Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 75 • mayo 2008 • página 7
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La frecuentación del ámbito de la ética, como es el caso de quien esto escribe, puede llegar a exigirle en algún momento de su recorrido una petición de principios, sea por parte de quien atiende a dicho discurso, en el supuesto, ciertamente, de alguien repare en el mismo, sea por propia iniciativa. Pues bien, acaso sea éste un buen momento para abordar el asunto y asumir de oficio el trámite. He aquí, una sucinta declaración al respecto: la ética no decreta cómo es el mundo (o cómo debe ser), sino cómo estar en el mundo.
En otras palabras: no es tarea de la ética el esclarecimiento, en absoluto, del sentido ontológico de las cosas, ni el pretender cambiar la realidad. Lo es el esforzarse para que nuestras acciones no la deterioren, para que nuestras opiniones sobre ella no nos perjudiquen o desmejoren.
Esa disposición moral si es profunda y excelente, se revela grata y se experimenta con grandísimo contento. Si, en cambio, es dejada a la inercia de la morosidad y la beneficencia, nuestro ánimo adquiere un tinte triste y descontento. Y es que, tal y como dejó dicho Bernard Williams, refiriéndose al discurso de la ética: «el pensamiento es esencialmente práctico […] no es asunto suyo reflejar el mundo.»{1} Y, menos cambiarlo, añado yo. ¿Qué nos esperábamos?
Tengo para mí que la mejor actitud en la ética no es la de abandonarse a la esperanza sino la de actuar, siempre dentro de nuestras posibilidades. Unas posibilidades que son en verdad muy amplias, si no las desaprovechamos, malgastamos o malogramos, en lugar de lamentarnos de la mala suerte o de huir a otros mundos. No conozco, en efecto, sentencia más necia que aquella según la cual la vida es esencialmente injusta, proclamada ordinariamente por quien las cosas no le van bien, o no funcionan a su gusto, o cuando el futuro y sus reservas esquinadas le abruman, o sufre porque presiente ese final, juzgado como derrota. De esta sensación pacata brota con facilidad el enojo y el enfado, pasiones tan inútiles como pueden serlo la euforia patética o el puro disgusto. Haga, pues, el asno sus asnadas, mas conténgase el filósofo.
Tenía razón Ortega y Gasset cuando declaraba que los filósofos no pueden enfadarse, porque entonces el orden del mundo se trastornaría. El alegato de Ortega contra el enfado y su efecto en el pensar dice exactamente así:
«Los filósofos no se pueden enfadar, porque entonces el orden del universo se trastornaría y todo andaría manga por hombro.»{2}
El miedo paraliza y la ira saca a uno fuera de sí. Mas, ante el grito que espanta, la plegaria que amilana y el canto de sirena que encandila, al hombre filosófico aún le incumbe una tarea heroica: conservarse sereno, afirmarse en su quehacer y permanecer en su sitio, atado al palo mayor de la nave vital, si es menester. Pero, ¿cuál es el sitio del hombre?
No existen lugares –ni momentos– ideales. No hay lugares mejores ni peores. Marco Aurelio afirmaba que allí donde el hombre puede vivir, puede vivir bien (Meditaciones, V, 16). Spinoza, puntualiza, por su parte, que en cualquier ciudad que el hombre viva, es posible mantenerse libre (Tratado teológico-político, XVI, en nota al pie de página). No hay nada más cierto. Podríamos también plantearnos lo que pueda significar el vivir en un «no lugar», pero esa es otra historia… contada en otro sitio.
La cuestión principal reside, entonces, en la manera de acomodarnos a las circunstancias que nos envuelven (a como es el mundo y la vida reales) y al trato que mantenemos con los demás (cómo nos con-tratamos con los demás), sin perder nunca de vista que desde la perspectiva ética el verdadero hogar del hombre es uno mismo.
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Los tiempos son, por lo demás, anodinos o excitantes, estériles o provechosos, según el modo de ser vividos por cada uno. Pero no los considero particularmente valiosos ni perjudiciales. Son, esto también, únicos y rigurosos, mas no nos hagamos ilusiones. La creencia que sostiene que existen momentos históricos más convenientes que otros la tildaría, si me coge en un instante de benevolencia, de ocurrencia singular y chocante, propia de un historiador de ocasión o de feria; de estupidez, si soy sincero. Para la ética, semejante aserto no superaría, con todo, el estatuto de la superstición o la idolatría.
En ocasiones oímos decir: «estos tiempos que nos ha tocado vivir», o expresiones como «la ruleta de la vida», o «nadie está contento con su suerte». ¿Puede haber palabras más banales, más fetichistas y más insensatas?
Líbrese el espíritu libre de semejantes cuentos y siga su propio destino, pues del destino, de la razón vital, huyen los que entregan la existencia a la sola fortuna o creen disponer su existencia por medio de una regla tan reflexiva como la que rige la lotería o la rifa: «Generalmente, la gente llama suerte a sus propias tonterías.»{3} (Arthur Schopenhauer)
Por lo que a mí respecta, propongo retener ahora, y por siempre, estas discretas palabras de Charles Dickens que principian su gran novela Historia de dos ciudades [A Tale of Two Cities, 1859], con las que da a entender qué cosa tan vana es pretender hallar en los tiempos (que siempre corren) reproche, consuelo o simple explicación de las vicisitudes de la vida, como si fuera posible domeñarlos o exorcizarlos.
Como es sabido, Dickens sitúa la acción del relato nada menos que en el transcurso de la Revolución Francesa. ¿Qué decir de aquellos tiempos?
«No ha habido tiempos mejores, no ha habido tiempos peores; fueron años de buen sentido, fueron años de locuras; una época de fe, una época de incredulidad; lapso de luz, lapso de tinieblas; primavera de esperanza, invierno de desesperación; lo teníamos todo ante nosotros, no había nada ante nosotros: todos íbamos derechos al Cielo, todos marchábamos en sentido contrario. Aquel periodo fue, en una palabra, tan semejante al actual, que algunas de sus personalidades más vocingleras reclamaban para el mismo que le fuesen aplicados, exclusivamente en lo bueno y en lo malo, los calificativos extremos.»{4}
¿Por qué no pretender el paraíso, sin más reservas ni contemplaciones? Por lo común, quienes ansían volar tan alto acaban en el limbo. Proyectando la utopía, viven en la inopia. O bien… fijan su residencia en París, al menos transitoriamente, lo cual tampoco está nada mal. Al menos, digo, hasta descubrir que los espacios verdaderamente excelentes no están en el mapa geográfico sino en continente de la ética: he aquí la genuina morada de la moral. De esta clase de mudanzas, Voltaire y Cioran tienen algo que decir.
Corría el año 1736. Voltaire, quien hasta entonces había creído que el paraíso terrenal estaba en París, afirma en el poema Le Mondain una de sus sentencias más célebres: «El paraíso terrenal está donde yo estoy». Distanciado de la sociedad parisiense y enfrentado a las autoridades francesas, el filósofo y poeta había encontrado por entonces acogida en el castillo que Madame Châtelet poseía en Cirey. Mas, como no todo son alegrías en la vida, veinte años más tarde, Voltaire, en Ginebra, decepcionado esta vez de las luminarias reales de Postdam, queda conmocionado por las noticias que le llegan relativas al terremoto de Lisboa y compone, a la sazón, el Poema sobre el desastre de Lisboa (1756). En uno de sus versos leemos lo que sigue: «Hay que reconocerlo, el mal está sobre la tierra».{5} Desde ese momento, fijará su residencia en Ferney y sólo volverá a París para morir en la villa que le vio nacer. El eterno retorno.
¿Infierno o Paraíso? E. M. Cioran pide en este punto la palabra, o se la toma sin más, y declara con una mezcla de pesimismo (habitual, de tiempo) y pragmatismo (circunstancial, de lugar):
«París, el punto más alejado del Paraíso, es sin embargo el único donde aún resulta agradable la desesperación.»{6}
Por razones de este género, el transterrado rumano decide recogerse en su buhardilla, allí donde poder sentirse algo menos afligido de lo que en él es usual. En el mismo libro que viene escrito lo anterior, podemos encontrar también lo siguiente: «Con frecuencia me he retirado a ese desván que es el Cielo, con frecuencia he cedido a la necesidad de asfixiarme en Dios.»
¿Cómo conseguía el muy heterodoxo rumano semejante proeza? Cuando no meditaba ni escribía, Cioran, según confiesa, sencillamente escuchaba con embeleso la música gloriosa de Johann Sebastian Bach. ¡Así cualquiera!
Notas
{1} Bernard Williams, Introducción a la ética. Cátedra, Colección Teorema, Madrid, 1998, pág. 48.
{2} José Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, pág. 185.
{3} Arthur Schopenhauer, Parerga y paralopomena (3 volúmenes), edición de Manuel Crespillo y Marco Parmeggiani sobre la versión de Edmundo González Blanco, Ágora, Málaga, 1997, pág. 215.
{4} Charles Dickens «Historia de dos ciudades» (1859), en Obras Completas (3 volúmenes), traducción, ensayo biográfico y notas de José Méndez Herrera, Aguilar, México, 1991, tomo III, pág. 395.
{5} En el siguiente enlace encontrará el lector interesado los dos poemas citados de Voltaire en francés: http://www.udel.edu/braun/poetry/voltaire.html
{6} E. M. Cioran, Silogismos de la amargura, Tusquets, Barcelona, 1997, pág. 142.