Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 95, enero 2010
  El Catoblepasnúmero 95 • enero 2010 • página 3
Guía de Perplejos

Sobre la nostalgia

Alfonso Fernández Tresguerres

De la especificidad de la nostalgia
frente a otros sentimientos afines

Y la mujer de Lot sintió nostalgia de Sodoma poco antes de ser transformada en estatua de sal

Decía Kierkegaard que la vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero que hay que vivirla mirando hacia delante. Y seguramente es cierto, pero, con todo, yo sospecho que cada individuo orienta la suya según una de las tres grandes dimensiónes del tiempo, o que la vive con la vista puesta primordialmente en una de ellas: hay a quien nada le ocupa sino el presente; quien no piensa más que en futuro; y, finalmente, quien parece vivir mirando al pasado; un pasado del que se alimenta su presente y aun le determina en su proyección y previsión del futuro.

Tal vez el primero sea el realista y el pragmático por excelencia. Lo pasado (bueno o malo), pasado es y está, y en cuanto al futuro –así piensa–, no lo planifiquemos más allá de lo estrictamente razonable, y ya se verá cuando se haga presente, no sea, entre otras cosas, que, a lo peor, no haya tal futuro.

Nom est, crede mihi, sapientis dicere ´Viuam´:
sera nimis uita est crastina: uiue hodie
«No es de sabios, créeme, decir “viviré”:
la vida de mañana queda demasiado lejos: vive hoy», Marcial, Epigramas, I, 15].

Y por eso,

quid si futurum cras fuge quaerere et
quem Fors dierum cumque dadit lucro
adpone
[«No quieras preguntarte por el mañana,
y el día que la suerte te conceda
tómalo por ganancia», Horacio, Odas, IX, 13-15].

Sensato sentido común, ciertamente, mas siempre que ese vivir en el momento actual no le conduzca a suprimir un mínimo de previsiones sin las cuales la vida misma se hace imposible, ni tampoco a la ruptura plena con un pasado que es, en definitiva, el responsable de que él sea quien es. Sentido común de Sancho, contrapuesto a D. Quijote, a quien su proyección hacia el futuro le conduce a olvidar incluso su pasado (le conduce a olvidar, quiero decir, a Alonso Quijano) y aun el presente: las gestas realizadas le parecen siempre a D. Quijote nada comparadas con las que están por venir. ¿Soñador, idealista, frente al otro? Sin duda. Y como él, quien no vive sino para el mañana, no vive más que de esperanza y anhelo; anhelo del que decía Kant que es

«el deseo vano de poder aniquilar el tiempo intermedio entre el apetecer y el conseguir lo apetecido» [Antropología, §73];

vano, naturalmente, porque si hubiese forma de acortar el tiempo no sería menester anhelar, dado que lo que se desea se haría de inmediato presente. Una aspiración, en definitiva, que se consume en sí misma.

Y Espinosa, por su parte, lo define de la siguiente forma:

«El anhelo es el deseo o apetito de poseer una cosa, que es fomentado con su recuerdo y, a la vez, es reprimido con el recuerdo de otras cosas que excluyen la existencia de la cosa apetecida» [Éthica, III. 32d].

Ahora bien, es cierto que se puede anhelar poseer algo que ya se poseyó, y en ese caso tal deseo es acrecentado por el recuerdo de la cosa poseída; pero no es menos cierto que puede anhelarse algo que nunca se tuvo y que acaso nunca se tendrá –el anhelo, como el deseo mismo, no conoce de posibles e imposibles, y eso por mucho que anhelar lo imposible no sea más que perder el tiempo en vanas quimeras–. Respecto al pasado, sólo puede anhelarse algo que se tuvo y que existe alguna mínima posibilidad de volver a tener –¿qué sentido tendría, en efecto, decir que anhelamos lo que ya nunca volverá a ser, que anhelamos estar donde ya nunca volveremos a estar, o que anhelamos a alguien que no es que ya no esté en el momento presente en nuestra vida, sino que no se encuentra tampoco en la suya, que no se encuentra en la vida sin más?–. Pero por ser –o por parecernos que es–el futuro un mundo de posibilidades abiertas, puede anhelarse no sólo lo que se tuvo y puede volver a tenerse, sino también lo que jamás se tuvo, e incluso lo que jamás se tendrá. El anhelo, obviamente, es compañero inseparable de la esperanza; y así como no cabe esperar lo ya irremediable e irrevocablemente cumplido, es perfectamente posible esperar lo improbable y hasta lo imposible –ser, sin ir más lejos, emperador, como esperaba nuestro inmortal manchego–. Mas por eso cabría decir asimismo que quien no vive sino para el futuro corre el riesgo de perder no ya el pasado, sino también el presente, y, al cabo, perder el tiempo todo, y con él la vida misma, que se le ha ido en meros planes y proyectos, porque él, como Macbeth, podría acaso decir que

«nada existe para mí sino lo que no existe todavía» [Macbeth, Acto I. Esc. III];

y así, dejando siempre para mañana la realización de la obra perfecta e imperecedera (no importa cuál sea el ámbito de su anhelo), se le ha escurrido de las manos el tiempo que se le ha sido otorgado sin haber dado inicio a la menor labor.

A quien vive, en cambio, primordialmente orientado al pasado, podría (creo yo) ser considerado esencialmente un nostálgico, porque la nostalgia es, en efecto, el estado anímico que mejor le cuadra, aquél que define, por así decirlo, su tono vital básico y frecuente.

Nuestros académicos de la Lengua definen –con todo acierto– la nostalgia como aquella

«Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida».

En efecto, la nostalgia es una forma de melancolía; y siendo ésta una de las modalidades de la tristeza, es también, a no dudarlo, una forma de tristeza. Menos intensa que cualquiera de ellas, es una de las manifestaciones más amables de ambas, porque la nostalgia se halla formada –aunque no necesariamente a partes iguales– de placer y dolor: placer al recordar lo que se tuvo; dolor al advertir que ya no se tiene ni se volverá a tener, porque la nostalgia sólo es posible del pasado como tal; no de algo pasado que puede volver a hacerse presente, sino de algo definitivamente ido y ya muerto para siempre, sin posibilidad alguna de resurrección. Mas es precisamente esa mezcla de placer y dolor la que hace de la nostalgia una suerte de tristeza –quizá también de melancolía– agridulce. Y en esto radica tal vez su rasgo más distintivo y una de las diferencias esenciales con sus dos parientes. Pero hay otras: la nostalgia carece de la intensidad de la tristeza, pero resulta, en cambio, mucho más persistente: la tristeza es un dolor profundo, pero efímero –aunque su duración pueda ser medida incluso a escala de meses–, en tanto que la nostalgia puede presidir la vida toda del individuo; y en tanto que en ella el dolor se entremezcla con el placer, es imposible que alcance la intensidad de aquélla, de ahí que ante un acontecimiento reciente que nos ha herido en lo más hondo de nuestro ser, resulte imposible experimentar nostalgia, sino únicamente dolor intenso y, en consecuencia, intensa tristeza. Sólo pasado el tiempo podría ésta trocarse en nostalgia, cuando al dolor por lo perdido venga a sumarse el recuerdo de lo agradable que nos resultó mientras lo tuvimos. La tristeza se alimenta del presente; la nostalgia lo hace siempre del pasado.

Y en cuanto a lo que diferencia a la nostalgia de la melancolía, todo depende de cómo se conciba la segunda. Si la melancolía se entiende como hipocondría, y esta, a su vez, como un temor excesivo e infundado a la enfermedad, tal como hace Kant, es claro que nada de eso tiene que ver con la nostalgia. Y lo mismo si la melancolía es trasladada a un ámbito estrictamente psiquiátrico, ya sea viéndola como un fenómeno asociado al duelo, como piensa Freud, que la considera como la reacción que sigue a la pérdida de un objeto amado, ya sea, como hacen Julia Kristeva y otros, entendiéndola del todo similar a la depresión, o como depresión sin más, evidentemente tampoco; tampoco nada de esto tiene que ver con la nostalgia. Porque del duelo se sale, más tarde o más pronto, pero de la nostalgia jamás; y jamás la nostalgia es una depresión y el nostálgico un deprimido. Cuestión distinta es cuando la melancolía es vista con un rostro más dulce –acaso al modo en que lo hacen los románticos– y es equiparada a una especie de tristeza suave y hasta agradable, a aquello que Borges denomina «el goce de estar triste», acordándose tal vez de Víctor Hugo, quien definía la melancolía como «la felicidad de sentirse triste». Desde esta perspectiva, es obvio que la melancolía tiene ya mucho que ver con la nostalgia. Pero subsisten importantes diferencias: por una parte, en tanto que la melancolía es siempre vaga y difusa, al punto que desconoce el objeto que la suscita; y lo hace, no pocas veces, porque ni siquiera existe, en toda ocasión, un objeto determinado que sea el causante de la misma, sino que parece más bien una tristeza genérica y constante, aunque moderada, un sufrir, como decía Joubert, «tristezas que no tienen nombre», la nostalgia, por su parte, sabe muy bien de qué es nostalgia, conoce a la perfección cuál es la pérdida a la que no termina de acostumbrarse, y mira al pasado, pero sin dudar ni un instante acerca de cuál es el lugar al que mira. Pero es que, además, siendo la melancolía básicamente tristeza, aunque tibia, sucede no sólo que rara vez proporciona otra cosa que dolor –por moderado que sea– al individuo que la padece, sino que también le paraliza a menudo para experimentar goce o placer en cosa alguna, mientras que la nostalgia hallándose, como se halla, localizada en unos pocos objetos –porque casi siempre hay más de una pérdida de la que dolerse–, ni interfiere con otros ni impide disfrutar de ellos, y aunque marca la vida del individuo, no lo hace como fuerza paralizante, sino, al contrario: con alguna frecuencia es la dicha perdida el único elemento que le tonifica y con el que se alimenta su espíritu. Y es que la nostalgia es una tristeza, desde luego, pero que nace siempre de una dicha previa, y por eso no es nunca tristeza ni dolor en estado puro, sino que a ellos viene a sumarse siempre el placer y hasta alguna forma de alegría: es una tristeza alegre o una alegría triste; un dolor placentero o un placer doloroso: un sentimiento –lo hemos dicho antes– agridulce. La melancolía es dolor permanente y generalizado, aunque suave, y es esa suavidad la que acaba por confundirse con una suerte de felicidad o placer. La nostalgia, en cambio, ni es sólo dolor ni es generalizada, porque sólo atiende al objeto del que es nostalgia, y sólo respecto a él muestra una permanencia fiel e inamovible. De manera que no estoy yo muy seguro de que la melancolía permita atender a otra cosa que no sea a sí misma, por lo que en consecuencia, tal vez esa fuerza creadora que los románticos le atribuyen sea a la nostalgia a quien propiamente pertenece, y sea a ella a la que, en el fondo, ellos mismos se están refiriendo, sin advertirlo, ciertamente. Y es muy posible también que a ella es a quien verdaderamente conviene el borgiano «goce de estar triste» o «la felicidad de sentirse triste», de la que habla Hugo.

Nuestros padres de la Lengua lo han expresado a la perfección: tristeza y melancolía, sí, pero nacidas del recuerdo de una dicha perdida. Nunca se siente nostalgia del pasado como tal ni tampoco de los aspectos dolorosos del mismo, sino únicamente de aquello que nos hizo dichosos, aunque resulte doloroso ahora el no tenerlo. Y así, en la medida en que lo que suscita nuestra nostalgia es algo bueno y gozoso, es la nostalgia una forma de alegría y de placer, mas desde el momento en que lo sabemos perdido para siempre, no podemos menos de experimentar dolor y entristecernos.

Mas no por hallarse presente el dolor cabe ver a la nostalgia como una modalidad de la desdicha. A decir verdad, ni siquiera lo son la tristeza, por su carácter generalmente breve, ni la melancolía, por su suavidad; menos aún lo será la nostalgia. Quien es desdichado lo es a todas horas, y, en consecuencia, también en el momento presente, porque las causas que hacen a alguien desdichado se encuentran actuando en el preciso instante en que lo es. Nadie es desdichado por lo que fue, sino por lo que es y sigue siendo; y en tanto que no cesen –si es que cesan– los motivos que la generan, la desdicha es aflicción que se apodera por completo de quien la padece. Pero la nostalgia lo es justamente del pasado como tal, y por eso, aunque haya nacido de una desdicha previa, el nostálgico no se siente desdichado hoy por lo que se sintió entonces: la nostalgia lo es de aquello que era antes de que un acontecimiento –que nos hizo desdichados entonces– impidió que pudiera seguir siendo. Y eso algunas veces, acaso muchas, pero otras hay también en que la nostalgia no tiene su origen en una desgracia que causó nuestra desdicha rompiendo con un estado de cosas previos, sino que la pérdida de aquello por lo que hoy se siente nostalgia fue el resultado del más ordinario y natural devenir de los acontecimientos: es el pasado que irremediablemente se hizo pasado lo que hoy suscita nuestra nostalgia.

Una de las definiciones más aproximadas de lo que es se encuentra en la Proposición 36, Parte III de la Ethica de Espinosa:

«Quien recuerda una cosa de la que gozó una vez, desea poseerla en las mismas circunstancias que cuando gozó de ella por primera vez».

Pero sólo aproximada. Para ser completa habría que añadir que tal deseo resulta estéril e inútil por imposible. Las palabras de Espinosa, en efecto, no son incompatibles con la posibilidad de que haya una segunda vez, y nada nos dicen sobre ello. Pero es justamente esa segunda vez lo que le está vedado a la nostalgia, que sólo lo es del pasado en tanto que pasado sin posibilidad alguna de volver a hacerse presente. La nostalgia es engendrada por un pasado que se niega a serlo, como un espectro que se resistiese a abandonar definitivamente el mundo de los vivos: y es que, en efecto, ella es el territorio en el que habitan nuestros fantasmas particulares.

De ahí que la nostalgia no consista meramente en añorar, porque cabe añorar lo que en este momento no es, pero puede volver a ser, pero, ¿cómo añorar que lo definitivamente muerto vuelva a estar vivo?

«Esta tristeza –dice Espinosa en el Escolio a la Proposición anterior–, en cuanto que se refiere a la ausencia de aquello que amamos, se llama añoranza».

Mas obsérvese que si bien la añoranza –tiene razón Espinosa– es una forma de tristeza, y hasta se encuentra quizá mezclada con alegría –añoramos, en efecto, lo que amamos y nos hace dichosos cuando se halla ausente–, no posee el carácter fatal de la nostalgia, no es (quiero decir) irremediable en sí misma. Y por eso la añoranza no es incompatible con el anhelo, que se halla referido siempre al futuro: cabe añorar algo y anhelar volver a tenerlo, porque eso es posible. Pero la nostalgia casa mal con anhelo alguno: ¿cómo anhelar que vuelva lo irreparablemente ido? Cabe lamentarlo, eso sí, y, y desde luego, es claro que la nostalgia es inseparable del lamento, que lo es no sólo de lo que no fue, sino también de lo que fue y no pudo seguir siendo; aunque, después de todo, ¿qué sentido tiene lamentar lo que ni se corregirá por sí mismo ni podrá ser corregido por nosotros? ¿De qué sirve lamentar lo que ya no tiene remedio?

Más acertado que Espinosa en apuntar los rasgos distintivos de la nostalgia se encuentra Descartes, y ello aunque con sus palabras sea también la añoranza lo que pretende definir:

«La añoranza –escribe– es igualmente una especie de tristeza que tiene una particular amargura porque siempre va a acompañada por cierta desesperanza y por el recuerdo del placer gozado. En efecto, nunca añoramos más que los bienes de que hemos gozado y que están tan perdidos que no tenemos ninguna esperanza de volver a encontrarlos en el tiempo y de la manera en que los añoramos» [Tratado de las pasiones del alma, Art. 209].

Efectivamente, tal es la definición más certera de lo que es la nostalgia. Y si lo que dice Espinosa resulta insuficiente, porque la añoranza, tal como él la entiende, es compatible con la esperanza de poder volver a gozar de lo que ya se gozó, aunque ahora se halla ausente, de Descartes cabría decir que el carácter irremediable e irrevocable del objeto perdido, que él atribuye a la añoranza, hace que no sea ésta propiamente la que sus palabras definen, sino la nostalgia como tal, porque cabe añorar lo que ahora no es, pero puede volver a ser, pero aquello que ya de ningún modo será, sólo cabe añorarlo en vano, es decir, tal objeto no puede, en sentido estricto, suscitar otra cosa que nostalgia. Puedo añorar una voz y unas manos que acaso pueda volver a oír y acariciar, pero cuando sé que

dextrae iungere dextram
non datur ac ueras audire et reddecere uoces
[«no han de unirse mis manos a las tuyas,
ni habré de oír tu voz ni hablar contigo», Virgilio, Eneída, I, 408-409],

mi añoranza es más que añoranza: es felicidad por el recuerdo del calor de aquellas manos y el sonido de aquella voz, pero, al tiempo, dolor profundo al constatar que tanto las unas como la otra se encuentran ya irremediablemente perdidas. Es nostalgia, en suma.

Quien puede volver a tener lo que echa de menos, lo añora y lo anhela, pero cuando eso no puede ser así, ni se anhela ni se añora realmente. Tal es el caso de la nostalgia, que es una forma de añoranza, sí –quien se duele por lo ya ido, lo añora, desde luego–, pero una añoranza sin esperanza alguna, una añoranza vana y desesperada, un lamento inútil, un echar de menos sin remedio.

 

El Catoblepas
© 2010 nodulo.org