Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 84 • febrero 2009 • página 9
La concepción de Bueno, como hemos podido ver en El Catoblepas del mes de Enero del año en curso, es brillante, sistemática en su construcción y original en la forma de interpretar el mensaje como portador de una moraleja revulsiva. Sin embargo, lo que se nos ofrece es ante todo una interpretación programática de carácter muy general que no se somete a prueba contrastándola con el material literario, en particular con el análisis de las aventuras y desventuras que conforman la historia de don Quijote.
En cualquier caso, nos parece que los pilares sobre los que se levanta la construcción hermenéutica elaborada por Bueno son frágiles. Empecemos por escrutar los fundamentos de la exégesis de don Quijote como encarnación simbólica de España.
No hay base textual que respalde el simbolismo político de don Quijote
Como vimos, de la declaración de Sansón Carrasco en que se encarece a don Quijote en cuanto caballero andante y hombre de armas como «honor y espejo de la nación española» infiere Bueno que España es el referente simbólico del personaje. Pero esta inferencia falla por dos razones. En primer lugar, las expresiones del bachiller, que se caracteriza precisamente por ser socarrón, no son, en realidad, ponderativas, sino burlescas. En realidad lo que está haciendo de una manera sutil, pero burlona, es seguir a don Quijote la corriente, pues sabe muy bien de qué pie cojea y no sólo por ser paisano suyo sino además por haber leído la primera parte de sus andanzas; esto le lleva a imitar con ironía, ironía que naturalmente el hidalgo no capta, el lenguaje de los libros de caballerías, en que era frecuente elogiar a lo héroes caballerescos con metáforas manidas como «flor», «espejo» y otras de similar tenor –como sucede, sin ir más lejos, en el Amadís, donde Oriana ensalza a su amado Amadís llamándolo «flor y espejo de toda caballería» (op. cit., I, 20, pág. 451) –, con el fin de hacerle creer que efectivamente es un gran caballero e inducirle a emprender una nueva salida aventurera; incluso él mismo acompañará media legua a la pareja inmortal. Pues lo que realmente se propone Sansón Carrasco, de acuerdo con un plan urdido en connivencia con el cura y el barbero, del que no están enteradas el ama y la sobrina, es, visto el fracaso de las anteriores tentativas que no impidieron la primera y segunda salida, justo todo lo contrario, promover su salida, que será la tercera y última, salirle luego al paso, derrotarlo utilizando el disfraz de caballero y hacerle regresar con la promesa de que no va a emprender nuevas andanzas. Tal es el contexto literario de las irónicas expresiones de Sansón Carrasco, que no son más que el primer paso de este plan. Por tanto, lo que realmente nos está diciendo el bachiller, aunque con otra apariencia para que el hidalgo se trague el anzuelo, no es que éste sea el honor y espejo de la nación española, sino un loco de remate al que la única forma de frenarlo y quizás curarlo consiste en amoldarse a su propia lógica caballeresca.
Además, y esto es más importante, la expresión de marras, incluso aunque se pronunciase en serio, lo que no es el caso, no equivale a admitir que don Quijote sea el símbolo de España. Afirmar que es el espejo de la nación española sólo quiere decir que es un ejemplo cabal o modelo para imitar por su excelencia por el resto de los caballeros españoles o aspirantes a serlo, un espejo en el que se pueden mirar para mejorar, no que don Quijote sea la nación misma española como encarnación simbólica suya, lo que entrañaría la consecuencia de que la historia de don Quijote no sería otra cosa que la propia historia de España, esto es, que sus aventuras y desventuras serían las de España misma.
Por cierto, no es la única vez que se elogia en son de chanza al hidalgo manchego como el mejor caballero de España. Más adelante, en parecido tono burlesco lo pondera así, en una de las farsas organizadas en el palacio de los Duques, el mayordomo disfrazado de mago Merlín: «Valiente y discreto don Quijote, de la Mancha esplendor, de España estrella» (II, 35, 824).
Y si, por tanto, don Quijote no es la encarnación de España, el resto del entramado simbólico que Bueno construye se desmorona, pues el resto de la trinidad quijotesca mantiene su conexión simbólica con España por su vinculación con el hidalgo manchego. Sobre todo Dulcinea, que no siendo otra cosa que una invención de don Quijote y continuada por Sancho, una invención, pues, común, si se deshace el simbolismo de don Quijote, la referencia de Dulcinea a España no puede resultar sino arbitraria. La referencia a España de Sancho como símbolo tiene más peso, incluso al margen de su relación con su amo, pues no es difícil ver en él, siendo un labrador y teniendo en cuenta que en aquel entonces alrededor del 85% de la población española estaba compuesta de campesinos, un representante de un pueblo masivamente labrador. Pero verlo así también sería un error, pues en la novela Sancho no desempeña un papel como labrador y menos aún como símbolo de éstos; su extracción social queda relegada al trasfondo de la obra. Sancho funciona como escudero de un caballero andante demente, y para el caso da igual que su oficio sea el de labrador o cualquier otro. Mientras desempeña su papel de escudero de un autoproclamado caballero, como parte de una burla de los libros de caballerías, su condición de campesino queda entre paréntesis, ya que no hace falta para que la burla siga adelante.
No hay analogía capaz de fundar la identidad alegórica entre don Quijote y España
Pero Bueno cuenta todavía con un segundo argumento en defensa del simbolismo alegórico de don Quijote, que es el fundado en la semejanza del mismo con España, que a nuestro juicio es más importante que el anterior. Pues, aun en el supuesto de que la declaración del bachiller autorizase una exégesis alegórica, de poco serviría ésta si no hubiese una analogía real entre el personaje y sus hechos, de un lado, y España y los suyos, del otro; sólo esa analogía puede ser capaz de poner en marcha una interpretación alegórica, ya que si no la hay, cualquier vislumbre de alegoría sería una arbitrariedad. Como suele ser habitual en las interpretaciones históricas o políticas, traza un cuadro histórico de la España cervantina en el que se nos pinta un Imperio que, tras el desastre de la Armada Invencible, ha sufrido una «inflexión» en su curso, que, de ascendente, pasa a ser descendente; que se halla en una «crisis profunda»; o que «comenzaba a presentar vías de agua alarmantes» o que «está comenzando a desmoronarse», afirma sucesivamente en diferentes pasajes.
En suma, como en Maeztu, la España que don Quijote simboliza por analogía es la de una España imperial en decadencia, bien es cierto que mientras la decadencia de que nos habla Maeztu es profunda, prácticamente la derrota y el cansancio totales, la decadencia que nos describe Bueno no es tan profunda, aunque sí grave o al menos preocupante. Este diferente diagnóstico del estado de la España que don Quijote simboliza puede explicar el distinto mensaje que ambos extraen de la obra. Para una España tan hundida y fatigada el único mensaje que, según él lo ve, puede tener valor es el de que se le recete un calmante e invitar a los españoles a descansar como primer paso para su recuperación; en cambio, a una España cuyo declive todavía no es tan grave y que aún conserva energía suficiente para remontarlo y superarlo, la mejor receta no es la prescripción de Maeztu, sino interpretar el mensaje cervantino como un revulsivo, en vez de como un narcótico.
Ahora bien, la analogía entre don Quijote como caballero en decadencia que sufre derrotas y una nación española que ha iniciado su declive como Imperio no se sostiene porque se rebaje el nivel de gravedad de esta declinación. Para empezar, es dudoso que España haya iniciado su decadencia político-militar a raíz del desastre de la Invencible, que no fue tan fatídico para el Imperio, tan sólo limitó su expansión en Europa, pero no en América y otros lugares. De hecho, cuando el Imperio español realmente da muestras de flaqueza en el exterior, a partir de 1640, las derrotas vinieron, no por el mar, sino curiosamente por donde España era más fuerte, por lo que era la fortaleza del Imperio: el ejército de tierra, los famosos tercios, que hasta entonces y desde los tiempos del Gran Capitán habían sido el más poderoso ejército del mundo.
Por otra parte, ningún español de la época del Quijote, entre 1605 y 1614, fue capaz de vislumbrar la decadencia de España como gran potencia militar. Cierto que se veían problemas, pero pensaron que tenían solución; a nadie se le ocurrió pensar que se había iniciado una decadencia a la que, en caso de no ponerle remedio, conduciría al colapso del Imperio. En realidad, cuando la decadencia realmente llegó a partir de la fatídica década de 1640, tampoco llegó el colapso, sólo llegó la pérdida de la hegemonía española en Europa a favor de Francia, pero en otros lugares se mantuvo y en América incluso se expandiría aún por el suroeste de los Estados Unidos hasta la Alta California a lo largo del siglo XVIII. Por eso la analogía de Maeztu y de tantos otros de un don Quijote fracasado con una España imperial totalmente hundida sólo hubiera sido válida si la gran novela se hubiera escrito en el siglo XIX, tras perder casi todo su Imperio. Y en el caso de Bueno la analogía sería más verosímil si el Quijote se hubiese escrito en torno a 1640 o años subsiguientes.
Pero en los años en que se escribió no había indicios inequívocos de decadencia o de crisis profunda en el orden político-militar que pudieran conducir al desmoronamiento del Imperio. España seguía ganando en el campo de batalla y además en el momento en que se escribe la segunda parte del Quijote, que contiene más referencias a la política real del presente inmediato, y muy enjundiosas, que la primera, estaba en paz con sus tres principales enemigos, Francia, Holanda e Inglaterra. En cualquier caso, Cervantes, a juzgar por lo que se trasluce en su magna obra, no detectó esos indicios de decaimiento del Imperio español como potencia militar, por lo que es muy poco verosímil que de sus manos saliese una alegoría política de un Imperio que amenazaba ruina, si no se ponía remedio. Pues la alegoría requiere que se tenga una conciencia clara de que este proceso ha empezado, para así poder coordinar en la novela a la figura de don Quijote y sus hechos con la España imperial y sus correspondientes hechos. Pues de otro modo, ¿vamos a suponer que Cervantes, independientemente de su conciencia o de sus intenciones y de la visión que manifiesta tener de su tiempo, construyó una obra en que encaja lo uno con lo otro de una forma casual? Pero ni tenía Cervantes conciencia de lo uno ni cuadra lo uno con lo otro.
En cuanto a lo primero, afirmamos rotundamente que en el Quijote, de donde no está ausente el Imperio exterior al recinto peninsular de España, como sostiene Bueno, no sólo no hay ningún indicio de la decadencia del Imperio, sino que aparece éste reflejado en su fase de apogeo. No hay mención alguna al desastre de la Invencible ni a ningún otro hecho histórico que amengüe la realidad del Imperio. En cambio, a través de la historia del cautivo, la del capitán Ruy Pérez de Viedma, soldado de los tercios que, como Cervantes, ha combatido contra los turcos en Lepanto y contra los moros berberiscos en el norte de África, se ilustra perfectamente la proyección del Imperio español hacia Italia, el Mediterráneo y el continente africano; se exalta en esta misma historia el acontecimiento que lleva al Imperio a su cenit, la victoria de Lepanto, como una felicísima y dichosa jornada para la cristiandad y, en el prólogo a la segunda parte, como la más alta ocasión que vieron los siglos.
Las posesiones y ciudades más emblemáticas de los dominios españoles en Italia, como el reino de Nápoles y Sicilia, y el Milanesado, junto con sus respectivas capitales, están presentes en la novela. Nápoles es recordada además en el contexto de los planes y contiendas imperiales de España varias veces. El capitán Pérez de Viedma nos informa que por el golfo de Nápoles pasó la armada española bajo el mando de Juan de Austria para unirse a la de Venecia en las vísperas de la batalla de Lepanto (I, 39); en la novelita del Curioso impertinente se nos remite a los comienzos de la incorporación del reino de Nápoles al Imperio español, cuando este territorio era escenario de los enfrentamientos entre Francia y España por su dominio: Lotario, uno de los personajes principales del relato, muere en una de las batallas libradas por el Gran Capitán contra los franceses y en la que se alzó con la victoria (I, 35). Al comienzo de la segunda parte (II, 1), por las conversaciones entre don Quijote, el cura y el barbero nos enteramos de que el rey Felipe III ha ordenado proveer las costas del reino de Nápoles y de Sicilia (y las de Malta), lo que no es de extrañar dado que éste constituía una pieza clave en la estrategia defensiva del Imperio en el Mediterráneo para contener el poder otomano y las incursiones de las naves de piratas berberiscos. La ciudad de Nápoles aparece también como lugar de destino de los españoles involucrados en el mantenimiento del reino como parte de España; así doña Guiomar y dos capitanes de los tercios, apresados por el bandolero Roque Guinart y enseguida liberados, se dirigen a Barcelona para embarcarse rumbo a la ciudad italiana, al parecer muy querida por el propio Cervantes (II, 60).
En cuanto a Milán, capital del ducado del mismo nombre, la otra gran baza de la política imperial española en Italia, aunque con menos espacio, es evocada por el cautivo como una parte de los dominios españoles, al relatarnos que allí se pertrechó de armas (las de Milán tenían fama por su calidad) con el fin de alistarse como soldado de los tercios en el Piamonte (I, 39). Aunque con menos referencias, quizás a causa de que Cervantes no tuvo contacto personal con esta región, tampoco falta la mención del Imperio en su proyección hacia el norte de Europa, hacia Flandes, pero la referencia no puede ser más jugosa, puesto que esta posesión nos la pinta Cervantes, con la voz del cautivo, como un lugar conflictivo, pero donde el Imperio impone el orden, incluso con extrema dureza. Flandes forma parte, en efecto, del itinerario vital de éste y como tal foco de conflictos es claramente evocado por él, pues nos cuenta que, recién enrolado como soldado, subió a este país en 1567 desde el Milanesado acompañando al duque de Alba, enviado allí para reprimir una rebelión. El cautivo combatió contra los rebeldes calvinistas al servicio del duque y asistió a la ejecución, ordenada por éste, de los condes de Egmont y Horne en 1568, acusados de rebeldía a España. En Flandes permaneció Pérez de Viedma hasta 1571, alcanzó el grado de alférez y de nuevo regresó a Italia. Sin embargo, cuando Cervantes se refiere al Flandes del presente inmediato, el de 1614, y no al de hacía ya casi medio siglo, el país ya no aparece como un lugar problemático para el Imperio, sino como refugio de algunos españoles, como el mozo que burló a la hija de doña Rodríguez, que huyó hasta allí, no por no casarse con ella sino por no tener por suegra a doña Rodríguez (II, 54).
En cuanto a América, no sólo no falta la dimensión americana del Imperio español, sino que Cervantes ha sabido retratar magistralmente los principales aspectos de lo que el nuevo continente representaba para España. Primero de todo, destaquemos que este nuevo continente aparece nombrado la mayoría de las veces como las Indias, pero asimismo se le nombra como Nuevo Mundo (II, 8) y América (II, 48). Pero lo más importante es que Cervantes ha sabido recoger las facetas más relevantes de la dimensión americana para los españoles del presente histórico del Quijote, que se pueden resumir en tres: el Nuevo Mundo como tierra de conquista o de expansión de España; el Nuevo Mundo como un territorio que, luego de conquistado o incorporado al Imperio, hay que organizar políticamente; y finalmente, se nos describe como una nueva tierra de promisión, que ofrece toda suerte de oportunidades económicas a los españoles que deseen establecerse allí, con las consiguientes repercusiones sobre los que se quedan acá, y como una gran fuente de riqueza minera. En cuanto a lo primero, al referirse a la conquista, Cervantes, por la boca de don Quijote, elogia las hazañas españolas en América, simbolizadas por la figura de Hernán Cortés: «los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo» (II, 8, 605). En la biblioteca de don Quijote se encuentra La Araucana, que Cervantes estimaba como una de las mejores obras en lengua española del género del poema épico culto, y quizá a ello no sea ajeno su interés por la materia tratada, la conquista de Chile. Digamos de paso que estos dos hechos –junto a otros como el confesado orgullo de Cervantes por su participación en la batalla de Lepanto o la apología de las intervenciones imperiales de España que refleja la historia del cautivo– deberían ser un freno para quienes, como Unamuno, pretenden ver en el Quijote una crítica al pasado imperial de España, del que, por el contrario, Cervantes se sentía orgulloso, o para quienes, como Ortega, perciben en la magna novela una censura del exceso de valor de los españoles, de su frenética voluntad de aventuras y hazañas, que nos habrían llevado al fracaso como pueblo.
En cuanto a lo segundo, en dos episodios se glosa el caso de los españoles que pasaban a las Indias para desempeñar un cargo en la administración del Imperio, consiguiendo así lo que el propio Cervantes había soñado infructuosamente. Así, la señora vizcaína, cuyo escudero se enfrentará a don Quijote, viaja en coche a Sevilla, donde su marido la espera para embarcarse con rumbo a las Indias, ya que lo han designado para «un muy honroso cargo (I, 8); y Juan Pérez de Viedma, el hermano mediano del cautivo, se marcha a las Indias en calidad de oidor o magistrado en la Audiencia de México (I, 42).
En cuanto a la imagen de América como manantial de riqueza y tierra de promisión donde hacer fortuna, varias son las referencias. Por boca de don Quijote, las ricas minas de plata de Potosí aparecen como un símbolo de riqueza, como un tesoro (II, 71), del que Cervantes tenía que saber que constituía una pieza fundamental en la financiación de las empresas del Imperio, pues hasta los mismísimos grandes representantes políticos del mismo, Carlos V y Felipe II, así lo habían reconocido en la divisa del escudo de la villa imperial de Potosí, en la cual la otorgada por Felipe II rezaba así: «Para el poderoso Emperador, para el sabio Rey este excelso monte de plata conquistará el mundo entero». Y como foco de atracción de españoles en busca de mejores oportunidades económicas, la historia del menor de los hermanos Pérez de Viedma constituye la más cabal ilustración: se marchó siendo muy joven a las Indias para labrarse su fortuna y lo logró en el Perú (I, 42), lo que le permitió enviar remesas de dinero a España para su padre y para costear la carrera de Leyes de su hermano Juan en Salamanca, quien precisamente gracias a la ayuda de su hermano podrá pasar también, como hemos visto, a las Indias, no como un emprendedor buscador de fortuna, sino para ocupar una cargo importante como magistrado. Asimismo el cura nos habla de un pariente suyo enriquecido en las Indias y que envía dinero a su familia (I, 29).
Así, pues, lejos de ignorarlo, en el Quijote se nos dice, si no mucho, al menos bastante, como acabamos de ver, del Imperio exterior al territorio peninsular, de América, de Europa (en particular de la zona que más quebraderos de cabeza daba a España, Flandes) del norte de África (lo mismo de plazas fuertes bajo dominio español, como Orán, que de territorios en posesión de enemigos de España, como Argel o Túnez) y de Asia en cuanto asiento del Imperio turco y en relación con la amenaza de su expansionismo por el Mediterráneo; tampoco falta la mención a la capital, Constantinopla, emblema del poder otomano, donde se asienta la escuadra turca que toma la Goleta y lugar de reclusión de cautivos españoles, como Pérez de Viedma; ni a uno de los grandes sultanes del Imperio otomano, el Gran Turco Selim II. Incluso no falta una alusión, aunque en el contexto fantástico de la aventura de los rebaños, a la más importante posesión del Imperio español en Asia, las islas Filipinas, en concreto a Nueva Vizcaya, provincia de la isla de Luzón, donde don Quijote sitúa el reino del imaginario príncipe Timonel de Carcajona.
Asimismo se citan, aunque este dato es intrascendente comparado con todo lo anterior, las islas adyacentes, no las lejanas como las Canarias, sino las islas Baleares, que Cervantes llama islas de Mallorca (I, 41), y específicamente la principal de ellas, Mallorca, como destino de los cautivos españoles que huyen de Argel y refugio desde donde se organiza la evasión de antiguos camaradas de cautiverio (I, 40). Pero lo más importante de todo este fresco que del Imperio español nos ofrece Cervantes, y no de forma alegórica sino directa, es la de un Imperio poderoso, que tiene a raya a sus enemigos, como los turcos, y que controla con firmeza la situación donde hay conflictos, como en Flandes.
Otros tradicionales enemigos como los ingleses o los franceses no se citan como tales, aunque hay menciones a Inglaterra y a Francia. En el primer caso, quizá la explicación resida en que Inglaterra, aun a pesar de la derrota de la Invencible (pero a la que a su vez España venció después de esto varias veces, en 1589 y 1595), era todavía una potencia de segundo orden en comparación con Turquía, Francia o España. En el caso de Francia, la explicación puede estar en que, dada la superioridad militar demostrada por España frente a ella hasta entonces, a la que había derrotado repetidamente a lo largo de todo el siglo XVI, quizás Cervantes, confiado en esto, no percibía el peligro de Francia y de ahí su escaso interés por ella como rival de España.
Sea de ello lo que sea y esté equivocado o no en el cuadro más bien amable que nos pinta del Imperio español y de su situación en el marco de su tiempo, lo que importa es que el ilustre escritor no sólo no nos da pista alguna de un Imperio en apuros o de desfallecimiento, sino que, bien al contrario, nos transmite la idea de un Imperio que está en su sitio, incluso en su fase de apogeo, como si Cervantes estuviese apegado a la imagen de lo que era el poderío español en los tiempos de Lepanto. Por tanto, si no se menciona hecho alguno que disminuya la realidad del Imperio, cuyos problemas no parecen ir más allá de lo ordinario, no tiene mucho sentido interpretar el Quijote como una alegoría de una España en crisis profunda, una crisis que Cervantes no vio por ningún lado.
Y de todos modos, aunque la situación de la nación fuese entonces la de una crisis tan profunda, la analogía entre don Quijote y España como base del simbolismo alegórico tampoco se mantiene. Si en el caso de Maeztu hay una semejanza proporcionada entre un don Quijote derrotado y fracasado con una España imperial igualmente derrotada y agotada, pero al precio de que eso no se corresponde con la realidad histórica del presente cercano del Quijote, en el caso de Bueno lo que se dice del segundo término de la analogía se parece más a la realidad histórica del momento, pero al precio ahora de que se anula toda semejanza entre los dos términos, don Quijote y España. Pues, aun cuando España hubiese iniciado por entonces su decadencia, era todavía la máxima potencia mundial, mientras que don Quijote es sólo un hidalgo (ni siquiera un caballero, salvo en su fantasía) viejo, débil, enfermo y sin ningún pasado ni presente heroicos que den sustancia a su ser. Habría posibilidad de poner en marcha el simbolismo alegórico si don Quijote fuese un verdadero caballero andante, que habiendo llegado a la cúspide de su carrera de armas, repleta de hazañas heroicas, iniciase, como la España imperial, su declive. Pero no hay nada de esto. El Imperio español, aun en el inicio de su declive, disponía de unos recursos de poder, en la escala de su tiempo, inmensos, superiores a los de cualquier otra potencia: el tesoro de la plata americana, que garantizaba el apoyo de la banca, una administración eficaz, una excelente diplomacia, un buen servicio de información y espionaje y, coronándolo todo, una potente fuerza militar, representada sobre todo por un formidable ejército, (cuyo núcleo eran los famosos tercios españoles), que conservaba su prestigio e infundía temor a todos sus enemigos, y una armada importante, capaz de defender las posesiones del Imperio y de mantener las comunicaciones entre sus territorios más alejados y la metrópoli y entre ellos mismos, aunque menos poderosa quizás que el ejército en el reinado de Felipe III.
En cambio, don Quijote no es nada, tan sólo un pobre loco cuyos proyectos son utópicos e irrisorios. ¿Qué analogía puede haber entre los extravagantes proyectos del hidalgo, como el de restaurar la caballería andante literaria, y el Imperio español? Mientras don Quijote sueña, ya desde el primer capítulo, con ser coronado emperador de imperios imaginarios, como el de Trapisonda, España, en cambio, logra construir realmente un Imperio, el más poderoso del mundo durante siglo y medio, el único pentacontinental de la historia (ni Francia, ni Gran Bretaña ni Holanda ni Portugal han tenido un imperio europeo) y el más duradero de la época moderna, en comparación con el cual las fantasías imperiales de don Quijote palidecen y quedan en ridículo. Don Quijote quiso realizar muchas empresas y no tenía poder para realizar ninguna. En cambio, España realizó una lista impresionante de proyectos y estaba en condiciones de realizar muchos otros, incluso después de iniciado el declive. El Imperio español podía haber empezado su decadencia, pero aun así era un Imperio real; en cambio, carece de sentido hablar de la decadencia de don Quijote, pues nunca tuvo un momento de auge. Es desde el principio un fracasado y alguien que es así no puede ser símbolo alegórico de España, pues sería tanto como falsificar y menospreciar la realidad histórica de la España imperial. Por seguir la analogía con personajes literarios caballerescos, lo que era la España de 1605 a 1614 –en el supuesto de que nos situemos en la hipótesis de su declinación– se parecería más a un Amadís de Gaula, que concluido su ciclo de hazañas heroicas, lo viésemos en el inicio de su declive como héroe, realizando hechos menores, abandonando ciertas empresas por no poder culminarlas y siendo derrotado en algunas de ellas.
El Quijote no traza un cuadro abstracto e intemporal de España
Pasemos ahora a la tesis del mensaje revulsivo, pero antes de hacerlo, debemos decir algo sobre la idea de que el Quijote nos ofrece un cuadro abstracto, intemporal, de la sociedad española, asimismo abstracta e intemporal –que nos recuerda mucho, por cierto, a esa sociedad caballeresca y agropastoril que, como proyecto, atribuye Maravall a don Quijote–, una sociedad que aparece como sociedad civil, de la cual forman parte, afirma Bueno, incluso caballeros armados arcaicos, y no como sociedad política, que, como mucho, queda desdibujada en el trasfondo.
Bien, los datos sacados de la obra que hemos ofrecido sobre la imagen que del Imperio español se nos transmite, deberían bastar para impugnar esta idea. Pero queremos añadir algo más. Es cierto que no siempre España como sociedad política aparece en primer plano, ni tiene por qué, pero hay episodios en que sí lo está. Por ejemplo, en la primera parte, en la aventura de los galeotes, en la que tanto éstos como los guardias encargados de conducir a los delincuentes, bien armados con escopetas, espadas y dardos, remiten a la sociedad política, cuyos jueces en nombre del rey los han condenado y a cuyo monarca tienen que servir en las galeras de la armada real, pues los galeotes, como dice Sancho, son gente del rey. Y a partir de aquí hasta casi el final de la primera parte los cuadrilleros de la Santa Hermandad, la policía rural de la época, van a estar presentes en primer plano en busca y captura de don Quijote por haber soltado a los presos, lo que también se inserta en el contexto de la sociedad política española.
En la segunda parte, la presencia en primer plano de España como sociedad política es de la mayor importancia. Pongamos tres ejemplos como botón de muestra. El primero de ellos es el relativo al decreto de Felipe III de expulsión de los moriscos y al encargado de su ejecución, el conde de Salazar, Bernardino de Velasco, asunto que es ampliamente comentado, por dos veces, primero en el diálogo entre Sancho y el morisco Ricote (II, 54) y más adelante, cuando, al relatar la hija de éste, Ana Félix, su dramática historia, de nuevo Ricote toma la palabra (II, 63 y 65). El segundo ejemplo es el del bandolerismo, el principal problema del gobierno en la Cataluña de comienzos del XVII, un problema a la vez social y político que dividió a la sociedad catalana en dos facciones, los niarros (lechones) y los cadells (cachorros), problema que Cervantes recrea a través de la historia del forajido Roque Guinard (II, 60), miembro de la primera facción; no falta tampoco la mención a la feroz represión por parte de las autoridades del Principado a las no menos feroces partidas de bandoleros: nada más entrar en la provincia de Barcelona lo primero con que se encuentra la pareja inmortal es con un grupo de veinte o treinta de ellos ahorcados por la justicia.
El tercer ejemplo corresponde a la aventura de las galeras, en la cual vemos en acción a la flota española en Barcelona, bajo el mando de un general y con la presencia del virrey, ante una posible incursión de una nave turca o berberisca, que es capturada y conducida a puerto.
En cuanto a la referencia a los caballeros armados como parte de la sociedad civil de la época, esto era ya algo anacrónico en la España cervantina. Por eso la reacción de muchos personajes al ver a don Quijote disfrazado de caballero armado no podía ser, como nos dice el narrador, sino de estupor y de risa, así como una primera indicación de que no debía estar bien de los cabales. Los cuadrilleros de la Santa Hermandad, que ejercían una función en el mundo rural muy semejante a la ejercida en otro tiempo por los caballeros andantes, vestían de muy otro modo. Además, la figura del caballero armado, tal como el caballero andante que don Quijote pretende ser, nos remite a la sociedad política, no a la sociedad civil, pues su cometido era a la vez parecido, como acabamos de señalar, al de un policía rural, con funciones judiciales incluidas, y al de un militar. Y cuando ha concluido exitosamente su carrera de armas, pasa a desempeñar un papel político como gobernante.
La figura del caballero andante tiene tales componentes policiales, militares y políticos que por eso no es de extrañar que el Quijote, sin ser una novela política en sentido estricto (éste no es su tema central), sin embargo, contenga una relevante dimensión política, pues al colocar como protagonista a un caballero andante, si bien en forma paródica, Cervantes se veía obligado, incluso arrastrado, a tratar de hechos de armas y de política. Aunque de forma fantástica y burlesca, en la novela se recrea esta clase de hechos, desafíos, combates, guerras, y dado que la acción transcurre en el presente, no es de sorprender que, teniendo en cuanta la faceta político-militar del caballero andante, se involucre en cuestiones políticas, bien sea en forma reflexiva, como en el discurso sobre la armas y las letras o cuando diserta sobre las razones del uso legítimo de las armas; o bien en participación directa sobre cuestiones de la más inmediata política española del momento, como la preocupación por la defensa exterior del Imperio español en Italia frente a la amenaza del Imperio turco, problema que incluso, a su manera delirante, don Quijote sugiere al rey Felipe II que se puede resolver enviando media docena de caballeros andantes, entre los cuales naturalmente se incluye a sí mismo. En suma, como bien se ve con estas pinceladas, el cuadro que en el Quijote se nos traza no es nada abstracto e intemporal, ni la sociedad política española está ausente o difuminada en el trasfondo, sino que el cuadro es concreto e histórico, muy apegado a la realidad del presente inmediato de ésta, sin por ello ser una crónica.
El Quijote no contiene una lección revulsiva
En cuanto a la tesis del mensaje revulsivo, realmente ingenioso, a nuestro juicio, no se sostiene en pie. Es retorcido y a la vez innecesario, por obvio para los españoles de la época. Es retorcido, porque Bueno se ve obligado a extraerlo de forma indirecta, pues de forma directa está bien claro que el mensaje que Cervantes se empeña en transmitir es que los libros de caballerías son abominables y que hay que imitar el ejemplo de los héroes de veras y no de los héroes ficticios, tal como los fabulosos protagonistas de la literatura caballeresca. Según esta lectura indirecta, apagógica, lo que Cervantes, premeditada o impremeditadamente, habría buscado es mostrarnos que, dado que el uso de las armas blancas, como la espada y la lanza, por parte de caballeros que actúan en solitario, como don Quijote, conduce al fracaso, sería recomendable combatir en grupo, ordenados en compañías y con armas de fuego. ¿No es esto un mensaje esotérico? El propio Bueno alimenta expresamente esta idea de un mensaje oculto, al referirse al «peculiar modo críptico de hablar» de don Quijote.
A. Crítica de la tesis de la moraleja revulsiva contrastándola con el criterio interno relativo a los dichos y hechos de Don Quijote
Ahora bien, no sólo Cervantes no vislumbra una lección de ese tenor en el capítulo final o el carácter alegórico de la novela que está a punto de rematar, sino que nada menos que por siete veces nos repite machaconamente que hay que aborrecer los libros de caballerías, de las cuales en cinco de ellas es el propio protagonista el portavoz de la moraleja final y la última vez, por si no estuviera claro, como colofón que cierra el libro, el propio Cervantes, el cual por cierto, cuando quería, sabía muy bien emplear el alegorismo, incluso en el propio Quijote, donde, como ya señalamos en El Catoblepas del mes de Junio del año pasado, en las bodas de Camacho se representa una alegoría sobre el Amor y el Interés, o en su obra de teatro, El cerco de Numancia, en que España, la Guerra, el Duero y la Fama se nos muestran en personificaciones simbólicas. Y en cuanto a don Quijote, cuerdo ya como Alonso Quijano, amén de lamentarse, arrepentido de su pasado quijotesco, de haber leído los detestables libros de caballerías, confiesa su pesar de no poder compensar ya este mal, pues es consciente de que está a punto de morir, con la lectura de libros de edificación religiosa. Tal sería su plan para el inmediato futuro, si dispusiera de él; nada, pues, más alejado de la moraleja revulsiva de Bueno.
Pero no sólo el capítulo final no cuadra con esta moraleja revulsiva; hay muchos hechos que tampoco casan con ella y cuyo sentido habría que retorcer demasiado para hacerlos encajar, habiendo una explicación más sencilla disponible. Mencionemos algunos de ellos. En primer lugar, están los varios pasajes (I, 13; II, 6, 17 y 18) en los que don Quijote censura a los caballeros cortesanos por no seguir el modelo de vida de los caballeros andantes, como la suya propia. ¿No sería retorcido entender que cuando don Quijote se dirige a los nobles cortesanos incitándoles a que se transformen en caballeros andantes lo que, en realidad, está haciendo de una forma indirecta es incitarles a que sean modernos profesionales de la guerra, soldados de un ejército regular dotados de armas de fuego?
Veamos ahora un caso muy interesante que nos muestra que el mensaje revulsivo de Bueno sería además innecesario, pues cuando se trata de situaciones graves que requieren el uso de fuerzas militares los españoles del escenario literario del Quijote sabían elegir. Un banco de pruebas excelente es el caso de la aventura de las galeras antes citada y que ahora comentamos desde una perspectiva distinta. La situación real es que desde la atalaya de Montjüich se divisa lo que puede ser un bergantín berberisco, que luego resulta ser un bajel, y hay que actuar. La flota de cuatro galeras recibe el aviso y de las alternativas de acción al alcance, encomendar la intervención a don Quijote que va en una de las galeras y la otra que la ejecuten los profesionales de la guerra en el mar, naturalmente que la seguida es ésta última. Pero, de acuerdo con la lógica del mensaje revulsivo obtenido por vía apagógica, Cervantes debería haber permitido que intervenga primero don Quijote con sus anacrónicas armas para que se estrelle y así los personajes que le rodean y los lectores aprendan apagógicamente que, puesto que los métodos militares del hidalgo conducen a la derrota, vale la pena probar con armas más modernas y eficaces. Pero es esto último justo lo que hace el general de la flota desde el principio, sin contar para nada con Quijote, que se asusta cuando oye el ruido de una de las velas al caer y que, mientras dura la operación, queda relegado. En cambio, vista como aventura paródica, todas las piezas encajan: don Quijote, como personaje que aspira a ser como uno de los caballeros andantes literarios de sus lecturas queda ridiculizado ante una situación real, que no es el fruto, como en otras ocasiones, de su fantasía o del engaño de otros.
Otro caso interesante inexplicable desde la perspectiva de la moraleja revulsiva es el del rescate de don Gaspar Gregorio, el enamorado de Ana Félix, que se ha quedado en Berbería. Hay nuevamente dos alternativas disponibles ante una situación real: una misión individual realizada por un renegado español, que vuelve a la fe cristiana, que tiene experiencia y al que las autoridades consideran competente para realizarla con el apoyo de una pequeña nave o bien una misión individual realizada por alguien que todos los que le rodean saben que está loco y que no es, en modo alguno, competente. Nuevamente, Cervantes descarta la segunda alternativa, sin permitir que los demás personajes y los futuros lectores tengan la ocasión de aprender un mensaje revulsivo por vía apagógica; el virrey y demás autoridades encargan la misión al renegado, que la culminará exitosamente. Esta aventura de don Quijote, en la que de nuevo queda marginado ante una situación real, es hasta tal punto paródica, que hasta su propio escudero desconfía de su amo, inspirándole más confianza el renegado para ejecutar la misión. La irrisoria razón que esgrime el hidalgo para que lo designen a él para cumplirla no puede retratarlo mejor: sería más conveniente que lo eligiesen a él, ya que «le sacaría a pesar de toda la morisma, como lo había hecho don Gaiferos a su esposa Melisendra» (II, 64, 1044).
Otro banco de pruebas del mayor interés con el que someter a examen la tesis del mensaje revulsivo concierne a los episodios de hechos de armas del Quijote, cuya interpretación para que encajen con esta tesis requiere mucha imaginación y una cierta dosis de arbitrariedad. Teniendo en cuenta que la tesis del mensaje revulsivo nos remite especialmente a la dimensión militar del Imperio español, pues la moraleja que con él se nos enseña es que las armas son condición necesaria para remontar la decadencia o desastre, cabría esperar una abundancia de aventuras bélicas en la novela, si es que el alegorismo de la obra tiene una base en que apoyarse. Sin embargo, sólo hay una aventura que tiene que ver con la guerra, aunque de forma imaginaria, la de los rebaños de ovejas, que don Quijote confunde con ejércitos a punto de entrar en combate. Pero la imagen del hidalgo alanceando ovejas como si fuesen mortales enemigos invalida el alegorismo militar de Bueno, que requiere que don Quijote se enfrente a enemigos superiores en armas como símbolo de una España que luchaba con armas arcaicas contra ejércitos bien provistos de armas de fuego, pues en este episodio el protagonista se enfrenta con superiores armas a sus indefensos enemigos ovejunos. Más pertinente sería interpretar, en el supuesto del alegorismo de la aventura, la acción del hidalgo alanceando ovejas, a la manera de Unamuno, como símbolo de la superioridad de las armas españolas frente a las de los indios americanos, pero esto invalida igualmente la idea de la moraleja revulsiva, ya que nos remite a un Imperio, no en decadencia, sino en expansión en América, y no a un imperio decadente enfrentado a sus temibles enemigos europeos o asiáticos.
Los demás hechos de armas relevantes de la novela consisten en duelos individuales entre supuestos caballeros o con animales, como la aventura de los leones. En cuanto a los primeros, hay que echarle mucha imaginación para ver en los burlescos duelos de don Quijote un símbolo del combate de España contra las naciones enemigas. Hay que empezar aparcando los ridículos motivos –de índole personal y en absoluto política- que conducen a don Quijote al duelo (en los más importantes, como los mantenidos con el caballero del Bosque o con el de la Blanca Luna, la causa es una pendencia de precedencia de hermosura, si la dama del uno o del otro es más bella), que difícilmente se pueden parangonar con las razones políticas del enfrentamiento entre España y las potencias adversarias. Hay que comenzar suponiendo también que los duelistas, que actúan individualmente, en nombre propio y no como representantes de naciones, simbolizan ejércitos.
Y aun así, si mantenemos un cierto rigor en su interpretación, la tesis del mensaje revulsivo sale malparada, la cual exige, para que salga a relucir de forma apagógica la moraleja, que don Quijote combata con peores armas contra sus rivales. Pero combate con ellos, ya sea contra Tosilos o contra el caballero del Bosque o contra el de la Blanca Luna, en condiciones de igualdad de armas y además con armas blancas. Y hay un caso en que incluso don Quijote combate con ventaja, que es en la pelea con el vizcaíno, en la que éste lo hace montado sobre una mula y utilizando como escudo una almohadilla. En cuanto al combate con el león, ¿cómo habría que interpretarlo? ¿Como una victoria de don Quijote-España o como una burla dirigida contra don Quijote-España por parte de un enemigo tan superior que ignora y aun desprecia a su rival, como hace el león? Ambas alternativas desafían la tesis de Bueno, la primera porque en ella se nos presenta a una España potente que supera a sus rivales y la segunda porque nos pinta una imagen de España absolutamente impotente y a unos enemigos todopoderosos, lo que contradice los supuestos de Bueno de un Imperio en decadencia, pero no en total bancarrota, y la realidad histórica, en la cual sus enemigos, lejos de ignorar o despreciar a España, tuvieron que emplearse a fondo, combatiendo con todas sus energías y con extrema dureza para derrotarla en territorio europeo.
B. Crítica de la tesis de la moraleja revulsiva contrastándola con el criterio externo de la realidad histórica de la época
Hasta aquí hemos sometido a examen crítico la concepción del Quijote, y en particular de su protagonista, como portador de un mensaje revulsivo contrastando éste con declaraciones de don Quijote (o del narrador) o con hechos ejecutados por él. Ahora vamos a abordar la crítica desde una perspectiva diferente: sometemos a examen la concepción del Quijote como agente convulsionante contrastándola con la realidad histórica de la época en que el libro se compuso e inmediatamente posterior. Recordemos que, de acuerdo con Bueno, don Quijote es un símbolo, no de las armas en general, sino de las armas blancas y que sus fracasos con éstas constituyen una apología de las armas de fuego con las que se abre la guerra moderna para superar la iniciada decadencia. De ahí la recomendación que don Quijote, por vía apagógica, estaría dirigiendo a los personajes de la novela y a los lectores españoles: sustituyamos los caballeros andantes por compañías o batallones, a los escuderos como Sancho por millares de labradores (millones, escribe Bueno, pero eso sin duda es una exageración: ni España ni ningún otro país europeo tenía capacidad en aquel tiempo para movilizar unos ejércitos tan numerosos) encuadrados en esos batallones, y las armas blancas por las de fuego.
Pero es que esto es precisamente lo que los españoles estaban haciendo en el campo de batalla, lo que harían después de la publicación de la novela y lo que venían haciendo desde hacía más de un siglo, desde el reinado de los reyes Católicos. Esto es lo que España había realizado como potencia emergente, como potencia en apogeo y lo que ejecutaría como potencia en declive. No vemos sentido alguno en buscar una sugerencia así, que obliga a retorcer la lectura del Quijote, para al final llegar a aprender una lección tan obvia, que tanto las elites políticas y militares como el español común conocían y que España tenía bien aprendida desde los tiempos del Gran Capitán, artífice de una revolución militar, luego continuada por otros, que conduciría a la creación del más potente ejército del mundo.
El mensaje que Bueno cree descubrir tendría sentido en el supuesto de una España tan decadente que combatiese con armas muy inferiores a las de las naciones enemigas. Pero justamente la situación de España no era ésa. Los responsables políticos y militares españoles no sólo encuadraban a hidalgos y labradores en compañías, sino que pusieron en marcha el mejor cuerpo de infantería de la época, base de los posteriores tercios, la más formidable máquina de guerra del siglo XVI y gran parte del XVII, sólo comparable a la falange macedónica y a la legión romana. Los tercios serían objeto a lo largo de estos dos siglos de sucesivas reformas para incrementar su eficacia y su capacidad operativa, tanto en su organización y funcionamiento como en el manejo de las armas.
En cuanto a éstas, no sólo combatían con armas de fuego, sino que los españoles fueron los pioneros en convertirlas en factor decisorio de la suerte de una guerra. Ya el Gran Capitán en sus victorias de Ceriñola y Garellano (1503) demostró la importancia táctica de las armas de fuego, siendo el primero en introducirlas como elemento más relevante en el campo de batalla; en la batalla de Bicoca (1522) el ejército español puso de manifiesto la superioridad de las armas de fuego individuales, en especial el arcabuz, pues los arcabuceros españoles destrozaron a las tropas suizas, que desde cien años atrás gozaban del prestigio de ser las mejores tropas de infantería de Europa; y en la de Pavía (1525) los arcabuceros fueron el factor decisivo de la victoria frente al ejército francés, al aniquilar a la vez a la caballería francesa, que estaba considerada la mejor de entonces y a los piqueros o lanceros suizos, la mejor infantería. Y de aquí en adelante, visto su éxito, la tendencia de las armas de fuego a imponerse resultó imparable, por lo que los contingentes de soldados de los tercios provistos de éstas fueron aumentando en detrimento de los piqueros, cuya participación fue disminuyendo.
Además, se implantaron nuevas armas de fuego más potentes que los arcabuces, como los mosquetes, arma que introdujo el duque de Alba en 1567 para aumentar la potencia de fuego de los tercios y así poder atacar al enemigo a mayor distancia, aunque el mosquete tenía el inconveniente de ser más pesado que el arcabuz; con el tiempo llegaría a haber tantos mosqueteros como arcabuceros en los tercios. A finales del siglo XVI, la supremacía de las armas de fuego en la infantería española era incontestable, de manera que más del sesenta por ciento del total de los soldados portaban arcabuces o mosquetes y el resto picas. Vale la pena señalar que este uso masivo de armas de fuego estaba respaldado por la excelente técnica de fabricación de los armeros españoles, hasta el punto de que llegaron a ser tan famosos los arcabuces y mosquetes salidos de sus manos, que los armeros extranjeros copiaban y falsificaban las marcas de fabricación españolas.
La artillería no iba a la zaga como arma de apoyo de las operaciones de infantería. Ya en la reorganización del ejército ordenada por Carlos V en 1534 se reconocía la importancia táctica de la artillería, al destinar a varios centenares de artilleros a ocuparse de los cañones. Los españoles hicieron uso importante de los cañones en el campo de batalla, como en la de Honnecourt (1635), en la que el mortífero fuego artillero desempeñó un papel crucial en la victoria de las tropas españolas. Es más, los españoles fueron los primeros en la historia en utilizar los morteros en sus asedios, lo que les permitió incendiar el interior de las fortalezas y desmoralizar a sus defensores. Como en el caso precedente, también aquí una clave de los éxitos de las tropas españolas de artillería residía en la adelantada técnica de fabricación de armas de fuego de esta clase, a su vez dependiente del excelente dominio por parte de los fabricantes españoles del fundido y templado de los metales.
Incluso cuando los tercios españoles fueron por vez primera derrotados, en Rocroi (1643), bastantes años después de la publicación del Quijote, ello no se debió a que combatiesen a la manera de don Quijote. España no fue en Rocroi un Quijote esperpéntico provisto de armas blancas herrumbrosas y vapuleado por ello por las muy superiores armas francesas. Los dos contrincantes combatían con las mismas armas, con abrumadora presencia de las de fuego por ambas partes. Las tropas españolas combatieron de igual a igual contra las francesas, estando las fuerzas de ambos ejércitos bastante equilibradas, incluso con una ligera superioridad de efectivos por parte española (25.000 soldados del lado español frente a 23.000 del francés). España no perdió la batalla por inferioridad militar o de las armas empleadas, sino por un fallo táctico de los generales al mando de las tropas, quienes en un momento crítico, por exceso de confianza, mantuvieron inmóvil a la infantería en vez de darle órdenes de avanzar en apoyo de los escuadrones de caballería, error que ya no fue posible enmendar. En todo caso, a pesar de la propaganda francesa, hay que decir que los franceses ganaron, pero no arrollaron, sino que quedaron maltrechos, y que esta derrota no fue militarmente decisiva para España, pues siguió combatiendo con eficacia en Flandes hasta el final del reinado de Carlos II y además Rocroi volvió a ser recuperada por España en1653, que conservó hasta la paz de los Pirineos en 1659.
Fueron necesarios veinticuatro años de guerras incesantes y en múltiples frentes, desde 1635, en que Francia declaró la guerra total a España, hasta la paz de los Pirineos de 1659, y la alianza de los franceses con los holandeses, ingleses, protestantes alemanes, suecos, etc., para doblegarla y perder la hegemonía política y militar en Europa a favor de Francia. Una nación que se defiende así no se pude decir que era, aun en la derrota, un Quijote armado de armas blancas frente a un enemigo provisto de armas de fuego. Si España a la postre cayó derrotada ante Francia y otras potencias enemigas, como Holanda, no se debió al sistema militar del Imperio en sí mismo, que era excelente, sino a la falta de capacidad demográfica y económica por parte de España y, sobre todo, de Castilla, que es en la que recaía el peso fundamental tanto de las levas de soldados como de la financiación de las empresas militares, para mantenerlo. Bien se podría decir que la demografía y economía españolas no estuvieron a la altura de sus tercios, de sus capitanes y soldados; Castilla por sí sola no podía seguir sosteniendo casi en solitario el esfuerzo bélico para mantener la hegemonía española en Europa y el fracaso del proyecto del conde-duque de Olivares de la «Unión de Armas», según el cual cada reino de la Monarquía española debía aportar su propio contingente a la defensa común, impidió resolver el problema de la escasez de hombres y de dinero.
Utilizando el simbolismo de Bueno, podríamos decir que no decayó el Imperio porque fallase el sistema militar, sino porque fallaron los Sanchos, como símbolo de la capacidad productiva de España y las Dulcineas como símbolo de la capacidad reproductiva. Pero sobre la demografía y la economía españolas el Quijote guarda silencio. Ni una referencia a la escasez de hombres, ni para sostener las actividades económicas, como sí se quejaron algunos arbitristas, o la guerra, ni una alusión a las dificultades financieras de la nación o sobre la pobreza, a la que sólo se alude indirectamente, como en el comentario de don Quijote sobre las condiciones de vida miserables de los estudiantes pobres o de los soldados viejos o heridos y lisiados, abandonados a su suerte cuando ya no pueden servir, o en el proyecto de Sancho de establecer un certificado de autenticidad de pobres; en el Quijote no hay hambrientos ni pobres miserables o harapientos, aunque sí hay pobres, como el mozo que va a la guerra o el propio Sancho. En estos dos aspectos, sí que podemos decir, a la manera de Bueno, que la novela es abstracta e intemporal, lo que desde la interpretación alegorista de Bueno, carece de explicación, pues si tan importantes son Sancho y Dulcinea como símbolos respectivamente de las actividades económicas y reproductivas de los españoles, ¿por qué se guarda silencio sobre ello? Pero la exégesis alegórica de Sancho y Dulcinea exige una desarrollo literario con referencias a la economía y a los problemas demográficos (escasez de hombres, despoblación, emigración a América, etc.), que no existe; con ello contrasta el hecho de que en la novela sí hay mucho material de orden bélico o relativo a las armas que permite alimentar la interpretación de don Quijote como un símbolo militar, aunque no, a nuestro juicio, como símbolo alegórico del sistema militar español, sino en su sentido literal en el contexto caballeresco. Desde la perspectiva hermenéutica de Bueno, carece de explicación, según nuestro parecer, la ausencia de datos sobre los problemas demográficos y económicos de la sociedad española coetánea.
En cambio, desde nuestra perspectiva hermenéutica del Quijote como novela cómica y paródica de los libros de caballerías, la explicación es bien simple: si en los libros objeto de parodia no había referencias a esa clase de cuestiones, sino que se limitaban a considerar como algo dado la existencia de una población encargada de las actividades económicas productivas, muy pocas veces visible en el escenario literario, Cervantes, aunque muy contrariamente lo llena de personajes de todo oficio, no estaba literariamente obligado a aludir a asuntos demográficos o económicos, pues el tratamiento paródico del material caballeresco no lo requería. Podría haberse referido a ellos, de todos modos, pero no lo hizo. Y eso que no le faltaron ocasiones para hacerlo. La presencia de pastores y cabreros fácilmente podría haber conducido a hacer alguna manifestación sobre los problemas de la ganadería; la no menos ubicua presencia de agricultores, empezando por Sancho, junto con los comentarios sobre la expulsión de los moriscos, podrían haber dado pie a tratar sobre las dificultades del campo y la escasez de mano de obra; el encuentro con los mercaderes podría haber ofrecido la oportunidad para conversar sobre el comercio; y el encuentro de la pareja inmortal con el mozo que va a la guerra no podría ofrecer ocasión más oportuna para hablar de las dificultades para enrolar mozos para el ejército o para reponer las bajas de las unidades militares por escasez de éstos, pero de lo que se habla es del espíritu y valores de la milicia (honra, patriotismo, defensa de la fe católica), así como de los apuros de los soldados viejos y minusválidos.
Conclusión
Para concluir, digamos que el Quijote no es una alegoría política acerca de España, ni constructiva ni revulsiva. Y, sin embargo, España, no sólo como sociedad civil, sino como sociedad política está presente en la novela, pero no como referente alegórico de ésta, sino como referente directo. En efecto, el Quijote es un espejo de España, pero no un espejo alegórico, sino un espejo inmediato, que de forma manifiesta y diáfana, refleja una España unida en la que conviven personajes de todas las regiones y por la que se puede viajar desde el reino de Castilla al de Aragón sin solución de continuidad e incluso internarse por Cataluña sin que la pareja inmortal tenga que hacer frente a barreras idiomáticas: cuando los bandidos catalanes se encuentran con don Quijote y Sancho, al desconocer su origen, inicialmente se dirigen a ellos en lengua catalana, pero después toda la conversación se hará en lengua española y lo mismo sucederá durante su estancia en Barcelona, lo que además revela que, ya en aquella época, círculos sociales muy amplios en Cataluña hablaban, mejor o peor, en español.
Se refleja asimismo en el espejo la dimensión imperial de España, especialmente la proyección mediterránea del Imperio junto con la amenaza turca y berberisca, pero sin ignorar su proyección americana, cuyas líneas esenciales tienen fiel registro en la novela. Ahora bien, si la gran obra cervantina es un reflejo directo de la realidad imperial de España, y no en clave alegórica, como escenario de las andanzas del hidalgo y el escudero, carece de sentido hablar de un mensaje político de la novela, ya sea constructivo o destructivo. Esto no quiere decir que carezca de mensaje, sino que éste es de muy otra índole: que hay que abominar los fingidos y disparatados libros de caballerías y amar los verosímiles y realistas libros, como el Quijote. Tal es el mensaje de la novela, a la vez destructivo en un sentido y constructivo en otro.