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El Catoblepas, número 81, noviembre 2008
  El Catoblepasnúmero 81 • noviembre 2008 • página 8
Historias de la filosofía

Averroes

José Ramón San Miguel Hevia

La primera trinca

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Una de las instituciones más venerables de la enseñanza española, a la que todos los estudiantes asisten y todos los opositores temen, es lo que en el argot universitario llaman la trinca. Ahora mismo está en franca decadencia, y sólo de cuando en vez reaparece, si quienes concursan a una plaza de cátedras son particularmente belicosos, quieren desbancar el falso prestigio de su competidor o lucirse ante sus examinadores y ante un público deseoso de emociones. Sucede que en el primer ejercicio, luego de que un candidato ha expuesto sus méritos y publicaciones, todos los demás tienen derecho a hacer de abogados del diablo, denunciando su evidente retraso mental, descarados plagios, escasez o inexistencia de artículos o libros verdaderamente originales y toda clase de calamidades pedagógicas. Este juego de ataques es particularmente sangriento cuando el protagonista de la trinca está bajo la protección de una eminencia política o académica, ya que entonces la andanada se dirige por elevación a su patrono, normalmente enemigo de quienes presiden y de los alegres asistentes al acto.

Luego que los adversarios han hecho uso de sus derechos, los miembros del tribunal , lo mismo en este primer ejercicio que en todos los demás, plantean al opositor difíciles cuestiones con intenciones muy variadas, según sean sus relaciones con el candidato. Unas veces pretenden que se luzca a través de su respuesta en un terreno que ha trabajado y que domina, otras le ponen en una situación difícil, y por decirlo así casi fuera de combate, y finalmente le pueden exponer un lugar común sumamente problemático, bien conocido de todos y objeto de una actual cuestión disputada. Naturalmente los examinadores deben demostrar a los opositores y al público en general que están al día y merecen el puesto que ocupan, y esto hace que sus preguntas, sin parecerse a una rendición de cuentas, son de todas formas verdaderamente temibles.

Pero la trinca no es de hoy ni de ayer, pues tiene una larguísima historia. Su primera manifestación es, desde luego, rudimentaria : sólo hay un candidato, presentado por un ministro de instrucción pública, que expone sus méritos ante el tribunal, también unipersonal, de un soberano. La cuestión que éste plantea es única, pero mucho más comprometedora que cualquier ofensiva de un rival con ganas de sangre, y mucho más prestigiosa que si la formulara el tribunal más exigente. El encuentro tiene todas las alternativas y todas las sorpresas de una moderna oposición, pues primero el aspirante se quiere retirar, y en un segundo momento contesta con tal brillantez, que sólo unos meses después consigue la plaza de funcionario, y todavía más, asciende al número uno de su singular escalafón.

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Lo mejor es dar la palabra al protagonista de este primer concurso de méritos, el juez y filósofo cordobés Ibn Rusd, que pronto alcanzó prestigio en Al Andalus y luego en toda Europa con el nombre latino de Averroes.

«Cuando fui introducido delante del Príncipe de los Creyentes, Abu Ya’qub, lo encontré acompañado únicamente de Ibn Tufayl, Abu Bakr, que se dedicó a elogiarme, hablando de mi familia y de mis antepasados, y añadiendo alabanzas personales, que desde luego yo no merecía. El Príncipe de los Creyentes, después de preguntar mi nombre, el de mi padre y mi linaje, trabó conversación conmigo, planteándome la siguiente cuestión.

–¿Qué opinan del cielo los filósofos? ¿Lo creen eterno o engendrado? Lleno de confusión y de miedo, traté de evitar la respuesta, diciendo que yo no me dedicaba a la filosofía , pues no sabía lo que Ibn Tufayl había tratado con él. Pero el Príncipe de los Creyentes, que se dio cuenta de mi terror y mi confusión, se volvió hacia Ibn Tufayl y se puso a hablar de la cuestión que me había planteado, recordando lo que habían dicho Aristóteles, Platón y todos los filósofos, y citando también todos los argumentos que los musulmanes opusieron a su opinión. De esta forma pude comprobar en él una erudición que nunca yo habría sospechado, ni siquiera en los que ordinariamente se ocupan de estas materias. Tanto y tan bien hizo para tranquilizarme, que acabé por hablar y así se enteró de mi opinión. Y cuando me retiré me hizo enviar un regaló en dinero, un magnífico vestido de honor y una cabalgadura»

Hay una serie de detalles que convencen del carácter artificial de esta convocatoria, en la que al parecer, las autoridades académicas y políticas quisieron formalizar legalmente una situación y unos méritos ya bien conocidos. En primer lugar el califa almohade tenía que saber que tanto el abuelo como el padre de Averroes habían sido qadíes de Córdoba, el puesto de mayor rango entre los jueces de Al Andalus. Por otra parte el filósofo no era un joven anónimo, pues ya tenía cuarenta y cuatro años y había escrito los pequeños comentarios a la Lógica, la Física y sobre todo la Metafísica de Aristóteles, donde precisamente se expone el problema de la creación temporal o eterna del mundo. La misma presencia de Ibn Tufayl, médico y Visir del soberano, en funciones de ministro de enseñanza y cazacerebros, certifica el carácter político de esta presentación y este nombramiento. Lo que sí parece natural y auténtico es la sorpresa y admiración del filósofo ante la singular sabiduría de Yusùf Abu Yaqub, y su agradecimiento por la generosidad con que le ha tratado.

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Averroes tiene tal éxito que sólo unos meses después de esta histórica entrevista, el Califa almohade lo nombra Qadí de Sevilla, un cargo público tanto más eminente cuanto que esa ciudad se convierte en la capital del imperio almohade en Al Andalus. Pero el filósofo no pierde su espíritu combativo, y durante los años de 1170 va a prolongar y generalizar esta trinca mediante un opúsculo, el Fasl al Maqal, que ya por su título establece el acuerdo entre la religión y la filosofía. Unos años después, analizará las materias verdaderamente centrales en que la revelación del Corán parece entrar en conflicto con el razonamiento racional, recordando sobre todo la dificultad que Yusuf le había planteado.

Según el proceso de la escuela malikí –el que siguen los juristas de Al Andalus, entre ellos la saga de los Averroes– el qadí o juez, antes de aplicar la sentencia, está obligado, sobre todo en los casos difíciles, a consultar al mufti o experto en derecho islámico, que emite una fatwa, interpretando la ley divina. Ahora bien, después de cumplir este trámite, puede resolver la cuestión acudiendo a su propio criterio, pues el dictamen del mufti es pura mente consultivo. Por otra parte, aunque el qadi no puede ser al mismo tiempo mufti, los malikíes permiten que declare la ley divina en forma de fatwa en cuatro casos : cuando el pleito cae fuera de su jurisdicción y competencia, cuando las cuestiones de que trata sean religiosas, o afecten al ritual, o cuando simplemente son muy generales.

Este es precisamente el caso del opúsculo Fasl al Maqal, pues por una parte su contenido es religioso, al tratar de la concordancia o no contradicción entre la revelación del Libro y la suprema doctrina filosófica de Aristóteles y los musulmanes que le siguen, y por otra parte se refiere a un tema generalísimo, que trasciende a toda interpretación particular de la ley coránica y a la aplicación de una sentencia judicial concreta. Es por con siguiente una fatwa polémica, que refuta las críticas a la filosofía y ratifica su legitimidad, fundamenta la ciencia de la interpretación y finalmente establece la relación entre religión y sociedad. Para subrayar desde la primera línea la competencia en la emisión de este juicio de acuerdo con la escuela malikí, se atribuye solemnemente «al jurisconsulto muy ilustre, el incomparable, el muy sabio, el gran maestro, el qadí muy justo, Ibn Rochd».

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Desde el punto de vista formal, la estructura de todas las fatwas, tanto las consultadas a un mufti individual o a una junta de expertos, como las elaboradas por un qadí, es la misma. Empiezan por una fórmula religiosa, que dedica a Allah toda suerte de alabanzas y siguen por dos partes : la pregunta, que es normalmente muy breve, y la fatwa propiamente dicha, que en forma de respuesta razonada, puede alcanzar la extensión de un opúsculo, como es el caso del Fasl al Maqal. En principio la fatwa puede ser formulada verbalmente, pero la práctica impone a la larga la redacción escrita, y a ella se han de ajustar en todo caso las cuestiones teóricas.

El Tratado decisivo de Averroes es una fatwa de respuesta, dirigida a los alfaquíes y teólogos, que en un dictamen jurídico inicial, 1º prohíben estudiar los escritos de los filósofos antiguos, y 2º condenan por impiedad a los filósofos musulmanes, que violan el consentimiento común de los jurisconsultos al recurrir a la interpretación. Averroes, en una prolongación escrita a la primera trinca, contesta punto por punto a esta prohibición y estas condenaciones, anulando la fatwa original y ratificando los principios opuestos:

1º El estudio de los filósofos antiguos es obligatorio según el Libro, y es falso que esa sabiduría suponga el mínimo riesgo para la religión.

2º Hay que afirmar categóricamente que cualquier conclusión de un razonamiento apodíctico, propio de la especulación filosófica, que se contradiga con la letra del Libro, exige que esa letra sea sometida una interpretación alegórica, siguiendo las leyes de interpretación árabe.

3º Es totalmente falso, juzgar por impiedad a quienes han usado esa interpretación alegórica, acusándoles de violar con este uso el consentimiento común de lo jurisconsultos, pues ese consentimiento no se puede establecer de una forma cierta y segura en cuestiones teóricas, como son las ciencias del entendimiento y los asuntos de fe, y sólo tiene validez en cuestiones prácticas, concretamente en las ciencias del derecho.

A partir de esos principios, el Fasl al Maqal analiza la revelación del Corán, que admite una triple lectura : los hombres comunes deben seguir el sentido literal de los textos, dejándose persuadir por un lenguaje retórico, y sin embarcarse en ninguna interpretación, que forzosamente turbará su fe sencilla y su conducta fiel. En cambio los espíritus superiores, no sólo pueden, sino que están obligados a utilizar el razonamiento apodíctico y la demostración, siguiendo la doctrina de los filósofos antiguos, todo eso de a cuerdo con determinadas palabras del Libro Precioso, que Averroes saca fuera de contexto y comenta con singular desparpajo. Hay una tercera clase de lectores que han de ser evitados, pues al utilizar un lenguaje dialéctico y crear las sectas de teología son responsables de la fragmentación de un único mensaje propuesto por un único Dios.

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La existencia de dos clases de lecturas del Corán, la literal, propia de los hombres comunes, y la demostración, que pertenece a los pensadores de élite seguidores de los sabios antiguos, plantea un problema, que recorre todo el Fasl al Maqal, toda la doctrina de Averroes y su maestro Abentofail, y para abreviar toda la filosofía árabe. La cuestión está formulada en el mismo título de la fatwa : « Tratado decisivo sobre el acuerdo ( la no contradicción ) entre la religión y la filosofía «, o lo que es igual, entre el sentido literal del Corán, y el razonamiento de los falasafa, discípulos de Aristóteles. Averroes enuncia el principio que después desarrollará con las siguientes solemnes palabras: «Nosotros sabemos, por nuestra condición de musulmanes de forma concluyente que la especulación fundada en la demostración no contradice las enseñanzas contenidas en la Ley divina, pues la verdad no puede ser contraria a la verdad.»

A continuación la fatwa va analizando cuidadosamente la posibilidades que pueden presentar los dos conocimientos desde el punto de vista formal: «Sentado este principio, si una demostración categórica lleva a un conocimiento cualquiera de cualquier ser, una de dos, o bien la ley divina no se hace cuestión del ser, o bien se hace cuestión. Si no se hace cuestión, no puede haber contradicción. Si por el contrario la ley religiosa habla de ello, entonces el sentido exterior del texto puede estar de acuerdo con las conclusiones de la demostración referida a ese ser, o bien en desacuerdo. Si está de acuerdo no hay nada que decir, pero si está en desacuerdo, el texto religioso debe ser interpretado. Interpretar quiere decir traducir el sentido desde una expresión literal a una alegórica, según las figuras de la lengua de los árabes. Así que el nombre de una cosa representa metafóricamente a una cosa semejante, su causa, su consecuencia, una realidad coexistente, o cualquier otro símbolo.»

Averroes resume brevemente las consecuencias de este principio y este largo razonamiento: «Todos los musulmanes están de acuerdo en que no se pueden tomar todas las expresiones de la ley divina en su sentido literal, ni se pueden desviar todas de su sentido literal por la interpretación, pero no están de acuerdo a la hora de determinar las que se deben interpretar de las otras que no admiten interpretación… en cuanto a nos otros, afirmamos de forma categórica, que cuando la demostración termina en una conclusión en contradicción con el sentido literal de la Ley divina, ese sentido literal debe interpretarse según el canon de la lengua árabe.»

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La religión musulmana –a eso debe su asentamiento en buena parte del mundo– es de una suprema sencillez pues no admite jerarquías infalibles, ni verdades sobrenaturales, ni un complicado aparato dogmático. En rigor sólo se exige a cada uno de sus seguidores la declaración de una breve fórmula : Sólo hay un Dios, que es Allah, y Mahoma es su profeta. Según esto hay tres afirmaciones que la totalidad de los creyentes confiesan para no caer en infidelidad o en herejía : la existencia de un creador, la profecía, y los premios y castigos de una vida futura, que justifican el carácter imperativo de esa manifestación de fe. Hay que saber si la filosofía de los antiguos utilizando la demostración categórica, contradice alguno de estos principios centrales.

Antes de entrar a juzgar el contenido de cada uno, el Fasl al Maqal somete a los tres a una crítica formal, pues al parecer la unanimidad de los musulmanes utiliza en su confesión el sentido literal. Ahora bien, de acuerdo con la escuela jurídica maliki, esta unanimidad sólo se puede establecer de forma cierta en una materia práctica, mediante el consentimiento común de los juristas de Medina, propagada por una tradición constante sin ningún desacuerdo. En cambio en una materia teórica es imposible verificar el acuerdo universal de los sabios de todas las épocas, a no ser que cada uno sea conocido individualmente y por su nombre, y que la doctrina de todos se haya trasmitido por una tradición constante. Además de todo esto hay que establecer con toda seguridad que la ciencia no debe ocultarse a nadie, y que el camino para conocer la Ley religiosa es único. Pero se sabe por tradición que desde el nacimiento del islamismo, un gran número de hombres juzgan que en la Ley divina hay un sentido literal y un sentido oculto, y que el sentido oculto no debe ser conocido por quienes no lo pueden comprender por no cultivar la ciencia. «Hay que hablar a las gentes de lo que pueden conocer. ¿ O es que queréis que Dios y su Enviado sean acusados de mentira?»

Así pues, hay dos formas de creencia que se corresponden con otras tantas formas de infidelidad. Los filósofos son hombres de ciencia, que no pueden seguir a la letra los textos del Libro cuya interpretación es obligatoria para ellos si no quieren ser infieles. En cambio si los hombres comunes, que sólo conocen las cosas por la imaginación, se apartan del sentido aparente de ese mismo texto, al no poder usar el razonamiento y la demostración, caen irremisiblemente en infidelidad y en herejía. Y esta ambigüedad y doble lectura del Corán, afecta a todas sus páginas, incluida la fórmula central sobre la que gira toda su doctrina.

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Por fin el Fasl al Maqal, sin abandonar el punto de vista inicial, entra a considerar las tres proposiciones sobre las que formalmente descansa todo el edificio de la revelación coránica. El primero de todos pregunta directamente si el mundo es eterno o engendrado, y de forma indirecta si hace falta Allah, el creador omnipotente. Es precisamente la cuestión que el califa Yusuf le había planteado al aterrorizado Averroes en su primera presentación en la corte almohade. Ahora se puede explicar el miedo y la confusión de un discípulo de Aristóteles para quien el cielo está sometido a un movimiento circular e interminable, cuando tiene que dar razón de su doctrina al jefe supremo de los monoteístas unitarios, tanto más cuanto que la pregunta no puede ser más comprometida, pues se dirige a él por su condición de filósofo.

Al parecer Averroes sale airoso de la prueba a que le somete el Príncipe de los Creyentes en términos muy parecidos a los de su Fatwa. Según el Fasl al Maqal, hay dos extremos sobre los que el sentido literal del Corán, los filósofos antiguos y las mismas sectas de teología están de acuerdo y sólo disienten al tratar de la forma de ser que está entre estos dos extremos. Por una parte Allah es eterno y no engendrado ni producido, mientras que cada una de los seres particulares sometidos regularmente al nacimiento y la muerte son por eso mismo producidos y no eternos. El problema se plantea al tratar del mundo en su conjunto, que según una primera lectura literal de la Ley ha tenido comienzo, y según la teoría de Aristóteles y los hombres de demostración, igual que no tiene fin, tampoco ha tenido comienzo.

El filósofo descubre la trampa que le tiende Yusuf, cuando según los términos de esta primerísima trinca, le presenta una disyuntiva en forma de exclusión: «¿Qué opinan del universo los filósofos? ¿Lo creen eterno o engendrado?» Averroes convierte esta disyuntiva en una inclusión: el mundo es eterno, como que es efecto de la acción continua de la Primera Causa, pero en la medida en que su existencia no es autónoma, está perpetuamente producido. Negar cualquiera de estos dos principios equivale a desconocer el proceso de causalidad, y por consiguiente el soporte real de la demostración. De esta forma, el primer principio sobre el que gira la revelación –la Voluntad inmutable y omnipotente de Allah– se corresponde en filosofía con el principio que hace posibles el razonamiento y la ciencia. Nada tiene de particular que después de esta contestación, el soberano le haya dado espléndidos regalos, y encima de todo eso, le haya nombrado al poco tiempo Qadí de su capital de Sevilla.

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La segunda cuestión, tratada en la Dhamima o apéndice del Fasl al Maqal, se encabeza también con una breve fórmula religiosa, y a continuación pide la gracia divina a favor del consultante, con toda probabilidad el mismo Califa almohade Abu Yaqub Yusuf, que había suscitado la cuestión sobre el origen del mundo y de forma indirecta el Tratado Decisivo. El problema que ahora se plantea afecta directamente al conocimiento eterno, por consiguiente inmutable, de las cosas producidas, que por definición son variables, pasando del no ser a la existencia. Pero la cuestión tiene un alcance mucho mayor, porque de forma indirecta trata de la posibilidad de la profecía, otro pilar sobre el que descansa el edificio entero de la revelación coránica.

Según Averroes hay dos tipos de conocimiento de las cosas particulares, y en cada uno de ellos hay determinada secuencia de fenómenos El conocimiento del hombre depende de la realidad conocida, y en este sentido es producido y viene después de ella, y está por consiguiente sometido al tiempo, y en fin no tiene la categoría de eterno. Pero en cambio el conocimiento divino antecede a la cosa conocida, que se deriva de él como el efecto de su causa o como la consecuencia de un principio en el caso del razonamiento por demostración, tan invariable como la lógica. Así pues, es posible un saber eterno de los seres particulares, y en eso está de acuerdo el Libro Precioso: «¿Como no va a conocer El, el Penetrante, el Sabio?», con los peripatéticos, que protestan que dicho conocimiento es la base de las profecías en sueños, de la revelación, y en fin de toda clase de inspiración.

Queda una última cuestión, pero tan delicada, que los filósofos, no sólo interpretan su sentido literal, sino que además ocultan su misma existencia, para no turbar la tranquila fe de los hombres comunes, y es la referente a los premios y castigos de la vida futura. Averroes afirma la existencia de una realidad que trasciende los límites de la presente vida temporal, porque negarla significa caer en infidelidad, pero en su categoría de filósofo la interpreta de forma puramente intelectual. Así que en vez de una multiplicación de entendimientos individuales situados en el tiempo, establece la realidad de un único intelecto material, eterno y común a toda la especie ; y a demás sustituye la inmortalidad personal por la eternidad del Entendimiento Agente, y en fin los méritos y deméritos de la conducta humana por la actualización del entendimiento especulativo.

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Cuando construye su teoría sobre los fines del Estado, Averroes re cuerda con continua gratitud su primera presentación ante Abu Ya´qub Yusuf y el cordial recibimiento de que ha sido objeto. Por eso prolonga sus comentarios de Aristóteles y las interpretaciones de la Ley religiosa con una defensa de la política de los soberanos almohades. La sociedad tiene según él una misión pedagógica, el Estado es por eso una escuela y el gobernante un educador, legitimado por la única virtud de la sabiduría . Cuando los hombres quieren escapar a esta acción educadora y resisten a la verdad y la justicia con la fuerza, es preciso, como último instrumento y situación límite de la función educativa, acudir a la guerra.

De acuerdo con esta educación quirúrgica, el primer califa Abd al– Mu´min y después de él Yusuf son rigurosos e implacables a la hora de aplicar su credo a los súbditos del imperio. Lo primero que hacen es seguir al pié de la letra las doctrinas de Ibn Tumart, suprimiendo todas las revelaciones anteriores al Islam. Abd al Mu´min obliga a exiliarse o apostatar a los cristianos que encuentra en Túnez, y cuando pasa a España, Yusuf hace lo mismo con los judíos, a pesar de la influencia cultural y administrativa que han tenido desde siempre. La judería de Córdoba tiene que disolverse, y desde ahora sus miembros mantienen la fe, refugiados en la fortaleza impenetrable de la vida doméstica.

Además los soberanos almohades eliminan a los santones morabitos, y además todas las sectas teológicas que se interponen entre los creyentes y el Corán, fragmentando y multiplicando el contenido de su mensaje. De esta forma la unidad de Dios y la de su califa se prolonga en la lectura o la escucha directa de una única profecía. Pero además de esta política represiva admiten y fomentan una doble lectura directa del Corán, de acuerdo con el nivel intelectual de quienes han recibido este mensaje único.

Esta afortunada política cultural permite a los soberanos almohades salvar a la razón, que deja de ser dominio de los infieles y pasa a ser una de las lecturas de la Escritura mediante la interpretación. Por eso los unitarios, a pesar de su intolerancia incluso con los otros credos monoteístas y las sectas teológicas, van a asegurar en el Islam occidental y después en toda Europa la permanencia y la trasmisión de la filosofía clásica en todas sus variantes.

 

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