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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 7
La Buhardilla

J.-J. Rousseau: ensoñaciones totalitarias
de un republicano solitario

Fernando Rodríguez Genovés

El esfuerzo intelectual de la mayor parte de devotos de J.-J. Rousseau, acaso sin haberle entendido ni leído, se ha limitado a convertir algunas de sus frases en consignas ideológicas. Pretenden, por encima de todo, hacer de los textos filosóficos «escritos de combate» y de los ciudadanos, sujetos fanáticos, agitadores, «verdes», sectarios y serviles. He aquí, en esencia, el epítome de la «izquierda política» en acción

Rousseau

«¿Quién es comunista? Alguien que lee a Marx y a Lenin.
¿Quién es anti-comunista? Alguien que entiende a Marx y a Lenin.»
Ronald Reagan

1

La concepción autoritaria de ley y la fe ciega en las instituciones políticas no han desaparecido del imaginario político. Probablemente, jamás ocurra semejante portento. Ocurre en particular que una especie de vicio argumental parece asociado a determinada percepción de la política, la inclinada tradicionalmente a la izquierda política, la cual tiende reiteradamente a identificar voluntad individual con egoísmo, interés personal con dominación, «voluntad general» con ámbito total de aplicación de sentimientos y creencias, y así sucesivamente. Desde esa óptica, el recurso absolutista e idólatra a la ley, como instrumento casi exclusivo de acción política, y la coacción interpuesta a través de las instituciones políticas, como fundamento y parapeto ideológico, cumplen la función de generalizar e imponer sobre la población intereses privados o de grupo que se convierten, por medio de la legislación ad hoc y los organismos oficiales, en un presumido interés general.

La defensa jurídica de la teoría y praxis a la que me refiero pretende justificarse, en un falso pragmatismo, con criterios de operatividad y aplicación efectiva. Por su parte, la coartada moral busca amparo vergonzoso bajo el cielo protector de un vaporoso «bien común» («si la ley o los impuestos obligan, es por el bien del pueblo»). La disculpa política proclama, en fin, la verdad inapelable, a través de la coacción, de la ley: «la ley os hará libres». La reflexión política y jurídica de Jean-Jacques Rousseau descansa sobre estos supuestos.

Los textos «políticos» de Rousseau pueden situarse entre los más incendiarios en la teoría política republicana de tradición europea, acaso con la excepción de su compatriota Robespierre. Interpretados y aplicados por muchos voluntariosos jacobinos y fieros republicanos, las palabras del filósofo de Ginebra han llegado a tener una interpretación y un alcance que ni su propio autor, probablemente, hubiese previsto, acaso porque no se las creyese ni él mismo, al menos tanto como sí lo han hecho sus secuaces. A partir de la Revolución Francesa, los fieles a la doctrina rousseauniana han convertido muy pronto la palabra de Jean-Jacques en un texto sagrado, en una fuente canónica de inspiración en el doctrinario republicano, en el prontuario de una renovada, suplidora y sublimadora «religión cívica», en afilados «escritos de combate»{1} que, a la postre, han hecho correr mucha sangre.

Luis XVI decapitado en la guillotina

2

¿De quién hablamos cuando hablamos de Rousseau? Hay, al menos, «dos rousseaus». Un Rousseau autor de libros de teoría política y de derecho político de timbre insurreccional y vocación comunitarista y populista, impulsor de una noción de libertad positiva, social (o sea: «socialista») y coactiva. Y, a la vez, un Rousseau individualista, insociable (o, mejor: antisocial) y prerromántico, que ensalza la vida interior, y también la libertad negativa; el Rousseau, en suma, del retiro y ensoñaciones de paseante solitario, el mismo que compone fragmentos de esta guisa:

«Nunca he creído que la libertad de un hombre consistiera en hacer lo que quiere, sino en no hacer nunca lo que no quiere.»{2}

Pocas líneas después, añade el Rousseau henchido de liberalidad que esta idea, sostenida al final de sus días, es la que siempre ha sostenido y por la cual ha sido perseguido sin compasión a lo largo de su vida:

«Porque ellos [los perseguidores], activos, bulliciosos, ambiciosos, al detestar la libertad y sin quererla para sí mismos, puesto que a veces hacen su voluntad, o mejor, dominan la de otros, se fastidian toda su vida haciendo lo que les repugna y no omiten nada servil a la hora de ordenar.»{3}

Desconcertante y sorprendente a perpetuidad, Jean-Jacques Rousseau, el republicano socializante y a la vez antisocial, es acaso el mayor responsable de la penalidad, condena y persecución que tuvo que arrastrar por los caminos de Europa. El arrebato y el ardor que en todo momento dominaron su carácter y maceraron sus ideas, no fueron ajenos tampoco con la melancolía y paranoia que le consumieron. ¿De qué libertad habla Rousseau? Cuesta mucho imaginarse a Rousseau disfrutando de una república como la que prescribe, con efecto de purga, a sus conciudadanos, bajo una libertad dirigida, colectiva y obligatoria.

Esto que sigue escribía en Del contrato social, bastantes años antes que los paseos, aclarando la dimensión coercitiva del contrato, por sí había alguna duda de ello:

«quienquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por el cuerpo entero, lo cual no significa otra cosa que se le obligará a ser libre.»{4}

Palabras feroces, imposibles de olvidar, de inspiración totalitaria, que no parecen escritas por el mismo hombre que reclama la independencia individual, la libertad pura y simple, la autosuficiencia, la soledad, por encima de otras consideraciones de orden jurídico y político. ¿A cuál de los dos rousseaus hay que creer? He aquí una ambigüedad que ha acabado por resultar muy productiva, en particular para el «intelectual orgánico» contemporáneo, poco dado a las «sutilezas metafísicas» y la seria exégesis, y cuyas manifestaciones públicas no suelen armonizar con sus elecciones privadas.

Me refiero, sin ir más lejos, al autocalificado «colectivo de intelectuales y artistas» que, despreciando las democracias liberales y la «libertad burguesa», preconizan una sociedad más participativa y redistributiva, más «social», sea la antigua república, sea la democracia popular (o la sostenible o la deliberativa, o como la denominen ahora){5}, si bien tamañas ensoñaciones las expresan desde la estancia en aquéllas, no en éstas, las cuales sólo visitan, y fugazmente, por motivos de turismo o en visita de promoción cultural y propaganda, siempre con todos los gastos pagados. Rousseau mitificó la república de Ginebra, pero no residió en ella. Tampoco sus conciudadanos, todo sea dicho, se lo permitieron… Con ese otro gran republicano, fervoroso y activista, que fue Calvino, vecino y mandamás muy célebre de la villa suiza, tal vez tuvieron más que suficiente.

3

Los intelectuales con el alma dividida, a los que aquí aludo, los comprometidos con el liberticio, los cansados de Occidente, los enemigos del liberalismo, adictos a la subvención, complacientes «compañeros de viaje», embajadores de la buena nueva socialista y del «hombre nuevo» que predican el mensaje de la participación y lo social, por lo común desde el corazón de la república soñada, los intelectuales progresistas, digo, escasas veces predican desde el corazón de las tinieblas reales. Desde la secta y la agrupación, poseen, más que un Espíritu del Pueblo, un Espíritu de Establo, necesitan olerse y sentirse juntos, el calor sólido de la unidad, el pienso para existir, no pueden vivir solos ni hacer nada solos, y si eligen la prisión, la dictadura, desean asimismo ser acompañados comunitaria y solidariamente en el sacrificio por el conjunto de la población, prohibiendo, por ejemplo, viajar, huir, a quienes quieren respirar el aire de la «libertad burguesa».

La ensoñación totalitaria, la pasión republicana, que aquí palpita impone a través de la propaganda en las conciencias de los individuos variaciones bastardas de la regla de oro de la ética: «Quiere para los demás (y ordénaselo) lo que quieres para ti». He aquí una forma marcial de disponer la vida ajena antes que la propia, la versión reglamentista de libertad positiva, opuesta a la genuina manifestación del sentir ético, expresado como libertad negativa, esto es: «No quieras para los demás lo que no quieres para ti».

Sándor Márai

A los agentes del totalitarismo comunista, a los colectivistas, a los progresistas, los ha descrito en unas páginas memorables el escritor húngaro Sándor Márai, que merecen ser reproducidas in extenso:

«En primer lugar, el Progresista Creyente que tenía fe en la Idea. […] Esos pobres de espíritu que creían firmemente que el Reino de los Cielos les pertenecía no eran muchos, pero siempre habrá idiotas en todas partes, y si se alían con el poder pueden resultar incluso peligrosos. […]
»En segundo lugar, estaban los compañeros de viaje cínicos y agresivos, que no eran en absoluto idiotas cuando confesaban: “ya sé yo en qué consiste esta bellaquería, ya sé que arrebatarle a la gente el derecho a la propiedad privada y a la libre empresa, además de las libertades políticas y espirituales, no redunda en beneficio de la masa trabajadora, sino que se trata simplemente de un pretexto para llevar a cabo sus diabólicas empresas y permitir que una minoría cínica y violenta viva bien sin tener ni la condición ni el talento para merecerlo.. Quizá todo acabe mal porque la empresa es inhumana, pero a mí me va a venir bien. Así que… venga, adelante, yo me voy con ellos.” Éstos eran más numerosos que los idiotas, aunque tampoco constituían la mayoría. La mayoría de los cien mil aliados de los comunistas estaba constituida –no solamente en los países que los comunistas habían conquistado por las armas o mediante prácticas violentas, sino también en otros lugares, por todo el Occidente llamado libre– por ese tipo de intelectual neurótico que teme más que nada el peligro de quedarse a solas con su neurosis en medio de la tormenta de un gran cambio. Se trata del neurótico que se refugia en el partido porque no puede, no sabe o no se atreve a quedarse solo, ya que tiene que pertenecer a algún lugar, y sólo se tranquiliza cuando puede protegerse con el trozo de una capa mágica o ponerse el uniforme de la ideología social del momento. Se parece al psicópata que se calma de inmediato al vestir la bata blanca de enfermero, el uniforme de soldado o el hábito de monje, al psicópata que se tranquiliza desde el mismo instante en que le protege un atuendo civil, militar o clerical, ya que así no tiene que enfrentarse solo a la aterradora responsabilidad de su individualidad.»{6}

4

Mientras tanto, ¿qué fue de Rousseau?

Vivió Jean-Jacques como un desterrado, un paria (Juan Jacobo Sin Tierra), un republicano errante, lanzando al mundo el profundo lamento de una condenación vagabunda, precisamente el destino que prescribió el paladín de la compasión a todo aquel que no se sometiera a los dogmas de la religión civil que fundamentan la república anhelada, sin cuyo cumplimiento es imposible ser buen citoyen, un buen republicano. El destino asignado a los ciudadanos que no entren en razón (en la razón absolutista republicana) será la muerte:

«Sin poder obligar a nadie a creérselos [los sentimientos de sociabilidad], se puede desterrar del Estado a quien no crea en ellos, no como impío sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia y de inmolar si es preciso su vida por su deber. Y si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se comporta como si los ignorara, condénesele a muerte. Ha cometido el mayor de los crímenes, mentir ante las leyes.»{7}

Este fragmento aparece en las últimas páginas de Del contrato social. Palabras despiadadas, embriagadas de fe republicana, de pulsión socializadora, de violencia totalitaria, de ebriedad cívica… Palabras enloquecidas por la latría secularizada, aparentemente sorprendentes en un filósofo encantado con las delicias de la naturaleza y el dulce sabor de la libertad, apasionado de la soledad, de la individualidad y el ensimismamiento, aunque características del converso fanatizado por el credo político bienhallado, instrumento de salvación nacional...

Corazón dividido y alma atormentada, angustiado por la religión y la fe, huérfano de razón, embriagado de sentimiento, vagabundo y errático, filósofo enemigo de la filosofía y los philosophes, Rousseau no pudo acabar sus días transmitiendo al mundo un mensaje de paz interior, como sí pudo hacerlo, en cambio, Wittgenstein por medio de este mensaje de despedida de la vida y de los hombres: «Dígales que mi vida ha sido maravillosa».

Rousseau no pudo hablar en tales términos, se juzgó siempre a sí mismo demasiado severamente, y lo mismo hizo con el resto de los individuos y con la sociedad. En tan severa aspereza acaso no sea ajeno el espíritu del descontento que tanto amargó las andanzas y las ideas del ginebrino, un destino que le impulsó a buscar en el pasado lo que creyó tener negado en el presente. A Rousseau el descontento le desazona y consume, y en su estado de delirio y resentimiento, de eterno agraviado, quiso ver reflejado el corazón del género humano:

«Descontento de tu estado presente por razones que anuncian a la desdichada posteridad mayores descontentos aún, quizás querrías poder volver atrás; tal sentimiento debe hacer el elogio de tus primeros antepasados, la crítica de tus contemporáneos y el espanto de aquellos que tendrán la desgracia de vivir después de ti.»{8}

Ludwig WittgensteinJean Jacques Rousseau

A diferencia de Ludwig Wittgenstein, Jean-Jacques Rousseau fue atacado sin remedio por el fervor de la pasión política y la igualdad impuesta por la fuerza de la ley, por el odio y el descontento, y de esas heridas uno nunca acaba de curarse. Probablemente ello percibió al final de sus días, en ese momento trágico, irreparable, en que debe darse el gran salto, en el que ya no es posible la marcha atrás. Me refiero a una de las últimas Ensoñaciones del paseante solitario (Quinto paseo), donde escribió una sentencia que muy bien podría pasar por epitafio:

«El sentimiento de la existencia despojado de cualquier otro afecto es por sí mismo un sentimiento precioso de contento y de paz.»{9}

Mas, cuando esto escribe, ya demasiado tarde para cualquier enmienda, rectificación o corrección. Demasiado tarde para el apátrida «ciudadano de Ginebra», para Jean-Jacques Rousseau, ese «zascandil altivo, ambicioso y malévolo, que ha escrito con un puñal empapado en la sangre de sus conciudadanos»{10}, según fue descrito por su contemporáneo Voltaire en conversación con James Boswell. Demasiado tarde para un republicano solitario obsesionado con la inocencia, aunque cegado también por las ensoñaciones totalitarias.

Notas

{1} «Escritos de combate». De esta manera tan briosamente republicana ha sido titulada una conocida versión castellana de textos políticos de Rousseau, la cual incluye, claro está, Del contrato social: J.-J. Rousseau, Escritos de combate. Traducción y notas de Salustiano Masó, Alfaguara, Madrid 1979.

{2} J.-J. Rousseau, Las ensoñaciones de un paseante solitario, traducción de Mauro Armiño, Alianza, Madrid 1983, pág. 105.

{3} Idem

{4} J.-J. Rousseau, Del contrato social, pág. 414.

{5} Al emplear la expresión «democracia popular o social» tengo presente este comentario de Hayek: «Creo que la palabra “social” es americana y privó de significado a toda palabra que se conectara con ella. Sé cual es la importancia [...] de la democracia [...] pero no sé lo que es la democracia social», F. A. Hayek, El Mercurio, 24 de abril de 1981, citado en J. M. González y F. Quesada (Coords.), Teorías de la democracia, Anthropos, Barcelona 1992, pág. 275. Tampoco olvido el siguiente fragmento de Alexis de Tocqueville («Discours prononcé à l´assamblée constituante le 12 septembre 1848 sur la question du droit au travail»): «La democracia y el socialismo sólo tienen en común una palabra: igualdad. Pero adviértase la diferencia: mientras la democracia aspira a la igualdad en la libertad, el socialismo aspira a la igualdad en la coerción y la servidumbre.»

{6} Sándor Márai, ¡Tierra, tierra!, Salamandra, Barcelona 2006, págs. 261-263.

{7} J.-J. Rousseau, Del contrato social, op. cit., pág. 524.

{8} J.-J. Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Estudio preliminar, traducción y notas de Antonio Pintor Ramos, Tecnos, Madrid, pág. 121.

{9} J.-J. Rousseau, Las ensoñaciones de un paseante solitario, op. cit., pág. 90.

{10} James Boswell, Encuentro con Rousseau y Voltaire. Edición de José Manuel de Prada, Grijalbo Mondadori, Barcelona 1997, pág. 78.

 

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