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El Catoblepas, número 83, enero 2009
  El Catoblepasnúmero 83 • enero 2009 • página 7
La Buhardilla

Máxima ética

Fernando Rodríguez Genovés

Constituye un esfuerzo grande de la mente el procurar entender las pequeñeces humanas, o de cómo y por qué la debilidad de la voluntad se inclina por lo mínimo en la ética

Séneca

1

Conservarse buenos y ser mejores

El filósofo Séneca se despedía en Cartas morales a Lucilio con una memorable exhortación a su discípulo: Vale, expresión latina que podríamos traducir como «Que sigas bien» o «Consérvate bueno». (Y con esta fórmula ejemplar cierra, por cierto, Miguel de Cervantes el portentoso viaje en dos tramos del Quijote). Tan cariñoso y recto estímulo cobra especial importancia porque se afianza sobre dos proposiciones básicas de la ética, reiteradas desde su mismo origen. En principio, la ética está hecha de la sustancia que fortalece el ánimo en lugar de devaluarlo o desalentarlo. Por otro lado, hablamos de la tarea de la moralidad porque ésta no viene dada de antemano, por un impulso inconsciente, una pulsión o por instinto, aunque sí crezca de acuerdo con la naturaleza, ni consiste tampoco la ética en una técnica aprendida en unas cuantas sesiones vespertinas –cual si se tratase, para algunos cenizos recalcitrantes, de la ciencia económica– para así ir tirando…

El beneficio que proporciona la ética queda concentrado en el bien, en lo mejor para el hombre, en «vivir bien», y tal empresa no se consigue merced a un ritmo alternativo o sincopado, ni merced a un golpe de genialidad o de inspiración provisional y precaria que nos proyecta a la fama de un día. La ética la practicamos como hábito, garantía de perpetuación de la conducta virtuosa, una vez ha sido identificada y fomentada, la cual puede recogerse en la siguiente triple exhortación: amable trato con los hombres, acuerdo con las cosas y contento de sí mismo.

La ética no propone, entonces, tan sólo llegar a «ser buenos», sino, sobre todo, saber «conservarse buenos». Si ésta es la conclusión de Séneca, conozcamos asimismo la premisa mayor que encontramos, como para no perderse (nada), en la primera línea de su obra máxima: vindica te tibi (resérvate para ti mismo) (Cartas morales a Lucilio, I. 1).

A pesar de estas sabias lecciones, no faltan voces que claman al cielo, o en la plaza pública, voces trémulas, escandalizadas, desconcertadas, asustadas, ante tan alta perspectiva, al ser vista como empresa demasiado ambiciosa, demasiado humana, por quienes no saben mirar las cosas de frente sino de lado o de soslayo. Así pues, oímos en ocasiones patrocinar una ética devaluada, bajo mínimos, pobre, del día a día, asustadiza, apocada, casi apocalíptica: ¡no vayan a escandalizarse estos tiempos, tan menesterosos de voluntad libre y de principios como parco en afanes, en los que a la menor acción deliberada la llaman deber y no saben más que de obligaciones, obediencias y servidumbres, de manera que cuanto menos se exija y más bajo esté el listón de la virtud más asequible se torna la existencia!

Vivimos una era infectada de minimalismo, en los más variados órdenes. En el artístico, los llamados (por sí mismos) «artistas» exhiben una pobreza tan material como imaginativa y en el ámbito del pensamiento el alarde de debilidad y presteza no oculta tampoco orgullo ni jactancia, aunque a muchos engañan y camelan con discursos que no son sino consignas.

No confundir, sin embargo, la actual moda minimal con resabios del pasado bohemio ni nostalgias de vanguardias inocentes y primorosas cuya inspiración nacía de la desesperación existencial, de la enajenación mental o de la simple pero siempre grosera hambre. Hoy pululan por doquier, en ciudades, pueblos y villorrios, exposiciones y certámenes costosísimos, en los que el espectador se admira a la vista pilas de chatarra herrumbrosa o materia orgánica en descomposición cual si fuesen obras de arte, presentadas todas en exquisitos catálogos, sin duda mucho más elaborados que los objetos reproducidos en sus páginas satinadas. De otro lado, pero sin cambiar de acera, nos topamos en el espacio público con discursos interrumpidos de filosofía apocalíptica, débil, doliente y apasionada por lo emotivo e instantáneo, rabiando contra la razón ilustrada, el individualismo y el neoliberalismo (no siempre por ese orden), mientras no dejan de citar fragmentos del liviano Ser y Tiempo de Heidegger para dar así ejemplo de ligereza, espontaneidad y progresismo.

Por lo que respecta a la ética, su suerte no es mayor. O bien se la cede en adopción a otras esferas de saber y acción –la política, la estética, el derecho– o se la minimiza o rebaja hasta tal punto de convertirla en algo irreconocible.

De la semilla fecundada por el abrazo de la moral y el derecho, con el paso del tiempo, nace una criatura muy prometedora: la deontología. Vocablo de procedencia griega (δεον, a su vez, derivado de δει: «lo obligatorio, lo justo, lo adecuado»), la deontología o «ciencia de los deberes» (J. Bentham) se ocupa de regular normas particulares al objeto de establecer un determinado fin práctico. Al atender a medios más que a fines, su alcance es necesariamente limitado, y sus objetivos, mínimos, reguladores, de corta distancia son concebidos para ser obedecidos y nada más. En el presente, la deontología tiene aplicación directa en campos técnicos y especializados (regulación de códigos de conducta en determinados servicios, actividades y profesiones), pero escasa o nula relevancia en la ética, donde se opera con perfiles y perspectivas generales o universales, si bien referidas al sujeto individual, las cuales exigen, para ser morales, una mirada larga y de propósitos máximos más que estrictamente maximizadores. Para algunos, la deontología representa el no va más de la ética.

La siguiente declaración, si bien perteneciente a una disertación relativa a la bioética, encaja con la intención de nuestro discurso. Procede del profesor Diego Gracia, aunque perfectamente podría provenir del escritor Baltasar Gracián:

«A los mínimos morales se nos puede obligar desde fuera, en tanto que la ética de máximos depende siempre del propio sistema de valores, es decir, del propio ideal de perfección y felicidad que nos hayamos marcado. Una es la ética del “deber” y la otra la ética de la “felicidad”.» (Diego Gracia, Fundamentos de bioética 1989).

G. K. Chesterton

2

«ser plenamente felices en esta tierra de las maravillas»

La operación de debilitamiento tendente a hacer de la ética una moral de mínimos soslaya u oculta algo elemental: la ética, si lo es, no puede ser mínima, porque su sentido y propósito consiste en la búsqueda de lo mejor. La ética cumple precisamente la función de maximizar la vida humana, todo ello con el objetivo superior de alcanzar lo óptimo, lo bueno, lo cual significa nada menos que vivir a lo grande, con plenitud:

«en suma, necesitamos ser plenamente felices en esta tierra de las maravillas, sin conformarnos con pasarlo medianamente.» (Chesterton, Ortodoxia).

El empeño de minimizar la ética no puede ser comprendido sino como un acto de destitución moral, que desprecia la categoría de lo humano porque lo deprecia hasta equipararlo a menudo con lo animal, y aun con lo vegetativo, o lo congestiona hasta simularlo como ídolo sobrenatural (cediendo con ello el predominio actuante a la piedad y a la compasión). Se infravalora, así, la dimensión de la moral, cuando más bien su sentido va en la línea de engrandecer los valores morales para hacerlos más generosos y universales.

A diferencia de la moral de superación y elevados fines, la ética de mínimos supone desmoralizar, subestimando lo verdaderamente humano para dejar paso a un programa de moralidad –eternamente provisional– donde lo sobresaliente mora en la negación, la culpa, el desencanto, la decepción y el cansancio de los espíritus débiles que quieren compartir su debilidad, no para sentirse por ello más fuertes sino más consolados en la desgracia, aunque en verdad no tendrían por qué desear que fuera distribuida indiscriminadamente. Ya se sabe: mal de muchos...

Lo opuesto a una ética de mínimos, conformista y complaciente, es una ética, podríamos decir, de optimación de recursos humanos, caudales que son muchos y crecidos, si sabe uno descubrirlos para aprovecharlos y no impedir se desenvolvimiento. En la realización de este proyecto prima el benigno realce de la condición humana, el refuerzo de la dignidad y de la entereza para superar complejos e inercias. El «tener la moral alta», en fin.

Merced a la actitud de mantener la moral alta no cambiamos el mundo hasta hacer de él una realidad nueva, sino que nos procuramos altitud moral con el fin de percibir mejor la realidad y habitar mejor en el mundo.

El único mínimo aceptable para la ética sería el ciceroniano minima de malis («de los males, los menores»), porque sería inconcebible una ética minima de cosas buenas. De cosas buenas no tiene el hombre nunca bastante. Siempre aspira a lo mejor, para ser mejor.

Sería incorrecto calificar esta proposición de desmesurada. Porque la ética de máximos está regida por la voluntad y la razón (máximos limitados por la naturaleza humana: un máximo humano, pues), no por el deseo (que no sabe lo que quiere ni cuánto puede querer).

Según Aristóteles, acontece el extravío en la conducta cuando el hombre pierde de vista la medida de nuestra aspiración, porque la ética manda entre las opciones reales y posibles: «la elección será también un deseo deliberado de cosas a nuestro alcance.» (Aristóteles, Ética a Nicómaco).

A pesar de todas las advertencias y cautelas, el deseo se inclina con facilidad a lo insaciable, perfilando así un destino que le condena, paradójicamente, a un constante vivir insatisfecho.

Para la voluntad, en cambio, lo mínimo es insuficiente. La ética de mínimos vendría a equipararse, pues, a una «ética de la satisfacción», que rastrea sólo aquello que le complace, no importa que no sepa siempre cómo ni cuánto sea lo suficiente o justo para conseguirlo. A la ética de máximos la calificamos, en cambio, de «ética del contento», pues le place todo aquello que le colma y le completa, en esa perspectiva finita pero grandiosa que significa vivir la vida buena.

La ética, en lugar de imponer trabas y frenos, en lugar de acobardar y desmoralizar, aspira a la integridad y a la perfección. Ya decía Quintiliano: «Minus afficit sensus fatigatio quam cogitatio» («Nos afecta menos la fatiga real que el pensar en ella»).

Concebir, entonces, una ética disminuida, o de mínimos, no es sino el producto de modos de pensamiento fatigados, que difícilmente pueden conducir la acción moral positiva y viva. Dejar la ética en las manos de semejantes «artistes de la douleur» (Jean Marie Guyau) resultaría dañino, por lo menos, para la vida de los hombres. Vale.

 

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