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El Catoblepas · número 97 · marzo 2010 · página 2
Rasguños

Fundamentalismo científico y Bioética

Gustavo Bueno

Conferencia inaugural del ciclo anual de conferencias de la Sociedad Internacional de Bioética, pronunciada en la sede de la SIBI en Gijón el 25 de febrero de 2010

Fundamentalismo científico y Bioética

Gijón, 25 de febrero de 2010

Introducción histórica

1. Bioética: invención de un nombre y de una institución

La Bioética, como disciplina institucionalizada, es relativamente reciente. Como es sabido, el propio nombre de «Bioética» hizo su aparición al público hace sólo cuarenta años, en el título de una obra del oncólogo Van Rensselaer Potter (1911-2001), Bioethics. Bridge to the Future (Prentice Hall, New Jersey 1971). Lo que no quiere decir que las cuestiones bioéticas no estuvieran planteadas avant la lettre en los años anteriores. Pero, sin duda, la redenominación de estas cuestiones significó mucho más que una mera «cuestión de nombres» (del mismo modo a como la redenominación de las múltiples cuestiones tradicionalmente tratadas por Platón, Aristóteles, Vico o Montesquieu, bajo el rótulo de Sociología, acuñado por Augusto Comte en su Curso de filosofía positiva, a partir de 1830, fue mucho más que una mera cuestión de nombres, porque constituyó el punto de partida para la institucionalización de una nueva disciplina llamada a desempeñar un papel de primer orden durante los siglos XIX, XX y en nuestros días).

El nuevo nombre «Bioética» ejerció por de pronto una función catalizadora. En el mismo año 1971 se fundó el Centro de Reproducción Humana y Bioética del Instituto Kennedy de la Universidad de Georgetown. En España en 1975 se funda el Instituto Borja de Bioética, auspiciado por la Compañía de Jesús en San Cugat. En 1984 se constituyó el Departamento de Bioética de la Universidad de Navarra, impulsada por el Opus Dei. En 1997, la Sociedad Internacional de Bioética, con sede en Gijón, que preside el doctor don Marcelo Palacios, que hoy nos convoca.

2. La nueva institución y su confrontación con las instituciones de su entorno

En toda institución, suponemos, y en la Bioética muy especialmente, dada su temática, cabe distinguir un momento tecnológico y un momento nematológico (doctrinal, a veces ideológico). Cada institución, tanto en su momento tecnológico como en su momento nematológico, interactúa con otras instituciones, según relaciones muy diversas, ya sean de cooperación, ya sean de competencia.

La introducción de una disciplina en el «sistema de las ciencias» perturba desde luego el sistema mismo, y le obliga a reorganizarse, como tendría que reorganizarse el sistema solar si en él ingresase un nuevo planeta masivo. La Sociología de Augusto Comte, al ingresar en el sistema de la «república de las ciencias» implicaba la «cooperación» de la Astronomía, de las Matemáticas, de la Física, de la Química y de la Biología (una denominación recién acuñada, un cuarto de siglo antes, por Treviranus y Lamarck para reconocer la unidad de la Botánica y de la Zoología de Linneo).

Pero también implicaba la expulsión o defenestración de la república de las ciencias de dos disciplinas de larga tradición, a saber, la Teología y la Psicología.

También la institucionalización de la Bioética supuso, desde el primer momento, una reorganización de las posiciones de otras instituciones ya existentes, y principalmente de las que asumían el carácter de ciencia, o bien de religión, o las que pudieran clasificarse como instituciones políticas.

Ahora bien: dada la complejidad de cada uno de estos géneros de instituciones (ciencia, religión, política) parece obligado referirse a ellas desde el punto de vista lo suficientemente definido como para hacer posible su confrontación. Por ello hemos elegido unos determinados estados límite alcanzados en los respectivos géneros de instituciones consideradas como perspectivas desde las cuales, precisamente por su radicalismo, pueden ser confrontadas con mayor nitidez las instituciones que nos interesan. Estos estados límite son los propios de los fundamentalismos surgidos en cada uno de estos tres géneros de instituciones.

Se trata, por tanto, de confrontar la Bioética, no ya con las ciencias en general, sino con los fundamentalismos científicos; no ya con las religiones, sino con los fundamentalismos religiosos, y no ya con las instituciones políticas, sino con los fundamentalismos políticos, y en particular con el fundamentalismo democrático. Desde luego, aquí sólo vamos a referirnos directamente a las relaciones o interacciones entre la Bioética y el fundamentalismo científico; a los demás aludiremos sólo oblicuamente y de pasada.

3. Prehistoria de la Bioética: Eugenesia y fundamentalismo científico

La pertinencia de nuestro planteamiento puede demostrarse analizando las dos fases del proceso de institucionalización que cabe distinguir en cualquier género de institución, y especialmente en las dos fases del proceso de institucionalización de la Bioética, a saber, la fase que podríamos llamar preinstitucional o protoinstitucional (en la que se puede afirmar retrospectivamente que la perspectiva bioética ya actuaba o se ejercía, al menos en su momento tecnológico) y la fase de construcción que implica, desde luego, la actuación del momento representativo nematológico.

En cuanto a la fase protoinstitucional (en la que todavía el nombre o el concepto de Bioética no se ha acuñado, aunque ya están madurados los programas de acción, como pudieran serlo, en nuestro caso, los programas de eugenesia, que más adelante se reinsertarán y se coordinarán con los programas de bioética), lo más significativo que podemos señalar para nuestro propósito es la vinculación de los programas protobioéticos con el concepto de fundamentalismo científico, que precisamente fue acuñándose en función de tales programas protobioéticos. Y esto sin perjuicio de que, desde entonces, el llamado fundamentalismo científico pudiera retrospectivamente «recuperar» a importantes concepciones de la ciencia moderna que la historiografía designa como «cientismo» o racionalismo cientificista.

Lo que interesa aquí subrayar es la «circunstancia» de que la expresión «fundamentalismo científico» apareciera precisamente en torno a la presentación de ciertos programas propios de la que hemos llamado «bioética en su fase preinstitucional», y no por ejemplo, en torno a los programas tecnológicos que apelaban a la mecánica de Newton o de Laplace, o a los principios de la Termodinámica de Carnot, o a los principios de Química de Lavoisier o de Dalton. Pero cuando por primera vez, en efecto, encontramos el rótulo scientific fundamentalism es en un libro de 1927, Los constructores de Norteamérica, escrito por dos autores, un geógrafo, Ellsworth Huntington (1878-1947) y un veterinario, Leon Fradley Whitney (1894-1973), ambos miembros de la American Eugenics Society (me atengo aquí a los abundantes datos que ofrece Gustavo Bueno Sánchez en su artículo «Fundamentalismo científico» en https://filosofia.org/ave/002/b025.htm, febrero 2010).

Sin duda, desde la perspectiva de la Bioética ya suficientemente institucionalizada, será preciso reconocer retrospectivamente la naturaleza bioética de los programas eugenésicos, porque ellos implicaban ya una reorganización de la perspectiva de la ética tradicional, y en parte de la política y aún de la religión. Eran programas llamados a caer en la jurisdicción de la Bioética, de la misma manera a como también caerían en ella los programas relativos al control de la natalidad humana. Precisamente fue Leon Whitney quien propuso –como proyecto que hoy llamaríamos bioético, o incluso biopolítico– la esterilización de diez millones de americanos defectuosos.

La cuestión que tenemos que suscitar es esta: ¿hasta qué punto la expresión «fundamentalismo científico» fue acuñada originalmente, en el contexto de la eugenesia, con un «coeficiente peyorativo», como una aberración, o bien con un «coeficiente meliorativo», como expresión de la esencia misma de esa ciencia o de todas?

No está muy claro si el rótulo «fundamentalismo científico» fuera creado por los apóstoles de la eugenesia o por los adversarios de los proyectos eugenésicos, rozando los límites de la religión y de la política. Lo que sí parece evidente es que el fundamentalismo científico tuvo mucho que ver con la religión. Harry Barnes, de la Universidad de Columbia, ya hablaba en 1928 del «deplorable fundamentalismo científico escondido en los críticos del fundamentalismo religioso». También encontramos textos de 1938 en los que se denuncia la existencia de un fundamentalismo científico fanático («bigoted»). Por su parte la revista baptista del Crozer Theological Seminary, en 1939, se congratula de que un estudio más cuidadoso de la personalidad humana haya desalojado el fundamentalismo científico impuesto por el behaviorismo radical de John Watson.

Todo esto sugiere que el sintagma «fundamentalismo científico» se acuñó con un muy temprano coeficiente axiológico peyorativo, lo que se explicaría no sólo por los contenidos de sus programas («esterilización de diez millones de norteamericanos») sino también atendiendo a la circunstancia de que el término fundamentalismo estaba siendo extraído del sintagma fundamentalismo religioso, en su versión peyorativa, vinculada a la crítica al fundamentalismo religioso que venía utilizándose, con valoración positiva, en América del Norte a raíz de la publicación entre 1910 y 1920 de la obra The Fundamentals: A Testimony to the Truth, impulsada por los hermanos Milton y Lyman Stewart.

La polémica con el fundamentalismo científico tenía como precedentes la polémica en torno a la llamada teología de Princeton y su paralelo europeo podría encontrarse en la encíclica Pascendi de Pío X (1907) contra el modernismo, un término acuñado por el propio Pío X en la citada encíclica, que representaba la reacción católica a la teología liberal de los intérpretes liberales de la Biblia tales como Renan, Loisy, Laberthonnière o Le Roy.

El fundamentalismo teológico norteamericano, sin embargo, había asumido en principio un coeficiente axiológico positivo, puesto que sus defensores pretendían frenar las desviaciones heterodoxas, a su juicio, de la ortodoxia, desviaciones que llevaban a interpretaciones heréticas de la Biblia. En 1910 la Asamblea presbiteriana había establecido los cinco fundamentos considerados como esenciales para la fe cristiana: 1) La Biblia está inspirada en el Espíritu Santo y es infalible; 2) Cristo nació del vientre de una Virgen; 3) Cristo murió una sola vez; 4) Cristo resucitó según su cuerpo; 5) Los milagros de Cristo son hechos reales (remitimos a La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, capítulo 8, pág. 239).

Podemos asegurar, por tanto, como cuestión de hecho, que la expresión fundamentalismo religioso es anterior a la expresión fundamentalismo científico. Aquella expresión aparece ya a principios de los años veinte; la expresión fundamentalismo científico aparece en 1927, como hemos dicho, en el libro de Huntington y Whitney. Ahora bien, ¿se trataba de una mera ampliación analógica, es decir, metafórica, de la idea de fundamentalismo teológico al terreno de las ciencias? No cabe descartar esta posibilidad. Pero acaso cabría advertir una conexión más profunda (en la línea expuesta en La fe del ateo, págs. 239-240). Decimos «conexión más profunda» porque aludimos a la misma «estructura científica» pretendida de la teología dogmática, cuando adoptamos la idea de ciencia aristotélica. Lo que equivaldrá a reconocer que el fundamentalismo teológico ya envolvía, en sí mismo, un fundamentalismo científico, es decir, una voluntad de principialismo axiomático similar (los cinco fundamentos citados) a la que inspiró a los editores alejandrinos de los Elementos de Euclides (si no fue Euclides mismo), la que llevaba a anteponer al «cuerpo de la doctrina» –problemas y teoremas– una axiomática de la cual pudieran teóricamente deducirse las proposiciones de esta doctrina (deducción en la que, según los Segundos Analíticos de Aristóteles, consistía la ciencia). Perspectiva que se mantuvo durante siglos, como una suerte de integrismo conservador, con voluntad de agotamiento del campo, que se resistía a sustituir algunos axiomas por otros (cuestión del V postulado de Euclides, &c.).

En cualquier caso, después de la Segunda Guerra Mundial, la expresión «fundamentalismo científico» irá consolidándose en sus dos versiones axiológicas (y antitéticas), a saber, la negativa o peyorativa (derivada de la oposición al fundamentalismo religioso) y la optativa o positiva (la que exalta el fundamentalismo científico como obligado reconocimiento de los valores de las ciencias positivas –o el de «la ciencia» en general– y al valor de la ciencia a la condición de valor supremo y canon de la cultura humana). Cabría, por contraposición, hablar de un contrafundamentalismo científico para referirnos a la versión peyorativa del propio fundamentalismo científico, sobre todo en sus derivaciones integristas.

Sin embargo, el contrafundamentalismo científico, es decir, la versión peyorativa del fundamentalismo científico, aunque originariamente fuera un efecto de contagio de la condenación del fundamentalismo religioso por parte del modernismo liberal, no se nutrió siempre de fuentes teológicas. También se habló peyorativamente del fundamentalismo científico desde el llamado materialismo científico (por ejemplo en el artículo de Charles West Churchmann, en la obra colectiva Philosophy for the Future. The quest of modern materialism, Nueva York 1949, traducido al español en 1951, Compañía General de Ediciones, México, pág. 534). En español (y según el artículo citado de GBS) la expresión «fundamentalismo científico» aparece en 1992 y siguientes, con frecuencia en relación con la Teoría del cierre categorial, que adoptó desde el principio una actitud contrafundamentalista (TCC, tomo 3, Pentalfa, Oviedo 1993, págs. 804-811). Actitud que, en todo caso, no niega la necesidad de establecer los fundamentos (por ejemplo los principios o axiomas de una ciencia categorial particular), sino que simplemente distingue las fundamentaciones científicas del fundamentalismo científico.

En efecto, la fundamentación científica es una tarea interna de las ciencias que buscan ordenar y sistematizar los contenidos «en marcha» de su campo categorial. Un programa de fundamentación (cabría hablar del «fundamentismo científico», por analogía a como en el terreno militar se habla de armamentismo, a partir de armamento) que concierne distributivamente a cada ciencia categorial (Geometría, Astronomía, Física, Química..., como cuando hablamos de los Principios de Newton, o del Principio cosmológico de Milne), cuyo canon nos fue ofrecido por la axiomatización de los Elementos de Euclides.

El «fundamentismo científico» se expondrá a la crítica en lo que contiene de exceso de sistematismo (en detrimento de la investigación científica), es decir, en lo que tenga de ese anómalo interés por los principios, que se desarrolle al margen del interés por las consecuencias. En cualquier caso el fundamentismo se mantiene en el ámbito categorial de cada ciencia. Pero el fundamentalismo científico rebasa los ámbitos categoriales, puesto que pretende erigir a «la ciencia» (muchas veces, en la práctica, a una ciencia categorial dada, a la que se le atribuye un especial prestigio coyuntural, por ejemplo, a la Geometría, a la Física o a la Biología) en canon de cualquier otra forma de racionalidad teórica o práctica.

4. Nuestro propósito

Nuestro propósito, desde una posición criticista, es el de confrontar la Bioética con el fundamentalismo científico, no sólo en su sentido positivo u optativo, sino también en su sentido peyorativo (el contrafundamentalismo).

Anticipamos nuestra conclusión: la Bioética se constituye con un fuerte componente de fundamentalismo científico, en sentido optativo, pero casi inmediatamente el contrafundamentalismo científico (importado de la Teología) se habría aplicado a la Bioética.

Sin embargo el fundamentalismo científico, en su modulación positiva (meliorativa o apologética), sigue impregnando al menos a la llamada «Bioética laica», es decir, a la Bioética separada del fundamentalismo religioso. Ello se debe acaso a la supuesta disyuntiva, ampliamente presumida en la tradición, entre ciencia (o razón) y religión (o fe). Supuesta esta disyuntiva grosera (¿acaso las religiones no son también racionales, o por lo menos raciomorfas?) se comprende que quienes intentaban disociar la Bioética de la Teología no tenían otra opción que acogerse a la Ciencia, es decir, al fundamentalismo científico.

Por nuestra parte defendemos la visión de una Bioética materialista (esbozada en el libro ¿Qué es la bioética?, Pentalfa, Oviedo 2001) que, aunque muy alejada explícitamente de cualquier fundamentalismo religioso, sin embargo es abiertamente contrafundamentalista en el terreno científico.

Expondremos esta visión a través de los tres puntos siguientes:

§1. Definición general del fundamentalismo científico.
§2. Sobre la idea de Bioética.
§3. La Bioética materialista desde el contrafundamentalismo científico.

§1
Definición general del fundamentalismo científico

1. ¿Cabe una definición general neutra de fundamentalismo científico?

El fundamentalismo científico se nos presenta siempre, como venimos diciendo, en alguna de sus modulaciones axiológicas, en cuyos extremos figuran, en un lado, la modulación optativa, meliorativa o programática (con valoración positiva) y, en el lado opuesto, la modulación peyorativa (con valoración negativa –vinculada a algún tipo de criticismo– del fundamentalismo científico, como contrafundamentalismo científico).

El reconocimiento inicial de esta distinción u oposición contradictoria (en el límite) entre el fundamentalismo científico positivo y el contrafundamentalismo científico (o fundamentalismo científico negativo) permite plantear la dificultad acaso más seria que ofrece el intento de establecer una «definición neutra y genérica», es decir, una definición común a sus modulaciones opuestas, del fundamentalismo científico.

¿Dónde situar, en efecto, una definición esencial neutra concebida como esencia común, más allá o más acá, de las modulaciones axiológicas opuestas que reconocemos en el fundamentalismo científico, a saber, la positiva y la negativa (o contrafundamentalismo)?

2. Bienes y valores: discusión

Acaso la manera más socorrida de resolver esta dificultad inicial es echar mano de la distinción, muy común entre los axiólogos, que ponían a un lado los valores, positivos o negativos (los contravalores), y al otro lado los bienes (los «seres»).

Los bienes, según esta distinción, asumen el papel de soportes de los valores (o de los contravalores); pero, considerados en sí mismos, estos soportes se concebirán como axiológicamente neutros. Los bienes son «seres», no valores; y por supuesto los valores, se decía, no son seres (no son, sino que valen). El disco metálico (es decir el flan o cospel –del latín sculpĕre–), antes de recibir por sigilación el cuño que lo convierte en moneda legal, será una realidad físico química, pero su valor como unidad de cambio legal la adquirirá al recibir el cuño; en una ceca un mismo cospel puede recibir diferentes valores, e incluso valores falsos si la sigilación no es legal; incluso la moneada acuñada, falsa o verdadera, puede tener mayor valor como metal que el que le corresponde según su título. No parecerá inoportuno recordar que la sigilación fue utilizada por los escolásticos (Gilberto de la Porrée) para dar cuenta de la conexión entre el universal ante rem y la materia que lo recibía como predicado (dentro de la llamada teoría platónica de los universales).

Aplicando esta distinción, para resolver la dificultad, habría que postular un soporte previo que aquí tomaría la forma de un concepto abstracto, neutro y genérico de fundamentalismo científico, que postularíamos como previo a sus modulaciones valorativas. Estas modulaciones valorativas se sobreañadirían al cospel en cuanto éste «se pusiera en valor», positivo o negativo.

Sin embargo, este modo de resolver la dificultad inicial implicaría más problemas que los que trata de resolver. En efecto:

Habría que sustantivar, en primer lugar, un soporte capaz de desempeñar el papel de sujeto de los «juicios de existencia» (o juicios de realidad) a partir de los cuales pudieran formularse los «juicios de valor». Y esto implicaría admitir que cabe hablar de realidades neutras, susceptibles de ser analizadas al margen de cualquier juicio de valor. Max Weber creyó poder declarar abierto este camino cuando trataba, por ejemplo, de analizar las obras artísticas de pintura, las catedrales o la música, ateniéndose únicamente a sus líneas técnico estructurales históricamente determinadas, pero absteniéndose de valorarlas estéticamente –a la manera como el filólogo puede analizar los textos sagrados dejando de lado la cuestión de su verdad o falsedad y ateniéndose simplemente a sus constituyentes estructurales–.

Con todo, sigue abierta la cuestión de la posibilidad de reconocer la realidad de entidades morfológicas enteramente neutras y previas a cualquier juicio de valor. Porque acaso podríamos segregar de una realidad dada (el disco de metal del ejemplo anterior) el valor propio de una moneda en curso legal, sin que por ello podamos segregar el valor económico que tiene el metal puro como valor de uso o como valor de cambio independiente de su función de soporte. Todo lo que delimitamos o nombramos en nuestro mundo entorno tendría ya un «coeficiente axiológico», y al margen de él ni siquiera se nos habría hecho presente o delimitado como tal objeto. No haría falta negar, por tanto, la posibilidad de «despojar» a cualquier objeto conformado de todo tipo de valor; pero este objeto no por ello habría que entenderlo como un objeto dado al margen de todo valor, sino precisamente como un objeto procedente de su segregación respecto de otras regiones del reino de los valores, y no como un objeto devaluado y existente como tal fuera de este reino. Propiamente, estos objetos neutros se corresponden con lo que denominamos términos de las metodologías alfa operatorias.

Habría, en segundo lugar, si aceptásemos en general la distinción entre soportes y valores, que interpretar el valor como algo sobreañadido al ser, al soporte; es decir, por ejemplo, como efecto de una proyección que, desde fuera, recayera sobre el soporte. Este «fuera» habría que identificarlo o bien con un Dios que «ilumina a los seres» con una peculiar gracia o carisma (o con una maldición especial), o bien con un sujeto psicológico que proyecta sobre el soporte sus sentimientos o sus vivencias; una proyección que, como es sabido, Lipps llamó Einfühlung, que suele traducirse por empatía (ya fuera empatía positiva o simpatía, ya fuera empatía negativa o antipatía).

Si rechazamos por metafísicos los «mecanismos» de la iluminación divina de los bienes como valores (o contravalores) tendríamos que recaer en la concepción psicologista o subjetivista de los valores según la cual los valores son simples proyecciones sobre los objetos de nuestros sentimientos o vivencias expresados en juicios de valor. El Partenón tendrá un alto valor estético como resultado de la proyección de ciertos sentimientos (que algunos consideran como sentimientos de agrado) que su mole produce en nosotros al percibirla. El Partenón, se dirá, es bello porque nos agrada verlo: Pulchra sunt quae visa placent (decía Santo Tomás, acaso sobreentendiendo que los sentidos a su vez expresan la gloria de Dios).

Sin embargo, el subjetivismo axiológico se enfrenta con el hecho de la objetividad de los valores. La belleza del Partenón no se reduce a los sentimientos subjetivos que alguien pueda experimentar al contemplarlo; la belleza no se refiere a nuestros sentimientos sino al Partenón, y por ello si ante el Partenón experimentamos sentimientos que tienen que ver con la belleza es porque el Partenón es bello. El valor estético del Partenón reside en él mismo, y es tan objetivo como pueda serlo su propia mole, que se dibuja ante nosotros. Otra cuestión es la de determinar las líneas y disposiciones del Partenón formantes de su valor estético.

En cualquier caso, convendría tener en cuenta que el «sentimiento» sólo en una tradición romántica –procedente de Tetens– asume su condición de contenido subjetivo a través del cual «el alma se hace presente a sí misma». En lengua española, la expresión «siento desde mi dormitorio el ruido que producen las olas al romper contra el acantilado» no alude a alguna vivencia subjetiva, sino a sucesos que ocurren en el exterior de mi dormitorio. «He sentido un aldabonazo» alude de modo primario a la realidad del ruido producido por alguien que llama a mi puerta, y sólo secundariamente a mis vivencias por él generadas.

También es cierto que si nadie contempla al Partenón, o si lo contempla una rata, su belleza desaparece. Lo que no significa que los valores estéticos sólo puedan ser accesibles a sujetos dotados de «espíritu», por que una Sonata de Mozart agrada al parecer tanto a los caballos como a los mozos de cuadra. Además, las formas sensibles o estéticas también son racionales, o, al menos, raciomorfas.

Concluimos: los valores que se predican de los bienes o soportes no son sobreañadidos por el sujeto que los estima o valora. Ellos son constitutivos de los propios objetos en cuanto tales; pero tampoco son propiedades absolutas de los objetos que los soportan, sin perjuicio de que puedan ser constitutivos suyos en cuanto tales objetos.

El materialismo filosófico dispone de un criterio ontológico capaz de dar cuenta de esta paradoja, a saber, la teoría de la existencia de algo como coexistencia de este algo con otras realidades existentes (remitimos a «Sobre las ideas de existencia, posibilidad y necesidad», escolio 7 de El animal divino, 1996). Según esto los llamados juicios de existencia irían referidos a los objetos reales disociados, por abstracción, de otros objetos coexistentes, pero los juicios de valor irían referidos a un objeto cuando éste se considera coexistente con otro (y a esto se reducirá la operación de «ponerlo en valor»), a través del sujeto. «Poner en valor» (Wertsetzen) un objeto (sobre el cual enunciamos juicios de realidad) no será tanto sobreañadir extrínsecamente o gratuitamente el valor (o el contravalor) sino ponerlo en conexión con otros objetos, que son o pueden ser constitutivos suyos, a través de los cuales puede alcanzar la posibilidad de influir sobre un sujeto viviente (dotado de sistema nervioso). «Poner en valor» los productos de mi fábrica es, por ejemplo, sacarlos al mercado del pueblo, anunciarlos o ponerlos en la Bolsa, es decir, hacerlos coexistir con otros bienes que se ofrecen en el mercado.

En todo caso lo que afirmamos es que la puesta en valor de un bien o soporte implica su inserción en el contexto de un conjunto de realidades coexistentes con él, entre las cuales ha de figurar siempre algún sujeto viviente, es decir, una subjetividad egoiforme capaz de comparar y por ello de evaluar o de valorar. De aquí no se sigue que los valores del objeto puedan reducirse a la condición de sentimientos subjetivos de ese viviente; es suficiente invertir el «mecanismo de proyección» (o empatía) sustituyéndolo por un mecanismo causal de ajuste entre el objeto contextualizado y el sujeto capaz de contextualizarlo, según grados de complejidad muy diversos.

Cuando los sujetos vivientes se enfrentan al Partenón, la mole de este edificio impresiona a sus sentidos estéticos, ya sea en grado protopático (si el sujeto es un caballo) ya sea en grado epicrítico (si quien se enfrenta en un sujeto educado en la cultura clásica). La belleza del Partenón no es en ningún caso atributo absoluto de la masa de piedras que se levantan en la Acrópolis de Atenas; pero tampoco es el sentimiento subjetivo que segrega, como una secreción interna, el sujeto viviente que se enfrenta a él: es constitutivo suyo. En efecto, la relación entre el Partenón, como mole pétrea, y los sujetos que lo contemplan, rodeándolo, desde diferentes perspectivas, es una relación objetiva o un sistema de relaciones objetivas: es la «estructura estética del Partenón» (sus columnas, los planos de su cubierta, sus frontones, sus escalinatas, las proporciones simétricas entre sus partes, &c.) aquello que ajusta objetivamente con determinadas reacciones del sujeto óptico, que pertenece siempre a un grupo, que lo contempla. El valor estético del Partenón reside en esta relación, que implica a la mole real, según su morfología, pero no de modo absoluto, sino en cuanto es término de una relación a los sujetos capaces de reaccionar ajustándose ante ella operatoriamente y, por tanto, del modo constitutivo propio del objeto estético en cuanto tal.

3. La objetividad de los valores de verdad

El esquema de la objetividad relacional de los valores se aplica también a los valores más objetivos que cabe señalar, a saber, a los valores de verdad, a los valores de la ciencia, que en Lógica se simbolizan por 1 y 0.

Refiriéndonos al famoso ejemplo de Kant [7 + 5 = 12] como juicio verdadero, podríamos analizar la situación de este modo: [7 + 5 = 12] es el soporte de un valor de verdad ([7 + 5 = 12] = 1), así como [7 + 5 = 13] es el soporte de un valor de verdad negativo ([7 + 5 = 13] = 0).

La teoría del valor como soporte sobreañadido desde fuera a un soporte previamente dado, interpretará la relación [7 + 5 = 12] como una secuencia neutra, ni verdadera ni falsa, de signos; pero la teoría del valor relacional interpretará el valor veritativo de esta secuencia como un predicado interno a la secuencia, por cuanto el signo «=» no es tanto una cópula gramatical (como la interpretó Kant) sino un predicado de relación que establece la identidad sintética entre la operación 7 + 5 y su resultado 12 (que es un término, y no un predicado como Kant suponía). Esta identidad es objetiva, pero se establece a través del sujeto operatorio que luego quedará segregado de la operación: por ello la identidad [7 + 5 = 12] es alfaoperatoria.

No hay según esto una separación entre el soporte [7 + 5 = 12] y su valoración ([7 + 5 = 12] = 1); la evaluación es interna o constitutiva del propio soporte, en su relación con el contexto de la Aritmética y de sus reglas de formación. Sin duda lo que decimos tiene algo que ver con el criterio de adecuación de Tarski: «la nieve es blanca es verdad» equivale a «la nieve es blanca». No hay soportes previos a las valoraciones, ni hace falta sustantivar un soporte como sustrato común a los valores positivos y negativos. El soporte de la valoración es el propio soporte valorado; el soporte devaluado será un producto procedente de la devaluación y no una realidad abstracta anterior a la valoración.

4. La idea de «fundamentalismo científico» estaría evaluada originalmente

Aplicándonos a nuestro caso, al definir el fundamentalismo científico (o cualquier otro) en general, ¿hace falta suponer alguna estructura neutra libre de valoración que sea común a sus modulaciones positivas y negativas (o bien a otras intermedias)?

Esta presuposición equivaldría a una sustantivación o hipóstasis metafísica, del soporte de ambas modulaciones, que tuviese un carácter neutro.

Pero es mucho más sencillo evitar esta dificultad, a partir del fundamentalismo ya evaluado, ya sea como verdadero (por ejemplo el fundamentalismo científico primario o ingenuo) ya sea como erróneo, desde el contrafundamentalismo.

Partimos del fundamentalismo científico en su modulación positiva (lo que equivale de algún modo a partir de la concepción emic de los fundamentalistas); el análisis del fundamentalismo científico desde esta perspectiva permitiría reconocer los componentes efectivos del fundamentalismo, y nos preservaría de cualquier descalificación apriorística de los fundamentalismos. Pero tal reconocimiento no excluiría la posibilidad de establecer críticamente los límites del fundamentalismo, y por tanto la posibilidad de dibujar las líneas maestras del contrafundamentalismo correspondiente.

Lo que equivale a reconocer que el contrafundamentalismo presupone el fundamentalismo, aunque sea para rectificarlo (nunca para descalificarlo desde el supuesto de que el contrafundamentalismo es una posición necesariamente originaria o primaria). Lo primario será el fundamentalismo optativo o programático; el contrafundamentalismo, no por interpretar peyorativamente al fundamentalismo primario, no tendría por qué presentarse como expresión de las actitudes más originarias e incluso independientes del fundamentalismo, sino que podría admitirse que la propia estructura de sus contenidos presuponen al fundamentalismo al cual trata de delimitar y neutralizar. Fundamentalismo y contrafundamentalismo se implicarían internamente. Cabría recordar aquí la fórmula que Carnéades (214-129), el académico, utilizó para expresar su relación con su adversario Crisipo (281-208), el estoico: «Si no hubiese habido Crisipo, no habría Carnéades» (según nos dice Diógenes Laercio).

Y lo que decimos del fundamentalismo científico y del contrafundamentalismo científico podemos extenderlo al fundamentalismo religioso (y al contrafundamentalismo religioso) o al fundamentalismo democrático (y al contrafundamentalismo democrático).

5. Esbozo de una definición de fundamentalismo genérico (al religioso, al político y al científico)

¿Cómo definir al fundamentalismo en general, en cuanto fundamentalismo primario, y en función de él al contrafundamentalismo en general, de forma que esta idea genérica pueda ser distribuida en las diversas especies de fundamentalismo, el fundamentalismo religioso (y el contrafundamentalismo religioso), el fundamentalismo democrático (y el contrafundamentalismo democrático) y el fundamentalismo científico (y el contrafundamentalismo científico)?

No entraremos aquí en la cuestión de la génesis de los fundamentalismos primarios, en la medida en que ellos, a su vez, puedan constituirse como una reacción a un estado de cosas anterior que, precisamente, se encontraría mucho más cerca del contrafundamentalismo, cerrándose así el círculo dialéctico: por ejemplo, el fundamentalismo religioso (la fe del carbonero) se habría constituido como una reacción a la teología liberal o al modernismo, pero el contrafundamentalismo religioso volvería a recuperar muchos componentes de la teología liberal.

En general partiríamos de esta tesis: el «fundamentalismo» es una metodología o un programa, una reorientación que afecta a las instituciones culturales; en principio a cualquiera de ellas, y de hecho a algún tipo de instituciones cuya relevancia les permite tomar contacto o enfrentarse con otras muchas instituciones en marcha, incluso con todas ellas, como es el caso del fundamentalismo religioso («mi Reino no es de este mundo») o el caso del fundamentalismo democrático, o el caso del fundamentalismo científico.

Esto quiere decir que el fundamentalismo tiene mucho de desviación o exageración que no puede afectar a procesos o estructuras naturales, etológicas, por ejemplo. No cabe hablar de fundamentalismo en el momento de conceptuación de las conductas depredadoras intensas u obsesivas de una fiera de determinada especie: la tenacidad, la intensidad, o la obsesión de sus conductas cazadoras, no pueden calificarse de fundamentalistas, salvo por metáfora.

Y otro tanto habría que decir de las conductas no ya etológicas, sino antropológicas, como pudieran serlo ciertas ceremonias muy características, por ejemplo, la ceremonia de la suovetaurilia romana, o las ceremonias de los derviches giróvagos turcos o las del baile del minué barroco, cuyos agentes o tutores logran reproducir con el mayor rigor preservando de la relajación o contaminación que pudieran intercalarse con ellas. Los fundamentalismo afectan a instituciones o sistemas de instituciones susceptibles de disgregación, en su complejidad, instituciones muy ramificadas y aún bifurcadas internamente, y por tanto con una gran probabilidad de dispersión y desestabilización.

El análisis institucional «en marcha» distinguirá entre los momentos tecnológicos (rituales, ceremoniales) y los momentos nematológicos (doctrinales, mitopoiéticos, ideológicos). La recurrencia cíclica de estas instituciones complejas se fundará acaso, ante todo, en la misma inercia de sus momentos tecnológicos, siempre que se supongan aseguradas las fuentes energéticas, y el funcionalismo social de tales recurrencias. Pero será en el punto en el cual las ramificaciones o bifurcaciones de estas instituciones complejas comienzan a poner en peligro internamente su unidad y su regularidad cuando habrá que intervenir en su momento nematológico. El cultivo cada vez más disciplinado del momento tecnológico, dadas las ramificaciones supuestas, puede contribuir aún más a la fractura de las instituciones (pongamos por caso, a las del rito visigótico respecto al rito mozárabe) para coordinar los componentes en peligro de desmoronamiento. El fundamentalismo podría ser explicado así como la fórmula más característica de estas intervenciones nematológicas orientadas a mantener programáticamente la institución en sus líneas más originales, incluso en cuanto supuestas fuentes de valores supremos.

Dentro del género, que comprende a las llamadas religiones superiores, el fundamentalismo cristiano, también la especie fundamentalismo islámico o la especie fundamentalismo judío, impulsa a los creyentes a considerarse encarnaciones o soportes de los máximos valores de la humanidad: «ser cristiano» (más aún, en ciertas épocas, ser «cristiano viejo», ser «cristiano de toda la vida») será tanto como ser verdaderamente hombre, en su grado más profundo y sublime.

Pero también la ciencia o algunas de sus especies –las Matemáticas, la Física, la Química, a veces la Psicología– serán estimadas por muchos científicos, y por un «público ilustrado» de extensión nada desdeñable, como la fuente suprema de los valores más altos del homo sapiens sapiens, el criterio único y capaz del que el hombre dispone para orientarse en el Mundo. La Prehistoria, la Edad Antigua, la Edad Media, serán vistas por los fundamentalistas científicos como etapas en las cuales la humanidad marchaba a tientas, al no disponer de la luz de la ciencia; sería a partir de la Edad Moderna cuando la ciencia comienza a actuar como canon al que habrá de someterse cualquier actividad humana digna de ser considerada como tal. Y, en la época contemporánea, los científicos serán consagrados definitivamente como los únicos agentes capaces de controlar las riendas de la humanidad (sobre todo tras el éxito del Proyecto Manhattan que logró, en 1945, poner a punto la bomba atómica y con ella el fin de la Segunda Guerra Mundial y el principio, al parecer, de una Paz perpetua).

Por último el fundamentalismo, en este sentido axiológico, se establecería también en el ámbito de las instituciones políticas, sobre todo de la especie democrática (aunque también puede afirmarse, pensando en Filmer, por ejemplo, la posibilidad de hablar de un fundamentalismo absolutista en el Antiguo Régimen).

La democracia, para el fundamentalista democrático, será ahora elevada a la condición de valor supremo, desde luego en la esfera política, pero también en otras muchas esferas institucionales. Por ello el adjetivo «democrático» dignificará y exaltará a cualquier sujeto gramatical al que se aplique: conducta democrática, solidaridad democrática, ciencia democrática, religión democrática, música democrática... Incluso, y sorprendentemente, la aristocracia llegará a ser reivindicada, en el colmo de la paradoja (por no decir en el colmo de la estupidez), en función de la democracia: escuchamos asombrados las declaraciones de la XII Condesa de Miravalle, XVI descendiente del emperador Moctezuma II, la señora doña María del Carmen Enríquez de Luna y del Mazo, cuya casa solariega se levanta hoy frente a la Alhambra de Granada, quejándose de que México anuló en 1934 el derecho a recibir anualmente como renta del emperador azteca 1.480 gramos de oro: «[no nos mueven intereses económicos] el honor de que se nos reconozca como legítimos depositarios de la voluntad de nuestros antepasados, de que se nos privó de un derecho de manera unilateral, antidemocrática, al que no hemos renunciado ni renunciaremos nunca» (El Mundo, sábado 27 de febrero de 2010).

Cabrá establecer una cierta correspondencia entre la disciplina de la recurrencia tecnológica de este tipo de instituciones con el integrismo, por un lado, y de la regeneración nematológica y el fundamentalismo por otros. Pero ambos procesos pueden considerarse como constitutivos del curso mismo y del desarrollo de las instituciones; y, por supuesto, el fundamentalismo nematológico no podría llevarse a cabo sin una intervención en las tecnologías de la institución.

Las «intervenciones fundamentalistas» que hayan tenido lugar en la historia de una iglesia, en el terreno de la teología dogmática, tienen efectos inmediatos en la liturgia, en las ceremonias, en la disciplina eclesiástica o en las relaciones con otras iglesias, como cabría ilustrarlo con la historia de los grandes concilios «fundamentalistas» de la Iglesia Católica, tales como el Concilio de Nicea o el Concilio de Trento.

6. Los dos frentes del fundamentalismo, según su momento nematológico

Ahora bien, las metodologías o los programas fundamentalistas, sobre todo cuando se les considera en su momento nematológico, se despliegan en dos frentes principales, que denominaremos como frente nuclear y frente contextual. Ambos «frentes» son constitutivos del programa fundamentalista, desde el momento en el cual partimos del supuesto de que una institución sólo se mantiene en la existencia en coexistencia, armónica o conflictiva, con otras instituciones. Por este motivo evitamos las denominaciones de frentes nucleares y frentes contextuales por medio de términos tales como momentos interiores y momentos exteriores, respectivamente, porque la denominación de frente exterior sugiere la idea de que lo constitutivo de un fundamento habría que ponerlo en el frente interno, considerando como complementario, pero no constitutivo, a lo que tiene que ver con el frente externo. Sin embargo el frente contextual es tan constitutivo de una institución como su frente nuclear. En el entorno contextual del núcleo se encuentran, por de pronto, los manantiales energéticos al margen de los cuales la institución desfallecería; pero no sólo eso: del entorno o contexto proceden determinadas capas de la institución que podrán constituir su cuerpo, que es parte de su esencia (para la distinción entre núcleo y cuerpo de una religión puede verse El animal divino, 2ª edición, pág. 112).

El «fundamentalismo nuclear» (el fundamentalismo definido desde su perspectiva nuclear) se define por su programa de recuento y sistematización de los componentes que van a considerarse como constitutivos imprescindibles del núcleo de la institución (por ejemplo los cinco fundamentos del antes citado fundamentalismo religioso norteamericano, o los cinco axiomas de los Elementos de Euclides) así como en la determinación de los componentes prescindibles, incluso contaminantes de la pureza de la institución.

El fundamentalismo contextual (o la definición del fundamentalismo desde la perspectiva contextual) se orienta ante todo hacia el levantamiento de mapas o cartografías de las instituciones circundantes tanto de las que se consideran enemigas (nematología defensiva, apologética) como de las que se consideran amigas, o por lo menos susceptibles de incorporación (nematologías expansivas). El fundamentalismo, en su frente contextual, tiende al integrismo interno, o al expansionismo, al imperialismo (de la religión, de la ciencia, o de la democracia de referencia). En estos procesos expansionistas (aunque también en los procesos de constitución nuclear) el fundamentalismo entra en colisión con otros fundamentalismos; cada uno de ellos buscará subordinar a los demás. El fundamentalismo religioso, por ejemplo, tenderá a subordinar al fundamentalismo científico y al político, y viceversa.

En cualquier caso se comprende que la ejecución de los programas fundamentalistas asuman en cada caso (religión, ciencia, política) morfologías muy distintas. Por ejemplo, en los programas nucleares será muy distinto el proceder de instituciones cuyo núcleo no pueda considerarse como una estructura científica que el proceso de las instituciones cuyo núcleo sea de naturaleza más bien empírica, como es el caso de instituciones gremiales (de artistas, juristas, políticas...). El fundamento constitutivo nuclear asumirá, en muchos casos, el aspecto de un protocolo de normas, más o menos artificiosas, vinculadas a la tradición de un gremio (por ejemplo, el gremio de la abogacía se orientará a circunscribirse a la autoridad de los códigos vigentes y a la jurisprudencia; se excluirán los argumentos extrajurídicos; en política podría considerarse como un principio fundamentalista constitutivo la apelación a la razón de Estado, y el fundamentalismo maquiavélico purificará la metodología política de cualquier consideración de naturaleza ética, religiosa o científica, y se atendrá únicamente al principio de la eutaxia del Estado).

7. Episodios del fundamentalismo científico

Refiriéndonos al fundamentalismo científico, lo primero que tenemos que decir es que la caracterización que de éste hagamos dependerá de la idea de ciencia que presuponemos. En nuestro caso la TCC, cuyo rasgo principal más pertinente es el de la categoricidad de las ciencias, lo que es tanto como decir que él prescribe dejar de lado la idea de «la ciencia».

Sin duda, la cuestión de los fundamentalismos científicos se planteará cuando, supuesta ya una ciencia categorial en marcha, con su tecnología propia, el desarrollo de su «cuerpo» comienza a producir proliferaciones de teoremas, conceptos, &c., acumulados, proclives a interferir con otras instituciones, lo que requerirá regresar a los principios directos y propios, purificando todos los procedimientos exógenos intrusos. El fundamentalismo toma aquí la forma de un principialismo, de una axiomática cuyo modelo fue sin duda establecido por los Elementos de la Geometría de Euclides ya citados. Los fundamentos de la Geometría toman la forma de definiciones y axiomas; en consecuencia, la Geometría euclidiana se constituye como una disciplina cerrada que excluirá de sus demostraciones a cualquier método físico o intuitivo. Este principialismo se mantendrá intacto durante casi dos milenios. Todavía Kant decía que la Geometría no había avanzado un paso desde Euclides, a pesar de que en su misma época comenzaron a abrirse camino las geometrías no euclidianas que, sin perjuicio de su carácter revolucionario, no destruyeron propiamente los axiomas de Euclides, sino que los conservaron como un caso particular (la llamada, por Klein, Geometría parabólica).

El principialismo científico y el axiomatismo constituyente se intensificaron a raíz de las Geometrías no euclidianas, con el formalismo de Hilbert, y después con las llamadas «crisis de fundamentos» en Geometría y en Física (a raíz, por ejemplo, del desbordamiento de la axiomática de Newton a consecuencia de la Mecánica cuántica aplicada a la teoría del átomo de hidrógeno de Bohr, que, aunque concebido por analogía con un sistema solar, no cumplía sin embargo con los axiomas de Newton).

La característica más importante de la idea de fundamentalismo, cuando se analiza desde la TCC, podría expresarse por la categoricidad de los fundamentos: cabría hablar de principialismo, para reservar la denominación de fundamentalismo científico a aquellos principialismos que no tengan en cuenta la categoricidad de las ciencias.

El «fundamentismo» (como investigación prioritaria de los fundamentos categoriales) se mantiene en el campo categorial de cada ciencia. Establece las líneas de su núcleo axiomático, purifica los métodos extraños y marca las líneas de su expansión.

El fundamentalismo científico suele establecerse sobre una supuesta ciencia («la ciencia») y la propone como canon de otras ciencias e incluso de la religión y de la política («política científica», «policía científica»).

8. Tres variedades de fundamentalismo científico

La idea del fundamentalismo científico, en su modulación axiológica positiva y primaria, no es unívoca, sino que puede desplegarse en muy diversos planos (al menos si mantenemos la idea de ciencia de la TCC). Reconoceremos por tanto diversas variedades del fundamentalismo científico, que podríamos clasificar en tres grandes grupos:

(1) El grupo primero de los fundamentalismos específicos (internos, categoriales), muy numerosos e independientes los unos de los otros. Son los fundamentalismos que asumen apellidos tomados de la ciencia categorial correspondiente, y están fuertemente contaminados de gremialismo (fundamentalismo geométrico, psicológico...).

(2) El grupo segundo es el de los fundamentalismos genéricos, que se refieren no ya a una ciencia específica, sino a «la ciencia» en general, ya sea considerada como el sistema interdisciplinar de todas las ciencias, ya sea como una ciencia unificada, como mathesis universalis.

(3) El tercer grupo (que en cierto modo ocuparía una posición intermedia entre los dos anteriores) incluiría a los fundamentalismos expansivos que, asentados en una ciencia categorial, pretender erigirla en canon universal. Este fundamentalismo debiera calificarse a partir de la ciencia imperialista que lo inspira. El sufijo -ismo expresa muy bien este tipo de fundamentalismo: geometrismo («toda ciencia es ciencia en lo que tiene de Matemáticas», o bien «en Geometría no cabe el Ignorabimus», decían respectivamente Kant y Hilbert), psicologismo («toda ciencia se apoya en la Psicología»), fisicalismo («toda ciencia es un capítulo de la Física»), quimicalismo («todo es Química»), logicismo, neurologismo, sociologismo, historicismo, &c.

Ahora bien, todos estos fundamentalismos científicos alcanzan su papel de -ismos en la medida en la cual presentan a las ciencias respectivas, o a la ciencia en general, no sólo como instituciones autofundamentadas, sino sobre todo como canon al que han de someterse de algún modo otras instituciones y, sobre todo, los fundamentalismos no científicos, o los religiosos, o los políticos. El fundamentalismo canónico podría advertirse ya en la Academia de Platón, cuando inscribió en su frontispicio: «Nadie entre aquí sin saber Geometría».

Este fundamentalismo en diversos grados fue una constante de toda nuestra tradición. Encontró su freno más poderoso en el cristianismo, pero resurgió en la época moderna con el cartesianismo; y su espíritu sigue alentando hoy en los campos más diversos. Por ejemplo, en política, a través de la contraposición debida a Marx y Engels entre el «socialismo utópico» y el «socialismo científico».

Por supuesto el fundamentalismo científico se ejerce en políticas muy distintas de las marxistas, y sobre todo en las llamadas políticas científicas propias de la sociedad industrial, de la tecnocracia, &c.

Los fundamentalismos del grupo segundo, como los del grupo tercero, satisfacen desde luego la inspiración «arcóntica» (de la que habló Husserl en la Krisis), hegemonista o imperialista según el -ismo que las denomina. El espíritu de este fundamentalismo se constata como una característica de la «ciencia moderna», al emanciparse de la teología y de la política.

Quizá la más genuina expresión de este fundamentalismo arcóntico nos la ofreció Descartes en versión matemática. El enfrentamiento de este fundamentalismo, no ya con la teología o con la política tradicionales, sino también con otras formas de criticismo moderno (muchas veces cercano al escepticismo) es bien conocido: el empirismo inglés clásico (Locke, Hume), el criticismo kantiano y, en el siglo XIX, por ejemplo, las polémicas entre Karl Vogt y Wagner, en el Congreso de Gotinga de 1857, o la polémica en torno al Ignorabimus de Du Bois-Reymond, o en La nueva y la vieja fe de David Federico Strauss.

Pero sería un error concluir que el fundamentalismo específico (dada la vocación autárquica o gremial en términos sociológicos) se mantiene al margen de cualquier hegemonismo, despreocupándose de los debates o conflictos ajenos a la pureza de su campo. Su fundamentalismo categorial no por ello deja de tener un profundo significado universal, y esto debido a que tales fundamentalismos presuponen que el campo que cultivan queda agotado por la ciencia categorial correspondiente. Moritz Schlick decía por ejemplo: «Del espacio sólo puede hablar con sentido la Geometría».

Ahora bien, desde el momento en que otras instituciones, y en general otros fundamentalismos, manifiestan su voluntad de entrar en el campo acotado por un fundamentalismo especial, éste cobrará inmediatamente una dimensión si no explícitamente expansiva, sí defensiva, irreductible e implícitamente expansiva, en la medida en la cual se opone, resiste y pretende reducir a los intrusos.

9. ¿A qué escala se entienden los miembros de una comisión inter-disciplinar de Bioética?

Ahora bien, el contrafundamentalismo científico derivado de la Teoría del cierre categorial se propone como tarea la delimitación de los fundamentos científicos efectivos de cada ciencia categorial. El contrafundamentalismo se apoya principalmente en un argumento apagógico: el proyecto de una ciencia unificada es absurdo, porque la categoricidad de las ciencias efectivas lo impide. Es imposible, a partir de las leyes de la Química o del Electromagnetismo que gobiernan la tiza o el ordenador del geómetra, demostrar un sólo teorema geométrico. Es imposible a partir de análisis propios de la electrodinámica cuántica llegar a explicar, menos aún, a construir, una mitocondria. La morfología biológica de una célula ha de estar dada en un plano y a una escala distinta de la electrodinámica cuántica. Sin duda, dado un cigoto, cabe iniciar un análisis de su realidad en términos de electrodinámica cuántica, pero de estos análisis no podremos obtener jamás criterio bioético alguno relativo a la ética del aborto.

Dicho de otro modo: el físico cuántico, designado como miembro de una comisión de «expertos bioéticos» para dictaminar la Ley de plazos del aborto, tendrá muy poco que decir en cuanto físico cuántico, y sus opiniones sólo podrán entretejerse a escala genérica (no inter-disciplinar) con las opiniones de los médicos, embriólogos, antropólogos o historiadores que también pertenezcan a dicha comisión.

§2
Sobre la idea de Bioética

1. La «biosfera» como campo de la Bioética de Potter

La Bioética, como hemos dicho, fue la denominación de Van Rensselaer Potter acuñó para la nueva disciplina cuyo proyecto ofrecía en su libro de 1971. Proyecto orientado a contribuir «al futuro de la especie humana» que, a la sazón, consideraba dispersa o fracturada, ante todo, en las «los culturas entre las cuales el diálogo ya se ha interrumpido»: la cultura científica y la cultura humanística. Esta fractura hacía dudoso el futuro de la humanidad.

Potter asumía el diagnóstico que C. P. Snow acababa de formular en su famosa conferencia sobre las dos culturas («Las dos culturas y un nuevo enfoque», 1959-1964), la primera cultura (algo así como la cultura humanística tradicional) y la segunda cultura (algo así como la cultura científica vinculada a las nuevas tecnologías). Snow puntualizaba: «utilizo cultura con el alcance de los antropólogos, cuando hablan de cultura de la Tène o de cultura de los trobriandeses». Y subrayaba que estas dos culturas «se miran desde lejos pero no se entienden». Potter añade, en el prólogo de su libro, que «si existen dos culturas que parecen incapaces de dialogar la una con la otra, a saber, la ciencia y las humanidades, nosotros podríamos construir un puente hacia el futuro, construyendo la Bioética como un puente entre las dos culturas».

Sin embargo parece como si la fractura de la humanidad en esas dos culturas de Snow hubiera servido a Potter como pretexto para referirse a una fractura mucho más general, la que estaba abriéndose acaso no sólo entre dos partes de la humanidad, sino entre la propia vida, en general (los «hechos biológicos» de Potter), y la ética (los valores éticos). Pero una ética que inmediatamente se define, según Potter, como una «Ética de la Tierra, una Ética de la Naturaleza, una Ética de las poblaciones, del consumo, una Ética internacional, una Ética geriátrica y otras cosas semejantes».

Es decir, el enfoque de Potter, aunque tenía como punto de partida el problema de la fractura de la Humanidad en «dos culturas», implicaba un regressus que ampliaba el horizonte hasta abarcar a la Tierra y a la Naturaleza. Quizá habría que identificar lo que este horizonte abarcaba con la «Biosfera».

2. La bioética como proyecto ontológico y la Bioética como proyecto gnoseológico

La Bioética, así proyectada formalmente a partir de 1971, aunque en los términos tan oscuros y confusos como los que hemos señalado, no era en ningún caso una creación ex nihilo, ni mucho menos una creación caprichosa. Se trataba ante todo de un proyecto ontológico (el que designamos con la letra minúscula, bioética), es decir, de un proyecto de intervención efectiva en la biosfera; pero también de un proyecto gnoseológico (que simbolizamos con la mayúscula, Bioética –por analogía con el convenio que asigna el término Historia al relato de los hechos, como contradistintos a las res gestae a las que referimos la historia–).

Estos proyectos venían impuestos por la ampliación de los horizontes que los desarrollos de las ciencias y de las tecnologías de las últimas décadas (la teoría de la evolución después de la «nueva síntesis», el control de la energía nuclear, que permitía a los hombres enfrentarse con las últimas capas de la «Naturaleza», los viajes espaciales, &c.) venían determinando y que podía confrontarse en la última Guerra Mundial, tras la cual la Humanidad parecía fracturada en dos bloques irreconciliables políticamente. Curiosamente Snow ya había vinculado las dos culturas a estos dos bloques, y su «nuevo enfoque» sugería que el «puente» acaso estaba comenzando a construirse mediante el sistema de la educación politécnica de los soviéticos. Pero Potter, de hecho, regresaba más atrás de las políticas educativas; regresaba hacia la vida, hacia la Tierra, hacia la Naturaleza, y hacia la Ética.

Los materiales de la Bioética, por tanto, estaban ya dados y en punto de ebullición, por decirlo así, en la postguerra de 1939 a 1945; es la época que hemos llamado en el párrafo anterior protobioética. En efecto, la Guerra desencadenó el despliegue y precipitación asombrosa de tendencias que ya estaban prefiguradas y enfrentadas en los inicios del siglo XX, y en gran parte impulsadas por el incremento de la demografía, y por el desarrollo de la Biología (eugenesia, código genético, técnicas de clonación), desarrollos de instrumentos de intervención planetaria (aviación, destrucciones masivas de selvas, televisión, intercambio de pueblos, liberación de colonias), declaración de derechos humanos. Y no ya tanto por imperativos intemporales, sino por el apremio de las circunstancias derivadas de la Guerra, con sus genocidios y hambrunas (institución de la FAO y de la OMS), reacciones contra el racismo alemán (Ley de Higiene Racial de julio de 1933) y por tanto de sus orientaciones eugenésicas (o de sus precedentes: Ley de Esterilización Obligatoria de Deficientes Mentales, criminales y violadores, del Estado de Indiana de 1907), auge de la Etología y de la Ética animal, y de la Ecología, descubrimiento de las cadenas tróficas constructivas de la biosfera, &c.

La Bioética podría entenderse como el proyecto de enfrentamiento global a todas estas realidades problemáticas dispersas. Pero tanto en el sentido ontológico práctico (la bioética, como organización y sistematización, de provisión de fondos para poner en marcha las líneas de gestión de la vida desde la vida humana) como en el sentido gnoseológico (de formación de la Bioética como disciplina sistemática).

La Bioética se concibió inicialmente, de hecho, como una práctica de intervención ante los problemas perentorios que se planteaban en la biosfera, pero también como un proyecto de sistematización de estos problemas desde un punto de vista «racional» y eminentemente científico (de utilización, como criterio supremo, de los recursos científicos y tecnologías disponibles).

3. ¿Por qué se llamó Bioética (o bioética) al proyecto gnoseológico y ontológico del enfrentamiento con la biosfera?

¿Por qué se concibió como Bioética esta globalización de problemas reales y materias tan diversas que, disjecta membra, insinuaban sin duda una unidad de proyectos, de materias y de problemas que tenían sin duda que ver con la Biosfera?

Seguramente no por razones claras y distintas, sino más bien oscuras y confusas. El componente «bio» de la Bioética no podía menos de asociarse a la biosfera (tal como la habían concebido Suess, Vernadsky o Teilhard de Chardin). Pero, ¿qué había tras el componente «ética» de la palabra Bioética?

El componente «ética» es sin duda más confuso y oscuro que el componente «bio». Ante todo, porque tiene múltiples sentidos, pero principalmente los dos siguientes:

Uno amplio: conducta ética es aquella conducta humana que se orienta hacia la realización del bien (bonum est faciendum) y hacia la remoción del mal (malum est vitandum). Ahora bien, en este sentido amplio la ética, aunque introduce la orientación práctica activa, en el sentido por ejemplo de la FAO o de la OMS, resulta en la práctica inoperante porque el bien y el mal no están definidos, o se definen de modos contrapuestos entre sí. La inanidad de las ideas de lo bueno y de lo malo se manifiesta sobre todo cuando intentamos aplicarlas al campo de la Biosfera, al margen de todo parámetro. Precisamente porque la biosfera es un conjunto de biocenosis más o menos entretejidas, a veces aisladas; y las biocenosis, como complejos relativamente estables formados por organismos vegetales, animales, hongos, &c., son ante todo «campos de batalla» en los cuales los organismos heterótrofos sólo pueden vivir comiéndose o asimilando a sus vecinos. Y esto deja fuera de juego a cualquier «panfilismo sin parámetros» que confía en que buscar el bien y alejarse del mal puede definir una conducta ética. En una biocenosis el bien de unos (el animal cazador, por ejemplo) es el mal de otros. Es preciso un parámetro, y este pasa por el hombre (bioética antrópica) o por fuera de él (bioética anantrópica).

En una guerra, o en general en la lucha por la vida constitutiva de una biocenosis, el bien de unos implica el mal de los otros, de los enemigos (por ello hablamos de un buen fusil o de un buen veneno). Además, el bien y el mal tienen significaciones fuera de la ética (significaciones tecnológicas, artísticas, &c.). Por ello se haría necesario definir el bien y el mal de un modo menos genérico (el que se consagró en la teoría escolástica de los trascendentales: «todo ser es bueno») y más específicamente ético; de aquí la determinación del sentido ético del bien y el mal que conduce al sentido estricto del concepto de Ética.

En sentido estricto la Ética define la orientación de aquellas acciones o conductas de aquellas acciones que se ordenan a la preservación y mantenimiento de la vida de los sujetos corpóreos humanos (y más tarde, por extensión, a los sujetos vivientes animales, en la perspectiva de la llamada ética animal).

Ahora bien, parece evidente que la acepción estricta del término ética no se ajusta a la perspectiva de la Bioética, en tanto ésta no solamente va dirigida a los individuos orgánicos vivientes, sino también a los grupos de estos individuos, a las razas, a las especies, incluso a las selvas amazónicas. Más adecuada sería la acepción primera: la Bioética como conjunto de proyectos y realizaciones que se orientan sistemáticamente a la realización del bien en la Biosfera, y hacia la evitación del mal. Pero como ya hemos dicho, la definición de ética por el bien y por el mal es oscura y confusa, por lo que también lo será la definición de bioética.

Nos inclinamos a pensar que el término bioética se proyecta en dos sentidos:

(1) El de la Bioética, como un planteamiento global de los problemas (fracturas, conflictos) que acucian al Género humano a raíz de su despliegue gigantesco, pero en la medida en la cual ese Género humano forma a su vez parte de la biosfera y, por tanto, de Gaia (en el sentido de Lovelock), y aún del sistema solar o del sistema galáctico (que también parece albergar vida y, en todo caso, la alimenta).

(2) El de la bioética, como propuesta de tratamiento efectivo o gestión de sus problemas, buscando el bien y evitando el mal, es decir, desde una perspectiva ética.

4. La bioética como proyecto contradictorio, tanto en el terreno gnoseológico (Bioética) como en el terreno ontológico (bioética)

De hecho, la oscuridad y confusión de esta disciplina, gnoseológica y ontológica, cuya presunta unidad pretende ser representada mediante el nombre de Bioética, son prácticamente insuperables. Sencillamente porque las líneas de fractura de las que se parte son objetivas, y se reproducen en el mismo momento de proyectar los métodos éticos (entendemos: los que buscan el bien y huyen del mal) de su gestión mediante la bioética misma.

Señalaremos las dos líneas de fractura más importantes que reaparecen en el propio campo de esa bioética. Dos líneas de fractura que consideramos irreductibles y que son suficientes para poner en entredicho esa supuesta posibilidad de unificar en un campo global a la Bioética como disciplina y a la bioética como programa práctico, y para subrayar la necesidad de volver a «fracturar» de inmediato esa unidad proyectada, reconociendo las oposiciones disyuntivas (no meramente alternativas) entre bioéticas y Bioéticas diferentes, orientadas de manera también diferente y aún opuesta.

Oposiciones disyuntivas que serán suficientes para mostrar que no cabe equiparar la Bioética con cualquier disciplina científica, en la cual la diversidad de direcciones en el desarrollo de los principios tiene lugar sin menoscabo de la unidad de los principios mismos (por ejemplo, la diversidad de los principios de la Geometría, la diversidad de las geometrías euclidianas y no euclidianas, tiene lugar en los puntos bifurcables de la geometría no euclidiana, y las diferentes geometrías no euclidianas pueden considerarse como alternativas diferentes, que sin embargo mantienen principios en común con otras: geometrías parabólicas, elípticas e hiperbólicas). Pero las «bifurcaciones de la Bioética» afectan a todos sus principios, así como los programas de acción bioética, que buscan el bien y huyen del mal, se neutralizan o se destruyen mutuamente.

A. Como primera línea de fractura señalaremos aquella que marca la oposición entre una Bioética inspirada en principios científicos (y en su límite, una Bioética inspirada en el fundamentalismo científico) y una Bioética inspirada en principios teológicos (o religiosos), en su límite en el fundamentalismo religioso, con sus variedades (católica, protestante, judía, musulmana, budista). Según esto «apelar a la Bioética» carece de sentido, si no se precisa: «Bioética laica», o «Bioética cristiana», o «Bioética budista». Entre estas diferentes opciones no media simplemente una diversidad de bifurcaciones de principios comunes, sino simplemente una diversidad de principios mutuamente excluyentes, de fundamentos axiomáticos contradictorios entre los cuales no caben síntesis o términos medios de compromiso.

Podemos poner como ejemplo la cuestión del aborto, que es, sin duda, una cuestión bioética, y ante la cual ninguna Bioética puede ponerse de espaldas. La mejor ilustración de estas oposiciones (sin perjuicio de la confusión en que están envueltas) nos la deparó, en los meses en los cuales el debate sobre la ley de plazos del aborto alcanzó su clímax, la oposición escenificada entre el comité de expertos, elegidos ad hoc por el gobierno socialdemócrata, y la conferencia episcopal. La oposición entre estas dos instituciones suele establecerse, atendiendo a razones partidistas, de un modo muy grosero, de brocha gorda. Por ejemplo, como oposición entre la «ciencia moderna» (liberada de la superstición y representada por el comité de expertos) y la religión medieval (que se atiene a las normas de la Biblia y está representada por la conferencia episcopal). Pero esto no es así en modo alguno.

Ante todo porque la conferencia episcopal española y, en general, las posiciones de la Iglesia católica, no pueden confundirse con las posiciones de una iglesia fundamentalista al estilo islámico de los talibanes. En la cuestión del aborto la Iglesia católica mantiene posiciones más propias de la filosofía escolástica que de la teología dogmática, haciendo honor a aquel diagnóstico de Unamuno: «La Iglesia católica es filosofía griega y derecho romano.» La conferencia episcopal, ante la cuestión del aborto, no ha exhibido entre sus fundamentos textos bíblicos o evangélicos, sino que se ha apoyado en la tesis antropológica (griega, aristotélica) que concibe al hombre como un compuesto hilemórfico de cuerpo y espíritu: si el embrión humano o el feto no puede ser tratado como una mera excrescencia del útero, es porque tiene un espíritu. Sin duda esta concepción, pura metafísica espiritualista, es incompatible con una filosofía materialista; pero esto no la hace irracional, porque la concepción espiritualista es una de las maneras características de «explicar» los hechos diferenciales que distinguen a los vivientes humanos de los vivientes meramente zoológicos. Tampoco puede considerarse irracional, sino, por el contrario, fruto de sutiles razonamientos físico matemáticos, la «teoría de las cuerdas»; sin embargo estos entes unidimensionales y vibrantes, las cuerdas, son acaso tan metafísicos como el espíritu que, según los escolásticos, mueve al individuo humano viviente.

Una Bioética cristiana declarará inadmisible el aborto (exceptuando algunos supuestos) mientras que una Bioética fundamentalista científica lo declarará necesario, progresista (aunque sin molestarse demasiado en definir el progresismo de un modo que no pida el principio). Ahora bien, el dictamen de una selecta comisión de expertos científicos, salvo para el fundamentalista, y aún en el supuesto de su acuerdo, no constituye un criterio bioético, sencillamente porque el juicio ético sobre el aborto, aunque no sea de estirpe religiosa, tampoco puede considerarse como resultante de un debate científico. Ante todo porque muchos científicos (biólogos, antropólogos, &c.) han roto el consenso con los expertos de la comisión gubernamental; pero sobre todo, porque el eventual acuerdo del grupo de expertos científicos no se produce en virtud de su condición de tales, sino en virtud de otras premisas implícitas. Y esto debido a que la cuestión del aborto, como cuestión ética, desborda por completo la competencia de una comisión de científicos, aunque sea interdisciplinar: exige compromisos filosóficos, y los expertos científicos de esa comisión, al emitir su dictamen ético o bioético sobre el aborto, con su característica pedantería gremial, están filosofando ingenuamente sin advertirlo, a la manera de aquel burgués de Moliere que hablaba en prosa sin saberlo.

Y no caben términos medios: la única forma de entenderse, no ya de dialogar (porque en el terreno verbal-gramatical el diálogo puede ser inacabable), sería que los cristianos adoptasen las tesis de los laicos, o que los laicos se pasasen a las tesis de los cristianos (o a las tesis de otra Bioética que, sin ser cristiana, tampoco fuera laico abortista, como es el caso de la Bioética materialista). El diálogo no servirá para que los bioéticos enfrentados en torno a la cuestión del aborto encuentren el camino de una síntesis armónica. El diálogo servirá como un método más de lucha o de exploración mutua antes de la batalla. Y, en virtud de esto, una de las dos Bioéticas enfrentadas habrá de quedar desbordada o destruida; o acaso las dos.

B. Como segunda línea de fractura señalaremos la oposición de las dos perspectivas o sistemas de principios de los que ya hemos hablado y entre los cuales forzosamente tiene que optar la Bioética: o bien el sistema de principios antrópicos (que subordinan la acción bioética a la promoción y sostenimiento de la vida humana) o bien el sistema de principios anantrópicos (que subordinan la acción bioética antrópica a la promoción o sostenimiento de la vida en el sentido de la biosfera en general). No puede afirmarse, en cualquier caso, que la oposición entre la Bioética antrópica y la Bioética anantrópica (y otro tanto podría decirse de la bioética antrópica y de la bioética anantrópìca) constituyan una novedad inaudita, surgida en el campo de las instituciones orientadas al tratamiento de la vida, al menos si tomamos en serio la oposición excluyente en muchos dominios entre la Medicina (cuya perspectiva es decididamente antrópica) y la Biología (cuya perspectiva es decididamente anantrópica). Otra cosa es que los médicos y los biólogos, que trabajan inter-disciplinarmente en el laboratorio de un hospital, no adviertan la profunda oposición que media entre Biología y Medicina, oposición por cierto muy desconocida, a la que nos hemos referido en múltiples ocasiones, por ejemplo en el Epílogo a la segunda edición de Etnología y utopía (1987), y en el Prologo, «Medicina y biología» a las Textos sobre cuestiones de Medicina, de Feijoo (1999).

Por supuesto, no queremos decir que la Bioética (o la bioética) antrópica pueda desinteresarse de la vida de los vegetales, de los hongos o de los animales; pero sólo se interesará por ellos en la medida en la que se hongos, vegetales o animales se juzguen necesarios para el sostenimiento o promoción de la vida humana.

Mutatis mutandis diremos lo mismo de la Bioética (o de la bioética) anantrópica, que tampoco se desinteresará de la vida humana, pero siempre que los proyectos en su beneficio no impliquen la merma de la vida animal o vegetal, aunque la Bioética (o bioética) anantrópica se mostrará generalmente proclive al vegetarianismo, y opuesta al sacrificio de los animales (ya sea en la caza en el bosque, o ya sea en el albero de la plaza de toro). La llamada «Bioética biocéntrica» asume decididamente los postulados de la Bioética anantrópica.

En cualquier caso, las posiciones más extremadas de la bioética anantrópica intersectan con las del ecologismo radical, con las posiciones de quienes justifican el interés bioético por el hombre en la medida en la que éste sea una parte, no ya sólo del orden de los primates o de los mamíferos, sino una parte del ecosistema constituido por la Tierra (que era la perspectiva, explícitamente asumida por Potter, del Proyecto Gaia de Lovelock o de la Geobiología de Peter Westbroek). En esta línea del fundamentalismo bioético anantrópico (ecológico), reforzada además con un delirante fundamentalismo democrático (que atribuye la democracia a «la Tierra»), se pronuncia Vandana Shiva, en un libro reciente que titula Manifiesto para una democracia de la Tierra. Justicia, sostenibilidad y paz (Paidós, Barcelona 2006).

Ambas Bioéticas son irreducibles; la Bioética anantrópica considerará a la evolución demográfica de la humanidad como un vulgar caso entre otros de la evolución de las plagas (el hombre es una plaga más de la Tierra, como las plagas de insectos o de ratones). Y aún cuando ambas Bioéticas coinciden en una política de control de la población, que mantenga a cada especie dentro de límites de una coexistencia pacífica, no por ello habrá tenido lugar una síntesis entre ambas, porque esa coexistencia pacífica, supuesto básico del panfilismo más desaforado, es imposible.

Conviene subrayar las ambigüedades de importantes doctrinas teológicas o filosóficas que se hacen presentes en el momento de discernir su clasificación entre los dos tipos de teorías, las antrópicas y las anantrópicas. El cristianismo, a primera vista, es una concepción claramente antrópica, si tenemos en cuenta que su figura central, Cristo, es un hombre. Pero a la vez es Dios; y, en este sentido, habría que reconocer en el cristianismo un fuerte componente anantrópico, es decir, sobrehumano (por tanto, opuesto a cualquier tipo de humanismo). La vecindad del cristianismo con el anantropismo se hace más palpable en las doctrinas de algunos teólogos cristianos eminentes. Por ejemplo, y sin hablar del padre Teilhard de Chardin, en la filosofía de Malebranche, que defendió la posibilidad de que la unión hipostática entre la Segunda persona de la Trinidad y la criatura racional no fuera restringida a las criaturas terrestres humanas: la Segunda persona podría haberse «encarnado» también en criaturas racionales habitantes de otros planetas, de estirpe no humana, es decir, en extraterrestres. De este modo algunos teólogos cristianos se situarían en el terreno de la Bioética anantrópica, puesto que no serían sólo los hombres quienes constituyen el campo de la Bioética, sino que también, en su campo, existen animales galácticos no linneanos.

5. Cuatro dominios irreconciliables de la Bioética

Si cruzamos estas dos líneas de fractura, la presunta unidad de la Bioética se nos despedaza en cuatro tipos de Bioéticas irreconciliables:

(1) La Bioética científica (fundamentalista en el límite) laica y antrópica (bien sea humanista, bien sea racista)

(2) La Bioética científica (fundamentalista en el límite) laica y anantrópica.

(3) La Bioética religiosa (fundamentalista en el límite) antrópica.

(4) La Bioética religiosa (fundamentalista en el límite) anantrópica, como pudiera serlo una bioética jainista que mantiene el respeto absoluto antes los animales, sean insectos o vertebrados. Y sin olvidar que el «franciscanismo» roza en ocasiones, en Occidente, con esta Bioética (y acaso mejor, con la bioética) anantrópica.

6. El «Género humano» sólo es una entidad gnoseológica de la taxonomía de Linneo

La conclusión que podríamos extraer de este análisis es la siguiente: que la Bioética no puede utilizarse, por supuesto, para designar el nombre de una disciplina científica, sin perjuicio de que se constituyera a la sombra del fundamentalismo científico; pero tampoco es el nombre de una disciplina doctrinal, dotada de una mínima unidad coherente. La unidad de la Bioética es más bien una unidad polémica en torno a una problemática práctica común. Y en ningún caso la unidad de la Bioética es la unidad de una ciencia categorial.

Hablar de Bioética (o de bioética) como proyecto orientado a establecer un puente, científicamente construido, entre las supuestas partes dislocadas de la vida (de la biosfera) y más aún, presuponer que este proyecto ya está en marcha y que ha logrado establecer alguna plataforma inicial firme, que permite apelar a los dictámenes de alguna comisión de bioéticos, como se apela a un tribunal que goza de consenso universal, es sencillamente una impostura.

Ni la estructura de la vida humana, del Género humano, ni la estructura de la biosfera, permiten hablar de una unidad de fondo. Sólo de una unidad alimentada por el «mito de la Naturaleza». Desde este mito se presupondrá que nos falta una gestión ética orientada científicamente (o acaso teológicamente).

Ahora bien, el Género humano sólo existe taxonómicamente como un taxón de Linneo, pero carece de existencia real. Solamente cabe reconocer, en los principios de la Prehistoria, bandas o grupos humanos dispersos en la superficie de la Tierra (sin perjuicio de su probable origen africano común), dotados de costumbres o culturas diferentes. De estos grupos o bandas irán surgiendo sociedades humanas más grandes, culturas y civilizaciones cuya unidad es ante todo de naturaleza polémica y no armónica.

Por ello, tampoco los puentes proyectados entre estos grupos vivientes tienen unidad alguna: ni la ciencia es unitaria, ni tampoco lo es la religión, ni menos aún la política. «La ciencia» se resume en un grupo de ciencias categoriales irreductibles las unas a las otras, y «la religión» tampoco es una institución unitaria, sino un cúmulo de religiones enfrentadas mutuamente, sin perjuicio de su solidaridad frente a terceros, solidaridad que les lleva a establecer circunstancialmente, dentro de un proyecto utópico irenista, pactos de tolerancia, de no agresión y aún de ayuda mutua. Y no hace falta que digamos nada de «la política», cuyo campo es a lo largo de toda la historia, un campo de batalla.

§3
La Bioética materialista desde el contrafundamentalismo científico

1. La Bioética sólo puede alcanzar algún sentido tras una «toma de partido»

La unidad doctrinal de la Bioética no puede encontrarse acogiéndose a un terreno neutral en el que todos puedan estar de acuerdo, porque en el fondo lo que todos quieren es Milán. Y es imposible la neutralidad si damos por supuesto que las diferentes líneas de fractura son disyuntivas y no alternativas.

La unidad de la Bioética sólo puede alcanzarse por vía dialéctica-partidista, no neutral, es decir, sólo puede alcanzarse tomando partido por entre los diversos tipos establecidos por la intersección de las líneas disyuntivas que hemos considerado.

Ahora bien, tomar partido en cualquiera de estas disyuntivas es tanto como comprometernos con posiciones o principios que están más allá de la Bioética científica o religiosa, por un lado, o de la Bioética antrópica o anantrópica (o de la Medicina y la Biología) por otro. «Tomar partido» entre el fundamentalismo científico o el fundamentalismo religioso, o sencillamente entre la ciencia y la religión, implica entrar en el terreno de la filosofía del conocimiento y de la praxis. Otro tanto habría que decir en la toma de partido entre la Bioética antrópica y la anantrópica.

Desde el campo de la Bioética estricta no es posible decidir nada. Hay que tener en cuenta que la Bioética anantrópica no se dibuja solamente en función de los principios de la biofísica (o de la biografía o de la ecología) sino también en función de la llamada Exobiología, que se constituye tomando en serio la posibilidad de animales no linneanos extraterrestres. Ahora bien, la Bioética anantrópica científica, en su especialidad de Exobiología, tiene que comenzar demostrando (como lo hacía la Teología natural tradicional) la existencia de su propio campo (los animales no linneanos).

La Bioética anantrópica, en su especialidad de Exobiología, incluso la que se mantiene en la óptica racionalista o fundamentalista científica, no puede hoy por hoy probar la existencia de su campo. En los intentos de demostración de la existencia de los animales no linneanos tiene que acudir a la consideración de los principios de la cosmología física a partir de los cuales procurará demostrar, si no la existencia real de los extraterrestres, sí su posibilidad, o el grado de su probabilidad (ecuación de Drake, por ejemplo). Pero tampoco cabe hablar de consenso en relación con los principios de la Cosmología física de nuestros días.

2. La «toma de partido» de una Bioética no contradictoria requiere comprometerse con la filosofía

Desde las posiciones contrafundamentalistas propias del materialismo filosófico –posiciones apoyadas en la tesis de la categoricidad de las ciencias, defendida por la Teoría del cierre categorial– concluimos que la necesidad de la interdisciplinariedad científica, que se practica en las comisiones de «expertos en Bioética», no garantiza la unidad científica de la Bioética ni siquiera la fundamentación científica de los dictámenes de esa comisión de expertos en Bioética. El consenso o el acuerdo de los miembros de tal comisión, si se produce en algún punto concreto, se habrá alcanzado no ya tanto en el terreno de la ciencia, sino en el terreno de la prudencia.

O, si se prefiere, en un terreno filosófico que no necesita expresarse en los términos de la filosofía académica, pero que sin embargo se ejercitará o se agazapará tras las propias razones presuntamente científicas que llevan al consenso o al acuerdo de los diferentes expertos.

Los problemas que se abren al proyecto de una Bioética partidista, materialista en nuestro caso, no pueden tratarse en el marco de una conferencia. No podemos hacer aquí otra cosa que limitamos a remitir a nuestro libro ya citado, ¿Qué es la bioética?,

El Catoblepas
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