformación que había sufrido la institución en el continente (para todo este asunto es fundamental la obra citada de Zavala, La encomienda indiana).

{25} Ver para todo este asunto de la imposición de tributos Zavala, La encomienda indiana, Centro de Estudios Históricos, Madrid, 1935, pp. 2-4: v. también Lewis Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Ed. Aguilar, pp. 43-45. Hay que recordar que se excluye del servicio a los indios ancianos y a los niños (que son repartidos pero no son «de servicio»).

{26} Zavala , La encomienda indiana, p. 248.

{27} Abusos que no solo serán reconocidos y denunciados por los dominicos sino que, por ejemplo, el propio Sepúlveda, defensor como veremos de la institución de la encomienda, entrará al detalle, en su Historia del Nuevo Mundo, sobre estos abusos denunciándolos como tales. Igualmente, Fray Toribio de Benavente, alias Motolinia, defenderá, frente a Las Casas, la institución de la encomienda a pesar de reconocer los abusos provenientes de los encomenderos.

{28} Hay que precisar que la explotación minera antillana es escasa, siendo en la construcción, en el transporte (tamemes) y en otros servicios encomendados en los que se arruinaba la salud de los indios... En cualquier caso veremos que, en su desarrollo continental, se desautorizaron los servicios en las minas que terminaron prohibiéndose.

{29} Así, no se admitían permutas, traspaso, trueques ni donaciones de encomiendas, ni darse por título alguno que no fuera la merced del Rey, ni alquilar los indios, ni prestarlos, ni empeñarlos, ni darlos en prendas, ni, por descontado, venderlos; las sucesiones, por las que el titular de una encomienda la pasa a su descendiente –asunto muy discutido, como veremos–, no se hace tampoco por derecho hereditario, sino por disposición legal. Además, y esto es decisivo, la tasación de los tributos que recaen sobre los indios poco a poco se irá regulando por los funcionarios reales, siendo así que las tasas de los tributos no seguirá una imposición dispuesta a voluntad del encomendero (al que además se le prohibirá el cobro de tributos en forma de servicios personales). Por otro lado no todas las cargas fiscales sobre los indios procedían de los seglares (también de los clérigos) y ni siquiera solo de los españoles (también de los caciques indios).

{30} v. Zabala, La encomienda indiana, p. 287.

{31} v. Lewis Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Ed. Aguilar, pp. 82-99.

{32} Zabala, La encomienda indiana, p. 122.

{33} Esta exención solo ocurrirá con las Leyes Nuevas de 1542 y para los indios de las Antillas, ya prácticamente despobladas de indígenas al llegar tarde, con estos vaivenes en los primeros pasos de la legislación (entre un modelo señorial y uno regalista), las medidas protectoras para ellos. Veremos que las consecuencias del desarrollo continental de ambas instituciones será otro bien distinto (a pesar de que continúen los vaivenes).

{34} Recordemos que los judíos expulsados en marzo de 1492 tampoco fueron expropiados.

{35} ver L. y B. Bennassar, 1492, ¿un mundo nuevo?, Ed. Nerea.

{36} ver Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Ed. Encuentro, Madrid, 1997, pp. 43-44.

{37} García-Gallo, A. Los orígenes españoles de las instituciones americanas. Estudios de derecho indiano, p. 9.

{38} Así se dirigía Montesinos desde el púlpito a la sociedad novohispana en la isla de La Española, según lo recoge Las Casas: «Llegado ya el tiempo y la hora de predicar, subió en el púlpito el susodicho padre fray Antonio Montesino, y tomó por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado de los demás: Ego vox clamantis in deserto. Hecha su introducción, y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del adviento, comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles de esta isla y la ceguedad en que vivían, con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zambullidos, y en ellos morían. Luego toma sobre su tema, diciendo así: «Paráos todos á conocerme, he subido aquí yo, que soy voz de Cristo, en el desierto de esta isla, y por tanto conviene que con atencion, no cualquiera, sino que con todo vuestro corazon y con todos vuestros sentidos la oigais; la cual voz os será la mas nueva que nunca oisteis, la mas áspera y dura que jamás no pensasteis oir.» Esta voz encareció por buen rato con palabras muy pungitivas y terribles que les hacía estremecer las carnes, que les parecía que ya estaban en el divino juicio. La voz pues en gran manera en universal encarecida, declaróles cuál era lo que contenía en sí aquella voz. «Esta voz, dijo él, es que todos estáis en pecado mortal, y en él vivis y moris por la crueldad y tiranía que usais con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia teneis en tan cruel y terrible servidumbre aquestos indios? Con qué autoridad habeis hecho tan detestables guerras á estas gentes, que estaban en sus casas y tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas con muertes y estragos nunca oidos habeis consumido? ¿Cómo los teneis tan presos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matais por sacar y adquirir oro cada dia? Y ¿qué cuidado teneis de quien los doctrine, y conozcan á su Dios y Criador, sean bautizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? Estos ¿no son hombres? No tienen almas racionales? No sois obligados á amarlos como vosotros mismos? ¿Esto no entendeis? Esto no sentis? ¿Cómo estais en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podeis mas salvar que los moros ó turcos, que carecen y no quieren la fe de Jesucristo.» Finalmente, de tal manera explicó la voz que antes había muy encarecido, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros mas empedernidos, y algunos algo compungidos; pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido» (Las Casas, Historia General, Lib. III, Cap. 3 y 4)

{39} Fernando aconseja al gobernador Diego Colón que «fuera razón que usáredes así con el que predicó [Montesinos], como con los que no quisieron absolver, de algún rigor porque su yerro fue muy grande» (Colec. Docs. América, XXXII, 376). El «yerro», el error, al que se refiere Fernando es no dar por suficientes, como título legítimo, a las Bulas. Hay que tener presente que el Rey también participa, como encomendero general, de los repartimientos y encomiendas. Para las repercusiones y revuelo generado como consecuencia de este primer sermón de Montesinos ver Lewis Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Ed. Aguilar, pp. 39-42.

{40} Se incrementa, eso sí, su control para asegurar la protección del indio y evitar los abusos, a través de la institución del visitador que operaba dos veces al año (además, más adelante –ya en el continente-, estas «visitas» o inspecciones serán desarrolladas de vez en cuando por los oidores, los corregidores o los propios virreyes).

{41} Las Casas, Historia de las Indias, lib. III, cap. VIII.

{42} v. Silvio A. Zavala, La encomienda Indiana, pp. 17-20, Centro de Estudios Históricos, 1935, Madrid.

{43} Vázquez de Ayllón, encomendero, concluía que era mejor tratar a los indios como «hombres siervos» que como «bestias libres» (v. Hanke, p. 85).

{44} Las Casas, Ibidem, lib. III.p. 391. Estas son, sin duda, el embrión de las tesis de Sepúlveda, pero este las va a plantear en un contexto en que la perspectiva teológico jurídica va a cambiar de orientación, como veremos.

{45} v. Rafael Altamira, «El textos de las leyes de Burgos de 1512», Revista de Historia de América, nº 4, 1938, pp. 5-79. Para ver un resumen de sus disposiciones y prescripciones consultar Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Ed. Aguilar, pp. 51-52.

{46} Las Leyes promulgadas en Burgos mantendrán su vigencia hasta que Carlos I publique en 1523, intitulado ya Emperador del Sacro Imperio, un nuevo estatuto indígena que, tácitamente, vendrá a derogar las Leyes de Burgos en favor de nuevas disposiciones legales en cuya letra aún pervivía, en todo caso, el mismo «espíritu» de Burgos (agustinismo político bien que cada vez más matizado) (v. Morales Padrón, Los Conquistadores españoles, p.40).

{47} En la que opinarán dos personalidades más: fray Tomás de Matienzo, confesor del rey y fray Alonso de Bustillo, maestro de teología.

{48} Quizás son los únicos que se conservan porque ambos fueron recomendados por Las Casas, en su famoso Memorial de 1517 (ver Hanke, pp. 104-107) para ser llevados a las Indias (a pesar como veremos de tener planteamientos distintos a los de Las Casas), y ser utilizados allí para argumentar a favor de la protección de los indios.

{49} Codoin AML, Madrid, t. XI, p. 243, apud. Castañeda, pp. 39-40.

{50} Veremos que esta será una objeción fundamental de Las Casas hacia las posiciones de Sepúlveda.

{51} Ibidem.

{52} Dumont, El amanecer de los derechos del hombre, Ed. Encuentro, Madrid, 1997, p. 55. Veremos que, en buena medida, este es el núcleo fundamental de la discusión entre Sepúlveda y Las Casas: ¿acaso no sería legítimo obligarlos a entrar, aún por la fuerza secular, dirá Sepúlveda, en aras de su salvación eterna?.

{53} Para los pormenores de la organización de esta expedición v. Mª del Carmen Mena-García, Sevilla y las flotas de Indias. La Gran Armada de Castilla de Oro (1513-1514), Universidad de Sevilla, 1998. Ver de esta misma autora el artículo «La autonomía legislativa en Indias: las Leyes de Burgos y su aplicación en Castilla del Oro por Pedrarias Dávila.», en Revista de Indias, vol. XLIX, núm. 186, págs. 283-353 (Madrid, 1989)

{54} Sobre el teocratismo pontificio de Palacios Rubios ver Venancio Carro, Op. Cit., p. 271. De hecho Fernando ya había acudido a él para justificar la anexión de Navarra, proceso prácticamente simultáneo a la convocatoria de la Junta de Burgos. Resultado de esta solicitud fue la obra de Palacios Rubios De Iustitia et Iure obtentionis ac retentionis Regni Navarrae.

{55} Eloy Bullón, Un colaborador de los Reyes Católicos: El Dr. Palacios Rubios, Madrid, 1927.

{56} v. Morales Padrón, Los conquistadores de América, Ed. Espasa, Madrid, 1974, pp. 41-46 y v. Lewis Hanke, La lucha española por la justicia en la conquista de América, Ed. Aguilar, pp. 63-73 (Cap. III).

{57} Ver Hugh Thomas, El Imperio español , Ed. Planeta, 2003, pp. 401 y ss y Mª del Carmen Mena-García, Sevilla y las flotas de Indias. La Gran Armada de Castilla de Oro (1513-1514), Universidad de Sevilla, 1998, p. 38, la peripecia de la primera lectura de este documento en Indias, durante la expedición de Pedrarias Dávila, y la reacción de Palacios Rubios, cuando tiene noticia del acto (tal como la narra Las Casas). A Fernández de Oviedo, a Pedrarias Dávila, al mismo Palacios Rubios le produce risa lo pintoresco de la situación derivada de la lectura del Requerimiento, incluso el propio Las Casas, que no deja de mostrar simpatía por Palacios Rubios a pesar de sostener doctrinas radicalmente opuestas (y es que no pierde de vista Las Casas el objetivo que se buscaba con el documento, que es proteger al indio), dice que no sabe «si reír o llorar» ante semejante espectáculo.

{58} A Sánchez Ferlosio, haciéndose eco por otra parte de una opinión muy generalizada, el requerimiento le parece, así sin matices de ningún tipo (sin precisar lo que con él se buscaba y la perspectiva que lo inspira), el colmo del formalismo hipócrita, un mero trámite que sirve de excusa para desatar la voluntad de poder imperialista y destructiva sobre el indio (precisamente con este comentario comienza su panfleto Esas Yndias olvidadas y malditas, p. 7).

{59} v Hanke, Op. Cit., pp. 198-199

{60} Lo había hecho previamente el escocés Juan Mayor, nominalista, que se ocupó desde su cátedra de París de estas cuestiones con anterioridad a Paz, pero lo hizo indirectamente, y no ex profeso. Veremos, no obstante, su posición porque muchos alinean a Sepúlveda con él (así lo hará, por ejemplo Suárez, en El derecho de guerra, Capítulo cuarto, pp. 88-89 de la edición Austral).

{61} v. Beltrán de Heredia , «Un precursor del Maestro Vitoria: el Padre Matías de Paz O.P., y su tratado De dominio Regnum Hispaniae super Indos», La Ciencia Tomista, t. XL, 1929, pp. 173-190.

{62} v. Las Casas, Historia de Indias, Lib III, Cap. 7

{63} El representante químicamente puro de esta posición es sin duda Jonás de Orleáns, ya mencionado por nosotros,ligado a la corte carolingia de Luis el Piadoso: ver Arquillière, El agustinismo político, p. 29, y p.124 y ss.

{64} v. Venancio Carro, Op. Cit., p. 272.

{65} Para un resumen del tratado de Matías de Paz, ver Hanke, La lucha española por la justicia, Ed. Aguilar, 1967, pp. 56-59.

{66} v. Carro, Op. Cit. pp. 268-285; Cf. Dumont, Op. Cit. pp.50-54.

{67} Fechas que vienen enmarcadas por los hitos que representan las Leyes de Burgos por un lado, y, por otro, la revisión que sobre la legislación indiana lleva a cabo el visitador Juan de Ovando al Consejo de Indias (García-Gallo coincide en lo esencial con las etapas que distingue Juan Manzano en Historia de las Recopilaciones de Indias, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1991, anteriormente mencionada). Hanke llama a este período (coincide que en 1566 fallece Las Casas) «período experimental» (v Hanke, La lucha española..., pp. 77-190).

{68} Ver experiencias sobre la capacidad de los indios en Hanke, Op. Cit. pp. 82-99 y Dumont, Op. Cit. p. 66. Ver el tema de la edad de oro y el apostolado cristiano en el Quijote: discurso a los cabreros.

{69} Es la tesis defendida, con sobradas pruebas, en Venancio D. Carro, La Teología y los teólogos-juristas españoles ante la Conquista de América.

{70} Precisamente a la luz de tales ideas, resucitando posiciones defendidas por Marsilio de Padua, surgirá el anglicanismo en Inglaterra. El rey inglés así, en tanto que «Defensor de la Fe», asumirá la titularidad del poder eclesiástico, además del civil, asumiendo plenos poderes frente al Papa. Frente a esta posición escribirá Suárez su monumental Defensa de la Fe Católica y Apostólica contra los errores del Anglicanismo, ed. Instituto de Estudios políticos, Madrid, 1970. Ver Venancio Carro, Op. Cit., pp. 377 y ss.

{71} El dominico italiano aún sigue creyendo, cosa que asombra a Vitoria, en la «donación de Constantino».

{72} v. Venancio D. Carro, La Teología y los teólogos-juristas españoles ante la Conquista de América, p. 258.

{73} Así dirá Vasco de Quiroga: «ni tampoco estos tales [los indios] se pueden decir hostes ni enemigos del nombre cristiano, sino solamente infieles que nunca habían tenido noticia de él, que no merecen, por sólo ser infieles, ser guerreados por fuerza de armas ni violencias, ni otros tratamientos, sino con buenos ejemplos de obras y persuasiones y predicación de palabras» (Vasco de Quiroga, Información en Derecho, Cap. II, recogido en La Utopía en América, Ed. Dastin, p. 93).

{74} En esta línea dirá Cabeza de Vaca «por donde claramente se ve que estas gentes todas, para ser atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no» (Cabeza de Vaca, Naufragios [1537], p. 128, ed. Historia 16). Lo mismo dirá más adelante José de Acosta, «y si con razones suaves y que se dejen percibir, les declaran a los indios sus engaños y cegueras, admirablemente se convencen y rinden a la verdad» (José de Acosta, Historial natural y moral de las Indias, libro V, cap. III, p. 310, ed. Dastin, Crónicas de América).

{75} Comunidad que no puede extenderse al resto del campo zoológico, según precisa Vitoria, pues en muchos animales, aunque existe industria, no existe «dominio» (propiedad) por carecer de racionalidad. Hoy en día, sin embargo, existe un proyecto, el Proyecto Gran Simio, que procura generalizar el derecho hacia los grandes simios, ignorando completamente, entre otras cosas, esta objeciones avant la lettre hacia el mismo que aparecen en Vitoria. Para un análisis a fondo de este Proyecto Gran Simio v. Íñigo Ongay, El Proyecto Gran Simio desde el materialismo filosófico, http://nodulo.org/ec/2007/n064p01.htm

{76} Vitoria, Relectio de potestate civili, ed. CSIC, p. 37.

{77} Relecciones sobre los Indios, pág. 40, ed. Austral

{78} Según Carro (Op. Cit, p 535), es Soto el que mejor resume este punto de vista.

{79} Esto es esencial para entender las diferencias en el modo de desplegarse el imperialismo español sobre el centro y sur de América respecto del anglo-holandés en el norte (ver Hanke, p. 295). Y es que en el norte los descendientes de los puritanos del Mayflower veían la resistencia de los indios frente a los anglo-holandeses, como la resistencia de Satán frente a Dios: desde este maniqueismo teológico se lleva a cabo la obra de exterminio del indio norteamericano o su encierro, no en ciudades como hicieron los españoles, sino en reservas (ver J. H. Elliot, Imperios del Mundo Atlántico, Taurus, 2006, pp.88-90 la consideración puritana del territorio americano como un «yermo» -wilderness- bíblico que hay que domesticar). «Los resultados bien a la vista están: los países en que él [Las Casas] predicó exhiben hoy una población india autóctona, superior en número a la que existía en la época del descubrimiento, mientras que en otras regiones (las de Estados Unidos de América, por ejemplo) puede decirse que el indio indígena ha desaparecido completamente» (Ángel Losada, Apología de Juan Ginés de Sepúlveda contra Fray Bartolomé de Las Casas, Editora Nacional, 1975, pp. 30-31)

{80} Vitoria, Relecciones sobre los indios, p. 43. Ed. Austral

{81} Vitoria, Relecciones sobre los indios, p. 51-52. Ed. Austral

{82} Tratados de 1552 en el Tomo 10 de las Obras Completas de Bartolomé de Las Casas, Ed. Alianza., p. 206.

{83} Demócrates Segundo, pág. 82, ed. Losada-CSIC v. también p. 59, p. 44: «Cuando los paganos, Leopoldo, no son otra cosa peor que paganos, y no se les puede echar en cara más que la ausencia de Cristianismo, que es lo que se llama infidelidad, no hay causa justa para que los cristianos les ataquen y castiguen con las armas». Cf. sin embargo al propio Sepúlveda, en la p. 62, que habla (cayendo en contradicción) de la infidelidad del bárbaro como razón suficiente para la guerra.

 

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