Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 94 • diciembre 2009 • página 7
«Let me tell you how it will be
There's one for you, nineteen for me
'Cause I'm the taxman, yeah, I'm the taxman»
The Beatles, Taxman
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No me voy a referir aquí tan sólo a la doctrina oficial en materia de política económica instalada en el socialismo de todos los partidos políticos y en la mayoría de las universidades, de los despachos profesionales y de los medios de comunicación. Hago constar, asimismo, que para un amplio sector de los contribuyentes, salvadas unas pocas y heroicas excepciones, el pago de impuestos ha llegado a convertirse en un tema, a fin de cuentas, indisputable. Algo dado por supuesto. He aquí todo un presupuesto general en el Estado... ¿Será esta otra demostración práctica de la vigencia del pensamiento único?
Si acaso, la tributación voraz e insaciable impuesta por los Gobiernos es asumida por la población como un fastidio, una condena perpetua, sobrellevada como una fatalidad, algo que no tiene remedio. El inmenso esfuerzo llevado a cabo por la propaganda del Estado, a fin de exaltar las «virtudes cívicas» que presumiblemente contiene la cosa, no ha logrado, con todo, que la contributación privada sea vista entre el público pagador como sinónimo de contribución al bien general. Las virtudes privadas –trabajo, esfuerzo, ahorro– no adquieren con facilidad el rango de vicios públicos –despilfarro, burocracia, corrupción–. Sin embargo, insisto, es harto inverosímil que algo parecido a una objeción fiscal generalizada pueda materializarse en Europa. En el Reino Unido, la probabilidad sería mayor, aunque no hasta el punto de que por esta causa se lancen las campanas al vuelo en Westminster.
Estados Unidos es otra historia. Separada del viejo continente por mucho más que el océano Atlántico, empezó a dar sus primeros pasos como nación a propósito de un hecho histórico de un gran valor simbólico y que decidió, en gran medida, su destino: la célebre rebelión contra las subidas de impuestos decidida por la metrópoli británica (nobleza obliga), y que comenzó con el célebre motín contra la tasa del té en Boston (1773), se extendió posteriormente a las 13 colonias y acabó encendiendo la mecha de la revolución americana que condujo a la definitiva retirada de los tropas británicas y a la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776.
Sea como fuere, el pagano paga porque no tiene otra opción. ¿O si la tiene? He aquí la persuasión –no hay alternativa ni otra opción– que atenaza y paraliza a la gente común, mientras ve menguar su cuenta corriente. He aquí la sugestión: para hacer viable la sociedad y para garantizar los servicios públicos básicos que la sostienen, no hay otro recurso que la política tributaria y recaudatoria impuesta por el Estado a través de las Administraciones públicas. La tasa o la vida.
Si acaso florece circunstancialmente alguna tímida disputa sobre el cuánto y el cómo pagar al Estado, pero que pronto se marchita. O llama, de pronto, nuestra atención algún debate sobre si son preferibles los impuestos directos o los indirectos. Que si impuesto progresivo (¡progresista!) o proporcional (¡reaccionario!). Que si los impuestos son cosa de izquierdas o de derechas. Que si sería preferible su reducción o su aumento, siempre transitorios. Pero, en sustancia pública, la encomienda no tiene enmienda. El impuesto, por supuesto.
Tributo dado, hecho constatado. Dado a la fuerza, quiero decir, no donado (lo que supondría un don), de manera voluntaria (esto sería oxímoron), sino entregado por temor y temblor ante la acción coactiva de la política y por mor del bien general: «Hacienda somos todos». ¿Acaso no pertenecen los términos «impuesto» e «imposición» a la misma familia significativa? «Hacienda somos todos». Mas ¿y si la suma de cada uno de nosotros no fuese «todos»?
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¿Son los impuestos, por definición, «sociales»? Los impuestos no son sociales; son vocacionalmente socialistas. Cierto es que socialismo viene de «social», pero sólo de palabra, como sufijo usurpador y tramposo, no de hecho. Y es que, en realidad, dígase lo que se diga, no hay política más antisocial (más contraria a la sociedad) que la socialista: hace de la sociedad un conglomerado de sujetos atenazados y serviles, desheredados y empobrecidos, igualados en la miseria y la desgracia; más que gobernados, son coartados por el mismo patrón.
Con todo, debe saberse que otra sociedad es posible… Una sociedad de propietarios, emprendedores y hombres libres, en contraposición a una sociedad de «súbditos de tributo», paniaguados y vasallos. ¿Hablamos, entonces, de una sociedad sin ningún tipo de impuestos ni de fiscalidad? La utopía y el «mundo feliz» sólo cautivan al ámbito doctrinario de los totalitarismos. Para el pensamiento liberal, en cambio, resultaría bastante tranquilizador el atisbar siquiera una perspectiva de reducción del tamaño y poder ejecutivo de los Gobiernos, con los siguientes principios básicos de acción: 1) Privatización de los servicios públicos; 2) Reducción del gasto del Estado, del endeudamiento público y de los impuestos; 3) Liberalización del proceso de mercado; 4) Devolución a los individuos del derecho a tomar las decisiones importantes de sus vidas{1}.
Hablamos aquí, no de utopías ni de fabulaciones, sino de teoría económica y de ciencia social (de la sociedad, digo, no social-ista), de un análisis racional del capitalismo liberal, de un pensamiento no sólo representado, aunque sí en primer lugar, por la Escuela Austriaca, sino también por autores liberales moderados y pragmáticos, casi social-demócratas, como John Stuart Mill, quien no dudó en calificar la progresividad en los impuestos como un «solapado hurto», o también de autores académicos por encima de todo, tal que Max Weber, quien dejó escrito en su monumental Economía y sociedad este fragmento tan sugestivo: «es favorable siempre al desarrollo capitalista la cobertura de necesidades de índole puramente fiscal y de mercado; es decir, en el caso extremo que se pueda concebir, cobertura de toda necesidad de la administración acudiendo al mercado libre.»{2}
Se dice que los impuestos aseguran la solidaridad entre los miembros de la sociedad, pero no se dice que una solidaridad forzada, bajo presión, supone necesariamente una aberración, nunca una virtud.
Se dice que los impuestos sostienen la comunidad, pero no se dice que, principalmente, a quién mantienen es a la casta política, a su corte y su cohorte: el funcionariado.
Se dice que en las sociedades «complejas» son necesarios los gestores (públicos y aun privados) para que administren los bienes e intercambios de los ciudadanos, titulares de los derechos, pero no se dice que cada día crece en las democracias, tanto en el terreno político como en el económico, la peligrosa tendencia, suplantadora y literalmente expropiadora, consistente en ir sustituyendo la sociedad de propietarios por la sociedad de gestores, y en la que estos últimos acaban siendo los primeros, menoscabando la libertad de decisión y de acción, la renta y los recursos de aquéllos, los legítimos dueños.
Lo que se dice y lo que no se dice. Lo que se ve y lo que no se ve.
Hace unos años, tuve la ocasión de componer una semblanza del gran publicista del liberalismo Frédéric Bastiat, justamente con el título de Frédéric Bastiat, visto y no visto. Tengo ahora el gusto de reproducir completo el capítulo de su celebérrimo ensayo Lo que se ve y lo que no se ve, en el que se ocupa, y muy justamente, del siniestro asunto de los impuestos. El gran escritor francés revela aquí al lector la verdadera cara de la política recaudatoria, y lo hace con mano diestra, pulso firme y siempre con el desenfado, la claridad y la elegancia que le caracteriza. ¿Quién dijo, pues, que la economía (también, la filosofía) tiene que ser necesariamente recóndita e indescifrable para los no especialistas en la materia?
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Frédéric Bastiat, Los impuestos
«¿Nunca les ha sucedido oír decir: «Los impuestos son el mejor emplazamiento; es una rosa fecundadora? Mire cuántas familias hace vivir, y piense en el impacto sobre la industria: Es el infinito, es la vida.»
Para combatir esta doctrina, estoy obligado a reproducir la refutación precedente. La economía política sabe bien que sus argumentos no son lo bastante equívocos para que se pueda decir: Repetitia placent. Así, como Basile, ha adaptado el proverbio a su uso, bien convencida de que en su boca, Repetitia docent.
Las ventajas que los funcionarios encuentran al ascender en la escala social (prosperar), es lo que se ve. El bien que de ello resulta para sus proveedores, también se ve. Esto es evidente a los ojos.
Pero la desventaja que los contribuyentes sufren al liberarse, es lo que no se ve, y el daño que de ello resulta es lo que se ve aún menos, aunque salte a la vista de la inteligencia.
Cuando un funcionario gasta en su beneficio cien perras de más, esto implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien perras de menos. Pero el gasto del funcionario se ve, porque se efectúa; mientras que el del contribuyente no se ve porque se le impide hacerlo.
Ustedes comparan la nación a la tierra seca y los impuestos a la lluvia fecunda. De acuerdo. Pero también deberían preguntarse dónde están las fuentes de esa lluvia, y si no son precisamente los impuestos quienes absorben la humedad del suelo y lo desecan.
Deberían preguntarse además si es posible que el suelo reciba tanta de esta preciosa agua a través de la lluvia como pierde por evaporación.
Lo que está muy claro es que, cuando Juan Buenhombre da cien perras al recaudador, aquél no recibe nada a cambio. Después, cuando un funcionario gasta esas cien perras, las devuelve a Juan Buenhombre, es a cambio de un valor igual de trigo o de trabajo. El resultado final para Juan Buenhombre es una pérdida de cinco francos.
Es muy cierto que a menudo, las más de las veces si se quiere, el funcionario da a Juan Buenhombre un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida para nadie, no hay más que intercambio. De la misma manera, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que yo digo es: si se quiere una función, pruébese su utilidad. Demuéstrese que sirve a Juan Buenhombre, por los servicios que le presta, el equivalente de lo que a él le cuesta. Pero, abstracción hecha de esta utilidad intrínseca, no invoquéis como argumento la ventaja que ésta da al funcionario, a su familia o a sus proveedores; que no se alegue que ésta favorece el trabajo.
Cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, es exactamente como cuando él da cien perras a un zapatero a cambio de un par de buenos zapatos. Ambos dan, y quedan en paz. Pero, cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario para no recibir servicio alguno o incluso para sufrir vejaciones, es como si se los diera a un ladrón. De nada sirve decir que el funcionario gastará los cien perras para mayor beneficio del trabajo nacional; lo mismo hubiera hecha un ladrón; lo mismo hubiera hecho Juan Buenhombre si no se hubiera encontrado en su camino al parásito extra-legal o al legal.
Habituémonos pues a no juzgar las cosas solamente por lo que se ve, sino también por lo que no se ve.
El año pasado, estaba yo en el Comité de finanzas, ya que, bajo la Constituyente, los miembros de la oposición no eran sistemáticamente excluidos de todas las Comisiones; en ésta, la Constituyente actuaba sabiamente. Hemos oído decir al Sr. Thiers: «Durante toda mi vida he combatido los hombres del partido legitimista y del partido religioso. Desde que el peligro común se nos ha acercado, desde que los frecuento, que los conozco, que nos hablamos de corazón, me he dado cuenta de que no son los monstruos que yo me había imaginado.»
Sí, las desconfianzas se exageran, los odios se exaltan entre los partidos que no se mezclan; y si la mayoría deja entrar en el seno de las Comisiones algunos miembros de la minoría, puede que se reconociera, de una parte como de la otra, que las ideas no están tan alejadas y sobre todo las intenciones no son tan perversas como se las supone.
Como quiera que así fuera, el año pasado, yo estaba en el Comité de finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas hablaba de fijar a una cifra moderada los gastos del Presidente de la República, de los ministros, de los embajadores, se le respondía:
«Por el bien mismo del servicio, hay que envolver algunas funciones de pompa y dignidad. Es la manera de interesar a los hombres de mérito. Innumerables desgracias se dirigen al Presidente de la República, y sería ponerle en una situación difícil si se viera obligado a rechazarlas todas. Una cierta representación en los salones ministeriales y diplomáticos es uno de los engranajes de los gobiernos constitucionales, &c. &c.»
Aunque tales argumentos puedan resultar controvertidos, ciertamente merecen un serio examen. Están fundados sobre el interés público, bien o mal entendido; y, en cuanto a mí, les presto mucha más atención que muchos de nuestros Cantones, movidos por un espíritu estrecho de escatimar o por la envidia.
Pero lo que me revuelve mi conciencia de economista, lo que me hace enrojecer por culpa de la renombrada intelectualidad de mi país, es cuando se llega (sin fallar jamás) a esta banalidad absurda, y siempre bien acogida:
«Por otra parte, el lujo de los grandes funcionarios favorece las artes, la industria, el trabajo. El jefe del Estado y sus ministros no pueden dar sus festines y sus veladas sin hacer circular la vida en todas las venas del cuerpo social. Reducir estos tratamientos, es matar de hambre a la industria parisina, y, de golpe, la industria nacional.»
Con la venia, Señores, respeten al menos la aritmética y no me vengan a decir, delante de la Asamblea nacional de Francia, no vaya a ser que para su vergüenza nos apruebe, que una suma de un resultado diferente, según se haga de arriba a abajo o de abajo a arriba.
¡Cómo! Voy a arreglármelas con un obrero para que me haga una acequia en mi terreno, mediando cien perras. En el momento de concluir, el recaudador me toma mis cien perras y se las da al ministro del interior; mi contrato queda roto pero el Sr. Ministro añadirá un plato a su cena. ¡Basándoos en qué, osáis afirmar que este gasto oficial es una carga añadida a la industria nacional! ¿No comprendéis que no hay más que un simple desplazamiento de satisfacción y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor servida, es cierto; pero un agricultor tiene un terreno peor desecado, y esto es tan cierto como lo otro. Un restaurador parisino ha ganado cien perras, lo concedo; pero concédaseme que un obrero de provincias no ha ganado cinco francos. Todo lo que se puede decir, es que el plato oficial y el restaurador satisfechos es lo que se ve, el terreno inundado y el obrero sin trabajo, es lo que no se ve.
¡Dios mío! ¡Cuánto esfuerzo para probar, en economía política, que dos y dos son cuatro!; y si se consigue, se dice uno: «Está tan claro, que es hasta aburrido.» – Después se vota como si nada se hubiera probado.»
Notas
{1} Cfr. David Boaz, Liberalismo. Una aproximación, Gota a Gota, Madrid 2007, pág. 324.
{2} Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1993, pág. 285.