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El Catoblepas, número 91, septiembre 2009
  El Catoblepasnúmero 91 • septiembre 2009 • página 11
Polémica

Argumentos de autoridad
de un presunto historiador indice de la polémica

José Manuel Rodríguez Pardo

Contrarreplica al último escrito del Profesor Barrado

Revisionismo histórico de la Leyenda Negra antiespañola

El profesor Montero Barrado ha replicado en su último artículo «Objetividad histórica frente a la deformación de la realidad» a «los comentarios, muy críticos y extemporáneos», que realicé recientemente, y en esta ocasión, al contrario que en el escrito primero, sí parece abordar mis tesis. Y digo parece porque bajo la apariencia de respuesta se limita a repetir nuevamente sus argumentaciones, como sí las mías no hubieran existido, y a pontificar en base a argumentos de autoridad con referencias a Southworth, Preston y otros, sin mostrarnos claramente cuáles puedan ser los argumentos esgrimidos por los hispanistas citados.

* * *

Le extraña al profesor Montero que respecto al revisionismo que «primero niega que lo defina para de inmediato no dejar de referirse a cómo lo concibo», pero no debería extrañarse tanto pues su definición de revisionismo, que vuelve a reiterar como si nada hubiera sucedido, es cuando menos extraña, y hay que suponer que se refiere al revisionismo de Nolte y otros para poder ponerla en contexto. Se justifica el profesor Montero afirmando que «lo que he hecho ha sido englobarlo dentro de un fenómeno que no es exclusivo de España. Pero mientras en otros países europeos occidentales se estaba construyendo una Historia de lo ocurrido en el siglo XX y en especial durante los años treinta y cuarenta, por aquello del fascismo (como término genérico) y la Segunda Guerra Mundial, en España sólo se había elaborado una Historia desde el régimen que adolecía de lo que debe entenderse como parámetros rigurosos y/o científicos, en la medida que sólo quería justificar el golpe militar de julio de 1936, la guerra que le sucedió y el régimen implantado desde su fin».

Y así,

«Desde los años setenta, en líneas generales, se ha empezado a construir una Historia de esa época con otros criterios, más rigurosos y se quiere hasta científicos. Primero fueron historiadores principalmente anglosajones los que se preocuparon por hacerlo, abriendo una enorme distancia sobre la Historia oficial y permitiendo que varias generaciones de personas dedicadas a la investigación histórica pudieran a proseguir ese camino, no homogéneo, pero sí distinto al oficial, que había tergiversado enormemente lo ocurrido».

Pero habrá que poner entre paréntesis lo «riguroso» y lo «científico», para decir que lo que se produjo durante la década de 1970 (yo lo adelantaría a una década antes, cuando aparecen las obras de Jackson, Thomas y otros) es un «cambio de paradigma» (por usar la expresión del profesor Montero) de la historiografía «franquista» a la de corte más socialdemócrata respecto a la guerra civil. No un paso de la ideologización a la objetividad histórica, pues tan ideológicos son Tuñón de Lara, Hugh Thomas o Jackson como Joaquín Arrarás o Ricardo de la Cierva, sino un cambio de principios ideológicos dominantes, cuya culminación es la actual memoria histórica, implantada por decreto ley y vinculada al PSOE principalmente (de ahí que le relacione al profesor con ese partido, en tanto que ambos participan de la misma viscosa ideología). Como dice el profesor Barrado, esa labor de lucha ideológica ha sufrido un nuevo punto de inflexión con lo que él denomina como «un movimiento en la sociedad española que busca recuperar la memoria de quienes sufrieron algún tipo de represión durante la Guerra Civil y la posguerra. Ha calado más en los nietos y las nietas de las personas que vivieron esa época y han sido olvidadas», al tiempo que afirma que «pertenecen a una generación que quiere saber más de lo ocurrido y para ello se han empeñado en quitar el manto de silencio y deformación de la realidad que durante los 40 años de dictadura y los siguientes de la Transición se ha levantado». Como si en la sociedad española hubiera un eco, más allá de determinados partidos políticos y de organizaciones a sueldo suyo mediante el presupuesto del Estado, que buscase realmente esa recuperación.

En base a esto, y con criterios poco científicos, prosigue descalificando a historiadores que no son de su gusto, sin más argumento que su propia palabra: «se han dedicado a hacer panegíricos del régimen cuando existía, como Joaquín Arrarás, Ramón Salas Larrazábal o Ricardo de la Cierva; ni a los hoy llamados revisionistas, como Pío Moa, César Vidal, Ángel David Martín Rubio, Jesús Mª Zavala, &c., quienes se basan en gran medida en los postulados de las obras de los primeros, claramente sesgadas e insuficientes en sus fuentes, o niegan sin ningún rubor hechos documentados».

Pero la memoria histórica de carácter ideológico del profesor Barrado deviene en memoria biográfica:

«De muy joven participé en la lucha contra la dictadura franquista y mi preocupación y sensibilidad por esa época y, por qué no, por lo sufrido, no se han aminorado. Según ha ido saliendo información de las investigaciones de distintas asociaciones de memoria histórica, profesionales del mundo universitario y la gran aportación de otras personas, muchas, dedicadas a la investigación histórica fuera de la Universidad, me he ido interesando cada vez más por el tema de la represión franquista en particular, pero sin olvidar la base de la misma, es decir, las estructuras de poder que la posibilitaron».

Entonces, lo que se percibe en el profesor Barrado y afines a la recuperación de la memoria histórica no es sino un resentimiento personal hacia el régimen que combatieron y no pudieron derribar salvo en sus ensoñaciones, y la mala fe de quien pretende que sus riñas biográficas de antaño sean heredadas por las generaciones futuras, en un intento vano pero también un tanto peligroso, por lo que supone de polarización de la sociedad española actual, de dar lanzadas a moro muerto.

* * *

Prosigue el profesor Montero señalando que mis afirmaciones son «ucronías» [sic] y atribuyéndome un adjetivo para él curioso, el de presentismo. Adjetivo que usa para descalificar a quienes denomina como «revisionistas», pero que no tolera que se use contra él: «cuando tratamos de lo ocurrido en el tiempo corremos el riesgo del presentismo, en la medida que partimos de la situación en que estamos, con posibilidades de que cambie a lo que deseamos, de manera que buscamos justificar lo que pasó para defender lo establecido o viceversa, criticarlo para acabar con ello». Pero eso es precisamente lo que realiza el profesor Montero: encarecer hasta el infinito a la II República, que apenas duró cinco años, porque se le figura que es el precedente del actual régimen democrático de 1978. Asimismo, si él acepta lo que denomina presentismo, «la respuesta del doctor Rodríguez Pardo precisamente no se caracteriza por su ausencia. ¿O no es presentismo querer destacar como lo principal en su artículo que lo que está en juego es la unidad de la Nación Española, como, a su decir, también lo estuvo durante el periodo de la II República al abrir la vía de los estatutos de autonomía? ¿Es que las realidades históricas son eternas y no pueden ser modificadas? ¿Es que las realidades históricas son esencias, cual figuras ideales, y por tanto no materiales, sometidas a todo tipo de tensiones sociales, que hacen que al final todo cambie y lo que ayer fue hoy no lo sea y lo que hoy no existe pueda estar presente en el futuro? Yo sé que España, como realidad política, existe, pero no ha existido siempre y lo que ocurra en el futuro me puede importar o no un bledo, me guste o no».

Se advierte una clara confusión en el texto del profesor Montero. Confunde el análisis del presente desde el presente con el presentismo, esto es, con la consideración de determinadas estructuras históricas como si estuvieran anticipando la situación actual. Realizar la historiografía desde el presente no significa que las estructuras del presente estén ya prefiguradas en el período que se pretende historiar. Eso supone confundir la morfología histórica con las categorías usadas para analizar esas reliquias y relatos. Algo muy habitual en los historiadores cuando identifican los fueros de Vizcaya con el País Vasco o el Reino de Navarra con la comunidad autonóma actual, y por supuesto cuando pretenden considerar la división administrativa de la II República como precedente de la Constitución de 1978.

Otro ejemplo de confusión de la morfología histórica con las categorías historiográficas lo tenemos en Tuñón de Lara, quien para justificar el dualismo de la lucha de clases supone que quienes estaban luchando para fundar la II República se convierten, al llegar al poder, en un «contrapoder». O incluso afirma que llegan al poder los obreros, como si burócratas sindicales como Largo Caballero merecieran tal consideración (ver Manuel Tuñón de Lara. Tres claves de la Segunda República. Alianza, Madrid 1985, en especial las págs. 220 y ss.).

No menos preocupante es la frivolidad que expresa al final del fragmento: le importa el futuro de la Nación Española «un bledo», como si él fuera una suerte de apátrida o ciudadano del mundo. Que las estructuras políticas no sean eternas no significa que los ciudadanos que las constituyen no puedan luchar por perseverar en su ser, máxime ante las amenazas secesionistas, que ya existían precisamente durante la II República y se manifestaron con bastante virulencia, pese a que un presunto historiador como el profesor Montero las menosprecie. De haber existido muchos ciudadanos entreguistas como el profesor Montero en las distintas épocas históricas, difícilmente las sociedades políticas históricas como el Imperio Romano o la Atenas de Pericles hubieran durado más allá de unos pocos años.

De todos modos, el profesor Montero nos anticipa el discurso maniqueo de Tuñón de Lara, donde se identifica lo español con el «bloque de poder» que presuntamente fue derrotado al advenir la II República. Pero como los que ocuparon las magistraturas se convirtieron a su vez en un nuevo «bloque de poder», Tuñón los denomina como «contrapoder», para no tener que decir lo obvio, que los distintos «bloques de poder» querían lo mismo: el poder, esto es, el Estado. «No quiero meterme ahora en ese aspecto de la esencia y, por ende, de la eternidad de lo español. Sólo sé que ese discurso es el que han utilizado desde el siglo XIX quienes han mandado en España, ese bloque de poder del que habló Tuñón de Lara, y que durante el régimen franquista vivió su esplendor».

Algo que refrenda con posterioridad: «Defiendo que lo ocurrido durante la II República y la guerra fue escenario de un duro enfrentamiento entre lo que Machado llamó las dos Españas. Una, la que dominaba y recogía diversas tradiciones políticas e ideológicas que se habían expresado en distintas formas de carácter conservador o simplemente reaccionario». Maniqueísmo histórico que no explica, sin ir más lejos, los conflictos intestinos habidos en el bando del Frente Popular durante la Guerra Civil, que demuestran que esos bloques maniqueos eran mucho más complejos de lo que parecen. Discrepo acerca de la poesía como el objetivo final de la ciencia histórica, pero el profesor Barrado es muy libre de adoptarlo como tal.

Asimismo, quiero recuperar un fragmento que aparece al final de su escrito y que conviene situar aquí:

«Esa pulsión social y política que tuvo lugar en los años 30 y la venganza de quienes acabaron triunfando no fue más que el triunfo de quienes temieron perder lo que habían acaparado desde décadas y siglos atrás, y se habían instalado en el poder con el advenimiento del régimen liberal durante el siglo XIX a costa de la miseria y la incultura de la mayoría».

Nuevo argumento carente de base. ¿En qué sentido las pulsiones sociales y políticas obedecían a la diferencia entre una supuesta clase detentadora del poder que veía amenazados sus privilegios y una clase miserable que había alcanzado las magistraturas? Este maniqueísmo histórico sonrojaría al más acérrimo defensor republicano, aunque ciertos autores defienden algo parecido. Vuelve a ser el «contrapoder» que Tuñón de Lara se inventa como sustituto del viejo bloque de poder, para no reconocer lo más natural: que todos los partidos políticos, lejos de representar a los miserables, son elites que ostentan el poder. De hecho, hoy día las elites nada tienen que ver con esos «miserables» de los que habla el profesor Montero, sino que son los herederos de las familias franquistas (la última en «salir del armario» y mostrar su franquismo heredado es la Vicepresidenta Fernández de la Vega), por mucha democracia y Constitución de 1978 que usen para tapar sus orígenes.

Afirma también el profesor Montero que «no quiero demonizar a quienes defienden lo español como una opción de agrupamiento político dentro de un territorio determinado, con el mismo derecho que tienen quienes defienden otras formas de agrupamiento, a los que se llama maliciosamente nacionalistas. Nacionalismo es tanto, pongamos por caso, lo español, lo vasco o lo catalán. Y desde ninguno, repito, ninguno, se debe creer que, porque se busque justificarlo desde axiomas esencialistas, tiene por qué ser lo correcto».

El profesor Montero aquí pierde la escasa credibilidad que pudiera merecer. Si no duda en poner en el mismo plano al nacionalismo español, cuya existencia histórica se remonta a la Constitución de 1812, junto al nacionalismo fraccionario vasco o catalán, que son meramente intencionales y hablan de una nación que no existe, su discurso ya no es el de un historiador, sino a lo sumo de un presunto historiador, de un ideólogo del actual régimen constitucional más bien. Si es cierto, entonces ya ni siquiera es historiador: ¿sobre qué puede historiar el profesor Montero si niega la Nación Española? ¿Sobre la paz, la democracia o la libertad que tan alegremente menciona al comienzo de su escrito a propósito de la Transición? Si a ello le sumamos que al profesor Montero España le importa «un bledo», no dudamos que es un cómplice objetivo de la secesión que los nacionalismos fraccionarios intentan realizar de distintos fragmentos de España.

De hecho, demuestra su complicidad cuando prosigue afirmando que «La II República fue el segundo intento, tras el efímero de la I República, por buscar un modelo de organización territorial del estado donde se reconocía la realidad plural de sus partes, donde se reconocía la posibilidad de poder encajar aquellas realidades donde existían reivindicaciones que antes no habían sido reconocidas. La Generalitat catalana de 1931 y el Estatut de 1932 fueron una vía. Decir que era el inicio de un camino hacia la ruptura de España es como el que dice que fumando porros te conviertes en drogadicto o que permitiendo el divorcio acabas con la familia. Fue un reconocimiento a un derecho, no impuesto, sino aceptado por la mayoría de la sociedad catalana, que lo demandaba. Una demanda legítima y que, por otra parte, no era homogénea ni en el grado de los objetivos ni en los rasgos políticos de quienes lo defendían». Pero es que el reconocimiento de ese estatuto para Cataluña fue una palanca que la Generalidad usó en octubre de 1934, paralelamente al golpe de estado del PSOE, para secesionarse. Para usar la vulgar expresión del profesor Montero, más que «fumar porros» lo que se realizó fue un tráfico masivo de drogas totalmente desrregulado y tolerado por el Estado.

Afirmación además de puro y simple presentismo, pues cuando el profesor Montero habla de la «realidad plural» no se está estudiando la II República, sino que se está realizando apología del régimen de 1978, el mismo en el que existe un Estatuto Catalán que reconoce la Nación catalana y en consecuencia niega la Nación Española. Sólo así se puede encarecer tanto, como ya afirmé, la efímera y lamentable II República.

También se pregunta el profesor Montero: «¿O no es presentismo la frase catastrofista con la que el doctor Rodríguez Pardo acaba su artículo en la que postula la necesidad de un revisionismo histórico “para superar la confusión ideológica en que la Nación Española se encuentra sumida, para desgracia de todos nosotros”?»

Le respondo que no, señor, no es presentismo. Es análisis del presente, como ya afirmamos. Porque en el presente existe una confusión total acerca de la Nación Española, «concepto discutido y discutible» según afirma el actual Presidente del Gobierno. En el mismo presente toda una serie de partidos políticos afirman en el parlamento que España no existe, y actúan como si así fuera, manteniendo leyes que no reconocen la soberanía española y la lengua española: no hay más que ver las leyes educativas gallega, vasca o catalana, que marginan el español, idioma oficial de España, o las casi doscientas «embajadas» autonómicas con las que los caciques autonómicos del régimen de 1978 pretenden suplantar a la histórica y prestigiosa diplomacia española. No sé si es catastrófico, pero el conjunto de lo señalado por mí constituye una amenaza a la Nación española, por mucho que el profesor Montero, y sobre todo el «gobierno de España» [sic], se empeñe en negarlo.

* * *

Prosigue el profesor Montero defendiendo una posición respecto a la «ciencia histórica» en la que «cualquier teoría científica es incompleta por definición. La ciencia no puede proporcionar conocimientos absolutos y definitivos, sino aproximados y relativos en la medida que sus fundamentos teóricos y metodológicos pueden ser revisados en su propio desarrollo». Y, entre otras muchas cosas, señala, en las ciencias sociales y en la Historia no hay un paradigma único: «La teoría social es, por su origen y desarrollo, plural. No podemos considerar que existen hechos puros en sí mismos, sino en relación a teorías».

Pero el paradigma, término acuñado por Kuhn para su filosofía de la ciencia, no es propiamente un criterio de demarcación de las disciplinas científicas respecto a las que no lo son. Aparte de la enorme anfibología del término, que nunca logró concretar, tampoco es cierto que las ciencias puras se caractericen por el predominio de un único paradigma. De hecho, siguiendo el recorrido argumentativo del profesor Montero Barrado, durante el franquismo había un único paradigma histórico, que fue sustituido por un único paradigma con la Transición, apologista de la naciente democracia. ¿Por qué descalificar un paradigma y alabar otro, si ambos, según el criterio del profesor, serían dominantes y en consecuencia válidos? ¿Qué criterios de objetividad se pueden aportar si éstos sólo emanan del grupo social dominante que defiende ese paradigma? El único criterio válido sería considerar esos paradigmas como ideologías insertas en reliquias y relatos que el historiador ha de desbrozar, siempre desde algún punto de vista. Y en tanto que el punto de vista del sujeto que escribe la historiografía no es eliminable (algo que no sucede en las ciencias positivas, pues las transformaciones en Matemáticas, en Física o en Biología tienen una verdad intrínseca que no depende del sujeto que las realiza), lo que cabe es un conflicto entre determinadas posturas, donde la dialéctica determinará cuáles son ideología y cuáles verdadera historiografía.

* * *

El profesor Montero Barrado también considera que «Sobre la intervención soviética en España conviene pararse más». Pero luego no se para: simplemente se limita a comentar un presunto error que me atribuye a mí sobre la intervención militar de la URSS previa al Comité de No Intervención (algo que en ningún momento he afirmado), para después minimizar, no se sabe muy bien bajo qué argumentos, la apertura del «pasillo francés», donde mandaba también un Frente Popular formado por la Unión Soviética en aquellos años, y para decir que la ayuda italiana y alemana fue decisiva, sin explicarnos en qué aspecto lo fue: en lo logistico, en los materiales aportados, en la influencia italogermana sobre Franco, o en cualquier otro que pueda considerarse a lo largo de la contienda.

Eso sí, no duda en recomendarme, en un curioso argumento de autoridad, las lecturas de las obras de Daniel Kowalsky, Ángel Viñas, Javier Cervera o Ángel Bahamonde. Libros que no voy a leer pues ya los conozco, y no tengo por qué referirme a ellos si el profesor Montero no abandona sus pontificaciones y expone sus tesis. Con semejante estilo argumentativo lo único que consigue es ignorar mi argumentación sobre el libro España traicionada, donde se recogen documentos decisivos para entender el carácter de la «ayuda» soviética al Frente Popular, pero que en base a su peculiar ideología de memoria histórica, en base al «paradigma dominante», el profesor Montero prefiere obviar.

Idéntica labor realiza cuando se centra en episodios particulares de la contienda, afirmando que «son despachados por el doctor Rodríguez Pardo minimizando su trascendencia y lo que ocurrió». Pero yo afirmo que la muerte de Lorca no tuvo motivaciones políticas, sino que fue una venganza personal (franquista o frentepopulista, me es indiferente), que el bombardeo de Guernica no fue tan devastador como algunos afirman, o que la manida matanza de Badajoz («seguir negando lo que hubo en la plaza de toros, no se si clamaría al cielo, pero sí a la tierra que mira el catoblepas», afirma con espíritu sectario el profesor Montero) no fue otra cosa que un combate que se mezcló con la represión, en un contexto de avance hacia Madrid en el que los rebeldes no podían dejar desprotegida la retaguardia, como afirma Hugh Thomas: «No se podía distinguir entre combate y represión porque, desde el momento en que penetraron en la ciudad, no hubo nadie que diera órdenes para continuar o cesar el fuego. El coronel Puigdengolas huyó a Portugal. Los legionarios mataron a todo el que llevaba armas, incluso a unos milicianos que estaban en las gradas del altar mayor de la catedral. La plaza de toros se convirtió en campo de concentración. Muchos milicianos, y todavía mas carabineros, fueron fusilados por orden de Yagüe» Y en la Nota 7 asegura que «El 27 de octubre de 1936, en La Voz, de Madrid, se publicó una versión completamente falsa de esta "matanza", en la que se acusaba a Yagüe de haber organizado una fiesta en la que había fusilado a los prisioneros ante la flor y nata de la sociedad de Badajoz, y que tuvo efectos desastrosos, pues provocó represalias en Madrid». (La Guerra Civil Española, Tomo I. Grijalbo, Barcelona 1978, pág. 405».

De hecho, Thomas cita una referencia que yo señalo en negrita sobre las consecuencias de las falsedades de la represión en Badajoz: una cobertura a la matanza, esta sí muy real, de Paracuellos del Jarama, que al contrario de la matanza de Badajoz está plenamente documentada más allá de testimonios extemporáneos. Hoy día varios autores justifican o minimizan la represión de Paracuellos, diciendo que se magnificó por haberse fusilado a personajes ilustres en ella (Ramiro de Maeztu o Pedro Muñoz Seca, entre otros). Eso es lo que hace el ínclito Reig Tapia, sin pararse a pensar que quienes dicen esto luego ponen pose de indignación ante la muerte de García Lorca, presicamente porque era famoso.

Ahora le toca a Franco el turno del «donoso escrutinio» del profesor Montero:

«Pretender no relacionar el régimen franquista, aunque durara 40 años, con el nazismo, aunque fuera derrotado por las armas, es una clara impostura. Primero porque el bando sublevado sentó las bases de su victoria con la ayuda germano-italiana desde el primer momento, como antes me referí. Segundo, porque hubo algo más que connivencia ideológica, brazos extendidos en alto aparte. Tercero, porque durante la Segunda Guerra Mundial no hubo las aireadas neutralidad española y astucia de Franco, sino una complicidad descarada que sólo cuando quien llevaba las riendas del país vio por dónde iban las cosas, se empezó a recular mirando a otro lado».

Pretender, como afirma el profesor Barrado, que una relación meramente accidental y que apenas duró unos años, ni una década, sea definitoria de un régimen político que duró cuarenta años es cuando menos una manipulación, si no algo más grave. Tampoco tiene sentido rasgarse las vestiduras por el oportunismo de Franco en política exterior: hay que mirar sus resultados, que fueron la neutralidad española y evitar su implicación en la II Guerra Mundial.

«Los 40 años del régimen se explican en gran medida por el contexto de guerra fría y el pacto con EEUU. Ésa fue una de las barakas del Caudillo. Por lo demás, cuando se inició el proceso de crecimiento económico que estabilizó el modo de producción capitalista, como ha escrito el doctor Rodríguez Pardo, con lo que coincido, hay que indicar también que fue desde finales de los 50, es decir, veinte años después del fin de la guerra, autarquía y estancamiento inclusives, cuando el resto de los países de la Europa occidental lo iniciaron al poco de acabarse la guerra mundial. No referirse a ese aspecto temporal cambia mucho las cosas. Fue un retraso más que evidente, que estuvo acompañado además de un coste social muy elevado, con una emigración interior y exterior muy intensa de millones de personas, una mano de obra enormemente explotada y unas consecuencias ambientales elevadas».

No menos manipulador, aunque por motivos ideológicos, se manifiesta el profesor cuando afirma que España perdió el tren del progreso que Europa estaba viviendo en la posguerra. Hay que definir previamente los contextos en los que se desenvuelve ese presunto progreso, si es que se quiere decir algo sobre ello. Entre ellos, el Plan Marshall organizado por Estados Unidos, que permitió la reconstrucción de la Europa en ruinas y su «progreso», mientras España, no tan ruinosa, tenía que mantener complejos equilibros para primero evitar entrar en la Guerra Mundial, y para después mantener su situación en plena autarquía y aislamiento internacional (todo ello sin Plan Marshall alguno). Y fue gracias a la posición de Franco ante Estados Unidos como se logró fundar ese progreso posterior. Relaciones que ha estudiado el tan nombrado por Montero Barrado, Ángel Viñas, en su libro Los pactos secretos de Franco con Estados Unidos, editado por Grijalbo en 1981, obra que extrañamente no parece incluirse entre los ejemplares de su biblioteca.

Y en un contínuo salto hacia atrás y hacia adelante, el profesor Montero se refiere al origen de la II República:

«Es cierto que la II República no llegó tras un plebiscito, pero sí que hubo una enorme movilización de amplios sectores de la sociedad española en su favor. Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron un termómetro del clima existente, hasta el punto que los médicos dejaron desahuciado al enfermo. Si hubo intentos armados por acabar con la dictadura, camuflada de dictablanda, y la monarquía antes del 14 de abril no resulta diferente de lo que a lo largo de la historia contemporánea se ha dado cuando quienes han ostentado el poder lo han hecho mediante métodos autoritarios y, encima, llegaron, como ocurrió en 1923, a través de un golpe de estado. Y todo eso sin profundizar en la naturaleza del voto rural durante las elecciones municipales, donde la manipulación caciquil no era ni nueva ni insignificante».

Ni niego la movilización social, ni tampoco la manipulación del caciquismo. Pero ambas han de ser puestas en contexto. La movilización del 14 de abril, por lógica, es posterior no sólo a los resultados electorales, sino a la movilización que los republicanos lograron, especialmente Miguel Maura. No voy a negar su capacidad de maniobra, frente a unos inanes monárquicos que habían ganado las elecciones y salieron huyendo del país, pero ello no constituye un estado de opinión previo que hubiera obligado a esa decisión, sino que fue a posteriori cuando se produjo todo. Y si la manipulación del caciquismo existía, también fue aceptada por los republicanos, que concurrieron a las elecciones a sabiendas de cómo funcionaba el sistema electoral. Por otro lado, el golpe de estado de Primo de Rivera en 1923 sí que recibió una adhesión mayoritaria, al menos tan mayoritaria como pudo recibir la República del 14 de abril, asqueados como estaban los españoles de la violencia revolucionaria de los partidos obreros, principalmente anarquistas, en el fin de la Restauración.

Para justificar sus tesis sobre la II República y su legitimidad, el profesor Barrado acude al fundamentalismo democrático:

«Y en cuanto al golpe de 1936, la dimensión que tuvo, extendido por todo el país, con la participación de amplios sectores militares, en mayor medida de la oficialidad, pero con importantes generales y el apoyo en las fuerzas mejor preparadas del ejército situadas en África, no es comparable equipararlo a esos intentos cuasi infantiles de militares republicanos en 1930. Fue un golpe contra la legalidad y la legitimidad de un gobierno que se había formado tras el triunfo del Frente Popular en las urnas. No fue un golpe contra lo que la propaganda reaccionaria del momento y el régimen franquista después airearon, ni siquiera un golpe preventivo contra una supuesta revolución que se estaba planeando, aunque hubiese una enorme movilización en amplios sectores de la población, sobre todo campesina por el hambre de tierras».

Yo no comparo nada. Es el profesor Barrado quien compara al gobierno del Frente Popular con un gobierno legítimamente salido de las urnas, pese a que lo formaban lo mismos que habían atacado la legalidad surgida de las urnas en 1934, causante de más de mil muertos en toda España. Pero el profesor Barrado siempre podrá invitarnos a leer otro libro de los que adornan su copiosa biblioteca para que se haga la luz.

«Que Franco se presentara ante la población de Santa Cruz de Tenerife como republicano, como también lo hizo Mola, por ejemplo, no dice nada. A principios de agosto estaba el primero con Queipo de Llano, antiguo conspirador republicano, izando la bandera monárquica en Sevilla. Y es que las palabras finales que Southworth escribe en la obra antes referida son demoledoras: «Sí, caballeros, tenéis razón; era una cruzada. Pero la cruz era la gamada».

Franco se presenta como republicano al iniciarse la contienda. Pero como yo afirmé, algo que no reconoce el profesor Barrado en su peculiar exégesis de mi anterior escrito, la República cae por tierra al entregarse las armas a los sindicatos y desaparecer en una anárquica vorágine desatada por los partidos del Frente Popular. Así que la referencia de la República pronto fue abandonada, por ambos bandos.

* * *

Termina el profesor Barrado afirmando que mi obsesión es «la unidad de la Nación Española, para lo que todo sirve, incluido el uso del victimismo y la recurrente referencia a la Leyenda Negra que tanto gustó en el régimen que estabilizó tardíamente el modo de producción capitalista y sentó las bases (hay que añadir objetivas o materiales, dentro de la terminología materialista de la historia) de lo que años después fue la democracia. Por cierto, una democracia a la que después califica peyorativamente de “régimen de la Constitución de 1978”».

Pero para nada se trata de una obsesión, sino de un contexto que clarifica mis palabras. Hablo y escribo desde la Nación Española, mientras que el profesor Barrado escribe desde el contexto nada esclarecido de la democracia o la libertad, que no se sabe dónde están. Por otro lado, decir que la Leyenda Negra es del gusto del franquismo es demostrar una ignorancia supina sobre el término que acuñó Julián Juderías, y que nos está envolviendo constantemente, siendo usado para manipular la Historia de España. Leyenda Negra es afirmar que la II República nos llevaba al progreso (¿hacia dónde?), y que el franquismo, que elevó a España a la consideración de décima potencia económica mundial, que puso las bases para nuestra entrada en la anhelada Unión Europea y que mantuvo a España alejada de la II Guerra Mundial, nos sumergió en un oscurantismo del que sólo salimos cuando «nos dimos a nosotros mismos» [sic] la democracia de 1978. El régimen de la Constitución de 1978, que no tiene nada de despectivo: ¿no es un régimen político la Constitución de 1978?

Como remate, el profesor Barrado se reafirma en sus graves insidias, acusando a quienes no son partidarios de sus tesis de estar movidos por el afán de manipular la Historia y lucrarse a costa de tan lamentables acciones:

«Está claro que estamos en paradigmas distintos, lo que no es grave en sí. Lo grave es que para adaptarse a sus ideas preconcebidas tenga que hacer uso de incorrecciones y falsedades, que son las que expanden escritores del relato histórico con mucho éxito de ventas, con eficaces apoyos financieros y mediáticos, y con un público deseoso de leerlos, para así posiblemente reconfortarse y hasta quién sabe si alejar viejos fantasmas que se mantienen ocultos en el olvido, en las fosas y muchas veces en el desprecio».

Difícilmente podrá encontrarse una frase más descriptiva de lo que constituyen los escritos del profesor Montero: ideas preconcebidas sobre el régimen democrático de 1978 como la más alta realización del espíritu humano y del franquismo como el mal absoluto que destruyó la democracia republicana; apoyos financieros y mediáticos de la memoria histórica oficial del régimen actual; un público adocenado deseoso de ser engañado por estos ideólogos para votar masivamente al partido del régimen; incorrecciones, falsedades... Para qué seguir enumerando los contenidos de la caja de Pandora del profesor Montero.

 

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