Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 87 • mayo 2009 • página 7
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Deberemos, entonces, aclarar más los conceptos{1}. Estamos hablando aquí y ahora del humor, no de hacer gracia ni de gastar bromas. Hablamos de un glorioso procedimiento destinado a hacer la vida más vivible, más vivaz, por encima del espanto y del sopor, o sea, más soportable. Oficiar esta tarea no es nada sencillo y precisa grandes dotes de observación, ingenio, oportunidad y entendimiento. Por ello, no puede confundirse a un humorista con un simple gracioso vocacional o con un sencillo chistoso profesional. El primero se empeña en alegrarnos la vida, y los segundos, presumiblemente, también, aunque a la postre consiguen estos últimos amargárnosla.
El gracioso, ese tipo que salta a los escenarios para ganarse la vida, asaltando así nuestras defensas, es un lobo estepario que busca agraciarse a los demás como sea, diciendo gansadas, emitiendo carcajadas de coyote, esbozando sonrisa de hiena, aunque de ordinario acaso provoca tan sólo nuestra desgracia o aun nuestra desesperación. El chistoso, por su parte, perteneciente a un gremio más especializado, pero igualmente dañino para nuestra sensibilidad; suele reconocerse, sin más, como lo que es: un ser impertinente y plomizo, emisor de sandeces, sin noción del límite ni del buen gusto, que ansía la querencia ajena y se busca, sin embargo, su propio fin… si sigue por ese camino.
Hacer alguna gracia, de cuando en cuando, o contar un inocente chiste, de paso, uno solo, no pueden producir, en verdad, ningún daño irreparable a nadie. Los humoristas suelen acudir a ellos a menudo, por oficio, y hasta uno mismo se ha permitido alguna experiencia sobre terreno tan expuesto, por despistada vocación, con penosos resultados, es cierto, que sólo la magnanimidad y el buen corazón de los infortunados presentes lograron no sentirse demasiado humillado. Pero no es esto tampoco el humor. El humor tiene otro sentido que lo ennoblece y que sólo puede percibirse cabalmente cuando ha sido educado el sentido del humor, tanto por parte del actuante como del público.
Por el sentido del humor los conoceréis. Por el sentido del humor, en efecto, podemos reconocer el alma de las personas, casi mejor que acercándonos a su voz, su carácter, su piel, sus gustos, sus gestos. Hay individuos que se ríen de cualquier cosa, empezando –en este caso, con motivo– de ellos mismos. Presentan estos sujetos una personalidad jovial y dicharachera, con una mueca abierta que ofrece de oreja a oreja la mejor de sus jetas. Por lo general, poseen mentes sencillas (simple minds) y bien dispuestas para la supervivencia. Son de naturaleza optimista y casi todo les resulta bastante correcto. Estallan de risa al menor motivo porque quieren quedar bien, no tanto por hipocresía cuanto por deber de confraternización: porque si le dicen algo gracioso, es que eso debe de tener gracia. Por lo común, sin embargo, entre carcajada y carcajada, no suelen entender de qué va la fiesta, de modo que cuando los vemos risueños no resulta fácil adivinar, en su simpleza, si es que les han contado un chiste o han perdido el empleo (confío que no haya sido por su fatal sentido del humor).
También encontramos personas aficionadas a la sal gruesa. Estos individuos sólo consiguen reírse de los chistes que cortan como navajas, porque hieren, y llaman situaciones cómicas a cualquier referencia a las funciones intestinales, cuanto más en público mejor, a lo escatológico, en fin, y llegan al delirio y el éxtasis cuando escuchan atrevidas incursiones o aproximaciones a lo sexual, cuanto más groseras, mejor. Su reino es del mundo de la obscenidad y la estulticia. Buscan en la vida los sabores fuertes y contundentes, y podemos identificarlos golpeando las rodillas de los más próximos o dando puñetazos en la mesa, mientras ríen a mandíbula batiente y lloran de dicha ante el menor asomo de procacidad.
Otras personas, en cambio, tienen el sentido del humor tan disminuido que no tiene sentido probar suerte con ellos, intentando provocarles una mínima reacción de hilaridad. Normalmente, ante estos estímulos responden con el ceño fruncido ante un estímulo ocurrente, y no es que guarden rencor al que lo profiere, sino que simplemente le consideran un demente merecedor tan sólo de compasión. Se trata, en fin, de esos tipos que si, a pesar de todo, intenta uno transmitirles alguna lindeza, debe advertirles primero que lo que sigue es, en efecto, algo parecido a un chiste, que no debe tomárselo en serio, para que no haya malentendidos. A continuación hace uno la broma y como el receptor sigue tieso y no reacciona, debe volver a repetir la chanza, normalmente con el mismo penoso resultado. El sujeto sigue estático, como si nada, como embalsamado, preguntándose cuándo acabará todo, y a mi simplemente me recuerdan el actuar de ese público que acude a los programas televisivos o radiofónicos de risa, guarda la compostura y mantiene la posición, como los niños de antes en las escuelas de antes, y sólo se conmueve, mostrando alguna señal de humanidad, cuando el regidor de la emisión les hace la señal convenida («APLAUSOS»), que permite celebrar la gracia.
En fin, como suele decirse, hay gustos para todos. Aunque, no todos, añadiré, suponen lo mismo. Incluso no falta quien habla de los «humores nacionales», según los cuales la idiosincrasia de cada pueblo conforma un sentido del humor característico, tradicional e inamovible, y que dice mucho sobre la forma de ser de sus gentes. Pero esa es otra historia y no es cuestión de dar ideas a los que, en efecto, alimentan la noción de «humor nacional», para que la tomen demasiado en serio y puedan proponerla como sección futura de un nuevo Ministerio de Educación, Descanso y Regocijo, o, más probablemente, en una nueva consejería de Gobierno Autónomo que subvencione graciosamente el «humor propio» de la comunidad, y así los haga distinguirse aún más, mostrando que aquí no reímos como los de allá, que nos reímos de manera diferenciada. En cierta ocasión le preguntaron a Woody Allen qué era un chiste judío, a lo que sólo pudo responder: «Soy judío. Pero no puedo explicarlo».
Hay, esto sí es verdad, muchas maneras de reír y de hacer reír, pero éstas no dependen de los pueblos sino del sentimiento y del ingenio del individuo. Y si existen algunas formas de humor cultivadas en algunos lugares, lo correcto sería que fuesen exportados, si son saludables, y diluidos en simbiosis con otras vecindades más nutritivas, si no lo son tanto. Todo menos conservar algo nuestro porque es lo nuestro. Porque eso no es humor. Eso es el horror.
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De todos los tipos de sentido del humor, para mi gusto y entendimiento, la ironía es el más satisfactorio. Esta forma de entender el humor, dicen algunos entendidos, es típica de los pueblos mediterráneos, con la excepción añadida del británico, el cual igualmente se ha ejercitado, con su peculiaridad, dentro de esa tendencia humorística. Según vengo diciendo hasta ahora, tengo para mí que el humor es cosa bien distinta de los humores, como han sido llamados determinados flujos del cuerpo animal, que aquel es producto del espíritu de los tipos con genio, que poco tiene que ver, creo, con los genes.
De este procedimiento humorístico ha dicho Luis Racionero: «La ironía es al trato humano lo que la reducción al absurdo es a las matemáticas: ironía es demostración a contrario, llevar las cosas a su extremo opuesto para que se convierta en su contrario, y, de esta súbita fusión de opuestos, obtener una distanciación que nos hace sabios».
Así es, en efecto. La ironía la entendemos como un procedimiento que extrae su gracia del método calculado del razonamiento. La ironía no surge de una cantera inagotable (agotadora y pétrea) de chacotas, como un manual de chistes, ni pueden, como éstos, presentarse a un concurso de resistencia (festival de la risa), ni tampoco pasar la prueba del «más difícil todavía». Su sentido reside en la sutileza y la oportunidad, no en la cantidad, por ello se saborea como un placer amable y refinado.
La ironía lleva el lenguaje de la realidad al absurdo del mundo del humor, allí lo tritura, y lo devuelve convertido en frase deformada, comentario agudo, ocurrencia insinuante, para en ocasiones lanzarse al más directo latigazo que aclara situaciones enredadas, al enjuague que disuelve telarañas en la cabeza, o a los no tan delicados picotazos que pongan las cosas en su sitio, después de probar con picardía la impostura de determinada actitud merecedora de la broma sanadora. En estos últimos casos, estaremos más cerca del sarcasmo que de la ironía, maneras ambas muy cercanas, aunque no idénticas, de conducir la chanza, diferentes más por el estado de ánimo que las provoca que por derivar de raíces opuestas, algo así como el Dr. Jekyll y el Mr. Hyde de la agudeza y el ingenio.
En la ironía no tiene por qué haber crueldad ni intención de ofender al prójimo, tampoco necesariamente en el sarcasmo. Pero ambos sí que denotan en quienes los utilizan un cierto desencanto (no resentimiento) y un ánimo áspero (no rudo), fuentes que, insisto en ello, nutren las esencias del humor más trabajadas. Sin ninguna duda, la ironía es un instrumento de sana burla y de amable broma que busca defenderse de las agresiones que provocan todo lo fatuo y mezquino que hay en el mundo, y no tanto una arma de ataque, que con agresividad y mofa busca guerra.
En verdad, resulta lo contrario: la ironía y la comicidad acostumbran a resolver pacíficamente situaciones cotidianas de violencia, que sin su concurso sutil y apaciguador acabarían decidiéndose por las bravas. Son, en suma, maneras de moldear, de burlar, la realidad a fin de hacerla más llevadera. La misma expresión «burlar» da cuenta de esta doble significación de «bromear» y de «engañar», que parecen ir tan unidas y que en el humor logran su mayor provecho.
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La práctica del humor es la más humana de las conductas y la más humanizadora. Todos probamos suerte con el humor para jugar con la vida y jugarnos la vida con él. Pero hay individuos empeñados en esta faena con mayor dedicación y esmero: son los humoristas y cómicos de verdad. Personajes sufrientes y conturbados son los cómicos serios, que prestan su sensibilidad y agudeza para alegrar en un maravilloso engaño la vida de los hombres, sin ofender por ello a su inteligencia ni tomarle por estúpidos. Su penetrante mirada muestra dulzura, pero todavía más desconsuelo. Crean humor y broma como la mejor manera, la única manera, de burlarse del rostro sombrío de la existencia. Como digo, he aquí una cosa muy seria.
Cuando el payaso era máscara actuante de penas con borlas y pompones, y no mera mascarada ruidosa de fiesta de cumpleaños infantil o carrusel de feria, componía, en rigor, la imagen trágica de la risa: ¡ay, recuerda el lector a Charlie Rivel, siempre tan lloroso y tan afligido! ¡Qué enternecedora imagen, pues, la del payaso! ¡Qué habrán visto sus ojos que se le ve tan triste! ¿Qué misterios de la vida se ocultan tras su farsa y su disfraz? Corazón sensible de artista y rostro maquillado de actor. Provocar la risa sin reírse, alegrar la vida que le debe apenar. ¿Recuerdan también el rostro de Giulietta Massina en la película de Fellini La strada?
Estoy hablando ahora de ese rostro, de esa mirada de payaso, de un desamparo y un pesar, tan conmovedores que hielan la sangre. Mientras tanto, dulcemente, la tierna bufona en la pantalla toca el tambor de fiesta y el falso Sansón, encarnado por el actor Anthony Quinn, hincha sus músculos para hacer saltar las cadenas que le oprimen el pecho. Pero la mirada de Giulietta está en otro sitio, ajena al engaño de la representación y al regocijo del público que la rodea. ¿Qué estarán viendo esos ojos tan puros y tan afligidos?
Hay que estar un poco loco para practicar el humor, pero es el humor la única manera de escapar de la locura. Además es la manera más divertida de vivir la vida. ¿Quiere esto decir que el humor nos hace más felices y nos aleja de la tristeza, como cuando se invoca a la alegría en las fiestas señaladas? ¿No será el humor la otra cara del horror? Cuando me hago estas preguntas no puedo dejar de recordar aquella historia que suele relatar uno de los maestros que más saben de estos temas y que nos ha hecho reír y llorar con igual pasión: me refiero, cómo no, a Billy Wilder. La historia, por lo demás, bien conocida, cuenta lo siguiente. ¿La recordamos?
«Un hombre, en Zurich, acude a un analista y le dice:
—Doctor, ¡tiene que ayudarme! Estoy tan absolutamente descontento con la vida y con el mundo, me siento tan desconsolado que sólo sé una cosa. Estoy a punto de suicidarme.
El psicoanalista habla con él durante un rato y le describe cosas hermosas, la cara brillante de la vida.
—Mire usted –le dice–, está usted en esta preciosa ciudad de Zurich. Se levanta por las mañanas, a lo lejos brillan las montañas, los pájaros cantan, usted está alojado en el hotel Dolder, le traen un desayuno fantástico. Panecillos crujientes, aromático café, zumo de naranja recién exprimido. Después se levanta, da un maravilloso paseo, pasando por los jardines y grandes mansiones que hay junto al Dolder o se acerca andando a la orilla del lago. Luego vagabundea por la ciudad, se pasea por las maravillosas tiendas de la Banhofstrasse, y regresa, para comer al mediodía en la parrilla del hotel Eden. Después da otro paseo, admirando a todas las chicas guapas, a todas las mujeres elegantes que se cruzan con usted. Luego regresa al hotel, hace una pequeña y reparadora siesta, y luego se toma un buen cóctel y escucha la agradable música del bar. Y después de una cena fantástica en la Kronenhalle, entre todos aquellos hermosos cuadros, y tomando un exquisito vino suizo, se va usted al cine o a un espectáculo de variedades.
El médico interrumpe su optimista descripción y le pregunta al paciente:
—¿Sabe usted quién está en estos momentos en Zurich? Grock, ¡el famoso payaso Grock! Con toda seguridad él lo entretendrá. Grock es la persona más divertida del mundo. Así que prométame que se comprará una entrada y que esta misma noche asistirá a la representación. ¡Se partirá de risa! Conocerá la vida desde el lado divertido y por lo tanto, su lado más hermoso. Sus depresiones desaparecerán como si se las hubiera llevado el viento.
Entonces el hombre lo mira con tristeza y dice:
—¡Yo soy Grock!».
Nota
{1} La primera parte del presente ensayo ha sido publicada en el anterior número de El Catoblepas: «Humor y horror (1)».