Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 83 • enero 2009 • página 21
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Hace ya cinco años, publicaba Gustavo Bueno su libro El mito de la Izquierda. Una obra que, para sorpresa de algunos de suyo totalmente enredados en las mallas características de la falsa conciencia asociada al mismo mito que Bueno estaba procurando desactivar por entonces, se ofrecían las claves necesarias y suficientes para descomponer, esto es, destejer, analizar, desde el materialismo, la mitología confusionaria y metafísica –en el fondo sustancialista– de la «unidad de la izquierda» y de la «izquierda unida». Y no se trataba tanto, adviértase, de que Bueno arremetiese en aquella obra contra la izquierda (por ejemplo: desde las posiciones propias de la derecha de toda la vida hacia las que el filósofo español, por hipótesis, hubiese podido «girar» al calor de la segunda legislatura del Partido Popular tal y como algunos hermeneutas particularmente despistados de la obra de Bueno interpretaron el asunto desde un sectarismo francamente repugnante) puesto que lo que el autor de los Ensayos Materialistas estaba en realidad haciendo notar con toda contundencia es que sencillamente tal izquierda no existía a la manera de una substancia agazapada, metaméricamente, por encima o por debajo (sub-stare) de los fenómenos de donde, nótese, tal «arremetida» contra ella ni siquiera tendría sentido alguno, al menos cuando procuramos mantenernos fuera de las premisas míticas de referencia. En este sentido, en efecto, precisamente tras la puesta a punto de tal crítica nadie podría, alegremente, declararse sin más «de izquierdas» (o acaso ejercitando, por así decir, el rien ne va plus de la metafísica, «de la izquierda») o, todavía menos, pretender ejecutar con sentido «un giro a la izquierda», sin ofrecer antes los parámetros precisos, políticamente definidos, que justificasen semejante confesión de fe puesto que, en efecto, al margen de tales parámetros políticos, dicha «declaración» no sería, ella misma, mucho más que un gesto vacío y ello por mucha solemnidad que tal vacuidad pudiese ciertamente afectar.
Pues bien, en esta misma dirección, y prolongando el ejercicio triturador propio de la filosofía académica materialista, el último libro de Gustavo Bueno, no por nada titulado justamente El mito de la Derecha, nos pone delante, por así decir, del compañero hipostático del mito de la izquierda. Y es que, si ciertamente decirse de «izquierdas» no es, fuera de la metafísica, decir nada (entiéndase: nada definido) al menos si no se procede inmediatamente a aclarar los parámetros de la función izquierda utilizada (con lo que, propiamente, sería necesario aclarar, para empezar, a qué genero de la izquierda definida se está uno refiriendo), entonces, la cuestión que ahora comienza a dibujarse en el horizonte es ante todo la siguiente: ¿tendrá mucho más sentido «auto-calificarse» o bien –y acaso sobre todo– «(des)calificar» a los demás como «de derechas»?, o de otro modo, ¿qué puede significar semejante rúbrica cuando se ha desactivado, críticamente, toda interpretación hipostática posible de la dualidad de referencia? Si no hemos leído mal la obra que nos ocupa, esta es justamente la pregunta que moviliza el análisis de Bueno en su último libro.
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Sea como sea, el libro objeto de la presente recensión representa una ejecución modélica del método canónico de la filosofía académica de tradición platónica. En este sentido, el lector que se acerque a sus páginas se encontrará, para empezar, con el ejercicio mismo de una crítica regresiva implacable cumplimentada sobre el plano fenoménico, una masa fenoménica a la que conviene el rótulo de «campo fenoménico de la derecha» y que aparece, tal y como el autor se ocupa de poner de manifiesto desde la introducción de la obra, notablemente «embrollada» por efecto de la aplicación indiscriminada a la distinción entre la derecha y la izquierda política de una escala de análisis deudataria de la lógica porfiriana. Y es que, ciertamente, cuando nos mantenemos enclaustrados entre los límites de la maquinaria predicamental distributiva que es característica de los géneros porfirianos, será muy difícil, por no decir imposible, rebasar el «embrollo de la derecha» resultante de suyo de pretender definir tal «especie» mediante la acumulación sucesiva de «predicamentos» suyos supuestamente diferenciales frente a la especie «izquierda».
¿Podrá –se trata nada más que de un ejemplo– definirse por caso la «derecha» por el atributo del «conservadurismo»? No, puesto que en rigor tal atributo es él mismo muy genérico e incluso, en ocasiones, dibujado más bien en un plano psicológico e incluso etológico más que formalmente político, &c. (véanse al respecto los comentarios de Bueno sobre los experimentos de Koshima con la macaco «progresista», págs. 104-105), y en todo caso enteramente abstracto de suerte que pide siempre la referencia a los contenidos precisos que se trata de «conservar» puesto entre otras cosas, que no tendría sentido aplicar tal rótulo sobre todo contenido posible (en ese sentido, en efecto, todos, al menos fuera del nihilismo radical, seríamos conservadores) con lo que, semejante predicado, sin perjuicio de que pueda, en efecto, ser asignado a la «derecha», sólo resultará exclusivo de ella a la manera de una «diferencia específica» que recortase el género próximo, cuando, a su vez, se de por supuesto que los contenidos políticos a «conservar» son, ellos mismos, característicamente «derechistas» puesto que, cuando presuponemos dado un orden político «de izquierdas» (por ejemplo republicano, en lugar de monárquico, &c.), también la izquierda (por caso: la izquierda republicana) aparecerá, inexcusablemente, como «conservadora» respecto de ese orden. No es, en suma, que la «derecha» se defina por el «conservadurismo» puesto que, todo lo más, el «conservadurismo» respecto de ciertos contenidos, frente a otros, podrá, en algunas ocasiones, pero no en otras, calificarse como «derechista».
Por razones muy parecidas, tampoco cabrá, según Gustavo Bueno, definir a la «izquierda», frente a la «derecha», por el progresismo (salvo que, pidiendo el principio, entendamos que el verdadero progreso –por ejemplo el progreso global– a su vez se define por ser de izquierdas) y ni siquiera por el socialismo (fuera, eso sí, del «secuestro ideológico» que ha venido sufriendo tal concepto genérico a manos de algunas de sus especies) que, propiamente, no se opondría en cuanto tal tanto al «capitalismo» cuanto al «individualismo» absoluto o incluso al «solipsismo», &c., como doctrinas que, al límite, vendrían a moverse, desde la perspectiva del materialismo, en el dominio de las apariencias. Y, todavía menos, añadiremos, podrá admitirse que resulte hacedero delimitar el concepto de «izquierdas» frente a la «derecha» en virtud de la defensa bioética del aborto o de la eutanasia, puesto que si tales posiciones han sido de hecho consideradas en repetidas ocasiones como las señas de identidad más genuinas del izquierdismo político, ello, estimamos, se deberá a razones de tipo coyuntural: por ejemplo a la circunstancia de que el PP, es decir, según todos los indicios, el representante más destacado de «la derecha eterna», pasa por ser una fuerza política anti-abortista y opuesta al homicidio eugenésico de ancianos o de enfermos terminales, por ejemplo en los hospitales públicos de la Comunidad de Madrid por parte de «médicos» (o, más precisamente, de «apariencia falaces de médicos») particularmente eficientes en la «optimización de recursos», tal y como nos lo ha recordado últimamente, en las páginas de El Catoblepas, José Manuel Rodríguez Pardo a propósito de la trayectoria de sujetos como el Dr. Montes, &c., &c.
Pero, en esta dirección, y fuera de las citadas razones coyunturales, ¿no es acaso un delirio impresentable que alguien pueda, para colmo procediendo desde posiciones auto-representadas como «progresistas» y de «izquierdas», defender pautas anticonceptivas o eugenésicas extraordinariamente semejantes a instituciones muy determinadas propias de las culturas bárbaras como tales como puedan serlo el aborto eugenésico, el infanticidio preferencial femenino o, simplemente, el gerontocidio hospitalario? No, no es desde luego por vía de la acumulación incesante de predicados más o menos ad hoc que el «embrollo fenoménico» de la derecha puede quedar disuelto críticamente puesto, entre otras cosas, que este proceder sólo nos lleva, como se ve, a profundizar todavía más en la oscuridad y confusión que vendría envolviendo a la masa fenoménica considerada. Y ello, nos parece, en modo alguno por casualidad dado que justamente, dicha oscuridad y confusión es en buena medida el resultado de aplicar unos esquemas lógicos que, como los porfirianos, en rigor se mantienen siempre en las proximidades de la metafísica.
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Pero así las cosas, la propuesta de Bueno conduce, en la vía del regressus, a un replanteamiento del problema de las «señas de identidad» de la derecha política que desbordando la escala fenoménica nos pusiera delante de la escala estructural envolvente respecto de dicho plano fenoménico. Ahora bien, esta vía de resolución del «embrollo fenoménico» exige necesariamente, como el propio filósofo español advierte, desmadejar, por así decir, los hilos que se entretejen en el plano de los fenómenos, cortando –esto es: distinguiendo, separando, en suma analizando– los confusos arracimamientos de tales hilos «por sus junturas naturales» con ayuda de un cedazo crítico que Gustavo Bueno ha venido aprovechando exhaustivamente en algunas de sus últimas obras: nos referimos al modelo estructural de sociedad política en capas y ramas del poder tal y como este, a su vez, aparece fundado en la aplicación del espacio gnoseológico característico, según la Teoría del Cierre Categorial, de los cuerpos categoriales de las ciencias positivas al análisis de los cuerpos políticos en general. De este modo, a la luz de semejante sistema de coordenadas críticas cabrá distinguir, esto es, discriminar en el seno mismo del embrollo fenoménico de «la derecha», los «hilos» políticos semánticos respecto de otros terceros componentes, sean sintácticos o sean pragmáticos del campo fenoménico de referencia.
Ahora bien, si en efecto el «embrollo» se mantiene vivo por efecto de la utilización exhaustiva de esquemas dualistas de organización del material político que nos ocupa –esquemas que, a su vez, resultarían en el fondo tributarios de un monismo metafísico de base del que no resulta posible liberarse desde el dualismo–, puede entonces comprenderse con entera facilidad que semejante «embrollo» fenoménico sólo podrá ser despejado verdaderamente retornando a un punto tal que el propio dualismo quede disuelto en el interior de una pluralidad de oposiciones más amplia de la que la dualidad de partida resultaría ser un mero tramo abstracto; de suerte que se haga posible de este modo, «entender la oposición derecha/izquierda como una oposición particular, con importancia variable según las épocas, pero no como una oposición global y fundamental para la “concepción del mundo y de la vida”» (pág. 45).
Y es que, ciertamente, según la exposición de Bueno, tal oposición habría aparecido en tanto que distinción positiva (no mítica, ni tampoco, al menos en principio, metafísica), en el contexto de la Asamblea Constituyente francesa de 1789 con ocasión de la discusión acerca del veto regio a propuesta del diputado Mounier, esto es, con ocasión sencillamente de la trituración revolucionaria del Antiguo Régimen (la monarquía absoluta de Luis XVI) por obra de la primera generación de la izquierda definida. Sólo que, y esta es la cuestión, semejante punto de arranque de la distinción como oposición positiva y localizada respecto de algunas de las regiones del terreno político, habría experimentado, a todo lo largo de la historia de los dos últimos siglos, y en particular en países de tradición católica como pueda serlo España, pero también Francia, Italia, o acaso Méjico, o Colombia o el Paraguay, &c., un proceso de «mitificación» de su estructura que resulta, según lo sostiene Bueno, del alejamiento respecto de su génesis; un proceso en el transcurso del cual la distinción de referencia habría podido quedar subsumida bajo la influencia mitopoiética de terceras oposiciones dilemáticas de carácter igualmente sustancializado (por caso, y muy señaladamente, de signo maniqueo) que se habrían venido abriendo camino a través de la ideología, metafísica, del «Progreso global del Género Humano», &c.
De esta suerte, la distinción entre una «izquierda» y una «derecha» en sentido político, que en principio aparecería como una oposición positiva (no mítica, ni tampoco metafísica) pero relativa a ciertos componentes de la categoría política –el veto regio– más que a otros, termina por consolidarse como una dicotomía universal (i.e.: no localizada) e incluso trascendental al campo político, casi en calidad de expresión de un dualismo antropológico y aún ontológico («la naturaleza es de derechas» habría dicho Haro Tecglen, según Bueno nos lo recuerda en el libro que comentamos) de alcance verdaderamente omnímodo. Y precisamente la consolidación de esta estructura sustancial de la idea de derecha, en la medida en que pueda de hecho cortar todas las amarras con su génesis positiva, nos introduce de lleno en el mito que Bueno diagnostica en la presente obra.
Pero cuando la oposición derecha e izquierda vuelven a hacerse remitir a su génesis evolutiva las cosas comienzan, en efecto, a aparecer a otra luz. Ahora la distinción de referencia no dirá relación a una supuesta oposición trascendente entre concepciones del universo (concepciones que, para más inri metafísico, las más de las ocasiones parecerían adheridas a la «personalidad» de algunos sujetos, como si estuviesen impresas en el cariotipo de aquellos que gustan autoconcebirse como «de izquierdas» o incluso «de izquierdas de toda la vida») puesto que, ahora, empezará a poder entenderse por el contrario como una distinción entre conceptos funcionales referidos, como a su parámetro, al Antiguo Régimen.
Tal en efecto, sería el punto de arranque (el ancestro genético) de la derecha política entendida a la manera de un género plotiniano cuya unidad de afiliación remitiese justamente a la circunstancia de «proceder todas sus modulaciones del mismo tronco común» a la manera de las Heráclidas de las que hablaba Plotino. Sólo que, y esta es la paradoja, el Antiguo Régimen, ese «tronco» o «ancestro» del que la derecha política habría derivado, sin perjuicio de identificarse desde luego con ella (a la manera de una «derecha virtual o absoluta») no podrá considerarse simpliciter como una «derecha efectiva o actual» sino tras la acción demoledora, transformadora, ejercitada por las múltiples generaciones de la izquierda sobre la fisonomía, ella misma complejísima, irregularmente poliédrica como acierta a describirla el propio Bueno, del Antiguo Régimen. Según esto, la «derecha» no obstante su prioridad lógica con respecto a la izquierda, no consistirá tanto, al menos en su sentido actual (no virtual), en el propio Antiguo Régimen dado, quoad se, con anterioridad a la Gran Revolución, cuanto en la reacción (por cierto que también transformadora, aunque sólo fuese bajo la forma, tan copernicana como lampedusiana, de las transformaciones idénticas) de este mismo (o de algunas de las caras de su poliedro) frente a la acción racionalizadora de las izquierdas. Y precisamente en este sentido, Gustavo Bueno agrupa bajo la rúbrica de «derecha tradicional» a aquellos movimientos políticos que puedan reputarse, con justeza, como herederos, por unidad genealógica o de estirpe, de una tal reacción del Antiguo Régimen frente a la holización revolucionaria sin que ello quiera necesariamente decir que tales movimientos, incluso presupuesta su unidad plotiniana, deban aparecer como meras reproducciones clónicas, sea de su antecesor (puesto que, en resumidas cuentas, tampoco una paloma es un allosauro por mucho que preserve, sin duda, la estructura anatómica de la mano característica de los dinosaurios terópodos según pudo advertirlo Juan H. Ostrom en su momento), sean los unos respecto de los otros (porque, desde luego, no cabe confundir en buena taxonomía sistemática una gallina con un sinsonte). Para el caso de España, tales movimientos de la derecha tradicional podrán ser reagrupados en tres grandes modulaciones como lo son la derecha primaria, la derecha liberal y la derecha socialista.
Junto a ellos, Gustavo Bueno consigna también la existencia de corrientes de derecha no alineada en relación al Antiguo Régimen dado ante todo que, cabría preguntarse, ¿qué puede tener que ver, diríamos, el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán o la autodenominada nueva derecha francesa con el Antiguo Régimen en el que hacemos consistir el ancestro genealógico de la derecha tradicional? Sin duda que muy poco y precisamente por ello, aun cuando efectivamente tales movimientos políticos puedan contemplarse como exhibiendo un indudable signo político derechista (aunque, por otro lado, también cabría considerarlos, por las mismas razones, en tanto que movimientos políticos no menos «indudablemente» de izquierda), este derechismo (y también aquel izquierdismo) tendrá, todo lo más, un sentido al menos análogo –cuando no directamente equívoco– en relación a las derechas alienadas o tradicionales.
Consideraciones parecidas podrían hacerse en lo referente al caso de lo que Gustavo Bueno denomina partidos de derecha extravagante como puedan serlo, las «derechas frailunas» (en rigor antihispánicas aunque fuese procediendo al amor del peculiar «anarquismo agustiniano» que siempre habría caracterizado a la Iglesia Romana cuyo «reino no es de este mundo») que florecieron en la Nueva España con ocasión del descubrimiento en la Plaza de Armas de algunos restos arqueológicos asociados al dios Coatlicue en 1790, pero también, en el contexto de la España del presente, las fuerzas políticas secesionistas de Cataluña, Galicia, el País Vasco, &c.
Estos últimos, a diferencia de los partidos internos a un cuerpo político determinado, sean de izquierdas, sean de derechas, no pueden sin más considerarse como partidos (esto es: como partes) de la sociedad política de referencia dado que precisamente, tales facciones, a pesar de figurar en efecto, por ficción jurídica (y ese es el problema), como partidos representados en el Parlamento nacional o en los diferentes parlamentos autonómicos o municipales, &c., es decir, a pesar de figurar muchos de sus militantes o de sus dirigentes más distinguidos (Juan Tardá, Ercoreca, &c.) como representantes políticos de la totalidad de la nación española, se caracterizarían, sin embargo, por buscar, activa y programáticamente, el desmembramiento de la soberanía de la Nación sobre su territorio, esto es, la destrucción de dicho cuerpo político a través del expediente de la secesión de alguna de las partes formales que componen el territorio apropiado por dicha sociedad política soberana, algo que, en resumidas cuentas, equivaldría a una expoliación de aquello que es común. En este mismo sentido, los problemas políticos que tales derechas extravagantes, sean violentas (léase: asesinas) como la ETA, sean pacíficas (léase: no asesinas, aunque sean igualmente expoliadoras) como el PNV o CiU, o ERC, suscitan en la España de nuestros días al amenazar la propia unidad e identidad de España como nación política soberana no podrán, en consecuencia, plantearse, al menos fuera del fundamentalismo democrático, en términos de política «parlamentaria» ordinaria como si la voluntad expoliadora de una facción secesionista respecto a la totalidad de la que dicha facción forma parte pudiese ponerse, en nombre de la «democracia», en pie de igualdad con los planes y programas de un partido nacional referidos a la eutaxia del todo. En definitiva: puede que tales partidos extravagantes aparezcan como homologados, por los mecanismos parlamentarios consabidos, a los partidos internos al Estado que ellos buscan destruir, e incluso es posible, al límite, que tal homologación permita, en el interior del Parlamento la formación de alianzas entre tales fuerzas secesionistas y algún partido nacional frente a terceros, &c., pero en todo caso, si eso es así, ello se deberá ante todo a que dicha sociedad política tendrá incoados en su propia constitución legal los gérmenes de su destrucción como tal nación soberana, las condiciones necesarias y suficientes de su propio desmembramiento «por medios democráticos» (al respecto también puede verse el extraordinario libro firmado por Santiago Abascal y Gustavo Bueno Sánchez, En defensa de España, Ediciones Encuentro, Madrid 2008).
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Y es que ciertamente, tras la ecualización de los diferentes planes y programas políticos en las condiciones de la democracia de mercado de 1978 (una democracia que, dicho sea de paso, es el resultado de la transformación del antiguo régimen de derecha socialista sucesivo a la victoria de los nacionales en la Guerra Civil) muy poco sentido tendrá ya distinguir entre una izquierda y una derecha en sentido propio, y mucho menos en el sentido sustancializado en el que la socialdemocracia tiende a hacer uso de tales ideas desde sus esquemas míticos y maniqueos, algo que pasa usualmente por considerar a la «derecha» como una sustancia eterna, escondida tras las bambalinas fenoménicas, que iría reapareciendo, manifestándose a su conveniencia en cada momento de la historia bajo disfraces diferentes (ahora adoptando la forma carnal de Cánovas del Castillo, ahora la de Maura, o la de Primo de Rivera, o la de la CEDA o del franquismo, &c.), de tal suerte que, en el fondo, el Partido Popular terminaría identificándose, por la vía de la memoria histórica, con el cripto-franquismo en cuanto que este, a su vez, pueda ser considerado como el emblema más significado de la «derecha eterna». De hecho, esta estrategia sustancialista y por ello metafísica puede advertirse en relatos hitoriográficos tan recientes como pueda serlo el de José A. Piqueras en su Cánovas y la derecha española (Península, Barcelona 2008).
Sin embargo es justamente este planteamiento lo que a Gustavo Bueno le parece sencillamente impresentable. Y no es tanto que no medien diferencias entre la izquierda y la derecha, puesto que en rigor lo que sucede es que tales diferencias habrían sido canceladas al quedar el Antiguo Régimen arrumbado enteramente por efecto, entre otras cosas, de la acción trituradora ejercitada por las izquierdas con lo que, cabría señalar, estas mismas habrían podido morir de éxito. Hoy en día, en efecto, y supuesto que estimamos absurdo identificar al PP con el régimen de Franco (puesto que en todo caso los lazos de continuidad con tal régimen tampoco faltan en el caso del PSOE, &c., ¡como que es la propia España del presente la que procede de la «larga noche» del franquismo!) no tendría mayor alcance el pretender definir como izquierdistas, en sentido político definido, los planes y programas movilizados por el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero desde su panfilismo puesto que, ciertamente, no se ve con excesiva claridad que puedan tener que ver tales programas con el Antiguo Régimen monárquico o con su negación revolucionaria (y todavía menos cuando es el caso que ningún partido político en la España del presente pone, más que «de boquilla», en cuestión instituciones como la monarquía dinástica borbónica, &c.) de suerte que, las diferencias, cuando subsistan, habrá que situarlas desde luego en otro lugar. Por ejemplo: en la distancia que media entre la concepción de España como una Nación política y su concepción a título de una federación de naciones –«nación de naciones»– a su modo soberanas, según lo previsto en los diferentes estatutos autonómicos, &c.
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Concluimos: así las cosas resulta, suponemos, evidente que muy poco habrá entendido de este libro quien se disponga a interpretarlo como el testimonio más nítido de una suerte de «viraje mundano» de la filosofía de su autor tras, por ejemplo, su abandono de la Universidad, o acaso como el resultado de los «compromisos injustificados e injustificables» de Bueno con el «aznarismo»o con la «guerra de Irak», &c., (consúltese a este respecto un trabajo magnífico: Tomás García López, «Comparaciones impertinentes», en El Catoblepas, nº 46). Semejante desenfoque obligaría para empezar a dejar en la penumbra –eso sí: presuponemos que con total comodidad formalista– la práctica totalidad de los contenidos doctrinales de las últimas obras de Gustavo Bueno, pero también supondría soslayar, y esto resulta acaso todavía más notable, la circunstancia de que trabajos como El mito de la Derecha no suponen otra cosa que la consumación misma del programa filosófico-crítico instaurado hace ya casi cuarenta años por el autor de El mito de la Cultura. Dice Gustavo Bueno en su libro El papel de la Filosofía en el conjunto del saber (Ciencia Nueva, Madrid 1970, pág. 147):
«(...) no se trata de pensar las cosas del mundo “como si no existieran”, al modo del místico, sino más bien, manteniendo la conciencia de lo real, se trata de triturar cada realidad –institución, valor, relación, persona– como si estuviese dada en el vacío –vacío que supone precisamente la conexión a otras realidades–, como si su vacío pudiese ser llenado de otro modo, para comprobar hasta que punto esa trituración compromete la realidad misma de la conciencia histórica, por tanto para determinar si una formación dada es o no es “edificante”. Sólo de este modo el “asombro” filosófico se nos presenta como racional, y no místico. No preguntamos globalmente: “¿por qué hay algo y no más bien nada”? (Leibniz, Scheler, Heidegger) sino que, partiendo de una aceptación de la realidad como tal, en cuanto que la conciencia está ligada a ella, preguntamos ante cada categoría de realidades: “¿es posible eliminarla”?, “¿por qué éstas y no más bien otras”?»
Y acaso, nos preguntamos, ¿no implica el curso mismo de la conciencia filosófica en cuanto que conciencia crítica (es decir, kantianamente: no, ciertamente, escéptica pero tampoco dogmática) la disolución o de-sustancialización sucesiva de toda formación mundana en cuanto esta pretenda comparecer como irrevocable, indestructible, eterna, sustrayéndose, de este modo, al horizonte de su cancelación. Y si es así, ¿no será entonces absurdo pretender que, sin embargo, «la derecha» y la «izquierda» –lo mismo que la «naturaleza», la «cultura», el «progreso» o la «humanidad»– como tales ideas filosóficas han de permanecer, no se sabe por razón de qué criterios metafísicos, inmunes a semejante trituración materialista? En resumidas cuentas, nos parece que también en este terreno político, y acaso precisamente en él de un modo privilegiado, se cumple aquello de que «el papel de la filosofía en el conjunto del hacer... es deshacer».