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El Catoblepas, número 76, junio 2008
  El Catoblepasnúmero 76 • junio 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

Otras interpretaciones del Quijote

José Antonio López Calle

En este estudio se distingue entre interpretaciones de don Quijote y del Quijote, se anticipa un breve análisis crítico de una selección de las primeras, se propone un criterio interno de clasificación sistemática de las interpretaciones del Quijote y se discute la clasificación de Gustavo Bueno entre interpretaciones autogóricas y alegóricas

Hasta aquí nos hemos dedicado a estudiar el Quijote desde la perspectiva hermenéutica que ve en él una ficción realista de carácter cómico y paródico de los libros de caballerías y hemos podido comprobar cómo el análisis sistemático de los principales elementos integrantes de la obra como producción literaria manifiesta sobradamente que nuestra perspectiva hermenéutica es capaz de iluminar su comprensión sin dejar zonas oscuras o residuos enigmáticos, o sin generar a su vez ella misma problemas hermenéuticos irresolubles, como sucede frecuentemente con las interpretaciones alternativas de orden alegórico. Las entregas precedentes de esta serie sobre la interpretación del Quijote confirman plenamente que su autor no se desvió ni un ápice de su concepción original de la novela como una sátira cómica y paródica de la literatura caballeresca, sino que su entera construcción en todos los órdenes obedece a tal propósito reiteradamente formulado por él a lo largo de la obra y con especial ahínco al final de la misma.

Ahora es el momento de contrastar la interpretación hasta aquí desarrollada con otras alternativas, lo que nos permitirá a su vez, desde un ángulo diferente, profundizar tanto en la comprensión global de la obra como en los aspectos particulares ya examinados o de otros no examinados sistemáticamente, como el ambiente o escenario de la novela, cuyos diversos ingredientes del mismo, necesarios para entender a los personajes y lo hechos relatados, se analizarán según vayamos comentando críticamente las interpretaciones alternativas. Esto es, el estudio de las concepciones del Quijote como una novela biográfica o histórica o social o política o religiosa nos obligará profundizar en los aspectos históricos, sociales, políticos o religiosos del ambiente en que se sitúa la acción de la novela.

En todos los ensayos de aproximación al Quijote como un todo no falta nunca una determinada visión del personaje principal. Por eso es menester comenzar diferenciando entre las interpretaciones de la novela cervantina que giran en torno a su protagonista y la que giran sobre la obra como un todo. De acuerdo con esto, distinguimos entre interpretaciones de don Quijote e interpretaciones del Quijote. Naturalmente, unas y otras están íntimamente unidas. Dada la centralidad de don Quijote, la visión del mismo que se tenga determina y aun prejuzga el sentido completo de la novela y recíprocamente. Aunque en el curso del estudio crítico de las interpretaciones alternativas irán apareciendo las correspondientes visiones de la figura estelar, queremos adelantarnos anticipando un resumen crítico de varias interpretaciones del personaje que han gozado o siguen gozando de cierto prestigio o influencia, de las cuales unas ya las dejamos despachadas y de otras nos volveremos a ocupar de nuevo cuando abordemos las interpretaciones globales correspondientes.

1. Interpretaciones de don Quijote

Cervantes no pretende satirizar el auténtico heroísmo, sino el heroísmo falso y exagerado de las novelas caballerescas. Por tanto, no satiriza el heroísmo en sí, sino la falsa representación que don Quijote se hace de los ideales heroicos, como la realización de hazañas inverosímiles, la manera como los plasma en la acción y las exageraciones en que el propio don Quijote incurre. Desde esta perspectiva, rechazamos los siguientes tipos de interpretaciones de nuestro héroe paródico:

1ª Don Quijote no es un héroe al estilo del Cid Campeador

A Unamuno le gusta comparar a don Quijote con el Cid, llegando a presentarlo como una especie de Cid Campeador. En una línea similar, Dámaso Alonso lo describe como un héroe total, como un Cid o un Roldán. Su proyecto de héroe es en efecto el de héroe total, pero una cosa es lo que quiere ser y otra lo que llega a ser. El drama de don Quijote es que quiere ser lo que no puede ser; quiere ser un nuevo Amadís de Gaula, pero sólo logra ser, como ya se ha dicho, un Amadís de Gaula a lo ridículo: quiere dar ayuda y favor a los que lo necesitan, pero le sale al revés, a algunos hasta los colma de desgracias, como al pastorcillo Andrés. No se puede equiparar a un héroe real, como el Cid, con don Quijote, que ni siquiera en la ficción logra serlo y ahí reside el secreto de la compasión que nos despierta.

En suma, el error de esta interpretación de don Quijote como héroe total es que no distingue entre el ideal de heroísmo que traza el personaje y la realidad de sus realizaciones. A quienes confunden el supuesto heroísmo quijotesco con el de héroes históricos, como el Cid, incurren en un confusión similar a la que aquejaba a don Quijote, cuando semejantemente, aunque en su caso excusablemente por haberle ofuscado su mente la demencia, antepone los héroes fabulosos de los libros de caballerías a los de carácter histórico, lo que le impulsa a formular juicios tan peregrinos como el de que el Cid, al que reconoce haber sido un gran caballero, no admite comparación siquiera con el Caballero de la Ardiente Espada, sin duda muy superior, según su estimación, por no otra razón de más peso que la de haber partido de un solo revés por la mitad dos fieros y descomunales gigantes.

2ª Don Quijote no es un pacifista, sino que pretende ser un pacificador

Resumimos comprimidamente lo que ya advertimos más atrás al analizar los episodios quijotescos sin uso de armas. Es disparatado calificar a don Quijote de pacifista, como en la actualidad lo han hecho algunos. Por dos razones fundamentales. Primero, porque don Quijote pretende ser un caballero andante y es de la esencia del caballero andante portar armas y usarlas, por lo que hablar de don Quijote como pacifista constituye un oxímoron. Hasta tal punto es así que el propio hidalgo declara abiertamente que la ley de los caballeros andantes es su espada (I, 45, 473).

Segundo, porque don Quijote no se conforma con ser un mero caballero andante, uno de tantos, sino, como acabamos de ver, un héroe y no cabe alcanzar esta dignidad sin pasar exitosamente una serie de aventuras circulares, radiales y angulares, cuyo desenlace demanda el empleo de armas. Por eso lo correcto es afirmar que don Quijote es un pacificador, a la manera como se dice de Espartero que fue un pacificador. Y si queremos ser absolutamente precisos, incluso deberíamos decir, supuesto el carácter paródico del personaje, no que sea pacificador, sino que pretende serlo, pero no lo logra.

3ª Don Quijote no es un revolucionario

Don Quijote no es un revolucionario ni en el sentido de Benjumea y sus seguidores, que lo retratan como un revolucionario social y político en la línea del liberalismo progresista, ni en el sentido de algunos cervantistas marxistas, que lo retratan como un gran revolucionario social y político que aboga por un régimen social y político en consonancia con los ideales del comunismo primitivo, que el noble hidalgo formula en el discurso de la Edad de Oro, bien es cierto que se trataría de un socialismo utópico. Unos y otros coinciden en ver en el héroe manchego un visionario, un precursor de sus respectivos idearios sociopolíticos, el liberal y el socialista, idearios que, siendo valorados como progresistas por sus respectivos seguidores, les conduce a presentar a don Quijote como un revolucionario progresista.

Adelantamos ya que esta visión del ilustre personaje es un puro dislate, que se sustenta sobre una errónea interpretación del citado discurso y de los episodios del gobierno de Sancho. Más adelante, en el curso del análisis de las interpretaciones políticas y sociales de la novela cervantina, tendremos oportunidad de señalar los errores en que incurren. Por el momento, nos limitamos a afirmar rotundamente que el protagonista de la magna obra de Cervantes no es un revolucionario ni en el sentido del progresismo liberal ni del socialista o comunista ni en el de un izquierdismo vago o difuso, sino más bien un reaccionario, incluso con respecto a su propia época, pues el objetivo declarado de don Quijote, desde el primer capítulo, es el de restaurar la orden de caballería para instaurar un orden social y político muy semejante al del falseado y acartonado mundo feudal reflejado en los libros de caballerías, un orden en el que él aspira a llegar a ser rey o emperador para ejercer un modo de gobierno similar al del rey Arturo o del rey Lisuarte o al del propio Amadís, una vez convertido en rey de la Gran Bretaña, en el seno de una sociedad cimentada sobre el vasallaje feudal y la ordenación estamental.

En resumidas cuentas, el hidalgo manchego pretende conformar el estado presente de las cosas, el de «estos detestables siglos» o Edad de Hierro, de acuerdo con el idealizado orden feudal de la literatura caballeresca, un orden en el que los caballeros andantes constituyen la pieza fundamental de su mantenimiento y en el que las guerras se ganan o se pierden con armas blancas y las de fuego son inconcebibles, pues, según don Quijote, éstas son incompatibles con el heroísmo caballeresco y el sentido del honor que lleva aparejado.

4ª Don Quijote no es, ni persigue ser, un paladín de los pobres y explotados

Algunos cervantistas y comentaristas, sobre todo los de orientación marxista o socialista o a veces simplemente humanista o simpatizantes de una u otra tendencia, tienden a confundir la misión caballeresca de don Quijote con la de socorrer a los pobres y explotados. Pero esto es un dislate. Es cierto que el caballero manchego proclama no pocas veces su obligación, como caballero andante, de socorrer o amparar a miserables, menesterosos, desvalidos, humildes, afligidos y opresos u oprimidos. Todos estos términos se emplean a lo largo de la novela para describir su función caballeresca. Ahora bien, ninguno de ellos tiene nada que ver con los pobres, en cuanto padecen penuria o escasez de bienes económicos, o con los explotados en un contexto de relaciones económicas. En otras palabras, las citadas palabras con las que se describe la función caballeresca de don Quijote no remiten a un estado de pobreza o de indigencia o de graves desigualdades económicas, incluyendo la explotación económica.

Aquí es donde se manifiesta la ignorancia por parte de no pocos críticos de la literatura caballeresca, en la cual es frecuente el uso de las palabras mencionadas para denotar el estado de las cosas en que se crea una situación de injusticia, en que las personas son ofendidas o agraviadas, pero carecen de la fuerza o poder de defender sus derechos frente a los ofensores o de reparar la injusticia con ellas cometida. Tales personas son las miserables, desvalidas, menesterosas, humildes y oprimidas, una categoría de personas que nada tiene que ver con los pobres o explotados, pues los miserables, desvalidos, humildes y oprimidos de la literatura caballeresca tanto pueden ser pobres o explotados como gentes del estamento nobiliario. De hecho, en la práctica la inmensa mayoría de las actuaciones justicieras de los caballeros andantes conciernen a desvalidos, menesterosos u oprimidos pertenecientes a la aristocracia. Jamás vemos a Amadís auxiliando a un villano o villana; y lo mismo cabe decir de los demás caballeros andantes que pululan por el espacio literario de la novela. Naturalmente, el caballero andante, de acuerdo con las leyes de la caballería, está obligado, como dijimos en su momento, a intervenir también en socorro de cualquier persona sin importar su condición social, oficio o si es pobre, acomodado o rico, pero cuando actúa a favor de un pobre no lo hace porque sea tal, sino porque ha sido agraviado o sufrido una injusticia, y para el caso da igual que el agravio o injusticia que reparar tenga una raíz económica o que sea de otra índole.

Como decíamos, en los libros de caballerías, en el artificioso e idealizado mundo feudal en éstos recreado, nunca presenciamos aventuras o escenas en que los caballeros andantes reparen injusticias en que las víctimas sean villanos o, no digamos, pobres, y lo que ya es impensable es que la injusticia sea de orden laboral o económica. Ni siquiera lo es cuando la víctima de la injusticia es alguien del estamento aristocrático. Normalmente los caballeros andantes de los libros de caballerías desempeñan funciones policiales o militares atinentes a la seguridad de las personas en apuros (doncellas, viudas, huérfanos, princesas, caballeros, reyes, emperadores) y no de injusticias cometidas con los pobres o económicamente explotados. Las injusticias, tuertos o sinrazones que habitualmente tienen que resolver consisten en secuestros, forzamientos de doncellas, usurpación de reinos o señoríos, abusos de poder, conquista de reinos o imperios por los enemigos, etc.

Por su parte, don Quijote, como émulo de los héroes caballerescos, se arroga la tarea de ser campeón de los humildes y oprimidos, esto es, de los desvalidos o menesterosos a los que se hace fuerza, se ofende o se humilla por otros más poderosos sin carecer de la fuerza necesaria para defender sus derechos ultrajados y, como aquellos a los que imita, cuando se fija esta misión, entre los humildes y opresos en que él piensa están en primer término las doncellas, damas principales, princesas, caballeros, reyes, etc., esto es, miembros de la nobleza. Tampoco él se propone socorrer en primer término a los humildes y oprimidos de condición pobre o a los explotados. Ahora bien, don Quijote no se mueve en el idealizado y falseado mundo feudal y aristocrático de los libros de caballerías, sino en el escenario real de la sociedad española coetánea, donde por más que él se figure que se lanza a socorrer a doncellas, damas principales, princesas o caballeros en apuros, tarde o temprano tendrá que hacer frente a situaciones de injusticia de la que son víctimas villanos, pues tal es el tipo de gente con que habrá de cruzarse en su camino una vez que traspase el umbral de su casa en pos de aventuras. Además, el propio autor de la novela, en función de sus objetivos literarios de elaborar un modelo de ficción realista paródica, se marca la meta de enfrentar a su héroe y su programa caballeresco con el mundo social real, y en este mundo real sí hay situaciones en las que don Quijote tendrá que hacer frente a injusticias que atañen a villanos.

Ahora bien, no todas las aventuras con plebeyos menesterosos conciernen a pobres ni todas las que conciernen a plebeyos pobres tienen su raíz en un motivo económico. En algunas de ellas están involucradas personas, que, aun siendo villanas, como Marcela o Dorotea, son de familias ricas, pero ninguna de las dos es ayudada por ser villana o por se ricas, sino por ser doncellas en apuros, y para el caso da igual que sean ricas o pobres. En las aventuras con villanos pobres, las hay aquellas en que se presta ayuda a un pobre sin motivo económico de por medio, como la protección que da don Quijote a Basilio el pobre, pero no porque ésta sea su condición, sino porque Camacho el rico, a quien le ha dejado sin novia, está a punto de agredirle; o como la protección que ofrece a la hija de doña Rodríguez, a la que ampara no por ser pobre, sino por no disponer de fuerza para defenderse de la deshonra de que ha sido objeto por parte del hijo de un labrador rico.

Sólo hay una aventura en toda la novela en que la persona agraviada es un plebeyo pobre y cuyo agravio posee una raíz económica, a saber, el episodio del pastorcillo Andrés, criado de Juan Haldudo el rico. Sin embargo, ni don Quijote le ampara por ser pobre o ser objeto de una injusticia económica ni se trata de un caso de explotación laboral. En cuanto a lo primero, la razón formal de que el caballero manchego le ampare no es que sea pobre y don Quijote tenga preferencia por los pobres ni que de entrada sea víctima de una injusticia económica, sino simplemente que es víctima de una injusticia sin más, y para el caso da igual que sea de orden económico o de cualquier otro orden, y que Andrés no puede defenderse por sí mismo. Lo que reclama la atención de don Quijote para intervenir en este asunto es que Andrés, atado a una encina, está siendo cruelmente azotado por un labrador, que se figura ser un caballero, una imagen que al caballero manchego, debido a sus paralelos con escenas similares en algunos libros de caballerías, debía de traerle a la memoria la manera como los caballeros andantes actuaban en situaciones similares a la que a él se le ofrece. Concluida la aventura, pero en fracaso sin que él lo sepa, al hacer balance de su intervención justiciera, el héroe manchego, aun sabiendo ya de las reclamaciones salariales del criado al amo, ignora por completo el aspecto económico del conflicto entre uno y otro (el amo castiga al pastor por pederle ovejas y éste exige a su amo su soldada, el cual se niega a entregársela como compensación por la pérdida), y confiesa, hablando de sí mismo en tercera persona, que lo que le ha impulsado a emprender su acción justiciera ha sido precisamente la manera como el pastor era objeto de un cruel maltrato: «Hoy ha desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapuleaba a aquel desdichado infante» (I, 4, 52).

En cuanto a lo segundo, no cabe hablar de explotación económica, sino como mucho de una injusticia, pues el labrador no se queda con la paga de Andrés porque desee aprovecharse del infante, sino porque, teniendo en cuenta que cada día le pierde una oveja, ha debido de perderle muchas. De hecho, el propio Andrés reconocerá en un posterior encuentro con don Quijote (I, 31) que, de no haber sido por el entrometimiento de éste en asuntos ajenos deshonrando a su amo diciéndole tantas villanías y amenazándole con matarlo con su lanza, le habría soltado, luego de propinarle una o dos docenas de azotes, y le habría pagado cuanto le debía. En suma, Juan Haldudo más parece un maltratador que un explotador. Y de todos modos, aunque el conflicto entre amo y criado emanase de una injusticia e incluso se tratase de una injusticia basada en la explotación laboral, sería un caso más de las injusticias que don Quijote tiene que reparar y la única en toda la novela de cariz económico.

Por último, una observación sobre el proyecto quijotesco de socorrer a viudas, doncellas y huérfanos, del que algunos, como Maravall, han señalado su inspiración paulina, induciendo así a creer que el amparo quijotesco a estos desvalidos tiene que ver con la protección a los pobres por carecer de medios de vida. No negamos la inspiración paulina de esta meta de ayudar a estos desvalidos, pues a la postre la mentalidad caballeresca está muy imbuida, como ya hemos destacado en la entrega anterior, de los valores éticos cristianos, pero esta inspiración paulina tiene un cariz muy genérico. El concepto caballeresco que don Quijote tiene de su misión ante ese sector de menesterosos es muy distinta del concepto paulino. En san Pablo la protección a estos desvalidos se dirige a ellos en tanto carecen de medios económicos para subsistir y lo que el apóstol pide es que la comunidad cristiana les preste asistencia contribuyendo a su manutención.

En cambio, don Quijote, guiado por el pensamiento caballeresco, está pensando, según lo leído en los libros de caballerías, en socorrer a viudas, doncellas y huérfanos a los que se ha agraviado o han sido víctimas de un atropello o injusticia, normalmente con actos de fuerza, o hay amenaza de agravio o injusticia, y carecen de fuerza para defender sus derechos. Así Amadís, con la ayuda de su primo Agrajes, tiene que amparar a la princesa Briolanja, doncella y huérfana, a la que un tío suyo traidor, además de dejarla huérfana tras asesinar a su padre, le ha arrebatado el reino paterno de Sobradisa, un reino que Amadís, una vez vengada y hecha justicia con la muerte en duelo del rey usurpador y sus dos hijos, le devuelve restableciéndola en su trono; en el Quijote se parodia un caso similar, en que don Quijote tiene que amparar a la princesa Micomicona, doncella y huérfana de padre y madre, a la que un descomunal gigante le usurpa el reino que le corresponde heredar, a no ser que se case con él. En cuanto al socorro de viudas, Amadís, durante sus andanzas por la Europa central, se convierte en protector de una viuda, Grasinda, perteneciente a la alta nobleza de la Romanía. También en el Quijote hay un episodio paralelo, pero paródico, del auxilio dispensado a las viudas, que, por cierto, incluye a la vez la protección de una huérfana: se trata del episodio en que don Quijote acepta ser el paladín de la viuda doña Rodríguez y de su hija frente al burlador de ésta.

5ª Don Quijote no es un santo cristiano

Don Quijote, aunque cristiano, no es, sin embargo, un santo cristiano, como así lo han descrito Unamuno y otros, salvo en un sentido abusivo de las palabras. Unamuno constantemente lo asocia con san Ignacio de Loyola y a veces con santa Teresa y no le duelen prendas en ensalzarlo y aun elevarlo a los altares: »¡Oh,... mi San Quijote! Sí, los cuerdos canonizamos tus locuras» (Vida de don Quijote y Sancho, Cátedra, 5ª edición, 2004, pág. 397). Navarro Ledesma, por su lado, lo relacionaba con san Francisco de Asís.

Su proyecto de heroísmo se presenta siempre como uno de heroísmo mundano, no de un heroísmo del tipo de los santos: sus objetivos como caballero andante, a diferencia del santo cristiano, son la gloria mundana del reconocimiento público de la grandeza de sus hazañas, bien es cierto que como cristiano nunca olvida que la fama terrenal no es más que una pálida sombra comparada con la gloria celeste; y el matrimonio con su amada y la herencia de un reino o imperio que gobernar.

6ª Don Quijote no es un ser humanamente perfecto, dechado de todas las perfecciones éticas y morales

Nadie ha ensalzado tanto a don Quijote como sublime héroe ético y perfecto, sin mácula de defectos humanos, que Dostoievsky, quizás el novelista más entusiasta del Quijote («ese libro, el más grande y triste de cuantos ha creado el genio de los hombres») y desde luego uno de los que más han acusado su influencia, quien luego de proclamar a su protagonista como «el más generoso de cuantos héroes ha habido en el mundo», termina anunciando: «De todas las figuras de hombres buenos en la literatura cristiana, sin duda la más perfecta es don Quijote» (De una carta a su sobrina Sofía Ivanovna, en El Quijote desde Rusia, Visor Libros, 2005, págs. 54-55, 53 y 57 respectivamente)

En esta línea se mueve Carlos Coello: «El hidalgo manchego se nos presenta como el ser más puro, más perfecto...más santo que ha cruzado por este valle de lágrimas» (El nuevo Lázaro, 1878, citado por Leopoldo Rius, Bibligrafía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra, III, 1904, pág. 148). Y asimismo Unamuno, quien no se quiere quedar atrás en la descripción de don Quijote como héroe sublime, cuya bondad exalta: «A bueno es a lo que nadie te ha ganado, a sencillamente bueno. Y por eso tienes un altar en el corazón de todos los buenos» (Vida de Don Quijote y Sancho, pág. 380).

Esta visión del personaje como modelo de perfección ética no excluye evidentemente la anterior, sino que suelen ir unidas. Ahora bien, esta extrema idealización ética de don Quijote es un disparate. Y con esto no queremos restar grandeza al personaje ni a su creador, sino todo lo contrario: es un gran mérito de Cervantes habernos dado un retrato realista, verosímil, del personaje, mezcla, como todos los humanos, de cualidades positivas y negativas.

Es cierto que, de acuerdo con ese retrato, se pinta como un dechado de ciertas virtudes: es amable, generoso, cortés, bondadoso, honrado, tenaz, etc., pero no sólo no tiene todas los virtudes, sino que además cuenta con notables imperfecciones. Así, entre sus defectos, cabe mencionar su tendencia a dejarse dominar por la cólera cuando oye algo adverso a los libros de caballerías o cuando alguien declara que los caballeros andantes son cosa de ficción. En estas situaciones estalla su cólera y no hay quien la detenga, y menos aún se detiene si quien está a su lado es su escudero, principal víctima de sus arrebatos de ira. Así en el episodio de los batanes, cuando al criado le entra la risa después de comprobar que los tremebundos golpes que tanto miedo les habían hecho pasar no son más que mazos de batán, su amo, sintiéndose burlado, se enoja de tal manera que le da dos fuertes golpes en la espalda con el lanzón. En otra ocasión, en la cercanía de las riberas del Ebro, son las demandas salariales de Sancho por sus servicios lo que provoca tal acceso de cólera en don Quijote que le colma de tal sarta de improperios que al pobre escudero se le saltan las lágrimas.

A veces se indigna injustamente, como lo hace cuando, tras el encuentro con los Duques, al apearse del caballo, se cae al suelo y, creyendo erróneamente que la culpa es de Sancho (a quien, al bajarse de su burro, se le asió un pie de una soga de la albarda, quedando colgado con la cabeza en el suelo, sin poder acercarse, como era costumbre, a sostenerle el estribo), se venga resaltando ante los Duques las malas cualidades de su escudero, incurriendo así en la maledicencia. Eso sí, el rencor no le dura mucho, y apenas unas páginas más adelante, elogia sus buenas cualidades ante los Duques, declara que por nada del mundo lo abandonaría y hasta lo ve capaz, con un poco de instrucción, de ser un buen gobernador.

Es asimismo vanidoso: le obsesiona la fama. También muy fanfarrón: en muchos momentos muestra una excesiva confianza en su poder, como cuando nos habla del poder invencible de su brazo o de que vale más que cien hombres (I, 10, 91) o cuando proclama que sus hazañas superarán en tal grado las de los caballeros de la Mesa Redonda, las de los Doce Pares de Francia y las de todos los famosos caballeros andantes de los libros de caballerías, que oscurecerán las más célebres que ellos hicieron (I, 5, 58; I, 20, 175). Recordemos, como contraste, que don Quijote no es un profesional de las armas, está en el umbral de la vejez (su sobrina lo tiene por viejo), que es extremamente flaco y que, según su sobrina, carece de fuerza, está enfermo y encorvado por el edad (II, 6, 591). Pero la locura le ciega impidiéndole percibir sus límites y le conduce a figurarse ser lo que no es. Incluso parece insuflarle las fuerzas de que carece.

Pero, otras veces, ni la locura puede evitar que aflore su debilidad. Quizá en un acceso de lucidez llega a dudar de su misión y de sus supuestos logros: «Yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos» (II, 58, 987) , aunque no deja de confiar en la posibilidad de que sus pasos se encaminen por mejor camino del que lleva. En una ocasión se muestra abiertamente débil y, casi presa de la desesperación de la impotencia, como después de la malaventura del barco encantado, confiesa dramáticamente: «Yo no puedo más».

En algún momento, sobre todo al principio de su carrera como supuesto caballero andante, se manifiesta atrabiliario e incluso fanático, como cuando en la aventura de los mercaderes, les pide que reconozcan que Dulcinea del Toboso es la más bella mujer del mundo, sin haberla visto, como un acto de fe.

También cabe cuestionar su valentía. Una cosa es su voluntad de valentía y otra lo que realmente hace. Cierto que a veces es valiente, aunque fracasa en el empeño, incluso temerario, como en la aventura de los leones, pero hay otras en que su valentía es más bien dudosa, incluso nula. Según su sobrina, sólo la ceguera de su demencia le puede hacer creer que es valiente, siendo viejo. Hasta el propio Sancho lo reprende en una ocasión: «Los caballeros andantes huyen y dejan a sus buenos escuderos molidos como alheña o cibera en poder de sus enemigos» (II, 28, 767), cuando la aventura del rebuzno, en que lo deja solo ante el peligro y don Quijote, como si su lema fuera sálvese quien pueda, lo deja abandonado a su suerte. Él se justifica alegando que se ha retirado, pero no huido. El narrador, sin embargo, no piensa lo mismo: «Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta [=es porque la traición es manifiesta]» (II, 28, 766).

Pero será el bandolero Roque Guinard, inspirado, como es bien sabido, en un famoso bandido catalán (que en el momento de publicarse la segunda parte de la novela estaba en Nápoles, enrolado en los tercios españoles como capitán para redimir su pasado) quien, según nos informa el narrador, nos ofrezca el comentario más despiadado de la supuesta valentía del hidalgo. La situación que genera el comentario no puede ser más paródica, pues la provoca el propio don Quijote cuando se presenta en tono de autoalabanza (a pesar de haber reconocido él mismo que la alabanza de sí mismo envilece) ante alguien, que si bien bandido, realmente era un tipo muy corajudo, de esta guisa: «Don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene lleno el orbe». Lo que inmediatamente pensó Roque Guinard es que «la enfermedad de don Quijote tocaba más en locura que en valentía; y aunque algunas veces le había oído nombrar, nunca tuvo por verdad su hechos» (II, 60, 1008).

Y en la aventura de los batanes, así como en alguno de sus episodios catalanes, como el de las galeras, su supuesto valor se viene abajo. Hasta se asusta, en una escena verdaderamente cómica en que doña Rodríguez le hace una visita nocturna, al pensar que la dueña, por su aderezo, podría se alguna bruja o maga, ante lo cual no se le ocurre otra cosa que santiguarse a toda prisa para conjurar el peligro, lo que de todos modos no le evita el miedo, que es mutuo:

«Si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya, porque así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con las vendas que le desfiguraron, dio una gran voz, diciendo:
—¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos, y, viéndose a escuras, volvió las espaldas para irse y con el miedo tropezó con sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:
—Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que me digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo, que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se extiende.» II, 48, 909-910

He aquí al valiente héroe que aspira a ser un nuevo Amadís de Gaula y aun a superarlo.

7ª Don Quijote no es imagen de Cristo

Esta visión del personaje ha tenido muy ilustres defensores y todavía hoy goza de consideración. Para Navarro Ledesma, en su biografía cervantina El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra, el cuadro del hidalgo manchego dirigiéndose a los cabreros a los que trata fraternalmente en su discurso de la Edad Dorada exhibe la misma sublime sencillez de Jesucristo hablando a los pescadores. Nabokov descubre implicaciones religiosas en la escena de liberación de los galeotes y posterior apedreamiento por los liberados, se le aparece aquí don Quijote como un hermano de Jesús; y la cena en la que pronuncia el discurso de las letras y las armas, durante la cual se le da el sitio de honor a la cabecera de la mesa y en torno a la que se sientan doce comensales, le recuerda vagamente el cuadro de la Última Cena descrita en los Evangelios, una cena, que en cuanto precede al martirio y enjaulamiento del caballero bondadoso, invita a su vez a recordar la pasión de Cristo (Curso sobre el Quijote, págs. 152 y 154 respectivamente)

Unamuno, por su lado, establece constantemente analogías entre ambos, haciendo aparecer así a don Quijote como una especie de cristo español, al que no duda en llamar «Caballero de la fe» y a veces, resaltando aún más la analogía, «nuestro Señor don Quijote». Ni aun Ortega dejó de sucumbir a esta visión cristológica de don Quijote, al que en sus Meditaciones del Quijote nos presenta como «la parodia triste de un cristo más divino y sereno; un cristo gótico, macerado en angustias modernas; un cristo ridículo de nuestro barrio, creado por una imaginación dolorida que perdió su inocencia y su voluntad y anda buscando otras nuevas» (op. cit, Revista de Occidente, 1975, pág. 36). Pero quien ha llevado hasta el límite la interpretación cristológica de don Quijote ha sido Manuel Cortacero Velasco, quien en su Cervantes y el Evangelio, nos propone un análisis sistemático del hidalgo manchego como un símbolo de Cristo.

La concepción cristológica de don Quijote no toma como término de comparación el Cristo histórico, sino el Cristo de la fe. Advertido esto, debemos empezar diciendo que presentar al hidalgo manchego como una imagen de Jesucristo es disparatado. Hemos visto que don Quijote no es un héroe, sino un personaje paródico, una caricatura del héroe caballeresco. Se erige en caballero andante, pero no realiza hecho alguno relevante de caballero andante. Recobrada la cordura, él mismo reniega de su vida como don Quijote, como caballero andante. Sólo esto debería bastar para ahuyentar cualquier intento de buscar paralelismos entre él y cualquier héroe real, sea del tipo que sea.

En cambio, Cristo, visto desde una perspectiva cristiana, realmente es un vencedor, un héroe religioso, que culmina triunfalmente su misión de redención de la humanidad con su resurrección tras su muerte en la cruz como sacrificio expiatorio. ¿Qué sentido tiene comparar con esto a un loco cuya sola presentación como caballero andante es una impostura? Pero incluso dejando aparte la impostura, un sedicente caballero andante que se erige en brazo armado de Dios, que anuncia que su ley es la espada y sale al mundo para imponer el bien a la fuerza, ¿qué tiene que ver con el maestro del Evangelio que proclama el amor a los enemigos y exhorta a hacer el bien sin usar más armas que la predicación?

Otras veces se insiste en que don Quijote es imagen de Cristo como víctima. Pero ni en esto hay analogía siquiera. El hidalgo manchego no es víctima alguna de ninguna clase. Por el contrario, su acción enloquecida, en vez de reparar males, deja víctimas: un pastorcillo azotado, clérigos apaleados, uno de ellos quebrado de una pierna, simplemente por haberse cruzado en su camino con un loco que ve enemigos donde no los hay.

2. Interpretaciones del Quijote

En la primera entrega de este ensayo expusimos los fundamentos de nuestra interpretación del Quijote como una novela cómica o humorística y en las demás entregas hemos aportado todo un arsenal de pruebas en pro de la misma. Teniendo todo esto en cuenta dejamos el terreno perfectamente preparado para afrontar la existencia de otras concepciones de la magna obra, frente a las cuales ha de probarse el valor y fortaleza de la que hasta aquí hemos expuesto. Pero antes de pasar a comentarlas, es menester proceder a una clasificación sistemática de las mismas.

Clasificación de las interpretaciones:
interpretaciones literalistas, simbólicas y relativistas

Proponemos como punto de partida clasificatorio el hecho ya examinado de la doble perspectiva o perspectiva dual narrativa de la novela, a partir del cual cabe extraer un criterio de clasificación sistemática de todas las interpretaciones del Quijote. Recuérdese que, de acuerdo con la tesis de la perspectiva dual narrativa, hay, por un lado, una perspectiva seria, la de don Quijote, la de su mundo de ilusión caballeresca, en la que el hidalgo manchego aparece como un héroe idealizado enfrentado a un mundo adverso y en la que el carácter cómico-satírico de la novela se difumina, incluso se borra; y, por otro lado, una perspectiva cómico-realista, la del narrador, que es la de la realidad y la verdad que el autor contrasta constantemente con la visión idealizada del protagonista. Pues bien, según el peso que se conceda a una u otra de las dos, tendremos diferentes exégesis de la novela. Caben tres posibilidades: que demos preeminencia a la segunda perspectiva o bien a la primera o que juzguemos que son equipolentes.

Si adoptamos la primera posición, la de privilegiar la perspectiva cómico-realista, asimismo la primera, por cierto, cronológicamente y la más influyente históricamente, que es la que está anclada en la realidad y verdad de lo ocurrido novelescamente, nos situamos en la línea de las interpretaciones directas o literales (o literalistas), en las cuales la comicidad y lo paródico son el elemento esencial de la novela. Nos vemos así conducidos a una concepción de la novela como una ficción realista cómico-satírica, que, como bien es sabido, es la que suscribimos.

Si adoptamos la segunda posición, la de privilegiar la perspectiva seria o de la ilusión caballeresca, la segunda en el orden histórico, en la cual don Quijote se nos pinta como un héroe idealizado de carácter romántico enfrentado a un entorno hostil, encontraremos en ello un punto de apoyo para toda suerte de interpretaciones alegóricas o simbólicas del Quijote, de acuerdo con las cuales éste consiste ahora en tal o cual alegoría según en qué aspecto idealizado del personaje o de su visión de la realidad se haga hincapié (el autobiográfico, el político, el religioso, el filosófico, etc.). La obra se nos presenta ahora como una novela simbólica y como un drama e incluso tragedia o como una tragicomedia.

Finalmente, si escogemos la tercera posición, la de la equipolencia de ambas perspectivas, también la última en el orden histórico, nos veremos abocados a una de las diversas variantes de las interpretaciones relativistas, que insisten en la ambigüedad del Quijote, en su perspectivismo neutro con respecto a la verdad o que sencillamente se proclaman abiertamente relativistas.

Habiendo ya realizado una amplia defensa y desarrollo del primer tipo de interpretación que ve el Quijote como una narración realista cómico-paródica y refutado en su lugar las interpretaciones ambigüistas y relativistas, emprendemos ahora la tarea de comentar críticamente las interpretaciones simbólicas, cimentadas en la sobrevaloración de la perspectiva idealizada de don Quijote, junto con la tesis de que el verdadero sentido y propósito del libro (al menos, el propósito inconsciente, ya que no el declarado por su autor) se halla entre líneas, en el estrato más profundo, más allá de la superficie visible del texto, todo lo cual desemboca en la eliminación de la comicidad como componente esencial del Quijote, al que como mucho se relega a la condición de motivo secundario.

Aunque ya mencionamos e impugnamos las interpretaciones simbólicas en la primera entrega del ensayo en términos generales y no dejamos de repetir que el sentido del Quijote es claro y manifiesto, lo que el propio autor reitera machaconamente y luego probamos que se halla en la superficie visible del texto, pensamos que es menester, además de la crítica general y la defensa positiva de nuestra interpretación del Quijote como novela literalmente cómica y paródica, someter a una crítica particular las distintas versiones de las interpretaciones simbólicas, que buscan un sentido oculto subyacente al texto. Las interpretaciones simbólicas varían a su vez según qué tipo de simbolismo acaben identificando los diversos exegetas alegoristas. A nuestro juicio, en el conjunto de la literatura quijotista de orientación simbolista cabe discernir siete géneros de interpretaciones:

1º. Interpretaciones biográficas o autobiográficas, según las cuales en el fondo la novela cervantina no es sino la autobiografía de Cervantes, no siendo don Quijote sino la máscara o el disfraz del propio Cervantes.

2º. Interpretaciones históricas, según las cuales el Quijote es en el fondo una alegoría sobre la historia de España, preferiblemente una parte de su historia, la de la España imperial y de la decadencia.

3º. Interpretaciones políticas, de acuerdo con las cuales el Quijote es, en realidad, una alegoría sobre la política española de la época, o acerca de alguna institución política o incluso una alegoría que expresa un pensamiento político, ya sea en forma de proyecto político o de utopía o de crítica de la misma.

4º. Interpretaciones sociales, en las cuales la novela se presenta como una alegoría sobre la estructura social de la España cervantina o los conflictos sociales de la época.

5º. Interpretaciones psicológicas, en la línea de la llamada psicología de los pueblos (la Völkerpsicologie) o psicología colectiva, que pretenden presentarnos los personajes de la novela como símbolos del modo de ser de los españoles, del carácter nacional.

6º. Interpretaciones religiosas, en las que el Quijote se nos presenta ahora como una alegoría que contiene un significado básicamente religioso.

7º. Interpretaciones filosóficas o metafísicas, en que la obra se nos ofrece ahora como símbolo de una concepción filosófico-metafísica sobre la realidad y la relación del hombre con ésta.

El lector podría preguntarse por qué no reservamos un casillero para un género de interpretaciones que cabe denominar científico-técnicas en vista de las múltiples obras que, desde el siglo XIX, se han escrito para glosar los saberes científicos de toda laya (astronómicos, cosmológicos, biológicos, económicos, jurídicos, teológicos, etc.) o técnicos (médicos, psiquiátricos, de técnica militar, náuticos, metalúrgicos, gastronómicos, etc.) que el Quijote incorpora. En este casillero se incluirían los escritos pertenecientes a la llamada escuela panegirista, muy en boga en el siglo XIX, en los que se intentaba demostrar el dominio por parte de Cervantes de tal o cual parcela de la ciencia o de la técnica; o bien libros, como el muy reciente dirigido por José Manuel Sánchez Ron, La ciencia y el Quijote (2005), en los que no se trata ya de probar su dominio de una u otra rama de las ciencias o técnicas o de mostrarlo como reputado sabio enciclopédico, sino simplemente relacionar la magna novela con las ciencias (sobre todo las ciencias naturales y las matemáticas) y las técnicas de su tiempo, poniendo de manifiesto la medida en que en aquélla se refleja el estado de éstas.

Ahora bien, esta clase de aproximaciones al gran libro en que éste se nos muestra como un documento sobre los conocimientos científicos o técnicos del autor o sobre la situación de las ciencias y técnicas en la época no constituye un género de interpretación específica, independiente, que haya que situar al lado de las otras. Pues el enfoque científico-técnico del Quijote, en el sentido explicado, es compatible tanto con las interpretaciones directas como con las alegóricas. Ni siquiera necesita el cultivador de este enfoque explicitar cuál es su interpretación de la novela, si la ve como una ficción cómico-realista de carácter paródico o como una obra alegórica de alguno de los géneros enumerados. Y de hecho la mayoría de ellos no lo hacen, sino que directamente se aprestan a analizar el libro cervantino desde la perspectiva científico-técnica que les interesa investigar. Tendría sentido hablar de interpretaciones científico-técnicas si a alguien se le ocurriese ver en la historia de don Quijote la expresión en clave alegórica de un mensaje científico o técnico subyacente. Pero hasta la fecha nada serio se ha escrito en esta línea

Por último, debemos hacer una advertencia importante sobre las interpretaciones simbólicas para evitar malentendidos. La primera es que nada obsta para atribuirle al Quijote un sentido oculto o figurado único o varios. En el primer caso, hablaremos de interpretaciones monistas del Quijote; en el segundo caso, de interpretaciones pluralistas del mismo. La concepción crítica de Schelling que veía el Quijote ante todo como una novela filosófica es un ejemplo obvio de interpretación monista.

No obstante, en la literatura crítica sobre el tema son muy frecuentes las interpretaciones pluralistas. Algunos de los más ilustres hermeneutas, como Benjumea, Unamuno, Ortega, Maeztu o Américo Castro, fueron pluralistas. Por tanto, si es posible una pluralidad de sentidos simbólicos, entonces no hay incompatibilidad alguna entre las distintas interpretaciones. Una concepción pluralista del Quijote característica es la que lo percibe a la vez como una novela autobiográfica, histórica, política y filosófica, cuyos defensores más conspicuos han sido Benjumea y Maeztu, aunque el primero tiende a unificar todas en la autobiográfica y el segundo en la histórica; no faltan ni las concepciones trialistas ni las dualistas.

Interpretaciones autogóricas y alegóricas del Quijote

Asimismo deseamos llamar la atención sobre el hecho de que nuestra concepción de las interpretaciones alegóricas como opuestas a las literales o directas no coincide con otras concepciones de las interpretaciones alegóricas, como la propuesta recientemente por Gustavo Bueno, quien no sólo propone una concepción diferente sino que forma parte de una distinción asimismo diferente, en que las interpretaciones alegóricas se oponen a las interpretaciones autogóricas (véase su «Don Quijote, espejo de la nación española», en España no es un mito, Temas de Hoy, 2005, págs. 243-55).

Nuestra noción de alegoría y con ella de las interpretaciones alegóricas es la que proviene de la preceptiva o teoría literaria clásica, en la cual se definía como una figura literaria del lenguaje en que un conjunto de elementos figurativos o imágenes se usan con valor traslaticio según que guarden paralelismo o algún tipo de semejanza con un sistema de conceptos o realidades, lo que invita a distinguir en toda alegoría entre un sentido directo o aparente o literal, y otro indirecto o profundo o figurado, que es el sentido alegórico. Así, la figura de una mujer que sostiene con una mano una balanza y con la otra una espada es una representación alegórica o simbólica de la justicia, en que el sentido literal o aparente está constituido por las imágenes de la mujer, la espada y la balanza; y el sentido figurado o alegórico es el de la idea o virtud de justicia, cuyo ejercicio ha de ir acompañado además de equidad (la balanza) y de severidad (la espada).

Sin duda la máxima expresión literaria del alegorismo, así entendido, lo representa la Divina Comedia de Dante, un poema religioso-filosófico que nos ofrece una impresionante visión alegórica del mundo de ultratumba; en general la literatura medieval fue muy proclive al cultivo de la alegoría, que también en España ha dejado excelentes manifestaciones, como El laberinto de Fortuna o Las Trescientas, de Juan de Mena, un poema alegórico a la manera de Dante sobre la influencia de la Fortuna, o de la Providencia, sobre la vida humana, o como los fragmentos alegóricos del Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, así la batalla de don Carnal y doña Cuaresma. Los grandes místicos españoles del siglo XVI, tanto santa Teresa como san Juan de la Cruz, hicieron uso constante de la alegoría, la del castillo y sus moradas en la primera como símbolo del alma, o la de las noches o la noche oscura en el segundo como símbolo de las terribles pruebas de abandono, tentaciones y desolación que Dios envía al alma para probarla y purificarla en su camino místico que ha de transitar hasta alcanzar el goce de la unión con la divinidad. En la literatura española del siglo XVII contamos con buenos ejemplos del uso del alegorismo, como en el teatro de Calderón, en algunas de cuyas obras los personajes son símbolos de tesis religiosas o filosóficas; o en el genial Criticón de Gracián, en el que a través de sus protagonistas, Andrenio y Critilo, símbolos respectivos del hombre natural o instintivo y el hombre reflexivo, y su recorrido por una serie de lugares de significado alegórico, se ofrece una visión alegórica de la vida humana en forma novelesca.

Pero fuera de la poesía, como el poema narrativo a lo Dante o el poema dialogado a la manera del Fausto de Goethe, de la mística o del teatro, que se prestan más al recurso alegórico, o salvo excepciones como la de la obra maestra de Gracián, en realidad una creación a caballo entre el poema alegórico a lo Dante y la novela, el empleo de un simbolismo alegórico es raro, por no decir excepcional, en la novela moderna, española o extranjera. La razón de ello es obvia. La novela propiamente dicha, la realista, de la cual el Quijote es el germen que la inaugura, pretende ser un relato no histórico, pero veraz, en prosa de una acción imaginada, fingida, pero semejante a la real, realizada por unos personajes verosímiles e incluso reales o históricos en un ambiente igualmente semejante al real e incluso real o histórico, como sucede en la llamada novela histórica. Y siendo así, nada más ajeno a la naturaleza de la novela y a su ideal de realismo y objetividad, de un lado, en el tratamiento de los hechos narrados, de los personajes y el ambiente, y, de otro lado, a su ideal estilístico de manejo de una prosa clara y precisa, con lo que entraña de cancelación de lo subjetivo, arbitrario e impreciso, que el recurso a un simbolismo alegórico, con lo que acarrea, contrariamente, de introducción de factores de indeterminación, ambigüedad e imprecisión conceptuales, por más que al introducir imágenes alegóricas se invoque una semejanza entre éstas y el objeto o idea representados.

No es por ello de extrañar que, si bien el mismísimo Cervantes cultivó el género alegórico, lo hiciera en el teatro y en su género más elevado, la tragedia, que se presta más a ello, como en El cerco de Numancia, o bien ocasionalmente en el tratamiento de una acción secundaria respecto a la acción principal, a la que no afecta, como en el Quijote. En efecto, en El cerco de Numancia, una verdadera tragedia épica, desempeñan una decisiva función literaria personajes alegóricos, como España, la Guerra, a la que acompañan la Enfermedad y el Hambre, el Tajo, el Duero y la Fama. En cambio, en el Quijote lo alegórico se reduce a un fragmento accesorio en el episodio de las bodas de Camacho, donde a través de los ojos de don Quijote el narrador nos describe la danza hablada (con argumento y recitado), en la que, con la intervención de múltiples figuras alegóricas, se escenifican las conflictivas relaciones entre el Amor y el Interés en su afán por conquistar a una doncella encastillada, alegoría satírica, en la que, como muy bien sabe ver don Quijote, se representan simbólicamente la lucha entre las destrezas de Basilio, simbolizadas por el Amor y sus valedores, y las riquezas de Camacho, simbolizadas por el Interés y sus partidarios, por el amor de Quiteria, representada por la doncella encerrada en el castillo (II, 20, 701-5).

Ahora bien, Cervantes no sólo hace uso del alegorismo en sus obras, como acabamos de ver, sino que nos ha dejado incluso una definición del concepto de alegoría en el Coloquio de los perros, por boca de Cipión, en la línea de la definición clásica arriba expuesta y del propio ejercicio que él hace de ella: «Si no es que sus palabras [se refiere a las de un personaje llamado la Camacha, a la que Cipión conoció en sus andanzas] se han de tomar en un sentido que he oído decir se llama alegórico, el cual sentido no quiere decir lo que la letra suena, sino otra cosa, que, aunque diferente, le haga semejanza» (Novelas ejemplares, II, Cátedra, 1982, pág. 346).

En cambio, Gustavo Bueno, como preludio a su interpretación simbólica del Quijote, nos propone una concepción de los símbolos alegóricos de otra laya, en la que ahora éstos no se oponen a los símbolos literales o no figurados, sino a los símbolos autogóricos, basándose en la distinción, que considera discutible, procedente de Schelling entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos. Define los primeros así:

«Los símbolos autogóricos son los que 'se representan a sí mismos' y don Quijote ha sido representado, y aún sigue siéndolo muchas veces, aun sin llamarlo así, como un símbolo autogórico de su propia figura literaria. Como símbolo autogórico, o conjunto de símbolos autogóricos, interpretan el Quijote quienes lo ven como una obra estrictamente, 'inmanente', sin más referencias que sus propias figuras literarias. Figuras imaginarias que se agotan poblando un 'imaginario social'.» Op. cit. 243

Como se ve, el concepto de símbolos autogóricos así caracterizado le permite a su vez extender la noción al concepto mismo de interpretación, pasando a definir las interpretaciones autogóricas como aquellas en que don Quijote es un símbolo que se representa a sí mismo y en general el Quijote como una obra cuyas referencias son sus propias figuras literarias. Y el siguiente paso consiste en identificar las concepciones del Quijote como una parodia de los libros de caballerías como interpretaciones autogóricas; en otros términos, las denominadas tradicionalmente interpretaciones literales o directas pasan a ser no otra cosa que interpretaciones autogóricas:

«Ampliando discretamente el campo de la 'inmanencia literaria autogórica', cabría citar también, dentro de este campo de los símbolos autogóricos, a las habituales interpretaciones del Quijote como obra literaria dirigida contra otras obras literarias, los libros de caballerías. Es decir, contra los caballeros andantes de papel, y no contra los caballeros reales, como pudieron serlo Hernán Cortés, o don Juan de Austria.» Op. cit., pág. 244

No se niega, no obstante, sentido a las interpretaciones autogóricas y, con ello, a las interpretaciones literales, directas o no alegóricas como un género de interpretaciones literarias de carácter inmanente a la propia obra literaria, aunque sí las rechaza. Sólo cuestiona «la legitimidad de considerar como símbolos a los símbolos autogóricos que, a los sumo, constituyen un caso límite de la Idea de símbolo, límite en que el símbolo cesa de serlo», y la razón por la cual no se debe considerar como símbolo al autogórico es que «un símbolo, en cuanto figura alotética, dice precisamente relación a referencias distintas del propio cuerpo del símbolo» (Ibidem).

Gustavo Bueno niega rotundamente que don Quijote sea un símbolo autogórico y afirma que es un símbolo alegórico, un tipo de símbolo que define así: «Las figuras, interpretadas como símbolos estrictos, alegóricos, nos remiten a referencias extraliterarias, a figuras reales, a figuras de la historia civil, política o social» (op. cit., pág. 245).

Y a continuación aclara perfectamente lo que entiende por referencia extraliteraria a una figura real de don Quijote como símbolo alegórico:

«En esta línea, suponen algunos intérpretes que, en la figura de Alonso Quijano, Cervantes querría haber representado algún individuo real, que él pudo conocer directamente, o a través de algún amigo o escritor.
La referencia real de Don Quijote, según esto, sería Alonso Quijano, es decir, algún individuo de carne y hueso, pero afectado de un tipo específico de locura que Cervantes pudo conocer e 'identificar' intuitivamente, sin ser médico o psiquiatra.» Ibidem

Así que lo esencial, según Gustavo Bueno, para que un símbolo sea alegórico es que tenga una referencia real extraliteraria y ello con independencia de si ese símbolo nos remite a un modelo vivo de algún loco concreto de carne y hueso en que se habría inspirado Cervantes como si remite a locos en sentido figurado, como, por poner un ejemplo suyo, los españoles enloquecidos porque iban a América o, como prefiere decir Bueno, porque dejaban de ir, o a realidades impersonales, como España. Pues en las páginas siguientes nos ofrecerá una interpretación de don Quijote en que su locura, sus delirios, no tienen como referencia a algún loco de atar, aunque si así fuera no por ello esta referencia dejaría de ser alegórica, sino a las personajes extraordinarios y heroicos enloquecidos por defender a España en todos los flancos de su Imperio, y a ella misma como realidad histórica y política.

La principal objeción que planteamos contra esta concepción de los símbolos alegóricos es que es a la vez demasiado estrecha en un sentido y demasiado amplia en otro. Demasiado estrecha, porque no tiene en cuenta que puede haber alegorías cuya referencia, lejos de ser extraliteraria, sea intraliteraria, como sucede con el alegorismo de segundo orden, lo que acontece en las ficciones alegóricas incrustadas en otras ficciones, en cuyo caso los símbolos alegóricos toman como referencia otros símbolos literarios y no entidades extraliterarias. El pasaje alegórico del episodio cervantino de la celebración de las bodas de Camacho nos brinda un buen ejemplo de lo que estamos tratando de explicar. Los personajes alegóricos del Amor, del Interés y de la doncella encastillada, que los dos primeros tratan de conquistar, remiten inmediatamente a una realidad intraliteraria, pues sus referentes respectivos son a su vez también personajes literarios, esto es, Camacho, Basilio y Quiteria.

Pero es a la vez demasiando amplia, tanto que incluye en su seno las estrictamente alegóricas, de acuerdo con la idea de la preceptiva clásica, pero también otras que, de acuerdo con ésta, no serían alegóricas. Y esta parte de la objeción nos parece más grave, si cabe, por sus consecuencias, que la anterior. Todo ello se debe a la lasitud del criterio de Bueno para distinguir los símbolos alegóricos de los que no lo son. Lo esencial en la distinción que nos propone es si las figuras literarias son símbolos con una referencia extraliteraria en la vida real o no; si ocurre lo primero, estamos ante un símbolo alegórico; si lo segundo, autogórico. Ahora bien, la aplicación de este criterio tiene, entre otras consecuencias, la de que las llamadas novelas históricas serían alegóricas, pues relatan la historia de un personaje real, pero si a esto se le llama alegorismo, nada tiene que ver con el alegorismo en sentido estricto, y considerarlo como un género alegórico no produce sino confusión. La razón de ello es que en una novela histórica cuyo protagonista nos remite directamente a un personaje histórico, tal como en el Espartaco de Arthur Koestler o en el de Howard Fast, la referencia al esclavo tracio que se rebeló contra Roma como personaje histórico es literal, no a través de alegorías. El criterio de Bueno ensancha tanto la noción de alegoría que no permite distinguir entre una novela histórica literal, así lo es la inmensa mayoría, y una realmente alegórica. Desde el punto de vista de su concepción, no habría manera de distinguir entre una novela histórica cuyo protagonista fuese Cervantes, en la que, como es costumbre en el género, junto al relato literal de lo conocido históricamente de su biografía se entremezclasen elementos de ficción, con el Quijote como novela alegórica, en que, como sostienen los valedores de las interpretaciones biográficas de la misma, don Quijote es, en realidad, Cervantes, pues tan alegórica sería la una como la otra, en tanto el referente de ambas sería un personaje real, de carne y hueso.

En cuanto a los símbolos autogóricos, no tenemos nada que objetar a su concepto en sí mismo, pero sí a su aplicación para etiquetar las interpretaciones del Quijote que ven en su protagonista un símbolo autogórico, pues esta clase de símbolos carecen de la capacidad de captar la realidad de don Quijote como personaje literario. Si al decir que don Quijote es un símbolo autogórico lo único que se quiere decir es que es un personaje de ficción que carece de referente real de carne y hueso, no podemos sino estar de acuerdo en ello, pues de otro modo el Quijote no sería sino una novela biográfica, bien es cierto que en clave alegórica, lo que a todas luces resulta estrambótico, como nos encargaremos de probar en la próxima entrega de la serie. ¿Quién sería el biografiado aunque novelescamente y por qué la historia de don Quijote habría que leerla como la narración alegórica de la vida real del supuesto biografiado? ¿Por qué Cervantes habría de empeñarse en disfrazar bajo un ropaje simbólico críptico lo que se puede relatar de forma sencilla y directa para que todo el mundo lo entienda? Nunca está de más recordarles a todos los partidarios de interpretaciones simbólicas, no importa si son de índole biográfica o de otra índole, que Cervantes quiere hacerse entender de toda suerte de públicos, incluyendo al vulgo o al simple («Procurad... que el simple no se enfade [= no se aburra]», lo que difícilmente se puede conseguir ocultando el verdadero significado de la novela tras un simbolismo alegórico.

Pero si con la clasificación de don Quijote como un símbolo autogórico lo que se quiere afirmar, y es esto lo que nos parece que se pretende realmente afirmar, es que el personaje queda relegado a un escenario imaginario desconectado de la realidad, entonces no podemos estar más en desacuerdo. Nuestra tesis es que los personajes literarios como don Quijote desbordan el concepto de símbolo autogórico, sin ser por ello un símbolo alegórico, ni en el sentido de Bueno ni en el clásico del mismo. Están a caballo entre lo autógorico y lo alegórico, desbordando a lo primero, pero sin llegar a ser lo segundo. ¿Por qué? Porque, aun cuando don Quijote es un personaje ontológicamente de ficción, se trata de una ficción que busca imitar la realidad, con la que constantemente se aproxima sin llegar a confundirse con ella. Pero justo el secreto de la magia de la ficción realista, cual es la de la novela, consiste en hacernos creer que los personajes son tan verosímiles, que podríamos confundirlos en el límite con personas de carne y hueso, si el engaño de la ficción fuese perfecto. Por eso la realidad literaria de don Quijote no se agota en su realidad intraliteraria, sino que constantemente tiende un puente hacia la realidad extraliteraria. En personajes como don Quijote hay una intencionalidad de realidad, de apuntar a ésta. Todo esto bien se puede observar en la manera como Cervantes se acerca al personaje, lo construye y le hace moverse en un escenario literario, que nos remite constantemente al de la España coetánea.

En efecto, en su esfuerzo por presentarnos a don Quijote de manera que nos dé sensación de realidad, el narrador de su historia no duda en recurrir a artimañas diversas, tales como la de fingir que ha consultado unos anales de la Mancha o crónicas biográficas para confeccionar su propia versión como si de escribir una biografía se tratase, de modo que desde el principio trata de hacernos creer que don Quijote es una persona que ha existido realmente, cuya fama es anterior al libro de Cervantes y cuya biografía se intenta reconstruir a partir de los distintos testimonios existentes no siempre coincidentes. Hasta tal punto llega el afán de Cervantes por presentar al protagonista de su libro cual si de un personaje histórico se tratase que, camuflado de historiador, llega a confesar su acuciante deseo de «saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y el ejercicio de las andantes armas, y el de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas» (I, 9, 85). A los personajes idealizados y ahistóricos del mundo caballeresco, Cervantes opone aquí unos personajes, que, amén de ser humanos genéricamente de forma realista, son plenamente históricos, lo que en el caso presente entraña que sean plenamente españoles, españoles de la España de los tiempos cervantinos.

Esta referencia a España nos lleva a una última observación crítica al intento de presentar las interpretaciones del Quijote como crítica de otros libros, cual las interpretaciones literalistas o directas que ven en esta obra una censura de los libros de caballerías, como desconectadas de la realidad en el sentido explicado de que no dota a don Quijote de una realidad extraliteraria, real. Acabamos de ver que, de acuerdo con nuestra interpretación literalista y antialegórica, don Quijote, aunque personaje de ficción, posee una realidad intraliteraria que busca parecerse a un ser real más allá del escenario novelesco. Lo que queremos poner de manifiesto ahora es que, aunque los intérpretes literalistas vean en don Quijote una figura estrictamente autogórica en el sentido de Bueno, de ahí no se infiere que esos intérpretes tengan que interpretar el conjunto del Quijote en términos autogóricos. Pues una novela no sólo se compone de personajes, por más autogóricos que sean, sino de un escenario novelesco, donde se desenvuelve la trama argumental, que ya no tiene por qué ser autogórico. El autor puede hacer circular, y tal es lo que hace Cervantes, a los personajes, por más que sean seres ficticios, en un escenario literario, cuyo referente real literal, que no alegórico, sea la realidad histórica, política, social y cultural de un tiempo histórico.

Y que el alcalaíno nos ofrezca su magna novela como una crítica de otros libros no invalida la inserción de los personajes en un escenario geográfico, histórico y cultural, que es el de la España de la época, sin que para ello haga falta suponer que don Quijote sea un símbolo alegórico de España, pues el Quijote, como veremos, se limita a reflejarla literalmente, unas veces de forma explícita, otras de forma tácita, si bien de manera selectiva más que fotográfica. Es más, lejos de ser un obstáculo para su conexión con la realidad el proponerse como meta vituperar los libros de caballerías, es un requisito imprescindible, pues precisamente uno de los ejes de la novela consiste en contrastar cómica y paródicamente las pretensiones caballerescas del sedicente caballero manchego con la realidad extraliteraria, sin cuyo conflicto permanente la ficción novelesca como sátira de la literatura caballeresca no puede ni siquiera iniciarse. En suma, aun admitiendo que, según las interpretaciones literalistas, las figuras literarias de una novela en general y del Quijote en particular sean autogóricas, ello no autoriza a sostener que el escenario literario tenga que ser igualmente autogórico, pues, como sucede en el Quijote, y en general en la llamada novela realista, las acciones de los personajes se desenvuelven en un escenario geográfico real y en un marco histórico y cultural asimismo reales, el cual, en el caso del Quijote, es algo más que mero marco de las andanzas de su protagonista, pues la historia del personaje se entreteje con los elementos históricos, políticos, sociales y culturales del mismo, en tanto conforman su sustancia e identidad.

Lo que queremos decir con esto es que la distinción de Gustavo Bueno entre símbolo autógoricos y alegóricos y, correspondientemente, entre interpretaciones autogóricas y alegóricas, esta diseñada en función de las figuras literarias, como si una obra literaria, cual una novela, se compusiese sólo de figuras personales y no también de elementos impersonales, o como si la referencia de una obra la marcase la de sus figuras personales y no sus elementos no personales. En los pasajes arriba citados se define si la referencia de una obra literaria queda encerrada en la inmanencia de su propio escenario imaginario o trasciende a éste según si sus figuras literarias son autogóricas, carentes de un referente real, o si cuentan con un referente extralitarario. Y tal concepción es la que se aplica al Quijote. Ahora bien, en las obras de ficción realista, como el Quijote, su referencia no viene decidida por la de su protagonista, sino por los diversos elementos del escenario literario, impersonales unos y personales otros, que nos remiten a una realidad extraliteraria.

En Ivanhoe de Walter Scott el protagonista del mismo nombre es un personaje ficticio, aunque sin duda en él se pretende reflejar verazmente lo que debió de ser un caballero medieval, pero el ambiente literario en el que tienen lugar sus aventuras es el de la Inglaterra feudal de fines del siglo XII, del cual forman parte no sólo diversos elementos históricos, sociales, políticos y culturales de la sociedad inglesa de la época, sino también personajes ficticios e históricos, como Ricardo Corazón de León o Juan sin Tierra. Lo mismo sucede en la magna novela cervantina, en que un personaje de ficción, como don Quijote, sin referente real de carne y hueso, pero que pretende parecerse a un hidalgo español cualquiera al que le acometiese un delirio caballeresco, realiza sus andanzas en el seno de un escenario que nos remite a la España de comienzos del XVII y de algunas de sus regiones, como la Mancha, Aragón y Cataluña, y que cuenta igualmente con elementos impersonales de todo tipo dotados de un referente real (parajes, ríos, caminos y rutas, ciudades, como Barcelona, y múltiples poblaciones y aldeas de una geografía real y no imaginaria –como acontecía en los libros de caballería–, indumentaria, costumbres, mesones, artefactos técnicos, como armas, molinos, imprentas, flotas de galeras, etc.) y habitado por personajes tanto ficticios, pero verosímiles, como históricos o que apuntan claramente a personas vivas de aquel tiempo.

En efecto, no es sólo que el escenario literario de una novela no tiene por qué ser autogórico porque lo sean sus personajes. Es que además en una novela, y tal es lo que sucede en el Quijote, no todos los personajes tienen por qué se autogóricos, puede haber personajes que no lo sean, sin que por ello sean alegóricos en el sentido estricto del término, sino figuras literarias que remiten literalmente, y no de forma figurada, a figuras de la vida real o históricas. En la historia del cautivo Ruy Pérez de Viedma las menciones de personajes históricos son múltiples, algunos de los cuales forman parte de su propia historia, entre ellos, por cierto, el mismísimo Cervantes, al que se alude como compañero de cautiverio que protagonizó hechos memorables, según su relato, por alcanzar la libertad. Y dejando aparte la historia del cautivo, en la historia principal del Quijote, amén de referencias a personajes vivos de la época, como al propio rey Felipe III o a Bernardino de Velasco, al que se encargó la operación de la expulsión de los moriscos, hay personajes que, si no históricos, sino ficticios, remiten literalmente y no de forma figurada o alegórica, a figuras vivas coetáneas, tal como Ricote el morisco, el visorrey o virrey de Cataluña o el general en jefe de la flota de galeras de Barcelona. De estos personajes, aunque literarios, no se puede decir que sean autogóricos, ni tampoco alegóricos, pues tienen una referencia extralingüística en sentido literal, aunque esta referencia real no esté totalmente determinada, sino manifieste una cierta indeterminación, en el sentido de que no se alude a ellos de una forma personalizada, sino con una cierta abstracción y más en el caso de la figura de Ricote, la cual nos remite no a este o aquel morisco, sino a un morisco real cualquiera, que en el caso del virrey o del jefe de la flota, pues, dado que no había más que un virrey y un jefe de la flota, la referencia a ellos resulta bastante precisa. La misma referencia real cabe atribuir a la banda de bandoleros catalanes y a su cabecilla Roque Guinard, figura que en este caso, a diferencia del caso de la de Ricote, no remite indeterminadamente a un bandolero o jefe de bandoleros cualquiera, sino a uno cuyo nombre en la ficción es prácticamente el mismo de su modelo vivo.

Así, pues, el Quijote no es, desde nuestra perspectiva, una obra autogórica, sin ser por ello alegórica en sentido estricto, dado que, si bien el protagonista carece de un referente real, actúa en un escenario literario que sí tiene una referencia real y en el que habitan personajes asimismo con un referente real, con algunos de los cuales don Quijote entabla relaciones, como con el bandolero Roque Guinard, con el visorrey de Cataluña o el jefe de las galeras, o las entablan otros personajes de la ficción, como Sancho con Ricote, que representa a un morisco cualquiera. Y en cuanto a don Quijote, si no representa a un individuo real de carne y hueso, al menos su autor pretende dotarlo de una apariencia de realidad, que se parezca a uno de carne y hueso. Otra cosa es que lo consiga plenamente. En nuestra opinión lo consigue sólo en parte, en lo que respecta a su condición social de hidalgo español y todo lo que esto lleva aparejado, así como a su retrato como individuo ingenioso; pero no en cuanto a su locura, una locura tan peculiar e inverosímil que sólo hasta ahora don Quijote la ha padecido. Nadie, salvo él, ha padecido una enfermedad caballeresca, como la llama su sobrina, tal que le impulse a salir por campos y florestas en busca de aventuras siguiendo el modelo de los libros de caballerías. En este sentido suscribimos totalmente las declaraciones del neurofisiólogo Francisco de Mora:

«Médicamente, la locura de Don Quijote no se ajusta a ningún patrón patognomónico descrito en la psiquiatría. Tampoco Cervantes sabía de esta materia (aun cuando al parecer se ilustró bastante en los tratados médicos de la época) más allá de lo que hubieran sido sus observaciones personales. Y es así como creó un personaje con un mundo psicológico de huida y fantasía sin ningún trazo de verdadera patología mental reconocido como tal en la clínica médica.» El científico curioso. La ciencia del cerebro en el día a día, Temas de Hoy, 2008, pág. 78.

Ahora bien, aunque el personaje sea autogórico y en parte inverosímil, ello no significa que el libro cervantino sea autogórico, sino dotado de una referencia real más allá de la inmanencia literaria del mismo gracias a su escenario literario que desborda esta inmanencia y a otros personajes del libro que sí poseen un referente extraliterario. Esto último muestra además que puede haber en una obra literaria símbolos, tanto impersonales, así el escenario literario y los elementos del mismo, que remiten literalmente a una realidad extraliteraria, sin ser alegóricos, como personales, así los ya citados del Quijote, que remiten asimismo literalmente a seres reales, sin ser tampoco alegóricos. No hace falta sostener, como hace Gustavo Bueno, para dotar a la novela cervantina de una referencia real, que don Quijote representa a España, a la que alegóricamente encarna; basta con sostener, como es nuestro caso y como tendremos ocasión de probar en las sucesivas entregas, que la referencia del escenario literario del Quijote como lugar de las andanzas y aventuras de don Quijote es España, pero de forma literal, sin uso de alegoría alguna. Por tanto, el concepto de interpretación autogórica es demasiado estrecho, ya que una interpretación del Quijote puede ser literalista, sin por ello ser autogórica, incluso aun cuando la figura de don Quijote fuera autogórica, pues el sedicente caballero manchego realiza sus hechos en un ambiente real y a veces hasta se relaciona con figuras reales, históricas. Que don Quijote carezca de referente extraliterario no es óbice para que el Quijote en su conjunto lo tenga.

En cualquier caso, la distinción de las interpretaciones del Quijote en autogóricas y alegóricas, incluso aun cuando fuese correcta, es meramente clasificatoria, esto es, no constituye por sí misma un argumento que esgrimir contra unas u otras y que, por tanto, no tiene el poder de prejuzgar las simbólicas como superiores a las autogóricas o a las literales, que, según nuestro modo de ver, si el análisis precedente es correcto, no se dejan subsumir bajo la etiqueta de autogóricas. Quien defienda una interpretación alegórica en sentido estricto, y la de Bueno lo es, está obligado a respaldarla con razones, cosa que evidentemente Bueno hace; y si además se pretende que una interpretación simbólica es mejor o superior a una literalista, eso debe hacerse probando que su capacidad de análisis del Quijote como obra de arte supera a las de sus competidoras literalistas. Para ello no basta, como suele hacer la inmensa mayoría de los intérpretes alegóricos de la novela cervantina, con proponer un ensayo de interpretación alegórica programática; es menester respaldarlo comprobando su fertilidad para afrontar el estudio sistemático de los episodios de la obra.

 

El Catoblepas
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