Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 76 • junio 2008 • página 7
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Principio de simpatía y ética del sentimiento
El postulado alternante, adoptado en la ética como tópico al uso, a fin de adornar el discurso moral, y, por otra parte, el principio de simpatía, desarrollado con voluntad doctrinal, principalmente por la escuela moralista escocesa del siglo XVIII –formada, entre otros, por Francis Hutcheson, Lord Shaftesbury, Thomas Reid, Adam Ferguson y, muy especialmente, por David Hume y Adam Smith–, comparten entre sí un indudable aire de familia. En su concurso común, ambas categorías ofrecen, asimismo, severas contrariedades, tanto teóricas como prácticas, que convendría poner en cuestión. La vaguedad de la primera categoría, recogida ordinariamente en la fórmula «ponerse en el lugar del otro» –de la que hemos tenido oportunidad de tratar aquí en otras ocasiones– hace de ella un alegato tan estéril como diletante. La filosofía de la simpatía, marcada acaso por similar destino fatal, no ha corrido mejor suerte.
Merced al auxilio proporcionado por la filosofía de la simpatía, el postulado (alternante) suspira por un estatus de «principio» –principio empatizador de la moral–, en unos casos de modo manifiesto, y en otros, insinuado, aspirando, en cualquier caso, a la conquista de una carta de naturaleza, de autoridad (académica, por supuesto), que permitiría elevarlo a la condición de instrucción filosófica.
Es el propósito de este ensayo mostrar la gran debilidad de los argumentos sobre los que descansa el artefacto discursivo de la empatía en la ética, que podría resumirse como sigue: la comunicación y el criterio de la moral común están asegurados merced a las vías del sentimiento y la imaginación, pues, penetrando en las sensaciones y las vivencias de los demás, pueden así compartirse, permitiendo, en consecuencia, la experiencia «común» y «pública» de la moral.
El asentamiento de la moral sobre suelo tan inestable, como el proporcionado por el sentimiento y por las emociones, conduce a una exposición filosófica en la que la pasión y la voluntad priman sobre la razón y la naturaleza humana. Aun esgrimiendo un vocabulario nominalmente empirista, la filosofía de la simpatía vuela por encima de la experiencia, impulsada por la fuerza que le otorga la confianza en la facultad de la imaginación y alentada por unas convicciones morales rabiosamente hostiles al amor propio.
«La simpatía no es sino la conversión de una idea en impresión por medio de la fuerza de la imaginación.»{1}
Obstinados en la misión de frenar el despliegue natural en los hombres del egoísmo moral, los teóricos de la simpatía abandonan a menudo el ámbito de la ética –tan discutido y discutible, tan personal y tan suyo–, para adentrarse en esferas de saber más refulgentes y lucidas, presumiblemente más sólidas, como puedan serlo la psicología, la sociología, el derecho y la política.
El principio de simpatía es central en la filosofía moral de David Hume, si bien el empleo y la aplicación que les concede siguen una orientación mucho más ponderada y bastante menos ambigua que la llevada a cabo por algunos de sus seguidores, Adam Smith muy en particular.{2} He aquí una primera diferencia entre uno y otro: Hume no iguala el principio de simpatía con el postulado alternante –de hecho no recurre apenas a la socorrida expresión de «ponerse en lugar del otro»–, tópico, en cambio, frecuentadísimo en La teoría de los sentimientos morales de Smith.
Tal contención teórica y tal esmero en el uso del lenguaje honran a Hume, confiriendo a su exposición filosófica un tono de gran discreción y pulcritud intelectual, aunque, a mi juicio, no siempre consiga –al partir de los presupuestos desde los que opera– consumar una teoría convincente. En general, y como ya he apuntado, el tratamiento humeano de la simpatía – su pensamiento moral, en general– nace viciado por la idea obsesiva de intentar neutralizar a cualquier precio el conatus (acaso, demasiado humano) del amor propio. Esta actitud conlleva serios problemas: ¿cómo determinar, entonces, la conveniencia y el beneficio de la moralidad sin plegarse al empuje primordial del interés particular? ¿Cómo eclipsar la fuerza natural del amor de sí mismo en beneficio de la solicitud hacia los demás? Para Hume, la respuesta no es otra que la simpatía.
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Hume y la comunicación de sentimientos
Hume ofrece una amplia variedad de definiciones del concepto de simpatía a lo largo de los libros II y III del Tratado de la naturaleza humana, dedicados al estudio de las pasiones y al trazado de la teoría moral (y política), los cuales revelan una profunda dependencia de vocabulario e inspiración en relación con el resto de la obra, en especial su teoría del conocimiento expuesta en el libro I del Tratado. El lector que acuda al texto citado hará bien, por tanto, en no hacer demasiado caso de la advertencia deslizada por el autor al inicio del libro III, en el sentido de que su lectura no requiere de los argumentos contenidos en los anteriores. Sus propias palabras contradicen este propósito:
«No me falta, sin embargo, la esperanza de que el presente sistema de filosofía irá adquiriendo nuevas fuerzas según avance, y espero igualmente que nuestros razonamientos acerca de la moral confirmen lo ya dicho acerca del entendimiento y las pasiones.»{3}
Una combinación de modestia y prevención, a la sombra de la tímida acogida que tuvieron entre el público las dos primeras partes de la obra, podrían estar en la base de la mencionada nota previa (dichos libros fueron publicados en 1739 y el tercero un año más tarde, en 1740).
La noción de simpatía es introducida en la sección XI del Libro Segundo del Tratado titulada «Del ansia de fama». No sería justo concluir por ello que Hume, al intentar explicar el magnetismo existente entre las acciones propias y la opinión concedida por los otros, le mueve, por encima de otra consideración, el afán de salvar las apariencias en sociedad (reproche éste que acaso sí esté justificado en el caso de Adam Smith), a pesar de algunas referencias expresas a la cuestión que pueden encontrarse en el texto:
«Por esta razón, todo el que tenga interés en guardar las apariencias ante los demás o desee vivir en buena armonía entre los hombres, debe fijarse como regla inviolable el no verse inducido jamás por tentación alguna a violar estos principios [justicia y mérito], esenciales para un hombre de probidad y honor.»{4}
La simpatía tiene, sin duda, una dimensión ética, si bien el beneficio que le presumen sus patrocinadores sería de orden estratégicamente social, si se me permite decirlo así. ¿Por qué, por ejemplo, sería beneficioso el disfrute de las riquezas? Aunque disfrute de ellas directamente el propietario de las mismas –el beneficiario–, según arguye Hume, la ganancia interesa igualmente al espectador que la contempla por efecto de la simpatía, en la medida en que éste se complace de la satisfacción que aquél experimenta. La envidia, el resentimiento y la rivalidad parecen irrelevantes en este caso, tal vez por considerarse actitudes demasiado antipáticas. No extraña, pues, que el filósofo escocés confíe a la imaginación el fundamento de la teoría.
Las mentes de los hombres actúan, entonces, como «espejos unas de otras»{5}, aunque, por lo visto, también de modo muy selectivo y aun caprichoso: reflejan preferentemente lo que uno quisiera ver en ellas.
La simpatía, según Hume, aspira, debemos reconocerlo, a entender y explicar las emociones y sentimientos de los hombres, no a ponerse en el lugar de ellos. Nos complacemos ante el espectáculo de la riqueza y la alegría del otro, no porque persigamos ganar nuestra parte (parte material, aunque quizás sí espiritual) de aquello que no es nuestro. La razón de la complacencia simpática puede explicarse de otro modo: puesto que percibimos la utilidad que el bienestar procura en el otro, comprendemos, en consecuencia, su satisfacción.
«Fertilidad y valor tienen una referencia plena al uso, y éste a la riqueza, alegría y abundancia, cosas de las que tenemos esperanza alguna de participar, aunque tomemos parte en ella gracias a la vivacidad de la simpatía, disfrutando en alguna medida de ellas junto con su propietario.»{6}
La simpatía y la propiedad, empatizando entre sí, son percibidas como artefactos beneficiosos a la sociedad en razón de su utilidad. Lo mismo acontece, además, con la justicia:
«El origen de la justicia explica el de la propiedad. Es el mismo artificio el que da lugar a ambas virtudes.»{7}
No discutiré ahora el disputable alcance del aserto, al definir, en particular, la propiedad como mero «artificio», sólo reconocible, entonces, por convenio o «contrato social», no por derecho natural. Sí me interesa en este momento subrayar otro aspecto del caso más concreto: la acción de simpatizar con otro no significa en Hume ocupar su puesto, sino situarse junto a él, participando así de un mismo sentimiento, no de una misma personalidad. La simpatía atrae, pero no encubre, a los individuos, puesto que éstos siempre experimentan los afectos particular y propietariamente. No es el caso, entonces, de que uno se meta en el pecho de otro (como venía a sugerir Adam Smith{8}), ni de conmoverse como si fuese él, sino de estar, sencillamente, con él.
Me pregunto, en consecuencia, la necesidad de tanto artificio y componenda a la hora de dar cuenta de unos comportamientos bastantes simples. ¿Para qué salir fuera de sí de mano de la simpatía cuando podemos permanecer en sí, por ejemplo, fortaleciendo el autorrespeto? ¿Qué entiendo por autorrespeto? Dejo para otro momento una consideración más detenida de este concepto. Sirva, no obstante, como anticipo y respuesta de urgencia la siguiente definición: el autorrespeto es la virtud por medio de la cual el individuo se esfuerza por hacerse valer, por merecer el sentido y el valor de su acción, y, en suma, por ponerse en su sitio (el respeto consistiría, por su parte, no en simpatizar necesariamente con los otros, sino en, sensu stricto, ponerles en su sitio).
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Hume, entre artificios
En el momento presente, la teoría moral de la simpatía no goza de un auge manifiesto en la Academia y el gremio filosófico, aunque siga empleándose, y mucho, su apostilla alternante. Sí perviven, no obstante, en la estela de su legado, la hostilidad y el resentimiento hacia el amor propio, el énfasis ético por el otro en detrimento del castigado yo, la inclinación a trenzar en un mismo lazo los hilos que mueven la ética y la política, con sus inevitables secuelas, el moralismo político y la politización de la ética.
Para comprender mejor cómo se dejó Hume empatizar de este modo, acaso sea provechoso recordar el argumento principal de su filosofía moral.
La moral, para David Hume, remite, en una instancia, a la capacidad de poder alabar o reprobar cabalmente una acción. No aprobamos o censuramos en realidad el hecho o el objeto particular, sino la cualidad moral que los soporta, o sea, nuestro sentimiento hacia ellos. El sentido último del sentimiento moral se encuentra, por otra parte, en el motivo que lo produce. Conocer ese motivo significa descubrir la fuente de la que brota la naturaleza de la virtud y del vicio.
El motivo virtuoso que confiere mérito a una acción no puede residir en el respeto a la virtud (diferencia con la filosofía de Kant), ni en el egoísmo (crítica a Hobbes), ni en el respeto al interés público, la benevolencia o el amor universal a la humanidad (distanciamiento con el enfoque de Shaftesbury y Hutchison). Una explicación moral, según Hume, no debe abandonar el suelo firme de la experiencia para abandonarse a la especulación de motivos extraídos del solo arte de razonar. Pero, atendiendo a la naturaleza misma que mueve los actos humanos, observamos que los motivos recurrentes del proceder de los hombres están inspirados en el interés particular, en la parcialidad y, en su caso, la «generosidad limitada» o el afán por beneficiar distintamente a nuestros seres queridos o más próximos, no en la simpatía universal e indefinida.
De esta materia está hecha la naturaleza humana y difícil resulta cambiarla. Como no sea por medio de la fuerza y la coacción. Hobbes, a diferencia de Hume, acepta la realidad tal y como es, empeñando su esfuerzo intelectual en una tarea de construcción de un modo de vida compartido y en un modelo de sociedad en los que la supervivencia sea el primer fin a garantizar. Spinoza acepta, asimismo, el mundo tal como se encuentra constituido, convencido de que es posible conquistar la dignidad, la alegría y el contento de sí mismo comprendiendo las causas profundas que actúan detrás de los fenómenos, sin contradecir la Naturaleza.
Hume no niega, ciertamente, la naturaleza humana, pero aspira a reconducirla; o, acaso también, a corregirla. Tampoco le interesa mucho conocer la causa de las cosas. Su proyecto pasa por superar la naturaleza merced el artificio, merced a la tarea combinada de suavizar las fuerzas naturales y fortalecer las artificiales, siempre bajo la mirada y el atento mandato supremo del ideal de la justicia.
La apuesta es audaz y osada. Se trata de buscar un punto de vista sólido y común entre los seres humanos, que les haga salir de su interés privado y les permita incorporarse a un marco común de comunicación y de intercambio psicológico. Hume detecta unas flaquezas humanas en origen (en naturaleza), ante las que no cabe conformarse. La manera de contrarrestarlas, de neutralizarlas, de remediarlas, es a través de la fuerza del artificio:
«El remedio no se deriva, pues, de la naturaleza, sino del artificio.»{9}
Incierta solución, no cabe duda, pues la (en apariencia) concluyente simpatía no es capaz al cabo de sacudirse de encima severas aporías, hasta el punto de que Deleuze no dudó de hablar explícitamente de la «paradoja de la simpatía».{10} Veamos una muestra. ¿Debe entenderse la simpatía como una categoría natural o artificial?
La respuesta de Hume, a la vista de lo expuesto, presumiblemente clarísima, no es, sin embargo, nítida ni convincente, pues se limita a fundir ambas posibilidades de respuesta (positiva y negativa) en una unidad operativa combinada –de justicia y simpatía, de beneficio y bondad– en la que la justicia ejerce la misión organizadora y ejecutiva, mientras la simpatía se ocupa del papel moralizador e interiorizador de la norma. La justicia, cuando no es corrupta ni está corrompida, actúa obviamente de modo beneficioso para la sociedad. Mas todos los esfuerzos que lleve a cabo, toda su virtuosidad, serían vanos, tan sólo actos de violencia institucional, si no es auxiliada por el refuerzo interior en las personas, es decir, sin el resguardo de un principio que confirmara su capacidad efectiva de hacer distinciones morales… justas. He aquí el problema que pretende subsanar Hume.
El sentido utilitario que tendría la combinación de ambas categorías no puede soslayarse. La justicia, como virtud artificial, como artificio, precisa del refuerzo de una fuerza interior virtuosa, instalada en el interior del pecho; precisa, en suma, del artificio de la simpatía.
A la simpatía le cabe cumplir, en fin, una función moralizadora, estabilizadora y regeneradora, completando de esta manera un reparto de papeles que resulta poco original: como la justicia actúa por interés personal, la simpatía debe actuar, en compensación, por interés público o general, intersubjetivo.
«La regla general va más allá de los casos particulares de que surgió, mientras que al mismo tiempo simpatizamos con los demás en los sentimientos que de nosotros tienen. De este modo, el interés por uno mismo es el motivo originario del establecimiento de la justicia, pero la simpatía por el interés público es la fuente de la aprobación moral que acompaña a esa virtud.»{11}
Hasta aquí, la somera exposición de la simpatía en David Hume. Aún nos queda, empero, dar cuenta de más y mayores flaquezas de la apática simpatía en la esfera de la ética.
Notas
{1} David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Tomo II, Editora Nacional, Madrid 1977, pág. 632.
{2} La teoría de la simpatía de David Hume está expuesta con pormenor en los libros II y III del Tratado de la naturaleza humana, Tomo II, Editora Nacional, Madrid 1977 y la de Adam Smith en Teoría de los sentimientos morales [1759], versión española y estudio preliminar de Carlos Rodríguez Braun, Alianza, Madrid.
{3} David Hume, op. cit., Tomo II, pág. 672.
{4} Ibíd., pág. 729.
{5} Ibíd., pág. 555.
{6} Ibíd., pág. 554. La cursiva es mía.
{7} Ibíd., pág. 716.
{8} Véase la segunda parte del presente ensayo en el próximo número de El Catoblepas.
{9} Ibíd., pág. 714.
{10} Concienzudo comentador de la obra de Hume, Gilles Deleuze emplea la expresión «paradoja de la simpatía» en Empirismo y subjetividad. Las bases filosóficas del anti-Edipo, Granica, Barcelona, pág. 31.
{11} Ibíd., pág. 727.