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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 19
Libros

Obra conceptual faraónica
para la glosa del Bicentenario

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre la obra de Javier Fernández Sebastián (ed.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850. Iberconceptos, tomo I. Fundación Carolina. Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid 2009, 1422 páginas

Diccionario político y social del mundo iberoamericano, Madrid 2009 Los bicentenarios para la conmemoración de las independencias de las naciones hispanoamericanas dieron su pistoletazo oficial en 2008 con el bicentenario de la Guerra de Independencia española, pero en América tuvo lugar tal momento el año pasado, en 2009, conmemorándose el bicentenario de la independencia de Ecuador, a partir del primer «grito libertario» [sic] que tuvo lugar en Quito (en realidad, la formación de una Junta defensiva en nombre de Fernando VII). Situación ideal para la proliferación de ediciones y reediciones que nos muestran el carácter polémico y complejo de ese fenómeno que alumbró la Hispanidad tal y como hoy la conocemos.

Sin embargo, si entre los muchos intentos por intentar aclarar la confusión bicentenaria hemos de destacar alguno, habrá de ser este por su prolijidad, un Diccionario de «Iberconceptos», una obra conjunta de 75 investigadores que analizan los siguientes diez conceptos: América, Ciudadano, Constitución, Federalismo, Historia, Liberalismo, Nación, Opinión pública, Pueblo y República. Todo ello compone un volumen ciertamente considerable, que se acerca a las 1.500 páginas de longitud, con el anuncio en ciernes de un segundo volumen próximamente. Estos «iberconceptos» reciben el tratamiento de una introducción general al término, para posteriormente dar paso a cada especialista, que hablará del concepto desde la óptica de su nación respectiva. Así, «América. Argentina», América. Brasil», pero también «Nación. Colombia», «Nación. Venezuela», «Federalismo. España», «Federalismo. Portugal», &c.

Proporciones de esta obra que, sin embargo, nos hacen sospechar sobre el formato de la misma, pues al leer muchas de sus entradas observamos descoordinaciones curiosas: ya no sólo porque desde distintos países se repiten fuentes como diccionarios o enciclopedias españoles (lo que supone una cierta redundancia que en una obra supuestamente enciclopédica, limadas las asperezas subjetivas aportadas por cada colaborador, no tendría por qué suceder), sino porque, al contrario, a veces la disparidad de referencias es más un lastre que algo positivo, al destapar ciertas carencias documentales y una disparidad de fuentes que contrasta sumamente con la reiteración de otras.

Tómese el caso del Teatro Crítico Universal del Padre Feijoo, por ser muy conocido para nosotros y especialmente significativo. José M. Portillo Valdés cita al benedictino tanto en «Federalismo. España», pág. 505, como en «Nación. España», pág. 927, a partir de la edición digital. Pero no extraída del Proyecto Filosofía en Español, http://www.filosofia.org/bjf, sino de la dirección http://www.filosofia.as/feijoo.htm, que a día de hoy no existe como tal (siendo la actual http://as.filosofia.net/feijoo.htm). Circunstancia que suele ser mirada con lupa por determinados «especialistas», dada la caducidad e inestabilidad de las fuentes digitales, rigor que en este caso no ha tenido lugar. Otros autores prefieren citar a Feijoo a partir de obras suyas publicadas en el siglo XVIII; es el caso de Pedro José Chacón Delgado, quien en su concepto «Historia. España», pág. 638, cita el Tomo IV de las Cartas Eruditas y Curiosas de Feijoo a partir de una edición de 1781. Otros, los más, como suele ser común entre el gremio de historiadores, lo citan indirectamente mediante otras fuentes y por lo tanto no lo han leído. Curiosa disparidad. Como cada una de las colaboraciones es tan ocasionalmente dispar, para dar una cierta homogeneidad se ha incluido una introducción al concepto. Lo que no sirve para ocultar una presunta falta de revisión de materiales tan heterogéneos.

En su «Introducción» (págs. 25-45), el editor Javier Fernández Sebastián, de la Universidad del País Vasco, reconoce algo que ya sospechábamos desde nuestra perspectiva, es decir, la problemática de hablar de naciones, pues «en la América hispano-lusa los marcos de referencia políticos durante el periodo anterior a las independencias –pueblos, ciudades, provincias, virreinatos, capitanías generales, audiencias, etc.– en modo alguno pueden calificarse de naciones [...]» (pág. 25). De ahí que en esta obra se desborden las fronteras nacionales en el libro y se tome el marco de toda Iberoamérica, hablándose así de los «Iberconceptos».

Sin embargo, este propósito no deja de ser meramente intencional, pues la selección de los especialistas y de los marcos para ir introduciendo los diez conceptos que analiza este peculiar diccionario sigue las pautas de las actuales naciones iberoamericanas, y no de todas, pues sólo se citan las siguientes: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Perú, Portugal y Venezuela. Y más curioso aún: Argentina aparece como Argentina-Río de la Plata, como si el virreinato fundado en el siglo XVIII fuera equivalente a la futura Argentina, ya en un marco temporal que excede el año 1850 que se pone como tope onomástico. ¿Qué dirán en Paraguay y Uruguay de este curioso «imperialismo conceptual argentino» que los subsume en las disertaciones porteñas?

Pero lo mismo cabe decir de Perú, que se utiliza como sinónimo del antiguo Virreinato del Perú, incluyendo por lo tanto a la actual Bolivia, ausente de las categorías de este Diccionario. Y el ejemplo de mayor confusión es la mención a Colombia y Venezuela. ¿En calidad de qué se les considera? Si la referencia son los actuales países, Venezuela no aparece en el horizonte hasta que fallece Simón Bolívar y se disgrega la Gran Colombia, en 1830. Y para encontrarnos a la actual Colombia no sólo hay que esperar a 1830 para la citada disgregación, sino en rigor ¡hasta el siglo XX!, una vez separado el territorio de Panamá en 1903, con Estados Unidos en la sombra para lograr un espacio en el que excavar el canal que uniría directamente el Atlántico y el Pacífico.

No menos curioso es que contenidos referentes a la Patria Boba, liderada por Camilo Torres hasta el año 1816, se incluyan en esa misma Colombia un siglo posterior, haciendo así equivaler lo sucedido en el todavía entonces Virreinato de Nueva Granada a lo sucedido en la Colombia resultado de su mutilación panameña; Gran Colombia que por cierto también incluye a Ecuador, surgida de la disgregación de 1830, otra gran olvidada, como olvidados están los «Estados Unidos de Centroamérica», esto es, El Salvador (formado definitivamente en 1840), Guatemala (1840), Costa Rica (1838), Nicaragua (1838) y la tan actual Honduras (1838). De Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, ni rastro, aunque en el primer y segundo caso por los obvios motivos de que su independencia llegó en 1898. Desajuste que ya es toda una declaración de por dónde avanza la metodología de este peculiar diccionario.

De hecho, no sólo las Juntas de Defensa de la soberanía de Fernando VII no son propiamente declaraciones de independencia de ninguna nación moderna (por ejemplo, la junta que en mayo de 1810 se proclamó en Buenos Aires), sino que las presuntas declaraciones de independencia hacen referencia a la totalidad del continente americano, o a partes suyas en relación con la situación de los virreinatos. Es el caso de «América. México», de Guillermo Zermeño (págs. 130-141), donde se habla de América septentrional y de que el término México no cuaja hasta que los Estados Unidos, que reivindican para sí América, se quedan con Texas, Nuevo México y California. Incluso tenemos como muestra inequívoca de ello el famoso Plan de Independencia de la América Septentrional (1821) obra de Agustín de Iturbide (págs. 134-135). Idéntico resultado tenemos en Sudamérica, donde en las sucesivas declaraciones de 1813, 1816 o en la asamblea constituyente de 1819 no se habla de Argentina, Uruguay o Paraguay, sino de Provincias Unidas del Río de la Plata (en referencia al virreinato homónimo) o de Provincias Unidas de América del Sur:

Además de «Provincias Unidas del Río de la Plata», designación adoptada por la Asamblea de 1813, la expresión América del Sud o Sud América formó parte del nombre del incipiente estado, tanto en algunos de los proyectos de constitución que circularon en esos años, como en la declaración de la Independencia de 1816, documento titulado «Acta de Independencia de las Provincias Unidas en Sud América» (págs. 72-73).

De hecho, el nombre América fue muy usado por aquella época de independencia, pese a que en 1830, con la disolución de la Gran Colombia, era un término en repliegue (págs. 56-57). Las naciones actuales tardarán, por lo tanto, en aparecer en el horizonte. No hay más que ver que en 1811 se habla de la Confederación Americana de Venezuela, pero no restringida a la actual República Bolivariana de Venezuela, sino ampliada de forma intencional a todo el continente.

Este Diccionario es considerado por el propio director como atípico, pues

«Su propósito no es coleccionar un repertorio de definiciones unívocas –como en los diccionarios lexicográficos–, ni tampoco reunir un conjunto de informaciones acerca de acontecimientos, instituciones, personas, etc. –como en las enciclopedias–, sino más bien trazar un mapa semántico que, partiendo del vocabulario, recoja algunas de las más sobresalientes experiencias históricas vividas por los iberoamericanos, en este caso a lo largo de ese periodo crucial que suele denominarse la «era de las revoluciones». El glosario es aquí sobre todo una vía de entrada para entender mejor a los actores» (páginas 25-26).

Pero esto es tanto como reconocer que los conceptos no sólo deben tratarse de forma unívoca, sino de forma análoga. Incluso ya no como análogos de proporción, sino como análogos de atribución, como si fueran una serie de conceptos ensamblados lógicamente unos con otros. Sea cual sea el sentido que se les otorgue, tales conceptos son filosóficos, no meramente de metodología historiográfica. ¿Desde dónde se realiza semejante entramado histórico-filosófico? He aquí la respuesta del profesor Sebastián:

«La doble premisa metodológica que subyace a esta aproximación –inspirada en gran medida en la «historia de conceptos» (Begriffsgeschichte) de Reinhart Koselleck– es que dichas experiencias han ido dejando su huella en el lenguaje, huella que el historiador puede rastrear y tratar de interpretar; y, en segundo lugar, pero no menos importante, que la posibilidad de vivir tales experiencias presupone que los actores tuvieron que disponer necesariamente de ciertas nociones y categorías, pues la realidad social está lingüísticamente constituida, y sólo lo que ha sido previamente conceptualizado es visible e inteligible para los actores. Es justamente esa dialéctica entre nociones y experiencias la que la historia conceptual se esfuerza por sacar a la luz, mostrando las complejas relaciones de ida y vuelta que algunos centenares de palabras cardinales guardan con las cambiantes circunstancias históricas.» (pág. 26).

Así, valorando que los conceptos son armas del combate político y poseen una pluralidad de significados, y que en definitiva lo que importa es «el concepto, que «unifica en sí el conjunto de significados», y por tanto es necesariamente polisémico. De modo que un concepto es más que una palabra. Desde el punto de vista koselleckiano, «una palabra [sólo] se convierte en concepto cuando el conjunto de un contexto sociopolítico en el cual y para el cual se utiliza dicha palabra entra íntegramente a formar parte de ella». Los conceptos vendrían a ser algo así como «concentrados de experiencia histórica» y, al mismo tiempo, dispositivos de anticipación de las experiencias posibles. De ahí que su análisis histórico, y más si este análisis es comparativo, nos permita acceder a la cristalización semántica diferencial –e internamente conflictiva– de tales experiencias/expectativas desplegadas en el espacio y en el tiempo» (págs. 26-27). Podría decirse entonces que el lenguaje es una suerte de a priori de la experiencia humana, como consideran tanto la hermenéutica como la posmodernidad filosófica y sus conocidos y arbitrarios «juegos del lenguaje».

Serían estos análisis conceptuales los que aportarían la clave para entender los bicentenarios que se conmemorarán durante estos años: «Lo que se conmemora es un largo ciclo de sucesos políticos encadenados, de una intensidad insólita, que a partir de 1808 y en apenas dos o tres décadas, cambiaron profundamente la faz de nuestros países y supusieron para sus habitantes la entrada en ese nuevo marco histórico y político al que solemos aludir abreviadamente con la palabra modernidad». (págs. 35-36). Toda una declaración de intenciones que toma una tonalidad bastante sedicente, cuando desde su gremio de historiador Sebastián reivindica la atención de otras disciplinas, como la filosofía, para esta obra:

«Además de los historiadores, también los especialistas en ciencia política, juristas, filósofos, sociólogos, lingüistas, etc., debieran ser sensibles a una hermenéutica histórica que nos vacuna contra la tentación esencialista de una supuestamente neutra y atemporal «perspectiva caballera» sobre el pasado, para recobrar las conceptualidades cambiantes de esos mundos pretéritos –de hace dos, tres o más siglos–, significados muchas veces discordantes y semienterrados, ajenos en gran parte a nuestros actuales patrones de comprensión de la realidad, por mucho que la persistencia de las mismas palabras, unida a ciertas inercias académicas y a la simple pereza intelectual generen a menudo la ilusiónele una dudosa continuidad. En lugar de dar por sentada la transparencia y la equivalencia de los significados que manejamos todos los días para dar sentido al mundo con las tramas conceptuales de nuestros predecesores, la toma de conciencia de esa distancia, de esa conflictividad sincrónica y de esa alteridad semántica, nos hace más sabios y más escépticos. Seguramente también menos proclives a utilizar interesadamente el pasado –o más bien los pasados– para librar batallas político-ideológicas del presente.» (pág. 42.)

Pero difícilmente puede apelarse al punto de vista histórico como contrapuesto al análisis rígido y unívoco de los conceptos (una obsesión gremial constante de todos los historiadores), si desde esta obra constantemente se está reivindicando un análisis filosófico de corte metafísico, un análisis similar por su idealismo al de Hegel cuando dice que la Historia es el desenvolvimiento del espíritu. Por lo tanto, no un análisis historiográfico positivo, de las reliquias y relatos dejados en este discurrir de doscientos años tras las independencias hispanoamericanas, sino metahistórico, filosófico-metafísico, donde un esquema previo sirve para clasificar los materiales.

Queda no obstante aclarar una cuestión muy importante: quién es este desconocido Reinhart Koselleck, tan reivindicado por este gremio de historiadores adheridos a los organismos oficiales del gobierno de España. Pues Reinhart Koselleck (1923-2006), entre otras cosas, es un historiador discípulo de los filósofos Gadamer y Heidegger. Y decimos entre otras cosas porque sus vindicadores lo caracterizan como un autor involucrado como «testigo presencial» en la famosa «polémica de los historiadores» en Alemania a propósito del nazismo.

De hecho, este libro no es un acto ex nihilo sino un primer resultado de varios años de trabajo del equipo investigador, cuya introducción ya está formulada por el propio Javier Fernández Sebastián en un artículo donde anticipa el proyecto actual [Javier Fernández Sebastián, «Iberconceptos. Hacia una historia transnacional de los conceptos políticos en el mundo iberoamericano», Isegoría (Madrid), nº 37 (año 2007) págs. 165-176]. Este trabajo, publicado en el número 37 de la revista del CSIC Isegoría, aparece en el marco de un número monográfico dedicado a la figura de la Historia conceptual que Koselleck acuñó, una suerte de actas de un congreso celebrado en Valencia entre los días 27 y 29 de noviembre del año 2006 sobre «Teoría y Práctica de la Historia Conceptual», homenaje al recién finado historiador, y en cuyas páginas encontramos a algunos autores conocidos, como José Luis Villacañas.

En uno de los estudios, que glosa necrológicamente la vida y obra de Koselleck, se le introduce como testigo presencial de un episodio biográfico inserto en la famosa «polémica de los historiadores», en un episodio muy curioso de lo que fue la memoria histórica tras el nazismo en Alemania. Aquel momento en el que Joachim Fest le muestra a Jürgen Habermas una nota de adhesión al nazismo firmada por él, y este elimina la memoria histórica «tragándosela» [sic]:

«La trama es como sigue. En su autobiografía Yo no (Ich nicht), donde narra la ejemplar resistencia de su familia al nacionalsocialismo, J. Fest cuenta una anécdota envenenada sobre una de las «cabezas dirigentes del país» con un puesto de responsabilidad en las Juventudes Hitlerianas en las postrimerías del Imperio. Varias décadas después, en el curso de una fiesta de cumpleaños, un subordinado de entonces le pasó una nota redactada por este superior en la primavera de 1945, que contenía una «apasionada declaración de adhesión al Führer y la inquebrantable esperanza en la victoria final». El aludido, según diversos testigos, apretujó el papel, se lo introdujo en la boca y se lo tragó: «Se puede ver en eso una especie de liquidación del siniestro, para desembarazarse de una vez por todas del lastre del pasado». Wehler, amigo de Habermas desde la adolescencia y una fuente de primera mano para lo aquí relatado, ha negado la veracidad de esas palabras y ha dado su versión, de la que ahora prescindimos. Lo único relevante para nuestro propósito reside en que la fiesta mencionada habría sido la del cumpleaños de Koselleck, el sujeto del mal trago Habermas (fácil de identificar por haber titulado su respuesta a Nolte «Una especie de liquidación del siniestro») y el subalterno Wehler. De acuerdo con lo que Fest le comunicó a Wehler en abril de 2006, Koselleck mismo, usado con una función legitimatoria, le habría «confirmado plenamente» esta historia e incluso añadido «detalles todavía desconocidos hasta entonces». Wehler desmiente su autenticidad. Mientras tanto Koselleck ha fenecido y obviamente ya nadie puede recabar de él ulterior información. Wehler destaca que Fest hizo caso omiso de su respuesta y prefirió ceder a la tentación de la denuncia de un adversario político. Evoca la crítica de Habermas al apoyo que Fest le brindó a Nolte en la Historikerstreit y saca a colación el escándalo en torno a Günter Grass, preguntándose retóricamente si la revista Cicero, que en el número de noviembre recogía ese rumor a través de la pluma insidiosa de un antiguo delfin de Fest en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, Jürgen Busche, se propone aprovecharse de la coyuntura para airear lados oscuros inventados de la crónica del nacional-socialismo.»: [Faustino Oncina, «Necrológica del Outsider Reinhart Koselleck: el "historiador pensante" y las polémicas de los historiadores», Isegoría (Madrid), nº 37 (año 2007), página 39.]

Así, Koselleck aparece como el propagador del chisme, además de seguidor de Carl Schmitt, con todo lo que ello conlleva. No discutimos la veracidad de la información, ni tampoco queremos descalificar la obra de este autor de forma tan burda como podría parecer. Pero este contexto nos hace dudar de su pertinencia para el caso de estudio que se propone en este Diccionario. ¿Por qué una cuestión tan concentrada en el lugar y el tiempo como la «polémica de los historiadores», y un autor tan segmentado en sus análisis por la filosofía idealista alemana como Koselleck, ha de servir para estudiar un proceso en principio tan alejado como las independencias hispanoamericanas? Este referente da que pensar acerca de los autores patrios, demasiado preocupados de las modas extranjeras y ajenos a la tradición hispanoamericana. Tradición que habría servido para aclarar muchas confusiones presentes en este diccionario.

* * *

El primer concepto analizado es 1. AMÉRICA, donde aparecen las primeras cuestiones problemáticas acerca del método usado, al ser introducido por Joao Feres Júnior en su trabajo «El concepto de América: ¿concepto básico o contraconcepto?», págs. 51-67. Distinción extraída del argumentario de Koselleck, quien formula el concepto básico (grundbegriff), como lugar donde tiene lugar el conflicto (Carl Schmitt), en oposición a los contraconceptos, definidos como «conceptos que marcan identidades colectivas y que surgen por pares, con un término positivo que define las cualidades del colectivo que denomina y un término negativo que es definido por ese colectivo atribuyéndole características antagónicas a sus supuestas cualidades» (pág. 54). Sería, por lo tanto, «el concepto de lo político», para seguir las palabras de Carl Schmitt, como elemento básico de toda política. El conflicto político transformaría de este modo el concepto. Pero no en el sentido de que tales conceptos se tallen históricamente, sino en tanto que los conceptos y su interpretación por parte de los actores históricos son los que provocan el conflicto. Sería algo así como lo que los autores de la posmodernidad y la hermenéutica (representada en esta obra con el alumno de Gadamer, Koselleck) anhelaron: realizar la revolución en el lenguaje, ya que en la realidad es imposible, idealismo presente siempre en la obra que reseñamos con este peculiar análisis.

De hecho, América era en el siglo XVIII un lugar geográfico bien asentado, en principio un concepto unívoco y reconocido en las fuentes comunes, hasta que tuvo lugar la polémica acerca de si los naturales americanos eran inferiores a los europeos, como defendían los naturalistas Buffon y De Pauw, lo que provocó la respuesta de Feijoo, el primero que usa en 1730 el sintagma «Españoles americanos», como señala el autor en la página 59, aunque sin citar directamente al benedictino. Algo que servirá de base a los denominados «libertadores» cuando proclamen la independencia del continente americano. Así, José María Morelos en 1810 afirma que «a excepción de los europeos todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos».

Es curiosa la ingenuidad del introductor, cuando afirma que los españoles americanos se polarizaron frente a los españoles europeos, para luego citar paradójicamente el intento de Juan Bautista Alberdi –«Gobernar es poblar»– para hablar de la «reeuropeización» y el trato peyorativo (exterminio) a los indígenas:

«Irónicamente, esos mismos adjetivos peyorativos fueron utilizados por otras naciones europeas durante toda la Edad Moderna para despreciar a los españoles, en lo que se dio en llamar la Leyenda Negra.» (pág. 61, nota 23.)

Y, en efecto, sólo desde una posición ideológica basada en la Leyenda Negra, alentada principalmente entonces desde Inglaterra, podría basarse la independencia efectiva, aparte de en un difuso indigenismo, derecha extravagante.

Asimismo, Feres Júnior nos aporta su concepción de la ideología, tan importante para saber cómo se autoconciben los grupos políticos:

«El término "ideológico" se usa aquí en el sentido que Reinhart Koselleck le atribuye: conceptos que proyectan expectativas diversas de la experiencia vivida presente. Es decir, como tal, carece del matiz peyorativo de ocultación de la realidad con el objetivo de opresión de clase, que la interpretación marxista vulgar da al término, aunque los dos significados guarden similitudes obvias.» (pág. 63, nota 26.)

Semejante caricaturización del materialismo histórico y su explicación de la ideología no encaja con la definición de Koselleck, y sí más bien con la definición de utopía aparecida en Ideología y utopía (1929) de Karl Mannheim, en referencia a las utopías como lugares futuros que permiten a los presuntos oprimidos proyectar en el futuro los medios para su liberación. Pero el marxismo vulgar ha de ser sustituido por el marxismo clásico para ver la ideología en su doble vertiente: como algo positivo, en el sentido de constituir una concepción del mundo que indica a cada grupo social su lugar y sus intereses, y también como algo negativo, como ocultación de la realidad, «cámara oscura de la conciencia» y, ya desde la perspectiva del materialismo, como «cerrojo ideológico», incapacidad de rectificar las propias posiciones ideológicas al negarse a reconocer alternativas que le permitan tomar conciencia de sus errores. En definitiva, falsa conciencia.

Las conclusiones de Feres Júnior son las de hablar de una historia de los conceptos (Begriffsgeschichte) como «historia hecha desde dentro, o sea, como reflexión acerca de la historia de los conceptos clave (Grundbegriff) de una nación escrita en la lengua de aquella comunidad nacional» (pág. 65). Es decir, posición propia de la hermenéutica de Heidegger y Gadamer de la que es deudor Koselleck, donde el lenguaje se supone la nueva «naturaleza humana», un mundo de interpretaciones donde ninguna es mejor que otra, sino que cada interpretación depende de cada «vivencia» particular. Una perspectiva, en definitiva, de carácter emic, puramente fenoménica, que prescinde de una posición de conjunto que sí puede obtenerse en las reliquias y relatos pertinentes, donde también existe un gran «conflicto de interpretaciones» a la luz de distintos estudios historiográficos, sin necesidad de buscarlas en «vivencias» ni en esencias germánicas varias.

Así, para terminar esta introducción, se pregunta el introductor si la decadencia del concepto América se debió a la propia realidad política o a razones internas al concepto, debidas a su estructura semántica (pág. 66). Pero entonces, ¿qué decir del concepto Latinoamérica, mucho más confuso que América, al tener que incluir, al menos como «latinos», a países tan diversos como Canadá o Haití, donde se habla la lengua «latina» francesa? Además, no es cierto que decayera el concepto América; lo que sucedió simple y llanamente fue que Estados Unidos, la nueva potencia imperial en la zona, lo asumió para designarse, ya en la Doctrina Monroe –«América para los americanos»–, lo que, unido al fracaso de los proyectos de unidad hispanoamericana, condujeron a los originales usuarios a adoptar el término despectivo de Latinoamérica, ya en época de los afrancesados José María Torres Caicedo y Francisco Bilbao.

Pero esto requiere ir más allá de los conceptos y la «experiencia comunicativa». Supone reconocer que el concepto «América», en el momento de las independencias es de carácter análogo, que reconoce distintas variantes entrelazadas. Simón Bolívar, en su discurso inaugural en el Congreso de Angostura de 15 de febrero de 1819, distingue entre una América española y una América inglesa, un Estado «Inglés Americano» (Estados Unidos) y un Estado «Americano Español»; pero ya la referencia a la «Nación Americana» señala a Estados Unidos, algo que pasará al lenguaje común en tiempos de José María Torres Caicedo en su poema de 1856 «Las dos Américas» y la distinción entre la América sajona y la América «latina».

Así, en «América. Argentina-Río de la Plata», de Noura Souto (págs. 68-79), aparecen menciones a los españoles americanos, después del discurso de Feijoo en 1730, y con alusiones a la nación étnica de cada uno de ellos, más allá de la denominación «criollo»: «las expresiones españoles americanos o americanos españoles también son habituales y, en ocasiones, se individualiza la región de origen, sea mediante la mención del lugar –como cuando se dice «españoles americanos del Río de la Plata»– o a través de gentilicios como peruano, mexicano o argentino, este último en alusión al habitante de Buenos Aires» (pág. 69). Una prueba de que «las Indias no eran colonias», como señalaba Ricardo Levene, y que sus habitantes eran reconocidos en igualdad de condiciones con la España peninsular.

Una vez cerrado el proceso de independencia americana y caídas la Gran Colombia, las Provincias Unidas de Sud América, la América Septentrional ante la anexión de California y Texas por Estados Unidos, así como otros proyectos de unidad, la referencia a América es abandonada y surgen las nuevas naciones: México, Venezuela, Argentina, &c. Se tomará así, en lugar del gentilicio americano, el de Latinoamericano, ya constatado el poder de Estados Unidos y su reclamación del nombre «América». Asumida la necesidad de poblar de europeos sajones y latinos las vastas extensiones hispanoamericanas para el desarrollo de las naciones, el término Latinoamérica irá calando, aunque también el de hispanoamericano. Según se refiere a propósito del argentino Juan Bautista Alberdi, el famoso autor del lema «Gobernar es poblar»:

«Y es que no sólo el descubrimiento, sino el nombre del continente, sus ciudades, el idioma, la religión y las leyes civiles también son europeas, pero como la tarea civilizatoria se halla inconclusa es menester favorecer la inmigración de los europeos para que con su ejemplo sea posible el progreso de la entera sociedad» (pág. 76).

2. CIUDADANO, no es un término menos problemático que el anterior. Una vez indicado su origen en la Grecia clásica, se señala que la dupla ciudadano/vecino en el mundo iberoamericano «implicaba un hombre con ciertos privilegios y cargas en el mundo local. Usualmente, en el Antiguo Régimen el término más utilizado era «vecino» y abarcaba a un mayor número de personas» (Cristóbal Aljovín de Losada, «'Ciudadano' y 'vecino' en Iberoamérica, 1750-1850: Monarquía o República», pág. 180), se advierte que ambos términos se diferencian a partir de 1808. Pero esto es no darse cuenta que en el Antiguo Régimen la ciudad no era la unidad política, ni tampoco el ciudadano era más que quien vivía en una ciudad, pero también y sobre todo súbdito de la monarquía.

Así, las fuentes básicas de la época, como el Diccionario de Autoridades (1725), definen al ciudadano como «el vecino de una Ciudad, que goza de sus privilegios, y está obligado a sus cargas», lo que significaba una «característica distintiva, porque en el campo había pobladores que eran vecinos –con todos los atributos– pero no ciudadanos». (Oreste Carlos Cansanello, «Ciudadano. Argentina-Río de la Plata», pág. 201). Lo más habitual era hablar de vecino y ciudadano, considerados equivalentes, ante las autoridades como la Real Audiencia o el Rey; pero ante este último «Cuando hablaban del súbdito ante el Rey español empleaban el término vasallo, que implicaba tanto el deber de obediencia por parte de los súbditos como el deber de protección por parte del Monarca» («Ciudadano. Colombia», Hans-Joachim König, pág. 234). Es decir, el término hace referencia a la sociedad estamental del Antiguo Régimen, y los deberes en tanto que poblador de un determinado territorio perteneciente a la monarquía. Y ciudades fueron precisamente las que formaron Juntas de Defensa en nombre de Fernando VII en Hispanoamérica.

3. CONSTITUCIÓN, es un término que, en manos de estos especialistas, destaca precisamente por la univocidad que pretende evitar el Diccionario, y evita nombrar directamente su carácter de análogo de atribución. En «Ex unum, pluribus: Revoluciones constitucionales y disgregación de las Monarquías iberoamericanas», obra de José M. Portillo Valdés (páginas 307-324), se encarece los ensayos constitucionales hispanoamericanos como los grandes olvidados de este período frente al francés y norteamericano, algo que sólo comenzaría a vislumbrarse con el libro de François Xavier Guerra, Modernidad e independencias, publicado por la Fundación Mapfre en 1992, a propósito del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. A propósito de estos ensayos, nuevamente se desmiente la metodología de este Diccionario al realizar referencias como las siguientes: «Que el congreso de Tucumán, que en 1816 declaró formalmente la independencia del Río de la Plata, optara por referirse a las «Provincias Unidas en Sud-América», es suficientemente significativo de la compleja relación entre pueblo (nación) y pueblos que se experimentó en muchas áreas del Atlántico hispano» (págs. 318-319).

Después señala que en las constituciones se producía

«una transposición de la idea de ley sabia y justa –que recogen varias constituciones del espacio hispano– basada en principios universales y que, por tanto, carece propiamente de principio de nacionalidad. [...] Es la herencia ilustrada de los principios universales de la legislación, combinada con la concepción de una "sociedad general" que admite idénticos principios políticos por ser estos sabios, esto es, filosóficamente correctos, lo que da como resultado una concepción de la constitución universal que se sustancia en distintos textos y momentos de la crisis hispana.» (pág. 319.)

Pero inmediatamente después se dice que un rasgo distintivo del constitucionalismo hispanoamericano es

«su cerrada confesionalidad religiosa. Desde Venezuela y Cundinamarca en 1811 hasta Cádiz en 1812 o Apatzingán en 1814 estaba presente la idea de que la constitución ordena políticamente una sociedad de católicos, una ecclesia con forma de nación en la que quienes cuentan son los feligreses. No otra es la razón de que las normas electorales hablen casi siempre de almas, que la condición del individuo activo políticamente sea la del vecino y que la circunscripción básica sea la parroquia.» (pág. 319.)

Pero esto es tanto como reconocer que antes de esas constituciones, que hablaban de Sudamérica, América Septentrional o la Gran Colombia, y no de Venezuela, Argentina o México, ya se partía de una constitución previa e históricamente dada, de una systasis previa al existir un Estado previo, el Imperio Español y sus unidades administrativas y sus virreinatos, así como de una nación histórica que garantizaba la existencia de unas costumbres comunes. Algo que aparece en «Constitución. Chile», de Alejandra Castillo (págs. 352-363), cuando se señala que en el discurso del Primer Congreso Nacional de Chile se apeló a Francisco de Vitoria para hablar del «derecho de gentes» como equivalente a las nuevas «garantías individuales»:

«Este derecho de hospitalidad, de viajeros y comerciantes, que Francisco de Vitoria definiera como el derecho sobre las cosas comunes, permitió desafiar al derecho natural entendido como racional, universal, inmutable y lo divino instalando un espacio para la negociación y el diálogo.» (pág. 353.)

4. FEDERALISMO, demuestra un completo desbarajuste entre lo unívoco y lo análogo, insinuando que tal concepto federal era algo que se encontraba en las concepciones de los próceres de la independencia americana, «en su mente». Pero lo cierto es que todos ellos partían de un concepto de América unívoco: América como «Nuestra América» y resultado de los virreinatos del imperio español anteriormente existentes. Este desajuste aparece en la introducción al concepto, «De los muchos, uno: el federalismo en el espacio iberoamericano», obra de Carole Leal Curiel (págs. 425-450), donde la especialista introductora destaca la gran cantidad de proyectos federativos en Hispanoamérica en contraste con los escasos existentes en España y Portugal, así como en Brasil, donde no pasaron de meramente intencionales y formales. Pero es que la proclamación de Juntas en defensa de la soberanía del rey ausente, Fernando VII, sin una aglutinación efectiva (Paraguay y Uruguay, que habían formado Juntas en 1811 y 1808, desconfiando del virrey Liniers, no aceptaron la autoridad de Buenos Aires, por ejemplo), así como los conflictos entre líderes que «querían todos América», ya fueran Bolívar o San Martín, provocó una fragmentación de hecho que era necesario subsanar.

Y la mejor manera de subsanar tales problemas, una vez consumada la fragmentación de la unidad americana, ex unum, pluribus, era la de formar federaciones, muchas de ellas en imitación de la otra América, los Estados Unidos de Norteamérica: Estados Unidos Mexicanos, Estados Unidos de Centroamérica, Provincias Unidas de Sudamérica, &c. De hecho, ya el derechista extravagante Servando Teresa de Mier señaló que «el federalismo en México desuniría lo que se hallaba unido. Por supuesto no se trataba de una novedad: en las Cortes españolas los diputados peninsulares afirmaban algo parecido en contra de las propuestas americanas de erigir órganos de gobierno locales. Los mismos federalistas, para desprestigiar el dominio hispánico, fomentaron la creencia de que la época virreinal se había caracterizado por una enorme centralización del poder. Con el paso del tiempo, los historiadores posteriores terminarían repitiendo esa interpretación: si Nueva España fue un monolito político, entonces el federalismo habría significado un proceso de fragmentación y dispersión del poder» (Alfredo Ávila, «Federalismo. México», pág. 509).

Pero lo mismo sucedió cuando el gobierno de Simón Bolívar sobre el viejo virreinato del Perú (Perú y Bolivia según los acuñadores de los iberconceptos), para formar una gran federación: «el gobierno de Bolívar (1824-1827) puso sobre el tapete el tema del federalismo al plantear la necesidad de una gran «Federación de los Andes», que uniría al Perú con Bolivia e la Gran Colombia. Sin embargo, debido a la inestabilidad política, este proyecto no llegó a concretarse». Y es que «existió una oposición al federalismo motivada por el miedo a la anarquía» (Álex Loayza y Cristóbal Aljovín de Losada, «Federalismo. Perú», pág. 519).

En consecuencia, es lógico que una vez asumida la independencia americana, en España, al igual que en Portugal y en Brasil, único país americano donde se mantuvo la monarquía como elemento aglutinador, no tuviera apenas importancia el federalismo (salvando el efímero y lamentable proyecto de la Primera República española), teniendo el encargado de hablar de «Federalismo. España» que disfrazar de federalismo lo que era foralismo y privilegios del Antiguo Régimen, a extinguir, e incluso confundiendo el federalismo con el nacionalismo separatista: «Por otro lado, debe tenerse presente también, sin embargo, la realidad no menos patente de ser España uno de los países más descentralizados, no siendo la autonomía una tradición en absoluto ajena a la historia contemporánea de España: en ese régimen se conservaron las provincias vascas y Navarra hasta 1876 para, desde ese momento, reformular su forma de autonomía que, en los casos de las provincias de Álava y Navarra, se mantendría incluso bajo la dictadura franquista (1939- 1975); la Mancomunidad de Cataluña (1914-1925) dio forma a una aspiración a la autonomía planteada claramente desde finales del siglo XIX; la Segunda República española (1931-1939), finalmente, elevó a rango constitucional el derecho a la autonomía de los territorios (José M. Portillo, «Federalismo. España», págs. 498-499).

En Portugal, no obstante, sí hubo un intento de federación, pero ibérica, con España, que aún hoy muchos reivindican: «En el uso retórico que hace de la alternativa que presenta, Garrett recorre el largo camino que separa la hipotética transformación de Portugal en una provincia de España, de una unión ibérica en la que los dos países se encontrarían en pie de igualdad» (Fátima Sá e Melo Ferreira, «Federalismo. Portugal», pág. 529).

* * *

5. HISTORIA, supone la licencia desbocada de la hermenéutica de Koselleck y la «modernidad». Ya puede apreciarse en rigor tal circunstancia en la introducción al «iberconcepto», «Historia, experiencia y modernidad en Iberoamérica, 1750-1850», obra de Guillermo Zermeño Padilla (págs. 551-579). Tras constatar en primer lugar que el concepto es usado para referirse a lo más actual y nuevo, y es propio del ámbito germánico –sería Ortega y Gasset el primero en usarlo en España en sus Meditaciones del Quijote (1914)–. Es decir, es un concepto ideológico propio de una Alemania que ha llegado a una nueva era, propia de la caída del Primer Reich, el Sacro Imperio, y la consolidación del Segundo Reich, el Estado Prusiano-Alemán en tiempos de Bismarck. Pura ideología para justificar ese neuzeit germánico, que nada tiene que ver con la cuestión hispanoamericana.

Este «encuentro de la modernidad consigo misma [sic] –una elaboración intelectual que acompaña su surgimiento– contiene una carga semántica que divide en dos al mundo: de un lado, los pueblos modernos por antonomasia y, del otro, pueblos que no consiguen serlo del todo. Asimismo, dentro de este juego de símiles y diferencias ha llegado a dominar una suerte de determinismo cultural al estimar que en las regiones donde tuvo lugar la Reforma protestante se dieron condiciones más apropiadas para el florecimiento de la modernidad en comparación con otras regiones marcadas por el signo del catolicismo post-tridentino –a tal grado, que ha llegado a creerse firmemente que la modernidad sería un espacio incómodo para los ciudadanos del sur de Europa y de sus antiguas colonias» (págs. 552-553). Pura Leyenda Negra para justificar la presunta supremacía del mundo protestante sobre el mundo católico, un mundo católico cuyos habitantes «no han podido interiorizar la modernidad debido al fuerte peso de su tradición [sic]» (pág. 553). Es decir, que el mundo católico está atrasado históricamente porque no ha seguido los ritmos del mundo protestante.

Sin embargo, Guillermo Zermeño considera que, si Koselleck usó el concepto para convertir a Alemania en paladín de la Reforma protestante y de su irracionalismo y subjetivismo anexos, a partir de su planteamiento «podríamos realizar un esfuerzo similar para mirar con otros ojos la "inscripción" del mundo iberoamericano en la modernidad» (págs. 553-554). Sin embargo, el medio para lograr tal fin es la apelación a la metafísica hermenéutica y la experiencia y vivencia psicológica, «interior»:

«Los nexos entre lenguaje y mundo, maneras de hablar y maneras de hacer, cobran especial relevancia dentro de este proyecto, puesto que no hay mundo sin lenguaje ni lenguaje sin mundo. En las lenguas germánicas e indogermánicas, en la raíz del término mundo (Welt/world) ya está metido el hombre (germánico: wer/latín: vir), explica Gadamer. «Mundo» es mundo humano, del hombre. Por consiguiente, el mundo no es un objeto dado de antemano (tal es la crítica de Kant a toda clase de metafísica dogmática) y, en consecuencia, no puede ser explicado como un todo utilizando las categorías de la ciencia experimental. Más bien, afirma Gadamer, el mundo existe como horizonte de posibilidades, abierto, al tiempo que se busca acotarlo o ganar orientación. Esto último se realiza por medio del lenguaje y de la comunicación. La posición del hombre, intermedia entre un ser vivo de la especie animal y humana, lo sitúa por encima de las líneas del instinto natural de sobrevivencia. Lo hace ver fundamentalmente como un ser hablante. Gadamer denomina a esta esfera «lingüisticidad», como específica del ser humano, no reducible exclusivamente al mundo de los textos, la cual de acuerdo con Aristóteles establecería la pauta principal para diferenciar la condición del ser humano de otros seres vivos.» (pág. 557.)

E incluso esta metafísica que considera el lenguaje como la nueva naturaleza humana, el umwelt del hombre, incluye a las nuevas disciplinas como la etología, el estudio de la conducta comparada de hombres y animales. Pero de nada sirve semejante inclusión para cambiar las concepciones metafísicas de Gadamer y sus acólitos, pues los animales, pese a Von Frisch y otros prestigiosos etólogos, carecen de lenguaje a decir de estos idealistas alemanes:

«Por lo tanto, además de las categorías históricas utilizadas para discernir el carácter y sentido de la acción social y política, se requiere un tipo de categorías suprahistóricas como el de la «linguisticidad», ya que los conceptos propios del historiador son insuficientes para establecer las diferencias con las sociedades animales. En éstas se encuentran también las relaciones de poder cifradas en antagonismos tales como arriba/abajo, supremacía/sumisión, dentro/fuera, inclusión/exclusión. Siguiendo a Gadamer, el estudio del comportamiento de los animales (etología) sería muy útil para enseñarnos acerca de las grandes similitudes que existen entre el reino animal y el humano, pero al mismo tiempo para dejar ver las diferencias. Y éstas se realizan no de manera natural, sino en el ámbito del lenguaje.» (pág. 557.)

Así, «sólo por medio de la observación y el análisis del lenguaje es posible ingresar a la interioridad o espacio de experiencia propio de cada época. Permite observarla no como algo que le sucede a una sociedad desde el exterior sino como la forma en que las sociedades procesan sus relaciones con la temporalidad» (pág. 557). Pero semejante método sólo nos revela su incapacidad manifiesta, algo que ya constatamos antes y que aquí sólo podemos considerar a beneficio de inventario: es falso que podamos acceder a la «interioridad» de una época determinada por medio del lenguaje, sencillamente porque ni podemos conocer el «interior» de ninguna persona, ni una época a historiar existe ya como tal, es pasado. Sólo mediante el estudio de los restos de esa época ya terminada, sus reliquias y relatos –que por supuesto no nos dan acceso a ninguna «interioridad» privilegiada, sino a cuestiones externas y visibles– podemos acceder a la comprensión de esa época.

6. LIBERALISMO, no da cuenta de su origen etimológico, que proviene de la virtud aristotélica y escolástica de la liberalidad y de las artes liberales defendidas en la escolástica española, siendo el concepto político trasladado con posterioridad a América. Así se aprecia en la introducción al iberconcepto, «Liberalismos nacientes en el Atlántico iberoamericano: «liberal» como concepto y como identidad política, 1750-1850», obra del editor Javier Fernández Sebastián, páginas 695-731. Tras desechar que se pueda utilizar de una distinción entre centro y periferia, Sebastián asume sin embargo que podría estar en el «imaginario» [sic] de aquellos próceres, pues «en la medida en que tal esquema formaba parte indudablemente del imaginario de las gentes que estudiamos, es imprescindible tenerlo en cuenta –no como un esquema categorial previo que condiciona los resultados de nuestro análisis sino como parte de las representaciones mentales que constituyen nuestro objeto de estudio–. Es decir, si las élites ibéricas e iberoamericanas se sentían ellas mismas periféricas y «atrasadas», en mayor o menor medida, en relación con las sociedades occidentales más «avanzadas» y buscaban argumentos legitimadores para sus instituciones en autores, doctrinas, lenguajes e instituciones francesas, inglesas o norteamericanas –sentimientos y actitudes que necesariamente acarreaban importantes consecuencias en el terreno de las prácticas e instituciones–, el historiador conceptual de ninguna manera puede ignorar la relevancia de tales sentimientos y actitudes» (pág. 697).

Pero esta apelación a los sentimientos y actitudes es de nuevo una muestra de psicologismo que nada explica, pues al final «cada sociedad constituye para sí misma su propio «centro», y la procedencia territorial o «nacional» de las ideas importa poco. Esa cuestión carece de relevancia cuando lo que buscamos es entender cómo se servían los sujetos del lenguaje para incidir sobre las realidades políticas que les rodeaban y moldearlas de la manera más favorable a sus propósitos, o responder a los sucesivos retos que la agitada vida política y el debate intelectual no dejaban de plantearles» (págs. 697-698).

Semejante juicio no puede ser aceptado sin más, puesto que el adjetivo liberal no es una forma de servirse del lenguaje para incidir en la realidad, sino una muestra de una realidad genuinamente española, de esa sociedad tan presuntamente «atrasada» y fuera del radio histórico de «la Modernidad», a decir de Koselleck, y precisamente por ello, por haber mantenido la escolástica «premoderna», pudo irradiar al mundo el vocablo liberalismo. Vocablo que, pese a todo, los iberconceptistas ni se dignan a señalar que procede de las artes liberales escolásticas y la tradición del Siglo de Oro que entronca con la virtud aristotélica de la liberalidad, la generosidad, tal y como recogen los diccionarios antes de 1808:

En cuanto a la primera cuestión, cabe recordar que en el periodo colonial, y al igual que en el resto de Hispanoamérica, el término liberal era mayormente empleado para calificar a un sujeto como pródigo, generoso o dadivoso (DRAE, 1726) (Fabio Wasserman, «Liberalismo. Argentina-Río de la Plata», pág. 732).

En el marco del Antiguo Régimen, no hay vestigios del sentido moderno de la palabra liberal. Según el Diccionário de Bluteau de 1716, liberal era una persona generosa que «con prudente moderación, gratuitamente, y con buena voluntad da dinero, o cosa que lo valga». El término podía también designar a alguien que prometía mucho sin cumplir: «liberal en prometer, liberal en decir palabras, pero sin efecto». Más interesante es el siguiente significado que, a partir de la palabra latina liberalis (es decir, bien nacido) hacía de liberal sinónimo de «persona de calidad», diferenciado de los «plebeyos y esclavos» –o sea, noble–. Eran artes liberales aquellas que se oponían a las artes mecánicas, que eran practicadas «sin ocupar las manos», siendo «propias de hombres nobles, y libres no solo de esclavitud ajena, sino también de la esclavitud de sus propias pasiones». (Christian Edward Cyril Lynch, «Liberalismo. Brasil», pág. 744).

Pero también se recoge entre las disertaciones iberconceptuales el sentido más despectivo del término, asociado a los denominados «espíritus fuertes», en especial los «filósofos» Voltaire y Rousseau, y «su noción de libertad asociada al libertinaje y al desenfreno» (María Teresa Calderón y Carlos Villamizar, «Liberalismo. Colombia», pág. 770). De hecho, el libertinismo y los libertinos se entienden como opuestos al liberal del siglo XVIII, en tanto que groseros y egoístas por «materialistas», «significando una opinión o postura que se interpreta como una amenaza para el orden y la cultura políticos del final de la monarquía en el Perú. [...] Ser «liberal» en el siglo XVIII es positivo, pero ser «libertino» no lo es; es el segundo y no el primer término el que carga una noción políticamente valorativa» (Víctor Samuel Rivera», «Liberalismo. Perú», pág. 810).

En fin, la cuestión es que el liberalismo nace en 1810 como término en sentido político, como oposición a los partidarios del Antiguo Régimen, los serviles, término inspirado en las artes serviles o mecánicas de la tradición escolástica. Así, esa oposición entre liberales y serviles traspasará fronteras y llegará a Hispanoamérica paulatinamente, lo que desembocará en la formación de partidos políticos en todo el mundo con el rótulo liberal, una vez ya consumada la independencia hispanoamericana y la caída del Antiguo Régimen. El término liberal pasa así de aplicarse a la nobleza (en su sentido de «libre») para aplicarse a una clase de profesionales, las clases medias, incluyendo a industriales, artesanos y comerciantes (págs. 700-704).

En cualquier caso, fue en el otoño de 1810 en Cádiz cuando se habló por primera vez de una facción política «liberal», lo que provoca que «el vocablo liberalismo aparece ya ocasionalmente desde 1811 en la publicística, sobre todo entre los panfletistas hostiles al grupo. Huelga decir que en esas primeras apariciones de liberalismo –que preceden en varios años a sus equivalentes francés e inglés, libéralisme y liberalism–, esta palabra englobante no se refiere todavía a una corriente ideológica perfectamente articulada y homogénea, sino que alude vagamente a un puñado de rasgos comunes a los llamados liberales. (Javier Fernández Sebastián, «Liberalismo. España», pág. 783).

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7. NACIÓN, nos presenta al menos tantos problemas como los anteriores términos. Lo vemos en la introducción al ya habitual iberconcepto, «El concepto de nación y las transformaciones del orden político en Iberoamérica, 1750-1850», obra de Fabio Wasserman, páginas 851-869. Explica Wasserman que durante los siglos XIX y XX, «nación se constituyó en un "concepto histórico fundamental", entendiendo como tal a aquel que "en combinación con varias docenas de otros conceptos de similar importancia, dirige e informa por entero el contenido político y social de una lengua". Esto se debió a su capacidad para designar distintos referentes sociales, políticos y territoriales, pero sobre todo al hecho de condensar diversas concepciones sobre la sociedad y el poder político dando cauce, además, a otras de carácter novedoso, cuyas proyecciones llegan hasta el presente» (pág. 851).

Curiosamente, y ello ha de ser resaltado positivamente, Fabio Wasserman toma el concepto de nación, al menos de manera ejercitada, como analogado de atribución, es decir, como una concatenación de conceptos, al afirmar que el Diccionario de la Real Academia considera la nación «como sinónimo del acto de nacer [...] pero sobre todo daba cuenta del origen o lugar de nacimiento de los sujetos que así eran calificados, tal como se hacía desde la Edad Media para distinguir las naciones universitarias, mercantiles o conciliares. Es por eso que otra entrada del mismo diccionario la define como «[l]a colección de los habitadores en alguna Provincia, País o Reino». [...]En tercer lugar, la voz nación era empleada para designar poblaciones que compartían rasgos físicos o culturales como lengua, religión y costumbres. Este significado, que muchas veces se solapaba con los anteriores, podía remitir a una amplia gama de referentes. En ese sentido, y siguiendo una antigua tradición, se lo utilizaba para designar pueblos considerados por su alteridad, ya sean bárbaros, gentiles, paganos, idólatras o simplemente monstruosos, como consigna un diccionario portugués. En América asumió un carácter más preciso al utilizarse para hacer referencia a grupos étnicos o castas» (págs. 852-853).

Así, se hablará de las congregaciones de indígenas como «naciones», en un sentido étnico; Tupac Amaru habla de los tributos sufridos por su nación y por las demás naciones. Y también aparece la nación histórica: «Por el otro, porque como se desprende de la cita de Azara, también había naciones europeas reconocibles por poseer rasgos propios, como la española o la alemana, sin que esto comportara presunción alguna de alteridad radical, sino más bien la posesión de un determinado «carácter» o «espíritu nacional» que las distinguiría» (pág. 853). Es el sentido que señala José Cadalso en su Defensa de la Nación Española (1768). Ejercicio conceptual en definitiva casi mimético respecto a la clasificación que ofrece Gustavo Bueno en España frente a Europa, pese a que nada indique que Fabio Wasserman se haya inspirado en esta obra.

Sin embargo, este reconocimiento de una serie de «naciones» dentro de la Monarquía Hispánica no significaba que fueran las naciones históricas que posteriormente se convertirían en las naciones políticas hispanoamericanas hoy conocidas. Ese es un fenómeno posterior al proceso de la independencia hispanoamericana, como el propio Diccionario reconoce:

«Ahora bien, dejando de lado la influencia que pudo haber tenido la recepción del principio de las nacionalidades o de doctrinas románticas, la progresiva asociación entre la concepción étnica y política de nación puede atribuirse a dos procesos recurrentes. Por un lado, a la experiencia compartida tras décadas de vida independiente que fue sedimentando en el propio concepto de nación. [...] Por otro lado, y como ya se señaló, el concepto de nación en su doble acepción política y étnica, acompañó los intentos para institucionalizar el poder.» (págs. 868-869.)

Pero entonces, hay que formularse una vez más la pregunta con la que iniciamos esta reseña: ¿por qué tomar las naciones actuales como unidades morfológicas que explican los procesos de formación y evolución de los tan caros iberconceptos? Este gran grupo de investigadores se autorrefuta constantemente en cuanto pretende llevar su proyecto de Historia conceptual más allá de cuestiones generales y posiciones lexicográficas básicas.

Un ejemplo de lo que aquí señalamos lo tenemos en «Nación. Argentina», obra de Nora Souto y Fabio Wasserman (págs. 870-881):

«Si en los primeros años nación podía remitir tanto a la española –integrada ya por la totalidad de los dominios de la Corona o sólo por la Península– como a América –que podía reunir a los pueblos y provincias hispanoamericanos o limitarse a los del ex Virreinato-, la cuestión de sus límites permaneció abierta incluso después de la ruptura del vínculo con la monarquía española en julio de 1816. La hipótesis de incorporar a Perú e incluso a Chile después de su liberación del dominio realista se vislumbra en el reemplazo de «Provincias Unidas del Río de la Plata» –nombre usado desde 1811– por el más impreciso de «Provincias Unidas en América del Sud», empleado tanto en la Declaración de la Independencia de 1816 como en la Constitución de 1819 (Zorraquín Becú, 1966). Desaparecido el gobierno central en 1820, la aspiración de integrar en un mismo Estado a las provincias del Alto Perú, al Paraguay y a la Banda Oriental permaneció como un horizonte de posibilidad, así como también la separación definitiva de algunas de las provincias rioplatenses conformando nuevos Estados.» (páginas 872-873.)

Este proceso de descomposición, como ya señalamos al comienzo, era algo lógico, pues el proceso de dispersión producto de la ausencia del poder regio en América, al contrario de lo que sucedió en Brasil, llevaba a que de la disgregación no se saltase fácilmente a la agregación: ¿por qué agregar lo que previamente se ha desagregado? Pero, en cualquier caso, ¿qué tiene que ver este proceso de consolidación de un Estado, bajo la base del Virreinato del Río de la Plata, e incluso con la agregación del Virreinato del Perú, con la formación de la nación Argentina? Son dos procesos distintos que en modo alguno pueden analizarse linealmente, como realizan constantemente los autores de este diccionario.

No obstante, es curioso que en otros casos, siguiendo el análisis de la analogía de atribución, otros autores sean mucho más claros en sus tesis. Es el caso de «Nación. España», de José M. Portillo Valdés, (págs. 919-928), donde se habla inicialmente del «amor de la patria y pasión nacional» al que se refiere Feijoo (pág. 919), pero también de Pablo de Olavide en El evangelio en triunfo, quien dice que la base de la familia es el padre de familia como gestor de la casa, como Aristóteles (pág. 921). Es decir, de nación biológica y étnica. Pero también, tras el reconocimiento de que la expresión de la Constitución de 1812 de «españoles de ambos hemisferios» es única en el constitucionalismo moderno (pág. 925), se señala que tal constitución es el comienzo de la Nación política, en tanto que sujeto dotado de soberanía y capaz de intervenir en la Historia:

«Lo relevante, por tanto, es que la nación, en el contexto de la crisis de la Monarquía, estaba siendo concebida como sujeto capaz de intervenir y modificar el curso de la historia. Lo estaba haciendo ya de hecho desde el momento en que las juntas habían empezado a organizarse y a disponer del gobierno y la defensa de la Monarquía. Al organizar ejércitos, enviar delegados diplomáticos, disponer del gobierno y otros actos anejos a la soberanía, las juntas actuaban en nombre del rey y a él exclusivamente imputaban una soberanía que las juntas entendieron siempre, en Europa y América, que manejaban en tanto que depósito. Sin embargo, desde los argumentos exhibidos para amparar esta actuación, el sujeto invocado era la nación española y la necesidad de preservación de su monarquía.» (pág. 923.)

Igualmente, en «Nación. México», de Elisa Cárdenas Ayala (págs. 929-940), aparecen referencias a la nación como soberana, como en el Acta levantada por la guarnición de 1846, en pleno conflicto con Estados Unidos, donde se dice que «Además la nación es, por voluntad soberana, república» (pág. 937). Referencias que salvan mínimamente el concepto, pero que dejan profundas contradicciones en esta faraónica obra.

* * *

Los últimos conceptos analizados son 8. OPINIÓN PÚBLICA, donde se siguen las coordenadas de la filosofía idealista alemana propias de «mentalidades» e «imaginarios», 9. PUEBLO, concepto un tanto redundante una vez que se ha reconocido que es la Nación y no el Pueblo el soberano, y 10. REPÚBLICA, término que es introducido por su coordinador, Georges Lomme, en su artículo «De la «República» y otras repúblicas: la regeneración de un concepto», págs. 1253-1269. No obstante, parece alejarse de los tópicos habituales que consideran la formación de las repúblicas hispanoamericanas como espejo de las revoluciones americana y francesa, buscando sus orígenes en la argumentación de los escolásticos españoles sobre la legítima resistencia ante un poder tiránico:

«A mediados del siglo XX una corriente «revisionista» se empeñó en valorar las concepciones neo-tomistas de la libertad elaboradas por Suárez y Mariana como matriz de la mentalidad emancipadora en Hispanoamérica. En menosprecio de la Enciclopedia y de las revoluciones atlánticas, el republicanismo criollo habría bebido de la fuente de un espíritu parejo al «derecho de revolución» que se había afirmado en la Inglaterra del siglo XVII. Si carece de prudencia poner en pie de igualdad la rebelión «de los Estancos» (1765), la de Tupac Amaru (1780) o la «del Común» (1781), con el ideario de la Commonwealth de Oliver Cromwell, conviene aceptar que estos movimientos se emparentaban por ser la expresión de «países» que defendían sus antiguas libertades frente a una «corte» ansiosa por un absolutismo a lo francés. La analogía podría extenderse al quehacer de la Inconfidéncia mineira de 1789 o a la pretensión de las Cortes de Cádiz de recuperar fueros medievales.» (pág. 1253.)

Sin embargo, el autor prefiere desdecirse de estas primeras palabras y usar otro método más ajustado a los tópicos habituales: «No nos corresponde indagar los argumentos que siguen oponiendo al respecto las historiografías «liberales» y «revisionistas». Este trabajo busca realzar el interesante «paso de costado» que nos brinda la historia de los conceptos» (pág. 1253). Así, en el contexto de la época, «una república no era una forma de gobierno, como lo apuntaba Montesquieu, sino un sentir opuesto al ideario monárquico» (pág. 1255). Sin embargo, en el contexto anglosajón república era sinónimo de anarquía, incluso en Estados Unidos tras 1776. Que es precisamente la idea que impera en Brasil, por herencia del dominio inglés, evitando cualquier tipo de gobierno republicano.

Desde estos condicionantes, todo el planteamiento del autor sobre presuntos cimientos de la monarquía en la república carecen de sentido, porque república era un término, en su sentido político, genérico y unívoco, usado para hablar de un gobierno o de un estado en general (la res publica de Cicerón), que sólo en la crítica al Antiguo Régimen tomará su nuevo significado análogo. Resulta curioso entonces, para los autores, aunque no tanto para nosotros, que el republicanismo surgiera no en el contexto francés y anglosajón, por sus menciones despectivas, sino en «la Banda Oriental, en manos de José Artigas, quien soñaba con una confederación copiada de Estados Unidos, mientras que en Buenos Aires la monarquía constitucional seguía teniendo muchos partidarios» (págs. 1261-1262). Pero como bien se dirá después, en la voz «República. Argentina-Río de la Plata», de Gabriel di Meglio, si la república era designada inicialmente como ciudad y terrenos circundantes (pág. 1271), ausente la autoridad real por el secuestro de Fernando VII, podría empezar a pensarse en una «república que se gobierna a sí misma», como afirman desde el Cabildo de Jujuy a la Junta de Buenos Aires en 1811. En este caso, no es la oposición a la monarquía, sino su mera ausencia por secuestro del rey y previa destitución del virrey, la que provoca la formación de un gobierno republicano.

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La obra se culmina con la inclusión de un Apéndice cronológico sobre el período 1750-1850 (págs. 1381-1422), donde se usan como criterios nuevamente la superposición de las naciones políticas actuales sobre los antiguos virreinatos, con el consiguiente olvido de acontecimientos relevantes en las naciones excluidas, pero también con la amenaza creciente de un segundo volumen que continúe al primero.

 

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