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El Catoblepas, número 99, mayo 2010
  El Catoblepasnúmero 99 • mayo 2010 • página 6
Filosofía del Quijote

Ortega y Gasset y el Quijote
como símbolo del espíritu español (II)

José Antonio López Calle

Las interpretaciones psicológicas del Quijote (10)

Ortega, Meditaciones del Quijote

En Meditaciones del Quijote reflexiona Ortega ante un bosque, que acabará siendo un emblema del carácter escurridizo de la gran novela cervantina, pero el monasterio del Escorial, un monumento cargado de historia de España, aunque está a la vista, queda fuera del alcance de sus elucubraciones. Ahora, en cambio, pasa a primer plano el colosal monumento, en cuanto escenario y símbolo mismo de la historia española, de las reflexiones de Ortega. Pero contra lo que podría dar a entender el título del escueto ensayo, Meditación del Escorial, no se trata sólo de una reflexión sobre el grandioso edificio, sino también sobre el sentido del Quijote. Las consideraciones acerca del célebre monumento son sólo una parte indispensable de la interpretación de la historia de España, que acaba siendo definitivamente iluminada y completada a través del Quijote, que a su vez deviene esclarecido por la interpretación de la historia española que Ortega nos ofrece.

Puede decirse que la Meditación del Escorial es una reflexión, por un lado, sobre el carácter nacional, sobre el rasgo dominante de este carácter, y por otro, sobre el secreto o clave de la historia de España a través de dos símbolos, una obra arquitectónica y un libro, en los que se expresa la esencia del carácter nacional y de lo que los españoles han sido en su pasado histórico. El primero contribuye a desvelar sólo una parte de nuestro modo de ser y nuestro papel histórico como pueblo; el magno libro nos revela a la vez, como veremos, la esencia de nuestra personalidad histórica y sus límites, pues contiene también la crítica de la misma, crítica que se hace extensiva a la propia mole arquitectónica en cuanto producto de nuestro singular modo de ser. De acuerdo con esto, la meditación comprende dos fases escalonadas.

Primera fase de la meditación

La primera de ellas se concentra en el análisis del monasterio como expresión simbólica de la psicología colectiva de nuestro pueblo, cuyo rasgo prevaleciente Ortega pretende desvelarnos. Para ello, empieza argumentado que todo monumento es un esfuerzo consagrado a la expresión de un ideal; por tanto, una obra tan importante, «uno de los actos más potentes de nuestra historia», tiene que afirmar también un ideal; ahora bien su significado no se puede reducir ni a la expresión de agradecimiento a un santo, san Lorenzo, de tan escasa realidad española, por la victoria de san Quintín, ni a la de un ideal religioso desprendido del estado de cosas de la España filipina. El gran monumento puede expresar la idea de lo divino de Felipe II, pero, supuesto que en realidad lo divino es la idealización de las mejores partes del hombre, el ideal filipino habrá de entenderse a la luz de lo que sucede de tejas abajo, en la realidad histórica y cultural española de la época.

Establecido esto, Ortega se lanza a desentrañar el ideal afirmado en la masa enorme del colosal edificio, que se revela a primera vista como un «fastuoso sacrificio de esfuerzo», remitiéndose a los hechos culturales e históricos del presente histórico relevantes. ¿Qué hechos? Dos. De un lago, tenemos el hecho de que la edificación del Escorial coincide con la fase del Renacimiento en que triunfa en arquitectura, siguiendo el modelo de Miguel Ángel, la maniera grande, esto es, el estilo hercúleo de construcción, en que lo bello es lo colosal, lo superlativo. Pero este solo hecho no bastaría para captar el sentido del enorme edificio. Este se capta cuando conectamos la concepción hercúlea de la construcción que presidió la erección del Escorial con el hecho del presente histórico de la época consistente en que España se encontraba en la cumbre de su grandeza y poderío: «Cuando se alza sobre el horizonte moral europeo la constelación de Hércules, celebraba España su mediodía, gobernaba el mundo y en un seno del patrio Guadarrama el Rey Felipe erigía, según la maniera grande, este monumento a su ideal» (Obras completas, vol. 2, pág. 556). Ningún otro estilo podía encajar mejor con el ideal de grandeza y poder que la España filipina encarnaba entonces. Con esto ya queda expedito el camino para revelar el contenido del ideal impreso según la maniera grande en el hercúleo monumento.

Con estos preparativos, quizás el lector no se sorprenda al enterarse por fin de que, según Ortega, el «fastuoso sacrificio de esfuerzo» que el monasterio de san Lorenzo del Escorial representa no está dedicado a otro ideal que al propio esfuerzo, pero al esfuerzo ciego, carente de finalidad alguna, no regido por idea alguna. En expresiva fórmula, define la significación del Escorial como un «tratado del esfuerzo puro», es decir, se trata de un esfuerzo sin fin consagrado al esfuerzo.

La realidad histórica y cultural le ha permitido desvelar el ideal oculto materializado en el grandioso monumento; ahora, en un movimiento inverso utiliza el ideal desvelado para esclarecer la forma de ser de los españoles, que además nos depara la clave del sentido de la historia de España: ésta es simplemente hechura de nuestra alma colectiva, la cual se caracteriza por la pura voluntad de esfuerzo por el esfuerzo desconectado de todo ideal, bien sea de trascendencia religiosa o de trascendencia inmanente. El español quiere ser grande por el prurito de ser grande, no para imponer un ideal religioso o un ideal inmanente de carácter ético o moral, sino nuestra propia voluntad de querer. El negativismo histórico de Ortega alcanza aquí, sin duda, una de sus más elevadas cotas:

«En este monumento de nuestros mayores se muestra petrificada un alma toda voluntad, todo esfuerzo, más exenta de ideas y de sensibilidad. Esta arquitectura es toda querer, ansia, ímpetu. Mejor que en parte alguna aprendemos aquí cuál es la sustancia española, cuál es el manantial subterráneo de donde ha salido borboteando la historia del pueblo más anormal de Europa. Carlos V, Felipe II han oído a su pueblo en confesión, y éste les ha dicho en un delirio de grandeza: ‘Nosotros no entendemos claramente esas preocupaciones a cuyo servicio y fomento se dedican otras razas; no queremos ser sabios, ni ser íntimamente religiosos; no queremos ser justos… Sólo queremos ser grandes’.
Hemos querido imponer, no un ideal de virtud o de verdad, sino nuestro propio querer. Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado en forma particular…, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal. La mole adusta de San Lorenzo expresa acaso nuestra penuria de ideas, pero, a la vez, nuestra exuberancia de ímpetus». Op. cit., pág. 557

Así, pues, la voluntad esforzada, el coraje o el ímpetu es la genuina potencia española, al igual que la de los griegos, nos recuerda Ortega, fue la potencia intelectual. Y si Platón echaba de menos en éstos el coraje, el tymós, que le parecía tan importante como el intelecto, el filósofo español se lamenta contrariamente de que la hipertrofia de la voluntad en detrimento de un intelecto raquítico constituya el rasgo básico de nuestro carácter nacional, en el que reside la clave de nuestro pasado, de lo que hemos sido en la historia universal, y de nuestro destino, el secreto de nuestra grandeza y de toda nuestra miseria.

Recordemos que esta insistencia de Ortega sobre la hegemonía de la voluntad sobre el intelecto como característica nacional de los españoles en su acción histórica no es nueva. Ya vimos que en Vieja y nueva política, lo había destacado. La novedad ahora descansa en la importancia que le concede en la interpretación del Quijote, como vamos a ver. Pero antes de ello, debemos hacer una segunda observación. Se trata del cambio de orientación en la aproximación al Quijote como expresión y retrato del carácter nacional que se aprecia en el camino que va de las Meditaciones a la Meditación del Escorial: si allí se centraba en el plano cognoscitivo de la psicología del pueblo español, ahora se concentra en el plano de la volición. Mientras que en Meditaciones del Quijote la insistencia recaía sobre el predomino excesivo de los sentidos sobre la inteligencia –como se ve el hincapié en la falta de inteligencia sí que es, en cambio, una constante del pensamiento de Ortega, ya sea que se contraponga a la voluntad o a los sentidos–, ahora pone énfasis en el esfuerzo como rasgo fundamental del carácter nacional.

Quizá este giro tenga que ver también con el hecho de que en el primer escrito interesa más la manera como la psicología del español se ha plasmado en el ámbito de la creación cultural y artística, mientras que en el segundo importa ante todo la manera como esta psicología se ha manifestado en el plano de su actuación como sujeto histórico. En efecto, en las Meditaciones del Quijote su interés se orientaba a la definición de la personalidad española más bien en términos culturales y en relación al arte castizo, de cuyo carácter impresionista sería un caso ejemplar la novela cervantina; sin embargo, en la Meditación del Escorial su interés está volcado en la definición de la personalidad nacional en un contexto más bien histórico, el de la realizaciones de los españoles en su pasado y de ahí el hincapié en la voluntad como rasgo principal. Si el arte español ha sido básicamente impresionista, la historia de España ha sido un producto de un esfuerzo sin finalidad y sin ideas.

Por cierto, obsérvese la llamativa similitud entre Unamuno y Ortega en este punto: ambos examinan las cualidades psicológicas de los españoles tanto en el ámbito cognitivo como de la volición y llegan a conclusiones en parte semejantes, en parte diferentes. En el plano cognitivo, difieren más: donde Ortega habla de sensualismo o impresionismo, de predominio de los sentidos sobre el intelecto, Unamuno hablaba de sensitivismo o intelectualismo; la diferencia está en que, según el primero, los españoles son sensualistas dotados de escaso intelecto, mientras que en el segundo los españoles se ordenan en un espectro que va de los sensitivos a los intelectualistas, esto es, o son lo uno o son lo otro, pero no cabe conciliación de ambos aspectos en un mismo individuo. En el plano volitivo, su semejanza es mayor, pues ambos coinciden en identificar la hipertrofia de la voluntad, el querer demasiado, como señalaba Nietzsche, como el rasgo dominante del carácter español que los ha impulsado en sus empresas históricas. La diferencia, no obstante, reside en que en Unamuno, a diferencia de Ortega, no se trata de una voluntad ciega, sino gobernada por unos ideales, tales como el unitarismo conquistador e imperativo y el afán de catolización del mundo, que han suministrado energía a aquélla; otra cosa es que los repruebe.

Segunda fase de la meditación

Hasta aquí la primera parte de la reflexión de Ortega, la cual culmina en la segunda parte con la interpretación del Quijote como retrato del carácter nacional y a la vez como crítica del mismo. Don Quijote, que en las Meditaciones no tenía un papel relevante, limitándose a ser un signo de interrogación, el guardián del secreto español y del equívoco de la cultura española, se despoja de todo este halo de misterio y ambigüedad para convertirse en la clave meridiana para entender cuál es el rasgo dominante de la personalidad histórica de los españoles y desvelar así el secreto de la historia española. Pues don Quijote, como el Escorial, es un símbolo del esfuerzo puro. Ya en las Meditaciones Ortega había analizado la naturaleza del heroísmo quijotesco y había llegado a la conclusión de que la cualidad principal del personaje es su voluntad indómita, su voluntad de aventura y, para ratificar esto, a Ortega le gusta citar una frase del Quijote muy iluminadora que vuelve a traer a colación ahora: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible». Pero allí no había relacionado esta hipertrofia de la voluntad con el carácter nacional y con la historia de España, como hace ahora.

Como el Escorial, don Quijote es esfuerzo puro sin ideas. A Ortega le complace decir que es un héroe poco inteligente, cuyas ideas desdeña tildándolas de «sencillas», «retóricas», de modo que «casi no son ideas». En virtud de estos rasgos, es un perfecto símbolo de la penuria de ideas de un pueblo cuya historia no ha sido otra cosa que el producto de un voluntad ciega, cuya meta no ha sido sino el mero querer por el querer sin fin alguno y de ahí la anormalidad de la historia española en comparación con la de otros países europeos. Es difícil falsear más la historia de España y asumir en tan alto grado la leyenda negra antiespañola. Con su deformada visión de don Quijote y su interpretación destructiva de la novela, por un lado, y su no menos deformada y despectiva concepción de la historia de España y del carácter nacional, Ortega se alinea, por más protestas que haga de patriotismo, al servicio de la causa antiespañola.

Su visión de la figura del hidalgo manchego como un emblema del esfuerzo puro le conduce a proponer una distinción absolutamente arbitraria entre acción y hazaña para reforzar su interpretación del personaje en la línea de un voluntarismo ciego. La acción es, de acuerdo con su definición, un movimiento que se dirige a un fin y vale lo que el fin valga; en cambio, gratuitamente caracteriza la hazaña como un movimiento que no se dirige a un fin y cuyo valor ya no depende de un fin que no se busca, sino de la pura dificultad que realizarla entraña y de la cantidad de coraje que obliga a gastar. Es cierto que la hazaña supone un gran esfuerzo y coraje, pero, en cuanto acción heroica, no está menos dirigida a un fin que una acción común; es más, está dirigida a la consecución de fines importantes, sin los cuales carecería de sentido hablar de hazañas. Pero Ortega se desentiende de todo esto, para concluir gratuitamente que al esforzado, como don Quijote y los españoles, no le interesa la acción, que implica búsqueda de fines, sino las hazañas, carentes de finalidad. Este empeño de los españoles, al igual que don Quijote, en acometer no acciones sino hazañas en el escenario de la historia universal ha determinado que no hayan representado en ello otra cosa que «un ademán de coraje», «exhuberancia de ímpetus», «un bravío poder de impulsión» desnortado, en suma, «un estallido de voluntad ciega». En ello ha consistido nuestra grandeza y nuestra miseria.

Ortega relaciona las hazañas de don Quijote, encarnación simbólica de las de los españoles en el escenario histórico, con la primacía de la voluntad y de la acción en la filosofía alemana, para resaltar la diferencia entre el pueblo alemán, «el pueblo intelectual de poetas y pensadores», que, cuando, a través de Kant y sobre todo de Fichte, antepone el querer al conocimiento, no anula a éste sino que establece una jerarquía entre ambos, y el pueblo español, que no es que anteponga los derechos de la voluntad frente a la reflexión; es que impone la voluntad de esfuerzo sin más dirección que él mismo. Se trata de una indicación que le viene sugerida por la observación de su maestro Cohen de que en Sancho veía prefigurado el fundamento de la filosofía de Fichte, según el cual lo primero de todo es un acto de voluntad, una Tathandlung, anterior a la reflexión; pero Tathandlung, y esto es lo que llamaba la atención de Cohen, ahora de Ortega, es el término que utiliza el romántico Tieck en su famosa traducción del Quijote para verter la palabra «hazaña», que, advierten Cohen y Ortega, Sancho usa mucho; a ello añadimos que no sólo Sancho, también don Quijote la emplea con frecuencia.

La moraleja que Ortega persigue inferir, si no lo interpretamos mal, de la tesis de Cohen de que en Sancho está preformada la tesis capital de la filosofía de Fichte está clara: mientras las hazañas de don Quijote, símbolo de las de los españoles, quienes, a la manera de quijotes también creían que para ellos estaban reservadas las grandes hazañas, son el resultado de un esfuerzo ciego, desplegado sin la dirección que marcan las ideas, en cambio los alemanes aprendieron bien, según Ortega, la enseñanza de Fichte de que la acción de la voluntad, una Tathandlung, precede al conocimiento en la vida, pero éste es un instrumento provisto para servir a la acción, encauzándola y orientándola, y esto es lo que, sin embargo, los españoles no habría aprendido.

Hasta aquí el simbolismo encarnado por don Quijote no va más allá del que representa el Escorial y si la novela se limitase a revelarnos que la historia de España es un producto, como la del sedicente caballero manchego, del esfuerzo puro y la poca inteligencia, la visión que nos ofrece no sería más esclarecedora que la que nos sugiere el grandioso monumento arquitectónico. Pero el gran libro cervantino desborda la significación alegórica del Escorial. La desborda porque no se limita a presentar la historia de don Quijote como una especie de recapitulación o epítome de la historia española, igualmente efecto ambas de la psicología moral de sus respectivos protagonistas, sino que además incluye la censura de esta psicología moral. En efecto, si don Quijote y el Escorial son el esfuerzo puro, el Quijote es, como escribe Ortega, la crítica de este esfuerzo puro. Y esto significa que la novela, a diferencia del monumento arquitectónico, contiene la conciencia de los propios límites del esfuerzo puro, pues en ella Cervantes se plantea la cuestión de hasta dónde puede llevar éste y le da una respuesta, que es que el esfuerzo puro no lleva a ninguna parte, salvo al fracaso, la amargura y la melancolía.

En este sentido el simbolismo alegórico de don Quijote es también más amplio y completo que el del Escorial por lo que se refiere al grado en que encarnan la esencia de la personalidad histórica española. Pues, de un lado, don Quijote el esforzado, de voluntad indómita y entusiasmo disparado, se corresponde perfectamente con el brioso ímpetu que los españoles han desplegado en la historia y, de otro lado, don Quijote el apesadumbrado que duda del sentido de sus hazañas («Yo no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos, no sé lo que logro con mi esfuerzo»), cada vez más melancólico desde el capítulo LVIII hasta el final de la novela («Déjame morir –dice a Sancho– a manos de mis pensamientos, a fuerza de mis desgracias»), y además derrotado, encarna perfectamente la decadencia española como efecto de un frenético impulso ciego. Ambas facetas del personaje definen la clave de nuestra grandeza y miseria como pueblo.

Por fin Ortega ha logrado entrar en Jericó y ha encontrado la llave que le permite abrir la puerta que da acceso al desciframiento del secreto del Quijote, dejando ipso facto de ser un libro equívoco. Las grandes cuestiones planteadas en las Meditaciones reciben ahora su solución. La pregunta por el objeto de la burla de Cervantes ya tiene una respuesta: Cervantes critica el esfuerzo puro de los españoles como rasgo dominante de su carácter y con ello su actuación en la historia, en tanto ésta, una historia anormal y fracasada, es una consecuencia de los excesos de este carácter, que les habría conducido, por utilizar una expresión de Nietzsche que a Ortega le gusta citar, a querer demasiado. El esforzado don Quijote es así el perfecto símbolo del querer demasiado de los españoles. Esto último permite a su vez responder a la pregunta por España y su misión histórica: la tesis de que el carácter es el destino la eleva Ortega del plano individual al nacional para sostener que el destino de España, cuyo secreto sospechaba Ortega en las Meditaciones que se hallaba en el Quijote, un destino trágico y aciago, estaba escrito en el carácter del pueblo español, un pueblo cuya alma es toda voluntad, esfuerzo ciego, brutal y sin dirección, y de ahí la anormalidad de la historia española. El mensaje del Quijote, es, por tanto, de acuerdo con esto, destructivo, catastrofista.

Esta interpretación fundamentalmente negativa de la novela cervantina puede ser brillante en su exposición, pero es completamente falsa en sus puntos principales. En primer lugar, además de no ser verdad, es gratuito afirmar que el monasterio del Escorial es el resultado de un esfuerzo puro sin idea alguna. Su construcción se ha llevado a cabo siguiendo un plan arquitectónico perfectamente diseñado y al servicio de una idea religiosa. Es absurdo negar semejante evidencia. No es menos disparatado afirmar que la historia de España es un estallido de esfuerzo puro no regido por idea alguna y por tanto sin dirección; puede que a Ortega no le gusten las ideas rectoras de la política imperial de España, pero no cabe negar el ideal civilizador y de catolicidad que la presidían; los españoles no luchaban por luchar, sino por hacer triunfar su concepción política y religiosa del mundo. Ni Unamuno, Maeztu, Ganivet o algún otro de los autores que hemos estudiado, por más que difieran entre sí en otros aspectos, estarían dispuestos a aceptar esta extravagante tesis de Ortega.

Si la fe en unos ideales no hubiese alimentado su espíritu, es difícil pensar que los españoles hubiesen realizado tantas empresas extraordinarias y que hubiesen sido capaces de crear un Imperio tan grande y tan duradero. El mero esfuerzo por el prurito de esforzarse no basta para ello, si no hay un ideal que lo mantenga, amén de los recursos, obviamente, para ejecutar los planes orquestados según este ideal. Y siendo así, carece, pues, de sentido trazar entre el Escorial y, de otro lado, el carácter nacional y la historia que de él ha emanado el tipo de analogía simbólica que Ortega construye. Puestos a convertir al Escorial en un símbolo alegórico, sería más correcto relacionar la grandeza de la construcción, unida a la idea que ha guiado ésta, con la grandeza del Imperio español en cuanto producto de un pueblo esforzado efectivamente, pero orientado por un ideal de civilización de carácter cristiano católico.

Del mismo modo es tergiversar la significación de don Quijote declarar que su característica dominante es, como la del Escorial, el esfuerzo puro sin ideas, y rebajar las que tiene diciendo que casi no lo son es algo arbitrario. Si hay precisamente una figura que tiene ideales es don Quijote, cuyas acciones están guiadas siempre por el ideario caballeresco. Otra cosa es que éste sea en no poca medida utópico. Además, en cuanto hidalgo español, se erige en firme defensor de los ideales nada utópicos de la España de la época, tal como la fe católica, el patriotismo, la monarquía y la honra, por los que se debe estar dispuesto a arriesgar la propia vida, según sostiene en su discurso sobre las causas del uso legítimo de las armas. En sus intervalos de lucidez nos da muestras de una gran riqueza de ideas sobre los más variados temas. Por tanto, tampoco aquí cabe proponer el tipo de analogía alegórica que Ortega traza entre los rasgos del carácter del personaje y los correspondientes rasgos del carácter español, igualmente falseados, que habrían determinado fatalmente la anormal historia de España.

 

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