Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas, número 86, abril 2009
  El Catoblepasnúmero 86 • abril 2009 • página 14
Artículos.

La asebeia en el Peri psyché de Aristóteles

Daniel Miguel López Rodríguez

El espiritualismo asertivo descendente de Aristóteles

Aristóteles estudiando a los animales

Introducción

Aristóteles es mucho Aristóteles. El tratado Peri psyché es la primera gran sistematización sobre el alma que ha llegado hasta nosotros. Así, ni más ni menos. Estamos ante una obra que se presenta como un hueso duro de roer. El Estagirita pone toda la carne en el asador y con su contundente y fundamental terminología analiza meticulosamente los atributos del alma. Con los conceptos de sustancia/accidente, materia/forma y potencia/acto, el Estagirita estudia la dualidad cuerpo/alma. Si la Física era una ontología del movimiento, Peri psyché es una ontología del alma.

Este tratado no es un estudio religioso sobre el alma, sino que está enfocado desde una perspectiva naturalista; luego, propiamente, es un tratado filosófico sobre el alma. La existencia o no existencia del alma es algo que Aristóteles no plantea, pues da por supuesto que el alma existe, pero su naturaleza es ajena a las connotaciones religiosas o escatológicas que le dieron los órficos, los pitagóricos o los platónicos. Visto así podemos diagnosticar a Aristóteles como un platónico antiplatónico. Luego el tratado Peri psyché es un tratado impío acerca el alma; y es así porque la filosofía (y Aristóteles era el Filósofo, sin querer decir que nuestro autor es su fundador) tiene como condición necesaria la impiedad (asebeia). El filósofo debe plegarse a lo que la razón dicta, y no debe asentir ingenuamente a lo que una autoridad diga. En tanto filósofo, debe de rechazar cualquier dogma revelado de creencia, y negar rotundamente que un colectivo humano haya tenido el privilegio de recibir una revelación divina; porque, en principio, al menos potencialmente, cualquier persona está capacitada para adquirir verdades, esto es, «identidades sintéticas», a no ser que se sea un «profundo débil mental». Dicho de otro modo: el monopolio de la verdad no está restringido para una élite que, supuestamente, está en contacto con la divinidad. Por ello la filosofía es crítica e impía. Y no vale decir que admitir dogmas relevados desde instancias praeterracionales junto a los argumentos de la «razón natural» es algo mucho más «abierto de mente». La «mente» debe de abstenerse a abrirse a sinsentidos místicos. El filósofo, en cuanto tal, ni hace profecías ni recibe revelaciones, cosa que muy bien supieron autores cristianos (católicos) como Suárez y Santo Tomás.

El presente tratado es, ante todo, un tratado acerca de los vivientes, pues el alma (psyché) es identificada con la vida. Parafraseando a Spinoza podríamos decir que la presente obra no es una meditación de la muerte, sino de la vida. Aristóteles insiste una y otra vez en que el alma es esencia (tò tí ên eînai), forma específica (eîdos) y sustancia (ousía) de un ser vivo. Por vida entiende Aristóteles «la autoalimentación, el crecimiento y el envejecimiento». Aun así, el Estagirita no olvida su doctrina metafísica, la cual postulaba la existencia de vivientes incorpóreos. Para el Filósofo existen vivientes autónomos respecto de la materia, seres inmateriales que se corresponden con los dioses en un sentido no antropomórfico: los dioses son inteligencias separadas de toda materia, sin querer negar con esto que Aristóteles admitiese también dioses corpóreos (los astros).

La presente obra hay que situarla como una de las últimas de la producción aristotélica; es decir, el Estagirita ya había elaborado todo un sistema filosófico con obras como el Organon, la Metafísica, la Ética a Nicómaco, la Política, la Retórica, &c. Por lo tanto, el siguiente tratado es coherente con su imponente sistema, y está de lleno inmerso en él (sin perjuicio de sus complicaciones) como obra maestra que es. Veámoslo.

Libro primero

Aristóteles empieza este tratado sobre el alma dejando claro que su intención es analizar, determinar y clasificar las partes, facultades o potencias del alma, es decir, sus propiedades o atributos. El conocimiento de la sustancia –la primera de las categorías– se realiza a través de sus propiedades; y solamente mediante la ordenación y determinación de las categorías y propiedades del ser se puede dar cuenta de la sustancia y esencia de éste. Sin dicho conocimiento la sustancia se presenta vacía. De este modo quedaríamos en la indefinición más absoluta: en la oscuridad y en la confusión. Aquí, de algún modo, Aristóteles es socrático, como buen platónico (sin perjuicio de su antiplatonismo), pues de lo que se trata es de definir los términos para poder clasificarlos.

En principio, Aristóteles afirma que el alma es inseparable del cuerpo, pues sin éste no puede hacer ni padecer. Pero con respecto al intelecto la cosa no está tan clara y Aristóteles tiene dificultades para instalarlo en el cuerpo. Las tesis aristotélicas sobre la independencia, impasibilidad y separación del intelecto están envueltas en una nebulosa oscura y confusa donde las haya. El intelecto –el cual, según informa Aristóteles, fue hipostasiado y separado por primera vez por Anaxágoras– es lo divino, pues no está sometido a generación y corrupción, pero también es lo más divino que hay en el Hombre. Pero, al parecer, no procede del Hombre, sino que viene de fuera. Luego, en principio, el intelecto no es humano, como se verá más adelante.

Es habitual en las obras del Estagirita hacer un repaso a las distintas concepciones que tuvieron sus predecesores sobre el tema a tratar; en este caso: el alma.

Por regla general los predecesores de Aristóteles ven en el alma el movimiento, la sensibilidad y la incorporeidad. Aristóteles, haciendo uso de la vía apagógica, se enfrenta a gigantes como Demócrito, Anaxágoras, Heráclito, Alcmeón, &c., y, de este modo y no de otro, puede contrastar las distintas posturas y, en un esfuerzo de síntesis, puede elaborar y elabora una teoría propia que sólo ha podido formularse tras el enfrentamiento contra las tesis de dichos autores; pues, y eso en Aristóteles se ve muy bien, filosofar es filosofar contra alguien; solamente es posible un sistema filosófico cuando va dirigido contra otros sistemas filosóficos (el filósofo es un lobo para el filósofo).

Dice Aristóteles que hay quienes dividen el alma en una parte intelectiva y otra apetitiva (inteligencia y voluntad: vis cognoscitiva y vis apetitiva). Pero no es el cuerpo lo que mantiene unida al alma sino al contrario, es el alma la que mantiene –¡y lo mantiene vivo!– unido al cuerpo. Sin el alma –que, en última instancia, Aristóteles la identifica con la vida– el cuerpo se pudre y corrompe.

Libro segundo

En el libro segundo, el Estagirita nos habla de los tres tipos de sustancia: la materia, la forma y el sinolon. La primera es lo indeterminado como tal, es decir, la pura potencialidad que carece de forma; dicho de otro modo: materia sin forma, materia indeterminada (luego, propiamente no es sustancia y no podremos formular un discurso sobre ella, resultando incognoscible). La segunda, la forma, es aquello que está estructurado, definido, determinado. La forma actualiza la materia y ésta pasa de ser algo indeterminado a algo determinado. La tercera es la sustancia hilemórfica, el compuesto (sinolon) de materia y forma. Aristóteles sostiene que la materia es potencia, es decir, posibilidad de recibir las formas, y éstas son entelequias, esto es, actualizaciones y causas finales de la materia.

Aristóteles distingue entre los cuerpos naturales aquellos que tienen vida y los que no la tienen. De este modo el Estagirita define al alma como «sustancia en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida». La sustancia, en el vocabulario de Aristóteles, es entelequia, actualidad (aquello que se ha perfeccionado y acabado), y si el alma es sustancia y la sustancia es entelequia, el alma será entelequia del cuerpo –y no viceversa, pues el cuerpo no es entelequia del alma–. Por tanto, «el alma es la entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida», y también «la entelequia primera de un cuerpo natural organizado», es decir, «la entidad definitoria, esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo». A continuación, Aristóteles ofrece un brillante ejemplo: «Si el ojo fuera el animal, su alma sería la vista». Es decir, el ojo es la materia y la vista la forma (la esencia) o, el ojo el cuerpo y la vista el alma. Un ojo sin vista es como un cuerpo sin alma o como una materia sin forma, y propiamente no sería un ojo más que en el nombre: más bien se trata de un ojo muerto y sin vida, pues carece de vida, de alma, esto es, de vista.

Veamos como el Estagirita divide al alma en distintas facultades: nutritiva, sensitiva, discursiva y movimiento.

La facultad nutritiva del alma puede darse sin la sensitiva y la discursiva, y esto se ve en las plantas. Las plantas al alimentarse crecen en todas las direcciones. El alma nutritiva es común tanto en las plantas como en los animales y en los hombres, es decir, en los vivientes sometidos a generación y corrupción, esto es, en los vivientes corpóreos. No hay alma sensitiva que no sea a su vez nutritiva, pero sí hay alma nutritiva que no sea sensitiva (ni intelectiva).

Los animales son por naturaleza seres sensibles. El tacto es la condición necesaria para que un ser sea sensible. Sin el tacto no podrían darse el resto de los sentidos, luego el tacto es la fuente de la sensibilidad o la primera sensibilidad, y es aquello por lo cual el animal se mantiene vivo. «El tacto puede darse sin que se den los restantes sensaciones». Pasa lo mismo que con el alma nutritiva, la cual podría darse independientemente de la sensitiva e intelectiva. Así, según esto, del mismo modo, el tacto puede darse independientemente de la vista, el olfato, el oído y el gusto.

La facultad intelectiva del alma no es algo que el propio Aristóteles tenga claro. Ésta parece pura y sin mezcla, por lo cual está separada y se diferencia de las demás facultades como lo eterno de lo perecedero, pues no estando sometida a la nutrición y a la sensación es incorruptible, y se presenta como espíritu puro (sin mezcla) y separado de toda materia.

Nuestro autor parece que no está de acuerdo con la doctrina de la metempsicosis, es decir, la teoría de la trasmigración de las almas, esto es, la reencarnación, al menos como se presenta en el orfismo, el pitagorismo y posteriormente, de manera sistemática, en el platonismo. Desde esta postura, que, desde coordenadas aristotélicas se trata más bien de una impostura, se defiende que el alma es una especie de entidad esencial no fenoménica que posee en don de viajar por laberintos supracelestiales. La finalidad del alma consiste en emanciparse de la cadena de las múltiples existencias e integrase de lleno en el «ámbito de lo inteligible», en la región pura de las Ideas. Aristóteles discrepa totalmente de la metempsicosis; pues, según esto, cualquier tipo de alma puede llegar a encarnarse (o reencarnarse) en cualquier tipo de cuerpo, como si por azar se encarnasen, lo cual, para Aristóteles, es absurdo. La materia sólo puede acoger aquel tipo de alma por la cual está capacitada, y solamente debe adecuarse al alma que le corresponde. Dicho de otro modo: el alma sólo puede alojarse en un cuerpo que le es propio. El alma intelectiva, por ejemplo, no puede vivir en el cuerpo de un vegetal, pues desde aquí sólo funciona la facultad nutritiva, siendo imposible que se den la sensación y la intelección.

En el caso de las plantas, decimos, sólo y únicamente existe el alma vegetativa, es decir, la facultad nutritiva; y ésta se da independiente, sin relación con lo sensitivo y lo inteligible; en las plantas lo nutritivo es suficiente, luego existe al menos un alma que está separada y ésta es la nutritiva (separada no de la materia, evidentemente, sino de la sensación y de la intelección, es decir, nutrición sin sensación ni intelección). Para el resto de lo que está vivo y sometido a corrupción, el alma sensitiva ha de darse necesariamente –y, como es obvio, dándose lo nutritivo necesariamente–, sin necesidad de lo intelectivo, pues las bestias carecen de alma intelectiva. En estos sujetos, en los cuales se da la sensación (y el Hombre, desde luego, está incluido) aparecen el dolor y el placer y con ellos el deseo, pues el deseo es apetito de placer. Por último existen otros seres vivos en los que se da la inteligencia. El Estagirita afirma que los hombres están incluidos en esta clase, y parece insinuar que, al margen de los hombres, pueden existir otros seres inteligentes. Así, en el Hombre la facultad nutritiva, sensitiva e intelectiva son disociables pero inseparables.

El alma es arjé de todo cuerpo viviente. El alma, perece ser, es aquello que pone en movimiento a todo cuerpo animado (si es que sirve la redundancia). Aristóteles pone en marcha su sentido teleológico de la realidad para explicar que el alma es una entelequia, esto es, una sustancia que se adecua al cuerpo que le corresponde, pues de otro modo la Naturaleza sería caótica y para Aristóteles la Naturaleza es cosmos (orden) y obra por un fin, es decir, obra inteligentemente, pues «nada hace en vano». Dicho sea de paso, este sentido teleológico de la realidad fue completamente triturado por Spinoza en el siglo XVII al decir que «La Naturaleza no tiene ningún fin que le esté prefijado y todas las causas finales no son más que ficciones humanas». Luego la Naturaleza (con mayúsculas) carece de planes y programas.

A continuación, Aristóteles emplea sus términos de potencia y acto para explicar el funcionamiento de los sentidos. Cuando los primeros fisiólogos (así es como llamaba Aristóteles a los presocráticos) decían que sin vista no habría colores y sin sabor no había amargo ni dulce, no distinguían, según Aristóteles, entre el ser en potencia y el ser en acto. Es verdad que sin sonación en acto no hay audición en acto, pero la audición puede estar en potencia respecto de cualquier sonido.

Si la sensación es de objetos particulares y ha de ser sensación en acto para ser sentida y han de estar presente los objetos de sensación, es decir, los objetos de la sensación han de hacer acto de presencia, la intelección es de conceptos universales y no es menester que los objetos estén presentes y delante para inteligir, pues el intelecto abstrae las formas de la materia. La sensación es sensación de objetos externos e individuales (concretos), mientras que la intelección se realiza dentro del alma misma a través de conceptos universales plenamente inteligibles. Así, no podemos sentir a voluntad, pues para ello es condición necesaria que el objeto particular esté presente; pero sí podemos inteligir a voluntad sin la necesidad de la presencia de los objetos sobre los cuales pensamos.

Tras todo esto Aristóteles hace un análisis muy meticuloso sobre los cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto.

Aristóteles clasifica a los cinco sentidos en dos grupos: aquellos que funcionan con objetos apotéticos, es decir, aquellos que permanecen a una cierta distancia y se manifiestan a través de un medio, que son la vista, el oído y el olfato; y, en cambio, aquellos que se manifiestan de manera inmediata, que son el gusto y el tacto, los cuales se realizan por un contacto inmediato y sin cuerpos interpuestos. Si los primeros son sentidos externos, los segundos son sentidos internos.

Lo que la vista está capacitada para ver son, evidentemente, los colores. Para Aristóteles un color es «un agente capaz de poner en movimiento a lo transparente en acto». La transparencia (la luz en acto) es el medio, el ámbito, en el cual aparecen los colores. Sin luz los colores son imposibles, y, como decimos, si la luz es el acto de la transparencia, los colores son igualmente imposibles sin transparencia. La transparencia en potencia es la oscuridad. Los animales capacitados para la visión están inmersos en un ambiente transparente y diáfano: ya en el aire ya en el agua. El fuego hace posible la transparencia y es visto tanto en la luz como en la oscuridad; dicho de otro modo: el fuego, al actualizar la transparencia, destruye la oscuridad. La luz (actualización de la transparencia) es instantánea, según Aristóteles, pero según Empédocles la luz no se manifiesta de manera instantánea sino a través del movimiento. ¿Significa esto que Empédocles ya empezó a hablar de algo así como la «velocidad de la luz»? De todas formas, lo que Aristóteles parece sugerir es que la vista, a través de la luz, hace la vida transparente, y estas condiciones son las necesarias para que los animales y los hombres puedan operar y desarrollar sus quehaceres.

El sonido puede ser en acto y en potencia. El sonido en acto, la «sonación», es «por algo, contra algo y en algo». «Lo que suena, suena contra algo». ¡Tesis brillantísima! Pero no todo lo que choca suena, pues la lana por más que la choquemos no suena. Los objetos capacitados para la sonación son lisos y huecos. El medio por el que se oye es el aire, y también en el agua, pero en menor medida. Nada puede sonar por sí solo, es de necesidad un choque entre dos objetos, pero al golpear al aire éste suena si no se disgrega, pues al disgregarse el aire se vuelve insonoro. Aristóteles concluye: «Es, pues, sonoro todo objeto capaz de poner en movimiento un conjunto de aire que se extienda con continuidad hasta el oído». Por otra parte, lo agudo y lo grave son completamente imposibles sin la existencia del sonido, como es natural.

Los animales que están capacitados para acoger aire en su seno y tienen sangre (salvo los peces) pueden emitir voz; pero el sonido de la voz está asociado a una representación, esto es, a un significado (a un logos, en definitiva), y las bestias, como es natural, no poseen voz si por voz entendemos un sonido que lleva de manera explícita alguna significación. Para que se transmita la voz, dice Aristóteles, es menester dejar de inspirar y respirar.

De entre todos los sentidos, el que menos desarrollado está en el Hombre es el del olfato. Nuestro olfato es sencillamente muy inferior, prácticamente nulo, si lo comparamos con el de los perros, por ejemplo. A la hora de olfatear, los humanos sentimos placer o dolor, y esto prueba la falta de agudeza que poseemos en este sentido.

El gusto es una especie de tacto y está en nosotros mucho más desarrollado que el olfato. «Lo gustable es una cierta clase de tangible». El objeto del gusto es, naturalmente, el sabor; al igual que el objeto de la vista era el color. La condición necesaria para que se dé el sabor es la humedad (en potencia o en acto).

El tacto es el sentido por el cual el Hombre es muy superior al resto de los animales. Puede que en los demás sentidos sea inferior, incluso muy inferior –como era el caso del olfato–, pero, según Aristóteles, a la hora de tocar somos unos campeones.

Según el Filósofo, y ello es evidente, los sentidos oscilan entre dos límites. En la vista los colores que más contrastan son el blanco y el negro. Si contemplamos fijamente una potente luz –si miramos cara a cara al sol, por ejemplo– queda cejada la vista al resplandecer fuertemente la luz; la oscuridad total sería, naturalmente, el polo opuesto. El gusto, en su gama de sabores, oscila entre lo amargo y lo dulce. El oído entre los sonidos agudos y graves. En cambio, el tacto registra distintos contrastes: «caliente y frió, seco y húmedo, duro y blando y otras por el estilo»; como, por ejemplo, liso y arrugado. También en la voz se dan «múltiples contrariedades»: agudeza y gravedad, intensidad y suavidad, delicadeza y rudeza, &c.

Libro tercero

Ya en el libro tercero, el Estagirita, igual que hizo en la Ética a Nicómaco con la doctrina del «término medio» (mesotes), afirma que para que los sentidos tengan un buen y adecuado funcionamiento deben de tener una «cierta proporción». Los excesos en los sentidos externos (vista, oído y olfato) hacen que éstos se destruyan. Por ejemplo, un exceso de luz destruye la vista y vuelve ciego al animal. Un olor fuerte puede echar a perder el olfato y un sonido intenso extremadamente ruidoso deja sordo al animal. Pero un color (el resplandor de una fuerte luz), un sonido estruendoso y un olor fuerte y repugnante no provocan directamente la muerte del animal; pues, ya sin vista ya sin oído o ya sin olfato, el animal está aún en condiciones de sobrevivir –aunque sea estando ciego, sordo y sin la capacidad de percibir olores al mismo tiempo–. Pero, en cambio, en los sentidos internos (el gusto y el tacto) cualquier exceso provoca directamente la muerte del animal; pues si el tacto queda aniquilado, al mismo tiempo queda aniquilado el animal; ya que sin tacto no puede sobrevivir, como se dijo antes.

Como decíamos, la doctrina del término medio y la justa proporción vuelven a funcionar en los planteamientos de Aristóteles. La armonía entre lo agudo y lo grave, por ejemplo, dan al sonido cierta proporción y desde aquí se manifiesta el placer resultante. Pero «los excesos en lo sensible, en fin, producen ya dolor ya destrucción».

La percepción sensible en cierto modo es análoga a la inteligible, ya que las dos disciernen y reconocen partes de la realidad. Los antiguos (como Empédocles) identificaron lo sensible con lo inteligible, pero Aristóteles demuestra que no son lo mismo.

La imaginación es algo intermedio entre la sensación y la intelección. Como es evidente, no hay ninguna imaginación sin sensación, pero la imaginación no se reduce a la sensación. Y sin imaginación el alma no es capaz de enjuiciar. La imaginación consiste en formar en nuestro interior imágenes, y es algo así como una sensación sin materia. Pero la imaginación no es un sentido, puesto que estos se dan en potencia o en acto, y no necesita que los objetos estén presentes, pues puede formarse la figura de cualquier objeto en cualquier momento, como, por ejemplo, cuando soñamos. Por otra parte, los sentidos siempre están disponibles, cosa que no ocurre con la imaginación. Y, por último, «las sensaciones son siempre verdaderas, mientras que las imágenes son en su mayoría falsas». Es curioso que Aristóteles diga que «las sensaciones son siempre verdaderas», pues, ¿no es esto justo lo contrario de lo que dijo su maestro Platón, para el cual las sensaciones sólo eran meras apariencias?

Es hora de analizar el intelecto y las dificultades que su ubicación conlleva. En principio Aristóteles, siguiendo a Anaxágoras, afirma que el intelecto es simple, sin mezcla y separado. El intelecto carece de órgano, no es como la facultad sensitiva, la cual posee un órgano para cada sentido; luego, el intelecto, desde luego, no es algo corpóreo. Los sentidos dejan de sentir en el momento en que algún exceso abuse de su sensibilidad. Por ejemplo: en el momento en que oímos un sonido de intenso volumen y se machacan nuestros tímpanos, cuando vuelve el silencio, cualquier sonido nos parece inaudible. Esto también puede ocurrir con el olfato y la vista en sus formas correspondientes. Sin embargo, el intelecto puede abusar de una intelección fuerte; pues, tras ella, seguirá inteligiendo e incluso mejor. Esto parece demostrar la impasibilidad del intelecto y su chispa de divinidad. Precisamente, y esto lo dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco, la felicidad (eudaimonía) sólo es posible a la hora de inteligir, e inteligir fuertemente, en el sentido de la «vida contemplativa».

Según palabras del propio Estagirita, existen seres inmateriales en los que lo inteligente y lo inteligido se identifican, pues «el conocimiento teórico y su objeto son idénticos» (¿pensamiento del pensamiento?). Pero en los seres dotados de materia, los objetos de intelección están en potencia. A continuación Aristóteles dice algo muy oscuro: «en estos últimos no hay intelecto –ya que el intelecto que los tiene por objeto es una potencia inmaterial– mientras que intelecto sí que posee inteligibilidad». ¿Quiere decir Aristóteles que ese intelecto que se da en los seres materiales (no especifica si se trata de los hombres) es meramente el «intelecto pasivo», el cual es corruptible? Un poco más adelante parece que quiere decir eso.

También vemos como «es más excelso el agente que el paciente». Aquí parece que el Estagirita está haciendo una distinción entre los intelectos humanos –sometidos a la generación y corrupción, puesto que son materiales y meramente están en potencia– y los intelectos separados, los cuales son inmateriales y están en acto (y posteriormente, andando el tiempo, esto dará lugar a la doctrina de estirpe musulmana del «Intelecto agente» y a la doctrina cristiana de los ángeles como «formas separadas»). Desde la perspectiva del intelecto material (y suponemos, como decimos, que se trata del intelecto humano) «la ciencia en potencia es anterior en cuanto al tiempo». Pero desde la perspectiva del intelecto universal la ciencia está en acto y nunca deja de inteligir; luego este intelecto es eterno e intelige siempre; y, por lo tanto, su intelección no está en potencia, sino en pleno acto. Este intelecto separado es lo que verdaderamente es, siendo inmortal y eterno. Pero, ¡y esta frase nos deja del todo perplejos!, añade Aristóteles: «Nosotros, sin embargo, no somos capaces de recordarlo». ¿No querría decir Aristóteles que, el Hombre, como ser finito y material, pero dotado de intelecto (al parecer pasivo) no es capaz de conocer directamente al intelecto separado? Si el Estagirita hubiese dicho: «Nosotros, sin embargo, no somos capaces de conocerlo», la cosa estaría más clara. Pero ese «recuerdo» lo hace oscurecer todo. Puede ser, a modo de hipótesis, y de acuerdo con el sistema aristotélico, que para el Hombre los objetos sensibles son primeros, pero para los dioses (tal y como impíamente los entiende Aristóteles) los objetos sensibles son últimos. Dicho de otro modo: lo que para nosotros es primero, para la realidad es lo último; y lo que para nosotros es lo último para la realidad es lo primero. Sólo por inducción los hombres se remontan a los objetos inteligibles, pero éstos son, desde la eternidad, actualmente conocidos, pues son inteligencias que se piensa a sí mismas, y, por tanto, poseen una intuición intelectual.

Así pues, inmediatamente después, Aristóteles utiliza el concepto de «alma discursiva», y esta parece ser la propia de los hombres. Dicha alma se sirve de imágenes. Pero añade Aristóteles: «cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen». He decido subrayar ese «necesariamente», pues (y al vueltas con la oscuridad), la imaginación también es propia de las bestias (que carecen de intelecto). Sin embargo, los hombres para poder llevar a cabo sus intelecciones precisan de la imaginación, cosa que no ocurre con las inteligencias separadas, ya que estas carecen de sensación (si están separadas lo están de toda sensación), y al carecer de sensación carecen de imaginación. Hay que tener en cuenta, y esto lo dice Aristóteles, que la palabra «imaginación» (phantasía) deriva de la palabra luz (pháos); esto quiere decir que las imágenes que se proyectan en nuestra mente han sido percibidas anteriormente por la vista, a través de la transparencia en acto, la cual se vio anteriormente que era la luz. Luego sin visión (uno de los cinco sentidos) no hay imaginación, y sin imaginación, que es lo que viene a decir aquí Aristóteles, no hay intelección (o al menos pensamiento discursivo). Dicho de otro modo: sin imaginación los hombres no pueden discurrir y entablar pensamientos; no pueden, en última instancia, razonar y vivir como hombres.

Sólo queda analizar el «principio motor», otro asunto difícil y oscuro. Los animales, dice el Filósofo, poseen «los órganos correspondientes a la locomoción». Este principio motor no lo identifica Aristóteles con la potencia intelectiva del alma. Y el intelecto contemplativo (teórico) no es un intelecto práctico, mientras que el movimiento siempre busca un fin. Los incontinentes se dejan guiar por el apetito, desobedeciendo los dictados del intelecto. El deseo tampoco explica el movimiento: alguien puede desear algo y, sin embargo, no hace lo que le apetece y desea, pues éste está guiado por la razón y actúa con moderación.

Pero el deseo y el intelecto «aparecen como causantes del movimiento», «principios del movimiento local». Pero este intelecto es el «intelecto práctico», aquél que está orientado hacia un telos, distinto del «intelecto teórico» el cual no está dirigido hacia ningún fin puesto que es un fin en sí mismo, ya que es autosuficiente y su vida es una vida contemplativa, ajena a los intereses de la polis e inmersa de lleno en el espectáculo de lo divino, pues la contemplación es un silencio metafísico.

Aristóteles afirma que el intelecto es infalible, pero la imaginación y el deseo suelen fallar. La causa del movimiento, pues, es un objeto deseable que se presenta como bueno. Sin embargo, Aristóteles sostiene que «existe una pluralidad de motores».

A modo de crítica

1. Redefinición de la oposición entre el espiritualismo y el materialismo desde las coordenadas del materialismo filosófico

En El mito de la felicidad, Gustavo Bueno –reconstruyendo las tesis que dieron primero Fichte, desde el idealismo alemán, y después Engels y Lenin, desde el materialismo dialéctico–, divide el inmenso conjunto de los sistemas filosóficos en dos grandes bloques que están enfrentados y, al parecer, son irreconciliables: el bloque de los materialistas y el bloque de los espiritualistas. Esto puede parecer muy grosero y simplista, dado el gran número de sistemas filosóficos habidos y por haber; pero ha de tenerse en cuenta que el conjunto infinito de los números reales también puede dividirse en dos grandes bloques: los pares y los impares.

Ahora bien, cuando hablamos de materialismo hemos de entenderlo en sentido análogo, funcional: «materialismo se dice de muchas maneras». Hay muchas clases de materialismo: materialismo metafísico, materialismo monista, materialismo mecanicista, materialismo dialéctico, materialismo pluralista, &c. Lo mismo pasa con el espiritualismo: espiritualismo asertivo (descendente, ascendente o neutro); espiritualismo exclusivo (descendente, ascendente o neutro), &c.

¿Cuál es la diferencia entre un materialista y un espiritualista? La diferencia más rápida que ha encontrado el materialismo filosófico para hallar la diferencia entre un espiritualista y un materialista es a través de las Ideas de cuerpo y vida. Materialista es todo aquél que postula «la condición corpórea de todo viviente», y espiritualista es todo aquél que postula la existencia de vivientes incorpóreos, inteligencias separadas del cuerpo orgánico. «En consecuencia, definiremos el espiritualismo como la doctrina que defiende la existencia de vivientes incorpóreos. La ventaja de esta definición es que está construida desde una ‘plataforma positiva’, a saber, la constituida por los vivientes corpóreos (o por los cuerpos vivientes). Con esto evitamos el penoso, por no decir ridículo, esfuerzo de intentar definir la sustancia espiritual como si pudiéramos tener una clara y distinta noticia de ella, al enfrentarnos con ella (‘sustancias espirituales’) como si fuera una realidad exenta, absoluta. ¿Acaso podemos olvidarnos de que cuando nos disponemos a definir el Espíritu, o la sustancia espiritual, seguimos asentados en la plataforma de los cuerpos?». (El mito de la felicidad, págs. 178 y 179). Otra diferencia está en que para los materialistas la inteligencia es un resultado (fruto de un desarrollo dialéctico muy amplio), un summun; y para los espiritualistas la inteligencia está en el principio, es un primum, esto es, un fundamento.

La elección de esta división es más positiva que las Ideas metafísicas de Espíritu, porque estas Ideas están imbuidas bajo la hipostatización de la Idea de Espíritu como «simplicidad de la sustancia espiritual», o, desde las coordenadas del hilemorfismo aristotélico, como «forma separada». Desde las coordenadas del materialismo dicha Idea carece de referencias fenoménicas.

«La Idea de Espíritu, como ‘forma separada’ [hay que tener en cuenta la connotación negativa de la expresión ‘forma separada’, es decir, no unida], sólo cobrará sentido en el contexto de una transformación de la doctrina aristotélica del hilemorfismo, que llevase a la consideración de los dos límites posibles de su desarrollo: el límite de la materia separada de la forma (la materia prima, ‘hipostasiada’) y el límite de las formas separadas de la materia (en estos límites quedarán definidos los Espíritus)». (Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, pág. 178).

Los cuerpos que nos rodean, esto es, nódulos con entornos, contornos y dintornos, son los puntos de partida para desarrollar la idea (filosófica) de Espíritu, porque la eliminación progresiva de los cuerpos

«conduce al espacio vacío, como forma pura, identificada con algún ser de naturaleza inmaterial (sensorio divino, de Newton; forma a priori de la sensibilidad humana, de Kant). El límite del proceso conduce precisamente al concepto de Espíritu, con el significado filosófico estricto de sustancia inmaterial (ver Francisco Suárez, Disputatio 35: De inmateriali substantia creata). Subrayamos el carácter filosófico del concepto de espíritu así construido frente a conceptos prefilosóficos (el spiriculum vitae, Génesis, II, 7). El concepto filosófico de espíritu implicará la negación de los atributos esenciales que predicamos de toda materialidad determinada: la multiplicidad y la codeterminación. La negación de la multiplicidad comporta la negación del atributo de totalidad partes extra partes, y, por ello, las sustancias inmateriales no incluirán la totalidad de cantidad, ni tampoco la de totalidad según su perfecta razón de esencia (Santo Tomás, Sum. Theol., I, q. 8, 2). La negación de la codeterminación conducirá al concepto de un tipo de entes dotados de una capacidad causal propia: la Idea de un Acto Puro, de un Ser inmaterial, que llegará a ser definido, en el tomismo filosófico, como ser creador, plenamente autodeterminado y según algunos, causa sui. La idea filosófica de materia no podrá considerarse ya como independiente de la idea de espíritu, ni recíprocamente. Según esto, no podrá ser una misma la idea de materia que se postule como realidad capaz de coexistir con las realidades espirituales (o recíprocamente) y aquella otra idea de materia que se postule como una realidad incompatible con la posibilidad misma del espíritu (o recíprocamente)». (Espíritu (concepto filosófico de), Diccionario filosófico, Pelayo García Sierra, págs. 92 y 93 [66]).

Entre el espiritualismo es menester reseñar la diferencia entre el espiritualismo asertivo y el espiritualismo exclusivo. El primero, a pesar de que acepta la existencia de vivientes incorpóreos, también admite la existencia de vivientes corpóreos y de cuerpos no vivientes. ¡Y este es el caso de Aristóteles! Pues, el Estagirita afirmaba que Dios es un viviente pensante e inmaterial, esto es, incorpóreo, al mismo tiempo que afirmaba que los animales y los hombres son, evidentemente, vivientes corpóreos. El segundo, es decir, el espiritualismo exclusivo, sólo admite la existencia de espíritus puros, siendo los cuerpos vivientes y no vivientes meras apariencias, simples fenómenos o ilusorias falacias. Los ejemplos más consecuentes de esta doctrina están en los imponentes sistemas de Plotino (en sentido descendente) y de Fichte (en sentido ascendente).

El espiritualismo asertivo de Aristóteles es de signo descendente. Esto se ve muy bien en el libro XII de la Metafísica cuando dice: «Y cuantos opinan, como los pitagóricos y Espeusipo, que lo más bello y lo más bueno no está en el principio [hay que decir que…] no piensan rectamente». El sistema aristotélico es descendente porque parte de Dios, pasa por las inteligencias separadas, por la esfera supralunar, por la esfera sublunar, y termina en la materia prima. Pero veámoslo con más detenimiento.

2. El Espiritualismo asertivo descendente de Aristóteles

Aristóteles postula la existencia de una realidad soberana y suprema, satisfecha eternamente de su propio ser (porque es la felicidad misma), la cual es Acto Puro y Primer Motor Inmóvil; también es el grado más elevado, pues la pura actualidad consisten en no tener potencia, es decir, en no ser materia, sino espíritu; espíritu puro que se piensa a sí mismo puesto que supone «el grado más elevado» de pensamiento, lo más noble y digno de ser pensado y «se piensa a sí mismo durante la eternidad». Y este pensamiento es vida, y esta vida es eterna. Este pensamiento no es un pensamiento del mundo, sin embargo, todas las cosas del mundo tienden hacia una finalidad para así desarrollar sus funciones esenciales; luego este ser que se piensa a sí mismo es el fin absoluto hacia el cual todo tiende (en palabras de Santo Tomás). Dios, y así es como lo llama Aristóteles, es un ser viviente, eterno y pensante, pero su vida, su eternidad y su pensamiento «no son de este mundo», puesto que Dios está más allá del mundo empírico, rebasa el mundus asdpectabilis; luego está separado del mundo, pues es inmaterial. «La primera esencia no tiene materia porque es una entelequia. Luego el Primer Motor, el inmóvil, es uno, formal y numéricamente». Existe un Dios que es Primer Motor Inmóvil, y por tanto inmaterial, pues carece tanto de cambios cualitativos, cuantitativos, de generación, de corrupción, y también de movimiento local o de traslación. Dios «es un ser que mueve sin ser movido, ser eterno, esencia pura y actualidad pura». Es un ser necesario, pues no puede no ser, y «si la sucesión periódica de las cosas es siempre la misma, debe haber un ser cuya acción subsista siendo eternamente la misma». Es, por tanto, «Intelecto Separado», para apoyar la argumentación aportando terminología empleada en el Peri psyché. En resumen: Dios es un ser Soberano, Supremo, Separado, Feliz, Eterno, Puro, Primero, Inmóvil, Elevado, Impotente, Inmaterial, Espiritual, Necesario, Noble, Digno y Pensante.

En un «escalón» inferior a Dios están las «Inteligencias Separadas», los 55 ó 47 motores inmóviles. Estas inteligencias están subordinadas al Primer Motor, esto es, a Dios, pues «los seres no quieren verse mal gobernados: el mando de muchos no es bueno. Basta un solo jefe». Entonces, ¿Aristóteles es politeísta o monoteísta? Sea politeísta o monoteísta sus dioses (o su Dios) no son seres en los cuales quepa religación alguna.

En un peldaño ontológico más abajo están las esferas celestes, es decir, la «esfera supralunar», compuesta de astros y éter. Para Aristóteles las estrellas, aunque materiales y en perpetuo movimiento circular, son dioses, pues no están sometidas a generación y corrupción. Luego, según esto, los dioses aristotélicos son tanto inmateriales (como hemos visto arriba) como materiales. Hay que tener en cuenta que, para los griegos en general, lo divino era aquello a lo que no estaba sometido a generación y corrupción.

El siguiente nivel es el de la «esfera sublunar», la Tierra que ocupa el lugar central del universo, y donde todo (excepto la Tierra misma) está sometido a generación y corrupción (cambio sustancial). También en esta esfera existen cambios cuantitativos, cualitativos y de traslación. En esta esfera están instalados los cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire, cuyos movimientos son rectilíneos. Los cuerpos pesados, como la tierra y el agua, se mueven hacia abajo; los cuerpos ligeros, como el fuego y el aire, se mueven hacia arriba.

Pero existe aún un nivel más «ínfimo» que es el de la «materia prima», que es pura potencialidad y, por tanto, carece de toda forma. La materia prima es materia indeterminada y, por tanto, incorpórea; pues, los cuerpos están compuesto de materia y forma. La materia prima aristotélica, como bien señala Gustavo Bueno,

«no se atribuye al Acto puro, y, por consiguiente, no puede decirse que sea trascendental a la omnitudo rerum. La materia prima aristotélica presupone la unicidad del mundo, su finitud. Con todo, y ateniéndonos al concepto de materia prima que consta en los libros de la Metafísica (puesto que en Phys. I, 9, 192 a 31, 34, la materia aparece como sustrato primero –hypokeímenon– a partir del cual algo deriva esencialmente y no accidentalmente) cabe afirmar que Aristóteles ha conocido críticamente las exigencias de una idea de materia pura al analizarla (actu exercito) de hecho como un predicado diádico (‘X es M para Y’) al declararla (actu signato) pura potencia y definirla de modo estrictamente negativo haciéndola en sí misma incognoscible». (Materia, pág. 46).

Así, entre el Acto Puro (en el fondo incognoscible para el Hombre, «Sólo Dios es teólogo») y la materia prima (también incognoscible para el Hombre, como hemos visto) está el mundo de la naturaleza, el mundus asdpectabilis, que se divide, como hemos visto, en dos esferas: la supralunar y la sublunar. En esta última es donde los hombres desarrollan su existencia. Luego el espiritualismo asertivo de Aristóteles es descendente, pues, como hemos visto, parte, ontológicamente, desde lo más elevado (el Acto Puro) hacia lo más indeterminado (la materia prima). «En consecuencias, la concepción ontológica de Aristóteles, envuelve, desde luego, el dualismo del Acto Puro (incorpóreo, inmóvil y pensante) y la Naturaleza (como conjunto de seres corpóreos en perpetuo movimiento, gracias a la acción del Acto Puro en función de primer motor». Pero, tal y como se ha analizado el sistema del Estagirita, este dualismo «coexiste con el particular ‘trialismo aristotélico de las sustancias’, según el cual se organiza la metafísica de Aristóteles: la sustancia inmaterial incorruptible (el Acto Puro), las sustancias incorruptibles corpóreas y únicamente con movimiento local (los astros), y las sustancias corruptibles y dotadas de movimientos cuantitativos y cualitativos (los seres de la esfera terrestre ‘sublunar’, que ocupa el lugar central del Universo)». (El mito de la felicidad, págs. 199 y 200).

Veámoslo en un texto aclarador:

«Es a partir de Aristóteles cuando se fragua el tratamiento de la idea de materia en cuanto tipo de realidad que habrá que entender como coexistente con el ser inmaterial, en términos absolutos. Aristóteles ha incorporado a su sistema la idea de naturaleza material de la tradición jónica (el ser móvil) pero la ha compuesto con la idea del ser inmaterial y trasmundano de la tradición eleática. El cosmos material es el ser en potencia y está constituido por sustancias hilemórficas, compuestas de materia y forma. La materia prima no es una sustancia con existencia propia, es sólo potencia de formas sustanciales y, supuestas éstas, de formas accidentales. La materia, en cualquier caso, es eterna y sus conformaciones están codeterminadas según un orden eterno (la tesis de la eternidad del cosmos –la tesis de la materia informada eternamente según el orden del mundus adspectabilis– es una tesis nueva de Aristóteles, si nos atenemos a los resultados de W. Jaeger). Ahora bien, este cosmos material eterno y finito, en perpetuo movimiento, necesita de un motor o manantial inagotable, que ya no podrá ser finito (corpóreo), puesto que él da lugar al movimiento eterno. Aristóteles ha establecido explícitamente la idea del ser inmaterial, del Acto Puro, que es a la vez el motor del ser material. Este, sin embargo, no brota de aquél en su sustancia. El dualismo ontológico de Aristóteles (ser móvil o material/ser inmóvil, inmaterial) se desplegará en el trialismo de las tres sustancias, puesto que el ser móvil comprende tanto a las sustancias corruptibles como a las incorruptibles. La unidad del ser aristotélico se nos aparece así más bien como resultado de un postulado; encierra en el fondo una pluralidad irreductible y suscita la cuestión de la conexión ontológica entre las tres sustancias. La sustancialidad material del cosmos, y su unicidad, será defendida después de Aristóteles, aunque por modos muy distintos, tanto por los estoicos como por los epicúreos, siempre con una marcada tendencia a refundir el acto puro en la materia eterna, dotando a ésta de movimiento intrínseco y borrando el dualismo del ser aristotélico en términos de un monismo materialista (lo que E. Bloch ha llamado la «izquierda aristotélica»). El camino inverso, el que busca subrayar la transcendencia del acto puro y el debilitamiento de la sustancialidad del cosmos material (aunque no su eternidad, ni su necesidad) será, desde luego, el camino seguido por el neoplatonismo. El dualismo o trialismo de las sustancias coeternas desaparece en beneficio de una visión emanatista, en virtud de la cual, no ya sólo el movimiento de la materia estará subordinado al acto puro, sino su propia sustancialidad corpórea, reducida a la condición de última ‘pulsación’ degradada, debilitada, aunque, eterna y necesaria, del Uno». (Gustavo Bueno, Materia, págs. 66 y 67.)

3. El Espiritualismo anantrópico de Aristóteles

También, a la hora de hablar de espiritualidad, podemos distinguir entre espiritualidad antrópica y espiritualidad anantrópica. La primera es la espiritualidad propiamente humana –demasiado humana–. La segunda es una espiritualidad no humana, la cual, en palabras de Suárez en la Disputaciones Metafísicas, en la Disputación 35, es el ámbito de las «inteligencias separadas». Estas inteligencias jorismáticas, llamémosla así, no son humanas y Suárez las identifica con los ángeles, los arcángeles, los querubines, los serafines, los tronos, los principados y las dominaciones. Luego, en la tradición cristiana también vemos como el intelecto es anantrópico. Pero, ahora bien, en el catolicismo el espíritu antrópico es superior al anantrópico por la doctrina de la Encarnación: la unión hipostática. Dios, en su Segunda Hipóstasis –como Hijo–, se encarna en un hombre, el hijo de María (pero ésa es otra leyenda).

Pues bien, el intelecto del que habla Aristóteles es anantrópico. Y muy bien podría parafrasear el intelecto a Terencio y decir: «Humano no soy y todo lo humano me es ajeno». Ya hemos visto que Aristóteles sigue a Anaxágoras al afirmar que el intelecto está separado. Pero, ¡atención!, esta separación no debe entenderse como una separación espacial (categorial, de lugar), sino como una separación ontológica (sustancial, o trascendental dirían los escolásticos). El intelecto separado (o las inteligencias separadas), está separado de toda materia, es decir, es espíritu puro («sin mezcla»), y su vida consiste en pensarse a sí mismo; pues Él es lo más perfecto que puede pensarse y se piensa durante la eternidad: interminabilis vietae tota simul et perfecta possessio (por emplear la fórmula lapidaria de Boecio). Este intelecto, que a todas luces es anantrópico (no humano), no conoce a los intelectos antrópicos (humanos), ni al mundo en general. Este intelecto es Acto Puro, ¡y no sólo eso!, es también Primer Motor Inmóvil. En la Metafísica, Aristóteles lo llamó Dios, tal y como arriba está explicado. Luego el intelecto es Dios. Leemos en el Peri psyché: «Existe un intelecto que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otro capaz de hacerlas todas», ¿acaso se refiere a algo distinto? ¿No es ese intelecto Dios? Así, llevado a su cúspide, el Espíritu, en tanto Acto Puro, está alejado de cualquier connotación humana. Dios es una inteligencia separada anantrópica.

4. El Espiritualismo impío de Aristóteles: el fin de la religión primaria y la crítica al antropocentrismo de los dioses. La negación de la metempsicosis

Ahora bien, hay que tener también en cuenta a las «inteligencias separadas» (en plural): los 55 ó 47 motores inmóviles, que también son, por supuesto, anantrópicas. Y aquí parece que Aristóteles es politeísta. Pero su politeísmo es una impiedad (asebeia), pues a estos dioses no se les puede implorar, no se les puede rezar. No olvidemos que Aristóteles tuvo que salir de Atenas cuando murió Alejandro Magno por temor a que se cometiese «otro atentado contra la filosofía». Luego el politeísmo de Aristóteles es un politeísmo, por decirlo así, ateo; o, mejor dicho, un politeísmo impío.

Y efectivamente, pues la filosofía no se caracteriza por el ateísmo, sino por la impiedad (asebeia). La filosofía griega, y ésta es la tesis de esta crítica (la cual he elegido por vía apagógica, esto es, contrastando distintas posturas e imposturas), es una reacción y una crítica contra las religiones politeístas antropomórficas («filosofar es filosofar contra alguien»). No olvidemos que muchos de los grandes filósofos griegos fueron acusados de asebeia. Ahí tenemos los casos de Anaxágoras, de Protágoras, de Sócrates, &c. Dicho de otro modo: ¡los grandes filósofos de la antigüedad fueron perseguidos!

La filosofía sólo puede surgir en un momento suficientemente desarrollado de la civilización, es decir, cuando existen las suficientes infraestructuras y superestructuras (por decirlo en términos marxistas) para sostener tal desarrollo. Dicho de otro modo: la filosofía sólo puede surgir cuando existen instituciones religiosas, políticas, matemáticas, y culturales. «La lechuza de Minerva no emprende su vuelo hasta el atardecer». Este atardecer (sobre los siglos VI, V, IV a. C.) es el espacio vital de la filosofía, el Lebensraum de la filosofía, por usar una metáfora nazi. Dice Hegel que el Mediterráneo es el corazón de la Historia Universal. Y sin una civilización (que en realidad es la única que existe) como la mediterránea no hubiese florecido la filosofía. La filosofía sólo surge, como decía el propio Aristóteles, cuando está cubierta la premura de la necesidad; una vez ahí puede poner el Hombre su mirada en lo universal y más alto. Así, la figura del sabio es vista por Aristóteles como «la realización más alta de la felicidad humana, la que está analógicamente más cerca de Dios, en razón de la materia misma de su vida. El sabio, una vez que tenga asegurados los medios mínimos para sobrevivir –salud, recursos suficientes, algún esclavo– puede vivir solo, el vulgo no». Sin embargo, «esto no significa que el sabio pueda considerarse auténticamente feliz, como si fuera una especie de Dios en la Tierra. Por de pronto, el sabio no tiene contacto alguno con Dios, con el Acto Puro; su semejanza con Él es puramente analógica. Y, en todo caso, el sabio no consiste en ser un Entendimiento puro. Tiene cuerpo y, por tanto, su felicidad depende enteramente de las condiciones de su cuerpo, por ejemplo, de su salud, de los alimentos y de su situación social. Es imposible la felicidad sin salud, y sin las condiciones elementales de una vida civilizada (de la vida propia de la ciudad, que los griegos llamaban polis, de la vida política)». (El mito de la felicidad, pág. 215).

En retrospectiva, podemos entender que la filosofía, y, en nuestro caso, Aristóteles y su sistema, es el fin de la religión. Pues los dioses aristotélicos no conocen el mundo: sólo piensan en su propia entidad. Y cuando en la Metafísica habla de Dios como Acto Puro y Primer Motor que mueve sin ser movido llega al colmo de la impiedad. La impiedad por antonomasia es Dios, pues ni ha creado el mundo y ni siquiera lo conoce, puesto que harto tiene con pensarse a sí mismo (noésis noéseos); digamos que no se rebaja al mundo para conocerlo. Aquí Aristóteles, de algún modo, es seguido por Spinoza cuando éste dijo: «El que ama a Dios no puede esforzarse por que Dios le ame a su vez». Aristóteles –afirma Gustavo Bueno– «ha construido su doctrina de la deidad rechazando la religión y, en general, nos atreveríamos a decir que la idea de Dios –el ‘Dios de los filósofos’– no es la Idea nuclear de la religión, aunque sea uno de los episodios más importantes de su dialéctica». (El animal divino, pág. 36). Aristóteles, como el fundador de la ontoteología, abre la vía de de regressus hacia los dioses religiosos, corroborando en el mismo libro XII de la Metafísica diversos mitos astrales, pero a la hora del progressus destruye la religión, negándola rotundamente. Luego el Dios del cristianismo está diametralmente opuesto al Dios de Aristóteles, porque el Dios cristiano ha creado el mundo y lo conoce, e incluso se ha encarnado en un hombre consustancial con el Padre. Desde aquí sí es posible la religión, pero dicho criterio no es filosófico, es mitológico (el mito de Cristo). En cambio, el Dios de Aristóteles es una elaboración puramente metafísica, la cual excluye toda clase de rituales y «se mantiene a una distancia de tal modo infinita respecto de los hombres, que toda amistad de éstos hacia él se hace imposible». (El animal divino, pág. 119). «El Dios de Aristóteles no tiene más que ver con la religión de lo que tenga que ver con el vértice de uno cono». (El animal divino, pág. 390).

Los dioses (las inteligencias separadas), afirma el Estagirita, son sumamente felices, y no por un breve lapsus (como es el caso humano), sino por toda la eternidad. Pero la felicidad divina no reside en la justicia, ni en los contratos, ni en el dinero –puesto que estos dioses no son antropomórficos–. La felicidad de los dioses es una felicidad anantrópica, y dista muy lejos de la felicidad humana, la felicidad antrópica. Los dioses son perfectamente felices y por toda la eternidad (interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio, otra vez en palabras de Boecio). La actividad divina es puramente contemplativa; y su felicidad, por seguir usando palabras de Boecio, se realiza en el estado de perfección que consiste en poseer todos los bienes de la vida puramente intelectiva (statum bonorum omnium congretatione perfectum). Por tanto, la parte humana que más se asemeja a la contemplación divina es la más feliz. Pero esta felicidad sólo puede medirse al final de la vida humana. El resto de los animales, al no poseer facultad intelectiva, están privados de felicidad.

El sistema aristotélico, sin ningunear sus monumentales precedentes, es la pieza racional de mayor elaboración de la antigüedad. En semejante sistema puede verse una lucha constante contra las concepciones míticas y supersticiosas de los dioses (sin perjuicio de que, antes que él, Jenófanes de Colofón y su maestro Platón condenasen la concepción antropomórfica de los dioses). Los dioses aristotélicos no son entidades con las cuales quepa religación alguna, no son, por tanto, dioses religiosos, sino modelos ontológicos de felicidad (como, de forma similar, los concebirá Epicuro). En el famoso libro XII de la Metafísica habla de Dios en el sentido, suponemos, del monoteísmo, del monoteísmo filosófico (visto en retrospectiva, pues él nunca lo llamó así). Éste Dios se opone a las religiones politeístas de su época, pues ya no cabe religación. Dios es un ser puramente intelectual y separado del mundo supralunar y sublunar. No tiene magnitud, ya que carece de cantidad. Por tanto, es espíritu, luego uno de sus atributos es el de simplicidad. Pero Aristóteles no es un voluntarista, pues su Dios es Acto Puro (luego no tiene potencia). Dios es pura intelectualidad que se piensa a sí mismo eternamente, y, por lo tanto, carece de Providencia. Dios no dirige los asuntos y entresijos del mundo, «de una cosa sólo Dios está privado, de hacer que lo que ha pasado no hubiese pasado». No lo conoce, y ni siquiera lo ha creado, porque el mundo es eterno y las especies (vegetales, animales y humanas) también son eternas. Este Dios manifiesta de forma contundente la impiedad filosófica con sus más severos refinamientos. No es, precisamente, un Salvador o algo por el estilo. La religión ha muerto, Dios la ha matado. Así, las posiciones que toma Aristóteles están en total contradicción con las de los escolásticos. Gustavo Bueno lo ha señalado atentamente, léase en siguiente texto:

«La subrogación de Juan de Santo Tomás parece una situación más débil que la subrogación de Aristóteles, porque mientras Aristóteles cerraba el paso a la posibilidad de hacer efectivo el rédito transferido, los escolásticos dejaban abierta esa posibilidad, al menos en la vida de ultratumba. Aquí podría radicar la divisoria entre un proceder filosófico –el de Aristóteles– y una subrogación mitológica. Precisamente por cerrar el paso a su posibilidad, Aristóteles está propiamente negando la subrogación, como cuando el matemático niega la distancia entre dos puntos al decir que entre ellos hay una distancia cero. Pero los teólogos escolásticos están afirmando, por vía mitológica, la subrogación, mediante el mito de los ‘doctores bienaventurados’ dotados de visión beatífica». (Cuestiones cuodlibetales, págs. 298 y 299).

Gustavo Bueno ha demostrado, no con poca contundencia, que el Dios de Aristóteles es el fin de la religión. Y por tanto, estamos en la «antesala del ateísmo». Dios no es objeto de la religión, porque es espíritu puro («sin mezcla») y separado. La condición necesaria para que un objeto sea «religioso» es que sea finito, corpóreo, volitivo, inteligente y anantrópico. Dios, desde luego, es anantrópico e inteligente, pero no es finito (ni infinito, pues, como hemos visto, carece de magnitud). Es incorpóreo, ya que es un viviente inmaterial, inteligencia separada que no necesita cuerpo orgánico para pensar. Y no es volitivo, pues si es perfecto no tiene nada que desear. Luego para buscar el núcleo de la religión no podemos recurrir a Dios. Dios no es una concepción religiosa, sino una idea filosófica, o, mejor dicho, una pseudo-idea, una para-idea, como bien constata Gustavo Bueno en La fe del ateo.

Entonces, ¿cuáles son los objetos de religión? Si un objeto de religión tiene, como condición necesaria, que ser finito, corpóreo, volitivo, inteligente y anantrópico debe de ser un animal. Los animales, desde las «categorías» de los proto-hombres del pleistoceno, eran concebidos como entidades numinosas. «Numen» es el concepto clave para entender la religión. La religión es el trato del Hombre con lo numinoso. Los animales que están representados en las bóvedas de las cavernas de Altimara (por no salir de España) no son paneles de cuadros artísticos, como si aquello fuese un museo, sino pinturas con un fundamento religioso; pues en las paredes están retratados seres finitos, corpóreos, volitivos, inteligentes y anatrópicos; estos es: tigres con dientes de sables, mamuts, bisontes, caballos, toros, &c. Luego el «núcleo» de la religión está en estos grandes animales de la megafauna del pleistoceno (religión primaria). Tras la extinción de parte de estos grandes animales y la domesticación de algunos, la religión sube su mirada hacia el cielo, en las constelaciones del zodíaco (por la que muchos impostores e impostoras aún mantienen contactos). Estas religiones son las llamadas por Gustavo Bueno «religiones secundarias», las religiones de los mitos y de los dioses, las «religiones del delirio». Pues bien, contra las «religiones del delirio» parte la metafísica presocrática (pues, «pensar es pensar contra alguien»), siendo la metafísica aristotélica la culminación de un proceso de impiedad, pues Dios no es numinoso, no es religioso.

El tratado Peri psyché es, entre otras muchas cosas, una crítica a la doctrina de la metempsicosis, como expliqué arriba. Luego, si el intelecto es inmortal, y está completamente separado y no puede formar parte de lo sometido a generación y corrupción, no puede ser humano; pues, «todos los hombres son mortales». Y, como vengo diciendo, la filosofía de Aristóteles, como fue la de Jenófanes de Colofón, es una oposición a la concepción antropomórfica de los dioses (Jenófanes, por cierto, también se opuso a la metempsicosis). El intelecto humano es un intelecto paciente, y también lo define Aristóteles como un intelecto práctico, dirigido a dirigir la vida pública, la administración de la hacienda, y los asuntos mundanos de la vida política y social en general. Es cierto que mediante el Nus poietikos los hombres actúan a la hora de forjar sus conceptos universales, y por tanto, como el propio Estagirita advierte, «sería ilógico decir que estaba mezclado con el cuerpo». Pero aún así, el intelecto humano vive en la materia (en la esfera sublunar) y las inteligencias separadas y Dios viven exentos de materia, pues están separados de toda materialidad y, por tanto, son vivientes inmateriales, al margen de toda potencia y siempre en plena actualidad intelectual. El intelecto humano sólo puede vivir como el intelecto no humano en una medida muy corta de tiempo, en un breve trance meditando sobre el Primer Motor y el ámbito de lo inmaterial.

Pues bien, ese intelecto inmaterial fue interpretado por los pitagóricos como el alma inmortal y para Empédocles (que también creía en la metempsicosis) era un demon caído que aspira a emanciparse de la rueda de la vida (de la vida ligada al cuerpo orgánico). La finalidad de la metempsicosis –y esto es análogo a las sabidurías orientales– es no volver a nacer, no volver a este valle de lágrimas y de sombras, el cual es que el devenir de la multiplicidad donde el alma no puede hallar un alojamiento estable. La finalidad, en última instancia era vivir en el mundo de las Ideas (entidades reales hipostasiadas en una dimensión supraceleste) y contemplar la perfección: el Bien y la Belleza. Cuando el alma está totalmente desencarnada de la tumba del cuerpo, el cual está sumergido en el devenir y en la inestabilidad de lo múltiple, aprehende la unidad que desborda la multiplicidad mundana (fenoménica, corpórea, vultuosa), para que así se manifieste, en su seno, la Verdad y la Belleza con todo su esplendor, plenitud y pureza. «Hay que huir del mundo de acá al de allá y retornar, como Ulises, a la verdadera patria», decía Plotino. (Con esto no quiero decir que Pitágoras, Empédocles, Platón y Plotino pensasen exactamente lo mismo respecto de la metempsicosis, el destino del alma y los escenarios escatológicos, pero es evidente de que entre estos autores hay fuertes analogías en torno a este tema.)

Pero en Aristóteles no vemos nada de esto. El intelecto de Aristóteles no navega por la Laguna Estigia, precisamente. No hay ningún tipo de escatología ni juicios de ultratumba (como vemos en Platón). En definitiva: El tratado Peri psyché no es un tratado religioso sobre el alma. Pues, si Aristóteles era un espiritualista asertivo de signo descendente, sin embargo, no se le puede negar su olfato materialista y su sentido naturalista de la vida. Amicus veritas, sed magis amica Aristóteles.

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