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El Catoblepas, número 83, enero 2009
  El Catoblepasnúmero 83 • enero 2009 • página 16
Artículos

Crucifijos en la encrucijada

Jorge Casesmeiro Roger

Sobre la presencia de símbolos religiosos en el espacio público a raíz del caso del colegio vallisoletano Macías Picavea. De cómo el escritor uruguayo José Enrique Rodó abordó en Montevideo, 1906, una polémica semejante en su opúsculo titulado Liberalismo y jacobinismo

José Enrique Rodó (Montevideo 1871-Palermo 1916)

Una polémica recurrente

José Enrique Rodó, Liberalismo y jacobinismo, Librería y papelería La Anticuaria, de A. Ossi, Montevideo 1906, 92 páginasEn la Biblioteca Santiago Rusiñol de Sitges, archivado entre la colección privada del pintor, existe una primera edición de Liberalismo y jacobinismo (1906){1}, opúsculo del escritor uruguayo José Enrique Rodó. El ejemplar está dedicado y firmado por su autor «a Santiago Rusiñol, en prenda de confraternidad artística» con fecha del año siguiente a su publicación.

El verano pasado tuve el privilegio de sostener ese libro entre mis manos, y de leerlo al tiempo que la prensa española se hacía eco de la polémica suscitada por la recurrente ocurrencia de retirar Biblia y crucifijo de las tomas de posesión de cargos ministeriales. Ahora el conflicto se ha desplazado a las aulas de una escuela de Valladolid.

No es mi intención derrochar aquí espacio y tiempo en revisar los hechos. Otros más doctos y mejor informados ya han analizado el caso Macías Picavea{2}, la sentencia del juez de marras, las anfractuosidades de la Ley, el caleidoscopio de lo aconfesional, la cuestión de la libertad religiosa... No, sobre todo eso ya se ha escrito y hablado suficiente. Lo que yo puedo, lo que sí deseo hacer al hilo de este asunto es recordar, a modo de entretenimiento reflexivo, la siguiente historia.

Sucedió en Montevideo, 1906. El Dr. Eugenio Largamilla presenta, ante Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública, una moción para ordenar el retiro de los crucifijos de los hospitales del Estado. La medida, aprobada y ejecutada, es aplaudida como liberal y progresista. El contexto político del Uruguay es entonces de reformismo. La boyante modernidad expresa mediante el gesto su rechazo de las viejas estructuras.

El 5 de junio de ese mismo año, José Enrique Rodó (Montevideo 1871-Palermo 1916), célebre escritor entonces y joven todavía pero ya inmortal por el magisterio de su Ariel (1900), publica una carta en el diario La Razón denunciando la estrechez moral y la intolerancia de dicha medida, que lejos de liberal considera de un intransigente jacobinismo, es decir, propia del totalitarismo criminal practicado por el Club de los Jacobinos durante Revolución Francesa.

Días más tarde, el 14 de julio, el Dr. Pedro Díaz pronuncia una conferencia en el Centro Liberal de Montevideo criticando el artículo de Rodó y elogiando la medida en cuestión. Por alusiones, e interrumpiendo la preparación de Motivos de Proteo, Rodó contesta al Dr. Díaz con una serie de ocho contrarréplicas que se publican sucesivamente durante el mes de septiembre en el citado periódico.

Mientras en su ponencia, el Dr. Díaz consideraba el asunto a partir de sus derivaciones políticas, reduciendo el crucifijo a símbolo de fanatismo religioso e instrumento de proselitismo, Rodó se instala en un plano de fundamentación filosófica, abordando el significado histórico y espiritual de la cruz, y la figura de Cristo como icono de caridad universal. Los artículos de Rodó causaron tanto impacto en la opinión pública uruguaya, que antes de terminar el año fueron compilados y editados, junto con una carta sobre el sentimiento religioso, bajo el título ya mentado.

Parece ser que el Dr. Díaz no continuó el debate debido a la agonía y fallecimiento de su padre, dejando a su admirado Rodó campo libre para la argumentación. Nunca sabremos cómo habría contestado Díaz, de haberlo hecho. Pero lo que sí nos queda de aquella polémica es un fascinante ensayo de José Enrique Rodó, cuya prosa siempre resulta de una impecable claridad y belleza.

Liberalismo y jacobinismo

Rodó dedica sus primeras contrarréplicas a los orígenes históricos de la caridad. En ellas legitima a Jesús como fundador de la misma, atribuyendo a la charitas la radical originalidad de Cristo. «La caridad es creación, verbo, irradiación del fundador del cristianismo»{3}, sentencia Rodó. Reconoce, por supuesto, una trazabilidad precristiana de la idea (Sócrates, Filón, Cicerón, Horacio...), así como extraoccidental (Buda, Confucio, Zoroastro, Isaías...). Pero hasta la irrupción de Jesús, la caridad permanece, ora en la marginalidad de toda doctrina, ora en el ámbito de un «conceptualismo abstracto sin fuerza de propaganda y realización»{4}. Sobre el paganismo grecorromano, por ejemplo, dice Rodó: «La dominación espiritual de Grecia dio a la unidad romana el esplendor de las ideas, la selección de las costumbres, el timón del criterio, la aguja magnética del gusto; pero no le dio la regeneración moral.»{5} Y en justicia defiende Rodó que la caridad es esencialmente cristiana, genio del cristianismo, fértil semilla de esa regeneración moral que aguardaba la llegada de Evangelio para su floración. Hasta un místico del ateísmo posmoderno como Michel Houellebecq reconoce que la doctrina cristiana fue agente de la primera gran «mutación metafísica» de la historial universal, entendiendo dichas mutaciones como «transiciones radicales y globales de la visión del mundo adoptadas por la mayoría»{6}. Ahora bien, adoptadas por anunciar una idea viva con potencia de transformación integral, pues tal es el carisma de la caridad: mística en acción, una cosmovisión que sólo cumple consigo misma en calidad de cosmovivencia.

Esta idea-fuerza que es la caridad cristiana, vital y transfiguradora, lo es por su combinado cognitivo, emotivo y comportamental. Ya no se trata solamente de formar conceptos, sino de generar sentimientos y de estimular conductas. Siempre podemos leer a Séneca, pero Rodó nos recuerda que «las revoluciones morales no son obra de la cultura, sino de la educación humana»{7}, comprendiendo aquí el término educación en su sentido más cálido y dinámico. Y como brusco contraste a la temperatura propia de un afecto compasivo de raíz espiritual, pasión compartida que mueve porque emociona, sugiere Rodó imaginar la habitación de un hospital donde la pasión de Cristo hubiese sido sustituida por un busto del ínclito Kant, «representación de la moral abstraída de todo jugo y calor del sentimiento, vale decir: privada de todo dinamismo eficaz, de toda fuerza propia de realización»{8}. Y es que la caridad no puede ser fría, cabe agregar parafraseando el Religión ist nie cool que da título al magnífico diálogo entre el filósofo Peter Sloterdijk y el cardenal Walter Kasper{9}.

Tampoco pasa Rodó por alto el que considera uno de los más pérfidos engaños del positivismo laicista, el de la ciencia como forjadora de la moral: «Ha de darse a la ciencia lo que es de la ciencia, y a la voluntad inspirada lo que pertenece a las inspiraciones de la voluntad (...) No existe una caridad traída por la revelación de la ciencia que pueda oponerse, como entidad autónoma y sustancialmente distinta, a lo que hemos recibido de los brazos maternos de la tradición.»{10} Y seguidamente desenmascara esa bífida proposición de que lo que se repudia por el acto no es a Jesús sino la manipulación de su imagen al servicio de intereses eclesiásticos. «La condena va dirigida contra la glorificación de Jesús, que la suspicacia jacobina no concibe separada del culto religioso»{11}, despeja Rodó, con todo lo que de ello se desprende.

La eliminación de símbolos religiosos del espacio público, subraya en definitiva el escritor, no es liberalismo sino jacobinismo, ruda escuela de ingeniería social «cuya idea central en espíritu es el absolutismo dogmático de su concepto de la verdad, con todas las irradiaciones que de esto parten para la teoría y la conducta: intolerancia como rasgo esencial del intelecto, y demagogia y violencia en lo político»{12}. Es por lo tanto degeneración del convencimiento racional, burla de la cultura, y desviación del criterio por intoxicación de una primaria obsesión antirreligiosa que «sustituye el amor ciego de una fe por el odio ciego de una incredulidad»{13}. Es ante este fanatismo que Rodó protesta en 1906, advirtiendo que por tal camino «no es imposible que se preparen en el mundo días aciagos para la libertad humana»{14}.

Rodó liberal

El opúsculo de Rodó es liberal porque su causa última es la defensa de la libertad como abono indispensable para el desarrollo de la dignidad humana, y porque para dicha defensa la única arma que emplea a fondo es su razón, pero esa razón que es superior precisamente por su capacidad para el ejercicio de la autolimitación. José Enrique Rodó no era religioso. El Dr. Dardo Regules, crítico católico, dijo de él que era «un cristista sin llegar a ser cristiano»{15}. Ya en el preámbulo del texto, el autor declara con firmeza: «Libre de toda vinculación religiosa, defiendo una gran tradición humana y un alto concepto de la libertad.»{16} Y en su primera contrarréplica añade para navegantes: «Por lo que respecta a la personalidad y a la doctrina de Cristo, mi posición es absolutamente independiente, no estando unido a ella por más vínculos que los de la admiración puramente humana, aunque altísima, y la adhesión racional a los fundamentos de una doctrina que tengo por la más verdadera y excelsa concepción del espíritu del hombre.»{17}

Así, en cuanto a su actitud intelectual ante el fenómeno religioso, a Rodó le gusta considerarse heredero de lo más granado del liberalismo ilustrado del siglo XIX. De Goethe se queda con «la tolerancia y la amplitud a la altura de una visión olímpica en que se percibe la suprema armonía de todas las ideas y cosas»; de Spencer, con «su espíritu soberano desde cuya esfera superior religión y ciencia aparecen como dos fases diferentes, pero no inconciliables, del mismo misterio infinito»; de Comte, con «su alto respeto histórico por la tradición cristiana, que toma como modelo en su sueño de organización religiosa»; de Renan, le seduce que «obteniendo una explicación puramente humana del cristianismo mantiene vivo un profundo sentido de su religiosidad»; de Taine, la certeza de que «la civilización europea no podría dejar extinguirse en su seno el espíritu cristiano sin provocar una recrudescencia de barbarie»; y de Carlyle, por no citar más, «la capacidad de llevar su simpatía hasta sentir el germen de idealidad que despunta en el fetichismo del salvaje»{18}.

Estos eran los modelos de Rodó. Y de tanto edificarse entre los grandes, también él acabó por convertirse en referente para otros tantos. Hermoso panegírico le dedica, por ejemplo, el célebre humanista mexicano Alfonso Reyes en 1917 con motivo del primer aniversario de su fallecimiento en Sicilia: «Era el que escribía mejor y era el más bueno. Su obra se desenvuelve sobre aquella zona feliz en la que se confunden el bien y la belleza. Y hoy nos volvemos hacia él como en busca de una arquitectura sagrada que resista el fuego de la barbarie, mientras le enviamos arrobados el vuelo de nuestras más altas promesas, y a Palermo, que recogió sus despojos, nuestras bendiciones.»{19}

En el estudio preliminar de la segunda edición de las Obras completas de Rodó (1967), Emir Rodríguez Monegal anotaba sobre Liberalismo y jacobinismo: «Hoy el opúsculo ha perdido su interés polémico inmediato. Ha ganado, en cambio, como elocuente testimonio de una actitud esencial de su autor: la tolerancia por la religión. Rodó aparece en él como un auténtico liberal, sin hieles ni rencores.»{20} Sobre lo segundo no se equivocaba Rodríguez Monegal. Pero a la vista del constante reflujo de titulares mediáticos que siguen protagonizando los símbolos religiosos en Occidente entrado el siglo XXI (bastante marcado por lo religioso, como al parecer auguró Malraux), es evidente que el crítico falló por completo en su primer diagnóstico.

También el poeta uruguayo Mario Benedetti, autor de la monografía Genio y figura de José Enrique Rodó (1966) pretendió atornillar al maestro a los muros de la academia, ofreciéndole un reposo tan ilustre como estéril: «Rodó no fue adelantado ni pretendió serlo (...). Penetró en el siglo XX como un turista (...) Su verdadera patria temporal era el siglo XIX, y a él pertenecía con toda su alma y con toda su calma.»{21} Pero es quizá precisamente por pertenecer a ese mundo de ayer, esplendor del liberalismo democrático, que la obra de Rodó resulta hoy tan actual, tan urgente.

El siglo XXI ha amanecido amenazado, desorientadamente líquido, vertiginosamente desacelerado, críticamente recesivo... «Entre el reduccionismo mecanicista y las tonterías New Age ya no hay nada. Nada. Una pavorosa nada intelectual, un desierto total»{22}, resopla Houellebecq con su habitual desánimo. Yo prefiero rendirme a la esperanza, aceptando ese abrazo materno que me ofrece la tradición. Quizá por eso conservo todavía, mientras se desata la tormenta, la emoción de aquel contacto con un libro centenario, el roce apenas de mis dedos sobre la caligrafía autógrafa de uno de los más elevados exponentes de la inteligencia hispanoamericana. Y tras meditarlo con calma, habiendo sopesado la cuestión humildemente, me atrevo a concluir que José Enrique Rodó Piñeiro, natural de Montevideo, hijo de don José Rodó y Janer, de origen catalán, y de doña Rosario Piñeiro y Llamas, de abolengo patricio, no regresó a su gabinete después de asomarse al siglo XX para esperar una muerte tibia entre egregias lecturas decimonónicas, sino para tomar un impulso secular capaz de catapultarle directamente hasta los albores del tercer milenio, consciente ya entonces de que aquí y ahora su voz sería más que nunca necesaria.

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Notas

{1} José Enrique Rodó, Liberalismo y jacobinismo, La Anticuaria, Montevideo 1906.

{2} Sobre la sentencia 288/2008 de 14 de noviembre, por la que el magistrado del Juzgado nº 2 de Valladolid obligaba a la escuela pública Macías Picavea a retirar los crucifijos de sus aulas y espacios comunes, atendiendo al recurso presentado por la Asociación Cultural Escuela Laica de la citada ciudad.

{3} J. E. Rodó, Liberalismo…, en Obras completas, Aguilar, Madrid 1967, pág. 257.

{4} Ibídem, pág. 273.

{5} Ibídem, pág. 273.

{6} Michel Houllebecq, Las partículas elementales, Anagrama, Barcelona 1999, pág. 8. (Primera edición en Flammarion, París 1998).

{7} J. E. Rodó, Liberalismo…, en O. c., pág. 275.

{8} J. E. Rodó, Liberalismo…, en O. c., pág. 281.

{9} Peter Sloterdijk y Walter Kasper, Religión ist nie cool, «La religión nunca es fría» (diálogo grabado en el Vaticano para el semanario Die Zeit, Hamburgo, 2-II-2007), en El retorno de la religión. Una conversación, KRK Ediciones, Oviedo 2007, pág. 29.

{10} J. E. Rodó, Liberalismo…, en O. c., pág. 283.

{11} Ibídem, pág. 287.

{12} Ibídem, pág. 288.

{13} Ibídem, pág. 294.

{14} Ibídem, pág. 295.

{15} Emir Rodríguez Monegal, estudio preliminar de las Obras completas de José Enrique Rodó, Aguilar, Madrid 1967, pág. 255.

{16} J. E. Rodó, Liberalismo…, en O.c., pág. 261.

{17} Ibídem, pág. 255.

{18} Ibídem, pág. 290 (se refiere a todas las citas recogidas en dicho párrafo).

{19} Alfonso Reyes, Rodó. Una página mis amigos cubanos (artículo publicado en Unión Hispanoamericana, Madrid, 11 de junio de 1917), en América, colección coordinada por Carlos Fuentes, FCE, México 2005, pág. 36.

{20} Emir Rodríguez Monegal, estudio preliminar de las Obras completas de José Enrique Rodó, Aguilar, Madrid 1967, pág. 255.

{21} Mario Benedetti, Genio y figura de José Enrique Rodó, Eudeba, Buenos Aires 1966, pág. 128.

{22} Michel Houellebecq, Carta a Lakis Proguidis (publicada en L’atelier du roman, nº 10, 1997), en El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona 2000, pág. 48.

 

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