Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 92 • octubre 2009 • página 7
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Una película, para empezar
En el año 1960, el director italiano Marco Ferreri filma en España El cochecito, a partir de un guión escrito junto a Rafael Azcona{1}. El resultado, todo un clásico cinematográfico, es bien conocido: una crónica cruel, vitriólica, de las miserias de la naturaleza humana, de su desolación, de su orfandad, de su menesterosidad, personificadas en un anciano –portentoso José Isbert– cuyo anhelo irrefrenable es hacerse con un coche de inválidos para así ser como el resto de su grupo de amigos, compañeros de fatigas y de soledad, a la sazón inválidos en cochecito, pues él se siente muy desgraciado y muy marginado teniendo que ir sobre sus propias piernas, andando, trotando, siempre corriendo tras ellos, perdiendo el aliento, el resuello, mientras los orgullosos amigos se desplazan motorizados, tan ricamente.
Para lograr tal sueño, el atribulado caballero sin montura, melancólico como el de la triste figura, no dudará en tramar el envenenamiento de su familia, que no le entiende y se opone al desatino que le tiene poseído, marginado, todo con tal de seguir los pasos de la comunidad de adopción en la que se siente a gusto, sobre ruedas. Historia triste y amarga, humor negrísimo, real como la vida misma.
2
Sueños, pesadillas y malestar
En su largo y empedrado camino en busca de la felicidad, el hombre ha tenido que sortear serios contratiempos y al hacerse grandes ilusiones, sufrir crudas decepciones. Es algo que no puede evitarse, por más que esté uno avisado. De esto sabía mucho Sigmund Freud, quien, por cierto, hubiese hecho maravillas interpretando las fantasías cinematográficas que acabo de referir, a la vista de lo que nos ha contado sobre otros casos parejos. Según dejó escrito el padre del psicoanálisis, aunque el objetivo último del hombre es el placer, o el bienestar{2}, en la práctica lo tiene todo en contra a la hora de conseguir ser feliz, pues el ceño del sufrimiento le amenaza en un fuego cruzado desde tres frentes implacables:
1) desde el propio cuerpo, que le constriñe, limita y condena a la decadencia y a la definitiva destrucción, recordándole así que es finito, de carne y hueso, y que –como gusta decir a los enemigos del dualismo– «somos un cuerpo»;
2) desde el mundo exterior –o el medio ambiente o la naturaleza– que en su poderío envolvente le ampara, pero también le advierte y golpea{3}: poniendo de manifiesto su fragilidad y debilidad naturales, le mira con aire desafiante, superior y superlativo;
y 3) desde la comunidad con los otros seres humanos, acaso la fuente de displacer y disgusto que peor se acepta, que más contraría y disgusta, pues el Otro, como decía Ortega, al ser aquel con quien en verdad contamos y debemos contar, nos guste o no{4}, su deslealtad y vileza decepcionan más que nada en el mundo.
Y ocurre esto porque estamos persuadidos de que el Otro (yo para él) podría actuar bien cuando lo hace mal, es decir, de otra manera, cuando, por ejemplo, su mano no acaricia sino que golpea, cuando su boca no profiere palabras suaves sino llamaradas que devoran las entrañas. Mientras las cosas son como son, los hombres son lo que quieren ser. Es su elección lo que nos conmociona, nos trastorna o nos alegra.
El hombre necesita saber con qué cuenta y con quiénes cuenta, para así saber lo que le espera: ésa es su esperanza, a pesar de todo. Para compensar las limitaciones del cuerpo, cuenta con las ciencias médicas; para suavizar las presiones atmosféricas y los empellones de la naturaleza, con la técnica; para convertir al Otro de ser amenazante en socio cooperante, de posible agresor en efectivo colaborador, con la pedagogía, el cultivo de la sociabilidad y los sentimientos, y también con la ética y la política. La cultura, en fin. Mas no siempre se oye la voz de la cultura, o no se entiende, o su timbre provoca malestar. Es entonces cuando aparecen las culturas.
3
Una sórdida historia de sordos (o sordas)
Un reportaje de Liza Mundy, «A World of Their Own», publicado en The Washington Post (31 de marzo de 2002) daba cuenta de una tremenda historia real, que acaso pronto dará pie para una película de género...
Sharon Duchesneau y Candace McCullough, dos mujeres norteamericanas, sordas de nacimiento, pareja sentimental desde hacía ocho años, dieron a conocer al mundo una suprema decisión, una confesión: fueron inseminadas con esperma de un donante sordo al objeto de, intencionadamente, dar a luz niños sordos. He dicho «decisión», aunque para ser más precisos habría que hablar de proyecto (¿de ingeniería social?), de acción intencional realizada con vistas a un objetivo asociado y más extenso que el soportado por una mera resolución particular de personas individuales en el ámbito doméstico.
Estaríamos, pues, ante un acto testimonial, y aun reivindicativo, una llamada que aspira a convertirse en una guía de conducta, una acción ejemplar. El hecho de que ambas mujeres ejerzan profesionalmente de terapeutas mentales y de sordos, de que el donante sea miembro de la activa y exclusiva para sordos Universidad de Gallaudet, Washington, así como que hayan decidido publicitar su caso con gran lujo de argumentos y razones doctrinales, abona la presunción de que, en efecto, no es éste tan sólo un caso de decisión privada, sino que nos hallamos ante lo que Peter Garrett, director de la revista LIFE, ha denominado un ejemplo de tecnología reproductiva «running riot»{5}, es decir, que se descontrola (literalmente: que se desmadra...), y muy sensacionalista, tanto o más que los experimentos biológicos o menús genéticos a la carta (por ejemplo, madre sesentona que resulta ser abuela o tía de su hijo; mujeres, una estéril, la otra fecunda, que intercambian el ADN de sus óvulos para concebir un hijo que tendrá dos madres, et alii).
Estos sucesos ponen a prueba la capacidad investigadora de la ciencia y la imaginación y el capricho humanos, al tiempo que trastornan violentamente los criterios y los valores morales, a tal velocidad que los filósofos morales nos vemos materialmente sobrepasados a la hora de tener que emitir un dictamen de los hechos, una valoración. En el fundamento del mismo rebullen variadas problemáticas: el nacimiento y crecimiento de niños en el seno de parejas homosexuales (programación de individuos huérfanos de nacimiento{6}), la manipulación genética con fines terapéuticos o el uso de células madre embrionarias con aplicaciones médicas.
Los límites de una eugenesia «negativa», ordenada al efecto de hacer frenar y retroceder lo que se consideran, o se han considerado hasta el momento, enfermedades o severas anomalías en la reproducción de la especie humana, son, en fin, todas ellas cuestiones que interesan a la reflexión ética en la medida en que afectan al examen y evaluación de una «vida de calidad».
Con todo, lo que concita ahora nuestra atención, aunque comparta elementos con los mencionados, es la discusión acerca de un tema que no pertenece en primera instancia al ámbito de la llamada «bioética», sino que participa más bien de todos los atributos de la ideología contenida en los denominados «estudios culturales» y sus especialidades: «políticas de reconocimiento», identidad cultural, corrección política, exaltación de la diferencia, multiculturalismo. Es decir, aquello que planearía más allá de decisiones morales particulares, opciones sexuales concretas, disputas judiciales y económicas e intereses médicos es esta cuestión sustancial: ¿estamos en condiciones de poder discernir entre normalidad y minusvalía o impelidos a condecorar estos términos con el dudoso privilegio de la distinción, de tener que escribirlas siempre entre comillas?
Como, por lo demás, tampoco es función de los filósofos morales («expertos en incompetencia»{7}), el prejuzgar comportamientos o diagnosticar remedios ni mucho menos sentenciar resoluciones, nos limitaremos en lo que sigue a examinar la base y el alcance de las principales razones que se han esgrimido en favor de este caso: la decisión de Sharon y Candace.
Pues bien, Duchesneau y McCullough forman parte de un movimiento creciente en los Estados Unidos, y por extensión en el resto del mundo{8}, que ve la sordera como una forma de «identidad cultural», no como una minusvalía. Es éste, según mi punto de vista, el nudo del problema moral aquí desatado, más que el de la legitimidad o no de los diseños de vida; cuestiones éstas, sin duda, fascinantes e inquietantes, pero que, como digo, no abordaré aquí y ahora.
4
Una bendición especial
«Un bebé oyente (A hearing baby) sería una bendición. Un bebé sordo sería una bendición especial, porque así estaría igual que nosotras», manifestó Sharon Duchesneau antes de dar a luz a su hijo Gauvin, sordo.
Es una actitud muy común entre los padres y madres, y muy encomiable, el desear para sus hijos lo mejor, así como que sean parecidos a ellos. Sin embargo, ambas pretensiones no tienen por qué significar lo mismo ni ir unidas. Donde las objeciones éticas a la clonación humana ganan fundamento es justamente en este punto: el ideal de la reproducción humana llevado hasta el extremo de su literalidad. Es decir, el ansia de la duplicación y la repetición, proyectado en el hijo, choca violentamente contra la cabal caracterización del ser humano entendido como individuo autónomo, indivisible e irrepetible, insustituible, único en su especie porque así corresponde a su especie.
Los humanos son hijos de hombre y mujer, de padre y madre, del azar y la necesidad, de la fortuna y la decisión, criaturas nacidas desde una acción y acaso también una voluntad ajenas, pero que aspiran a la propia determinación y al libre desenvolvimiento como personas. Nacen dentro de la comunidad humana y dentro de las posibilidades humanas, y es francamente muy controvertible tomar por legítima la acción de limitar y constreñir tales perspectivas diseñando unas privilegiadas, aunque singulares, comunidades de destino en lo particular, en las que les resulte a sus miembros muy difícil salir o despegarse algún día, si así lo desean, para incorporarse a otras, distintas, y desde luego altamente incomprensible transferir a la descendencia deliberadamente una carencia o discapacidad –por ejemplo, la sordera– sin posibilidades de reversibilidad para que no pueda escapar nunca a dicho destino.
Tal cosa supone anteponer las posibilidades de pertenencia a una «comunidad específica» a las posibilidades de pertenencia a la comunidad de la especie, a la humanidad. Se puede nacer sordo o ciego o enano o hemofílico, sin perder por ello un ápice de humanidad, pero favorecer en un nuevo ser que viene a la vida la presencia de esas condiciones o estados, preferirla, y aun privilegiarla, frente a la virtualidad de su ausencia o prevención, significa depreciar sin más el horizonte de la humanidad. Y son éstas cosas bien distintas. En especial, si reparamos en que en estos casos se trata de elegir en lugar del otro la adquisición de una característica, dando por supuesto que al objeto de la adopción se le antoja, o se le antojará, asimismo una «bendición especial» la herencia que recibe sin enmienda.
No es incorrecto considerar al hombre como un ser esencialmente heredero, pues ni nace de la nada ni renueva sus individualidades y generaciones desde un punto cero, sino que su vida recoge y enlaza, suma y sigue, la línea evolutiva de la humanidad, nuestra identidad estricta y abstracta. Desde una perspectiva cultural, el ser humano se define tan conservador como progresista, porque a la condición de sujeto paciente y receptivo se le une la de agente y activo. De la combinación y avenencia de ambas facetas del hombre depende el éxito de su evolución.
Estas consideraciones se traducen, por tanto, en una ética de reconocimiento y de herencia cultural, la cual, a diferencia de las que se han apropiado de estos nombres, u otros parecidos, para hacer de ellos emblemas ideológicos, vincula a los individuos al grupo, a la sociedad, desde opciones abiertas y no cerradas, que fomentan el desarrollo de actitudes críticas y reformistas, no ciegamente continuistas ni disciplinadamente leales a la comunidad de origen.
Las políticas culturalistas se caracterizan, en cambio, por la angustia casi obsesiva por la deserción de los miembros de su comunidad, cuya acción tildarían de traidora o apóstata, incluso el menor gesto o movimiento sospechoso que revelara su cuestionamiento o el desplazamiento en dirección a otras lugares junto a otras compañías. Por ello multiplican sus esfuerzos por amarrar, religar y sujetar a los individuos dentro de su cultura por medio de firmes lazos, que van desde la educación sentimental y el chantaje emocional a la más burda propaganda y a la política educativa de acatamiento al arcano, sin olvidar las iniciativas manifiestamente coactivas y los trabajos forzosos.
Puede convertirse en una empresa aterradora, una escalofriante utopía totalitaria, la tentación de hacer que esa atadura del individuo a la comunidad le sea impuesta por la transmisión de un rasgo genético o una marca hereditaria de la que no pueda desprenderse. Las «políticas de reconocimiento» que se dejan seducir por esta especie de blindaje de las culturas{9} harían así realidad su sueño de garantizar la perpetuación de la más variada diversidad cultural, de identidades culturales específicas. Lo cual, todo sea dicho, puede trocarse además en provechosas vías de seguridad social: «Criar a un niño sordo es mucho más barato que a un niño oyente; la guardería, el parvulario, la escuela y la universidad son por ley gratuitos», ha declarado muy oportunamente Sharon Duchesneau.
He aquí un ejemplo más de cómo el crecimiento de las culturas brota tantas veces del malestar en la cultura y la promoción de las comunidades, de un profundo resentimiento hacia la sociedad. Porque no es en absoluto casual que las madres involucradas en este caso de «sordera por encargo», así como las personas privadas o públicas que simpatizan con ellas, incidan continuamente en el argumento según el cual la sordera (se supone que, por extensión, tampoco la ceguera, el sida o la cojera) no representa una limitación o una desventaja en sí misma considerada, es decir, una minusvalía o discapacidad, sino que, por el contrario, es la sociedad, en su congénito egoísmo e impenitente insolidaridad, la que, al no hacerse cargo de estas identidades o culturas ni protegerlas y beneficiarlas, fuerza a las minorías a segregarse y a constituir sus propias comunidades con miramientos especiales, derechos de pertenencia y deberes de lealtad{10}.
Y cuando no es la sociedad, el culpable de la supuesta injusticia sería el individualismo del hijo oyente de sordos que no aprende o aprende insuficientemente o con poco entusiasmo el lenguaje de signos para comunicarse con sus padres. O, por situarnos en otro supuesto, el hijo de unos padres de una lengua minoritaria –por ejemplo, en España– que opta por el uso preferente de una lengua distinta de aquélla –por ejemplo, el español–. ¿Qué podría hacerse, entonces, para evitar o atajar concluyentemente estas o parecidas deserciones?
Notas
{1} El presente trabajo fue publicado en su primera edición en papel, bajo el título «Oídos sordos, culturas y diferencia: de la exclusión al orgullo», en Daímon. Revista de Filosofía, Universidad de Murcia, número 28, enero-abril, 2003, págs. 87-94.
{2} Véase Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Madrid, Alianza, 1970, págs. 20 y ss.
{3} Una reflexión moral y política sobre este particular puede verse en mi «¿Proteger la naturaleza o protegernos de la naturaleza?», en Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, 1996.
{4} «Cuando se afirma que el hombre está a nativitate y, por tanto, siempre abierto al Otro, es decir, dispuesto en su hacer a contar con el Otro en cuanto extraño y distinto de él, no se determina si está abierto favorable o desfavorablemente.» Véase, José Ortega y Gasset, El hombre y la gente, Madrid, Alianza Editorial/Revista de Occidente, 1996, págs. 112 y 113.
{5} BBC News Online, 8 de abril de 2002.
{6} Fernando Savater ha defendido, por ejemplo, de manera muy correcta el siguiente criterio: «Yo creo que programar huérfanos es una barbaridad. Una cosa es que la vida te obligue a ser huérfano, y otra que sea irrelevante ser huérfano o no», en Juan Arias, Fernando Savater: El arte de vivir, Barcelona, Planeta, 1996, pág. 58.
{7} Cf. Odo Marquard, «¿Competencia para compensar la incompetencia? Sobre competencia e incompetencia en la filosofía», en Adiós a los principios. Estudios filosóficos, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2000.
{8} Véase el escrito redactado por la Comisión de Cultura, Información y Difusión de la CNSE (Confederación Nacional de Sordos de España), «¿Sordera de encargo?», reproducido en El País (22 de abril de 2002), en respuesta a un editorial de dicho diario (Sordera de encargo, 10 de abril de 2002) en el que se criticaba la decisión de «programar un hijo sordo» y se tildaba de acción «aberrante». La respuesta, precedida por el encabezamiento «Los derechos de las minorías», recoge y reproduce los conocidos argumentos de corte culturalista.
{9} He tratado de estos asuntos, y otros contiguos, en «Responsabilidad moral y temporalidad en una ética del presente», Contrastes. Revista interdisciplinar de Filosofía, Sección de Filosofía de la Universidad de Málaga, vol. VII, 2002. Véase, asimismo, «Para una ética del presente».
{10} Stephen Rooney, portavoz para la Asociación Británica de Sordos (British Deaf Association), realizó a la BBC News Online (8 de abril de 2002) la siguiente declaración a propósito de los hechos que examinamos: «El problema real no es si hay personas que están intentando diseñar bebés sordos, sino cómo la sociedad impide reiteradamente que los niños sordos disfruten de los mismos derechos, responsabilidades, oportunidades y calidad de vida que el resto».