Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 74 • abril 2008 • página 7
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Entiendo por escrito íntimo no el texto concebido o compuesto con el propósito de eludir la mirada ajena –esto es, la leída del lector–, pues, en realidad, este es su fin último, sino aquel que evita ser leído mientras nace y va creciendo, aquel escrito que permanece inédito, por así decirlo, hasta quedar maduro y poder así salir a la luz pública. A partir de estos supuestos previos, declaro sin afectación ni vanagloria que todos mis escritos pertenecen, por origen, vocacíon y destino, a la categoría de escritos íntimos.
Escribo, cuanto viene a mi mente, soy capaz de pergeñarlo y tengo a bien dar a conocer a los demás, escribo, digo, para que ser leído por otros, los lectores, otra cuestión es que ellos consientan y se apresten a dicha labor. Dicho lo cual, debo añadir, o más bien confesar, que no estoy en condiciones de escribir una sóla línea (ni una coma), si hay movimiento y tránsito a mi alrededor, si andanzas y conversaciones, barullo y trajín, gritos o simples susurros me asedian, y no digamos, si algún indiscreto merodeador curiosea o sin mayor disimulo intenta meter las narices en lo que estoy barruntando en el papel o tecleando en un ordenador. Entonces, si semejante invasión a la intimidad tienen lugar, sencillamente me paralizo y quedo como petrificado, estéril. Quedo desolado, por falta, justamente, de soledad para poder escribir.
Siento mientras escribo algo así como un irrefrenable pudor a desplegar a la vista de otros ojos que no sean los propios las velas de la falúa compositora dispuesta a la navegación, una falúa de letras que, por lo general, no fabula, sino que vuela rasante sobre el mar del lenguaje. Así, la nave va… escogiendo en su travesía rutas y ancladeros que estén protegidos de la curiosidad de extraños e incluso de la de los próximos, a veces llamados «propios», pues nada hay para mí más propio que la inalienable e intrasferible propiedad privada del yo. Deseo, por lo demás, sentir a mis allegados cerca, pero no en mi lugar ni a destiempo. Tras el momento de la concentración y la ocupación, llegará el tiempo del asueto y del recreo en compañía.
En alusión a la torre del castillo que habitaba el señor de Montaigne, allí donde buscaba refugio para comerciar con las Musas y dedicarse a sí mismo, su dueño y morador declaraba lo siguiente:
Este es mi lugar [siege]. Procuro [J´essaie] sustraerlo a la comunidad conyugal, filial y civil. En lo demás, no me atengo más que a la autoridad verbal, en esencia confusa. Tengo por desgraciado a aquel que no halla en su casa sitio donde estar consigo mismo, donde complacerse y ocultarse. (Michel de Montaigne, Ensayos, III, 3).
A propósito de la sagrada intimidad de la labor creativa del artista o escritor, me viene a la memoria un pasaje muy hermoso de un libro que recrea la vida de Johann Sebastian Bach desde la mirada y la experiencia de la segunda esposa del grandioso músico alemán, y, claro está, desde la imaginación creadora del (la) novelista. Dice lo que sigue:
Una vez entré inesperadamente en su cuarto cuando estaba componiendo el solo de contralto «¡Oh Gólgota !», de la Pasión según San Mateo. ¡Cómo me conmoví al ver el rostro, en general tranquilo, fresco y colorado, de una palidez cenicienta y cubierto de lágrimas. No me vio; volví a salir silenciosamente, me senté en la escalera, ante la puerta de su cuarto, y lloré también. Los que oyen esa música, qué poco saben lo que costó ! Sentí deseos de entrar y echarle los brazos al cuello, pero no me atreví. Había visto algo en su mirada que me produjo un sentimiento de veneración. Nunca llegó a enterarse de que yo le había visto en el dolor de la creación, de lo que yo me alegro hoy todavía, pues eran momentos en los que sólo debía verle Dios.{1}
A diferencia de otros escribidores, que, en plena faena, disfrutan desplegando sus alas reales (o ficticias) a la vista de la concurrencia, o simplemente entienden la escritura como una forma de ceremonia de cara a la galería, a diferencia de ellos y por lo que a mí respecta, yo, cuando escribo, me reservo, porque, temo en mi plácido quehacer, ser descubierto.
Temo ser pillado in flagranti –¡ojo, no in fraganti!– , esto es, no cometiendo un delito (el delito, si cabe, lo perpetra el merodeador), pero sí con las manos en la masa. La cosa pillada in flagranti es, etimológicamente hablando, cosa cogida en caliente (flagrare: «arder», «estar todavía caliente»), cuando todavía está en el horno, cuando aún necesita tiempo para acabar de cocerse o cocinarse.
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Escribo, sencillamente, para crear y poder sentirme, si no como un dios, sí al menos como una especie de mago, ya que para mí la escritura tiene bastante de producción fascinadora, de encantamiento y de magia .
Entiendo la razón que mueve, y aun exige, a los magos a actuar mostrando el producto o fenómeno ya acabado, mas no sus prolegómenos, el entrenamiento en el taller, los ensayos en el laboratorio. Previos al momento del escenario, es acción inconveniente e inoportuna hacer que queden visibles y patentes. Las maravillas que despliega el mago ante el público deben brotar (o hacer como que brotan) de su don, de la energía que bulle en su ser. Menudo mago sería si careciese de tales poderes o de ningún poder en absoluto.
Recuerdo, a la sazón, aquel viejo chiste en el que un individuo llama a la puerta de un adivino (así quedaba rotulada la profesión u oficio en una placa, debajo del nombre, a la vista del visitante), acaso con la intención de reclamar sus servicios. El presunto adivino, desde el despacho, contesta con naturalidad pasmosa para una persona de su (presumida) condición, con una pregunta, sencilla y llanamente chocante, a fin de conocer la identidad del visitante: «¿Quién es?». El desconocido –asombrosamente desconocido para quien, presuntamente, no hay misterios– cayendo en la cuenta de la defraudación y la superchería ocultas tras la puerta, se limita a constatar con decepción: «¡Pues, vaya birria de adivino!». El prestedigitador desprestigiado.
El espectador inteligente sabe que las maravillas de las que hace gala el mago en el teatro de variedades y fenómenos prodigiosos no son más que una serie de trucos. Ahora bien, si de verdad desea disfrutar de la función (en caso contrario, para qué asiste al espectáculo), debe de predisponerse a creer la comedia, siempre y cuando, claro está, el mago obre con habilidad e ingenio. He aquí el sencillo encanto del caso, la magia de la magia. Con todo, un mago como es menester jamás revela las técnicas que emplea en su arte, nunca enseña sus cartas, como suele decirse, no revela el misterio oculto tras sus artes y artificios. Para que la magia funcione, debe evitar que el espectador averigüe –¡descubra!– cómo lo hace. Si ocurriese tal circunstancia, el asunto, sin más, ya no tendría gracia.
Téngase por seguro que en toda creación reina el misterio, el cual no es bueno profanar. Pues bien, el hecho de que el creador convierta el lugar donde gesta y alumbra su obra en un escaparate, supone trasparentar obscenamente el momento íntimo de la fundación de lo nuevo (sea o no ex ovo), convirtiéndolo en una exhibición, en una exposición inoportuna, casi intempestiva, en una exposición, en suma, antes de tiempo.
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He aquí una situación que se ajusta como un guante al estricto sentido de lo obsceno. Denominamos, en efecto, obsceno aquello que es mostrado con excesiva proximidad o crudeza, cuando lo puesto así en primerísimo plano no debería de ningun modo ser mostrado… en público. El ámbito privado del tema sería otra cuestión, la cual ahora no me aventuro, inoportunamente, a invadir.
«Obsceno» es palabra castellana que suele hacerse derivar por lo común de la forma latina ob-caenum, expresión que remite a su vez a términos como «lodo», «suciedad» y también «basura», pretendiendo con ellos denotar aquello que es tenido por indecente, inmundo, desagradable, impuro; también, impúdico. O sea… impresentable.
Frente a la mencionada explicación, considero, sin embargo, más plausible y estricta la interpretación que vincula la voz «obsceno» con la forma, no menos latina, ob-scaenam, es decir, aquello que queda fuera de escena, que no es mostrable en una obra teatral, lo que queda tras el telón, lo que en escena estaría «fuera de lugar». La distinción significativa aquí implícita la considero harto interesante para nuestro asunto. Intentaré explicar el porqué.
La representación llevada a cabo en el escenario no es, por su propio sentido, cosa real ni verdadera. Los actores, interpretando la obra ingeniada por el autor (surgida de la imaginación del autor), fingen, o sea, actúan; o al menos, de eso se trata en el arte sobre las tablas. En su naturaleza artísitica, la actuación es algo bien distinto del ámbito de la vida real, de la acción humana, donde el fingimiento, la falsedad o el disimulo contrae, en primera instancia, problemas morales más que estéticos. Desconfíe, en consecuencia, el lector de las denominaciones de origen que responden a etiquetas del tipo cinema veritè o reality shows. Acaban siendo doblemente falseadoras: por lo que son y por lo que pretenden ser.
Tras la estela de la ponderada interpretación de «obscenidad» (el ámbito que no es proscenio), los griegos y romanos componían (montaban», diríamos hoy) las representaciones teatrales con la clara conciencia de que las escenas o situaciones crudas (que están todavía verdes para ser consumidas) o duras (que no son «digeribles»), debían ser, en todo caso, sugeridas o insinuadas, pero no mostradas directamente al público. Mariano Arnal ha expuesto correctamente la clave de este análisis etimológico:
Tanto los griegos como los romanos tenían un claro sentido de la obscenidad, como que se trata de un concepto inventado por el teatro. Cuidaron los trágicos que aunque a lo largo del drama se tuviese puntual noticia de las escenas más crudas, éstas nunca se representasen ante el público, sino ob scaenam, fuera de la escena, en la parte de atrás, de modo que los espectadores pudieran oír, pero no ver los crímenes. Saber de ellos, intuirlos, adivinarlos, pero jamás presenciarlos. Era una norma no sólo de buen gusto, sino de efecto escénico: no se podía arriesgar el dramaturgo a arruinar el atractivo por el protagonista presentándolo en su actitud más repugnante. Así que actuaba detrás de la escena, iluminada, y sólo se veían las sombras y se oía el alboroto que acompañaba el asesinato del antagonista (ésta era la escena más cruda). El dramaturgo se alejaba también de este modo del crimen, al paso que protegía de él al pueblo espectador. Todo muy en su sitio: podía ser contraproducente el regodeo en el crimen y en la sangre, aunque se derramase oportunamente, así que se trataba de mantener sobre éstos las sombras de la obscenidad y tener un tanto alejado al pueblo. Que cada uno tradujese las sombras y los gemidos de la víctima según su conciencia. Pero eso sí, conciencia de obscenidad.{2}
Que hay auténticos magos de la escena, del moderno género cinematográfico, que han elevado a la categoría de arte supremo esta enseñanza antigua es fácil comprobarlo si reparamos, por citar acaso el ejemplo más notable y notorio, en el célebre «toque Lubitsch», o cómo poder llegar a ser un maestro de la obscenidad elegante (también de la elegancia obscena).
Pero, todavía hay más testigos que citar en este caso. Revelar en primera plana una confidencia personal sin permiso ni autorización del interesado es conducta obscena. Lo es asimismo –amén de indiscreto– mirar, así como mostrarse (descubrirse), con excesiva o ligera frescura, con abierto descoco, fuera de lugar o a destiempo, como, vale decir, quien hace publicidad encubierta (aunque al descubierto). Sincerarse con brutalidad; observar fijamente a una persona durante un tiempo imprudente; acercar el objetivo de la cámara (primer plano) hasta extremos deformantes; proclamar con engolamiento, cinismo e impudor una virtud de la que en realidad uno carece y aun, en el fondo, detesta; restregarle a otro por las narices (poner casi delante de los ojos), a modo de burda transferencia, los vicios propios, es obscenidad.
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A partir de lo expuesto hasta aquí, no puede extrañar que haga pública, a continuación, mi neta desafección hacia ese artificio puesto de moda desde hace unas décadas en las televisiones y ediciones de películas en DVD del tipo Cómo se hizo..., material desechable también definido en estos últimos tiempos asimismo como Material Extra, Apéndices, Archivos, o el no va más del subgénero: las denominadas Tomas falsas, por lo general, farsantes documentales a base de gazapos y traspiés en los platós de rodaje. De la mano de Así se hizo o Cómo se hizo... se aspira a penetrar en el otro lado del espejo (objetivo indiscreto), ese espacio, casi diría sagrado, que por coherencia y sensibilidad estéticas debería estar vedado al curioso espectador, a quien hay que acostumbrar a que le parezca suficiente con contemplar lo que se le ofrece y tiene delante, no necesariamente (o por derecho propio) lo que está detrás de la obra o la representación.
Tras estos modos desmedidos y entrometidos operan una suma de tópicos y malentendidos que desearía despejar, a saber: para experimentar con plenitud la obra artística no es necesario saber cómo se hace, porque no por ello será obra más verdadera, más real o más radiante. Como ocurre en otras circunstancias, en esta ocasión también más significa menos. Más contemplas, menos ves. Más oyes, menos escuchas. Más sabes, menos conoces. Más averiguas, menos disciernes.
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Epílogo: Escrito desde la buhardilla{3}
«Desde la buhardilla veo el mundo y me asomo a él. Desde ella avisto una parte de aquello que contiene. Ese mundo no conforma mi vida sino la ventana desde la que escribo sobre el mundo, porque necesariamente vivimos en alguna parte del mundo cuando escribimos sobre el mundo. Desde este emplazamiento es de donde escribo ahora, desde donde ha sido concebido este libro, no encaramado en una atalaya sino desde mi buhardilla.
Montaigne escribía en su torre, yo escribo desde mi buhardilla: ésta es mi torre. En ella no me elevo ni me encierro, sino que en ella me encuentro a mí mismo para poder ordenar en estos escritos las cosas y los asuntos que observo, y que ahora desde aquí vuelvo a contemplar de nuevo. Este es mi espacio, como el tonel de Diógenes, aunque yo no me identifico con mi lugar, no soy mi buhardilla: ella es mi escritorio.
En una carta a su esposa Harriet afirmó John Stuart Mill que la escritura es el placer de la ausencia. Es esto muy cierto. La escritura nos revive. Nos hace revivir lo que percibimos en la realidad. Así, para hablar del mundo y la vida, no debemos ausentarnos de él ni de ella, viviendo una existencia aparte: esto significaría ascetismo, no filosofía. Tratarnos con sus presencias y con sus efectos comporta el empeño de hacer que se ausenten de nosotros durante el tiempo en que triunfa la palabra, y no porque el verbo se haga carne. No hay aquí transubstanciación ni tampoco misterio. Ocurre simplemente que el verbo se hace discurso con el lenguaje y la razón, ocupando así el puesto que le corresponde. Llámalo milagro, lector, el milagro de la palabra, si quieres. Pero no es eso lo que yo busco. Con estos escritos desde la buhardilla pretendo rectamente encontrar mi situación en el mundo.
No me agazapo dentro de una barrica, porque no me retiro cuando me aíslo, ni reniego de la mundanalidad, ni tengo nada que recriminar a los humanos, encogido desde un agujero; sin embargo, quiero apartarme del mundanal ruido durante este tiempo de letras. Es de esta manera como hallo mi condición para que mis ideas se asienten en el papel, ese paraje donde espacio y tiempo se conjuntan.
Tampoco me encaramo sobre un bidón mitinero para enhebrar una arenga, porque no es mi intención inflamar pasiones, y menos que ninguna, las políticas; mi voz no es grito ni soflama, sino que se quiere más bien susurro y ofrecimiento. No asciendo hacia una columna, como hacía un tal Simón con el fin de predicar en el desierto, pues cedo gustoso a otras almas más elevadas y elocuentes cualquier asomo de plática que clame al cielo por nuestras desdichas y miserias, ya que no son el estilete ni el bisturí mi herramienta de trabajo cuando indago la humanidad, me limito a la mirada más límpida que puedo fijar, sin odio, miedo ni rencor; así es que prefiero empuñar un pincel que armarme con un cincel, pues cuando se frecuenta lo humano se siente lo vulnerable de su espíritu y lo frágil de su piel. El hecho de advertir el dolor no me convierte en su vocero ni en su consuelo: no deseo que mi palabra se alimente de la pena, dejo también a otros espíritus más desgarrados o penitenciales que se solacen en este erial con ánimo compungido. No escribo, en fin, desde una tarima de cátedra o de púlpito catedralicio o tribuna de prensa. Mis gustos se acercan más a la tierna sensibilidad de lo románico, que a lo tenebroso de lo gótico o a lo fantasmagórico de lo romántico.
Desde mi buhardilla no contemplo brumas sombrías, masas ruidosas ni veo la vida pasar. No me asomo al balcón, no me tiendo sobre la terraza. Desde mi buhardilla veo esa parte del mundo que espera completar las otras que están ausentes, y lo hago desde mi mundo ahora concentrado en este mirador que es mi situación. No te engaño, lector, si te aseguro que he emprendido estos escritos desde la buhardilla sobre el ámbito por el gusto de escribir y por el placer de lo ausente.»
Notas
{1} Esther Meynell, La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach, Editorial Juventud, traducción de Carlos Guerendiain, Barcelona, 1998, págs. 23 y 24 (la presente edición todavía mantiene el anonimato de la obra).
{2} Es valioso conocer el artículo completo dedicado a la etimología de la palabra «obscenidad». Puede encontars en el siguiente sitio de la red: http://www.elalmanaque.com/politica/OBSCENIDAD.htm
{3} El presente apéndice corresponde al Epílogo del libro del autor, Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Síntesis, Madrid, 2001, Colección La voz escrita, nº 1, págs. 219-220.