Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 80 • octubre 2008 • página 7
«A quien leyere. [...]
Comienzo por la hermosa naturaleza,
paso a la primorosa arte,
y paro en la útil moralidad.»
Baltasar Gracián, El Criticón
1
Presentación
Concebida, en términos generales, como producción cinematográfica, ¿pertenece El sol del membrillo (1991) de Víctor Erice a la categoría de documental o se trata de un filme de ficción{2}? Probablemente sea esta una cuestión previa ni gratuita ni irrelevante en la revisitación que proponemos como homenaje a una indiscutible obra maestra del cine español, diecisiete años después de su realización.
Las primeras lucen de una mañana bañan los planos iniciales de este filme ejemplar. Es otoño. Otoño de membrillo. Pero esto es sólo el principio de una obra inteligente, hermosa, profunda y esclarecedora como pocas.
La película de Erice muestra, en efecto, en una cronología y un espacio reales, el proceso de gestación de un cuadro por Antonio López. El artista se propone llevar al lienzo un membrillero que hace algunos años plantó en el pequeño jardín de su estudio en Madrid. El filme sigue atenta y pausadamente las etapas de la tarea de López en sus más pequeños detalles. Asistimos, ya en las primeras escenas, como en una ceremonia de introducción (¿o será de cíclica iniciación?), a la llegada del pintor al taller (he aquí el espacio) un sábado de principios de otoño (he aquí el tiempo) y a la preparación de sus instrumentos de trabajo. Contemplamos la disposición minuciosa que hace el sujeto creador del objeto a recrear, el árbol del membrillo, para así familiarizarnos con las técnicas minuciosas del método del pintor. Hasta arribar al último plano del filme, en el que el director (y con él, el espectador) deja al pintor reposando tras los trabajos y los días, sumido en su sueño de creación y de soledad. Hay aquí, ciertamente, realismo, mas ¿nos hallamos ante un simple documento, nada más que de un reportaje?
Las escenas directamente dedicadas al proceso de pintar el membrillero están combinadas en todo momento con el vivir cotidiano del artista. Vemos a Antonio López recibir la visita de algunos verdaderos amigos, quienes le acompañan, calladamente algunas veces, otras no, al tiempo que el artista trabaja, o comparten unas pastas (unas «tortas») y beben té, que el paso de las horas ha enfriado. Los miembros de su familia (familia auténtica, no actores, profesionales tampoco) pasan a verlo y le hacen compañía: la esposa le recorta el cabello; sus hijas cuidan de su vestuario, probándole una americana y unos zapatos que acaban de comprarle. Dentro de la casa, mientras tanto, los albañiles realizan unas obras de reforma de la vivienda. Todo parece indicar, pues, que la película de Erice es sólo un documental{3} sobre el pintor Antonio López. Sin embargo...
Las querellas teóricas sobre la distinción entre el género documental y el de ficción, cuando hablamos de cine, son tan antiguas y recurrentes como las polémicas sobre el realismo y la abstracción, cuando sobre teoría de la pintura deliberamos. ¿Es ésta una mera casualidad? ¿Cómo hay que interpretar, entonces, la apuesta de Víctor Erice por realizar esta película –precisamente– en forma o apariencia de documental?
2
Arte y materialidad
Visionando El sol del membrillo de Víctor Erice, y a medida que nos involucramos en sus imágenes, una impresión parece imponerse en nuestra mente: la impresión suprema de la materialidad. La pintura de López irradia, en efecto, materialidad y corporeidad, lo más lejano que pueda concebirse de una perspectiva espiritualista (también idealista) del arte. A fin de mostrar esta circunstancia, el director concibe y monta el filme de manera que el personaje quede fundido con su producción y con los materiales de que se sirve para tal fin. Las primeras secuencias, ya lo hemos dicho, nos dan la pista: el pintor llega al estudio acarreando sus instrumentos de trabajo bajo el brazo, prepara el lienzo, lo fija meticulosamente en el caballete, muy cerca –materialmente junto– al membrillero que le servirá de modelo a pintar.
La proximidad, física y a la vez mental, del sujeto y del objeto (pintor y árbol) en la obra artística no es caprichosa ni se limita a una dimensión estética. Deviene necesariamente de la concepción artística de Antonio López y alcanza finalmente una dimensión moral. Aquí no reina la elevada trascendencia, la vaga inspiración y la intrépida abstracción. La inmanencia, la laboriosidad y la observación dominan la escena.
En un determinado episodio del filme, unos amigos –pintores también, Lucio Muñoz entre ellos– visitan con sus esposas al matrimonio López en el estudio. Reparando en el atrezzo montado en torno al árbol, hacen notar, con una combinación de extrañeza, no exenta de cierta guasa, la extraordinaria proximidad en la que caballete, pintor y modelo conviven. López afirma y repite a quienes le preguntan sobre dicho pormenor que necesita estar físicamente al lado del modelo, el membrillero, verlo, olerlo, sentirlo, acompasar su propia vivencia con el movimiento del árbol, cual si fuesen dos vidas paralelas. En la secuencia en la que unos visitantes orientales son informados de algunas peculiaridades de su técnica pictórica, López aclara el motivo por el que marca las hojas y los frutos del árbol con señales, con líneas, como en un gráfico: «yo voy acompañando al árbol»; «[me sitúo en] paralelo al desarrollo del árbol».
Y es que los dos protagonistas de la experiencia pictórica, pintor y membrillero, se mueven al mismo compás, comparten idéntica atmósfera, evolucionan conjuntamente, convergiendo en una misma experiencia y un mismo destino. Me pregunto seriamente, sin ironía: ¿no es esto conmovedor?
Sujeto y objeto artísticos son dos entes que se necesitan mutuamente, y el pintor siente que la única manera de captar la realidad es fundiéndose con la realidad. Al árbol, apreciado como algo vivo y vivaz, le dedica su trabajo y su afecto. El membrillero representa la verdadera belleza, a cuyo influjo y poder se somete respetuosamente el artista: junto a su esposa María («Mari»), arrobado ante la exuberancia del modelo, declara como en una letanía: «¡Qué bonito! ¡Qué bonito!».
Los éxitos o fracasos que le esperan en el esfuerzo por captar la forma y la luz del objeto no importan, la verdadera experiencia estética consiste en estar pintando el árbol junto al árbol, al lado del árbol. En esta profesión de fe, casi panteísta, hacia la naturaleza, hallamos un elemento determinante en el significado del filme, pero también de la pintura de López. El fin no es el final ni coincide con el acabamiento.
En todo momento, la experiencia artística es descrita como un gozoso testimonio de corporeidad, de materialidad, de sensualidad. Erice centra así la mirada cinematográfica en los detalles más físicos del proceso de reproducción/recreación del membrillero, situando al sujeto protagonista tanto con los elementos (el bastidor, la tabla que sujeta el lienzo, el caballete, los pinceles, los aceites, los pigmentos, el taller de pintura a la intemperie...) cuanto contra los elementos (la lluvia, la falta de luminosidad solar, el viento, el barro, el paso del tiempo...). Llevar el membrillero al lienzo consiste en captar la esencia, las formas y, sobre todo, la luz que le hace refulgir, y que tanto se le resisten al pintor. ¿Por qué la cosa en sí no puede ser real?
La luz natural, efímera y cambiante, irrumpe y se oculta de pronto tras las nubes en estos días de otoño. Transcurre ligera, según le marca el ciclo solar. El pintor sólo dispone de unos minutos cada día para recoger el momento mágico de la luminosidad imprescindible para el alumbramiento. Así de real es la fugacidad de la luz y de la vida. Así de fugaz es la realidad, así de eterna. ¡Qué ricos significados cobran en este sentido los versos de Goethe, aquellos que en el Fausto cantan, con ánimo seductor y trágico a la vez, a la eternidad: «Si un día le digo al fugaz instante: "detente, eres tan bello", puedes entonces cargarme de cadenas, entonces consentiré gustoso en morir »!
Los pertinaces chubascos otoñales caen inmisericordes sobre el trabajo del maestro, le roban la luz, pero también el espacio: vemos a Lópezante el lienzo, chapoteando en el barro bajo la lluvia, protegidos los pies por plásticos, abriendo zanjas con la azada a fin de canalizar las riadas de agua y no perder la posición tomada, la perspectiva artística, la mirada sedienta de inmortalidad. El viento bate las hojas, privando al árbol de la quietud necesaria con la que poder ser plasmado en el cuadro. Diríase que quisiese escapar de quien ansía robarle el alma.
El objeto artístico, expuesto, pues, como puro cuerpo, neta materia, físico objeto, es susceptible de ser contemplado, olido, tocado e incluso comido: los albañiles que trabajan en la casa prueban el sabor de un membrillo y evalúan la calidad del fruto; después de lavarlo y borrarle las marcas de pintura: en ese momento ha dejado de erigirse en objeto artístico para volverse alimento. Aun siendo algo que se consume, el cuerpo parece triunfar sobre el espíritu, aunque acaso no sean sino las dos caras de una única realidad.
El trasfondo trágico del arte salta aquí a la vista. La creación artística es una lucha heroica del creador con su obra. La evocación de la antigua Grecia, reiterada en varios momentos del filme, no supone, por tanto, un adorno, ni conlleva una intención decorativa. Una enorme estatua de escayola representando a la Venus se levanta en el taller, al fondo, observando y presidiendo el entorno, muchos siglos por detrás y varias cabezas por encima los hombres. El pintor evoca una anterior estancia en Atenas al contemplar una fotografía de la Acrópolis, mientras su mujer, María, lo retrata tendido sobre una cama, en los últimos compases de la película, y todo ello le aviva el deseo de volver a la cuna de la belleza, pues uno siempre anhela retornar al lugar de donde procede.
—Mari, tenemos que hacer un viaje antes de fin de año.
—Adónde.
—A Grecia.
La conversación que mantienen, asimismo, López y Enrique Gran, frente a la reproducción del Juicio Universal de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel (y bajo la égida de la Venus griega, que el director remarca en los encuadres de la secuencia), resulta muy esclarecedora. Los comentarios acerca de la inmortal obra, inicialmente de admiración, pronto derivan en el cotejo del modelo artístico y humano renacimiento artístico (Miguel Ángel) con el griego (sale a colación el nombre de Fidias, mientras no perdemos de vista la imponente y sensual presencia de Venus; igualmente podría haberse citado a Praxiteles), a saber: el careo, por un lado, de la espiritualidad castigada, culpable, fracasada, aunque gloriosa y musculosa, y por tanto la visión negativa de la corporeidad y la vida en el Renacimiento, y, por el otro, dela alegría jubilosa, las ganas de vivir y la asunción positiva de la materialidad representadas por los griegos.
No, la referencia a la antigua Grecia no es gratuita. La excelsa belleza, no necesariamente sublime, ha podido plasmarse y conquistarse, no desde el proceloso encantamiento de la inspiración y la etérea espiritualidad del artista que capta el ser de elevación prodigiosa, sino desde el esfuerzo, constante, laborioso y trágico, de arrancar a la naturaleza (el mármol, la piedra, la arcilla,...) sus misterios y riquezas.
Miguel Ángel, quién lo duda, también luchó hasta el final de sus días con el mármol (moldeándolo, golpeándolo) para así extraerle la gloria que guarda en el interior, pero no supo, o no pudo, penetrar la materia sin culpabilidad. Los griegos, sin embargo, seres más libres que los individuos del Renacimiento (y aun de los descendientes de éstos), supieron crear belleza intemporal sin los complejos, las ataduras y los temores del hombre moderno, penetrando así en el ser material –¡en el alma!– de las cosas con la inocencia propia de quien está persuadido de que la eternidad no se pierde en el tiempo, sino que retorna una y otra vez allí de donde emergió.
El sol del membrillo constituye un homenaje al arte y a sus protagonistas, entendiendo el arte, la obra artística, en primera instancia, como la obra bien hecha. Poco importa lo que tome de la realidad para ser representada, pues cualquier cosa puede transfigurarse en obra de arte. El membrillero es un objeto más en el mundo, mas en el mismo instante en que comienza la creación artística eleva su condición al objeto principal en la vivencia del pintor que pretende inmortalizarlo.
El arte no es más, pero tampoco menos, que esfuerzo y labor. Erice enuncia esta tesis central valiéndose para ello de un preciso montaje cinematográfico, rico en contrastes y paralelismos. López se afana en su tarea y un grupo de albañiles polacos realizan obras de reforma en la casa-estudio del pintor. La cámara no omite registrar distintos momentos de la jornada laboral de éstos: la llegada a la vivienda al amanecer y la salida al atardecer, ajustándose las prendas de trabajo, en plena faena, comiendo, charlando, reposando. En todo momento, Erice describe los quehaceres del albañil paralelamente a los del pintor, tanto en la esfera del trabajo como en el de la vida cotidiana. Casi al final de la película vemos a uno de los albañiles enlucir una pared de la vivienda con la paleta, a su izquierda. A su lado, un caballete desnudo, sin lienzo, por su dueño tan vez olvidado..., completa el encuadre. Un pañuelo le cubre la cabeza, no descubrimos el rostro del laborioso personaje, pero en las paletadas de yeso con que luce el muro se me antoja percibir auténticas pinceladas.
Cuando, finalmente, los aguaceros arrecian y hacen peligrar la santidad del territorio del membrillero, operarios y pintor, en «procesión», trasladan un toldo de plástico y lo emplazan sobre el membrillero para así protegerlo de las inclemencias del tiempo, de la climatología: literalmente colocan al árbol y su circunstancia bajo palio. Más tarde, al ser retirado, cuando los pinceles vuelven a la caja de pintura y el lienzo sin terminar es almacenado en el sótano, el árbol vuelve a quedar a la intemperie, devuelto en su integridad al medio natural. Consumado el tiempo artístico, el espacio sufre una vital transformación: el taller de pintura vuelve al interior de la vivienda (ahí retoma el pintor nuevas tareas) y el jardín recobra su condición nativa (allí el membrillero empieza a perder hojas y frutos, volviendo a germinar en la primavera próxima).
¿Sería correcto o prudente identificar plenamente la actividad de los albañiles y la del pintor? No, ciertamente, pues existen diferencias entre ellos. Por ejemplo, en lo que respecta a los medios y a los fines, pero también a los resultados. Después de todo, los operarios conseguirán acabar convenientemente su «obra» en el tiempo previsto y el pintor no...
3
Espacio y tiempo en el arte de Antonio López
La pintura de Antonio López constituye un ejemplo maestro del encuentro artístico con el espacio y el tiempo. Un encuentro de ninguna manera idílico o bucólico, sino conflictivo, trágico. La técnica pictórica de López consiste, ya lo sabemos, en una forma depurada de acotar el espacio de la obra artística. Tal técnica es mostrada en la película sin pomposidad, en algunos momentos casi con sorna, como reconociendo en ella un asomo de extravagancia: el pintor enmarca el membrillero y después cuadricula el lienzo; las señales que va fijando en las hojas y los frutos del árbol permiten que sus movimientos no se aparten de los márgenes que contiene el lienzo; el pintor delibera con su amigo Gran sobre la correcta elección de las medidas del mismo y sobre el equilibrio de las formas que va pintando.
La escenificación que López reconstruye alrededor del objeto es una reconstrucción del espacio artístico, una recreación del microcosmos del artista, en el cual se instala para la consagración de un auténtico ritual. El jardín de Antonio López, cual jardín epicúreo, constituye un espacio en el que gravita un mundo propio. No obstante, a este lugar de creación llegan voces y sonidos del exterior. Erice inserta en esos instantes saltos de cámara más allá de los muros de la casa y del jardín, en los que se registran acontecimientos cotidianos, ajenos a lo que se gesta en su interior: el transistor del pintor le acerca noticias del mundo (guerras, corrupciones de la política), también canciones, informaciones y señales horarias.
Como en una composición de mundos concéntricos, la realidad se diversifica en niveles que remiten siempre, como siguiendo una fuerza de gravedad creadora, al centro, es decir, al membrillero y al cuadro, al cuadro y al membrillero. El exterior no distrae, sin embargo, el interior.
El tiempo, la fugacidad y la eternidad. El membrillero es aquí un árbol de temporada, árbol de otoño. Urge al pintor perseguir la explosión radiante de los frutos y necesita de la luz otoñal para captarlos adecuadamente, para inmortalizarlos. El acto de pintar el membrillero significa una lucha contra el tiempo. Unos breves instantes lo iluminan. Pero cuando se pretende reproducir ya es tarde, han huido.
El tiempo de creación, mesurado, queda recogido con primor por la cámara; el espacio, medido: ambos cotejados, mensurados, more geometrico. Erice dirige, en consecuencia, más que un documental al uso, una crónica de la creación artística narrada con sumo detalle, con minuciosidad, articulados los bloques de secuencias (los capítulos del filme) por jornadas. El sol del membrillo: los trabajos y los días.
La temporalidad en la creación artística termina fundiéndose con la memoria del pintor. El trabajo diario, el árbol del membrillo, sus evoluciones, con inevitable melancolía, le hacen caer en la cuenta de una circunstancia inapelable: el tiempo, como la luz, se le escapa materialmente de las manos. El artista sabe que no tiene todo el tiempo del mundo, sino su propio tiempo.
Las evocaciones a las que se abandonan Antonio López y Enrique Gran resultan, amén de conmovedoras, muy reveladoras. Volviendo en el recuerdo a los años de formación en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, recuerdan a los profesores, a los compañeros de estudios, reviven algunas anécdotas. He aquí un homenaje a los años de la juventud, pero también al aprendizaje y al adiestramiento. Recordar consiste aquí, principalmente, en rememorar lo aprendido de los maestros.
Antonio López representa la apuesta artística por la constancia, la memoria y la fidelidad. El resultado –revelado finalmente como su mayor premio– es la coherencia, no la consecuencia. El afán perfeccionista del pintor le lleva a considerar como no finalizado ningún cuadro ni ninguna otra obra suya, en un gesto que constituye un sincero reconocimiento de humildad.
López no consigue acabar el cuadro: el sol del membrillo se ha ocultado, el otoño de membrillo ha pasado, pero el artista no ha perdido el tiempo. Hay, no obstante, otra clase de recompensa en esta empresa y en esta búsqueda: la alegría y el gozo de la actividad creativa. Así como los héroes trágicos sufrían padecimientos y dolores sin lamentar en ningún momento su suerte, sin injuriar a la vida, sin acusar a los hombres, así también el pintor asume la circunstancia con entereza. Recoge velas y vuelve a puerto sin el tesoro anhelado, mas no hay lamento ni protesta. Antonio López canta mientras pinta (solo o en simpático dueto con Enrique Gran) viejas coplas. ¡Qué gozo contemplativo y qué dichosa laboriosidad! ¡Qué sensación de dicha y de placer en el trabajo creativo! ¡Cuánta inocencia en la mirada y en el trazo!
4
López y Erice: el pincel, la cámara, el arte
La película El sol del membrillo contiene una enseñanza, una moraleja, pues, dada la corrupción de las palabras (y no sólo de las palabras), me resisto a hablar de mensajes en el cine: el sentido último del arte reside en el empeño por realizar una obra bien hecha. Que ésta pueda finalmente concluirse como pudiera uno pretender es otra historia. Erice lo sabe muy bien: su película anterior, El sur, fue mutilada, segada, por la productora. Aun en su condición de filme inacabado, de ningún modo puede ser tildado, como hace Shakespeare a propósito de Ricardo III, de un ser monstruoso, contrahecho. Hoy seguimos considerándola una obra casi perfecta. Un proyecto posterior del cineasta, El embrujo de Shanghai, con el guión ya compuesto, quedó asimismo frustrado y cedido para su realización a manos de un director mucho menos talentoso, aunque más acomodaticio y servicial que Erice. La obra de un artista verdaderamente creador podrá quedar interrumpida u obstaculizada, pero no será jamás una obra malograda.
Los oficios respectivos de López y Erice siguen dos destinos afines. López, quien no impone sus reglas al modelo, se rinde finalmente ante la presencia del árbol y la ley natural. Erice, por su parte, dirigiendo la escena y a los actores, no marca el rumbo del pintor, sino que sigue sus pasos. También su mirada. En uno de los últimos planos de la película (plano acaso demasiado explícito y naïf, incongruente con el tono general, evocador y realista, del filme), una vez que López ha dejado el membrillero a su suerte –los frutos caídos y marchitos en tierra– el cineasta coloca la cámara frente al árbol, con el objetivo apuntando al suelo, los focos iluminando el círculo mágico, en señal de homenaje y respeto, como queriendo prestar la luz que le faltó al maestro. ¡Luces, cámara, acción!
Víctor Erice ha rodado El sol del membrillo en forma de documental, intencionadamente. El tono naturalista de la producción se comprueba, con razón, imprescindible, plenamente coherente con su contenido. ¿Henos, pues, ante un filme, un testimonio, en favor del arte realista o naturalista? Yo no diría tanto. Erice adopta el punto de vista del pintor por pura coherencia lingüística, cinematográfica en este caso. Erice coloca el trípode de la cámara, en el plano referido anteriormente, sobre las mismas marcas donde previamente ha colocado López el caballete para así adoptar su mirada y su perspectiva. ¿Qué más se puede decir?
Cuando la luz del membrillo declina, al final de los trabajos, llega la noche. Es tiempo de recogimiento y reposo. El telón cae asimismo en el mundo exterior. La luz temblorosa de los televisores, que en anteriores secuencias veíamos iluminar las estancias de las viviendas vecinas, va apagándose. Incluso Torrespaña (el pirulí) queda a oscuras, como en un gesto de alta consideración hacia artista que se retira a descansar. Erice sitúa en ese momento a López recostado sobre una cama, mientras María retoma el retrato yaciente del pintor. López, no demasiado satisfecho con el resultado, pregunta a su mujer que por qué no lo deja. María le contesta que todavía no, quiere seguir con él unos días más, a ver qué pasa, a ver cómo sale. La posición, el relajamiento y la penumbra reinantes transportan pronto a López al sueño.
El sueño del pintor evoca a su vez el sueño que le provocó la idea de pintar el membrillo: un sueño le remite al sueño originario, transportándolo a la luz del Mediterráneo, a Grecia. Tumbado sobre el lecho, López sostiene en una mano una pequeña fotografía en blanco y negro en la que se divisa el Partenón, en la otra atenaza con sus dedos, suavemente, un cristal en forma de diamante, cuyo suave movimiento emite vigorosos destellos de luz. De repente, cuando la soñolencia le vence, el brillante resbala de su mano, cae al suelo y rueda en dirección a donde se encuentran María y el caballete. María recoge la piedra preciosa, detenida a sus pies, y la guarda en el bolsillo del pintor antes de alejarse y apagar la lámpara, para así no turbar el sueño de Antonio.
La escena remite, claro está, al filme Ciudadano Kane de Orson Welles, a la escena, en concreto, en la que el magnate, inmediatamente antes de entrar en el largo sueño, suelta la célebre bola de cristal con el paisaje nevado que mantenía agarrada entre sus dedos –la infancia irrecuperable– como si en ella le fuera la vida...
El pintor no ha fracasado. Finalmente, la luz, condensada en el cristal diamantino, queda en su interior. Acaso todo haya sido un sueño{4}, la quimera del artista en pos de la luz. Tal vez sólo a través de la ensoñación es posible poseerla. Probablemente, mañana, al despertar, con los primeros rayos de sol, volverá la pasión por materializar el sueño, por capturar la luz. Aunque tal vez en esa ocasión ya no sea, probablemente, la de un membrillo. Al menos hasta el próximo otoño.
Notas
{1} El presente texto fue publicado inicialmente con el título de «Bajo la luz del membrillo, diez años después (A propósito de la pintura de Antonio López y el filme de Víctor Erice El sol del membrillo)» en la revista Debats. Institución Alfonso el Magnánimo, Valencia, nº 74, otoño 2001, pp. 137-143. En la presente edición electrónica del trabajo se ofrece al lector una nueva versión del mismo.
{2} El sol del membrillo ha recibido los siguientes premios: Cannes 1992: Premio del Jurado; FIPRESCI; Chicago 1992: Hugo de Oro; ADIRCAE 1992: Mejor Dirección; Montevideo (Uruguay): Primer Premio del Jurado; Delegación Vizcaína del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarros (COAVN), al cineasta y al pintor Antonio López: Premio Titanio 2005. Acaso una confirmación de que nuestra pregunta no resulta retórica ni ociosa sea el advertir este dato revelador: en el Festival de Chicago ganó el premio al mejor filme de ficción y en Cannes, al mejor documental.
{3} No entienda el lector que minusvaloro el documental frente al filme de ficción. Tengo un gran interés por los documentales, género cinematográfico con un lenguaje propio. Dilucidar esta cuestión (las peculiaridades lingüísticas, pero también técnicas y discursivas de cada género) es lo relevante en nuestra exposición a propósito de El sol del membrillo.
{4} La versión en inglés de El sol del membrillo lleva por título Dream Light.