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El Catoblepas, número 81, noviembre 2008
  El Catoblepasnúmero 81 • noviembre 2008 • página 14
Artículos

Los valores morales del nacional-sindicalismo de Pedro Laín Entralgo: el manifiesto político del falangismo radical de los años cuarenta

José Alsina Calvés

En torno al libro de Pedro Laín Entralgo,
Los valores morales del nacionalsindicalismo, 1941

Se ha dicho en ocasiones que Falange Española fue un movimiento de intelectuales, afirmación de la que discrepamos. Es cierto que en Falange militaron muchos escritores, periodistas y poetas, pero muy pocos «intelectuales» en el sentido estricto del término. La mayoría de los escritores falangistas jamás escribieron sobre política: estaban más interesados en los aspectos estéticos que en la elaboración doctrinal. Rafael Sánchez Mazas, uno de los mejores escritores que militó en Falange, fue un novelista. Dioniso Ridruejo, aparte de ser un gran poeta, no teorizó sobre su militancia falangista{1}, aunque en su obra escrita hay gran número de artículos periodísticos sobre temas políticos.

Las propias Obras Completas de José Antonio Primo de Rivera son un conjunto de discursos, pero no hay en ellas un tratado sistemático. Si tuviéramos que citar libros donde se desarrolla de manera sistemática y doctrinal la ideología de Falange nos limitaríamos a dos: el Discurso a las Juventudes de España, de Ramiro Ledesma, y Los valores morales del Nacional- Sindicalismo de Pedro Laín Entralgo{2}.

Los valores se publicó en 1941, y recoge unas conferencias pronunciadas por Laín en el Primer Congreso Nacional de los Sindicatos de la Falange, celebrado entre el 11 y el 19 de noviembre de 1940, siendo delegado nacional de sindicatos Gerardo Salvador Merino{3}.

Los valores, a pesar de ser un libro de corta extensión, es el tratado político más serio escrito desde las premisas del nacionalsindicalismo (al menos de la posguerra), y constituye además la expresión ideológica más elaborada del falangismo radical en el que militó Laín, por lo menos hasta finales de la década de los 50. Con este libro Laín se erigió en intelectual colectivo del Grupo de Burgos{4}, y a partir de las premisas ideológicas expresadas en el mismo hay que interpretar las dos grandes aventuras políticas que el Grupo protagonizó en los años 40 primero y en los 50 después.

Para entender la síntesis política, filosófica e incluso religiosa de Los valores resulta fundamental tener en cuenta una serie de elementos del pensamiento de Laín, que aquí debemos empezar a introducir.

Hay, en primer lugar, un indudable historicismo en el pensamiento de Laín, que procede sobretodo de la influencia de Ortega y Gasset{5}, y también de Dilthey. Es un historicismo matizado por sus creencias religiosas, que le impiden caer en un relativismo absoluto. Hay en cada momento histórico, en cada circunstancia, unas exigencias del tiempo que hace que determinadas posiciones sean actuales, necesarias, y otras inactuales y periclitadas. En el momento en que Laín escribe Los valores, la exigencia del momento histórico es la revolución.

En este contexto cualquier actitud política contrarrevolucionaria, o incluso conservadora, es estéril, por inactual. Es un absurdo intento de detener la historia, o, peor aun, de intentar resucitar periodos históricos o instituciones periclitadas o fenecidas. Ahora bien, que el momento históricos sea revolucionario no significa que todos los proyectos revolucionarios sean aceptables o convenientes. Los comunistas y anarquistas están equivocados, no por querer la revolución, sino por querer fundamentarla en doctrinas erróneas sobre el hombre y sobre la historia, que olvidan o niegan dimensiones esenciales, como la religión o el amor a la Patria, sin las cuales es imposible construir una nueva sociedad.

En este sentido se comprende el saludo de Ramiro Ledesma hacia la Republica, o la reivindicación de José Antonio del espíritu del 14 de Abril en el acto del cine Madrid. La Republica era bienvenida porque acababa con una institución, la Monarquía, que había completado su ciclo histórico, que estaba «gloriosamente fenecida», y que cayó como fruta madura, sin que la defendiera ni siquiera «un piquete de alabarderos».

Pero la Republica fracaso. Lejos de ser el primer paso de la Revolución Nacional, lejos de superar el «problema de España», no fue más que una continuación radicalizada de la «estéril pugna del siglo XIX» entre un tradicionalismo que no quería ser actual y un progresismo que no quería ser español. La República fracasó porque no quiso, o no pudo, ser «asuntiva « y «superadora», porque el entusiasmo de la población después del 14 de Abril se vio defraudado por las políticas sectarias de uno y otro lado. El egoísmo de la derecha y el sectarismo antirreligioso y antiespañol de la izquierda acabaron con las posibilidades de la República.

Frente a todo ello Laín afirma la «actualidad» del nacionalsindicalismo. Este va a hacer la revolución que España necesita, pues está en consonancia con los tiempos. El estado nacionalsindicalista es la concreción española de un tipo de estado nuevo que se impone en toda Europa, al que Laín llama el estado nacional-proletario.

A partir de aquí enlazamos con otro elemento del pensamiento de Laín imprescindible para entender Los valores. Es la influencia de Hegel o lo que Diego Gracia llama el «hegelianismo cristiano»{6}. Laín va más allá de las tesis de Ortega. La historia no se mueve de forma lineal, sino que aparece llena de contradicciones. Frente a ellas no caben más que dos soluciones: una es la negación de las contradicciones, lo que en la vida social y política llega a la negación del otro, del contrario, del disidente. Otra es la asunción del otro, incluso cuando es contrario o contradictorio.

En Laín la síntesis hegeliana adquiere un doble sentido, histórico y político por un lado, ético por otro. La antítesis supone la negación de la tesis, pero es tan esencial como ella, dado que de otra manera es imposible llegar al tercer momento dialéctico, la síntesis, que contiene a los otros dos. Así el Estado Nacional-sindicalista, como caso particular español del Estado Nacional-proletario es superior a las formas anteriores, tanto desde el punto de vista histórico y político como del ético. Políticamente porque constituye la síntesis entre la «moral nacional» y la «moral del trabajo». Éticamente porque integra y une, en lugar de separar y enfrentar.

Solamente por este camino sintético y asuntivo será posible, piensa Laín, la superación de la triple división de los españoles que en su momento denunciara José Antonio: la lucha de clases, el enfrentamiento partidario y las tensiones territoriales. La victoria militar del 1 de abril de 1939 no tiene que ser más que el primer paso. La autentica victoria de la Falange será cuando consiga atraer incluso a aquellos a quienes ha combatido, el viejo sueño de «nacionalizar» a las masas proletarias, especialmente a las de signo anarco-sindicalista.

El tercer elemento imprescindible para entender Los valores (y el conjunto de toda su obra) es el catolicismo de Laín. No es un catolicismo relegado al ámbito de la fe o de los sentimientos; no es un catolicismo como el que encontramos en algunos intelectuales y científicos que separan, que ponen su fe a un lado y su trabajo intelectual en otro. El catolicismo de Laín, sin ser integrista, es integral: lo encontramos empapando no solamente el conjunto de su obra intelectual, sino también sus actitudes políticas.

En Los valores el catolicismo viene a ser un contrapeso al historicismo y al hegelianismo. Laín afirma con rotundidad su creencias en los valores eternos, y estos valores no son otros que los del cristianismo, o, más exactamente, los del catolicismo. Pero estos valores no se encuentran en una época pasada e irrecuperable, como ocurre en el pensamiento tradicionalista, ni tampoco más allá del tiempo, como ocurre en las utopías. Los valores eternos se realizan histórica y socialmente, y solamente de esta manera pueden ser entendidos.

Laín es consciente de que la síntesis que propone es problemática, pero ello, lejos de asustarle, le reafirma es sus tesis, pues es un hombre convencido de la problematicidad de la realidad, porque concibe toda realidad como un proceso, como un devenir, como una síntesis. España es un problema; las relaciones Iglesia – Estado son un problema; las relaciones de los nacionalsindicalistas, católicos en su mayoría, con el resto de católicos que no son nacionalsindicalistas (sean tradicionalistas, monárquicos, democristianos o nacionalistas vascos) es también un problema.

Estos problemas son los que pretende abordar Laín en Los valores. El libro aparece dividido en tres capítulos, que corresponden a los tres discursos pronunciados por Laín ante el Congreso Sindical, y en cada uno se aborda una serie de los problemas comentados.

El primer capítulo es, sin duda, el de mayor contenido político e ideológico. Comienza anunciando los futuros enfrentamientos que van a tener lugar dentro del bando nacional, al decir que la designación del amigo y de enemigo es el acto fundamental de la acción política. No dice cual es este enemigo, pero es fácil leerlo entre líneas cuando escribe:

«En esta misma indefinición en que nos encontramos, parece que todos somos unos; todavía se dice, como si hoy fuese una denominación común, los nacionales; cuando para nosotros, no se puede ser nacional en España sin el adjetivo sindicalista, a través del cual adquiere lo nacional concreción, actualidad y real sentido histórico. Esta misma imprecisión exige de nosotros que nos esforcemos con nuestra actitud, con nuestra obra y con nuestra ideas para delimitarnos y definirnos; esto es, por constituirnos frente a la realidad histórica española actual como un grupo de hombres que piensan algo específico y que quieren algo específico.»

Se puede hablar más alto, pero no más claro. En el momento en que Laín escribe la Guerra Civil ha terminado hace poco. Dice claramente que la denominación de «nacionales» ya no es una denominación común. Pudo serlo durante la guerra por imperativos militares, pero en aquel momento ya no significa nada. Terminada la guerra, los distintos grupos y sectores que se unieron a los militares luchan para imponer su proyecto.

Hay un grupo de hombres (y de mujeres), a los cuales se dirige Laín, que «piensan y quieren algo específico», y para quienes el termino «nacional» no puede ser auténtico si no va acompañado del adjetivo «sindicalista». Este grupo de hombres debe constituirse «frente a la realidad histórica española actual». ¿Frente a quien se encuentra este grupo de hombres que son los falangistas?; en estos momentos no puede referirse Laín a comunistas, socialistas, anarquistas o republicanos de izquierdas, pues estos han sido derrotados militarmente, y ya no forman parte de la «realidad histórica española».

Laín se refiere a todos aquellos para los cuales el termino «nacional», sin más, sigue designando algo. En primer lugar a toda la ganga derechista y oportunista, a toda la «mayoría silenciosa» que apoya pasivamente al nuevo Régimen como habría apoyado a otro de signo contrario si la Guerra Civil hubiera tenido otro final. Se refiere también a la Iglesia y al Ejercito, los dos principales puntales institucionales del nuevo Régimen, para cuyos miembros (con excepciones){7} los falangistas eran unos demagogos peligrosos e irresponsables.

Pero Laín se refiere, sobretodo, a otro grupo de hombres que también «piensan algo específico y quieren algo específico». La antigua escuela de Acción Española, que dará lugar más adelante al Opus Dei; los forjadores del nacionalcatolicismo, los que realmente llevaran la iniciativa política en el franquismo (y en la transición), los que de alguna manera estarán frente y harán fracasar las dos grandes empresas políticas en que Laín y sus amigos del Grupo de Burgos estuvieron involucrados.

Laín pretende una clara delimitación, política e ideológica, de lo que representa el nacionalsindicalismo frente a las demás familias políticas que sostienen al Estado franquista. Esto es lo que da sentido a su libro, y así lo expresa:

«Tal es mi empeño y tal es mi responsabilidad: delinear lo que queremos y precisar como lo queremos; esto es, señalar cuales sean nuestros valores morales, en tanto nacionalsindicalistas.»

La empresa no es baladí, y está llena de peligros, y así lo advierte:

«En esta España , que no se resigna a dejar de ser capitalista y conservadora, a aquel que con actitud limpiamente falangista trate de situarse en esta brecha, pronto le caen como sambenito una de estas dos palabras: masón o rojo.»

Para realizar la tarea que se ha propuesto Laín propone un método histórico, en el cual se deja ver la dialéctica hegeliana. El nacionalsindicalismo amanece en la historia en un momento determinado, y se encuentra con dos grandes sistemas de valores heredados del pasado: la moral nacional y la moral del trabajo. Estos dos sistemas de valores son la «tesis» y la «antítesis»: la «síntesis» alumbrará una moral revolucionaria, que se afirmará en contra de tres «realidades»: la liberal, la marxista y la contrarrevolucionaria o derechista.

Resulta muy esclarecedor, desde el punto ideológico, el análisis que hace Laín sobre la «moral nacional». No se refiera a moral nacional-española, ni vuelve su mirada hacia la historia de España ni hacia la «tradición». Laín busca los orígenes históricos de la moral nacional, o, mejor dicho, su irrupción en la historia, y los halla nada menos que ¡en la Revolución Francesa!

«Cuando Goethe supo que en la batalla de Valmy luchaban los franceses al grito de ¡Vive la Nation!, sus ojos, tantas veces penetrantes en la lejanía histórica, descubren el carácter profundamente nuevo y revolucionario del hecho, y exclama estas palabras que hoy nos vales como lúcido augurio: «Creo que comienza hoy una nueva época de la historia».»

Esta moral nacional no surge de la nada. Su antecedente es la moral de la «razón de Estado». El patriotismo dinástico, la fidelidad al rey («orden del Rey»), seria para Laín el antecedente de la moral nacional. La voluntad de participación en la determinación del propio camino histórico y en la configuración de la empresa común llevan hacia un hecho revolucionario que alumbra la moral nacional: de la soberanía del Rey, uncida por derecho divino, a la soberanía nacional.

Este párrafo merece algunos comentarios de índole ideológica. El primero es que Laín hace suyo, sin citarlo, el principio fascista mussoliniano de que el Estado es anterior a la nación. Antes de la nación francesa, que grita en Valmy «viva la nación», ha existido el Estado francés, representado por la monarquía absoluta. Esta monarquía absoluta francesa ha generado a la nación francesa, aun cuando la afirmación política de esta nación cuando cobra conciencia de si misma es precisamente derrocar la monarquía y proclamar la Republica.

Esta idea enlaza muy bien con la afirmación joseantoniana de que la monarquía era una institución «gloriosamente fenecida». La monarquía tuvo su razón de ser como forjadora del Estado, pero llega un momento en que la soberanía ya no puede ser patrimonio de un solo individuo, sino que debe ser ejercida por el conjunto de la nación.

El caso de España es seguramente más complejo que el de Francia. La moral nacional implica que el hombre quiera, reclame y se sienta con derecho a ser partícipe activo de la historia, pero esto solamente ha ocurrido en los países «nacionalmente fuertes», que, según Laín son Francia e Inglaterra, y más adelante Alemania e Italia. En estos países (quizá con la excepción de Inglaterra, cuya historia es peculiar) se han dado autenticas revoluciones nacionales. En otros países, como España, la historia del siglo XIX es, según Laín, la historia de «una simulación».

En este punto recoge Laín un tema caro a los escritores del 98, y del propio Ortega: el siglo XIX español, es decir la Restauración de Canovas, es la historia de una simulación, de una falsificación, de una «fantasmagoría» en palabras de Ortega. Después de la pugna estéril de la primera mitad de siglo entre el tradicionalismo y el progresismo, viene la inmensa simulación del canovismo.

Como en España no ha habido revolución nacional no hay moral nacional. Esta moral nacional es la que impone una serie de obligaciones o deberes, como el pagar impuestos o hacer el servicio militar (el ejercito «nacional», la nación en armas, es otra innovación de la Revolución Francesa). En este punto Laín plantea el problema (aunque pospone su solución) de la relación entre la moral nacional y la religiosa, y al hacerlo cita otra vez a Ramiro Ledesma.

Concluye su disertación sobre la moral nacional con un párrafo trufado de significado:

«La historia del mundo ulterior a la Revolución Francesa despierta en los hombres la conciencia de unos deberes morales históricos, nacionalmente calificados, que se les revelan en algún modo independientes de las obligaciones estrictamente religiosas; como consecuencia muchos han sufrido este íntimo y doloroso desgarro entre las obligaciones religiosas que les impone su fe y las históricas que les prescribe su nación.»

Después de la moral nacional pasa Laín a ocuparse de la «moral del trabajo», a la que califica de «otro resorte moral heredado del mundo viejo». Para Laín la genealogía de la moral del trabajo es anterior a la de la moral nacional, y se sitúa en los albores del Renacimiento, de la mano de una burguesía que va apareciendo como «aristocracia del trabajo», y que encarna una concepción individualista de la vida y de la sociedad, y alcanza su expresión religiosa en la Reforma protestante.

En esta incipiente moral del trabajo hay elementos altamente valorables, junto a otros que lo son menos. Pero para Laín el momento fundamental vuelve a ser la Revolución francesa, valorada ahora en clave negativa: cuando la burguesía toma el poder político escamotea las posibilidades de la revolución:

«En cuanto el burgués asciende al poder social y político y al mismo tiempo crea la industria y la técnica moderna en un maravilloso despliegue de la posibilidad humana, se olvida de que es «nacional» y de que ha triunfado como «trabajador». La conjunción de estas dos deserciones se llama «capitalismo». La sociedad anónima y el «trust» son la negación sucesiva del interés nacional en aras del lucro privado [...] y el Consejo de Administración, la negación del trabajo como valor moral estimable, en cuanto con él se admite un lucro impersonal y sin participación real en el ciclo económico.»

Al renegar la burguesía de la moral del trabajo, está quedo en manos de las masas proletarias, lo que alumbró el nacimiento del marxismo, y del sindicalismo revolucionario. En este sentido señala Laín dos cuestiones altamente significativas:

En primer lugar el sentido pseudorreligioso en que se despliega la ideología marxista, para la cual el trabajo económico se ha convertido en fuente de salvación:

«El proletariado viene a ser a esta pseudorreligión lo que el pueblo fiel a la Religión auténtica, la hoz y el martillo emblemas por los que se muere, la estatua del obrero musculoso casi un icono venerable –recuérdese el frontispicio del pabellón de la URSS en la Exposición de París– y Stajanov un arquetipo, casi un «santo».»

En segundo lugar señala el merito de las movimientos clasistas del siglo XIX, marxismo y sindicalismo revolucionario, de haber traído a la arena histórica dos conceptos que ahora recogía el nacionalsindicalismo: la masa como instrumento de poder y la moral del trabajo. Aunque señala a continuación que la masa del nacionalsindicalismo no es la misma que la del marxismo pues «...la admitimos sólo nacional y jerárquicamente disciplinada».

Tampoco la idea de trabajo que propugnan los nacionalsindicalistas es la misma que en el marxismo. En este punto Laín no es demasiado explícito. Se dedica a afirmar que «El trabajo en nuestra doctrina, es obra de la total personalidad humana». Acaba, y en esto si que es explicito, con una vigorosa condena de un debate desarrollado en el seno de círculos católicos, de «si es lícito o no al católico vivir sin trabajar». Laín «instalado nacional y proletariamente en la historia», rechaza el debate y lo pone como prueba de hasta que punto la corrupción del espíritu burgués había penetrado en la sociedad.

Finalmente se ocupa Laín de la «moral revolucionaria», con un discurso preñado de afirmaciones políticamente trascendentes. En primer lugar identifica esta moral revolucionaria con la Revolución nacional-proletaria, de la cual el fascismo italiano, el nacional-socialismo alemán y el nacional-sindicalismo español serian variantes nacionales, pero que pertenecerían a la misma esencia. Rechaza de manera resuelta algunos regimenes de tipo nacional-conservador que han surgido en Europa:

«La contrarrevolución es cosa de minorías nostálgicas, sin real ímpetu creador; las cuales, si por azar llegan al mando –Polonia de Pilsudsky, Rumanía de Antonescu– convierten al país en un remanso inoperante y, a la postre, arrollado.»{8}

A partir de aquí Laín señala una serie de características de la moral revolucionaria. Se caracteriza en primer lugar, tal como hemos visto, por ser la síntesis de la nacional y de lo social, o, en termino hegelianos, la «síntesis» entre la «moral nacional» (tesis) y la «moral del trabajo» (antítesis).

En segundo lugar afirma que la tarea revolucionaria es obra de un grupo, que actúa como una minoría con «conciencia mesiánica». Esta minoría es el partido revolucionario, cuya misión es organizar y vertebrar a las masas. Pero esta minoría (a diferencia de la marxista) no afirma su misión como una tarea pseudorreligiosa: la revolución es en el terreno político, es decir temporal. De las relaciones, a veces difíciles, de la moral revolucionaria con la religión (católica, por supuesto) se ocupará Laín más adelante.

La revolución nacional-proletaria, sigue diciendo Laín, se caracteriza por un hic geográfico y un nunc temporal. De lo primero ya se ha ocupado, lo segundo lleva implícito un importante mensaje político en el momento en que se pronuncia este discurso. Dice, citando a Onésimo Redondo que «Queremos una trayectoria corta y recta, que quepa a ser posible holgadamente, en una década».

Es decir, los falangistas radicales, de los cuales Laín se erige en portavoz, dan a Régimen un plazo de diez años para la realización de la revolución nacional-sindicalista. En aquellos momentos la exigencia parece factible: se acaba de ganar la guerra, y no hay, en principio, enemigo interior. En el plano internacional todo hace pensar en una victoria de las fuerzas del Eje. La Revolución, por tanto, es posible en España. Laín y sus amigos no quieren pactos ni componendas con las fuerzas contrarrevolucionarias: exigen todo el poder.

Y hay al final del discurso un amago de amenaza, que no deja de chocarnos en alguien tan templado como Laín, y poco predispuesto por naturaleza a las actitudes violentas o amenazantes, y está claro contra quien se dirige esta amenaza:

«La brevedad en el plazo de la acción lleva consigo el tercero de los componentes antes señalados de la actitud revolucionaria: la violencia. No podría darse termino rápido a una obra histórica sin vulnerar violentamente las resistencias que se oponen a ella.»

Las fuerzas derechistas y conservadoras incrustadas en el Régimen debe, pues, tomar nota. Los falangistas, al menos los falangistas radicales, están dispuestos a todo para tomar todo el poder y hacer su revolución. Vista en perspectiva histórica, estas afirmaciones de Laín suenan a una fanfarronada. Si bien es cierto que hubo una actitud de rebeldía, descontento y malestar entre los falangistas frente a la orientación cada vez más conservadores y nacional-católica del régimen de Franco, en ningún momento hubo la más mínima posibilidad de se produjera en España algo parecido a lo que aconteció en Rumania: un enfrentamiento armado entre la Guardia de Hierro (partido homólogo a la Falange) y la dictadura militar del general Antonescu (al que alude Laín en su discurso).

En los dos capítulos siguientes del libro va a ocuparse Laín de las relaciones entre religión y política y en su traducción institucional: las relaciones Iglesia – Estado. El tema tiene una especial trascendencia, tanto el plano personal como en el histórico.

En el terreno personal no debe olvidarse nunca el catolicismo de Laín, que es sincero, lucido y especialmente autocrítico. En el terreno histórico es muy importante tener en cuenta que la cuestión religiosa resulta un elemento fundamental para explicar el fracaso de la Republica y el desarrollo de la Guerra Civil. El sectarismo antirreligioso de los gobiernos republicanos contribuyo de forma decisiva a agrandar la brecha entre los dos sectores de la sociedad española, y provoco en el bando nacional una conciencia de «cruzada» que abrió la puerta a la intransigencia religiosa y al integrismo puro y duro. En medio de este panorama Laín trata de fijar la posición del falangismo radical.

El segundo capítulo se inicia con un recuerdo hagiográfico y emotivo de la persona de José Antonio Primo de Rivera, en el que traza un breve resumen de su evolución ideológica, desde que se inicia en política de mano de los monárquicos hasta que deviene un auténtico «caudillo revolucionario», recordando una vez más que a través del personaje «..cobraban nueva vida las viejas consignas de las JONS precursoras «.

Para Laín hay dos grandes aportaciones doctrinales de José Antonio que no pudieron ser desarrolladas: la definición de la nación como «unidad de destino en lo universal» y la visión del hombre como «portador de valores eternos». Alrededor de esta segunda idea versará el capítulo que nos ocupa.

Los «valores eternos» son para Laín los valores cristianos, o, más exactamente los católicos. Pero estos valores se deben realizar «en la historia», y aquí enlazamos con el historicismo templado de nuestro autor al que hacíamos referencia anteriormente. Ni pueden situarse en la utopía fuera del mundo real, ni, como quiere el tradicionalismo hispano, relegarse a una época concreta, determinada y pasada de la historia (Edad Media, Siglo de Oro).

«Al tratar de engarzar lo eterno y extrahistórico con lo histórico y nacional, no emprendo reflexión sobre un tema bizantino.»

Para Laín el tema de la realización histórica del cristianismo ha sido un tema de abundantes reflexiones y escritos. En Los valores la cuestión va unida a la realización histórica de los ideales falangistas; en otros escritos se circunscribe a la cuestión puramente religiosa{9}. A lo largo de este capítulo Laín va a realizar una revisión histórica de las relaciones entre el cristianismo y la política a lo largo de la historia de Europa. Algunos pasajes merecen una especial atención.

Pensamos que es especialmente relevante su asunción de los ideales gibelinos expuestos en el libro de Dante De Monarchia:

«La forma de expresión más bella y aguda es, sin duda, el tratado «De Monarchia», del Dante, en su capítulo tercero; libro cuya traducción debería verse por los escaparates de las librerías españolas. Según ella, la potestad del Príncipe, en orden al ejercicio de su función temporal, le viene dada directamente de Dios, como al Pontífice la suya en el gobierno religioso y sobrenatural de la Cristiandad. En consecuencia, el Príncipe no debe sumisión de su mando al Pontífice –salvo cuando este es definidor de fe–, y responde ante Dios de su gestión política.»

En este sentido el nacionalsindicalismo se declara heredero de las ideas gibelinas. Estado de inspiración católica, pero separación de la Iglesia y el Estado. Al Estado, como heredero y continuador natural del Príncipe, le corresponde el poder temporal; a la Iglesia el poder religioso y espiritual.

Esta idea no es una originalidad de Laín, sino que forma parte del credo de la Falange. En el año 1931 Rafael Sánchez Mazas (falangista mucho más conservador que Laín) había publicado en el diario El Sol un conjunto de artículos, bajo el seudónimo de Persiles, con el título de «Encuentros con el Capuchino», y que se recogerían posteriormente en un libro, España-Vaticano, que vería la luz en 1932. Sánchez Mazas defiende en su libro el «principio vital, civil, autónomo del Estado» frente a la Iglesia, cuya misión debe ser exclusivamente espiritual, así como la afirmación de la supremacía de los intereses nacionales, políticos o religiosos, sobre los intereses de la curia{10}.

En este sentido Falange Española sigue la línea definida por Sánchez Mazas. En el punto 25 de su norma programática, en cuya elaboración participó el escritor en noviembre de 1934, puede leerse:

«Nuestro movimiento incorpora el sentido católico –de gloriosa tradición y predominante en España– a la reconstrucción nacional. La Iglesia y el Estado concordarán sus facultades respectivas, sin que se admita intromisión o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional.»

Personajes como Francisco Moreno y de Herrera, marqués de la Eliseda, abandonaron la Falange por el citado punto 25, al que consideraban herético{11}. Esta opinión era compartida por los monárquicos alfonsinos y los católicos integristas.

A lo largo de su trayectoria política posterior, Laín fue siempre fiel a este principio. Recordemos que en 1953 el equipo del Ministerio de Educación Nacional, dirigido por Ruiz Giménez, y del que Laín formaba parte como Rector de la Universidad de Madrid, aprobó la Ley de la Ordenación de la Enseñanza Media. Esta ley pretendía aumentar el control del Estado sobre la enseñanza privada, mayoritariamente religiosa, aunque sin llegar a limitar seriamente los privilegios que la Iglesia había obtenido en este tramo de la enseñanza con la ley de Sainz Rodríguez.

El proyecto no solamente tuvo la firme oposición de la jerarquía católica, secundada por los opusdeístas, sino también de los jesuitas, que iniciaron una dura campaña contra la política del ministerio desde su revista Razón y Fe{12}. Aquí vemos una prueba más a favor de la tesis que sostenemos: muchas actitudes políticas de del falangismo radical) que se desarrollaran en años posteriores, y que serán calificadas de «liberales», no son más que fidelidad a unas ideas y principios que se encuentran en Los valores.

Otra pasaje políticamente interesante se refiere a la Contrarreforma:

«Tras el paréntesis «moderno» de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II suponen un conato heroico por mantener intacta la vieja y ya quebrada Cristiandad medieval europea. Carlos V es todavía Emperador; Felipe II solo Rey, pero la idea política sigue siendo la misma que la del rendido de Yuste. Creo, sin embargo, que se entendería mal la historia de España si se viese este glorioso periodo carlo-filipino como pura continuación del Medioevo, y no como una expresión en estilo «moderno» de las ideas políticas y religiosas –Imperio sobre los príncipes cristianos y Cristiandad– del mundo medieval.»

La Contrarreforma no es un movimiento reaccionario y puramente represivo. En lo político es un proyecto de modernidad alternativa para Europa. En lo religioso es una Reforma católica. Esta idea de Laín ha sido confirmada por historiadores absolutamente ajenos a su discurso ideológico{13}. No olvidemos que es el humanismo de Erasmo de Rotterdam y su Philosophia Christii la ideología religiosa que anima a muchos de los hombres próximos a Carlos V, especialmente al canciller Mercurio Gattinara{14}.

Las similitudes y paralelismo entre el erasmismo y el falangismo radical seria un buen tema para otro estudio, pero volvamos a Los valores de Laín que es lo que nos ocupa. La derrota del proyecto imperial de Carlos V, del que España es abanderada, abre las puertas a una «versión» determinada de la modernidad, de la que forma parte el proyecto puramente «nacional» de la monarquía:

La idea moderna en orden al poder real penetra en España íntegramente con los Borbones. Puede así ser disuelta la Compañía de Jesús, cuyo estilo «sobrenacional» choca necesariamente con una «dinastía».

A partir de aquí Laín inicia una dura línea de ataque contra los monárquicos, contra esta idea borbónica de monarquía «moderna», sostenida especialmente por los alfonsinos. Afirma en primer lugar la perdida de vigencia social de la institución:

«Ahora solo es segura la inviabilidad de la formula monárquico-religiosa. La potísima razón histórica de mi afirmación consiste, lisa y llanamente en la pérdida de vigencia social por parte de la idea monárquico-dinástica.»

Pero la crítica de mayor calado viene a continuación. Para Laín la monarquía funciono mientras se fundamentó en un principio de caudillaje, es decir, mientras los hombres seguían a un rey porque «creían en él». En realidad creían en «este» Rey, y no en «un» Rey. Laín acusa a los monárquicos de haber racionalizado el principio monárquico, de haber pasado de la «realeza dinástica» a la «idea monárquica», según la cual:

«Lo excelente no es ya el Rey, sino las buenas razones por las que la Monarquía viene «demostrada» como forma óptima de gobierno; y la aparición de la «camarilla» o conjunto de personas que verdaderamente gobiernan porque entienden mejor la Monarquía que el Monarca mismo, se debe, indudablemente, a este proceso de racionalización. Cuando esto ocurre, la misma institución monárquica queda dañada en su corazón, porque en la Historia sólo son poderes auténticos aquellos que se apoyan en la creencia, no los que surgen de una permanente autodemostración en el regente y en los regidos.»

El resto del capítulo, así como el capítulo siguiente, van a ocuparse de las relaciones entre la política y la religión, o, de forma más estricta, con la religión cristiana y católica. Laín rechaza los «partidos católicos» así como a la democracia cristiana, a los que considera tibios y burgueses, incapaces de enfrentarse con energía y decisión a los problemas políticos y sociales a la altura de los tiempos:

«En el fondo, el católico «moderno» se hallaba profundamente inmerso en formas de vida propias de la sociedad burguesa; su idea de la propiedad, por ejemplo, distaba de ser la cristiana; su estilo en la relación de hombre a hombre era el individualista burgués, etc. ¿Qué diferencia hay en la estructura económica o en la dinámica humana entre un Banco protestante o arreligioso y otros cuyos consejeros sean declaradamente católicos, como en muchos de los españoles? Yo creo que ninguna.»

No solamente son tibios e incapaces, sino que, en cuanto burgueses, no son auténticamente católicos. Sus llamadas a la «justicia social», a la «colaboración de las clases», aun cuando sean bienintencionadas (no siempre), son absolutamente estériles. Solo el nacional-sindicalismo puede enfrentar el problema de la lucha de clases, pues ha comprendido que:

«La lucha de clases representa la insolidaridad económica del hombre moderno, como la lucha de partidos traduce su insolidaridad política. Una y otra asientan sobre el mismo radical fenómeno: la insolidaridad, el terrible, querido y a la vez temido aislamiento del hombre moderno.»

El corolario de todo ello es que el Estado y la Iglesia deben estar separados y ocuparse cada uno de sus funciones: las políticas el primero y las religiosas la segunda. Como es Estado nacionalsindicalista va a inspirarse en valores católicos (los «valores eternos») la Iglesia no tiene que estar a la defensiva, como ocurre con otros estados, religiosamente neutros, como el liberal, u hostiles a la religión, como el comunista.

Para Laín la Iglesia debe reconocer la dignidad temporal del Estado, y especialmente en lo que toca dos cuestiones: las empresas políticas exteriores y la educación.

«La grandeza de la Patria puede exigir ocasionalmente al Estado determinadas empresas exteriores; frente a ellas, el mínimo deber del católico español, sacerdote o seglar, consiste en secundarlas con disciplina.»

Una «empresa exterior», es decir una guerra, es cuestión política y compete al Estado, aunque ello implique hostilidades contra otra nación católica. Laín alude a un potencial conflicto con la «católica Francia» sobre las posesiones en el norte de África.

Otro tema especialmente delicado en las relaciones Iglesia – Estado es el de la educación. Laín no solamente reivindica el derecho del Estado a la educación política de los españoles, sino también al control por parte del mismo de la enseñanza impartida en los centros religiosos:

«Nunca he comprendido esta actitud de muchos religiosos; ni, en un orden de cosas no lejano, he creído que pudiera tener razones elevadas su recelo a examinarse ellos o a examinar a sus alumnos en los centros oficiales del Estado.»

Años más tarde, cuando Laín era Rector de la Universidad de Madrid y formaba parte del equipo de Joaquín Ruiz-Jiménez en el Ministerio de Educación Nacional, este tema del control de Estado sobre los centros religiosos fue uno de sus principales caballos de batalla con la jerarquía eclesiástica y con los sectores más integristas del Régimen. Esta idea, como muchas de las otras que iba a defender a lo largo sus años de actividad política, se encuentra ya en Los valores morales del nacional sindicalismo.

Notas

{1} En todo caso teorizó sobre su posterior alejamiento, del Régimen franquista primero y del falangismo después, pero esto ya es otra historia.

{2} En este sentido resulta sorprendente que en el libro (por otra parte magnífico) de José Díaz Nieva y Enrique Uribe Lacalla, El yugo y las letras: Bibliografía de, desde y sobre el nacionalsindicalismo, Ed. Reconquista, Madrid 2005, no se cite el libro de Laín Entralgo.

{3} Ver Gustavo Morales (obra citada), pág. 80.

{4} Ver José Alsina Calvés: «La disidencia falangista y el grupo de Burgos», El Catoblepas, número 61, marzo 2007, pág. 11.

{5} En este sentido es especialmente notable la influencia de dos obras de Ortega: Historia como sistema y El Tema de nuestro tiempo.

{6} Diego Gracia , «Genio y figura de Pedro Laín Entralgo», en La empresa de vivir: Estudios sobre la vida y la obra de Pedro Laín Entralgo, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona 2003, págs. 30-31.

{7} Hubo militares falangistas, como Yagüe y Muñoz Grandes. También hubo eclesiásticos falangistas, como el padre Fermín Izurdiaga, pero en general los miembros del ejercito y de la Iglesia miraron a los falangistas con una cierta desconfianza.

{8} De hecho, el régimen del general Franco tenía mucha más similitud con estos citados por Laín que con el fascismo o el nacional-socialismo.

{9} Ver «El cristiano en el mundo» y «San Ignacio, santo moderno» en La Empresa de ser Hombre, Ed. Taurus, Madrid 1958. Ver también La Espera y la Esperanza, Revista de Occidente, Madrid 1958.

{10} Ver Mónica Carbajosa y Pablo Carbajosa: La corte literaria de José Antonio. La primera generación cultural de la Falange, Ed. Crítica, Barcelona 2003; pág. 69.

{11} Ibidem, pág. 70.

{12} Ver Francisco Morente: Dionisio Ridruejo: del fascismo al antifranquismo. Ed. Síntesis, Madrid 2006; págs. 388-389.

{13} Ver Marcel Bataillon Erasmo y España. Fondo de Cultura Económica, Méjico 1950. (Primera edición francesa 1937)

{14} Ibidem, pág. 104.

 

El Catoblepas
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