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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 2
Rasguños

Poesía y verdad

Gustavo Bueno

Se analizan ciertas relaciones de analogía
entre un teorema de Euclides y un soneto de Lope de Vega

Sumario
Introducción. Presupuestos sobre instituciones
I. Distinción entre instituciones holomórficas e instituciones meromórficas
II. Sobre la estructura noetológica del teorema I,1 de Euclides
III. Sobre la estructura noetológica del soneto CLXXXVIII de Lope de Vega
Final. Poesía y Verdad

El soneto CLXXXVIII de Lope en la edición de Madrid 1776
El soneto CLXXXVIII de Lope en la edición de Madrid 1776

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Si tiene algún interés filosófico (para nosotros, y en este momento) la confrontación que hemos llevado a cabo entre un soneto de Lope y un teorema de Euclides se debe a la circunstancia de que esta confrontación puede ofrecer algo así como una piedra de toque para contrastar las relaciones entre las dos grandes nebulosas ideas de Verdad y de Poesía, supuesto, desde luego, que el teorema I,1 de Euclides constituye el ámbito de una indiscutible verdad geométrica, y que el soneto CLXXXVIII de Lope de Vega constituye también el ámbito de una suprema poesía, cuya afinidad con la verdad no será la primera vez que se reconoce. Pues las diversas relaciones que han sido ensayadas en un terreno indefinido y cuasi metafísico para definir las fronteras entre «Poesía» y «Verdad»,son vagas e imprecisas, y por supuesto muy distintas unas de otras. Unas veces se han propuesto fronteras disyuntivas («la verdad es racional o intelectual, apolínea; la poesía es irracional, asunto de la fantasía, ficción, emocional, dionisiaca»); otras veces las fronteras se hacen borrosas («hay muchas verdades en la poesía y muchas ficciones en las ciencias») o sencillamente desaparecen («la poesía y la verdad son dos aspectos del mismo torbellino mitopoiético que se refracta unas veces en la poesía contenida en un soneto y otras veces en un teorema geométrico o científico»).

Cuando Goethe decide anteponer, como título de su autobiografía, el rótulo «Poesía y Verdad» (Dichtung und Wahrheit) es porque ha tomado conciencia (y así se desprende de su prólogo) de que en su autobiografía van mezclados contenidos efectivos de su «memoria histórica» (biográfica) y componentes poéticos de su fantasía, asociados, a modo de armónicos, con los recuerdos efectivos, con la verdad. Y dejando al lector la tarea de trazar, si puede, la línea fronteriza entre ambos «géneros» de contenidos.

Aristóteles, en cambio, es más terminante cuando dice (Poética 1451b) que la poesía es más científica (acaso, más filosófica: φιλοσοφωτερον) que la historia (biográfica, idiográfica), «porque aquella se ocupa de lo universal cuando relata qué cosas verosímil o necesariamente dirá o hará tal o cual por ser tal o cual, meta a que aspira la poesía, tras lo cual impone el nombre a personas; y ésta [la historia] se ocupa de lo singular, cuando dice qué hizo o le pasó a Alcibíades» (ver El individuo en la historia, 1980, http://www.fgbueno.es/gbm/gb80indi.htm).

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La primera gran dificultad para el tratamiento de este asunto la encontramos en la diferenciación entre poesía y teoría (o doctrina) de la poesía, y entre la verdad científica y la teoría (o doctrina) de la verdad científica. Diferencias que muchas veces no es fácil mantener, sobre todo cuando las doctrinas son ellas mismas metafísicas (como es el caso de la concepción de la poesía que Heidegger ofrece –«fundación del ser por la palabra»– o bien la concepción de la verdad que repetimos desde Isaac Israeli –«adecuación del pensamiento y la realidad»–).

Precisamente para «rodear» estas dificultades ensayaremos un camino más «positivo», a saber, el tratamiento de la cuestión no en general («Poesía y Verdad») sino en casos muy concretos (como pueda serlo la comparación entre un soneto de Lope de Vega y un teorema de Euclides); pero sobreentendiendo que esta confrontación no autoriza a generalizar sus resultados, aunque sí a rechazar algunos conceptos generales, por ejemplo, los que afirman el carácter disyuntivo que se ocultaría tras la copulativa «Poesía y Verdad», a la manera como ocurre con otras copulativas tales como «ser y no ser» o «apolíneo y dionisiaco». «Poesía y Verdad» no expresaría necesariamente una disyunción ni una conjunción, porque la verdad no es una idea unívoca sino análoga, y la poesía puede tener una verdad pero no necesariamente del mismo sentido que el que conviene a una verdad científica.

Y, en efecto, y aún ateniéndonos a los resultados obtenidos en los párrafos precedentes, utilizando como piedra de toque la confrontación que hemos propuesto entre el soneto del «manso perdido» que consideramos más perfecto en el conjunto de la serie «teoría» o sistema de los llamados «sonetos del mando perdido» de Lope, y el teorema más sencillo, el primero del primer libro de los Elementos de Euclides, nos parece que cabe extraer como conclusión provisional la siguiente: que la verdad que pueda manifestarse en el soneto de Lope de Vega considerado es de un tipo muy distinto al de la verdad que se manifiesta en el teorema de Euclides, al menos si utilizamos la idea de verdad en el sentido gnoseológico que atribuimos a la verdad científica, definida por la identidad sintética.

Diferencia gnoseológica que no excluye, sin embargo, la afinidad noetológica entre el soneto y el teorema, afinidad que hemos creído constatar en la confrontación a doble columna expuesta en el parágrafo precedente. Soneto y teorema son construcciones o transformaciones racionales, que hemos intentado analizar desde una perspectiva noetológica (reiteramos la cita al artículo de El Catoblepas, nº 1, marzo de 2002, «Noetología y Gnoseología»); pero esto no autoriza a concluir que el soneto de referencia alcance una verdad equiparable (gnoseológicamente) a la que corresponda al teorema considerado. Y sin que sea pertinente aplicar aquí el criterio de Aristóteles, porque ahora tanto el soneto del Manso perdido como el problema o teorema del Triángulo equilátero, se ocupan de lo universal, cuando nos atenemos al texto literalmente interpretado (es decir, no alegóricamente interpretado) del soneto y del teorema, es decir, a la interpretación inmanente del soneto y del teorema a partir de sus propios términos textuales, tanto si se consideran en su estrato de significantes (estructura métrica o prosódica del soneto: ritmos y acentos de los endecasílabos, rimas, asonancias internas, &c., o estructuras gráficas de dibujos «literalizados» que acompañan al teorema) como si se les considera en su estrato de significados literales («mansos bóvidos», mayorales humanos en el soneto; triángulos, círculos, &c. en el teorema).

La diferencia más a la vista entre el poema (soneto) y el teorema (problema) no reside en que aquél trate de lo singular y éste de lo universal, puesto que, como hemos dicho, ambos tratan de lo universal (de un «universal lógico»): el soneto se ocupa de mayorales y de mansos en general, sin nombres propios que no sean puramente literarios (tales como Alcino, un equivalente a las letras Α Β Γ del teorema); la diferencia que apreciamos «a primera vista» es esta otra: que el teorema tiene como referencia un campo o escenario poblado de términos impersonales –rectas, triángulos, círculos– del que se han segregado las operaciones (en perspectiva α operatoria), mientras que el poema toma las referencias de un campo o escenario β operatorio, poblado de términos que son sujetos operatorios, antropológicos (mayorales) o etológicos (mansos); sujetos operatorios que aunque sean puramente literarios (locutor, Alcino; mansos bóvidos) tiene fulcros idiográficos reales o «prosaicos» (como puedan serlo, entre otros, Lope de Vega, Francisco Perrenot de Granvela, Elena Osorio, &c.).

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Conviene subrayar que la confrontación a doble columna que hemos ofrecido entre el teorema de Euclides y el soneto de Lope, de la que hemos concluido su «afinidad noetológica» cuanto a la estructura racional de los respectivos discursos, se ha mantenido en el terreno de las interpretaciones literales (si se quiere, emic, no alegóricas o interpretativas; etic respecto del poema) de los significados de ambos discursos. Lo que está por ver es si no es precisamente en este terreno en el que hemos creído encontrar una racionalidad en el soneto equiparable noetológicamente a la racionalidad del teorema, en donde se desvanece su «sustancia poética». En efecto, en este terreno de la racionalidad el «argumento» del soneto se mantiene en el más prosaico nivel imaginable, un nivel que podríamos definir como el propio de la racionalidad económica, y más precisamente en el de la racionalidad económica prístina, la que Teofrasto-Jenofonte designaron como economía idiotiké, cuyo concepto se refleja en la etimología del término (administración de la casa, de la hacienda familiar) en cuanto distinta de la economía satrapiké, de la economía basiliké, y de la economía politiké (remitimos a La vuelta a la caverna, parte II, §2, 2, pág. 190).

Ahora bien, ¿acaso no se ha «evaporado» la poesía en beneficio de la racionalidad económica cuando hemos logrado interpretar el soneto apegados lo más milimétricamente posible a la literalidad de sus significados textuales, a su inmanencia literaria? En efecto, el argumento literal inmediato del soneto podría ser traducido en la forma más vulgar, prosaica, sensata y «racional» posible, de una carta imaginaria como la siguiente (una carta que el autor locutor del soneto hubiera dirigido a Alcino, como representante no ya del autor –Lope de Vega–, sino como representante de un vecino más rico que el locutor literario, muy próximo a las de un lector o narratario):

«Apreciado señor mayoral Alcino:
Me dirijo a V. M. para expresarle mi deseo de que transmita a su servidumbre las órdenes oportunas para que me sea devuelto un toro manso de mi propiedad que se encuentra actualmente incorporado a su dehesa, ya sea porque escapó de la mía, atraído por algún reclamo, ya sea porque confundió simplemente las lindes de nuestras fincas.
Ruego por tanto a V. M. tome las disposiciones pertinentes para que este manso, a quien tengo gran aprecio desde hace tiempo, sea liberado de sus cadenas, de suerte que él mismo pueda también libremente, como V. M. verá, volver a su hacienda o a su sueño. Y sabedor de que esta liberación puede dar lugar a vuestra merced a alguna incomodidad o descompensación en su economía personal, me permito ofrecerle otro toro manso, de apenas un año, con capacidad de suplir perfectamente la ausencia que V. M. pueda sentir al liberar al manso de referencia.
Dios le guarde.»

Esta paráfrasis prosaica en forma epistolar del argumento literal del soneto parece segregar, sin duda, en su racionalidad económico idiotética, cualquier indicio de sustancia poética que el soneto pudiera albergar. Sin embargo no consideramos enteramente inútil esta paráfrasis prosaica del poema (conviene advertir que la paráfrasis, como el poema mismo literal, ha puesto ya entre paréntesis a los personajes reales que la investigación biográfica ha reconocido detrás de los nombres: detrás del mayoral extraño estaría Francisco Perrenot de Granvela, quien arrebató a Lope de Vega, que actúa detrás del locutor, a su amante Elena Osorio, que se esconde detrás del manso: la cuestión que aquí aparece es la de la conexión entre estos nombres reales de la biografía y el contenido poético del soneto, y si este contenido poético no comienza precisamente cuando se eliminan las referencias reales de sus personajes). Ella nos notifica, por de pronto, que el manso reclamado por el dueño-actante literario no ha sido propiamente robado por Alcino, el mayoral extraño (como suelen interpretar grandes críticos literarios, como lo fue mi gran amigo Fernando Lázaro Carreter cuando habló, en los años cincuenta del pasado siglo, desde Salamanca, de «Lope, pastor robado»). Si lo hubiera sido, en lugar de la carta prosaica deberíamos haber redactado una notificación de la demanda judicial que un ganadero (acaso aficionado a la literatura bucólica) decide presentar contra el cuatrero que le ha robado una res bovina.

Se refuerza esta interpretación apagógicamente: si la intimación del dueño (literario) del manso a Alcino tuviera como causa un robo, no tendría por qué «ofrecerle a cambio», en albricias (es decir, como regalos que acompañan a una alegre noticia, como pudiera serlo aquí la del descubrimiento de que el manso tiene un dueño anterior, y que por ello está «perdido», o si se prefiere otra terminología, «alienado») un toro añojo. Luego Alcino no ha robado el manso; ni el locutor actante del soneto que consideramos actúa como un pastor robado, en el sentido jurídico de la expresión; circunstancia decisiva para la poética del soneto que analizamos. Porque, según ella, la condición de dueño que declara el locutor actante en el último verso del soneto, no ha de entenderse como fundada en algún título jurídico (donación, herencia, compraventa, presura), sino porque la «voluntad» o «querencia» del propio bien, el manso, se orienta hacia el reconocimiento del locutor-actante como dueño suyo (pero a la manera en la que alguien dice que es dueño de sus brazos o de sus piernas, pero no propietario de ellas, como si pudiera enajenarlas o destruirlas).

Por ello, lo que el locutor actante en el soneto reclama al mayoral no es tanto que le devuelva lo que es suyo, y le ha sido robado. Le pide simplemente que suelte al manso, que lo libere, que le conceda la libertad-de, porque entonces comenzarán a manifestarse sus verdaderas querencias (su libertad-para) respecto de su dueño genuino, y ésta «genuina verdad» se manifestará «a la vista» del mayoral, y será la prueba positiva de la «proposición» del soneto («Suelta mi manso»), al margen de los efectos emocionales (por ejemplo, la tristeza que la marcha del manso pueda desencadenar en su mayoral extraño). Por ello la interpretación gnoseológica del enclítico «verásle» desborda con mucho su significado retórico y aún semántico-psicológico, el que Lázaro formulaba de este modo:

«Ese enclítico [suelta y verásle] referido a verás y no a su lógico predicado suelta, resuelve, sí, un problema de ritmo, que se haría imposible con suéltale y verás, pero desempeña una función de mayor entidad. En efecto, este último verás no exige ver con los ojos de la cara; pero, en suelta y verásle, el poeta prevé, gozándose en ella, la dolorida mirada con que el rival acompaña la marcha del bellísimo manso a la choza de su primer dueño.»

Advertimos que en la interpretación gnoseológica del soneto que hemos ofrecido, la utilización por Lope del enclítico verásle requiere precisamente, como hemos dicho, el entendimiento de este enclítico como una presencia ante los ojos de la cara, puesto que esta presencia que se espera, independientemente de cualquier emoción que pueda producir en el mayoral, es la prueba de la pertenencia del manso al dueño que lo reclama como suyo.

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La traducción racionalista prosaica del soneto no dice más, aunque ya dice bastante. Pero esto no significa que podamos contentarnos con ella, porque si lo hiciéramos lo que ocurriría es que, sencillamente, el poema dejaría de serlo, al perder su característica fuerza poética, que parece ha de corresponderle, no solamente en razón de su métrica perfecta, sino también al decoro de sus palabras, que requieren una interpretación alegórica que desborda, por cierto, la inmanencia textual del poema. Porque si tomamos en su sentido literal alguna de sus frase podrán incluso resultar ridículas, por antropomorfas, aplicadas a referencias bovinas (¿cómo «adorar en el alma» a un toro manso, sin que esto tenga que ver nada con el bestialismo?, ¿cómo un manso puede estar durmiendo «un regalado sueño»?). Lo que significa que cuando ilustres críticos, tales como Lázaro o Mohlo, al analizar el soneto, no encuentran ridículas estas frases, es porque de hecho están interpretando alegóricamente las referencias de los seres actantes, aún cuando ellos protesten de su voluntad de inmanencia. Y esto tanto en el caso de que o bien se identifique el locutor actante con Lope de Vega, o al manso perdido con Elena Osorio, o bien se interprete alegóricamente a los mansos como seres humanos. Y en el momento en el cual el manso no sea interpretado alegóricamente como un ser humano, el soneto, en su interpretación, deja escapar su específica sustancia poética, que reside precisamente no ya en la transformación «erudita» del manso en mujer, sino en la transformación de la mujer en manso. Transformación que, por cierto, se ejercita de un modo circular.

Ahora bien: el poema no nos permite «deducir», desde su inmanencia textual, como referencia literaria, a ningún ser humano determinado según su género (masculino, femenino o epiceno), porque en tal caso el manso podría tener como referencia también un varón, en el supuesto de que el locutor y Alcino fueran homosexuales. Y entonces de la inexistencia en español de toda oposición léxica manso/mansa no cabría deducir que al masculino que es género gramatical no marcado corresponda una oposición semántica exonerada de todo contacto sexual, como bravo/manso. Pero es gratuito atribuir a manso, en el soneto, su oposición a bravo, ni menos aún, manso es un género con «iniciativa sexual masculina». Pero tampoco excluye, por paradójico que resulte, tomar como referencia alegórica a una mujer (no ya a Elena Osorio, desde luego, o a cualquier figura femenina histórica idiográfica), pero sí a un personaje femenino, susceptible de ser incorporado a la estructura poética del poema.

Parece evidente que el grado de tensión poética máxima que podemos alcanzar en el poema tendrá lugar en esta interpretación alegórica de la dialéctica manso/esencia femenina, porque ahora el poema no solamente estaría representando en el escenario a una mujer referencial por otra mujer literaria (Filis, o Dorotea, por ejemplo), símbolo icónico de la primera; estaría regresando a un escenario mucho más abstracto, en el que una mujer referencial (como el correlato histórico supuesto de Aldonza Lorenzo respecto de Dulcinea), una mujer prosaica, biográfica, cualquiera que fuese, está siendo presentada como un animal del sexo opuesto, como un toro manso (de hecho es frecuente en el arte dramático que los personajes masculinos sean encarnados por actrices). Y solamente desde la inmanencia de este concepto etológico («toro manso»), en cuanto plataforma esencial desde la cual la referencia femenina prosaica (acoplada a un sujeto etológico masculino) está siendo concebida poéticamente, podemos tratar de aproximarnos sin temor a las referencias extraliterarias, biográficas, empíricas, idiográficas, a Elena Osorio, por ejemplo. Porque ahora ya no importará tanto reconstruir el «proceso creativo» de la transfiguración de la mujer amada por el autor en la figura de un toro manso (reconstrucción que podría llevarse a cabo con los auxilios psiquiátricos capaces de notificarnos sobre procesos delirantes propios de quien llega a padecer el bestialismo) sino en analizar el proceso de abstracción poética implicada en la visión de un toro manso como el arquetipo de una mujer amada en las condiciones que el poema determina. Y entonces no habría que temer a la pérdida de la sustancia poética, al volver hacia la prosa biográfica extraliteraria, hacia la figura extraliteraria de Elena Osorio, si hay ocasión para ello; porque ahora ya no trataremos tanto de seguir el supuesto proceso de transformación de Elena Osorio en un toro manso, partiendo de aquella, sino que partiendo del toro manso del poema, como esencia o arquetipo, trataremos de ver cómo en él se disuelve, y aún se aniquila, en la abstracción poética, la propia personalidad idiográfico-biográfica de Elena Osorio y de su amante Perrenot de Granvela.

El poema nos obliga, según esto, a regresar a su causa, al autor, que sólo resultará extrínseco al interpretarlo desde la idea de causa tomada como causa eficiente, extrínseca, como se interpretó tradicionalmente, o en la versión de Hume. Como si la causa eficiente fuese una relación binaria y=f(x). Pero cuando interpretamos la relación causal como una función más compleja, de la forma y=(f(H,X)), entonces el autor puede dejar de ser considerado como una mera causa eficiente extrínseca, quedando a salvo del interdicto de quienes postulan, en la crítica literaria, «la muerte del autor». En efecto (remitimos a nuestro artículo «En torno a la doctrina filosófica de la causalidad», 1989, http://www.fgbueno.es/gbm/meta89i.htm), el símbolo H no representa sólo a la materia prima, sino a una materia conformada, a veces según líneas muy próximas al efecto Y (como es el caso de la crisálida en cuanto prefigura al gusano). Y, entonces, H actúa también como causa formal. Por su parte X no será sólo la causa eficiente extrínseca, que aportase la energía, sino que también podrá tener la función de causa formal, como ocurre con la sigilación: el cuño es causa formal, pero también eficiente-material, porque la energía con que se imprime en la cera o en el lacre, para producir el sello, envuelve a la vez un componente causal formal y eficiente.

Por tanto, el análisis de la causa es, a veces, la única vía no ya sólo para descubrir en la inmanencia del texto de nuestro soneto la figura humana, es decir, su sentido alegórico, sino también para reivindicar el interés de la crítica literaria por el autor, incluso para analizar las etapas del proceso causal del soneto «Suelta mi manso». Y tanto si se supone que los tres sonetos que constituyen el llamado sistema de los mansos fueron escritos casi simultáneamente (como sostuvo Entrambasaguas), como si suponemos, con Lázaro, que fueron escritos en distintas épocas de la vida de Lope (el Vireno, en el que prevalece la idea de abandono culpable por parte de Elena Osorio, el Querido manso mío, que elimina la referencia al rapto, y el Suelta mi manso, donde sólo habría rapto), y que el Vireno no pudo escribirse muy lejos de 1584, es decir, como si hubiera sido dictado por el coraje y la iracundia del autor, de un Lope de Vega despreciado por Elena Osorio.

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No será, por tanto, en función de las supuestas referencias biográficas (prosaicas) como podríamos determinar la naturaleza de la esencia poética de un manso. Pues un manso es ante todo un animal amigo del hombre, definido antrópicamente («viene a comer a nuestras manos»); pero este animal es también un toro que se opone al toro bravo, y no tanto por su bravura, sino porque tiene ya algo de enemigo del hombre, es decir, de terrible, de numinoso. El toro manso, en cambio, está más cerca de la casa humana, es un animal doméstico, que forma parte de la familia, y se somete a su dueño, el varón. Es aquí donde la mujer se ecualiza con el animal, en donde la mujer deja de ser de un género dado como mero caso de la especie humana, porque desempeña el papel de un género transversal, común a la especie humana y a la especie de los herbívoros. Más aún, la condición de manso neutraliza el componente sexual, y con ello la implícita «guerra de sexos», o incluso la «violencia de género», por cuanto ahora el género ya no es vertical (porfiriano) sino transversal.

A la vez el toro manso se contrapone también no sólo al toro bravo, sino a la vaca. ¿Por qué Autor acudió al toro manso en lugar de acudir a la vaca para simbolizar poéticamente a una figura humana femenina de su mismo género? No faltan razones poéticas. Los prosaísmos que hubieran podido pasar del campo referencial al mundo poético hubieran sido suficientes como para desviar, eclipsar o neutralizar el concepto poético que se ha logrado depurar. En efecto, la vaca connota (en nuestra sociedad, no tanto en la sociedad hindú) su condición de fuente de la vida, de las crías y de la leche para alimentarlas. Pero una vaca lechera y preñada arrastraría connotaciones propias de la «hembra en acto», por completo impertinentes, y no sólo por su pragmatismo, para conceptualizar lo que en Elena Osorio estaba percibiendo Lope de Vega cuando logró cristalizar su obra maestra, a saber, la visión de la mujer común arrastrada por un eterno impulso femenino (es decir, un impulso situado fuera del tiempo astronómico). Un impulso que le dirige impersonalmente, según la naturaleza de sus querencias, no ya hacia el varón en general, sino hacia algún varón mejor que hacia otro. Este impulso o querencia (que supone una secreta afinidad que, por otro lado, puede ser interrumpida o sustituida mediante engaños) que actúa por encima de la voluntad es el mismo que mueve al toro bravo a embestir al hombre y al toro manso a ir a comer a su mano. La figura del manso contiene así toda la fuerza impulsiva y arrasadora del toro bravo, que se mantiene presente en la hembra en la que actúa la querencia hacia el hombre una vez depurados los componentes prosaico pragmáticos (leche, crías), que son los que el hombre busca, pero no en ningún modo la vaca. Por ello Lope representa en el manso, según estos componentes genéricos transversales, a una hembra en la que no quiere percibir su condición de depósito de leche o de matriz de crías, sino su condición de «naturaleza» (etológica) impulsada por querencias poderosas que están por encima de la voluntad personal y que la orientan «misteriosamente» hacia alguien, hacia una singularidad que existe como una individualidad irrepetible a la vez que puede ser engañada en su camino por otros individuos semejantes.

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El análisis de los postulados ideales o nociones comunes ideológicas implícitas en el soneto Suelta mi manso..., en virtud de las cuales, por ejemplo, el manso se nos muestra como cautivo de otro –antes que como robado por otro– nos permite establecer ya la afinidad global, que es la que nos interesa subrayar, entre el «espíritu del poema» de Lope (no queremos generalizar) y el «espíritu de la geometría» de Euclides (no queremos generalizar). Este espíritu podría definirse por la pretensión de conocimiento (por no decir, de un conocimiento efectivo) de los mundos respectivos. Un conocimiento o pretensión de conocimiento que haríamos consistir en la constatación según el modo de la evidencia, del orden determinista que rige tanto el mundo geométrico como el mundo poético de referencia; un orden que no es sin embargo uniforme, o monótono, puesto que los mundos respectivos constan de múltiples elementos, con trayectorias definidas, pero que entran en un juego dialéctico de intersecciones, composiciones o desvíos infinitos, pero no gratuitos, y en modo alguno caóticos o aleatorios a escala individual, porque las trayectorias de los elementos se supone que transcurren según sus destinos inexorables.

Dicho de otro modo: la ideología sobre el juego dialéctico de las querencias que hemos creído poder constatar implícito en el poema de Lope, equivale a la axiomática que los Elementos de Euclides ofrecen explícitamente en sus definiciones, postulados y nociones comunes antepuestas a sus proposiciones (y que, según algunos historiadores, habrían sido utilizadas ejercitativamente por Euclides, aunque su representación explícita podría haber sido obra de los escoliastas alejandrinos).

Cuando Lope presupone (en nuestra interpretación) que las trayectorias vitales de dos o varias personas pueden transcurrir paralelamente, sin tocarse, o bien que ellas pueden inclinarse la una sobre la otra, formando un «ángulo», no estaría haciendo algo distinto que conceptualizar o idealizar el mundo de las vidas humanas análogamente a como Euclides, en la definición 8, conceptualiza las líneas del espacio. Y cuando Lope presupone que dos trayectorias vitales, que tienden a formar ángulo no recto, es decir, a inclinarse la una sobre la otra, son atravesadas por una tercera trayectoria, entonces, la reiteración o prolongación de la querencia de la primera le conducirá inexorablemente a intersectar con la segunda, una vez desbordados los puntos de intersección con la tercera. Esta ley o postulado determinista (que obliga al manso que estuvo inclinado hacia su dueño a volver por naturaleza a reunirse con él), ¿es algo distinto por su forma del postulado de Euclides (tampoco demostrado, y ni siquiera evidente) que establece que si dos rectas cortadas por una tercera se inclinan la una sobre la otra porque forman por un lado con aquella ángulos internos menores que dos rectos, entonces, prolongando indefinidamente tales rectas, se encontrarán necesariamente del lado en el que están los ángulos menores de dos rectos?

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Si presuponemos estos principios en la ideología de quien estaba ejerciendo como autor del soneto Suelta mi manso (del mismo modo a como tenemos que presuponer los principios a quien se dispone a desarrollar la proposición I,1 de Euclides), entonces no resultará sorprendente que el modo de desarrollo del soneto en el que va a exponerse la aplicación de los principios pueda adoptar parecida disposición discursiva o demostrativa de la que adoptan las proposiciones de Euclides. De hecho el soneto Suelta mi manso no es una pieza lírica, expresiva de sentimientos, ni es un treno o una lamentación ante la situación dramática e insostenible que el autor padece. Es, esencialmente, no una exaltación, sino una representación que parte de un hipotético sistema de postulados implícitos. Un sistema que aparece además justificado o fundado en las mismas consecuencias que se seguirían forzosamente de la proposición («Suelta mi manso») si ella fuese aceptada, y se utilizase aureolarmente, como ya cumplida. Se trata por tanto de una proposición anafórica, en la que la conclusión eventual ha de consistir precisamente en el cumplimiento de la propuesta, lo que estilísticamente se manifiesta mediante la repetición, no ya de la situación global en otros puntos del espacio tiempo, sino de la repetición de las palabras, tanto en las proposiciones geométricas como en nuestro soneto, que contiene tres veces repetido el imperativo ¡suelta!, circunstancia por cierto anómala en el soneto ordinario, que evita la repetición de palabras iniciales para ahorrar espacios disponibles para la exposición de un pensamiento.

La estructura discursiva del soneto excluye, por tanto, cualquier interpretación de este poema como sucesión de catorce versos acumulativos vinculados por cualquier tipo no estrictamente lógico de asociación. No es que la estructura del soneto conduzca a la sucesión de las fases de las que hemos hablado en los parágrafos anteriores; antes podríamos hablar de un aprovechamiento de la estructura del soneto para contener, como en pseudomórfosis, a las fases sucesivas de una demostración. La propia rima de los versos adquiere así un valor lógico (no ya psicológico) porque el encadenamiento fonético de las rimas o asonancias (de significantes) sugieren un encadenamiento semántico (de significados) que resulta servir de referencia del encadenamiento discursivo. La rima encadena, en efecto, a los versos fronterizos de cada cuarteto [1/4, 5/8], pero también a los versos internos contiguos entre sí [2/3 y 6/7]. La rima encadena también a los versos fronterizos de ambos cuartetos [1/5, 4/8]; la rima contiene también otras agrupaciones en cuartetos «virtuales» [3/4, 5/6], [1/2, 7/8] que también pueden ser «aprovechados» para recoger entretejimientos lógicos del discurso. Así, por ejemplo, el verso 12, primero del último terceto, se intersecta con el primer terceto. Tendríamos en resolución la posibilidad de establecer una correspondencia global entre la sucesión de las fases del soneto Suelta mi manso y la sucesión de las fases de la proposición I,1 de Euclides, que hemos escogido como contraste, y que tiene la forma de un problema o proposición problemática: Alcino/vellocino, sin necesidad de recurrir al psicoanálisis (por ejemplo, interpretando el vellocino como referido a un vello que debiera cubrir las partes íntimas, o la interpretación, en el soneto Vireno, de la mano –«ya come ajena mano con la boca»– como objeto de un evidente desplazamiento o transferencia a otra zona erótica, evocando, como dice Mohlo, a través del lenguaje poético particular, las intimidades de la felación.

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La principal diferencia de procedimiento lógico material que a primera vista, al menos, se nos manifiesta podría formularse de este modo: que mientras el recorrido atento (por lectura o por audición) de la proposición I,1 de Euclides permite, a quien entiende el lenguaje en el que está expresado (griego, español...) comprenderla plenamente sin salirse de la inmanencia de ese sistema de proposiciones («dominar el asunto», saber de qué se trata, agotarlo en su terreno, incluso obtener la evidencia necesaria de su conclusión), en cambio, el recorrido no menos atento del soneto de Lope no es suficiente (aunque se repita una y otra vez) para entenderlo o agotarlo plenamente en su estructura inmanente, a fin de dominar su asunto e incluso para saber de qué se trata, y no ya para alcanzar una evidencia final. Pues, en cierto modo, lo que ocurre es que los términos literales del soneto no nos «informan» siquiera de la naturaleza de su supuesta conclusión.

Cabría decir que mientras que la proposición I,1 de Euclides es, en cuanto a su inteligibilidad, «autónoma» (dentro desde luego de las coordenadas que presupone, y por relación a ellas), en cambio el soneto de Lope (aún dentro de sus coordenadas, idiomáticos o histórico antropológicas, y por relación a ellas) no es plenamente autónomo, y por tanto, plenamente inteligible.

El campo de la Geometría (incluyendo a sus figuras) constituye una totalidad atributiva, y en él tienen lugar los ajustes o efarmoxis que en vano querrán ser eliminados en una «Geometría sin figuras». Por ejemplo, en el teorema de la igualdad de los ángulos opuestos por el vértice (proposición I,15 de Euclides) no hay propiamente razonamientos silogísticos entre clases distributivas («dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí»), sino atributivas.

Euclides I,15
Euclides I, 15

En la figura, el ángulo φ aleja como residuo en la recta ΔΓ a χ; pero este mismo φ también es el que deja en la recta AB al ángulo χ’. Luego χ = χ’; y no como una aplicación silogístico distributiva de la noción común 3 previamente establecida («si de dos cosas iguales se quitan cosas iguales los restos son iguales»); se trata de una aplicación en la que (sin perjuicio de que se ejercite esa noción común 3) el silogismo actúa más bien como un autologismo en el curso de la separación (resta) del mismo ángulo φ de la recta ΔΓ y de la recta AB. El ángulo φ desempeña el papel no de un término medio universal lógico representado, sino de un contenido estético ejercitado.

En cambio, en el soneto, las conexiones se mantienen en otro orden distinto, y requieren el paso de los datos inmanentes (literales) a los causales, y recíprocamente, en un proceso circular. Del manso como concepto zoológico se pasa a la figura de la mujer, y de la figura de la mujer se pasa al manso.

¿No camina esta necesidad de apelar a «informaciones exógenas» (en nuestro caso, histórico biográficas) en detrimento de la perfección y autonomía de la obra estética? Parece que estamos en la situación que Cervantes nos describe a propósito del pintor Orbaneja, que tenía que poner debajo de su pintura el nombre del objeto pintado («esto es gallo») para que pudiera saberse la intención (o finis operantis) del retratista basándonos en el finis operis de la figura pintada. Otro tanto podría decirse de tantas obras musicales de programa. ¿No son enteramente extrínsecas al discurso sinfónico las indicaciones que nos quieren obligar a encontrar tras este juego de violines a una bandada de pájaros, o tras estos golpes de timbal al «Destino que llama a la puerta»? El autor de una obra musical o pictórica que necesita ofrecernos abundante información y aún doctrina exógena para que su obra sea «comprendida», ¿no está procediendo del mismo modo que el pintor Orbaneja? ¿No hemos de desconfiar de la perfección de estas obras de arte que parecen incapaces de mostrarnos, desde ellas mismas, sus propias referencias?

Sin embargo lo cierto es que la llamada crítica literaria asume ordinariamente el cometido de informarnos con todo el detalle y escrupulosidad posible de «circunstancias» que parecen externas al poema, pero que resultan no serlo siempre, si es que en ellas encontramos las referencias mismas que le confieren su pleno significado poético. La crítica recurre al autor, que lejos de ser segregable enteramente de la obra, como algunos pretenden –Roland Barthes, por ejemplo–, desempeña a veces el papel de hilo conductor de las asociaciones literarias a través de los caminos extrínsecos de la biografía. Es cierto que muchas de estas circunstancias, aunque externas a la inmanencia textual del soneto en concreto, no son sin embargo externas al cuerpo literario constituido por la obra completa del autor, obra que constituye de algún modo un «campo inmanente» de investigación hermenéutica. El Vireno del «collarejo azul» se relaciona obviamente con el manso del soneto que comentamos, que no figura con nombre propio.

¿No estamos declarando inconmensurables, con este tipo de consideraciones, los procedimientos de la Geometría y los procedimientos de la crítica literaria? Si admitimos que las proposiciones de Euclides son «autónomas» (desde las coordenadas de su campo) mientras que los sonetos de Lope no lo son, sino que necesitan de informaciones exógenas para llegar a ser literaria y poéticamente comprensibles, ¿no estamos reconociendo que es imposible un paralelismo profundo entre una proposición demostrativa que se alimenta «de la propia inmanencia de sus términos y relaciones» y un discurso poético que necesita auxilios exógenos (proporcionados por los críticos) para poder ser comprendido?

Pero es el supuesto el que puede ser negado: el supuesto de la autonomía de las proposiciones de Euclides defendida por los matemáticos «cantorianos o platónicos». Si negamos el supuesto, si admitimos que también las proposiciones de Euclides necesitan de auxilios exógenos a su texto (y mucho más cuando este texto aparece «formalizado»), entonces la distancia entre proposiciones y poemas, y en particular entre teoremas poéticos (problemas) y poemas demostrativos, puede reducirse. ¿Y cuáles pueden ser esos auxilios exógenos al texto de las proposiciones geométricas a las que nos referimos? A nuestro juicio cabe una respuesta terminante: los auxilios exógenos al texto gramaticalizado o formalizado que las proposiciones de Euclides requieren para poder desplegar su fuerza demostrativa no son otras sino las figuras gráficas que las acompañan invariablemente. Este es un hecho: y la cuestión es interpretarlo.

Desde la perspectiva proposicionalista (que ve en los Elementos de Euclides el ejercicio más pleno de la ciencia proposicional hipotético deductiva), las figuras gráficas sólo admiten una representación oblicua posible, como ilustraciones didácticas, andadores, muletas o ayudas a veces infantiles, concesiones al lector no geómetra. En realidad, se dirá, podrían suprimirse.

Sin embargo estos recursos, examinados desde la Teoría del Cierre Categorial no son meramente auxilios didácticos, sino que, puesto que el razonamiento se establece sobre el propio contenido estético (por ejemplo, sobre la «sustancia misma» estética del ángulo φ de la proposición I,15); de la misma manera a como es imposible deducir del concepto de circunferencia «por lugares geométricos» (concepto que implica «conceptos clase» distributiva), la figura de un redondel. De todo lo cual concluimos que la «prosa gráfica» (no proposicional, sino objetual) de las figuras geométricas no es deducible del texto de las proposiciones euclideas, por lo que éste ha de tener una referencia obligada para que estas proposiciones alcancen sentido, para que sus términos y relaciones puedan manifestar sus conexiones, y por ello las figuras han de presuponerse dadas en el momento (si no previamente) de iniciar la exposición de la prótasis de la proposición.

Puestas así las cosas, ¿por qué no interpretar las referencias prosaicas (Elena Osorio, Perrenot de Granvela, Lope de Vega) del soneto que nos suministran sus biógrafos y críticos literarios, como el paralelo literario de las figuras gráficas de los teoremas de Euclides? Si este paralelismo tuviese fundamento, las informaciones sobre Elena Osorio, Lope o Granvela no serían enteramente externas y prescindibles, si bien es cierto que no podrían deducirse del texto del poema; pero porque sería preciso presuponerlas ya dadas, aunque tampoco de ellas sería posible deducir el texto.

Ahora bien, las referencias prosaicas de orden biográfico nos introducen en un campo de concatenaciones que está abierto por todos lados (¿cómo tomó contacto Perrenot de Granvela con Elena Osorio? ¿qué ocurrió en el tiempo en que esta mujer compartió al indiano con el poeta?, &c. &c.). La cuestión de las referencias prosaicas del poema se nos plantea, no tanto como cuestión de su necesidad, ni siquiera de su existencia, que damos por supuesta, sino como cuestión de sus límites (si se quiere, de su esencia). ¿Hasta dónde tendríamos que proseguir nuestro recorrido por la prosa de la vida de Lope de Vega, a fin de delimitar el lugar en el que se encierra la sustancia poética del soneto Suelta mi manso que nos ocupa?

Esta pregunta dibuja ya la gran diferencia entre las condiciones requeridas para la prosa biográfica y las condiciones requeridas para la prosa gráfica de los teoremas de Euclides.

En estos, la «prosa gráfica» se nos muestra dentro de límites mucho mejor definidos (por ejemplo, no son necesarios cromatismos ni ornamentos «superfluos», que incluso pueden oscurecer el material). En la prosa biográfica se nos muestra este material con límites indefinidos, hasta el punto de que podemos dudar de la necesidad de «dibujar» a la propia Elena Osorio, pongamos por caso. Bastaría con dibujar a una mujer como referencia del manso. Pero, ¿qué tipo de mujer? ¿Podría ser cualquiera, de cualquier época, si se dice que la poesía es eterna?

Y esto nos introduce en la cuestión de la necesidad de establecer las coordenadas histórico antropológicas, más o menos definidas, de un poema, que dejará ya de ser eterno para tener obligadamente una referencia histórica. Por ejemplo, difícilmente podríamos situar el poema que nos ocupa en una sociedad paleolítica de cazadores recolectores, y acaso tampoco en una sociedad industrial. Parece preciso presuponer una sociedad ya sedentarizada y ganadera, con propiedades territoriales establecidas, y por tanto, con mayorales, lindes, &c. No es necesario en cambio que esa sociedad fuera una sociedad de familias monógamas; también en una sociedad musulmana las referencias biográficas que buscamos podrían tener sentido. En ningún caso puede decirse por tanto que la sustancia poética del soneto Suelta mi manso sea intemporal, porque ella requiere referencias a un tiempo histórico, aunque este sea de límites muy amplios (que incluso sean capaces de alojar a las sociedades esclavistas): también en estas sociedades hay algo parecido a mayorales y ganados, a tráficos y robos de ganado y de mujeres, como lo atestigua la égloga tercera de Virgilio.

El soneto CLXXXIX de Lope en la edición de Madrid 1776
El soneto CLXXXIX de Lope en la edición de Madrid 1776

El soneto Vireno de Lope, publicado por Entrambasaguas en 1934
El soneto Vireno de Lope, publicado por Entrambasaguas en 1934

Sólo conocemos una regla que pueda ser utilizada para definir internamente (desde la inmanencia del sistema o «theoria» de poemas constituido por los tres mansos, cuya unidad por cierto requiere necesariamente la referencia a su autor) los límites, oscilantes sin duda, de la prosa biográfica que venimos considerando como referencias necesarias: la regla misma del sentido inmanente del soneto, en tanto que él, supuesta (no deducida) la prosa biográfica, puede graduar el alcance del campo de referencia y las variaciones que estos grados determinan en la interpretación del poema. Tendríamos así una interpretación de lo que Pascal señaló como diferencia entre el esprit de finesse y el esprit géométrique.

En efecto, lo que prescribe esta regla hermenéutica es, en todo caso, partir de la inmanencia del poema como un depósito de sentidos que, como ocurre con la obra musical, no tienen por qué manifestarse «de golpe». Es desde la inmanencia del poema desde donde tendrá que dirigirlos a la prosa de la vida, no ya para deducirla, sino para reorganizarla en función del poema, y no al revés.

Un primer recorrido por la inmanencia del poema Suelta mi manso nos permitirá, por ejemplo, ponernos en presencia de un «contexto antropológico», de un «escenario» que, en su primer plano, aparece poblado por mayorales o por toros mansos, pero en el que no aparecen explícitamente personajes femeninos (o, en su caso, masculinos) humanos. Una traducción prosaica –con el prosaísmo del racionalismo económico– de los resultados de este primer recorrido superficial del soneto podría basarse en la interpretación del soneto que ya hemos ofrecido en la forma de una epístola del autor al ganadero Alcino, como lector o narratario de sus versos. Sucesivos recorridos nos permitirán pasar, guiados por la confrontación con otros sonetos del sistema y con la propia biografía de Lope, a los lugares alegóricos en los que se producen las relaciones verdaderamente poéticas del soneto. Y por último reiteramos cómo el recorrido desde el primer terreno literal al segundo, requiere el retorno de este segundo al primero, y así recurrentemente de un modo circular.

9

Recapitulemos: la confrontación que ofrecimos a doble columna entre el discurso argumentativo poético (el soneto de Lope de Vega) y el discurso argumentativo geométrico (el teorema de Euclides) se ha mantenido en la inmanencia de los textos interpretados literalmente (no alegóricamente). En el teorema (problema) nos hemos atenido a los términos estrictos («trígono», «isopleuro»...) delimitados como unidades por las letras que acompañan a las figuras (Α, Β, Γ, Δ) o de las relaciones (de igualdad, de parte a todo...) entre ellas, y a las operaciones («traza un círculo», «construye un triángulo») que determinan nuevos términos o relaciones. En el poema (soneto) nos hemos atenido ante todo al sentido literal de los términos (manso, mayoral), tal como los fija un diccionario de la lengua próximo a la época en la que se escribió el soneto, como pueda serlo el Tesoro de la lengua de Covarrubias, de 1611 (Lope de Vega vivió durante los años 1562-1635).

Manso en Covarrubias
Manso en Covarrubias
Mayoral en Covarrubias
Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua [1611],
edición de 1674, folios 101v y 98v

Ahora bien, el teorema, en el contexto de su inmanencia literal, «segrega» al autor («Euclides», aunque él se considere como causa de los teoremas), que no figura en ninguno de los teoremas como componente de su estructura, del mismo modo que el propio Euclides segrega el nombre de Pitágoras al exponer y demostrar su teorema, que recibe la denominación, meramente ordinal, de proposición 47. Sin embargo el lector, como hemos dicho, está reconocido o implicado como tal, a título de sujeto operatorio, en los enunciados del teorema, puesto que él es el destinatario de los verbos con función apelativa o imperativa, aunque estén en infinitivo («construye», o «construir»; «traza», o «trazar»). Se diría que el lector de Euclides es tratado como un cómplice (en el caso de que la lectura fuera un delito) del autor. Autor y lector, como sujetos operatorios, mantienen en efecto relaciones recíprocas que cierran un círculo (autor → texto → lector → autor); otra cosa es que tanto el autor como el lector, es decir, los sujetos operatorios del teorema, queden neutralizados o segregados del campo de la Geometría en cuanto disciplina alfa operatoria.

También el poema (el soneto) segrega al autor, pero mantiene al lector mucho más lejos de lo que éste está respecto de los teoremas. El lector del teorema tiene que implicarse prácticamente (operatoriamente) y en primera persona con el teorema, sin perjuicio de su segregación de la estructura del mismo. En cambio, el lector del poema no se implica en él, sino que se mantiene como espectador «en tercera persona» de lo que ocurre en el escenario (y otra cosa es que psicológicamente, y según sus propias características, se sienta más o menos afectado por la empatía positiva o por la antipatía o empatía negativa respecto de lo que contempla desde el exterior del escenario; afectación que no equivale de ningún modo a una participación en la estructura del poema, participación que si fuera efectiva, lo convertiría en actor, como ocurre con el «teatro participativo»).

Ahora bien, el proceso que en la Teoría del Cierre Categorial llamamos «segregación del sujeto» (en este caso, segregación del autor) fue interpretado «dramáticamente» (incluso trágicamente, en términos retóricos) por algunos estructuralistas franceses hace ya cuarenta años, en el entorno del mayo de 68. Citaremos tan sólo a Roland Barthes en La mort de l’auteur, 1968. Pero (nos parece evidente) que el autor o el lector, aunque sean segregados (disociados) de un texto de cuya estructura no forman parte, no pueden ser separados de él, puesto que son componentes de su proceso causal o genético (el lector, por ejemplo, interviene en el texto, acaso paradójicamente más que directamente, en el acto de la lectura, indirectamente, a través de la influencia que él mismo pueda ejercer sobre el autor), como miembros de una clase de lectores definida estadísticamente por un determinado nivel de preferencias, valoraciones o registros que delimitan un dominio del mercado.

Sin embargo, y sin recurrir a una denominación tan trágica, al menos retóricamente (la «muerte del autor»), la segregación del autor en el análisis estructural de los textos, y en particular del soneto que nos ocupa, ha sido propuesta como norma metodológica imprescindible (aún cuando luego la aplicación de tal método haya flaqueado, hasta el punto de poder comprobar cómo el estructuralista termina convirtiéndose en un psicoanalista). Tal sería el caso de Mauricio Mohlo, prestigioso analista y crítico literario, y autor de un brillante ensayo en el que comienza distanciándose de la perspectiva autobiografista, asumida habitualmente por los críticos literarios, y nominatim por Fernando Lázaro, con quien mantenía sin embargo estrecha amistad (yo he asistido en Salamanca a alguna tertulia en la que ambos participaban):

«Pero una cosa es movilizar elementos autobiográficos [de Lope de Vega] suficientemente escandalosos para ser identificados por los contemporáneos, y otra es tomar episodios autobiográficos como tema del discurso poético hasta el extremo de utilizar poemas como posibles ilustraciones de la experiencia. [...] No sobreviven, pues, los protagonistas del drama [Elena Osorio, Granvela y el mismo Lope] sino en forma de agudezas nominales [de alusiones muy escasas], que ya no refieren a una verdad histórica exterior al poema, sino al poema mismo que la interioriza, distribuyendo su tensión no ya entre personajes vivos sino entre actantes que son otros tantos conceptos poéticos.» (Mauricio Mohlo, «Teoría de mansos: un triple soneto de Lope de Vega», Bulletin Hispanique, 93, 1, 1991, págs. 135-156, la cita en página 136.) [El título «teoría de mansos» que por sí mismo parece hoy concebido por equivalencia a expresiones frecuentes entre físicos o matemáticos –«teoría de cuerdas», «teoría de números», &c.– no tiene nada que ver con ellas, e incluso es probable que Molho ni siquiera conociera estas expresiones; Molho toma «theoría» en el sentido del teatro griego, el sentido del desfile o sucesión de figuras, según un orden.]

Una de las consecuencias más relevantes (y discutibles) de esta perspectiva estructuralista es la desconsideración del orden cronológico de la serie de sonetos o de obras (como pueda serlo, en este caso, la Dorotea o Belardo furioso) que giran en torno al argumento que hemos analizado y, en especial, a los tres sonetos que son conocidos como «sonetos del manso perdido», o «sonetos de los mansos». No se considerarán ya éstos sonetos siquiera como versiones, correcciones o variantes de un soneto principal o canónico, sino como modelos de una misma estructura, en un sentido de estructura muy parecido al que utilizó Lévi-Strauss. Dice Molho: «No han de leerse, pues, como un desfile de tres sonetos que marcan cada uno un momento de la vida o experiencia amorosa del poeta, sino como un único soneto reescrito tres veces, y por tanto triple por sus tres redacciones. No son memorias de una vida, sino ejercicio de un estilo», pág. 152. (Utilizando la terminología de la que nos hemos servido en el §I cabría traducir a Molho del siguiente modo: «Los sonetos mansos no son unidades holomorfas sino unidades meromorfas del sistema o teoría.»)

Añade Molho: y ejercicio llevado a cabo según un conjunto de once reglas que definirían la «Poética» de Lope. Regla 1: la unidad expresiva mínima [del argumento] es el soneto; se escribirá, pues, en soneto; regla 2: se escribirán varios sonetos (tres); regla 3: se acatará el imperativo métrico: endecasílabo a maiore o a minore; regla 4: los cuartetos riman abba/abba; regla 5: en los tres tercetos han de rimar cde/cde; regla 6: los sonetos han de poder leerse en cualquier orden; (...) regla 11: frente al destinador invariable (el Pastor) los destinatarios variables: el rival [Alcino], el manso o un tercero representativo de la colectividad pastoril [Vireno].

En virtud de estas reglas, y sobre todo de la regla 11, deduce Molho que habrá tres y sólo tres variantes posibles, según que el pastor se componga con alguno de los destinatarios posibles: Vireno, el rival y el manso. Por ello «los tres sonetos se implican recíprocamente, formando un soneto triple». Lo que no excluye que uno de los sonetos del sistema sea el más perfecto, porque cumple mejor las reglas de construcción, y tal sería el caso del que hemos analizado, Suelta mi manso mayoral extraño, y que hemos considerado soneto canónico.

No podemos entretenernos en hacer la crítica de esta «teoría de mansos», aún comenzando por reconocerle su fundamento como «ejercicio de análisis estructural abstracto», pero adolecido de flagrante petición de principio (si hay «tres y sólo tres» miembros del sistema es porque empíricamente, y no estructuralmente, contamos con sólo tres sonetos, o con sólo tres destinatarios; si Lope hubiera escrito dos sonetos más con otros destinatarios, y con las alternativas que ello implicaría, habría que decir que el sistema o teoría «tiene cinco y sólo cinco miembros», porque no estamos ante un sistema, sino ante una enumeración empírica disfrazada como sistema).

Y otro tanto habría que decir de los restantes rasgos, puesto que no son reglas que consten como utilizadas como tales por Lope de Vega –a la manera como Euclides o sus escoliastas se atuvieron a sus axiomas–, sino desprendidas de un conjunto empírico de tres sonetos. También es verdad que la unidad constituida por esta teoría de mansos no se reduce a la condición de un mero conjunto de elementos o miembros de una clase distributiva, porque el conjunto de estos sonetos no tiene sólo la unidad que corresponde, por ejemplo, al conjunto de los teoremas que componen los libros I y II de los Elementos de Euclides (un tipo de unidad que se parece más a la unidad de la colección de El clave bien temperado de Juan Sebastián Bach, que consta de 24 preludios y fugas en el tomo primero, 1722, y de otros 24 preludios y fugas en el tomo segundo, 1744).

Bien está que se intente formular las relaciones entre los tres sonetos de los mansos a la manera como se relacionan las variaciones de un «tema musical con variaciones», constitutivas de una sola obra; pero las variaciones de un tema, incluso si se trata de las Variaciones Goldberg de Juan Sebastián Bach, no constituyen un sistema combinatorio cerrado del mismo tema, porque las treinta variaciones Goldberg, entre las cuales hay cánones a diversos intervalos, y una fuga a cuatro voces, podrían incrementarse con otras tantas.

No entraremos tampoco en los análisis que Molho ofrece «saltándose la regla de la segregación del autor» de carácter psicoanalítico, referidas precisamente a Lope de Vega o a Elena Osorio, aún sin nombrarlos, pero atribuyéndolas a personajes del poema que constituyen su apoyo textual, y que están inspiradas por informes biográficos externos. Por ejemplo, a través del manso, dice Molho, «se va evocando la sensual belleza de una mujer». ¿En qué versos de los mansos se habla de mujer o de la belleza sensual de una mujer? O incluso la sugerencia, ya citada, a través del término mano («ya come ajena mano con la boca» –y sus asociaciones: manso, o la inversa boca– ) de un «evidente desplazamiento o transferencia a otra zona erógena, evocando a través del lenguaje poético pastoril las intimidades de la felación», pág. 143.

10

Sin embargo, la principal objeción a la segregación del autor que pretenden los críticos estructuralistas en el momento de analizar el soneto de los mansos no la fundaríamos tanto en los detalles de su ejercicio cuanto en el reconocimiento previo de su misma posibilidad.

Sencillamente se trata, como venimos diciendo, de tener presente la imposibilidad de pasar del plano del significado literal del poema al plano de su sentido alegórico. Y esta imposibilidad se nos manifiesta a dos escalas diferentes.

La primera es la escala de la interpretación de los términos manso y mayoral del soneto como términos que se refieren a mujer (no sólo a un herbívoro) y a varones que giran en torno a ella, manteniéndonos en la inmanencia literaria del texto, en cuyo ámbito interpretamos el término manso como «animal que se deja tratar y palpar con la mano», e interpretar el término mayoral como «el que asiste al gobierno del ganado, gobernando los demás pastores» (también según Covarrubias). A partir de este sentido literal del texto es imposible pasar al sentido alegórico capaz de ver tras el toro manso a una mujer, y a su mayoral, como un varón que busca a esa mujer.

Ante todo, cuando presuponemos que cada soneto forma parte de un sistema en el cual se remiten unos términos a los otros. Porque este «sistema» –ampliado a otras obras de Lope, como la Dorotea– está compuesto por términos cuya unidad no podría establecerse sino a través del autor que los escribió. Es cierto que en muchos aspectos cabría atenerse (aunque la serie de sonetos hubiera sido escrita por diversos autores) a su temática, a las figuras de sus locutores o actantes; sin embargo en otras partes es imprescindible contar con datos externos procedentes de la biografía (de la historia) y, con ello, es imprescindible romper o desbordar no ya la inmanencia textual de cada obra, sino la inmanencia literaria de su conjunto. Si podemos establecer la relación entre el vela del verso 11 del soneto Vireno («toda la noche vela y duerme el día») y el vega del soneto Querido manso mío («aquí está vuestra vega, monte y selva»), es sólo a través de la relación extraliteraria entre Perrenot de Granvela y Lope de Vega, a través de Elena Osorio (cuyo nombre no es jamás mencionado ni aludido). Asimismo, por ejemplo, el «collarejo azul» del soneto Vireno será relacionado a su vez (manteniéndose al menos en la inmanencia de la obra de Lope) por críticos especialistas con el «escapulario azul sobre el hábito blanco» que se describe en la Dorotea (Acto II, escena II), que lleva una Elena a la que alude Celia. Y cuando Clara (en la misma Dorotea, Acto I) le va diciendo a Marfisa como es Filis, subraya como la característica de su cabello el ser crespo, como encrespado es el «vellocino» del manso del soneto canónico. Más aún, en Poesías varias de Lope de Vega se lee, en 12: «Si dudas que no soy su dueño indino» (tomando indino como adjetivo de dueño, indigno), en el soneto Suelta mi manso se transformará en el vocativo «si piensas que no soy su dueño, Alcino». La relación de Alcino, indino e indiano se establece a través del personaje externo, el indiano Perrenot de Granvela, el rival de Lope frente a Elena Osorio.

Cuando hablamos pues de «referencias prosaicas» de los sonetos estamos hablando de los sucesos biográficos reales en los que se vieron envueltos Lope de Vega, Elena Osorio y Fernando Perrenot de Granvela; y esto sin perjuicio de que estos sucesos biográficos reales fueran ya a su vez vividos literariamente por individuos reales, si es que estos estaban afectados de lo que Vossler llamó «enfermedad de la literatura»), y que en un hombre como Lope, más que «enfermedad» sería un constitutivo de su personalidad, de su personaje (Marfisa sabe que en Fernando [Lope] «amor y hazer versos todo es uno»).

Pero aunque la trama literaria inmanente constituida por las obras del propio Lope pueda considerarse como el campo más próximo a la inmanencia del soneto principal (al menos cabe obtener alguna ampliación referencial del significado de «mi manso» del soneto canónico), lo cierto es que ni siquiera desde esa inmanencia ampliada podríamos alcanzar la figura de Elena Osorio, de Granvela o del propio Lope.

Habría que comenzar preguntando si, en todo caso, el conocimiento de estas figuras es necesario para la comprensión del soneto. Y si nos atuviéramos al proceder de los críticos literarios en función de hermeneutas o exégetas, habría que concluir que, efectivamente, esos conocimientos biográficos, relativos a la prosa real de unas vidas de los siglo XVI-XVII español son imprescindibles para cualquier interpretación de los sonetos de los mansos, que tienen, en este sentido, un carácter poético intrínsecamente histórico. Los presupuestos biográficos están, por lo demás, ampliamente divulgados, a la manera como están divulgados los hechos históricos que se consideran imprescindibles para la interpretación de La rendición de Breda o de Las meninas de Velázquez. Es imposible «ver», es decir, comprender, esos cuadros de Velázquez sin saber nada acerca de los personajes que en ellos aparecen; un saber que los «contenidos inmanentes» de estos cuadros no nos proporcionan, ni nos ofrecen la menor comprensión de su sentido (en cierto modo, comprender los cuadros de Velázquez obliga a seguir un método parecido al del pintor Orbaneja, al que ya nos hemos referido antes).

La segunda escala es la escala fundamental, la que permite el reconocimiento de la necesidad de tomar en consideración al autor en la interpretación del soneto que nos ocupa, y precisamente cuando nos atenemos a su misma «sustancia poética».

El soneto, en efecto, como venimos diciendo, tiene un sentido literal, estrictamente inmanente, en el cual los términos «manso» y «mayoral» son significantes o nombres comunes (universales, en sentido lógico), cuyos valores singulares se encuentran dados en un campo antropológico o etológico, al que accedemos a través de los diccionarios de la época. Y es éste sentido literal el que ha sido tenido en cuenta en la interpretación del soneto como un «discurso racional» de carácter económico idiotético, aunque homologable noetológicamente al discurso racional de carácter geométrico del teorema de Euclides.

Ahora bien, precisamente es esta interpretación literal del soneto la que nos aparta de la sustancia poética del mismo, reduciéndolo a una «racionalidad prosaica» representable por un arreglo económico idiotético entre dos ganaderos, o entre un pastor pobre y un mayoral rico. A este nivel hermenéutico, la interpretación del soneto es comparable a la interpretación de una fábula esópica por un niño o por un apaudetos, que la escuchase con atención y la entendiese en su sentido literal (no alegórico): «Subió una mona a un nogal, y cogiendo una nuez verde, la mordió en la cáscara, con que le supo muy mal, y por ello la arrojó rápidamente, quedándose sin comer.» Es lo que nos contará un niño de cinco años si le pedimos, después de haberle leído la fácula de Samaniego, qué es lo que había entendido de ella. Habrá que intentar explicarle la «sustancia ejemplarizante» de la fábula, tal como se expresa en su «moraleja estrambótica»: «Así suele suceder, a quien su empresa abandona...», que va más allá del «horizonte etológico» en el que se mantiene el relato de la fábula.

«Ir más allá» es tanto como pasar a una interpretación antropomórfico alegórica del relato etológico.

Ahora bien: el soneto del manso no es una fábula ejemplarizante, sino un poema; pero se parece a la fábula en que sólo desbordando su sentido literal y asumiendo un sentido alegórico (también antropomórfico, pero sui generis), puede entenderse como poema, aún cuando la interpretación alegórica ya no tenga correspondencia en la hermenéutica del teorema de Euclides, y sin que por ello haya de considerarse «irracional». Cabría decir acaso que la racionalidad que pueda conservar ya no es científica (alfa operatoria) sino poética (beta operatoria) o acaso filosófica.

La interpretación alegórica del soneto requiere introducir en su escenario a la figura «exógena» de una mujer singularizada; es decir, requiere interpretar el término nombre común «universal» (en sentido lógico) «manso», no ya en función de valores singulares dados en el campo de los animales herbívoros, sino precisamente en función de valores singulares dados en el campo de los animales humanos, singularizados según el género femenino. Lo que constituye, digamos de paso, un violento conflicto gramatical, dado que el término manso es del género masculino (por más que, dada la inexistencia en español del termino *mansa los gramáticos puedan considerarlo como neutro, pero en ningún caso como femenino). Dicho llanamente: la interpretación alegórico poética del soneto de Lope de Vega requiere ver tras el «manso» cuya liberación se solicita a una mujer concreta, y no a un herbívoro concreto.

Pero es imposible deducir del término «manso» el valor «mujer singularizada» (o el elemento singular femenino de una clase universal, en sentido lógico). Este valor ha de ser tomado del exterior, del campo semántico literal en el que se desarrolla el soneto. Podría sin duda haber sido introducido desde el exterior de modo abrupto, como ocurrencia gratuita o arbitraria de un lector que, en todo caso, tendría que justificar su interpretación. Sólo cuando encontremos alguna huella o indicio de este valor femenino en el texto del poema, podremos decir que hemos pasado de la interpretación literal (prosaica, racional o económica) a la interpretación alegórico poética de un modo gratuito y no arbitrario.

Pero esta huella o indicio, que no se encuentra en el texto literal, en sí mismo considerado, puede acaso encontrarse (se ha encontrado de hecho) en el texto en cuanto él se considera como efecto del autor o causa (no sólo eficiente sino formal) del poema, Lope de Vega; como autor o causa que, aún segregada de la estructura poemática, sigue teniendo una presencia en el poema. No hace falta que las huellas sean muy numerosas; bastarían estas dos: vela y vega, del mismo modo que bastan dos moléculas de ADN para interpretar a un individuo como asesino.

Las «huellas» son, en los sonetos del manso, vela y vega, porque ellas nos llevan a ver, tras el mayoral Alcino, reforzándolo con Indino, interpretado como indiano y no sólo como indigno, a Perrenot de Granvela, y tras el pastor que habla al mayoral, a Lope de Vega. Pero lo que, en su parlamento, pide Lope de Vega a Perrenot es que deje en libertad-de a Elena Osorio, y esto lo sabrán quienes leían los sonetos de Lope en el siglo XVII. O, si se prefiere: esto es lo que Lope quería sugerir a sus lectores, y lo que nosotros sabemos por tradición o por recuperación erudita.

Luego el autor del soneto resulta ser, en última instancia, el único foco de luz vinculada al propio soneto que nos permite desbordar el horizonte de su literalidad textual, para alcanzar una interpretación alegórica. Otra cosa es que esta alegoría pueda, por sí misma, ponerse del lado de la «sustancia poética» del texto. Porque, por sí misma, la alegoría podría limitar su alcance al terreno psicológico biográfico, cuyo «realismo prosaico» es comparable al de la interpretación etológico literal.

La «sustancia poética» tampoco aparece aquí, por tanto, sino en el momento en el cual ya no vemos «antropomórficamente» a Elena Osorio tras el manso, sino cuando vemos «zoomórficamente» al manso tras Elena Osorio, que nos sirvió de eslabón (a la manera como tras Aldonza Lorenzo vemos a Dulcinea del Toboso). Es en este momento cuando la singularidad biográfica de Elena Osorio habrá desaparecido (y esto sin necesidad de olvidar psicológicamente su nombre), y habrá desaparecido «anegada» en el «manso universal», es decir, en la querencia «impersonal» y específica que impulsa en su singularidad a cualquier mujer. Ya no es Elena Osorio, sino cualquier mujer semejante a ella; como tampoco la figura gráfica del triángulo dibujado al lado del texto del teorema de Euclides al que apoya, sino cualquier figura que reproduce su «patrón universal».

Al quedar anegada la singularidad de Elena Osorio en la figura específica de un manso –es decir, al manifestar que su «querencia singular» no es arbitraria, caprichosa y temporal, sino necesaria e intemporal, «eterna», sin dejar por ello de ser singular– es cuando la singularidad femenina, ligada (o destinada) precisamente a la singularidad del pastor que también se supone destinado a ella (otro tanto se diría si tras el manso opusiéramos a un sujeto masculino, interpretándolo en «clave homosexual») se manifiesta poéticamente como impulsada por un «eterno femenino», que está más allá de la singularidad contingente; del mismo modo, el pastor o el mayoral se verá atraído no tanto por una singularidad empírica, sino por el «eterno femenino» que actúa tras ella. «Todo lo perecedero –dice el coro místico al final del Fausto de Goethe– no es más que una figura. Aquí lo inaccesible se convierte en hecho, aquí se realiza lo inefable: lo eterno femenino nos atrae hacia lo alto.»

Y por ello la poesía es más filosófica que la historia (que la biografía), porque aquella trata de lo universal, y ésta cuenta lo que le sucedió, por ejemplo, a Alcibiades.

11

Se presenta una dificultad en la confrontación que venimos haciendo entre el teorema I,1 y el soneto «Suelta mi manso». Por parte del teorema: que si la demostración (científica) del teorema se considera implicada por la figura o diagrama (cuya grafía es, sin duda, estética), parece que se apoya en esta singularidad gráfica, sin perjuicio de que pueda reproducirse (alcanzando así la universalidad lógica dentro del espacio en que es reproducible). A esta dificultad habría que añadir otra, ahora por parte del soneto (tras su interpretación alegórica): que si la plenitud alegórica del soneto se encuentra implicada con la referencia a una mujer singular (Elena Osorio), habría que distanciarnos de la fórmula de Aristóteles, según la cual la poesía trata de lo universal.

El dibujo singular (la grafía estética) del teorema y el nombre propio de la mujer (Elena Osorio), considerados respectivamente como componentes de la evidencia científica del teorema y del contenido poético del soneto, desmiente, de un modo cruzado (el teorema alcanza su evidencia por la singularidad gráfica; y el soneto alcanza su plenitud por la singularidad biográfica): el diagrama en el teorema I,1 o el nombre propio en el soneto.

La cuestión es, por tanto, la de si el dibujo o grafía estética en su singularidad, y sólo en ella, constituye un verdadero eslabón lógico, o autológico, para la demostración del teorema, en cuyo caso la universalidad la alcanzaría en el proceso de repetición de la figura, es decir, en la identificación de unas figuras y sus reproducciones, dentro del espacio geométrico. Tal parece ser la interpretación de R. Netz en la obra antes citada. En efecto, en la página 242, al analizar la expresión «en consecuencia, se ha probado en general» (katholou, generally, que aparece una vez, dice Netz, en Arquímedes, dos veces en los Elementos de Euclides, en los corolarios a VI,20, y otras dos veces en la Óptica). Pero el punto de partida del teorema habría sido la figura concreta (estética), sin que de ella pudiera deducirse «en general» (katholou) su aplicación a todas, sino sólo homoios (semejantes). Lo que en resumidas cuentas vendría a significar que el teorema se hace universal (científico o filosófico en el sentido de Aristóteles) en la repetición, y así parece interpretar Netz la «identidad» como «identidad entre los diagramas» (op. cit., pág. 38), ya se trate de la identidad simpliciter (literally identical) ya fuese por inclusión, por inclusión defectiva o por semejanza. Según esto, cabría decir que el teorema se haría universal (científico, en el sentido de Aristóteles) en virtud de una suerte de inducción que tomase como punto de partida la figura estética y la universalizase en las repeticiones idénticas (simpliciter, o por semejanza).

En cualquier caso, se trata de una inducción a medio camino entre la inducción de Bacon o de Mill y la llamada «inducción matemática» o demostración por recurrencia, en la medida en la cual la universalización por repetición tiene un componente constructivo que aunque no es esencialmente interno (como en la recurrencia, o incluso en el silogismo de epagogé aristotélico: «el buey, el asno y el caballo son longevos, por ser animales sin hiel»), como en la recurrencia, sí incluye diferentes menciones al diagrama, que tampoco se mantiene en la pura exterioridad, como en el caso de la inducción baconiana.

Ahora bien: ¿acaso no nos obligaríamos con estas consideraciones a concluir que el teorema I,1 alcanza su plenitud geométrica en la repetición del diagrama en el plano, como si fuera la repetición idéntica lo que hace universal al diagrama singular?

En modo alguno, porque la «evidencia católica» se funda en la evidencia de la grafía, fundamento de la repetición universal, y no al revés. Y esto nos lleva obviamente a distinguir la singularidad estética del diagrama que acompaña al teorema y su supuesto carácter idiográfico, en el sentido de Windelband-Rickert (remitimos a nuestro El individuo en la historia, antes citado).

La clave de esta cuestión habría que ponerla en la confusión entre lo que es «singular» y lo que es «idiográfico» (irrepetible). Una figura o un diagrama es singular, pero repetible (no idiográfico). Y, en el caso del teorema I,1, es repetible porque los procesos de repetición están ya dados en el propio diagrama, en su propia construcción como tal: primero se presupone una recta indefinida (protasis), después (en la ekthesis) se señalan dos puntos A y B (aquí ya hay una repetición desde el momento en que los puntos pueden ser cualesquiera, y sustituibles en el proceso mismo de trazar el diagrama); después dibujamos, repitiendo las operaciones, los círculos concéntricos A y B, y después seleccionamos el punto de intersección Γ (pero también podríamos haber seleccionado el punto Γ’) repitiendo la misma figura pero con otra disposición estética: el vértice del triángulo hacia abajo. El discurso objetual (gráfico) del teorema va agregando puntos, rectas, &c. al diagrama, que no se ofrecen instantáneamente (intuitivamente, sino operatoriamente), y la identidad en la que hacemos consistir su verdad tiene lugar en el ámbito de cada diagrama, y no en el ámbito de la semejanza entre los diagramas ulteriormente repetidos.

Por ello, la identidad de la que hablamos es una identidad sintética, que no hay que confundir con las semejanzas llamadas también por Netz identidades, con generosidad excesiva. Por tanto, la «universalidad católica» o esencial del teorema I,1 hay que atribuírsela ya al «discurso diagramático», que precisamente por establecer identidades que no son meras repeticiones exteriores, sino estructurales, se mueven en un terreno funcional operatorio que es ya universal en su propio ejercicio estético. Para decirlo con la terminología del creador del término estética, Baumgarten: en el propio ejercicio de la «gnoseología inferior».

Y esto significa que la repetición de estos diagramas no habrá de entenderse como una repetición mecánica (una fotocopia); la repetición sólo alcanzará su valor gnoseológico cuando reproduzca las operaciones que conducían a los términos componentes de la identidad sintética y refuerzan ordo cognoscendi la definición de estas composiciones. En resumen, diríamos que Netz no distingue, es decir, confunde, la semejanza interna de la figura, con la semejanza simple de repetición externa; porque la semejanza simple o externa se mantiene entre las partes de un todo distributivo (entre los miembros de una clase definida por determinadas notas o rasgos) y sobre estas semejanzas se edifica la inducción baconiana: estas semejanzas podrán dar lugar a la igualdad de segmentos, de figuras, a través del ajuste o efarmoxis simple. Pero la semejanza funcional se mantiene entre una parte atributiva y un todo atributivo, y esta semejanza interna tiene lugar entre las partes de cada diagrama, por ejemplo, entre los segmentos de una recta, o entre las áreas triangulares o rectangulares de un cuadrado, entre las teselas de un mosaico, por ejemplo. Y esta semejanza es la que se hace «católica» o universal en cada fase de la operación de dibujar que culmina en la figura; por ejemplo, en el teorema I,1 el «desdoblamiento triple» del segmento AB que conduce a la triada o triángulo equilátero que tantos iluminados han llegado a ver como una expresión de la vesica piscis, o incluso de la Santísima Trinidad.

La función de semejanza interna recurrente, compleja o analógica, es más conocida, y la encontramos en la misma teoría de las proporciones de Euclides, en su libro V, a partir de las cuales podría haber demostrado el teorema I,47 de Pitágoras, dado que el cuadrado levantado sobre el segmento ΓΔ de un segmento AB queda «inserto» (estéticamente) en una circunferencia de centro O (el punto medio de AB) y radio OA = OB que (teorema del «triángulo diametral» de Tales) será rectángulo en Δ’ (y también en Γ’): la recta b que desde Δ’ corta perpendicularmente a AB, forma dos triángulos semejantes, con los mismos ángulos (rectos) y lados proporcionales. La semejanza interna funcional recurrente (o identidad análoga recurrente) es la que se conoce por la lente «φ = 1+√5/2 = 1’618», llamada proporción áurea, con todos sus valores o versiones –triángulos áureos, rectángulos áureos (los del Partenón de Fidias), espirales áureas, &c.–.

Todas estas identidades proporcionales (pero no sintéticas) están presentes en los ajustes funcionales, no ya meramente estéticos, de las figuras vinculadas al teorema I,1, y por ello, la universalidad funcional está ya ejercitada en el discurso de cada figura o diagrama, antes que en su repetición clónica o mecánica. Tradicionalmente (y con tenaz recurrencia) se tiende a encontrar esas proporciones constitutivas de la identidad funcional más sencilla, en los dominios más diversos (el teorema I,47, el Partenón, el hombre arquetipo de Vitruvio-Leonardo, el dodecaedro de Kepler, la serie de Fibonacci, los mosaicos de Penrose). Pero tal identidad no requiere apelar a fundamentos místicos; son resultados de procesos noetológicos elementales, a saber, los procesos de reproducción proporcional de un todo atributivo T respecto de una parte atributiva suya. El fundamento de la lente φ no habrá por qué ponerlo, por tanto, en ciertas proporciones áureas dadas en la anatomía humana (es decir, en la interpretación antropocéntrica de la homomensura de Protágoras), porque estas proporciones pueden encontrarse también en un caracol. Dicho de otro modo (con palabras de Platón), porque el hombre es unidad de medida de las demás cosas, pero no ya medida de todas las cosas.

Mutatis mutandis, en el soneto, la nominación singular alegórica (con nombre propio, Elena Osorio) del manso literal no tendrá un alcance idiográfico, sino también universal-católico, es decir, universal poético; y la interpretación poética habrá que atribuirla, como ya hemos dicho, no ya al lector erudito (que averigua que el manso es Elena Osorio) sino al propio autor, Lope de Vega, cuando «averigua» que Elena Osorio (idiográfica) es un manso (universal) que viene a lamer la sal de sus manos. Según esto, si el lector interpreta el manso como Elena Osorio es porque antes había sido Elena Osorio interpretada como un manso. Y por ello, como hemos dicho, la fuerza poética del soneto no residiría tanto en la interpretación idiográfica erudita, sino precisamente en la interpretación inversa, respecto de la cual el contenido idiográfico estético puede desempeñar un papel análogo al que el diagrama estético representa en la prueba del teorema.

12

Hasta aquí nos hemos atenido principalmente, en nuestro análisis, a la distinción, en los textos analizados, entre los dos planos consabidos, en los que se mueven los significados de tales textos: el plano de los significados literales y el plano de los significados alegóricos. Pero no hemos considerado el plano de los significantes.

Y no faltan quienes no ya se despreocupan de hecho, sencillamente, por lo que pueda ser dibujado con alcance literario en este plano, sino por quienes interpretan desde luego el plano de los significantes como extraliterario, ajeno a la inmanencia textual. Y por tanto como una «dependencia molesta, o meramente pragmática, de los espíritus respecto de la materia física» (gráfica o estética).

Tampoco faltan quienes reconocen un interés, si no intrínsecamente literario, sí al menos estético y de primer orden, al plano de los significantes, en componentes suyos tan importantes como las figuras gráficas acompañadas de letras, en el teorema, o la prosodia, acentuación, métrica, ritmo, rima, en general «hallazgos» (como el de la forma enclítica «verásle») en el poema. ¿Quién podría negar que los componentes prosódicos son esenciales al soneto? Sin ellos, el soneto desaparecería. ¿Qué sería el «soneto canónico» sin ritmos silábicos y sin regularidades fonéticas tipo abba?

Aún más, la estructura del soneto se mantendría «aunque el plano de los significados» estuviese rellenado o sustituido por series de sílabas sin sentido literario, como ocurre con la música vocal (a boca cerrada) o tatareada. El soneto, en el plano de los significantes, sería una especie de música efectiva cuando se recita o se escucha, y «música a los ojos» (Augenmusik) cuando se escribe o se lee.

Esta perspectiva abre un amplio campo a la investigación literaria y a la crítica literaria: por ejemplo, en relación con la cuestión sobre si el verso 9 del Vireno es un endecasílabo a maiore con un acento de sexta en voz aguda, o si más bien es un sáfico con acento en cuarta o en octava. Pero al mismo tiempo plantea los problemas del Schallanalyse: ¿hasta qué punto el curso de los significantes es autónomo, como una forma o estructura universal en la que habría que «alojar» a la materia cambiante de los significados –a la manera moldeada por la forma– a la manera como a la forma geométrica exágono se ajustan, en el momento de fabricar baldosas capaces de recubrir un pavimento, la materia del mármol, de la arcilla, del metal o de la madera?

O bien: ¿hasta qué punto el curso de los significantes, lejos de poder concebirse como una forma a priori no está también determinado por la materia significada, y no sólo en general («la estructura prosódica del soneto ya contiene insinuado un cierto tipo –por su brevedad, por la disposición discursiva– de contenidos o pensamientos») sino también en particular? Molho, por ejemplo, aprecia en el verso 6 del soneto Querido manso mío –el verso: «que tal selvatiquez || el alma os toca»– el acento de 6ª, que estaría impuesto por el dominio de la noción de selvatiquez en el segundo cuarteto, y advierte en los versos de su último tercero –«Aquí está vuestra vega, monte y selva; || yo soy vuestro pastor, y vos mi dueño || vos mi ganado, y yo vuestro perdido.»– dos endecasílabos bimembres y paralelísticos que, en forma de quiasmo, suscitan el yo y el vos, que son los interlocutores del soneto. Y, refiriéndose al soneto que analizamos (Suelta mi manso), «el más logrado desde el punto de vista del significante prosódico», constata cinco endecasílabos a maiore en la sexta, cuya distribución no es indiferente, pues concluyen los dos cuartetos (versos 4 y 8), marcan las dos hipótesis en si (versos 9 y 12) y concluyen el soneto (verso 14); en el verso 9 el acento métrico (sexta) recae en la palabra tiene, que por su carga semántica suena casi átona; en el verso 14, el acento a minore en sal suena con toda intensidad, a causa de la cesura hasta que sobrevenga el acento a maiore en la sexta, ma.

No se trata, por tanto, de incorporar por yuxtaposición al plano de los significantes los análisis en el plano de los significados, con el objeto de mantener la deseada «unidad enciclopédica». Se trata de determinar las involucraciones internas del plano de los significantes y el plano de los significados, dado el alcance que sin duda tienen las figuras dibujadas en el plano de los significantes en la estructura del discurso integral, tanto si es el discurso del teorema como si es el discurso del soneto. Al menos sin consideramos, como contenidos internos suyos, a las figuras gráficas marcadas con letras (tales como A, B, Γ), en lugar de considerarlas como concesiones didácticas, pero ajenas, incluso «indignas por su infantilismo», del discurso geométrico; así como también serían contenidos internos las líneas que va constituyendo el texto del teorema y su número corto (15, 20, 25) y su ordinal que, en muchas ediciones, como hemos dicho, se hace constar explícitamente.

Desde la perspectiva noetológica de nuestro análisis la cuestión podría replantearse como un asunto que requiere determinar si el racionalismo afecta ya al plano de los significantes en sí mismo (por ejemplo, en el soneto, a la institucionalización de la métrica y de las filigranas prosódicas) o si sólo lo afecta cuando está involucrado con el plano de los significados. Y esta cuestión remueve los fundamentos mismos de la concepción hilemórfica de la racionalidad, sobre todo cuando se atribuye a las estructuras del curso de los significantes el papel de forma, y a los contenidos significados el papel de materia (en el ejemplo de las baldosas, a la figura exagonal el papel de forma racional, y al mármol, madera o metal, el papel de materia).

Desde la perspectiva del materialismo gnoseológico, la racionalidad no habría que adscribirla a una «forma separada» en cuanto tal, sino a una forma en cuanto resultante de una materia (la forma exagonal de la baldosa no asumiría su racionalidad arquitectónica sino cuando va unida al mármol, al barro o a la madera, como forma poligonal capaz de «cubrir un pavimento»); la racionalidad geométrica de la forma exagonal (al margen de los materiales con los que se fabrican las baldosas), aunque sea independiente de estos materiales, no es independiente de toda materia, porque el concepto de polígono exagonal requiere desde luego una materia gráfica, estética. En este sentido podría decirse que la «racionalidad hilemórfica» culmina en el momento en el cual desaparece en el compuesto la separación interna entre la materia y la forma.

Pero es esta separación la que parece insalvable en el momento de aplicarla a la «composición» de los cursos de significantes y los cursos de significados en el caso del teorema y del soneto.

Ahora bien, acaso las dificultades que encontramos en este campo se deben a una aplicación demasiado sumaria de la oposición entre significados y significantes heredada del Curso de Saussure. Pero esta aplicación no es la única posible.

En realidad la distinción entre forma y materia se mantiene en la Lingüística de Hjelmslev bajo el aspecto de la distinción entre forma y sustancia, solo que esta oposición (forma/sustancia) no se entiende ahora como una correspondencia directa con la oposición significante/significado, lo que conduciría a atribuir al significante el papel de forma y al significado el papel de materia, sino en correspondencia con la oposición expresión/contenido (que es la que se corresponde precisamente con la oposición entre significante y significado).

De este modo, la oposición materia/forma se distribuye «desdoblándose», por decirlo así, en cada uno de los términos de la oposición expresión/contenido. Se hablará así de una forma de la expresión y de una sustancia (o materia) de la expresión; se hablará también de una forma del contenido y de una sustancia (o materia) del contenido. De este modo podríamos evitar atribuir a los significantes (en la medida en que se corresponden con la expresión) el papel de forma respecto de los significados. Pues los significantes ya constan de forma y sustancia, como también los significados. Y esto permitiría por de pronto reconocer una racionalidad a los significantes, en la medida en que también ellos tienen inicialmente «estructura hilemórfica», como ocurre con los significados o contenidos de la expresión.

No es este el lugar para profundizar en el análisis de la sustancia (de la expresión o del contenido) en su papel de materia. La «materia de la expresión» parece aproximarnos a una materia segunda, gráfica o sonora; la «materia del contenido» se acerca más a la materia prima aristotélica, supuesto que los contenidos del lenguaje engloban al Universo, y a que los «límites del Universo» sean los límites del lenguaje.

En cualquier caso, la cuestión de las relaciones entre significantes y significados ya no tendrá por qué plantearse como un caso de la relación entre forma y materia, sino, a lo sumo, como un caso entre compuestos, es decir, entre formas involucradas en materias, y de materias involucradas en formas. Y esto nos permite dejar de lado el entendimiento de la oposición materia/forma como una oposición disyuntiva, como nos sugiere una larga tradición (representada por ejemplo, en la Edad Media, por la escuela franciscana, que defendía la posibilidad de las formas separadas, o, con Juan Peckham de Oxford, la posibilidad de una materia creada por Dios, sin forma alguna) que llega hasta nosotros.

Nos permite ante todo reconocer hasta qué punto los significantes, lejos de tener que ser reducidos a la condición de algo así como meros «instrumentos vehiculares» de los significados (y subordinados siempre a ellos), pueden también asumir el papel de contenidos significados, lo que hace que sean estos significados los que estarán subordinados a los significantes (en el caso en el que aquellos significantes tengan que ver con los signos autogóricos o tautogóricos), para atenernos a los dominios en los que se mueve. El ejemplo más a mano que podemos ofrecer de «soneto autogórico» es el famoso soneto, también de Lope de Vega, «Un soneto me manda hacer Violante». En general, habría que advertir que el concepto «soneto» es un concepto en cuyo significado han de figurar endecasílabos reales, rimas, asonancias internas, acentuaciones, &c., sin perjuicio de que estos significantes lingüísticos estén entretejidos con significados de orden no lingüístico. Pero en el soneto Violante, como ejemplo de cadenas de significados autogóricos, no alegóricos, sus significados se circunscriben paso a paso a las cadenas de significantes («Un soneto me manda hacer Violante... catorce versos dicen que es soneto...»). Se trata sin duda de un caso raro, pero no excepcional. Recordamos una quintilla, improvisada al final de un banquete por Vital Aza –que además, por cierto, pertenece al género demostrativo– cuyo significado va también referido enteramente a los significantes: «Por cuestión de negra honrilla | me propongo demostrar | que el hacer una quintilla | es la cosa más sencilla | que se puede imaginar.»

13

Concluimos, apoyándonos en los resultados precedentes, con la siguiente clasificación de los planos de análisis en los que nos movemos al analizar teoremas y sonetos:

a) El plano de las interpretaciones literales no autogóricas, pero sí inmanentes al sentido ordinario de la cadena textual de significantes (el sentido literal según el cual el término manso, en español, significa un animal, un bóvido, que viene a comer a la mano del pastor, como dice Covarrubias).

b) El plano de las interpretaciones alegóricas de unas cadenas de términos cuya interpretación textual ordinaria se presupone como base de referencia, pero que desborda la inmanencia de la base. Un ejemplo tradicional de todos conocido, por el Génesis: el faraón relata un sueño a José, cuyo sentido literal le decía que siete hermosas y gordas vacas iban a pacer al Nilo y que otras siete vacas flacas y escuálidas se pusieron junto a las primeras en las orillas del río y las devoraron. El faraón barruntaba que el sentido literal no era «el verdadero sentido» y fue José (Génesis 41, 26-27) quien le descubrió el verdadero sentido, o interpretación alegórica: «Las siete vacas hermosas significan siete años... las siete vacas escuálidas y flacas quiere decir que habrá siete años de hambre». Asimismo, el sentido literal del verso en el que un pastor pide al mayoral que suelte a su manso, no deja de entender su genuino significado poético, que sólo se alcanza cuando caemos en la cuenta de que este manso es una alegoría de algo muy diferente al toro, a saber, la figura de una mujer.

c) El plano de las interpretaciones autogóricas –mejor que autorreferentes– tal como las hemos definido.

Ahora bien, el soneto Suelta mi manso, mayoral extraño, tiene un sentido literal y prosaico cuya racionalidad noetológica –no por ello científica estricta, alfaoperatoria sino prudencial betaoperatoria– pueda serle reconocida al margen y previamente a su sentido poético. Un sentido que sólo se nos manifiesta en su interpretación alegórica, cuando manso (y sólo a través del autor y de otras obras suyas, como causa eficiente y formal) nos lleva a la mujer. Pero a la mujer vista no como mero sustituto de un referencial que pudiera ser simplemente desplazado, sino como un manso fingido que sustituye a una mujer real, y como una mujer real vista poéticamente como un manso, según sus querencias específicas y por encima de su voluntad. No por ello la interpretación poética del soneto pierde racionalidad, tan sólo pierde la racionalidad prosaica.

En cambio, el teorema I,1 de Euclides despliega una racionalidad noetológica que nos conduce a verdades científicas (a identidades sintéticas) y que excluye, como mera ficción metafísica, cualquier interpretación alegórica, por ejemplo, la interpretación metafísica de quienes creyeron ver en los teoremas encadenados de Euclides, y aún en el encadenamiento de sus libros, una escala que vendría a desembocar en una visión del Mundo –aún acariciada por Kepler– como un sistema de poliedros regulares envueltos por un dodecaedro cósmico.

Porque los teorema de Euclides, y en particular el teorema I,1, no tienen, cuando a su significado geométrico, ningún sentido alegórico. Y no porque no se le halla intentado descubrir. Una larga tradición de arquitectos, pintores o dibujantes, cabalistas o masones, fundándose en la consideración de los componentes internos a la figura (la igualdad entre los tres lados del triángulo equilátero, desde la protasis al diorismós y al sympérasma, y la «ojiva» resultante de la intersección de los dos círculos del diorismo) tiende a ver como un símbolo místico el triángulo equilátero del sympérasma como si fuese una alegoría de la vesica piscis (una denominación que utilizó por ejemplo Alberto Durero, en sus Institutiones Geometricae, Nuremberg 1494, y que aparecen en vidrieras o dibujos de manuscritos medievales, en los que Jesucristo se representa dentro de una vesica piscis –la vesica piscis contenida en el teorema I,1– cuyos diámetros arrojan la razón 1’7305... = √3, que, como número sagrado, recibía el nombre de «medida del pez»).

Ahora bien, nos parece evidente que los diagramas del teorema I,1 no están en modo alguno subordinados a semejantes interpretaciones alegóricas, y que más bien habría que afirmar, por el contrario, que son estas significaciones alegóricas las que están subordinadas a los diagramas geométricos.

Se comprende bien, sin ningún misterio, cómo las reglas o recetas prácticas para dibujar un óvalo (una almendra o mandorla) se establecen a partir de la intersección de dos círculos del mismo radio intersectados de forma que el centro de cada uno pertenezca a la circunferencia del otro. Esta morfología geométrica que hemos visto ejercitada en el teorema I,1 de Euclides, y que, sin duda, es anterior a Euclides (aparece en reliquias de pueblos primitivos), pudo fascinar a quienes la encontraron con más o menos aproximación en morfologías naturales o institucionales.

En cualquier caso lo cierto es que estas interpretaciones alegóricas del teorema I,1 no añaden nada a su verdadera geometría, que además tiene la capacidad suficiente en su autonomía, como para poder disipar cualquier pretensión mística. Lo contrario ocurriría con la interpretación alegórica del soneto, que es necesaria para alcanzar su sentido poético, aún cuando también este significado podría determinar la anulación de toda figura idiográfica.

 

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