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El Catoblepas, número 85, marzo 2009
  El Catoblepasnúmero 85 • marzo 2009 • página 13
Artículos

¿Dios salve la Razón? indice de la polémica

Marcelino Javier Suárez Ardura

Se realiza una comparación entre los artículos de Gustavo Bueno «¡Dios salve la Razón!» (2008) y «La influencia de la religión en la España democrática» (1994) en el contexto de la categoría antropológica de las «instituciones»

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Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008La reciente publicación del libro titulado Dios salve la Razón{1}, en el que, entre otros autores, amén de su S. S. Benedicto XVI, participa el filósofo Gustavo Bueno –un filósofo ateo católico– con un artículo titulado igualmente «¡Dios salve la Razón!»{2} pudiera parecer al lector poco avisado –descartada la mala fe–, cuando menos, como una situación extraña, paradójica o, incluso, inconsecuente. Ni siquiera cabría argumentar que Dios salve la Razón es una obra colectiva en la que participa un buen número de intelectuales de distinto credo y provenientes de morfologías culturales diferentes y aun dispares, donde cada uno habría comentado sobre la lección de Benedicto XVI lo que hubiera creído conveniente en virtud de sus propios criterios; y que cualquier juicio sobre las distintas aportaciones debería contemplar, como mínimo, aquellos criterios puestos en juego. Se dirá que la postura apologista de Gustavo Bueno habría quedado patente en sus afirmaciones finales: «no es difícil comprender, por tanto, que es precisamente el Dios de los cristianos quien ha salvado a la Razón humana a lo largo de la historia de Occidente, y hasta qué punto tiene sentido afirmar que podrá seguir salvándola en los momentos imprescindibles, pero inexcusables, en los cuales los contactos de las «sociedades occidentales» con las «sociedades orientales», o de cualquier otra estirpe, ponga a la racionalidad históricamente conquistada ante el peligro de sus mayores extravíos.»{3} Porque, en todo caso, el hecho de la publicación colectiva no vendría a ser como un cero a la izquierda, máxime cuando habría que tener en cuenta que el mismo Gustavo Bueno había participado en otras obras colectivas con autores cuyas credenciales serían de otro «signo».

¿No participó, por ejemplo, Gustavo Bueno junto con Gonzalo Puente Ojea y Amando de Miguel, entre otros, en una obra{4} –también colectiva– en la que se analizaban distintos aspectos de la religiosidad en España? Sin duda, esto es así. Y también habría que reconocer, acaso, el signo «laico», cuando no ateo, del resto de los participantes en aquella obra, y las tesis «críticas» que en ellas se vertían. Parece como si se estuviese sugiriendo un corte o un quiebro en la doctrina materialista sobre Dios y la Religión. O como si se nos indicara que los «actos» contemporáneos de Bueno pusieran en duda sus «razones» de antaño. En efecto, ahora, Gustavo Bueno, aparece, página con página, compartiendo espacio ya no con intelectuales judíos, católicos y musulmanes, en torno a un tema común, sino con el mismo Benedicto XVI. ¿No habría que decir entonces que el cambio de escenario –editorial– es algo más que una manera de estar y que sus acciones contradicen sus razones?

El artículo de Fermín Huerta Martín aparecido en el número 84 de El Catoblepas{5} podría se alineado entre quienes enjuician así «¡Dios salve la Razón!». De hecho, si no interpretamos mal, se basa en el supuesto según el cual los escritos y las acciones de Gustavo Bueno en la actualidad contradirían aquellos otros trabajos publicados por el mismo Gustavo Bueno hace nada menos que 20 años, por ejemplo. El conjunto de textos que nos va presentando, mediante el procedimiento de alternar la glosa de obras recientes con artículos y trabajos anteriores, parece querer ejercer este principio por la vía estética; las palabras hablarían por sí solas. Fermín Huerta Martín pone en duda la misma capacidad crítica del materialismo filosófico, al presentarlo como un conjunto de textos que afirman y niegan a la vez las mismas cosas, para enfrentarse a los fenómenos religiosos y dar cuenta de la verdad de las religiones. Es el propio Fermín Huerta quien en su artículo cita los trabajos de Bueno, «¡Dios salve la Razón!» y «La influencia de la religión en la España democrática»{6}, relacionando ciertas declaraciones sobre la pertinencia o impertinencia de la retirada de los crucifijos de las aulas con la publicación del libro Dios salve la Razón y utilizando a la vez ciertas expresiones tomadas de «La influencia de la religión en la España democrática» como pruebas de su propia argumentación.

Pero, a nuestro juicio, es difícil –salvo torciendo las razones que se despliegan en estos artículos– ver al segundo contradiciendo al primero o entender el primero descubriendo en su reflejo la inconsecuencia del segundo. Se hace preciso, pues, conocer el alcance de la participación de Gustavo Bueno en ambas obras a fin de reorientar la interpretación de nuestro lector en un sentido «verdaderamente crítico»; a fin de desvelar la componenda de textos que Fermín Huerta Martín ha llevado a cabo para hacerles decir lo que no dicen.

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La influencia de la religión en la sociedad española abrió, en su momento, sus páginas a sendos trabajos de Javier Sádaba, Gustavo Bueno, Gonzalo Puente Ojea, Amando de Miguel y Gabriel Albiac en torno al tema de las relaciones (influencia) de la religión en la España del presente. Y este marco impuesto por el título será, en principio, aquel al que se sometan los autores, aunque no se especifique lo que haya de entenderse por «influencia», «religión» y «sociedad española». Sin embargo, de cada trabajo, no se podrá decir que es más de lo mismo, con relación al resto, porque no hay ni una misma idea de «religión», ni una misma idea de «España», ni siquiera podríamos decir, una misma concepción de «influencia». No trataremos aquí, ni superficialmente, sobre cuáles sean los supuestos de cada uno de los autores con relación a las ideas que acabamos de citar, porque nuestro propósito es analizar tan sólo cómo se articula la argumentación de Gustavo Bueno en el contexto del libro, junto a estos autores, teniendo siempre presente su participación posterior en Dios salve la Razón.

Lo primero que queremos destacar, y que salta a la vista al comparar ambos libros, es el hecho según el cual Gustavo Bueno encabeza su aportación con un sintagma muy próximo al titular del conjunto, a saber: «La influencia de la religión en la España democrática»{7}. Como se sabe, Dios salve la Razón es el titular del libro en el que se comenta la lección de Benedicto XVI{8}. No se trata sólo de un hábito de corrección intelectual por el cual el filósofo se atenga a la más estricta ortodoxia filológica, lo que le llevaría a no salirse de lo escrito, sino de atenerse al titular en tanto que él mismo está entreverado con la realidad fenoménica a la que parece hacer referencia. De manera que este modo de proceder no sólo es el más honrado –una honradez que puede ser perfectamente interpretada aquí en el contexto de los dialogismos del eje pragmático constitutivo del discurso, por lo que estamos muy lejos de entenderla en términos subjetivistas (formalistas)– sino el más dificultoso, porque obliga al autor a tener una teoría sobre las alternativas teóricas de enfrentarse a las realidades fenoménicas suscitadas en el mismo titular. Así pues, el discurso entretejerá esa honradez de manera objetiva con las referencias semánticas organizadas en su explicación. La aparente inocencia filológica quedará transformada en una sabiduría filosófica para la cual las Ideas son constitutivas del Mundo y están ejerciéndose en la codeterminación de las cosas mismas (in media res).

El artículo de Gustavo Bueno se inicia con un planteamiento que supone un distanciamiento metodológico respecto al resto de los trabajos que componen el libro. Nada tendrá que ver con la metodología mitológico-política{9} de Javier Sádaba{10} ni con el análisis sociológico de Amando de Miguel{11}, por ejemplo. Ocurre que el resto de los artículos que componen La influencia de la religión en la sociedad española están planteados a una escala que no rebasa el horizonte fenoménico en el que se presentan las cuestiones tratadas. Así pues, en «La influencia de la religión en la España democrática», estamos ante un planteamiento crítico que, sin citar expresamente a los demás trabajos, puede entenderse como englobándolos en su argumentación en tanto que materiales fenoménicos (de ninguna manera lo interpretamos como una perspectiva más); así mismo, puede verse, también, como una crítica implícita al hecho de recoger bajo un mismo titular artículos tan dispares en sus presupuestos, porque, aunque intenten aproximarse a ofrecer sus opiniones sobre la influencia de la religión en la sociedad española, como hemos dicho, nada tiene que ver uno con otros (contraria sunt circa eadem). Conviene adelantar que este planteamiento metodológico crítico volveremos a encontrarlo en «¡Dios salve la Razón!».

El distanciamiento del que hablamos es un distanciamiento crítico con los saberes positivos{12} –históricos, sociológicos, etnológicos, &c.–. No se trata de que se pueda prescindir de los contenidos categoriales ofrecidos por estos saberes sino más bien de tener en cuenta que los haces de ideas involucradas en estos temas trascienden a los campos de la Historia, la Sociología o la Etnología. El verdadero juicio filosófico –dirá Gustavo Bueno– presupone desbordar los respectivos campos categoriales para incorporar dialécticamente sus resultados a una escala que es la de las ideas y no la de los conceptos{13}.

Es pura ficción, por tanto, plantear una mínima reflexión sobre la influencia de la religión en España desde el conjunto vacío de premisas filosóficas –ni siquiera de una filosofía general, fruto de una composición ecléctica– por lo que, entonces, el planteamiento verdaderamente filosófico será –en nuestro caso– el del materialismo filosófico: «La influencia de la religión en la sociedad española de la época democrática será muy distinto según que entendamos la religión al modo de un musulmán, o bien al modo de un católico, de un rabino, de un testigo de Jehová, o de un racionalista marxista o mecanicista.»{14}. Se pondrán, pues, en marcha los presupuestos del materialismo filosófico sobre la religión. Las ideas del materialismo filosófico a este respecto, en aquel momento, aparecían en las obras El animal divino y Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión.{15}

Interesa destacar la caracterización de la religión –que ya estaba implícita en El animal divino– «Como una multiplicidad de instituciones, ceremonias, &c., dadas necesariamente en un plano fisicalista (fuera del cual negamos rotundamente todo significado homologable de la palabra «experiencia»), tales que mantienen entre sí relaciones internas capaces de constituir algo así como un «análogo de atribución»{16}. Lo novedoso aquí, a nuestro juicio, es el ejercicio de una teoría que reinterpreta el conjunto de objetos, tales como los templos, y de sujetos corpóreos, como los númenes, en términos de instituciones y ceremonias. Aunque en la definición, tanto ceremonias como instituciones son más bien funciones a las que se les asignarán valores (templos, liturgia, «bultos»), la potencia de estos dos conceptos será tal que a partir de ellos se organizará todo el artículo arrojando un resultado de gran relevancia filosófica. El mismo concepto ejercido de instituciones estará a la base de la idea de influencia o causalidad. Porque el planteamiento de Gustavo Bueno se enfrenta críticamente a la distinción marxista base/superestructura según la cual los contenidos de la religión serían contenidos superestructurales. Al fondo de esta dicotomía, hay un prejuicio que operaría implícitamente con la distinción entre fenómenos y esencias, donde lo superestructural vendría a ser pensado como el plano fenoménico y lo infraestructural (la economía, se diría) como lo esencial (lo explicativo, en última instancia). Pero los contenidos de la religión, en tanto que instituciones, no pueden ser entendidos de forma exenta con relación a otros contenidos no religiosos (económicos y políticos). Las instituciones religiosas están concatenadas según círculos de radio más o menos amplio con otros círculos institucionales –aunque no con todos– con los que entran en relación. Esta consideración barre completamente la concepción de la religión como una superestructura –repárese en el artículo de Javier Sádaba o en el de Gonzalo Puente Ojea{17} y se comprobará cómo a la postre no salen del embrollo al que les lleva la dicotomía base/superestructura (ejercida)–. La influencia o causalidad, pues, será vista aquí por Gustavo Bueno como la concatenación misma de las instituciones en una sociedad determinada o, dicho de otra manera, los procesos y configuraciones histórico-culturales están constituidos por las codeterminaciones institucionales. Se incluirán así mismo los distintos programas nematológicos orientados a dar cuenta del engranaje institucional religioso. Si se hubiera partido de la distinción base/superestructura no se habría podido dar un paso más allá del dibujado en la expresión «opio del pueblo». Ha hecho falta consiguientemente descomponer la conexión metamérica constitutiva de estos conceptos en sus determinaciones diaméricas para comprender el mecanismo efectivo de la religión en una sociedad como la española{18}. La interpretación diamérica verá insertas en las instituciones las prolepsis (superestructurales) que las llevan a reproducirse en el sistema de referencia, pero también serán estas instituciones (base) las que podrán dar cuenta de los nexos entre distintas prolepsis.

Continuando con su argumentación, Gustavo Bueno distinguirá tres planos diferentes a través de los cuales se determinarán las influencias de la religión en la sociedad española: influencia gravitatoria, influencia instrumental e influencia intercalar. Desde esta perspectiva, difícilmente se puede hablar, sin pedir el principio o sin incurrir en una suerte de maniqueísmo político, en términos de conservadurismo o progresismo (oscuridad/luz) a fin de caracterizar las conductas religiosas o morales de los españoles, porque las notas axiológicas de las instituciones religiosas no se dejan apresar tan fácilmente por estas categorizaciones genéricas y dicotómicas. Y esto es lo que hace que el trabajo de Javier Sádaba, por otra parte tan interesante, se mantenga en el mismo plano fenoménico que pretende analizar al introducir los parámetros emic progresismo/conservadurismo. Otro tanto diremos de la extensa reflexión de Gonzalo Puente Ojea a partir de la noción de criptoconfesionalismo. Entre otras razones, porque el criptoconfesionalismo podría ser descompuesto desde un punto de vista objetivo o desde un punto de vista subjetual. Ahora bien, parece que el criptoconfesionalismo objetivo no es otra cosa que la inercia de las propias instituciones religiosas desde la perspectiva gravitatoria o incluso instrumental. Pero el criptoconfesionalismo subjetual no cabe verlo exclusivamente desde la perspectiva voluntarista del secreto personal (incluyendo la mala fe) porque siempre habrá que tener en cuenta las instituciones religiosas en marcha{19}. Así pues, desde la perspectiva del materialismo filosófico un análisis de la influencia de la religión en la España democrática debe contemplar las capas de la religión como redes institucionales implantadas en la sociedad de referencia, en sus capas basal, conjuntiva y cortical. El concepto de «secularización» que intercala Amando de Miguel para dar sentido a sus comentarios sobre el comportamiento estadístico de los españoles resulta, a esta luz, un concepto cuya lasitud no da cuenta de las «transformaciones» efectivas de unas instituciones en otras. Igualmente, desde la perspectiva del criptoconfesionalismo, se tenderá a ver las instituciones religiosas de la democracia española como instituciones irracionales, impertinentes, que deberían extinguirse o que deberían ser barridas para que la democracia pudiera ser considerada una democracia radical desde sus fundamentos. Pero la pertinencia de tales instituciones presupone una definición intensional que determine el campo de su extensión (si no la misma idea de pertinencia no pasa de ser un desideratum). Ahora bien, tal barrido acaso pueda ser concebido como un programa, pero no como una realidad efectiva a analizar. Así pues, la racionalidad o no de las instituciones religiosas no puede definirse por la pertinencia, porque es la pertinencia la que pide, intensionalmente, el criterio de racionalidad que sin duda quedará orientado por su funcionalidad en un contexto más amplio. El criptoconfesionalismo podrá decir que tales instituciones religiosas son instituciones relictas sólo porque está pensando que el clímax de la sociedad política es un clímax «laico»{20}, aureolando acaso la situación prevista en el desideratum. Pero tal estado climácico ni siquiera en una serie vegetal existe como estado perfecto. El análisis que se lleva a cabo desde del materialismo filosófico parte, in media res, sin presuponer cual pueda ser el fin de esta situación política aureolada{21}. En este contexto, cobra una gran importancia la influencia intercalar de determinadas instituciones ya no precisamente religiosas pero sí entreveradas en las instituciones religiosas.

Ahora bien, el análisis –los análisis– que plantea La influencia de la religión en la sociedad española está pensado con relación al periodo histórico del franquismo. Y es en este sentido cómo hay que interpretar los conceptos fenoménicos de conservadurismo/progresismo, criptoconfesionalismo y secularización con los que están operando la mayor parte de los participantes, dado que tienen como referencia justamente la situación anterior a la Constitución española de 1978.

En todo caso, lo que nos interesa es mostrar cómo la interpretación de Gustavo Bueno sobre la influencia que la religión pueda tener en la España democrática, en los términos antropológico-filosóficos de las instituciones, se mantiene a la misma escala que el artículo «¡Dios salve la Razón!». Hay que tener en cuenta que hablar de la influencia de las instituciones religiosas en la sociedad española supone que estas habrán de pensarse en relación –armónica o conflictiva– con otras instituciones políticas, científicas, &c. Pero tenemos que considerar también que, cuando hablamos de instituciones religiosas, tampoco debemos restringirnos a la fase terciaria de la religión ni mucho menos al catolicismo, aunque el catolicismo englobe la mayor parte de las instituciones religiosas en España.

Gustavo Bueno caracteriza lo que denomina influencia gravitatoria como aquella que resulta de la «inercia (o masa inercial) de las instituciones ya en marcha, en tanto tienden a «reproducirse» (o, en su caso, a propagarse en el ámbito del «todo complejo»»{22}. La cultura como «todo complejo»{23} podrá entenderse como una textura institucional dinámica formada por distintos subconjuntos más o menos organizados entre los cuales habría que señalar el de las instituciones religiosas ocupando un lugar determinado en esta textura y codeterminándose en el contexto de otras instituciones que formarían su entorno. Acogiéndonos al ejemplo del propio Bueno, la catedral de una ciudad –pongamos por caso la catedral de Córdoba– tendrá una influencia gravitatoria –en tanto institución en marcha desde la baja Edad Media, la catedral de Córdoba habrá de resistir los embates de quienes quieren verla también como mezquita–; influencia gravitatoria que se medirá por la resistencia que opone a las distintas presiones ejercidas desde otras partes del «todo complejo. Pero, aparte de la influencia gravitatoria, habrá que contar con la influencia instrumental de las instituciones religiosas sin que ello suponga separar los tipos de influencia de una misma institución. La influencia instrumental quedaría definida por aquellas funciones genéricas, no específicamente religiosas, que desempeñan determinadas instituciones religiosas. Influencia instrumental común a otras muchas instituciones que, sin ser propiamente religiosas, desempeñan una función económica o social (un hospital o un centro de enseñanza sostenido por una iglesia). El tercer tipo de influencia es la influencia intercalar. Podríamos decir que la influencia intercalar verifica de alguna manera el principio discontinuista, de simploké, porque, según este tipo de influencia, podremos ver intercalados en las relaciones entre las instituciones religiosas procesos sociales y económicos que supondrán tipos de instituciones y ceremonias no propiamente religiosas. Si la influencia instrumental suponía el engranaje de las instituciones religiosas en procesos sociales y económicos, en la influencia intercalar tenemos una operación inversa.

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Las instituciones religiosas despliegan, en cuanto parte del «todo complejo», una influencia con relación al resto de instituciones de la sociedad política en virtud de la codeterminación constitutiva (existir es coexistir) de la textura institucional del todo complejo. A nuestro juicio, lo importante en este artículo de 1994 es el hecho de tratar el «todo complejo» y la religión en términos de instituciones: «instituciones –redes categoriales institucionales– y entorno global de esas instituciones (o redes) que suponemos constitutivas, en su conjunto, del «todo complejo», tomado in media res y en movimiento»{24}. Este artículo de Gustavo Bueno responde a un tema específico (la influencia de la religión) y particular (en la España democrática) en un momento muy concreto que permitía diagnosticar la transformación de España después de la muerte de Franco en lo relativo a las cuestiones religiosas. Sin embargo, entendemos que se manifiestan en él las pulsaciones de lo que más tarde será la teoría de las instituciones, publicada como «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones» en El Basilisco nº 37 del año 2005{25}. Por esta razón, acaso quepa intentar caracterizar las instituciones religiosas a la luz de este artículo, según las seis características acumulativas de toda institución.

La primera nota característica, en cuanto instituciones, de los materiales religiosos analizados habría que ponerla en su estructura hilemórfica. Connotadas así, las instituciones religiosas se nos presentarán como totalidades corpóreas en las que se puede distinguir una materia y una forma. Materia y forma, aunque puedan ser coordinadas respectivamente con el par base/superestructura, no pueden ser reducidas a esta dicotomía. Gustavo Bueno dice que las instituciones religiosas tienen que estar «dadas en un plano fisicalista»{26} cuyo primer analogado podrían ser los templos. Pero esta opción se descarta y aquí se opta por los sujetos corpóreos numinosos o «bultos sagrados» a partir de los cuales podremos atribuir analogías con aquellos objetos culturales que tengan relación interna con los númenes o «bultos sagrados». En el caso de la catedral podremos considerarla como religiosa no por ser el templo el primer analogado, en tanto que institución, sino por su referencia a esos «bultos sagrados». Y, siguiendo con el ejemplo de la catedral, tendremos que reparar en que, como institución, es su forma misma la que nos permite ver los bloques de arenisca conformados como pináculos, dovelas o rosetones, &c. Sin duda, las influencias gravitatorias de las instituciones religiosas en la medida en que estas son estructuras hilemórficas contienen en su materia las energías inerciales conformadas o canalizadas como religiosas; y serán las tensiones entre esta materia y su conformación religiosa las que habrían de dar cuenta de su mayor potencia gravitatoria, desde un máximo a un mínimo tendente a consumirse, porque su materia dejara de producir la energía necesaria para su recurrencia. Cabría interpretar la resistencia (derivada de su influencia gravitatoria) de determinadas instituciones religiosas en términos de la tensión entre la materia y la forma en la medida en que la materia puede incluso ser contemplada (de forma sustancializada) desde otros planes conformadores. Si no nos equivocamos en el análisis, podríamos decir que en aquel artículo de 1994 las pulsaciones de la teoría institucional suponen el ejercicio de estas como estructuras hilemórficas.

La segunda característica de las instituciones es su condición de orden sistático; las instituciones religiosas son unidades culturales morfológicas de orden sistático, comenzando por los sujetos corpóreos numinosos y continuando por los templos. Cabe ver a la multiplicidad de instituciones religiosas ensambladas entre sí o con otras instituciones no religiosas (de ahí que tenga pleno sentido hablar de influencia «instrumental» e «intercalar») sistáticamente a partir de instituciones elementales o complejas. Ni siquiera cabría hablar de instituciones religiosas si no considerásemos a las instituciones elementales ordenadas sistáticamente. Pero las instituciones religiosas no deben considerarse como estructuras simples sino compuestas, a su vez, de múltiples instituciones y ceremonias y también de otros tipos de contenidos no específicamente institucionales. Evidentemente se consideran aquí los componentes emic, dados sin duda en la propia actividad nematológica de las instituciones, sin perjuicio de que esta nematología pueda ser reexpuesta desde perspectivas etic, como lo es el reconocimiento mismo de la religión desde un punto de vista institucional fisicalista. El fisicalismo es entendido no en el sentido de un materialismo corporeísta sino en el sentido de un materialismo de las instituciones que sin duda exigen la presencia de materialidades primogenéricas pero también segundogenéricas constitutivamente.

La consideración de las instituciones como unidades morfológicas ordenadas sistáticamente, atributivas, constituye una característica que permite introducir y comprender mejor la tercera nota, a saber, que las instituciones han de darse en el contexto de otras instituciones (coexistencia). Las instituciones religiosas (y la enunciación en plural ya supone lo que estamos diciendo) coexisten al lado de otras instituciones de suerte que no cabría hablar de instituciones ni de instituciones religiosas considerando un único contenido al que se le atribuyese características institucionales (ya no podríamos hablar de una sola institución como figura antropológica). La coexistencia de las instituciones es la que permite hablar de «influencia» de las mismas –de unas en otras y en contenidos no propiamente institucionales–. La multiplicidad de instituciones religiosas puede verse como un complejo institucional al lado de otros complejos, pero no como un complejo entre complejos homogéneos y continuos sino constituyendo una heterogeneidad que no suponga la desconexión (ausencia de toda influencia) total. De manera que, por un lado, las instituciones en cuanto unidades simples pueden estar formadas por partes no institucionales, aunque susceptibles de institucionalización –y esto sería verificable en la multiplicidad de las instituciones religiosas de la España democrática–, y ellas mismas podrían formar parte de otros contenidos del espacio antropológico, institucionales o no, pero en todo caso según un orden sistático y, por otro lado, e internamente relacionado con lo anterior, las instituciones tienen que cumplir la característica de la coexistencia entre otros contenidos institucionales. Estas dos características, a nuestro juicio, son fundamentales para entender el concepto de influencia, porque aunque la concatenación de instituciones puede arrojar consecuencias ellas mismas no institucionales, la circularidad de la concatenación de determinadas instituciones (religiosas, políticas, artísticas) con otras las hace imprescindibles para entender esa influencia. Y, en este sentido, podemos decir que el ejercicio de esta tercera característica se realiza en el artículo que estamos comentando en la medida en que se habla de las tres líneas de influencia (gravitatoria, instrumental, intercalar) de las instituciones religiosas.

Ahora bien, la influencia de las instituciones religiosas (sea ésta gravitatoria, instrumental o intercalar) en el entorno de otras instituciones y contenidos antropológicos –y con ello estamos en la cuarta característica– sólo será entendible, desde esta perspectiva antropológico-filosófica, si tales instituciones religiosas suponen, inserta en su inercia, la característica de la racionalidad. Es decir, la racionalidad se nos presenta como una nota constitutiva de las instituciones. Estamos aquí ante un punto crucial que nos remite inmediatamente a sus finis operis. Gustavo Bueno señala como ejemplo que la influencia gravitatoria de una institución religiosa determinada puede medirse por su resistencia a la presión ejercida desde otras instituciones, las cuales podrían tener incluso una coloración «laica». Los finis operantis asociados a estas otras, a sus finis operis, entrarían en conexión con los propios finis operis inerciales de las instituciones religiosas. Se habla muchas veces de la irracionalidad, por ejemplo, del derribo de un monumento religioso, pero aquí estamos no ante un enfrentamiento de la racionalidad con la irracionalidad sino del choque de dos razones institucionales con inercias opuestas (el palacio de Carlos V en el interior de la Alambra de Granada no es sólo una contraposición de estilos artísticos). De la misma manera, cabría hablar de la influencia instrumental, cuando las instituciones religiosas desempeñan una funcionalidad genérica pero que, en todo caso, obliga a componer sus estructuras con otras instituciones no necesariamente religiosas, pero que desde el punto de vista interno se ajuste a las reglas de la institución religiosa. Y lo mismo habremos de decir de la influencia intercalar. Desde esta perspectiva de la influencia que supone el despliegue de una racionalidad inscrita en las instituciones, tendríamos que interpretar la norma «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». La racionalidad de las instituciones religiosas supone la interpretación de la idea de Razón en un sentido morfológico y no lisológico{27}. La conducta de los sujetos, en cuanto asociados a instituciones religiosas (no a «experiencias» o «vivencias» íntimas que supongan una relación especial con Dios), podría ser entendida, etic, como racional sin perjuicio de las representaciones emic que guíe o no su ejercicio. Por otra parte, una multiplicidad de instituciones religiosas en estado de equilibrio inestable puede ser vista en el contexto de otras redes de multiplicidades a través de los distintos momentos del despliegue de la racionalidad (posición, contraposición y recomposición o resolución{28}). También el ejemplo de la resistencia que presenta la inercia de la catedral en el entorno del llamado paisaje urbano del casco antiguo de la ciudad podría servirnos para ilustrar el momento de contraposición que habría de ser resuelto (resolución o recomposición) con la demolición de la misma o con el cambio o paralización de los planes urbanísticos. Los finis operantis relativos a los sujetos asociados a la institución en cuestión tenderán a reordenarse a los finis operis (cuando la institución resiste a su demolición o a su sustitución por otra) puestos en marcha en la misma inercia atribuida a la institución de referencia. La inserción de las instituciones religiosas en el contexto de otras multiplicidades institucionales con las que entra en relación sin duda da lugar a interpretaciones en términos de irracionalidad de los procesos de colisión institucional. Acaso esto venga derivado del hecho según el cual nos encontramos, en nuestro ejemplo, con un tipo de racionalidad abierta pero compleja (racionalidad ordinaria{29}) que tiene que ir desplegándose a través de sus contraposiciones y recomposiciones según va cambiando el entorno modificado en parte por ellas mismas. Y ésta es una cuestión central a la hora de entender a Dios salvando a la Razón.

Ahora bien, en la medida en que suponemos atinente a las instituciones religiosas la característica de la racionalidad –la racionalidad inscrita en ellas– habrá que admitir, como quinta característica, su normatividad. Una normatividad que podría confirmarse por la presencia ya no de un monasterio o de una catedral en la ciudad sino de docenas de monasterios y catedrales «repetidos», formando parte de la multiplicidad de instituciones religiosas. Sería esta normatividad inscrita en las instituciones la que da cuenta de sus finis operis (su propio telos); fin al que habrán de doblarse los sujetos operatorios (los restauradores, los arquitectos, los urbanistas o los propios viandantes cuando transitan por la calle). Esta norma inscrita y no introducida desde fuera, acaso no sea la responsable de la inercia de la institución, pero de alguna manera tenemos que verla posibilitando la canalización de las fuentes que brotan en virtud de manantiales culturales distintos de las propias instituciones religiosas. Una norma (racional) que en la medida que quiera coexistir habrá de resistir los embates de otras estructuras normativas o de rutinas orientadas a transformarla o incluso a desintegrarla –y en el límite a hacer desaparecer la institución como tal– para convertirse ellas mismas en estructuras normativas ¿no puede ser interpretado el laicismo, aunque se presente bajo el disfraz –y precisamente por ello– de la neutralidad confesional, como el marco de la desactivación de las normas atinentes a determinadas confesiones religiosas en beneficio de otras o en beneficio de determinadas heterías soteriológicas{30} no precisamente religiosas? En fin, las instituciones religiosas, formando parte de complejos institucionales o de instituciones complejas, tienen sus normas al margen de las cuales no pueden ser pensadas.

Por último, habrá que tener en cuenta una sexta característica que no deja de estar relacionada con la racionalidad y la normatividad de las instituciones. En cuanto las instituciones coexisten en el contexto dinámico de otras instituciones con las que entran en relaciones concordantes o discordantes habrá que verlas como estructuras axiológicas o, dicho más propiamente, toda institución se caracterizará por su condición axiológica. Y esta función axiológica podrá verse en las instituciones religiosas cuando son consideradas ejerciendo una función obstativa, directiva o conformativa (canalizadas como influencia gravitatoria, instrumental o intercalar) frente a otras instituciones o ceremonias religiosas. No se trata de considerar a las instituciones como receptáculo de valores formales, como si la catedral, para seguir con el ejemplo, recibiese una serie de valores estéticos, de patrimonio o de lo que fuera. Al contrario habrá que interpretar que es la catedral misma (en virtud de su norma o conjunto de normas, sin perjuicio del manantial del que brote la energía que mueva aquella inercia), ocupando una columna de atmósfera, como un valor frente a otros valores, ligados a otras instituciones susceptibles de ocupar esa misma columna atmosférica, que suponen otras instituciones (urbanísticas, por ejemplo, en nuestro caso). Incluso podría afirmarse que, en tanto que valores discordantes o enfrentados a otros valores, las instituciones pueden ser entendidas así mismo como contravalores. La simploké de las instituciones tampoco puede ser entendida si no es desde la perspectiva axiológica de las normas.

Estas seis características acumulativas de las instituciones, que nosotros pretendemos ver realizándose en las instituciones religiosas de la democracia española, en la interpretación de Gustavo Bueno, nos permite a su vez reinterpretar conceptos como el de criptoconfesionalismo, utilizado por Gonzalo Puente Ojea, desde un plano objetivo, sin las veleidades subjetivas en las que incurre el autor («maniobra de salvamento», «desmemorización colectiva», prácticas simbólicas»). Bien es cierto que su perspectiva pretende ser política o, a lo sumo, histórico-sociológica y no antropológico-filosófica, y precisamente por ello decíamos que no rebasan el horizonte fenoménico en el que están dadas. La multiplicidad de instituciones religiosas españolas engranadas en el proceso de selección cultural institucional del biotopo español supone la idea de biocenosis institucional. Desde la perspectiva del criptoconfesionalismo, si no interpretamos mal, las instituciones religiosas están siendo vistas como una superestructura emergida del delirio opiáceo segregado oníricamente por la mente de los hombres. Pero, por el contrario, entender la influencia de la religión como expresión de la selección cultural institucional supone llevar adelante la crítica de la dicotomía base/superestructura como, entendemos, hace Gustavo Bueno en este artículo.

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Ahora bien, lo que pretendemos poner de manifiesto con este comentario es el paralelismo existente –como metodología filosófica– entre «La influencia de la religión en la España democrática» y «¡Dios salve la Razón!». En virtud de ello, podríamos comenzar diciendo que el énfasis que introducen las admiraciones en este segundo artículo, estableciendo la diferencia entre el trabajo de Gustavo Bueno y el libro que lo contiene con ese mismo título, está dado a una escala proporcionalmente próxima a la que se configura al sustituir el sintagma «sociedad española» por «la España democrática» con el que Bueno rotulaba el primer artículo publicado en 1994.

Volvemos a encontrar en «¡Dios salve la Razón!» un distanciamiento metodológico con relación al resto de autores participantes en la obra Dios salve la Razón, incluido el propio Benedicto XVI. Pero este distanciamiento del que hablamos supone una serie de criterios antropológicos, ontológicos y gnoseológicos que están a la base del mismo, lo que hace que no pueda ser considerado tampoco como un artificio externo, estilístico, adecuado a la situación pragmática de los dialogismos que constituyen el libro. Ello nos permite ver que la escala del artículo de Gustavo Bueno es completamente distinta. Como el resto de los autores, plantea su argumentación al discurso de Benedicto XVI, pero, desde un principio, verificamos que, mientras que el resto de los autores operan en un terreno en el que Dios y la Razón de la que hablan parecen quedar proyectados bajo una perspectiva ontológica –un plano ontológico ejercido y que, por otra parte, a la vez, es puramente intencional–, porque todos ellos –sin perjuicio de sus matices– suponen estar hablando de lo mismo cuando se refieren a Dios y a la Razón –a la racionalidad–, Gustavo Bueno desbloquea el candado ontológico al plantear su reflexión desde una perspectiva que presupone el plano gnoseológico: no podrá considerarse a Dios y la Razón como si nos estuviésemos refiriendo a las mismas realidades respectivamente. Y al desbloquear el cerrojo ontológico comprendemos que la nueva perspectiva abierta introduce la necesidad, no de un perspectivismo –que es lo que parece querer plantearse al juntar autores dispares en un mismo libro– sino de un racionalismo materialista que tendrá en cuenta los puntos de vista etic y emic al enfocar el problema{31}.

El artículo de Javier Prades{32} ofrece una cartografía esquemática muy interesante para comprender los hitos de la argumentación de Benedicto XVI en virtud de la cual se alinean los distintos autores. Pero esta cartografía (ontológica) establece ya las coordenadas unívocas de Dios y de Razón respectivamente. Y de esta manera se simula la categorialización del material fenoménico con el que nos estamos enfrentando. Evidentemente ha sido Benedicto XVI quien en la lección de Ratisbona plasma ya tal concepción de Razón: «necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la Razón y eso debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana»{33}. En realidad, como advierte Javier Prades (emic) el problema de fondo es el problema de la salvación de la razón; y es esto lo que se pretende acometer aquí, pero al llevarlo adelante, dejan intactas las ideas de Dios y Razón, operando con ellas –repetimos, sin perjuicio de los matices– desde presupuestos atinentes a la idea de racionalidad kantiana. Pero esta idea de Razón –dirá enseguida Gustavo Bueno– es una sustancialización formalista que olvida que la Razón está referida a determinados procesos constitutivamente hilemórficos. Esto no significa que Benedicto XVI no utilice implícitamente en su argumentación componentes a los que podríamos asignar una racionalidad hilemórfica (institucional), pero su perspectiva (emic), inserta en el marco kantiano de la Razón pura, opera de manera que la Razón será razón dialógica: «En el principio ya existía el Logos»{34}. Benedicto XVI hará girar el fuste de su argumentación hasta aproximar la Razón a Dios: «Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón Creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros»{35}. Así, si no equivocamos la interpretación, el análisis de la Razón que plantea Benedicto XVI canaliza las intervenciones de sus glosadores y, al fin y al cabo, responde al principio de su propia defensa para encontrar a Dios, es decir, por la Razón hacia Dios.

Frente a esta Razón sustancializada y formalista es necesario, entonces, un planteamiento que, sin perder de vista los presupuestos emic desde los que se está operando con la idea de razón, sea capaz de ofrecer una idea de racionalidad alternativa, vinculándola con Dios pero sin que las ideas de Razón o de Dios queden contaminadas por el aura de las otras. Una idea tal presupone una serie de criterios etic organizados desde los presupuestos ontológicos y gnoseológicos del materialismo filosófico. En su artículo, Gustavo Bueno{36} precisará, en primer lugar, qué entiende por Dios y por Razón, como paso previo a la exposición del sentido que quepa atribuir a la idea de salvación de la Razón; se hace necesario porque, tanto la idea de Razón como la idea de Dios se dicen de muchas maneras. Y es aquí donde el contenido que cabe atribuir a la Razón comienza –desde el primer momento– a ser crítico de la indistinción y oscuridad con que es tratada en Dios salve la Razón. Desde el materialismo filosófico, la racionalidad se predicará de determinadas estructuras o procesos constitutivamente hilemórficos. La racionalidad, por lo tanto, tiene que ser, ante todo, racionalidad hilemórfica. Ahora bien –y aquí comenzamos a entender las conexiones entre «¡Dios salve la Razón!» y «La influencia de la religión en la España democrática»–, dirá Gustavo Bueno: «La composición hilemórfica de la entidades reales la derivamos –como acaso el mismo Aristóteles la derivó– de determinadas transformaciones tecnológicas de materiales tales como la arcilla (moldeada según diversas formas, en las técnicas o en las artes cerámicas) y posteriormente como los metales (en la metalurgia desde el Neolítico)»{37}. Consecuentemente, la racionalidad hilemórfica estará involucrada en contextos operatorios en los que los sujetos corpóreos manipulan objetos. La concepción de la racionalidad así dibujada conecta con la idea de racionalidad institucional. Son dos de las características de las instituciones las que recortan morfológicamente la idea de Razón; por un lado, las instituciones se presentan como totalidades corpóreas hilemórficas y, por otro, como estructuras racionales normativas. Entendiendo, entonces, la idea de racionalidad en el contexto antropológico-filosófico de la teoría de las instituciones, se pone de manifiesto la función crítica de ambos textos, vinculando esta función con el contexto fenoménico en el que aparece inscrita y en virtud del cual se modula. La Razón supone, en primer lugar, una racionalidad institucional hilemórfica que difícilmente puede ser predicada del Dios de la Teología Natural; en cuanto su escala morfológica, la Razón no se reduce a la tan manida racionalidad dialógica, porque las estructuras racionales no están al margen de la crítica logoterápica y aun de la crítica ontológica; la racionalidad atinente a distintas estructuras o procesos institucionales no significa necesariamente la Paz (política o religiosa) sino el conflicto tras el que se instaura (o no) un determinado orden racional; la racionalidad no supone una determinación sustancializada de la materia conformada en la medida en que siempre habrá intersticios a través de los cuales –y en virtud de otras potenciales conformaciones– se manifiesta la indeterminación de la materia.

Mutatis mutandi, algo similar cabe entender de Dios. Porque el Dios de las religiones terciarias (como el catolicismo, el judaísmo y el islamismo) no puede ser un Dios de los filosófos que ha perdido las formas de su relieve, ni una aleación resultante de acrisolar en una misma concepción contenidos heterogéneos y aun incompatibles. En consecuencia, Dios (con relación a cada religión) debe ser pensado como el primer analogado al que hacen referencia (interna) una multiplicidad de contenidos culturales (instituciones, ceremonias u otros contenidos) institucionales o resultado de la concatenación de determinadas instituciones (que a una altura histórica determinada pudieran dar cuenta de las formas del Mundo). Este planteamiento, por otra parte, quedaría a salvo del argumento de «las razones del corazón» porque las razones del corazón en primer lugar siguen siendo razones y en segundo lugar tienen que poder ser entendidas institucionalmente.

El artículo de Wael Farouq{38}, «En las raíces de la razón árabe», no por introducir componentes institucionales en su argumentación se libera de la idea de racionalidad sustancializada. Porque, en todo caso, la idea de racionalidad árabe con la que opera tiende a ser vista como una racionalidad deficitaria o distorsionada por aquellos elementos culturales a partir de los cuales se habría conformado. Un déficit que caracterizaría a la razón árabe desde su propia constitución, en virtud de la incorporación de tales componentes culturales (institucionales, que habrían desvirtuado los principios del Islam). Por tanto, el artículo de Farouq está orientado a depurar estos componentes culturales distorsionadores de la religión de Mahoma: «La crisis [de la Razón], en opinión de quien escribe no reside en el Islam sino en los mecanismos de pensamiento que lo precedieron, interactuaron con él en el momento de su comparecencia y se difundieron hasta el punto de convertirse en dominantes hasta nuestros días»{39}. Así pues, «La lengua (el lenguaje), la razón (la memoria), el tiempo: estos términos fundamentan la «identidad» de la razón árabe en sus primeros comienzos; por esto cualquier parangón que intente comprender la razón árabe debe partir de aquí y seguir el camino a lo largo de la historia»{40}. A ello añadirá Farouq la noción de árbol genealógico, con el que se plantea la continuidad del individuo en la comunidad. Así, en el origen, la identidad de la razón árabe será genealogía más lengua, pero aquí habrá que introducir una idea de virtud entendida como sacrificio: «Quien se sacrifica recibirá su justa recompensa, porque la sociedad le garantiza un puesto en la memoria, le garantizará «fama y celebridad»»{41}. Pero estos componentes culturales (institucionales) que estarían a la base de lo que Farouq llama racionalidad árabe son vistos en este contexto desde una concepción de la Razón (adjetívesela como se quiera) distorsionada por las sombras arcaicas de la violencia bárbara («Sus rasgos de violencia, extremismo y santificación del pasado eran un modo para conservar la vida…»); pero el hecho de pensar en una Razón distorsionada, torcida o desvirtuada por los componentes institucionales alinea el razonamiento de Farouq en una idea de racionalidad sustantivada, despojada de la materia relativa a la realidad institucional efectiva. En suma, el artículo de Wael Farouq gira en torno a los lugares comunes planteados en la idea de Razón dibujada por Benedicto XVI. Diríamos más, el lenguaje, la lengua, como componente constitutivo de la razón árabe no es distinto de la arcilla o de las piedras talladas (con las que se caracteriza la «razón occidental»), todo ello ensamblado en una construcción. La arquitectónica del lenguaje remite, pues, a una textura institucional (alotética) conectada a otras instituciones no lingüísticas (la técnica del sastre).

Será inevitable que repitamos los mismos argumentos que venimos utilizando para referirnos al trabajo de André Glucksmann{42}. Un trabajo cuyo marco podría ponerse en su crítica general a las debilidades de la posmodernidad. Sin embargo, Glucksmann no acierta, a nuestro juicio, a articular un análisis crítico efectivo porque también su argumentación está presa de aquella idea de racionalidad metafísica a la vez que ejerce una noción de Dios entregada al concepto de «religión del libro». La racionalidad de Glucksmann elimina los procesos antagónicos de las instituciones presuponiendo que los contextos violentos expulsan de la esfera de la humanidad a la Razón; y, entonces concibe la Razón como una válvula de seguridad necesaria contra la violencia; la Razón en su sentido más genuino es entendida como logos apofánticos: «La facultad apofántica arma a los desarmados»{43}. La fe que evite la Razón desembocará en una violencia ciega: la fe sufriría un secuestro por la violencia. Glucksmann postula una fe que se hermane –dirá– de la «modesta razón filosófica». Pero la cuestión problemática brota entonces mismo, porque, de nuevo hemos de repetirlo, razón y filosofía se dicen de muchas maneras. No se puede negar la racionalidad inmanente a las instituciones religiosas (incluyendo la institución de la Guerra Santa Islámica), pues será la inercia de estas instituciones (evidentemente sin perjuicio de la procedencia de sus fuentes) de su influencia gravitatoria, instrumental o intercalar entreverada en el contexto de las capas de una sociedad política determinada. La Razón, sin duda, es una seguridad contra el nihilismo, pero la Razón, con relación a la capa cortical de la sociedad política es una razón institucional y, cuando Glucksmann afirma que «la religión tiene necesidad de una razón autónoma que no la sustituya»{44} obvia esta naturaleza de la Razón, en cuanto referida a las transformaciones tecnológicas, involucrada con determinadas operaciones quirúrgicas. Ello supone que es la religión, en cuanto multiplicidad institucional, la que puede llevar incorporada un racionalidad que en contextos personales pueda ejercer la crítica racional logoterápica o en contextos impersonales lleve adelante la crítica racional ontológica diferente de la salvación de la Razón que quepa atribuir a Dios.

En este punto, Sari Nusseibeh{45} («Violencia: racionalidad y razonabilidad»), parece poner los pies sobre la tierra con mayor estabilidad, en la medida en que no cae en la presuposición según la cual una religión o incluso cualquier ideología haya de ser menos violenta por tener dogmas más coherentes con la Razón (una razón que por otra parte es interpretada en singular y mayúscula). Ahora bien, si, en el contexto cultural moderno, las religiones no por ser o por contener determinadas configuraciones que suponen la violencia han de ser pensadas al margen de la razón, entonces no queda claro aquello de lo que estamos hablando (incluyendo a Benedicto XVI) cuando se pretende establecer una separación entre racionalidad y violencia. En este momento introduce Nusseibeh el concepto de razonabilidad: «Esto lleva a preguntarnos si aquello a lo que aludía el Papa es en verdad la razón o la racionalidad entendida como habilidad intelectual o más bien algo que podemos definir como razonabilidad o serenidad intelectual entendida como una disposición psicológica y un sentido moral»{46}. Por ello, Nusseibeh desplaza sin decirlo su argumentación al ámbito –podríamos decir– de la razón práctica. La racionalidad parece estar siendo dibujada en términos de prudencia o de tolerancia. Pero da igual. La razón práctica no es ajena a la racionalidad institucional realmente existente. El dibujo que hace Nusseibeh de un presente donde impere la razonabilidad como condición de la coexistencia pacífica puede ser todo lo deseable que se quiera, mas, por sus tintes alicianos, sólo es eso: un desideratum. ¿Acaso la razonabilidad sin la cual ninguna religión sería digna del nombre de religión, la razonabilidad de «un nuevo orden en el que los seres humanos poseen igual dignidad» no es presentada como condición de una razón pura separada de toda materia institucional?

Cuando Gustavo Bueno afirma –tras la pregunta por el Padre del drama de Lessing, en el comentario al concepto de «religión del libro»–, que desde una perspectiva filosófica positiva, sólo cabría decir que el Padre es Aristóteles, está manteniendo una distancia crítica con la perspectiva de Spaemann{47}. El concepto de «religión del libro» está sirviendo a Spaemann para hacer la glosa de las palabras de Benedicto XVI, intentando unificar, a través de par de conceptos sentido y referencia de Frege, en un mismo género al Dios de judíos cristianos y musulmanes. Pero si Dios es lo mismo en las tres religiones del libro es por ser el Dios de Aristóteles, que negro sobre blanco, todo lo resiste, el cual no puede ser vinculado a ninguna religión. Las palabras de Spaemann, pese a conceder una gran importancia al dogma trinitario –incluso contra las acusaciones de irracionalismo por parte de los musulmanes–, no se ven capaces de despojarse de esa concepción genérica de «religiones del libro» y no alcanza a entender la importancia filosófica del dogma de la trinidad. Excusamos realizar un comentario sobre su idea de Razón porque prácticamente se mantiene en los términos metafísicos del resto de los glosadores.

Por último, aunque el artículo de Joseph H. H. Weiler{48}, se centra en el análisis de las homilías «El mundo tiene necesidad de Dios» (Munich, 10 de septiembre de 2006) y «La fe es sencilla» (Ratisbona, 12 de septiembre de 2006) los planteamientos de fondo no se salen del argumento de la lección de Ratisbona. Las razones de Weiler se alinean junto con el resto de los glosadores al considerar la idea de Razón en un sentido dialógico: «La Razón es por definición pacífica»{49}. Y en virtud de ello, la Razón y la Fe son tanto medio como mensaje.

Concluimos. Tanto la idea de Razón como la idea de Dios están siendo vistas por Gustavo Bueno desde la teoría antropológica de las instituciones que él mismo ha desarrollado. Pero también el análisis las instituciones religiosas de la España democrática de 1994 presuponía el ejercicio del racionalismo de las instituciones. El contexto de «La influencia de la religión en la España democrática» es un contexto intensional y extensionalmente distinto del contexto de «¡Dios salve la Razón!». Por ello, los análisis llevados a cabo en sendos trabajos suponen una modulación distinta del racionalismo materialista. Dios, entendido como la extensión de una multiplicidad de instituciones religiosas definidas en virtud de la intensión católica, no puede ser confundido con Alá, &c. Los ortogramas que el catolicismo pudo o pueda desplegar en el proceso histórico de su existencia deben ser vistos como involucrados con la sociedad política. El racionalismo que se despliegue como resultado de su involucración dependerá de factores internos, pero también externos. En virtud de estas consideraciones, podemos decir que «¡Dios salve la Razón!» resuelve acertada y críticamente la cuestión de la salvación de la Razón por Dios. Una comparación mínima de los distintos tratamientos que ha recibido el tema en Dios salve la razón revela, por de pronto, que el resto de los glosadores habla de una Razón de la que están ontológicamente presos, sin percibir ni por asomo otras posibles alternativas de la idea de Razón. Pero tampoco de la idea de Dios.

5

Hemos intentado mostrar que tanto «¡Dios salve la Razón!» como «La influencia de la religión en la España democrática» responden a los mismos presupuestos del racionalismo de las instituciones constitutivo del materialismo filosófico. Y aun considerando los contextos pragmáticos de sendos artículos, los criterios de fondo son los mismos. A nuestro juicio, no hay, pues, nada de extraño, ni mucho menos paradójico e inconsecuente, en la argumentación del primero con relación al segundo. El racionalismo como racionalismo institucional es lo que permite decir a Gustavo Bueno que el Dios católico puede salvar a la Razón (por Dios hacia la Razón, podríamos decir). Hay que entender que será ahora, para decirlo con las palabras de André Glucksmann, cuando Jerusalén canalice aquello que entendemos por Atenas. Las instituciones del catolicismo en marcha, efectivamente implantadas en el mundo –sin perjuicio del trasfondo mitológico del mismo cristianismo– servirán para frenar la superstición, enfrentándose a numerosas supercherías y estableciendo límites neutralizándolas. Pero también el catolicismo frenaría el «delirio gnóstico», el nihilismo y pondría límites al fundamentalismo y al dogmatismo. Y este papel crítico del Dios católico, un Dios que resulta de la efectividad de la multiplicidad institucional racionalizadora que constituye su extensión, no contradice en nada los presupuestos del ateísmo católico. Las instituciones religiosas –sin perjuicio de su representación nematológica emic– habrán de ser vistas como componentes del engranaje de la sociedad política según sus capas (basal, conjuntiva o cortical), codeterminándose en el proceso histórico cultural de la selección institucional. La duración cronológica de una sociedad política determinada podrá incorporar entre sus componentes aquellas instituciones religiosas cuya racionalidad tendrá que ser vista desde la perspectiva de esta duración; esta misma racionalidad tenderá a ser criticada como irracional desde otros presupuestos que no tomen en consideración la sociedad política desde su eutaxia.

La diferencia entre «¡Dios salve la Razón!» y «La influencia de la religión en la España democrática» reside en la modulación del planteamiento según la perspectiva contextual, pero el sistema proyectivo es el mismo, por tanto, sus argumentos son coordinables en un mismo discurso. Incluso, podría decirse que Dios salve la Razón y La influencia de la religión en la sociedad española, aun teniendo en cuenta la multiplicidad de artículos y la disparidad de criterios y presupuestos filosóficos que se ponen en juego, giran en torno a las mismas cosas: Dios, Razón, Causa, Verdad, España. Y si esto es así, tampoco hay por qué entender «¡Dios salve la Razón!» como una incoherencia o una inconsecuencia. Estamos, muy al contrario, ante una inconsecuencia pintada que desde el racionalismo institucional cabe interpretar como producto de la desconexión semántica (viva), respecto a las referencias institucionales, operante en aquel lector que «exige» o «reivindica» la coherencia del discurso como si fuera posible la adecuación entre una teoría y una práctica que están siendo pensadas como sustancias desconectadas.

Laviana, 2 de marzo de 2009

Notas

{1} Benedicto XVI y otros: Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008. Por orden de aparición este libro recoge artículos de Javier Prades, Benedicto XVI, Gustavo Bueno, Wael Farouq, André Glucksmann, Jon Juaristi, Sari Nusseibeh, Robert Spaemann y Joseph H. H. Weiler.

{2} Gustavo Bueno, «¡Dios salve la Razón!» en Benedicto XVI y otros, Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 57-92.

{3} Gustavo Bueno, opus cit., pág. 92.

{4} Nos referimos a la obra colectiva La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994.

{5} Fermín Huerta Martín, «Gustavo Bueno y los crucifijos» en El Catoblepas, número 84, febrero 2009, pág. 17. Al final de la redacción de nuestro trabajo aparece en El Catoblepas una réplica de Joaquín Robles cuya lectura recomendamos: «El crucifijo y el camuflaje», en El Catoblepas, número 85, marzo 2009, pág. 10.

{6} Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, págs. 37-80. También se vincula con el interesante trabajo de Javier Pérez Jara, «Europa y el cristianismo: análisis del surgimiento del fenómeno cultural cristiano y su desarrollo histórico», en El Basilisco. Revista de materialismo filosófico, número 39, 2008, págs. 37-66.

{7} No debe pasar desapercibido el hecho según el cual Gustavo Bueno hable de «España democrática» y no de «sociedad española» porque con este sintagma se delimita de manera clara un periodo de la historia de España frete a otros periodos posibles; pero además no se cae en la indistinción que supone el sintagma «sociedad española» al tener que hablar de la «influencia de la religión» como si la religión –por ejemplo– ya no fuese parte de esta sociedad.

{8} Igualmente, el artículo de Gustavo Bueno utiliza un sintagma similar, pero ahora su sentido queda marcado por los signos de admiración («¡Dios salve la Razón!»).

{9} Remitimos a Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003; El mito de la derecha, Temas de Hoy, Madrid 2008.

{10} Javier Sádaba, «Catolicismo español y moralidad», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, págs. 11-36.

{11} Amando de Miguel, «Política y religión en la España actual», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, págs. 147-170.

{12} Que por lo tanto envuelve los presupuestos bajo los que están operando aquellos artículos.

{13} Gustavo Bueno, ¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, Oviedo 1995.

{14} Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, pág. 41.

{15} Gustavo Bueno, El animal divino, Pentalfa, Oviedo 1985; Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989. Como sabemos, posteriormente van saliendo a la luz nuevas obras del propio Gustavo Bueno como La fe del ateo (Temas de hoy, Madrid 2007), aparte de numerosos artículos entre los que destacamos los dos que estamos comentando aquí.

{16} Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, pág. 42.

{17} Gonzalo Puente Ojea, «Del confesionalismo al criptoconfesionalismo», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, págs. 81-146.

{18} Gustavo Bueno, «Conceptos conjugados», en El Basilisco, nº 1, marzo-abril 1978, págs. 88-92.

{19} Cuando se habla de criptoconfesionalismo, estamos utilizando un concepto crítico con el que parece que pretendemos «denunciar» algo oculto o secreto: acaso el hecho según el cual, siendo España un Estado aconfesional, se sigan manteniendo instituciones y ceremonias religiosas en determinados ámbitos que deberían ser aconfesionales. Criptoconfesionalismo significa un confesionalismo camuflado (se dirá, incluso, ilegal; o un aconfesionalismo hipócrita). Desde luego, lo que no se dice es que se está operando con la idea de secreto: el criptoconfesionalismo sería un confesionalismo secreto. Ahora bien, no se aclara a que tipo de secreto se refiere, si a un secreto personal o a un secreto impersonal. En todo caso los secretos impersonales objetivos tienen mucho que ver con cierta disposición objetiva de instituciones, ceremonias y otros contenidos.

{20} Para una crítica del concepto de laicismo débil ver Gustavo Bueno, «Sobre la obligatoriedad de la asignatura ‘Religión’», en El Catoblepas, número 27, mayo 2004, pág. 2. Véase también Javier Pérez Jara, «Europa y el cristianismo: análisis del surgimiento del fenómeno cultural cristiano y su desarrollo histórico», en El Basilisco. Revista de materialismo filosófico, número 39, 2008, págs. 37-66.

{21} Cuando se habla de una idea aureolada, ya estamos introduciendo un sentido crítico a la expresión.

{22} Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», en La influencia de la religión en la sociedad española, Libertarias/Prodhufi, Madrid 1994, pág. 45.

{23} Las instituciones religiosas habrán de ser vistas formando parte, engranándose con el resto de sus partes, del sistema dinámico de la cultura. Véase Gustavo Bueno, El mito de la cultura, Prensa Ibérica, Barcelona 1996, págs. 168-169.

{24} Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», pág. 44.

{25} Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», en El Basilisco, número 37, julio-diciembre 2005.

{26} Gustavo Bueno, «La influencia de la religión en la España democrática», pág. 42.

{27} Gustavo Bueno, «En torno a la distinción ‘morfológico/lisológico’» en El Catoblepas, número 63, mayo 2007, pág. 2; «En torno a la distinción ‘morfológico/lisológico’ (2)», en El Catoblepas, número 64, junio 2007, pág. 2, «En torno a la distinción ‘morfológico/lisológico’ (y 3)» en El Catoblepas, número 65, julio 2007, pág. 2.

{28} Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», en El Basilisco, número 37, julio-diciembre 2005, pág. 25.

{29} Ibidem, pág. 29.

{30} Gustavo Bueno, «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de ‘heterías soteriológicas’», en El Basilisco, número 13, noviembre 1981-junio 1982, págs. 12-39.

{31} Gustavo Bueno, Nosotros y ellos, Pentalfa, Oviedo 1990.

{32} Javier Prades, «Un testigo eficaz: Benedicto XVI», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 7-28.

{33} Benedicto XVI, «Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 30.

{34} Ibidem, pág. 33.

{35} Benedicto XVI, «La fe es sencilla», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, pág. 54.

{36} Gustavo Bueno, «¡Dios salve la Razón!», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 57-92.

{37} Ibidem, pág. 60.

{38} Wael Farouq, «En las raíces de la razón árabe», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 93-124.

{39} Wael Farouq, opus cit., pág. 118.

{40} Ibidem.

{41} Wael Farouq, opus cit., pág. 123.

{42} André Glucksmann, «El espectro de Tifón», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 125-140.

{43} André Glucksmann, opus cit., pág. 133.

{44} André Glucksmann, opus cit., pág. 139.

{45} Sari Nusseibeh, «Violencia: racionalidad y racionabilidad», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 145-164.

{46} Sari Nusseibeh, opus cit., pág. 160.

{47} Robert Spaemann, «Benedicto XVI y la luz de la razón», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 165-184.

{48} Joseph H. H. Weiler, «La tradición judeo-cristiana entre fe y libertad», en Dios salve la Razón, Encuentro, Madrid 2008, págs. 185-199.

{49} Joseph H. H. Weiler, opus cit., pág. 187.

 

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