Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 86 • abril 2009 • página 19
Dicen quienes que saben del tema de los derechos humanos que ellos poseen varias características que acumuladas entre sí generan un producto supremo e intangible a prueba de los embates y argumentos de índole empresarial, político, económico, social y militar. De entre esas características se destaca y de manera primordial para los derechos liberales, su indisponibilidad absoluta cuando colisionan frente a ese tipo de argumentos, pues los derechos siempre prevalecen ante la postura minimalista de los patrones, los inconsistentes consensos y acuerdos de los grupos partidistas, la escasez y estrategias económicas, la variabilidad de las costumbres comunitarias y las prioridades y lealtades debidas a la patria.
Así lo reconocen la mayoría de los instrumentos internacionales. Por mero ejemplo, la Convención norteamericana sobre derechos humanos de 1969 dispone en sus artículos 1° y 2° la obligación de respetar los derechos y la obligación de los Estados de adecuar su derecho interno para dotar de efectividad a los derechos. Cualquier acción que vaya en contra de esa garantía e indisponibilidad de los derechos humanos, está prohibida. Con razón los instrumentos generales y particulares tanto nacionales como internaciones de derechos humanos que regulan la dignidad e integridad personal reinan por doquier,{1} prohibiendo la pena de muerte, la tortura y cualquier otro trato que ataque la centralidad humana y al planteamiento kantiano de que al ser humano siempre se le debe tomar como fin de la voluntad y nunca como medio. En efecto, un paradigma de los derechos liberales es el derecho a la integridad personal, que consagra el derecho a que nadie sea sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes (Art. 5° de la Convención norteamericana).
Es la Convención contra la tortura y Otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes el instrumento jurídico por antonomasia que define el término tortura. Señala que tortura es todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas. La obviedad de que la tortura está jurídicamente prohibida se confirma por la lectura de estos instrumentos. Este principio jurídico es normativamente intangible y está acorde, desde la mera formalidad de la emisión de normas jurídicas, con el avance democrático y con las reglas de la modernidad política. Por eso, pensar o actuar en términos de tortura es un asunto de bárbaros y primitivos; erradicar la tortura corresponde a los modernos y democráticos. Ahí esta el libro de Beccaria, De los delitos y las penas, que marca un cambio monumental con su pretensión de erradicar la visión antihumanista de los antiguos por una nueva visión humanista de la dignidad humana y sus consecuencias para la metodología de la política criminal y el derecho penal a partir de la ilustración.
Desafortunadamente, los hechos apuntan en otra dirección a la que ofrecen las normas jurídicas. Los acontecimientos militares de las fechas más recientes nos muestran actos de ejecución de tortura en los regímenes que se dicen democráticos, análogamente a las referencias históricas de regímenes no democráticos (antiguos y no tan antiguos); además evidencian la actitud del discurso oficial para neutralizar los acontecimientos sobre la base de las normas jurídicas que prohíben conductas que atentan contra la dignidad humana. No hay adelantos que afronten el tema desde una perspectiva dialéctica, y más tratándose de aquellos casos en los agentes públicos tienen que tomar decisiones jurídicas y políticas que ponderen la tensión y conflicto que puede haber entre valores individuales y colectivos.
Alan M. Dershowitz{2} –un abogado, profesor de derecho en Harvard y colaborador de opinión pública norteamericano– ha venido señalando en diversas publicaciones que no se trata de discutir sobre la existencia o no de la tortura, pues es evidente que en muchos países, incluido Estados Unidos, se ha aplicado la tortura (Israel como la gran cúspide de esta realidad). De lo que se trata es de identificar si la tortura, como acto, está fuera o dentro del derecho, es decir, si es legal o no. Israel, por ejemplo, es el único país del orden democrático capitalista actual que aplica tortura –eufemísticamente llamada «presión física moderada»– con la finalidad de prevenir ataques terroristas y reconoce judicialmente que ésta no puede ser usada como confesión dentro de los procedimientos criminales contra los acusados.
Dershowitz señala que en el caso hipotético de que los agentes que aplican la ley arrestaran a unos terroristas que se rehúsan a proporcionar información que podría ayudar a prevenir un inminente ataque, él no tendría ninguna duda de que los agentes tratarían de torturar a los terroristas para proveerse de la información que necesitan. Dershowitz, sobre esa base, propone acudir, como lo hicieron los israelíes, al caso «ticking bomb» mediante el cual se podría autorizar a un agente para emplear presión física contra un sospechoso para prevenir un ataque que mataría a cientos de víctimas civiles y quien podría defenderse de cargos criminales invocando un estado de necesidad.
La propuesta de Dershowitz es que Estados Unidos, quiéranlo o no sus detractores, enfrentará algún día esa situación de emergencia. Ante la inmediatez de su verificación, Dershowitz propone que la tortura sólo esté permitida con la condición de que el Juez americano emita una «torture warrant». Para autorizar la tortura el juez tendría que verificar varias condiciones entre las que señala a) la absoluta necesidad, b) para obtener información, c) de un sospechoso, d) que se niega a revelarla, y e) que sirva para salvar vidas.
Como se nota, Dershowitz acude a la figura central del modelo legal americano –el Juez– para que funcione como límite y garantía cuando haya necesidad de usar con autorización la tortura y también para que no se amplíe hasta límites no democráticos. Con un argumento falaz, pero emotivamente correcto, dice Dershowitz que es mejor enfrentar y discutir ahora el problema de la tortura y su inclusión o no en el derecho, antes de que se tenga que confrontar efectivamente la emergencia y no haya base legal a partir de la cual se defina la legalidad de las acciones.
Después de plantear su propuesta, consciente o inconscientemente, Dershowitz confiesa que suena realmente absurdo que un juez emita una garantía para hacer algo malo o incorrecto. Y ahí es donde en última instancia reside el punto que hay que discutir acerca de la propuesta de Dershowitz. Pues si la ejecución de actos de tortura tendría que ser autorizados por el Juez cuando hay un caso necesario o urgente, ¿cuál es la finalidad de arropar esos actos con velos de legalidad? Aquí mismo es donde se genera el corto circuito de su propuesta y la brecha totalmente abierta difícil de superar, en tanto que la ejecución de agentes públicos de actos de tortura por urgencia o necesidad o por cualquier argumento de índole utilitaria colectiva (aunque no pongan en riesgo la vida del sospechoso), no determina la pretensión de jurídica de justificarla, limitarla y garantizarla. De ahí que el mismo Dershowitz connote lo absurdo de su planteamiento: dar razones y garantías jurídicas para un acto que no lo necesita precisamente por su excepcionalidad y su absoluta falta de contingencia.
El problema de fondo es que jurídicamente una sociedad que se precie de ser democrática y de respetar los derechos humanos, no puede aceptar en forma directa y sin mediaciones simbólicas que la tortura es un acontecimiento traumático (nos enfrenta a lo real según la visión de Lacan). Por consecuencia, a fin de normalizar la realidad –que no es lo mismo que lo real– dicha sociedad tendrá una estupenda ocasión para acudir al reino de lo simbólico (de las normas jurídicas como el mundo de la legalidad y el estado de derecho) a fin de sublimar esa pretensión que está siempre latente cuando se habla de actos de estado y de gobierno. El derecho, como sistema, y como sistema de lo simbólico, funciona perfectamente para acoplar el sistema político y jurídico y con ello crear la ficción de que un acto es legal sólo si el mismo sistema jurídico lo autoriza, por medio de la emisión y adquisición de determinadas garantías por parte del Juez, con independencia del contenido de la autorización (la tortura).
Volvemos al tema de una acción violenta (mediante la cual surge el derecho porque hipotéticamente quien emitió la primer norma jurídica no contaba con competencia para ello, precisamente porque asume el poder mediante la violencia) a la cual hay que darle ropaje de legalidad y de justicia, en el último de los extremos: así, un acto puede ser jurídico, esto es, puede incorporarse al terreno legal, sólo si el derecho lo arropa como tal bajo el supuesto positivista de que el derecho únicamente puede nacer del derecho mismo. En específico, lo que está a discusión –o debería estarlo claramente– es si un acto como la tortura puede o no permanecer desinteresado ante la mirada del marco legal. Y todo también porque el derecho, como sistema autopoiético y dados los acoplamientos estructurales de los que habla Luhmann, en ningún caso puede permitirse y darse el lujo de un enfrentamiento directo al mundo de lo real (los gritos, las heridas, la sangre, las jeringas, el sufrimiento, el dolor, el hambre y los recuerdos traumáticos). Para superar los daños, la falta de respeto a la dignidad, la brecha, lo trágico y la maldad siempre explícitos, el derecho proporciona mecanismos de ajuste social –la garantía del juez– que tienen que ser presentados como algo bueno, y como efecto, como jurídico. Por eso dice sabiamente Zizek que la mayoría de las películas sobre el holocausto se presentan en formato de comedia, porque somos incapaces o no podemos enfrentarnos directamente a lo real. Paralelamente, todo el derecho –cuando ordena algo desagradable– tiene que presentarse como legal.
Podemos pretender responder a la pregunta formal de si la postura de Dershowitz es la de un bárbaro o incivilizado, considerando que la tortura es un resabio del pasado, una práctica desterrada o tratada de desterrar de las sociedades modernas. Nos parece que no lo es. Al contrario es un problema adecuadamente planteado cuya solución requiere mayor discusión y no estrictamente sobre la base de la maldad o lo desagradable de los actos de tortura, sino de las razones que tendrían los individuos y sus gobiernos para permitirla o no desde el punto de vista jurídico. Como ha señalado Agamben, no se trata de preguntarse cuán inhumanos fueron los nazis por matar judíos, sino de qué fue lo que permitió jurídicamente a los agentes alemanes tener autorización para realizar los actos de exterminio que todos conocemos. Al final y en última instancia, ¿no nos pone el problema de la legalidad de la tortura en el camino de discusión de los problemas de la modernidad y su tendencia a neutralizarlos a través de la emisión de declaraciones generales y universales de derechos humanos, de la misma forma en que Dershowitz nos propone un acto particular, la autorización de un Juez, para neutralizar el problema de enfrentar directamente la tortura?
Mientras no se supere el corto circuito entre el uso necesario y legal de la tortura evidenciado por Dershowitz y la cerrazón del discurso oficial internacional y nacional que la considera jurídica y absolutamente prohibida, allende las observaciones que se pudieran hacer a partir de los planteos éticos deontológicos (Kant) y utilitaristas (Hume), seguiremos navegando abstractamente (desde el plano de las aguas tranquilas que presentan los textos jurídicos), pero no dialéctica y concretamente (desde el punto de contacto de la norma jurídica y la realidad social). El mar tranquilo hace tiempo que nos ha dejado.
Notas
{1} Por ejemplo la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes; la Convención interamericana para prevenir y sancionar la tortura; y en el caso mexicano, la Ley federal para prevenir y sancionar la tortura.
{2} Alan M. Dershowitz, «Want a torture? Get a warrant», San Francisco Chronicle, Tuesday, January 22, 2002; disponible en versión electrónica en http://www.sfgate.com/cgi-bin/article.cgi?file=3D/chronicle/archive/2002/01/22/ED5329.DTL