Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 99 • mayo 2010 • página 7
No existe un «mundo ideal» para la filosofía: «Toda tierra es habitable para el hombre sabio –afirma Demócrito–, porque el mundo entero es patria del alma buena.» Cualquier lugar es provechoso para dejar una señal que indique por dónde transcurre el sendero del pensamiento y qué camino seguir. Esas marcas pueden orientar o desorientar, pero lo esencial es que procuran una determinada reminiscencia.{1}
Practicar la filosofía suponer ejercitar una labor de rastreo de pistas, persiguiendo la dirección de su estela y poder así discernir, y optar por la traza de una diamantina esencia, que nos embriaga hasta hacer que perdamos el sentido (de la orientación), o por un suave aroma que favorecen atmósferas en las que la circulación del aire corra más libremente.
La filosofía no es un nirvana ni una morada, ni sede del Ser sedentario y fijo. Se trata de una experiencia que permite al hombre hacerse un lugar en el mundo, donde conocer y conocerse mejor, donde mejorarse en el esfuerzo coadyuvante. Se aprende así a vivir la vida humanamente, y no a recorrerla como un pedestre amasijo celuloso o un alma en pena. Algo más que materia en movimiento y algo menos que espíritu puro, el hombre se instala en el mundo que reconoce con prontitud, porque ofrece unos rasgos propios, los suyos al crearlo.
No hay tierra prometida ni tampoco promesa más auténtica que lograr que la tierra nos sea acogedora. En momentos de máximo entusiasmo pregonaba Voltaire: «Le Paradis terrestre est où je suis.» Y Marco Aurelio, que tampoco era demasiado proclive a peregrinar a lugares sagrados, estaba convencido de que «allí donde es posible vivir; es posible vivir bien.».
Es tarea del hombre saber apreciar las bondades del espacio y del tiempo en que vive, que tienen más de testimonio (vital) que de patrimonio (nacional).
La literatura nació a bordo de una nave y escribió su travesía en un primer diario de viaje: la Odisea. Desde entonces no se ha parado, y la constancia de sus andanzas nos ha ido dando el indicio de las inquietudes del alma humana, sea descendiendo a los infiernos con el Dante, aventurándonos por la ruta de Don Quijote o persiguiendo la ballena blanca contagiados por el delirio teológico del capitán Ahab.
A veces la imaginación literaria se toma un respiro, después de siglos de correrías, y reposa su cuerpo cansado sobre una confortable butaca, mas no por ello se detiene ni deja de concebir «historias». Tan sólo se trata de un estacionamiento transitorio en una posada de postas, el tiempo suficiente para hacerse más burgués y poder así inventar la novela moderna, descubrir la ciudadanía y los derechos de autor.
El trayecto literario se desplaza a los laberintos del corazón humano o del cerebro, según domine la tendencia romántica o especulativa en el escritor, recreando, como James Joyce, un nuevo Ulises, en viajes de veinticuatro horas alrededor de sí mismo, o proustianas ensoñaciones En busca del tiempo perdido. Pero esa es otra historia…
La filosofía, como la literatura, invita también a transitar. Su origen se localiza en las colonias de las costas griegas de Jonia, cruce de caminos entre Oriente y Occidente, ciudades de navegantes y comerciantes. Por el mismo tiempo, en el siglo VII a. C., mientras Tales caminaba por Mileto con los sentidos puestos en el cielo por ver de desentrañar los enigmas del cosmos –con perseverancia tan racionalista que podía hacerle trastabillar, como alguna burlona convecina le advirtió, al no percibir un inoportuno socavón u obstáculo en el camino–, mientras tanto, digo, Buda después de quedar deslumbrado por el karma se lanza por los caminos de India para predicar su doctrina y Zaratustra no le queda a la zaga sino que elige el camino de Persia para dirigir los pasos hacia las montañas de la sabiduría, donde, según la voluntad de poder de Nietzsche para poner en su boca palabras divinas, dijo:
«Y una cosa sé aún: me encuentro ahora ante mi última cumbre y ante aquello que durante más largo tiempo me ha sido ahorrado. ¡Ay, mi más duro camino es el que tengo que subir! ¡Ay, he comenzado mi viaje más solitario!» (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra).
La filosofía comporta un itinerario, físico o intelectual, simultáneo casi siempre. En esta sección me voy a ocupar en particular de seguir los pasos a unos pocos filósofos (la selección debe ser necesariamente restringida, como ha tenido que hacerse en los pasados capítulos), en quienes la ruta del pensamiento ha supuesto un recorrido personal por la esfera terrestre, en los que el sentido de sus ideas se percibe siguiendo la dirección de sus andadas. Ciertamente, sabemos desde Aristóteles que toda filosofía incorpora una búsqueda en su quehacer, pues, es, por excelencia, el saber que se busca. Esa persecución de la entraña de la vida nos transporta al conocimiento, que es auténtico des-cubrimiento.
Hay un trasfondo explorador y benignamente colonizador en toda aventura filosófica que le lleva al más allá de lo inmediato y contiguo, manifestándose de múltiples formas y por variados senderos. Sólo con el esfuerzo de la mente se puede proyectar el Discurso del método, con el que procurarse verdad y certeza en el conocimiento, sin levantarse apenas de la cama, como fue la hazaña de Descartes, o desplegar la cumplida Fenomenología del Espíritu, sin salir de los muros universitarios, como hizo Hegel, o esbozar Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, al tiempo que redactar tres críticas de la razón que cambiaron el mundo del pensamiento, y no abandonar el gabinete de trabajo, como aconteció con Kant.
Existen, pues, filósofos de cuna, hogareños, de espacio íntimo y ámbito circunscrito. Y también se reconocen filósofos de casta errática, vocación excéntrica, errabundos que sólo se sienten a sus anchas en los generosos márgenes de un ámbito expandido. En unos casos, estos designios les vienen más impuestos que deseados, y en otros, su circunstancia se puede interpretar como una declaración de principios, e incluso una genuina declaración de independencia. Sea como fuere, de lo que no cabe duda es que sus particulares destinos no se identifican por la denominación de origen sino por la movilidad de dirección y remitente.
No es ocioso referirse aquí y ahora a Walter Benjamin. El escritor berlinés es una viva muestra ambulante de lo que denomino «filósofos erráticos» (como también lo fueron Rousseau, Nietzsche o Santayana, por citar algunos casos más), es decir, personajes seleccionados por la circunstancia perceptible de haber producido su obra filosófica en un ámbito extendido, por carecer, o no haber sabido, podido o querido apropiarse, de un ámbito estable en su trabajo. Y si de carencias hablamos, no sería demasiado temerario, ni imprudente, aludir a la significativa ausencia en los citados autores de una «obra filosófica» en el sentido estricto en que se le asigna a lo compuesto de la A á la Z, al opus magnum de signo sistemático y cuajado.
El movimiento de ámbito de los filósofos erráticos, como también lo fueron Erasmo y Vives, ha sido el deambular por el orbe, que les hace merecedores del título de «vagamundos», viandantes sin parada fija o de mísera fonda, distintivos de una identidad transeúnte, de protagonistas menesterosos, huérfanos de un vivir reposado. Erráticas biografías, inestables aposentos y tensas estancias sin esperanza de asiento se convocan en una existencia responsable de un carácter y un estilo de escritura, en fondo y en forma, muy acompasados a su ritmo vital.
El ámbito fragmentario, desequilibrado y a veces hostil imprime tal sentido al devenir que lo hace inseparable de sus ideas y palabras, que nos informan de un sentimiento despejado y receptivo, una visión del mundo cosmopolita, una orientación planetaria.
Nota
{1} Reproducimos aquí, en versión digital, buena parte del capítulo 8 (Parte IV. «El ámbito expandido: erráticos y vagamundos»), del libro del autor Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Síntesis, Madrid 2001, págs. 189-193.