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El Catoblepas, número 93, noviembre 2009
  El Catoblepasnúmero 93 • noviembre 2009 • página 7
La Buhardilla

Oídos sordos: orgullo y perjuicios (y 2)

Fernando Rodríguez Genovés

Segunda y última entrega del ensayo dedicado a las perversiones y maldades de la ideología de la diferencia, y de cómo, a través de la propaganda y praxis que lleva a cabo, las discapacidades son exhibidas como normalidades y aun como particularidades de las que estar orgulloso

Sir Joshua Reynols, Autoretrato, 1775Caricatura de Ludwig von Beethoven

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De cómo la diferencia y la minusvalía se tornan en orgullo
y aun en vindicación

Pero, ¿qué es normal? ¡Cuidado antes de contestar! ¿Quién se atreve a decir de algo o alguien que no es «normal» en estos tiempos, desde hace tiempo? ¿Cómo podría uno olvidarse, o pasar por encima, así como así, de la antipsiquiatría, los Cultural Studies, la pedagogía anarcosublimadora, la teología de la liberación, el posmodernismo y el progresismo? Demoremos, en consecuencia, la respuesta a la primera pregunta, y hagamos tiempo y reflexión atendiendo a esta otra: ¿por qué no hay propiamente palabras –o si las hay son juzgadas como imprecisas y vagas– que expresen convenientemente la ausencia de minusvalía o discapacidad? ¿Quizá porque no sería necesario enfatizar lo que se da por natural?

De quien no es sordo se dice que es «oyente», pero oyente no designa, en rigor, a quien puede oír, sino a quien escucha o simplemente oye. De quien no es ciego se dice que es vidente, mas, la voz «vidente» no remite tanto a quien puede ver cuanto a quien ve más de lo normal o ve demasiado (por ejemplo, el profeta o el televidente{1}).

De la persona que no es muda se dice que es «hablante», pero principalmente «hablador», cosa bien distinta de aquélla, ya que la locución «hablante» suele emplearse para señalar al sujeto usuario de una lengua determinada (por ejemplo, para nombrar la condición del «hispanohablante», esto es, persona que tiene como idioma propio el español), sin olvidar el hecho de que los antiguos romanos calificaban al hombre de animal loquax, el animal locuaz, parlanchín, o sea hablador, o, como propone Ernst Cassirer, «que continuamente está hablando consigo mismo»{2}.

Del que no es enano se dice que es «gigante», expresión a todas luces exagerada. Y tanto más si por la misma razón, a la inversa y por justa reciprocidad, el que no es gigante ve reducida su condición a la de «enano».

Bao Xishun, 2,36 metros y Mr Pingping, 73 cm

Podrían requerirse aquí más citaciones, pero con las ya apuntadas debería quedar claro que la línea discursiva sin fronteras desemboca, cuando menos, en el relativismo que, como es sabido, agota sus tesis en la línea plana de la inconmensurabilidad, allí donde todos los gatos son pardos y el territorio carece de relieve. Y semejante escenario no resulta prometedor ni sensato.

Ni todo es lo mismo ni todo da lo mismo. Una característica humana genérica no puede, rigurosamente hablando, ser apreciada como cosa idéntica a su carencia o insuficiencia o a su reemplazo por una alternativa (por ejemplo, una prótesis), la cual de ningún modo supliría el original, no superando, en cualquier caso la condición de remedio que pretender subsanar o de consolar sin más. En puridad, semejante transacción o trapicheo no tiene valor en sí misma, y, por tanto, no puede aspirar a la consideración de característica deseable o privilegiada, o aun envidiable, pues ello significaría tomar lo accidental como esencial, y tengo para mí que sería llevar las cosas demasiado lejos. Por ejemplo, la cosa del orgullo.

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¿Qué es normal, pues? Consideremos ahora dos testimonios directos sobre el caso que estamos aquí considerando:

1) «La sordera constituye una forma de normalidad, distinta de otras normalidades, pero no inferior». Palabras de Candace McCullough{3}, a las que añade su pareja Sharon Duchesneau estas otras no menos ejemplares: «Ser sordo no es bueno ni malo».

2) «la sordera es una característica biológica que ha dado lugar a una cultura que enriquece y da vida.». Habla en esta ocasión la CNSE (Confederación de Sordos de España) a raíz de este caso, como quien no dice nada o pretende salir al paso de las críticas{4}.

Llegados a este punto, no debe escapársenos que estamos tratando un tema de fuertes componentes emocionales, un asunto que no puede tomarse a broma o a la ligera, ni reducirse a anécdota o a cosa trivial, pues es sentido por los afectados y allegados como tema muy personal, de fuerte carga afectiva, materia bastante susceptible, en fin.

Lo que llama la atención, con todo, es que algunos se tomen la cosa con tanta... naturalidad. Los asuntos que excitan las pasiones o exaltan la sensibilidad, porque atañen a sentimientos humanos profundos, sin duda, deben abordarse con mucho miramiento y no poca discreción (en realidad, como todos, pero acaso éstos todavía más), y más que nadie, por parte de los tocados o directamente interesados en ellos, quienes ni encontrarán en la bienintencionada compasión ni el vano consuelo último remedio a su situación.

Desde mi punto de vista, la actitud más apropiada para acercarse a estas situaciones es la del respeto –por ambas partes, espectadores y afectados–. Pero, debe recordarse que respeto quiere significa, en primera instancia, autorrespeto, pues el concepto «respeto» (del latín respicio) remite principalmente al de «reconocimiento», esto es, saber estar uno en su sitio y hacerse responsable de sus propias acciones (más que ponerse en el lugar del otro{5} y pregonar una huera y esquiva responsabilidad general) y tomar las cosas en consideración, en serio, por lo que en realidad son, tratándolas, en fin, como corresponden.

Tratar a una persona adulta con respeto supone tratarla como merece, poniéndola frente a su situación y sus acciones, en su sitio, rindiendo cuenta de sus actos, poniéndola en evidencia en caso de que calle cuando debe dar explicaciones o haga oídos sordos a las interpelaciones sobre sus conductas irresponsables o delictuosas.

Cuando, por el contrario, uno mismo se altera, o sea, invierte el sentido de las cosas, las tuerce y trastorna, entonces triunfan inevitablemente la simulación, el disimulo, la afectación, la desmesura y el encubrimiento. También el orgullo sublimado, desmedido, inoportuno.

Es cada vez más habitual observar cómo las minorías activistas y defensoras de la diferencia y la minusvalía enarbolan el rasgo propio no sólo como una peculiaridad merecedora de distinción sino incluso como una conquista, como un motivo de orgullo y aun de vindicación{6}. De esta singular manera, y a modo de muestra de lo que digo, colectivos de homosexuales militantes no se conforman con reclamar el derecho a una determinada inclinación sexual sino que tal opción la presentan como la opción más liberadora de entre las existentes, pues en el fondo, eso dicen, todos seríamos de su condición, es decir, homosexuales, o cuando menos, bisexuales, sólo que reprimidos. Como heterosexuales reprimidos, nos negaríamos a dar rienda suelta a nuestro deseo, nos daría miedo liberar nuestra libido… Y en este plan que van.

Fernando Botero, Odalisca

Miles de norteamericanos obesos (¿o tal vez fuese mejor decir «con sobrepeso», nunca «gordos»?), militan en una asociación que luce el lema de Fat is beautiful (que, a su vez, emula el famoso Black is beautiful de los Panteras Negras de los años sesenta del siglo pasado). Y ahora estamos considerando el caso de aquellos sordos que defienden el derecho a la sordera y del deber de sus hijos a disfrutar de la sordera. Se dirá que son casos distintos y que el fenómeno es demasiado complejo para hacer semejanzas... Mas no se negará que en ambos asuntos –y en otros similares o colindantes que no he citado– sobresale un rasgo común, a saber: desde un sentimiento de marginación y exclusión por parte de afectados por una diferencia o discapacidad no se ha derivado a una reclamación justa y ponderada de igualdad de oportunidades y de denuncia de trabas o problemas de integración en la sociedad, sino a algo mucho más extremo y siniestro.

Gran parte de los movimientos vindicativos de este género han virado hacia el orgullo, impostado y forzado, algo próximo a la fe del carbonero, a una creencia fanática en la condición propia, lo cual invita fácilmente a ser proclamada como rasgo de identidad cultural o comunitaria, que, intencionalmente o no, conduce al segregacionismo y la marginalidad.

De ser tenidos como seres distintos y casos aparte, pasan a ser ahora individuos que quieren ser distintos y vivir aparte de los demás, sólo entre ellos y para ellos, y sus hijos con ellos, como ellos.

El cojo MantecaPanteras Negras

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¿Quién es normal? Todos somos, en sentido estricto, minus-válidos. No decimos esto por solidaridad malentendida, sobreponderada o articialmente cebada por la propaganda, tampoco a modo de boutade, sino por tratarse de una sencilla obviedad. Todos los humanos presentamos, en efecto, alguna carencia, insuficiencia o anomalía que por la deriva y el azar de la herencia genética, la intervención del medio ambiente o por el simple hecho de ir viviendo, por el paso de los años, van tapizando nuestra existencia, mermando así actitudes y comportamientos: la miopía o la alopecia, por poner dos casos de pérdida de… facultades, las luce hasta el más pintado.

Diríase –la pista del rumor conduciría a los propios «cuatro ojos» y calvos –que aludimos a una simple particularidad, un signo externo, después de todo muy interesante, puesto que la mirada torva y lánguida del miope resulta muy atractiva, y, asimismo, la calvicie monda y lironda –sobre todo en los varones– bien mirada, puede resultar bastante sexy.

Yul Brynner

En la misma atmósfera consoladora y farsante respiran las recreaciones sobre ciertas situaciones fortuitas, pero presuntamente no deseables, las cuales pasarían por experiencias enriquecedoras, que reportaron al que las padeció ventajas impensables, beneficios derivados, como serían, por ejemplo, las de aquellos que padecieron larga enfermedad en la niñez o adolescencia, de la que devino posterior curación, pero les reportó una experiencia muy emocionante y aun provechosa en otros aspectos (en especial, para quien escriba sus memorias o novelas románticas). O las de los que penaron prisión, lugar en el que les sobrevino acaso una milagrosa inspiración literaria que contribuyó en gran medida a la composición de páginas inmortales o les permitió cursar la carrera de Derecho, la cual no tenían prevista realizar, en una Universidad a Distancia.

No creo, sin embargo y a pesar de los virtuales efectos, que estemos ante horizontes ejemplares para el hombre, escenarios recomendables o transferibles. Y si estos no lo son, menos lo serán las perspectivas de vida que encierran severas discapacidades que inhabilitan o siegan potenciales aptitudes humanas. Por más que quiera embellecerse la discapacidad o minusvalía –también regularizarse lo singular o convertir lo menor en mayor–, lo cierto es que el ejercicio de aferrarse y obstinarse en su recurrencia, en vindicarlas, publicitarlas, celebrarlas y no digamos imponerlas sin el consentimiento de otros, acaba desencadenando una práctica imprudente, excéntrica, criminosa y cruel.

De este manera, el discurso apasionado de la diferencia se excita con facilidad y promueve argumentos henchidos de resentimiento{7} y hasta de racismo:

«Algunos dicen que no deberíamos haber tenido hijos con esa minusvalía [luego reconoce la minusvalía. FRG]. Pero también los negros tienen más dificultades sociales que los blancos. ¿Impide eso que mujeres blancas elijan inseminarse de un hombre negro, si quieren? Todas las opciones deben mantenerse abiertas.»{8}

Ahí queda dicho, por boca de miss McCullogh: si la sordera supone, después de todo, una minusvalía, el ser de raza negra, lo mismo. Todas las posibilidades, asevera, son… posibles. Mas ¿en verdad no tiene límite la convicción y la vindicación de la discapacidad o minusvalía, la exaltación de la diferencia, esta nueva y patética versión del orgullo del pobre? ¿No es posible ponerle límite?

Notas

{1} En un célebre ensayo que examina las virtualidades del homo videns, Giovanni Sartori opone el concepto «animal vidente» al de «animal simbólico» para dar cuenta de cómo el hombre actual de las sociedades modernas se aparta perjudicialmente de su condición natural: Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998, pág. 26.

{2} Citado por Sartori en ibíd.

{3} El País, 9 de abril de 2002.

{4} Véase el comunicado «¿Sordera por encargo?» de Felisa Pino, coordinadora de la Comisión de Cultura, Información y difusión de la CNSE (Confederación Nacional de Sordos de España).

{5} Véase mi «Afecto y afectación en la simpatía. ¿Lleva el movimiento simpatizador a ponerse en el lugar del otro?, en Télos. Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas, Santiago de Compostela, volumen IX, número 2, diciembre 2000, págs. 43-55. Asimismo, En el lugar del otro: http://nodulo.org/ec/2006/n052p07.htm

{6} También existe, por ejemplo, la escritura braille, diseñada para personas ciegas, la cual nadie aún, que yo sepa, ha vindicado como identidad sociocultural que haya que amparar y extender en sustitución de las otras escrituras y lenguas de uso.

{7} No hay duda de que anida mucho resentimiento, junto a odiosas comparaciones, en la siguiente declaración de una mujer americana sorda, miss McCullogh, impedida para usar el idioma inglés hablado, lingua franca en todo el mundo: «Las personas sordas no son más inválidos que alguien que habla francés, italiano o japonés. Hay por todas partes obviamente límites: como cuando usted se detiene en la calle o compra algo de una tienda. Pero usted acepta que hay límites tanto cuando se encamina fuera del mundo sordo como en el mundo oyente – justamente lo que hacen los que oyen cuando van al extranjero–»

{8} El País, loc. cit., véase nota 3.

 

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