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El Catoblepas, número 82, diciembre 2008
  El Catoblepasnúmero 82 • diciembre 2008 • página 19
Libros

Luis Montes,
el Doctor Mengele socialdemócrata

José Manuel Rodríguez Pardo

Sobre el libro de Cristina Losada, Morfina roja. Toda la verdad sobre el caso del doctor Montes, las «sedaciones terminales» y la eutanasia que promueve el PSOE. Libros Libres, Madrid 2008

Cristina Losada, Morfina roja. Toda la verdad sobre el caso del doctor Montes, las sedaciones terminales y la eutanasia que promueve el PSOE. Libros Libres, Madrid 2008Madrid, 2 de marzo de 2005
Estimados señores:
Desde su llegada como Coordinador del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa (Leganés-Madrid), hace aproximadamente 4 años, el doctor Luis Montes Mieza puso en práctica un método que él llama «sedación» administrando a pacientes más o menos terminales dosis letales intravenosas de morfina, Dormicum y Tranxilium. Son dosis capaces de producir la muerte de una persona sana y joven. Su justificación, por muy increíble que parezca, es el ahorro; pero no de sufrimiento sino de dinero. Como los pacientes son terminales y van a ocasionar más de un ingreso tanto en urgencias como en las plantas de hospitalización, es mejor acabar con ellos a la primera. No hay piedad ni estamos hablando de eutanasia activa ni de ayuda al suicidio, se trata de homicidios. La mayoría de los pacientes que son sometidos a estas sedaciones son oncológicos, dementes y/o disminuidos psíquicos o cualquier paciente de edad que tenga alterada la conciencia por un proceso patológico agudo. En su inmensa mayoría no están en tratamiento con opiáceos o tranquilizantes. Se aprovechan del bajo nivel cultural de la población que cubre el hospital (Leganés y Fuenlabrada). Este médico ha conseguido contratar a un grupo de médicos que se adhieren a sus procedimientos simplemente por mantener su contrato temporal [...].

Esta denuncia anónima, reproducida en la página 78 del libro que aquí reseñamos, y que llegó a la Asociación de Víctimas de Negligencias Sanitarias (Avinesa), fue el comienzo del caso del Doctor Montes, conocido como «Doctor Muerte» en los medios de comunicación. Inicialmente provocó un gran revuelo y confusión en las informaciones de los medios de comunicación. Primero se habló de homicidio, como señala la denuncia, después de eutanasia (término que sin embargo evitaron a toda costa la mayoría de medios de comunicación), después de negligencia, &c. Toda una batalla sindical y política que el PSOE y sus centrales sindicales se tomaron muy en serio, con vejaciones y golpes incluidos durante el juicio contra el Doctor Montes.

El Hospital Severo Ochoa de Leganés, abierto en 1987 como centro modelo para la nueva Ley General Asistencial, era un tesoro muy preciado para el PSOE y lo defendió a capa y espada a raíz de este escándalo, pese a que electoralmente no dio en principio los frutos deseados en las elecciones municipales y autonómicas en 2007. Uno de los fundadores de dicho centro había sido precisamente el protagonista principal del escándalo, el Doctor Luis Montes Mieza, que había sido miembro de los grupos de izquierda indefinida, con tendencias católicas, ligados a la editorial ZYX, que abandonó en 1977. Otro de los fundadores del Hospital, Joaquín Insausti, jefe de la Unidad del Dolor, será también un protagonista habitual de las páginas del libro (pág. 38).

El caso de las sedaciones terminales, como sostiene Cristina Losada, no fue fruto de una simple negligencia, ni tan siquiera de una voluntad aislada, empeñada en sedar a toda costa a cualquier enfermo que pudiera ocupar un lugar más de 24 horas, plazo máximo para la atención de Urgencias y el posterior alta o ingreso en la unidad de cuidados paliativos. Precisamente, este libro desvela que en el Hospital Severo Ochoa de Leganés, un equipo de facultativos, conocidos en el hospital con el nombre de Sendero Luminoso, se hizo con el control de las Urgencias e implantó una doctrina que atenta contra los principios de la Medicina; es más, podría decirse que sus fundamentos ya no son propiamente médicos sino que entrarían dentro de lo que se conoce como Bioética.

El hombre que sólo sabía practicar sedaciones

El grupo al que nos referimos, liderado por el anestesista Luis Montes Mieza, se formó cinco años antes de que el caso de las sedaciones terminales saliera a la luz pública. En abril del año 2000 el Hospital Severo Ochoa eligió al Doctor Montes como nuevo coordinador de sus Urgencias. Por entonces desconocido, a algunos de los médicos les sonaba su nombre por haber inaugurado el Hospital en 1987, sólo abandonándolo para ocupar distintos puestos de dirección en el centro de La Paz. Al poco de hacerse efectivo el nombramiento, ya se empezaban a oír rumores de algunas actuaciones en la unidad de Reanimación de un amigo de Montes, el doctor Joaquín Insausti, uno de sus más acérrimos seguidores.

Luis Montes, descrito como un hombre cincuentón y de «carácter hosco, incluso por quienes luego le defenderían» (pág. 25), se mostró inicialmente afable y trabajador. «Pero había algo que no hacía. No atendía a los pacientes ni prescribía tratamientos. Pronto se vería que había una salvedad a esa conducta»: la sedación. Así, fue preparando una serie de cambios que buscaban «rentabilizar al máximo el servicio». Ante un panorama cada vez más desalentador para algunos miembros de Urgencias, varios especialistas contrarios a sus prácticas fueron abandonando el centro en busca de nuevos destinos. Montes los sustituyó por otros facultativos de su confianza y que fueron formando un grupo cerrado, sin contactos con los más veteranos del Hospital Severo Ochoa.

«Al poco de la llegada del nuevo coordinador, se observó que recurría a la sedación terminal de pacientes con una frecuencia desusada en aquel servicio de Urgencias y, como veremos, también en otros. Esas decisiones llamaban la atención, además, por la circunstancia de que Montes no se dedicaba a tratar a pacientes, sino esencialmente a tareas organizativas. De hecho, los únicos tratamientos que prescribió a lo largo de sus cinco años de coordinador fueron los de sedación terminal» (págs. 27-28), término que apareció por vez primera en la literatura anglosajona de cuidados paliativos para disminuir el grado de consciencia de un paciente que expirará en breve, para paliar su sufrimiento en suma.

Como muestra de la nueva dirección, tras las obras de ampliación de las Urgencias del Severo Ochoa, apareció una nueva estancia: el box para sedar, conocido como «el sedadero»:

A finales de aquel año 2000 se inició en las Urgencias una obra de ampliación. Cuando se abrieron las nuevas instalaciones, en julio de 2001, había una novedad llamativa. Se trataba de un box con dos camas. Las habitaciones aisladas suelen existir en Urgencias para eventualidades tales como pacientes en agonía, que gritan o que deben estar separados del resto por sufrir enfermedades contagiosas, pero aquel box iba a tener una finalidad especial.
El propósito oficial del nuevo box era acoger a pacientes terminales, pero Montes pensaba dedicarlo específicamente a la sedación terminal. En el servicio se hablaría de él como el box de sedación y, más adelante, los médicos lo llamarían coloquialmente «el sedadero» (pág. 28).

Así, se fueron destinando al «sedadero» los habituales destinatarios de las prácticas que hoy se suelen denominar bajo el rótulo de eutanasia o el presuntamente sinónimo «muerte digna»: «ancianos, dependientes, con un estado general malo, con algún grado de demencia o con una enfermedad neoplásica (tumor). Gran parte de estos enfermos provenía de las distintas residencias geriátricas que se encuentran en el área del hospital. Los estudios e informes posteriores señalaron casos en los que no estaba justificada la condición terminal del paciente sedado» (págs. 28-29).

Bajo la demagógica excusa de evitar el sufrimiento del enfermo (excusa sin embargo aceptada de manera común por la opinión pública), los médicos se justificaban en sus prácticas eugenésicas. Tras no realizarse un tratamiento activo, es decir, la omisión de los cuidados pertinentes, muchos de los enfermos descritos, que llegaban con apenas una fiebre, una infección respiratoria o urinaria, eran etiquetados como enfermos terminales y agónicos, procediéndose a su sedación. Sedación que está indicada sólo para casos oncológicos terminales (cáncer), y que en el caso de estos pacientes que pasaban por las Urgencias del Hospital Severo Ochoa, podía fácilmente cuadruplicar la dosis recomendada. Tras unos primeros meses en los que el propio Doctor Montes administraba las sedaciones terminales, los médicos que él introdujo en Urgencias en 2001 y 2002 le sustituyeron en el macabro proceso, sin precedentes en las Urgencias del Hospital, dado los elevados riesgos de depresión respiratoria que comporta la sedación. El principio de la «dosis mínima eficaz» no fue tenido en cuenta. Algunas veces el médico, en lugar de la enfermera, algo también irregular y sin precedentes, se introducía en el box y aplicaba una jeringuilla al paciente, que moría poco después.

Es el caso de Cándido Pestaña, de 78 años de edad, que necesitaba de oxígeno permanente, aunque podía salir a la calle e incluso caminar sin problemas. Debido a problemas respiratorios, ingresó en las Urgencias del Severo Ochoa, pero por su propio pie. Una hora después, las noticias eran que el paciente iba a morir y al ver a sus hijos estaba asustado. Su hija Fabiola lo cuenta con todo lujo de detalles: «Entonces el doctor entró en el box. Afirmó que el paciente estaba «agitado» y que le iba «a poner algo». «Vino con una inyección, se la puso él mismo y en torno a la media hora, fallecía». No se lo podía creer. Había visto a su padre en un estado general aceptable, nada grave, a primera hora de la mañana, y resultaba que a la una y media del mediodía estaba muerto». Se le había sedado sin consentimiento ninguno, ni del paciente ni de la familia: «Fabiola sostiene que ni aquel médico ni ningún otro miembro del personal habían comunicado previamente que le administrarían a Cándido una sedación terminal. «No nos dijo que le iban a sedar. La palabra «sedar» no se dijo. No hubo ninguna explicación de ese tipo. Si me lo hubiera dicho, yo habría querido verle antes de que lo sedaran. Pero tampoco hubiera querido que sufriera»». Con el agravante de fallecer en un box de urgencias compartido con un delincuente y los dos policías que lo custodiaban. «Es indigno morir así» dice Fabiola, refiriéndose a quienes luego hablaron de la «muerte digna» para defender a Montes. Su experiencia en las Urgencias del Severo fue muy otra» (págs. 151-152).

Fue precisamente Fabiola Pestaña, militante del PSOE a la sazón, quien pondría una denuncia individual a la presentada por la Asociación de Víctimas de Negligencias Sanitarias, sufriendo tanto la Asociación como la denunciante toda la campaña de acoso de parte de miembros de Comisiones Obreras y el PSOE en la Comunidad de Madrid. Otro caso, el de Gregoria Buchó (descrito con pruebas documentales en las págs. 198-202), es paradigmático de cómo se administraba sedación a quien podía perfectamente ser tratado sin ella. El doctor Miguel Ángel López Varas, discípulo de Montes, convenció a la hija de la enferma de la necesidad de una sedación terminal, a causa de que (según el facultativo) le quedaban dos días de vida. Pero al cambiar el turno «una doctora le retiró la sedación terminal. A la mañana siguiente, la paciente fue ingresada en planta. Sería dada de alta al cabo de unas semanas» (pág. 202).

Como era lógico, pronto se produjo un conflicto entre partidarios y detractores de Montes, quienes se anulaban mutuamente las órdenes de sedar o retirar la sedación, como hemos visto en este caso. Esta situación motivó leves denuncias, sin consecuencias contra Montes y su Sendero Luminoso durante los dos primeros años. Las cifras de mortalidad aumentaron dramáticamente con la llegada de Montes y la instalación del «sedadero»: de 105 fallecimientos en el año 2000 a 158 finados en 2001 y 242 en 2002, sin que esta multiplicación de fallecimientos se corresponda con similares porcentajes de pacientes atendidos: de 137.778 pacientes en 2000 a 149.893 en 2001 y 155.647 en 2002 (pág. 35).

Debido a este creciente goteo de víctimas, no se pudo aguantar más tiempo y se produjo en Urgencias una inspección de ocho días que sin embargo se prolongó de forma tortuosa durante varios meses. Concluida tras el verano del año 2003, en el informe no apareció nada punible, aunque sí irregular, pues solicitaba la Inspección «recoger de modo explícito [...] la patología que motiva el inicio de un tratamiento de sedación, dejando constancia, en todo caso, de las posteriores evaluaciones realizadas por los facultativos intervinientes» (pág. 45), dejando entrever que tales datos no habían sido incluidos en los expedientes estudiados. Lo que suponía proponer unos controles sobre las actuaciones médicas relacionadas con la sedación terminal, algo sin precedentes.

El resultado de la inspección, sin embargo, envalentonó al Doctor Montes, quien como poseído por una revelación exclamó ante su equipo de facultativos: «¡Veis, veis, la sedación es el futuro!». Dicho y hecho: «Las sedaciones, que habían disminuido significativamente en setiembre –el mes con más visitas de los inspectores– rebrotaron con renovada energía una vez conocido el dictamen. En el último trimestre se compensaría el retraimiento anterior» (pág. 46).

La «muerte digna»

Como argumento contra las denuncias, los partidarios de Montes señalaban que la Comunidad de Madrid, el PP en definitiva, quería destruir la sanidad pública y por eso atacaba a los miembros de Urgencias del Severo Ochoa: sin unidad de cuidados paliativos, los pacientes «se morían en los pasillos», según confesión del pupilo de Montes Miguel Ángel López Varas a algunos medios de comunicación (pág. 108). Pero lo cierto es que en el año 2003 el Severo Ochoa había implantado una unidad de cuidados paliativos y ello no impedía que se siguiesen practicando las sedaciones terminales (pág. 229).

Evidentemente, la práctica médica del grupo comandado por el «Doctor Muerte» estaba condicionada por una posición Bioética: lo que Montes consideraba como «sedar por ética y por estética». Según argumentaría Montes posteriormente, los enfermos en coma pueden sufrir crisis epilépticas y hacer movimientos que angustien a los familiares, por lo que se decidía a sedar a los comatosos. Sin embargo, no suele justificarse tal práctica en esos casos, pues el objetivo de la sedación terminal «es reducir el nivel de conciencia del enfermo, y la conciencia ya se encuentra disminuida cuando el paciente se encuentra en coma». Además, la parte ética «consistía en evitar la muerte con dolor y sufrimiento, pero esa noción resultaba tremendamente elástica aplicada por Montes y sus adeptos. Abarcaba casos que, a juicio de otros médicos, no podían considerarse terminales, preagónicos ni agónicos. De hecho, algunos de los pacientes «sentenciados», tras haberles retirado la sedación otros facultativos, no fallecieron, sino que recibieron el alta después de un tiempo ingresados» (pág. 49). La Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, ante el tétrico panorama tras la denuncia, ordenó el cese de Montes y su equipo y de manera inmediata las muertes disminuyeron hasta los parámetros habituales (págs. 117 y ss.).

Las prácticas del grupo de Montes, justificadas por el fin de evitar el denominado «encarnizamiento terapéutico», hay que relacionarlas con la economía de camas, pues una buena parte de los pacientes sedados por el equipo de Montes hubiera ingresado, de no producirse tan fulminantemente su muerte, en la planta de cuidados paliativos. Sería así el servicio de Urgencias una criba para ingresar o no a los pacientes. Si en los hospitales públicos hay problemas de saturación, parece que el objetivo de este grupo de facultativos de Urgencias de Leganés consistía en aliviar las dependencias hospitalarias, cual hotel que necesita hacerle un hueco a otros pacientes más selectos.

Así, entre los discípulos de Montes cuajó la idea de que muchas de las personas que llegaban a Urgencias ya «no servían para nada» y se iban a morir pronto (pág. 53). Por lo tanto, no tenía sentido que ocupasen las camas que necesitarían otras personas que podrían sobrevivir. Pero con ello también se eliminaba el objetivo de la profesión médica: sanar, no enfermar ni propiciar o acelerar el fallecimiento del paciente. Por paradójico que pueda parecer a algunos, el Doctor Montes se convirtió en algo totalmente distinto a lo que es un médico. El Código de Ética y Deontología Médica de 1999, en su Artículo 27.3 señala: «El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste».

Con el escándalo destapado por la denuncia, el 12 de abril de 2005 se anunció la composición de un comité de expertos que incluía a la presidenta del Comité Asesor de Bioética de Madrid (pág. 123), que sin embargo por solidaridad con el Doctor Montes fue boicoteado por el Colegio de Médicos y muchas otras asociaciones de facultativos. El propio Montes descalificó la comisión, afirmando que carecían de autoridad. La cuestión, por lo tanto, iba más allá de lo puramente médico y gremial. Abarcaba cuestiones mucho más complejas, en el momento que se apelaba a la ética, la dignidad, la estética, &c, como constantemente Montes y el Sendero Luminoso hacían.

De hecho, la autora relaciona la defensa a ultranza de Montes dentro del espectro socialdemócrata con el estreno de la película Mar adentro en el año 2004 y la defensa de la eutanasia que realizó el PSOE: «A nadie se le escapaba cuál era la finalidad de su presencia allí, pero Zapatero prefirió explicarla por el deseo de «apoyar al cine español y, cuando se trata de apoyar un problema humano de esta entidad, mucho más». Cuando los periodistas le pidieron su opinión sobre la legalización de la eutanasia, desvió la cuestión con un «vamos a hablar de cine»» (pág. 16). Además, como desvela Losada, no era la primera vez que se usaba el cinematógrafo para lograr el favor del público en un caso de eutanasia. Lo hicieron en su día los nazis:

El cine fue explotado ampliamente para persuadir a los alemanes de las bondades de la eutanasia. La cinta Ich klage an (Yo acuso), del año 1941, ejerció una influencia notable en la opinión pública y en los médicos. Protagonizada por actores célebres, contaba la historia de una médico aquejada de esclerosis múltiple, que ruega a su marido, un famoso profesor de medicina, que acabe con su vida. El marido cumple ese deseo y es juzgado por un tribunal ante el que diversos testigos presentan ejemplos de los que se infiere que es humano matar a enfermos incurables.
Si los partidarios de la eutanasia no quieren que se relacione su causa con aquel período tenebroso, harían bien en no manipular emocionalmente al público (pág. 18).

Así, el proyecto de legalización de la eutanasia, que no vio la luz en los cuatro años de legislatura anteriores, entró en escena poco después, «por la puerta falsa. Justamente por la que entreabrió el caso de las «sedaciones terminales» que se administraron en las Urgencias del Hospital Severo Ochoa cuando su coordinador era Luis Montes» (pág. 19).

Y ciertamente, a pesar de caer en alguna ocasión en el maniqueísmo izquierda-derecha propio del mito de la derecha (págs. 138-139), Cristina Losada percibe que esta visión maniquea aparece de forma muy habitual en quienes defendieron a Montes con uñas y dientes, menospreciando y silenciando a las víctimas, lo que manifiesta, según su certero juicio, el vaciamiento de la izquierda una vez caído el Muro de Berlín. A propósito de la Plataforma de Apoyo a Zapatero (PAZ), en el epígrafe titulado La «zeja», señala Losada que: «Nadie debía interferir en la creación del universo maniqueo que una izquierda afectada por un grave vacío ideológico ha de reconstruir una y otra vez para asegurar su supervivencia. El Partido Socialista necesitaba en 2008 más que nunca aquel mundo de «buenos y malos» para salir airoso de la prueba de las urnas» (pág. 245). Pero lo cierto es que los procedimientos sedativos del Doctor Montes, que rechazó enérgicamente las descalificaciones de nazismo sobre sus prácticas, no diferían de las que en su momento pudieron realizar los nazis con ancianos o disminuidos físicos y psíquicos. Las prácticas eugenésicas del Doctor Mengele, por ser de alguien «de derechas», eran horrendas; las del Doctor Montes, al ser obra de un profesional «de izquierdas», eran aceptables y defendibles.

De hecho, el socialfascismo, socialismo de palabra, fascismo de hecho, se caracterizó de manera peculiar en la defensa de Montes: ninguno de los intelectuales-impostores que defendió al Doctor Muerte había ido nunca a operarse a un hospital público.

Tras el proceso abierto por Avinesa, sobreseído en 2006 pero reabierto en el 2007 tras aceptarse la parcialidad del juez, el auto del 21 de mayo de 2008 no encontró a Montes culpable de asesinato por dichas prácticas. Pero la comisión de 11 expertos nombrada por el juez encontró fuera de lex artis (es decir, no ajustadas al procedimiento que marca la ley) 73 historias clínicas (sobre 169 estudiadas) de pacientes sedados y fallecidos en el servicio de Urgencias, en las que señalaron que había 34 casos de «mala praxis» y una «clara correlación» entre la sedación y la muerte, aunque los tribunales, en suma, no encontraron una relación directa entre las sedaciones y las muertes de pacientes.

El auto del juez señalaba que no era posible vincular las sedaciones terminales con las muertes de los pacientes, pues no se habían realizado las autopsias, lo que también supuso la paralización de los procesos individuales, como el ya mencionado de Fabiola Pestaña. Sin embargo, el auto del juez parecía demasiado ligero y simplificado, pues «El informe del comité de expertos no llegaba a esa conclusión «inequívoca», sino a otra: que existía una relación causa-efecto entre las irregularidades detectadas y los fallecimientos. El propio auto de la Audiencia recogía ese dictamen, para ignorarlo acto seguido» (pág. 223).

Así, lo que era en principio un caso restringido al Severo Ochoa, se convirtió en una apología de la eutanasia entendida como «muerta digna» de determinadas personas. Todo el juicio del Doctor Montes, en el que se presentó con arrogancia y descaro, negándose incluso a responder al abogado de las víctimas de las sedaciones, fue una farsa mediática que lanzó a la fama al médico, llegando incluso a aparecer en un concierto en plena campaña electoral de 2007 (pág. 209). La culminación de la apoteosis mediática del Doctor Montes consiste en la ovación recibida en el Parlamento de la Comunidad de Madrid por parte de PSOE e IU el 7 de febrero de 2008, justo cuando en una sesión de control se iba a tratar el caso del Severo Ochoa (págs. 234-235), y con la presencia junto a Rodríguez Zapatero en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el 5 de marzo de 2008 (pág. 247), al borde del cierre de la campaña electoral, lo que ofrecía una estampa inequívoca. Había que ir introduciendo, como señaló el nuevo ministro de Sanidad, Bernat Soria, el debate sobre la «muerte digna». Y el caso Montes era sin duda una forma ideal para el PSOE.

Pese a que «los socialistas retiraron del programa electoral de 2008 la referencia a la eutanasia que incluía el anterior; y en el Congreso celebrado en julio de ese año tampoco la introdujeron y optaron por referirse a la «muerte digna»» [...] ese mismo mes de julio el ministerio de Sanidad apoyaba un seminario a favor de la eutanasia, dirigido por el propio doctor Montes en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo» (pág. 238). El citado Seminario, «Muerte digna: asistencia ante la muerte», incluyó durante sus sesiones la presentación de la denominada «Declaración de Santander para la despenalización de la eutanasia», buscando modificar el artículo 143 del Código Penal español, despenalizando así el suicidio asistido y la denominada «eutanasia activa». Así, en dicho Artículo del Código Penal español, ubicado en el Libro II: «Delitos y penas», Título I: «Del homicidio y sus formas», se señala:

1. El que induzca al suicidio de otro será castigado con la pena de prisión de cuatro a ocho años.
2. Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona.
3. Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte.
4. El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo.

Sería objeto de otro lugar analizar la citada Declaración de Santander, pero algunas de las referencias de tan breve manifiesto son desde luego curiosas. Por ejemplo, el punto 4, donde señala: «El ser humano, aun en medio de su vulnerabilidad, y en tanto que persona, disfruta del derecho a la autodeterminación, libertad, dignidad y otros, que le permiten disponer de su vida, lo que le permitiría afrontar la muerte a la luz de su decisión personal». Mayor metafísica idealista no puede caber en torno a lo que denomina como autodeterminación, libertad o dignidad como atributos de la persona.

Ninguna persona puede autodeterminarse sencillamente porque nadie puede «determinarse a sí mismo», al margen del entorno político y social en que se desenvuelve. El caso del tetrapléjico Ramón Sampedro – el inspirador de la película Mar adentro–, es una muestra de cómo esa metafísica es totalmente irrisoria: Sampedro no pudo autodeterminarse, ni tampoco «renunciar libremente a su cuerpo», como ingenuamente argumentó en el vídeo grabado de su «suicidio asistido». Un hombre postrado en una cama, como era su caso, carece de «libertad para» disponer todo en su muerte, y menos aún para «disponer de su propia vida». De hecho, suponer que el ser humano posee autodeterminación, libertad, dignidad, que puede «disponer de su propia vida» o que uno es dueño de su propio cuerpo (como nos dice Amenábar, director de Mar adentro), es tanto como suponer que el hombre es un espíritu puro al que un cuerpo «deficiente» le supone una carga de la que ha de liberarse. Curioso juicio metafísico en quien se supone que no participa de lo que él y sus adeptos descalificaron como «fundamentalismo religioso» y que atribuyeron falsamente al PP y a los familiares de las víctimas de sus sedaciones.

Además, hablar de eutanasia como «muerte digna» –la «muerte sin sufrimiento físico» de la que habla la autora del libro citando en la página 84 una de las definiciones del Diccionario de la Real Academia Española– es tanto como suponer que morir a manos de un médico con la sedación terminal, en el pasillo de las Urgencias de un hospital, es más adecuado que hacerlo junto a sus familiares tras haber agotado todos los mecanismos posibles para sobrevivir. Cristina Losada señala el caso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, que nunca administrarían sedación a un enfermo salvo que este fuera terminal.

Sin pretender solidarizarse con las posiciones católicas de esta Orden, ¿por qué considerar más «digna» la muerte administrada por Montes y su equipo que la que proporcionan los miembros de la Orden Hospitalaria? En todo caso, las sedaciones terminales a enfermos impedidos, ancianos o personas similares son un procedimiento propio de sociedades bárbaras, en las que los ancianos y personas con diversas taras son exterminadas para asegurar la supervivencia del grupo. Lo mismo podríamos decir respecto al aborto usado como método anticonceptivo, una versión refinada del infanticidio que practican los yanomamos u otras sociedades preestatales, en estado de salvajismo. ¿Qué sentido tiene que una sociedad moderna y con suficientes recursos, ganados precisamente gracias al trabajo acumulado por las personas que en su vejez van a ser atendidas, elimine sin más contemplaciones a esos mismos ancianos?

De hecho, cuando se niegan los postulados básicos de la profesión médica, cuando en lugar de operar para que el organismo enfermo se vuelva sano se opera en el sentido inverso, se seda «por ética y por estética», es porque ya se ha establecido un canon humano que no incluye a los ancianos ni a los impedidos físicos o psíquicos, y que se asemeja a las prácticas del Doctor José Mengele antes que a la medicina tradicional.

En el fondo, lo que demuestra el caso de las sedaciones del Severo Ochoa es la contradicción existente entre una sanidad universal, pública y gratuita, y la saturación provocada por las propias condiciones del modo de producción capitalista (trabajadores inmigrantes irregulares que se benefician de la asistencia sanitaria sin contribuir a la Seguridad Social, extranjeros que acuden en masa a operarse al ser muy fácil conseguir la asistencia en España, descoordinación entre el gobierno central y los autonómicos respecto a las competencias, &c.). Así, pretenden subsanarse las contradicciones eliminando a quienes provocan mayor gasto sanitario, que no pueden ser otros que quienes tienen más achaques y dependen más de la medicina. De hecho, Montes fue efusivamente felicitado por sus superiores por la buena «gestión de recursos» realizada desde su puesto de coordinador de Urgencias en el Hospital Severo Ochoa (pág. 51).

El debate sobre la eutanasia, que había ido creciendo en intensidad durante la década de 1930, sufrió un claro retroceso tras la Segunda Guerra Mundial al ser relacionada con las prácticas de los nazis. Pero lo cierto es que en Holanda, donde se legalizó la eutanasia en 1993, se observa que «la decisión de morir, que en teoría corresponde al paciente, es asumida con frecuencia por los médicos. Un estudio de 1995 encontró que 900 eutanasias, de un total de 4.500, se habían hecho sin el consentimiento del paciente». Todo un rotundo mentís para los espiritualistas postulados del Doctor Montes y su afirmación de la autonomía y libertad humanas.

El libro de Cristina Losada termina con una cronología (págs. 249-252) que ayuda a situar cada acontecimiento de los que describe en las páginas anteriores, proceso singular que podría considerarse canónico del socialfascismo. A la vez que el PSOE promovía una Ley de Dependencia para atender a personas «discapacitadas», iba realizando, mediante sus medios de comunicación afines, un proceso de «pedagogía política» para el pueblo indocto. El objetivo de semejante labor educativa no era otro que, «consenso social» de por medio, esa masa indocta fuera aceptando y aplaudiendo, al igual que se aplaudió al final de la película de Alejandro Amenábar, Mar adentro, la «muerte digna», la eutanasia entendida como «buena muerte» y ausencia de sufrimiento de esos mismos «discapacitados». Mientras, se seguían eliminando en las salas de Urgencias a quienes se consideran seres sobrantes para una sanidad saturada.

 

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