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El Catoblepas, número 84, febrero 2009
  El Catoblepasnúmero 84 • febrero 2009 • página 20
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Los héroes del 23-F
o breve análisis de la dignidad política

Carlos Pérez Jara

Estudiamos una escena célebre, y ponemos a examen unos momentos históricos críticos y decisivos en la llamada «vida democrática española»

El presidente Adolfo Suárez en defensa del general Manuel Gutiérrez Mellado, zarandeado por los golpistas del 23 de febrero de 1981 en las Cortes españolas
El presidente Adolfo Suárez en defensa del general Manuel Gutiérrez Mellado, zarandeado por los golpistas del 23 de febrero de 1981 en las Cortes españolas

1. Introducción: detalles y hechos

Sin duda, a veces es más significativo un simple detalle que el conjunto de los hechos a los que pertenece. Y si la Historia no es para ser leída ni «estudiada» sino razonada de forma rigurosa, es preciso que demos a dichos detalles su verdadera importancia por cuanto que puedan llegar a arrojar una luz clarificadora a lo que se presenta «a grandes rasgos» dentro de las crónicas históricas al uso. Por lo general, el grueso de la población política (mercenarios episcopales, prisanianos recalcitrantes, &c.) no parece conceder demasiado valor a cierta clase de supuestos «pormenores» que a menudo se hallan entorno los Grandes Hechos Históricos con mayúsculas, o a los análisis de prensa y libros más rotundos y famosos. A veces se gastan litros de tinta en asuntos que poco o nada aportan de interés social, económico, filosófico, &c., devanándose en cosas sin sentido que distraen al fin de los auténticos problemas de fondo; sin embargo, otras nos revelan datos muy valiosos y necesarios de lo que ocurre «a nuestro alrededor». Que, por ejemplo, las ministras socialistas obreras españolas apareciesen hace varios años en la afrancesada revista Vogue{1} nos proporciona aún un sustrato de información muy útil sobre ideas que a algunos individuos pasan totalmente desapercibidas, o que tienden a menospreciar, como por ejemplo el cacao mental de quienes se proclaman de «izquierdas». O que –como caso más reciente– el Ministro de Justicia se vaya de caza con el juez Baltasar Garzón poco antes de emprender otro tipo de cacería, también (aunque irrite a los más afincados en «hechos relevantes») nos informa de las conexiones formales entre unos poderes y otros; entre el compadreo tipo Escopeta Nacional{2} del poder ejecutivo y el judicial. Y es que puede ser mucho más revelador captar que el presidente del Gobierno español –o el propio líder de la oposición{3}– pronuncia infamias o incongruencias en voz baja cerca de un micrófono que creía apagado, que soltar todo el discurso más maravilloso del orbe planetario ante una embelesada prensa o las cámaras televisivas. Es curioso ver a alguien comportarse como es realmente en el fondo, sin ambages ni cortinas de por medio, y en el caso que nos ocupa, los detalles a los que nos referimos son esenciales para comprenderlo a las claras.

Para los padres de la Patria, los príncipes de la Democracia homologada del 78, la transición representó una especie de inter mundis del que supieron salir gracias al «arrojo», la «honestidad», el «compromiso» o incluso la «valentía» de quienes participaron de esa conversión «milagrosa» por la cual fue posible salir de las «tinieblas franquistas» a la luz espléndida y confortable de una democracia representativa por medio de un oscuro túnel plagado de problemas y confrontaciones. El tiempo siempre saca a examen a sus más eximias figuras, de eso no cabe duda. Por esa razón hoy en día se estrenan documentales y series televisivas sobre el intento de golpe de Estado comandado por el señor Tejero y su cuadrilla de golpistas frustrados. En todos sitios se ha consolidado una imagen bien formada y resistente producto de la prensa o los comentaristas matutinos y legañosos que, ante la mesa redonda de turno, hablan del «comportamiento heroico» de quienes soportaron las largas horas de aquel secuestro en el Congreso, aquel día tan «crítico» para nuestra Historia reciente; e incluso los «historiadores» contemporáneos y sus libros convencionales sobre «hechos objetivos» han llenado de palabras grandilocuentes la crónica del suceso. Para los amantes de la memez simplista o maniquea; para aquellos que rememoran esa época que, conforme pasan los años, adquiere un inevitable tono color sepia, tan al gusto de la «memoria histórica» zapateril (y tan al gusto, todo habría que decirlo, de esos padres de familia, agentes perfectos del mercado pletórico, que alcanzan cierto orgasmo nostálgico al hablar de un mayo del 68 que, en el fondo, les importa un pimiento); para todos eso, en definitiva, que adoran la mitificación del «sacrificio» que costó parir a la criatura democrática, el 23-F constituye uno de esos hechos que advierten un atisbo de heroicidad entre sus protagonistas abnegados, los sufridos y democráticos parlamentarios que celebraban la sesión aquel día, poco antes de que nuestro bigotudo enemigo de la Democracia apareciera como en una obrilla de teatro barata, con su pistola en la mano acompañado de su propia comparsa de justicieros del Viejo Régimen.

2. Cuéntame cómo pasó...

Hoy que salen a la palestra tantas celebraciones{4}, que nos ofrecen este sistema como el «menos malo» y que se tiende a hablar de una «memoria histórica» (no sabemos si conectada místicamente a un cerebro gigante e ingrávido que campa por encima de nuestras cabezas) que recopila información del pasado y hace «justicia» a los padres de la Patria para defenestrar en los infiernos de la infamia a sus más viles enemigos, el 23-F constituye un fenómeno realmente admirable digno de atención filosófica e incluso antropológica. Ya sabemos que las palabras, por muy cargadas de veneno o de incienso que estén, pesan en el fondo menos que las acciones de quienes las pronuncian. Y sabemos también, a estas alturas, que existen en este país pocos hechos más abordados y glorificados que la supuesta resistencia «pasiva» de los congresistas al intento de golpe de Estado de aquel día 23 de febrero de 1981: a dichos parlamentarios se los saca una y otra vez en imágenes de archivo (casi tanto como a los niños eternos y casposos de la serie televisiva «Verano azul») bajo la supervisión sónica de una inevitable Victoria Prego que nos va narrando el cuento infantil en el que, al parecer, se había convertido España al retratarla como un viaje de las oscuridades de la locura al país de la felicidad multicolor y hormonal, con parada obligatoria (¿cómo no?) en el Purgatorio de aquel «infausto día», 23-F. Eran más o menos las 6 de la tarde en el Congreso de los Diputados cuando comenzó el proceso de investidura como presidente de la Nación española del señor Leopoldo Calvo Sotelo, sublime padre de la Patria donde los hubiera o los haya. Todo transcurría normalmente, conforme a los procesos burocráticos y rituales designados, sobre las pautas establecidas. Cada diputado emitía su voto sin demoras ni prisas, a través del civilizado uso de su turno. A las 18:21 (hora peninsular, todo hay que aclararlo) el minutero del reloj del Congreso dio un nuevo salto sin aparente trascendencia, mientras el diputado socialista Juan Manuel Núñez Encabo se disponía a emitir su propio voto, cuando bajo los mecanismos ocultos de una operación orquestada por fuerzas militares con el nombre de «Duque de Ahumada» (resonancia a un Antiguo Régimen al que apelaban sus mentores más felices), aparecieron en la sala un grupo de guardias civiles con metralleta en mano, el teniente Coronel Tejero al frente. El señor Tejero subió entonces al estrado y gritó aquel ya clásico: «¡quieto todo el mundo!», tan parecido en el tono y la voz al de Miliki cuando entraba en el circo. El desconcierto reinaba ya por todo el hemiciclo, y los héroes de la patria se miraron confusos y alterados. De pronto, un anciano calvo y enchaquetado salió disparado de los asientos para reprender a los militares armados y exigirles explicaciones sobre lo que estaba sucediendo. Era el Teniente General Gutiérrez Mellado, vicepresidente en vigor de la Nación española, un señor que, aun a riesgo de recibir una sarta de balazos de metralleta, expuso su cuerpo en defensa del modelo político que defendía en ese entonces, pero también de su propia Patria.

El golpista teniente coronel Antonio Tejero Molina, con aspecto de estar dirigiendo una orquesta de pueblo un tanto desafinada, el 23 de febrero de 1981
El golpista teniente coronel Antonio Tejero Molina, con aspecto de estar dirigiendo una orquesta de pueblo un tanto desafinada, el 23 de febrero de 1981

Aquel acto espontáneo fue (y sigue siendo) algo que hoy produce admiración general, cómodos aplausos, y casi a muchos la agradable certeza de que el Congreso actuó entonces como «uno solo», un cuerpo orgánico que estaba siendo atacado y cuyo representante era el señor Mellado en particular, el líder de la manada democrática, un viejo macho alfa que enseña sus astas marciales a la manada enemiga que irrumpe con intenciones virulentas. El caso es que, mientras el señor Mellado intercambiaba un cruce dialéctico con el señor Tejero, que subido al estrado parecía el director de una orquesta de pueblo algo desafinada, un militar le empujó con suma violencia, haciéndole retroceder un poco. El señor Mellado apenas se inmutó ante la agresión física, dedicándole de hecho más lindezas a los invasores. Curiosamente, a lo largo de los años, esta imagen de los militares tratando de tumbar al vicepresidente del gobierno sin conseguirlo se ha interpretado como el símbolo de una «democracia» que había iniciado un proceso irreversible, lo que nos acerca a la leyenda pervertida de los hechos y a la fórmula infame de agrupar al conjunto en la actitud de un solo hombre. Entonces sonó la primera ráfaga de balas, a la que los héroes parlamentarios del 23-F respondieron con el arrojo que se esperaba de ellos, sin duda: es decir, agacharon las cabezas, replegando los hombros, quizá para ofrecer a la Madre Patria los huesos superiores en lugar de los inferiores. En estas circunstancias, el señor Adolfo Suárez y el señor Santiago Carrillo eran los únicos que parecían saber el papel designado por su compromiso con el estatus adquirido, y los únicos que permanecieron en sus butacas con una dignidad política apropiada mientras la banda de cuarteleros con tricornio iban apareciendo como hormigas de un lado para otro con voces de amenazas o gritos. De pie, el señor Gutiérrez Mellado parecía una estatua de piedra, tal y como nos han mostrado tantas veces las imágenes, que casi nunca mienten y que en el fondo atesoran el secreto de las actitudes de los implicados en la escena. Tras varios intentos inútiles, el señor Suárez convence al señor Mellado de que se siente en su escaño, algo que el señor Mellado hace casi a regañadientes; y mientras eso ocurre, los techos del Congreso reciben una descarga de balas que agujerean la escayola y convierten a los aprendices a mártires del día, a los representantes del Pueblo, en un rebaño casi invisible de ovejitas a cuatro patas que se esconden para no recibir un disparo fortuito.

Nuestros diputados, los mismos que salieron una y otra vez en las cadenas de televisión de todo el mundo, deben sufrir hoy –bajo nuestro breve análisis– una nueva revisión, quizás un poco más exhaustiva que la que hicieron entonces los periodistas de turno, o los sesudos comentaristas políticos de la época, o los sociólogos de marras, y que la que, sin duda, se hace ahora defendiendo la actitud, la «integridad» de tan respetables señores. Como ellos saben muy bien (o al menos así debieran saberlo), el político está comprometido con su Patria de una forma íntegra y no testimonial, de un modo absoluto y no a rasgos fragmentarios o intermitentes. No se es político a tiempo parcial, de 8 a 3 con parada para el almuerzo o pausa para dormir. No se es político en el Senado, pero al acostarse en la cama y apagar la lamparita de noche, dejar de serlo de forma instantánea, como si la política fuera un traje que uno se quita y luego se vuelve a poner, como diría Julio Camba en su libro Haciendo de República{5}. El marinero sigue siendo marinero en tierra aunque el barco esté atracado, porque sus conocimientos, su «acervo cultural», son partes orgánicas de su propio oficio, gracias al cual podrá volver a su embarcación para pescar y, en consecuencia, para poder ganarse la vida. El político no es un marinero, por mucho que se nos haya presentado al caso la manida metáfora de la Nave de la Nación como un buque al que los dirigentes deben conducir con diligencia por aguas tempestuosas, pero nos muestra un hecho significativo: el vínculo del dirigente o del político con su Patria ha de ser íntegro como el del marinero con su embarcación, pues de ella depende su propia vida, así como la vida del resto de la tripulación que comanda. Sin embargo, la patria no es un barco ni el diputado un marinero (a lo sumo podrá ser un bigotudo viajero de caminos con una mochila al hombro), y su implicación con el Estado ha de ser absoluta y no consistir meramente en buenas palabras, en buenas intenciones. Y es que el político, como tal, lo es mientras sea designado de tal modo, y mientras ejerza su cargo, y no sólo cuando esté ante el racimo de periodistas, o el día de las Elecciones Generales, autonómicas, municipales, &c., con una sonrisa de dentrífico y el puño en alto. Cualquier afrancesado sublime y europeísta demócrata de la actualidad puede convenir con nosotros en que el político, precisamente el político, debe ser definitivamente un ejemplo público y absoluto para quienes son gobernados, es decir, en las democracias reinantes, para quienes han confiado el «destino» de la Nación en sus manos; en su responsabilidad. Pero además de servir de ejemplo, ha de ser por sí solo un modelo propio por cuanto que sea consecuente con los principios asumidos de su cargo, o al menos con lo que se espera de él por la circunstancia de hallarse en las Cortes Generales españolas y no en un club de caballeros aficionados a la petanca. Para Platón, el político no es un individuo cualquiera, sino alguien con unas dotes supuestas de integridad moral ya consabidas: "el hombre que cuida él solo de la salud de la especie humana, a la manera de los pastores y vaqueros, es el único digno del título de político", nos dice en su diálogo del mismo nombre. El político platónico ha de ser un hombre con una capacidad y sabiduría propia, y donde la prudencia constituya una de sus insignias básicas. Naturalmente, según esas designaciones, el político al que nos referimos es el humano activo y dirigente, y no el «animal político» de la definición genérica; hablamos del directivo, o de quienes representan un cargo público dentro de las estructuras sociales del Estado; algo que, tanto para Platón como para Aristóteles tenía una importancia suprema, pues esta clase debía ser capaz –por medio de sus miembros– de dirigir a la Nación con buen tino.

Nuestros héroes de la patria, poco antes de jugar al escondite entre las butacas. Resulta curioso ver el paralelismo que existe entre sus «gestos heroicos» (imagen de arriba) y el de los antílopes africanos (imagen de abajo) cuando atisban a una manada de leones hambrientos
Nuestros héroes de la patria, poco antes de jugar al escondite entre las butacas. Resulta curioso ver el paralelismo que existe entre sus «gestos heroicos» (imagen de arriba) y el de los antílopes africanos (imagen de abajo) cuando atisban a una manada de leones hambrientos

23 de febrero de 1981
23 de febrero de 1981: sólo el presidente Adolfo Suárez, el general Manuel Gutiérrez Mellado y el histórico comunista Santiago Carrillo permanecieron sentados y no se se agacharon y acobardaron ante los golpistas
23 de febrero de 1981: sólo el presidente Adolfo Suárez, el general Manuel Gutiérrez Mellado y el histórico comunista Santiago Carrillo permanecieron sentados y no se se agacharon y acobardaron ante los golpistas

Tan importante es ser buen gobernante como parecerlo, pero al menos quienes no son tan buenos en el ejercicio de sus funciones públicas, debieran comprometerse con las que dimanan de las anteriores, y que conforman su estadio como político, o como «figura política» de relevancia. El ejemplo moral está por encima de los mandamientos éticos de quienes confunden «dar limosnas» con representar al Estado mismo, y realmente se convierte en la prueba de fuego (para el caso que ahora nos ocupa) para decidir si, en efecto, los héroes abnegados de aquel día tejeronil –entre los que se ha incluido tantas veces a Felipe González o a Manuel Fraga– son o fueron buenos políticos en cuanto a sus reacciones espontáneas ante la crisis. En ese sentido, los parlamentarios secuestrados del 23-F tenían aquel día una ocasión única para representar, no ya un papel asignado y artificioso, sino una función básica vinculada a su cargo y a su condición misma de ciudadano político, a la dignidad pública del cargo representado y por el cual fueron elegidos. Los diputados del 23-F habían sido designados «democráticamente», y por tanto eran los «representantes» del llamado «Pueblo» (masa oscura y pastosa de estratos sociales dentro de un territorio), unas figuras públicas sobre cuyos hombros descansaba todo el modelo que se estaba intentando fraguar por aquellas fechas. De hecho, varios años antes, algunos de ellos se habían «comprometido» con la causa democrática en medio de gritos y manifestaciones; se habían convertido en líderes públicos, en abanderados de una nueva «especie política» que defendería hasta sus últimas consecuencias (¿o no?) a los que trataran de destruir dicho modelo, o a aquellos que, por medio de actos punitivos o criminales, intentaran apoderarse del sistema para regresarlo al Antiguo Régimen. Pero antes de seguir por este camino, recopilemos, si me permiten, la «secuencia de los hechos», como diría cualquier detective de cualquier novela negra algo acartonada, para darle una conclusión razonable.

3. Conclusión: el ejemplo de la firmeza

Desde luego, no se reprocha que aquellos señores –que no tenían culpa de nada sobre las maquinaciones golpistas, eso es obvio– sintieran miedo ante la posibilidad real de ser asesinados fríamente (lo cual es lógico y comprensible, pues el miedo forma parte del instinto de supervivencia de cualquier mamífero); ni sugerimos que se ofrecieran como mártires suicidas en un extremo desaforado de lo que acabaron haciendo, sino de que por unos segundos decidieran actuar al margen de su cargo, o peor aún, de las implicaciones reales del mismo. Que por unos segundos y minutos pensaran (o quizá ni siquiera eso) que podían dejar de lado la política, o no comportarse como tales ante la inminencia de una posible muerte a manos de los golpistas. Los héroes de la patria del 23-F, al contrario de los principios aristotélicos del modelo político, supusieron acaso que era mejor acabar hacinados, entre el culo de un parlamentario y la cara de otro, bajo las butacas y de un modo lamentable e indigno incluso para quienes los votaron, que permanecer sentados en sus asientos al menos presentando algo de firmeza «corporativa» ante la bravata de las balas y las amenazas de Tejero. Seguramente no se dieron cuenta –o simplemente no lo pensaron, dadas las circunstancias– que había cámaras de televisión de por medio, pero lo cierto es que el peso de sus actos se nos presenta hoy como una lección inquietante de lo mucho que en el fondo les importaba su Patria; verlos entonces, hoy elevados a figuras carismáticas, bajo el rostro desnudo de sus instintos más egoístas y deshonrosos, lejos de la carcasa formal y demagógica de los discursos y las declaraciones de principios; verlos entonces, tal como fueron (y quizá tal como sean), al margen de los desfiles del Día de la Patria, y de sus esfuerzos por construir un «país mejor». Que en el Congreso de los Diputados sólo tres hombres mantuvieran la calma, el aplomo y la firmeza que requería una situación tan crítica no dice demasiado al respecto de la generalidad, ni de aquellos que luego fueron encumbrados como «sacrificados» por la intentona de Tejero, ni de quienes defienden una y otra vez aquel suceso como un trance en el que la «Democracia» (ente oscuro y difuso si no se precisa algo más al respecto) ganó a la «Barbarie» marcial de Tejero y de tantos otros. Hoy, en medio de las celebraciones y retrospectivas, podríamos decir que el ejemplo que no dieron los héroes del Congreso ha quedado oculto y difuminado por el decurso del tiempo, la voz de Victoria Prego y los documentales nostálgicos. De todos modos, tal y como ya señalamos en un principio, las tribus coperas o las manadas prisanianas no tienen tampoco mucho estímulo ni interés en relucir este detalle que más bien merece ser oculto por lo vergonzoso de su naturaleza. La magnitud de la intentona militar acabó desbordando aquel comportamiento general hasta ocultarlo entre los archivos, o no darle ninguna importancia política; en ese caso aludirían a explicaciones banales recurrentes, como el pánico a las armas de una democracia no beligerante, tal y como haría Ghandi ante cualquier hombre armado («¿qué esperaban?, eran padres de familia» podría decir cualquier pacifista idiotizado). A lo sumo los excusarán hablando de lo «normal» que es tener miedo en una situación análoga; un miedo que, por cierto, no parecían sentir tanto Santiago Carrillo ni Adolfo Suárez, o que al menos lucharon por controlar por todos los medios: ¿por qué les invadió a ellos el aplomo que los otros no tuvieron de ninguna forma? ¿Eran los otros políticos de segunda clase, o sin experiencia, o acaso el señor Gutiérrez Mellado había leído antes el famoso manual «Cómo ser valiente y no jugar a la gallinita ciega en los escaños del Congreso»?

Por supuesto, la idea de dignidad ha cambiado a lo largo de los siglos, pero siempre conserva algunos rasgos comunes en Occidente que permiten seguir su rastro con evidencias contrastables. En la Grecia platónica la idea de honor (timé) era la que planeaba sobre el sistema aristocrático vigente. Quien era ofendido había de reaccionar con prontitud para no caer deshonrado; era, pues, un modelo y patrón de conducta social. Más tarde, la dignitas romana constituye el pivote de comportamiento público de los senadores y familias nobles de la Roma Imperial, donde ser un ciudadano noble de la Patria Roma debía ir acompañado por los tributos de firmeza moral, tal y como expuso en varias ocasiones el propio Cicerón respecto al control y contención de los instintos y reacciones animales. «De la integridad nace la dignidad», dice Publio Cornelio Escipión Emiliano asociando una cosa con la otra. Más tarde, el cristianismo ofreció una interpretación muy distinta de la romana, y pasó a convertirse en la ofrenda de Dios al hombre para obrar conforme a sus preceptos (lo que no sabemos es a cuáles, si a los del Antiguo o Nuevo testamento); la dignidad cristina pasa a convertir a la figura política es un vehículo atrofiado de lo que Dios «espera» del Hombre. Es la dignitas hominis, y cruzará los siglos dejando una huella en la cultura occidental casi indeleble. En modo alguno pretendemos construir aquí una teoría de la dignidad política, que rebasa con creces las pretensiones de este breve análisis. Simplemente queremos constatar que la idea de dignidad ha sufrido muchos cambios con el tiempo, según la época y el territorio del que estemos hablando. Habría que abordar asimismo la obra de Francisco de Vitoria y la de Suárez sobre la «dignidad» aplicada a los indios de la América; la dignidad kantiana y la crítica de Schopenhauer a la misma basada en su cáustica y lúcida idea de que el hombre está «condenado» (determinado) por la Voluntad. Pero baste decir que la dignidad política que tomamos en el presente trabajo es la de la firmeza y la identidad del cuerpo político con la eutaxia del Estado, pues quien no tiene en la mira la eutaxia de su territorio no tiene ni puede alcanzar dignidad política alguna. La firmeza constitutiva aplicada al terreno público toma una «virtud» moral respecto a quienes se despreocupan del «destino» de su Nación, o de quienes deliberadamente tratan de fragmentarla con patrañas sin fundamento y traicioneras. Desde la plataforma de España, es imposible que un político nacionalista, por ejemplo, adquiera una dignidad política siquiera relativa, pues su condición de fragmentador en potencia de la Nación lo convierte en un instrumento nocivo para la eutaxia. ¿Cómo puede ser digno lo que traiciona al Estado? ¿Puede un sedicioso ser digno políticamente hablando? Lógicamente, la vinculación a dicha eutaxia de la Nación de referencia son los rasgos más comunes pero no los únicos de la firmeza política. El comportamiento leal al país al que se sirve ha de ir acompañado de una compostura propia y evidente en sus gestos y en su comprensión de célula política dentro de la estructura social.

Un ejemplo actual de «dignidad política» marcada por el supuesto «buen humor» de sus protagonistas: el señor Ibarreche, vigente lehendakari de Vascongadas, un español secesionista que prepara su propio referéndum para desgajarse de España, y por tanto, para traicionarla de la peor forma, haciendo de Mr. Spock, famoso personaje de la serie de Ciencia Ficción «Star Trek». Gracias al «buen temple», al «buen rollo», el señor Ibarreche y su cuadrilla (véase el aplomo socrático del calvo de abajo, un magnífico Klingon euskera) dicen que «es mejor reírse de uno mismo» que de los demás. Aquí el compromiso con la eutaxia no sólo no existe sino que queda disfrazado –literalmente– por sonrisas y trajes galácticos. Sin comentarios
Un ejemplo actual de «dignidad política» marcada por el supuesto «buen humor» de sus protagonistas: el señor Ibarreche, vigente lehendakari de Vascongadas, un español secesionista que prepara su propio referéndum para desgajarse de España, y por tanto, para traicionarla de la peor forma, haciendo de Mr. Spock, famoso personaje de la serie de Ciencia Ficción «Star Trek». Gracias al «buen temple», al «buen rollo», el señor Ibarreche y su cuadrilla (véase el aplomo socrático del calvo de abajo, un magnífico Klingon euskera) dicen que «es mejor reírse de uno mismo» que de los demás. Aquí el compromiso con la eutaxia no sólo no existe sino que queda disfrazado –literalmente– por sonrisas y trajes galácticos. Sin comentarios

El ejemplo, pues, estaba en la firmeza, a la que hemos asociado a la dignidad pública del cargo, y la conclusión es la siguiente, a saber: que, en el supuesto caso de la que fuesen a perder –lo cual no está demostrado de ninguna forma– era mejor salvar la vida como fuese que seguir siendo un diputado digno que muestra –aunque sea indefenso– una imagen sólida al invasor, al agresor que irrumpe en las Cortes Generales. Pero al margen de los infames principios fundamentalistas democráticos, al diputado que estaba en el hemiciclo aquella tarde se le «presuponía», no un arrojo excepcional ni aún menos temerario ni suicida, sino una entereza propia, solidaria con su Patria. Si no daban ellos el ejemplo y la oposición pasiva oportuna respecto a quienes trataban de imponer por la coacción o la fuerza física un nuevo régimen apoyado en el «vacío de poder» eventual de las Cortes, ¿quién podría hacerlo? En la cumbre piramidal del poder legislativo y ejecutivo, ¿no era necesario que ellos actuaran conforme a su vínculo con la Nación, y al menos presentasen esa compostura propia del cargo asignado? Es curioso ver al señor Alfonso Guerra o al señor Felipe González, enjutos muchachos «socialistas» de la época ochentera y principales individuos de una nueva generación de «arrojados» políticos comprometidos con un sistema nuevo, acuclillados como ratones lacrimosos mientras un hombre mayor permanece erguido en su butaca junto al señor Adolfo Suárez manteniendo la poca dignidad del Congreso. Al menos ellos dieron la talla, estamos seguros. Pero no habría estado mal que la diera el 99% restante de la Cámara, sobre todo por dar también realidad y consistencia práctica al torrente laberíntico y vacuo de los discursos patrióticos, cargados de emblemas y deseos, de soflamas y golpes de pecho, pero carentes de una motivación real que los acompañe, pues cuando llegó la hora de la verdad casi todos se agacharon como corderitos compungidos. La Patria, la Nación Española (como sucede hoy sin ir más lejos) es casi una oficina en la que ellos, los burócratas y tecnócratas del nuevo milenio, ejercen su cargo como funcionarios respetables, con un horario marcado y unas remuneraciones convenidas. Hablan mucho, pero desconocemos qué representa para ellos la idea de Patria, ni de su cargo en cuanto a dicha idea. De esa forma, suponemos que cuando se acuesten en la calma de sus hogares protegidos, y apaguen la luz de la mesita de noche, tal vez cierren los ojos con la «conciencia» más tranquila, dispuestos a ponerse al día siguiente el traje democrático de turno.

Notas

{1} Recomendamos a este respecto el artículo de El Catoblepas, «Ministras socialistas obreras españolas», nº 30, agosto 2004, http://nodulo.org/ec/2004/n030p11.htm

{2} Cacería (sin licencia) que ha acabado por hacer dimitir al mencionado Ministro de Justicia. Sólo ver la foto de este señor con nuestro Supermán de los Tribunales patrios (ingresado hace poco en el Hospital por una «crisis de ansiedad») parece reproducirnos bastante bien todo el espíritu de la España castiza y rancia del Viejo Régimen –una España que se negaba a «desaparecer» en las películas de Berlanga. Y es que tan importante es ser honorable como parecerlo. Si no quieres ser el causante de ninguna sospecha, una norma muy útil es no provocar suspicacias ni comentarios, sobre todo cuando el cargo que se ocupa es de la máxima autoridad, caso del señor Garzón o caso del señor Ministro.

{3} «Mañana tengo el coñazo del desfile»: palabras textuales del líder de la oposición, Mariano Rajoy, el mismo político que solo un año antes hacía gala de sus sentimientos patrióticos sobre su comentario acerca de la Bandera Nacional, y sobre la «sentada» de Zapatero en el palco mientras iban pasando ante sus narices las tropas americanas que participaron en la guerra de Iraq. Otro ejemplo de partida para ver la catadura política de nuestros líderes...

{4} En la fiebre revisionista e ideológica que hay entorno a la «memoria histórica», actualmente proliferan los documentales y series edulcoradas de la «transición» española, además de sucesos de gran importancia con el poder judicial y ejecutivo de por medio, donde el bigote del actor Imanol Arias se mezcla con la pretensión del juez Baltasar Garzón de desenterrar y juzgar a todos los implicados en la Guerra Civil española (casi podemos imaginar al mencionado juez metiendo entre rejas a unos esqueletos culpables, casi salidos de una película de Ray Harryhausen) pidiendo de paso la partida de defunción de un tal Francisco Franco. A esto añadimos tramas nuevas, complots posibles y una red de observadores y analistas de medio pelo que creen ver en sus «teorías de la conspiración» hasta al espíritu del torero Manolete dentro del meollo. Mientras eso ocurre, se estrenan en varias cadenas televisivas series como «23F» y otras por el estilo, además de seguir con la celebérrima serie de la que tomamos el título de nuestro epígrafe, «Cuéntame (cómo pasó)», lo que desvela hasta qué punto el pasado es manipulable si recurrimos a cualquier guionista de TV para dar consistencia a su «memoria histórica». Sobre la pretensión del señor Garzón véase el artículo del profesor Gustavo Bueno: «El complejo de Jesucristo de Baltasar Garzón» http://nodulo.org/ec/2008/n079p02.htm

{5} Extraigo de aquel curioso y ácido libro el siguiente pasaje en las relaciones entre el filosofo Ortega y Gasset y los «políticos» de su época que resulta revelador:

«Un día, al final de cierta sesión nocturna, don José Ortega y Gasset apareció en el salón de sesiones del Congreso donde, con voz débil y ademán vacilante, porque su salud se hallaba entonces bastante quebrantada, declaró que los conceptos de autonomía y federalismo no eran conceptos análogos sino conceptos opuestos. Para decir una cosa tan sencilla tuvimos que sacar de la cama, con toda urgencia, hacia las cuatro o cinco de la madrugada, al filósofo máximo de la nación, llevándolo a la plaza de las cortes poco menos que en parihuelas, y es que sencilla y todo, esa cosa no la sabía nadie en el Congreso. Para aquellos energúmenos era lo mismo ensamblar las piezas de un puzzle, a fin de formar un cuadro, que coger un cuadro y hacerlo añicos al objeto de crear un puzzle, y era igual buscar un aumento de poder en la unión con otros países que desmembrar el territorio nacional en regiones más o menos independientes.»

Resulta desolador observar cómo 70 años más tarde, España sigue teniendo una clase política no mucho mejor que la de entonces, y que la corriente estúpida e infame de pensamiento obtuso ha dejado que los nacionalismos campen a sus anchas por el país, poniendo en evidencia lo que es el objeto máximo de este breve artículo: el compromiso real de los políticos españoles respecto a su Patria y su actitud ante la crisis de febrero de 1981.

 

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