Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 91 • septiembre 2009 • página 7
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«No me intereso por el perdón, sino por lo imperdonable, es decir, el abismo sobre el cual, como hipótesis, está suspendida la humanidad, el abismo sobre el cual están suspendidas las leyes y las instituciones que nos hacen vivir.» (Pierre Legendre)
Comparto en lo esencial el fondo del aserto que precede a estas líneas. Considero, en efecto, que la humanidad pone en peligro, materialmente, su misma existencia en el momento en que relativiza la importancia del límite de la acción de los hombres. Y acaso algo más relevante que su misma existencia: la libertad y la dignidad que hacen que nuestra vida sea humanamente vivible. Tal límite algunos lo categorizar como el ámbito de lo sagrado, esto es: aquello que, sin excepciones, al hombre le está vedado traspasar o violentar.
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«¡El perdón! ¿Pero es que acaso alguna vez nos pidieron perdón? Sólo la aflicción y el desamparo del culpable darían sentido y razón de ser al perdón. Cuando el culpable está gordo, bien nutrido, próspero, enriquecido por el “milagro económico”, el perdón es un chiste macabro. […]
¿El perdón? Pero es que ya se prefiguraba durante la propia ocupación, en el consentimiento dado a la derrota y el enfermizo abandonarse a la nada, y se inscribió inmediatamente después de la guerra en el rearme de los malhechores, en la inconfesable complacencia para con la ideología de los malhechores. Hoy, el perdón es un viejo hecho consumado, en aras de la indiferencia, la amnesia moral, la superficialidad general.»
He aquí unos conocidos fragmentos del libro de Vladimir Jankélevitch, Lo imprescriptible. Imprescindibles reflexiones a la hora de abordar nuestro asunto. Jankélevitch se refiere ahí explícitamente, claro está, al Holocausto. Implícitamente estamos escuchando una valiente acusación genérica contra el malhechor, el criminal, pero también contra el colaborador (activo y pasivo), contra el espectador complaciente de la fechoría, quien unas veces callaba y otras señalaba con el dedo a la víctima. Luego, «después de la guerra» escondía la mano. O se persignaba para buscar la salvación definitiva. O levantaba el puño para hacerse pasar por resistente. O por otro sin más. Siempre ha habido quienes han perdonado al criminal, en todos los lugares del mundo, desde Estocolmo a Sebastopol. El perdón ha sido siempre un viejo delito moral consumado.
Hoy, hoy… quienes todavía no han pedido perdón por el 11-S, los malhechores, han corrido un tupido velo sobre el tema. Los malhechores –que ésos no olvidan– continúan al acecho, esperando una nueva ocasión, mientras hacen todo lo posible para que la muchedumbre borre la vesania de la memoria, para que no piense ni por un instante en el ataque. Mas ¿qué digo? ¿La muchedumbre piensa alguna vez?
Muerto, «presidencialmente» hablando, el presidente George W. Bush, se acabó la rabia, la rabia de los hipócritas indignados, de los furibundos pacifistas, la agitación de la izquierda filo-islamista. Aquello… ya pasó, pues. Borrón y cuenta nueva. Para el progresismo y el izquierdismo, ahora, con Barack Obama en la Casa Blanca, uno de los suyos, esas cosas ya no volverán a pasar. He aquí una nueva versión de la proclama guerracivilista, sectaria y totalitaria del «no pasarán». He aquí una manifestación más de la estudiada ambigüedad –por no decir de la implícita connivencia– que la izquierda política mantiene desde sus orígenes (la Revolución Francesa) con el terror. En Francia, en Alemania, en USA, en Rusia, en España, en tantos sitios.
Obama/Joker · Back Obama inclinado ante el rey Abdullah de Arabia Saudita
Sin embargo, tanto los muertos por la vesania terrorista, sepultados dos veces, por la metralla y la infamia, como los vivos (los supervivientes) que han visto cómo la justicia, «las leyes y las instituciones que nos hacen vivir» han quedado «suspendidas», no podrán, no podremos, vivir en paz mientras el delito no haya sido completamente castigado. Hablo de muertos y vivos, porque los muertos y los supervivientes de la masacre son igualmente víctimas de la vesania. A todos ellos se les debe una reparación, empezando por la petición de perdón.
El perdón al criminal no puede ser jamás una concesión, y mucho menos un derecho, y no digamos un deber, por parte de la víctima. En cualquier caso, el perdón supone tan sólo una petición. Es la víctima quien tiene la última palabra, quien tiene la potestad de perdonar o no perdonar. Para el malhechor, para el infame, por el contrario, es la víctima quien debe pedir perdón por el hecho de serlo. Tras toda acción criminal, así mascullan el malhechor y el infame, siempre hay una «causa» que la explica. Para el criminal, en fin, no basta con matar a la víctima; hay que eliminar, asimismo, a los testigos del crimen. El crimen es imperdonable, pues en su último sentido, aspira a destruir la inocencia. Aparece, así, la Bestia.
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¿Olvidar? ¿Perdonar? ¡Cómo hacerlo, si todavía sigue la Bestia al acecho, si aún sigue haciendo la digestión tras las matanzas! ¡Si no se ha dado por satisfecha, pues su ansia de destrucción es insaciable y aspira a llegar hasta el final de la utopía! Los totalitarismos buscan su objetivo, el fin, sin medias tintas: sea «la lucha final» o la «solución final»…
¿Cómo olvidar? ¿Cómo perdonar? Si la Bestia sigue a la espera para, a la menor ocasión, salir de su cueva y volver a masacrar inocentes.
«Como el crimen es realmente un crimen, es imperdonable. Como se perpetra voluntaria y libremente, está pues justificado y cimentado en el alma y el espíritu del criminal. Lo volvería a repetir si tuviera la oportunidad, pues lo ha cometido libremente y de forma meditada.» (Armand Abecassis)
La propaganda progresista e izquierdista no deja de insistir en la irresponsabilidad sustancial, personal, del criminal, del delincuente, del terrorista. Busca subterfugios y disculpas, «causas», con los que maquillar la fechoría: el Sistema, el Capitalismo, el Liberalismo, el Sionismo, la Pobreza, la Injusticia, la Sociedad, la Globalización, el Cambio Climático… Tal vez sea ésta una de las enseñanzas (o materia curricular; o mejor aún: propaganda) con la que pretendan adoctrinar, en el final de la Utopía, a los jóvenes por medio de «Educación para la Ciudadanía».
Pero para quien no está cegado por la ignorancia o marcado por la infamia, los culpables y los inocentes, los criminales y las víctimas, tienen en todo momento identidad, nombre propio. Los criminales y los infames ni están en desiertos remotos ni en montañas lejanas… Están muy cerca de nosotros, acaso también muy próximos.
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Lo decíamos en este mismo espacio (febrero de 2007), cuando reseñábamos y nos hacíamos eco de la publicación de un notable ensayo sobre nuestro asunto: Doce de septiembre. La guerra civil occidental, libro firmado por Martín Alonso y publicado por la editorial Gota a Gota
«Ocurre que, quien más o quien menos, tenía al lado a un “compañero” que “racionalizaba”, “contextualizaba”, justificaba, o festejaba sin más, la hazaña heroica de la vesania, mientras uno mismo no acababa de creerse todo aquello que estaba contemplando:
“A partir de ese día, y como quien despierta de un sueño profundo para entregarse a una vigilia permanente, me di cuenta de que el sentido común de las personas que me rodeaban no tenía ningún síntoma de comunidad con el mío y sí con el expresado por mi compañero.” (p. 22).
Desde ese momento, a partir de ese día, muchos de aquellos “compañeros” reactivos pasaron a convertirse en ex-compañeros; muchos compatriotas, en extraños, en peregrinos expatriados; muchos amigos, en enemigos. Y lo que decimos respecto de compañeros, compatriotas y amigos, en sentido genérico o acaso retórico y exagerado, puede decirse asimismo –indistintamente, a su vez– de colegas, parientes y vecinos, muchos de los cuales han pasado a convertirse, con su comportamiento cómplice del Mal, en seres limítrofes y fronterizos, en antagonistas, en nuestros contrarios (rabiosamente contrarios, sobre todo, a Bush, a Israel, a la-Guerra-de-Irak, a la Guerra, en fin; insólita y atolondrada manera, en verdad, de evidenciar su contrariedad ante el 11-S). La guerra civil occidental tomaba así cuerpo.»
¿Deben quedar impunes el crimen y la infamia? Quienes hacen estrellar los aviones contra personas y bienes para masacrarlos, para destruirlos, y quienes han racionalizado, contextualizado, justificado o festejado la vesania, siguen alardeando de su perversidad. Yo no sé el lector, pero yo no puedo olvidar las acciones y manifestaciones de algunos «compañeros» que entonces hablaron mucho y hoy acaso ya no dicen nada. Tras la amnistía viene la amnesia. No puedo olvidar la villanía de individuos, algunos de los cuales apreciaba de veras y tenía incluso por individuos decentes. Autores, cineastas, escritores, actores, algunos de ellos muy notables en su oficio, que bailaron la danza de la muerte sobre la tumba de las víctimas, que intentaron sacar provecho uniéndose al chorus line, individuos a quienes uno no puede volver a mirar a la cara sin sentir desprecio, tampoco visionar las películas que dirigen o interpretan, los artículos y libros que escriben.
No mencionaré casos personales o cercanos. Dejo de lado, asimismo, a los titiriteros españoles, los cuales, por lo general, jamás me impresionaron, y, porque en su roñosa zafiedad, tan sólo se movilizan por el pesebre, la subvención y el complejo de inferioridad. Saco ahora a la palestra, pues, y centrándome sólo en el ámbito americano, el directamente herido por la vesania, a farsantes infames que se significaron por la ignominia de sus actuaciones en los momentos críticos, a la hora de tomar posición, ante la necesidad vital de responder y enfrentarse al ataque terrorista. Tengo presente, y no olvidaré jamás, su sectarismo, su desvergüenza, la estudiada pose pacifista escenificada en calles y estudios de televisión, su miserable mezquindad, su cobardía. Relego e ignoro, sin más, a los patanes de la ralea de Michael Moore o Noam Chomsky por tratarse de sujetos plúmbeos e insignificantes.
Martin Sheen, Joan Baez y otros ancianos contra la Guerra
Como gran aficionado al cine y a la literatura, cito ahora al banquillo de los acusados a infames farsantes como Win Wenders, Paul Auster, Steven Spielberg, Oliver Stone, Sean Penn, Dustin Hoffman, Jessica Lange, Tim Robbins, Susan Sarandon, entre otros (amplíe el lector la nómina a su gusto). Todos ellos muy solidarios, siempre entre ellos. Individuos cuyo trabajo artístico, al menos parte de él, estimé un día. A otros charlatanes, más cautos y discretos al respecto, menos agresivos y desvergonzados, aunque no por ello menos indignos, les dejaré correr, como cobardes, después de tomar el dinero.
No ignoro que las gentes del espectáculo son, por lo general, indigentes culturales (razón por la que pretenden apropiarse de la categoría «mundo de la cultura»), intelectualmente muy limitados, a la vez que narcisistas, pomposos, vanidosos, adictos a las cámaras, los focos y los micrófonos. Que básicamente actúan por quedan bien. That’s entertainment! Showtime, falks!
Mas, ¿por qué no son más comedidos estos comediantes cuando abordan asuntos tan serios, tan trágicos? En cualquier caso, viven en un país libre, ¿no es cierto? 0kay, puesto que libertad y responsabilidad van unidas, si hacen uso de la libertad de expresión, que respondan de sus palabras.
Y es que, ¿cómo ser capaz de acercarse a estos individuos, después de todo, y olvidar la vileza cometida? De momento, a día de hoy, ocho años después del 11-S, ¿acaso han pedido perdón por su villanía?