Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 73, marzo 2008
  El Catoblepasnúmero 73 • marzo 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

El curso de las aventuras de don Quijote

José Antonio López Calle

Donde se estudia el desarrollo trifásico de las aventuras quijotescas, sus derrotas y presuntas victorias, la doble perspectiva desde la que todo esto se narra, y se refutan las interpretaciones perspectivistas o relativistas del Quijote

Hasta aquí hemos tomado las aventuras como un todo, sin tener en cuenta su análisis interno. Ahora, después de haber ofrecido una sistematización del conjunto de los episodios tanto de aventuras propiamente dichas como de los avatares del amor, es el momento de entrar en el análisis de su estructura interna. Ateniéndonos a los episodios de aventuras, podemos decir que poseen una estructura tripartita o trifásica, según la cual en el desarrollo de cada episodio hay que distinguir tres fases:

Una primera fase, en la cual don Quijote parte de una interpretación idealizada de la realidad o de una situación concreta; una segunda fase, en la que, partiendo de esa visión idealizada, el héroe manchego adopta un plan de actuación que ejecuta con fidelidad a esa visión; una tercera fase, en la que se produce un resultado de la actuación quijotesca, normalmente desventurado o desastroso para él. La aventura de los molinos o la de los rebaños son ejemplos canónicos de este desarrollo trifásico: primeramente, el héroe interpreta la situación como un caso de enfrentamiento con gigantes o con un ejército, a continuación adopta el plan de acción en consonancia con esta visión y lo ejecuta sin desviarse un ápice del mismo y, por último, llega el resultado en forma de batacazo. La primera y la tercera fase merecen un comentario aparte.

Primera fase de las aventuras

Por lo que respecta a la primera fase, debemos precisar que la interpretación idealizada de la realidad viene a consistir en un estado de engaño en forma de ilusión, esto es, don Quijote suele partir de una percepción engañosa o ilusoria en sentido genérico de las situaciones con que se va encontrando. Creemos que es apropiado hablar aquí específicamente de alucinación, aunque ciertamente la percepción falseada de nuestro héroe se halla en el límite entre la ilusión y la alucinación en lo que concierne al aspecto puramente perceptivo de la visión inicial de don Quijote en cada episodio. Le atribuimos incluso alucinación, no porque él perciba objetos donde realmente no los hay, que es la alucinación en sentido estricto (como le sucede al viandante cansado, hambriento y sediento en el desierto que ve un oasis donde no lo hay o al borracho que dice ver ratas subiendo y bajando por la pared, cuando aquí no las hay), sino porque, aun viendo objetos o personas donde realmente los hay, se equivoca en su identificación: él percibe objetos reales en forma de edificio, pero no distingue las ventas de los castillos; él percibe seres personales femeninos, pero se equivoca en su identificación y ve la princesa Dulcinea, donde debería ver una labradora villana. Ciertamente esta clase de errores perceptivos son tan graves, en comparación con las ilusiones ordinarias, en las que simplemente nos confundimos atribuyendo una propiedad en vez de otra a un objeto, cuya identidad está clara, como cuando vemos torcido en el agua un bastón, que llegan a constituir alucinación.

No está de más recordar que las alucinaciones de don Quijote no sólo son del tipo directo, en que una apariencia perceptiva falsa se eleva a percepción veraz (la percepción de los molinos de viento como gigantes la toma por verdadera), alucinaciones típicas de la primera parte del Quijote, aunque no están ausentes en la segunda parte, sino que también pueden ser singularmente de una especie inversa, en que una apariencia perceptiva verdadera se degrada a percepción falsa: don Quijote, después de vencer en un duelo al Caballero de los Espejos o del Bosque, ve correctamente ante sí la efigie de su paisano Sansón Carrasco, pero considera que en realidad no es él, sino un caballero andante que se le parece, que sus enemigos encantadores le han puesto delante con la figura del bachiller; y la correcta apariencia del lacayo Tosilos, vasallo de los Duques, la toma como falsa, al considerar que en realidad es un caballero, al que los encantadores nos hacen ver como si fuese el lacayo de los Duques. Este tipo de alucinaciones inversas sólo las tiene don Quijote en la segunda parte.

Pero decir que el punto de partida de don Quijote es un estado de engaño en forma de alucinación en el sentido clarificado no es suficiente para entender adecuadamente la primera fase y aun al propio personaje. Pues lo hasta aquí dicho podría hacernos creer que el engaño alucinatorio concierne sólo a la percepción de la realidad del hidalgo, tomando ésta exclusivamente en su dimensión puramente sensorial. Y entenderlo así sería un error, pues los procesos ilusorios sufridos por él no afectan sólo a sus sentidos, sino a su entendimiento, a su personalidad como un todo y a su entera concepción del mundo. Afectan hasta tal punto a su entendimiento que hasta es capaz de seguir un juicio contrario a lo que le dictan sus sentidos, como cuando don Quijote se empeña en sostener que una labradora vulgar y fea encontrada a las afueras del Toboso, que él percibe como tal, es, no obstante, realmente Dulcinea; esta disposición quijotesca a saltar por encima del testimonio perceptivo en nombre de sus fantasías literarias prueba hasta qué grado su facultad de raciocinio está desquiciada.

Perturban por completo su personalidad íntegra hasta adoptar una nueva identidad personal, que le encarrila a pensar y actuar como si fuese un caballero andante sacado de la literatura de caballerías para realizar en el presente una misión a la vez utópica y anacrónica. Sólo esto es bastante para trastocar el sentido de todo lo que emprenda, que por tanto debe ser examinado a la luz de su desquiciamiento y de la intención paródica del autor, y no desde altas consideraciones éticas, morales, políticas o filosóficas. Y por supuesto la distorsión ilusoria afecta también a su concepción del mundo que no es otra que la de la literatura caballeresca. No escapan a la distorsión ni muchas de las metas caballerescas que se ha fijado, que resultan ridículas y disparatadas, como la de enfrentarse a encantadores, la de luchar con gigantes, la de combatir a monstruos, la de derrotar a un ejército peleando contra su emperador, la de amar a la mujer más bella, etc.; ni aun su concepción de los fines últimos de su misión, que, amén de utópicos, están trastocados, como bien se ve en su actitud ante los delincuentes reflejada en el episodio de los galeotes, donde, como ya vimos, vulnera los más elementales principios de la justicia penal, lo que el propio Sancho, crédulo, pero no tonto, le recuerda: «Le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos» (I, 30, 300). La respuesta de don Quijote a su sensato escudero manifiesta lo trastornada que tiene la idea de justicia:

Majadero, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias: sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga [=no me importa]» (I, 30, 300-1).

La consideración precedente sobre el alcance total de la alucinación quijotesca, que va más allá de la mera percepción sensorial sesgada, nos permite entender aquellos episodios en que el punto de partida de don Quijote es un estado en que no hay, al menos en apariencia, estado de engaño perceptivo, lo que parece entrar en conflicto con nuestra tesis de que el punto de partida quijotesco es un estado de engaño en forma de ilusión alucinatoria. Tal es la tesis de Nabokov, quien, en su Curso sobre el Quijote, llega a enumerar hasta nueve episodios en que no hay, según él, engaño alguno, esto es, en que el hidalgo inicia una empresa basándose en una percepción verídica de los hechos, a saber: el episodio de Marcela, el de los arrieros yangüeses, el de los huéspedes gorrones que quieren irse de la venta sin pagar, el de la trifulca en el patio de la venta, el de los leones, el de la disputa en las bodas de Camacho, el de los rebuznos, el del jabalí y el de los toros. A nuestro juicio se queda corto, aunque no por mucho, pues a éstos habría que añadir el relato del manteamiento de Sancho, el de Roque Guinard y el de las galeras, si bien es comprensible que éstos dos últimos no los mencione, porque en ellos don Quijote desaparece como protagonista para convertirse en mero espectador de las acciones de otros.

Sin embargo, sólo en apariencia en estos episodios no hay engaño ilusorio. Es evidente que si atendemos a la mera percepción sensorial no hay ilusión alguna en ellos, que, por ejemplo, en la aventura de lo leones no hay ficción alguna, donde tenemos un hombre de verdad que se enfrenta a un león de verdad. Este análisis de Nabokov nos parece erróneo, pues no tiene en cuenta la observación hecha más arriba de que el estado de ilusión engañosa concierne a la personalidad total de don Quijote, a sus metas, a su concepción del mundo y a su actuación en él, y no solamente a sus sentidos. Por tanto, ya el mero hecho de que intervenga, no como un mero hombre, sino como don Quijote, esto es, como alguien que empieza por figurarse ser un caballero andante, no siéndolo, con su correspondiente programa caballeresco instalado en su cerebro que le dicta el modo como un caballero ha de pensar y actuar introduce un elemento de distorsión o de engaño en todo lo que emprenda, por más que lo haga desde una percepción sensorial verídica. Y tal es lo que sucede en los episodios enumerados por Nabokov.

Así, en el de Marcela ciertamente nuestro héroe ve correctamente una pastora y doncella en apuros, a la que algunos de los reunidos en torno a la tumba del joven Grisóstomo, que ha muerto enamorado de Marcela, pero al que ella no correspondía, parecen deseosos de vengarle; y el hidalgo manchego, comprendiendo la situación realistamente, ordena que no molesten a la joven y la dejen marchar en paz, y los congregados se quedan quietos en su sitio; ahora bien, él no actúa como Alonso Quijano que presta ayuda a quien lo necesita, sino como alguien que cree ser lo que no es, un caballero andante, cuyo nombre como tal es don Quijote de la Mancha, y que se considera investido de una autoridad especial, al margen de las instituciones legítimas de la época, para actuar como protector de doncellas en aprietos y cuya actuación en este caso se inscribe dentro de un proyecto caballeresco global de instauración de la paz y la justicia en el mundo.

Y de la aventura de los leones, en la que, según Nabokov, no hay fantasía alguna, ya que un hombre de verdad se enfrenta a un león de verdad, cabe aseverar lo mismo. Admitimos que ésta no contiene elemento alguno de percepción sensorial engañosa, pero eso no quiere decir que no haya en ella elementos de fantasía, no en el mero hecho perceptivo (don Quijote ve leones y en verdad los tiene delante), sino en la interpretación que él hace de la situación y en su actuación conforme a ella. Para empezar, él no obra como Alonso Quijano, en cuyo caso huelga decir que no se daría la situación que se nos invita a presenciar; nuevamente interviene como supuesto caballero andante, no siéndolo, lo que le convierte en un impostor, y, como tal caballero, se siente obligado a ejercer una actividad típica de los caballeros andantes, la de combatir a muerte contra animales feroces, y esto introduce ya un factor de fantasía alucinatoria. Esto conduce a don Quijote a intentar crear una aventura caballeresca forzando a la realidad a acomodarse a sus ficciones de caballería, pero a la realidad no le da la gana de acomodarse a ellas: el león al que se le abre la jaula para que el hidalgo dé pruebas de valor se despereza, se gira en la jaula e ignora por completo al héroe.

Ni siquiera un héroe de la literatura de caballerías habría actuado como don Quijote, cuya actuación resulta aún menos realista que la de aquél. En efecto, a diferencia de éste, el héroe de los libros de caballerías no fuerza a la realidad para que le ofrezca una situación aventurera en la que lucirse, sino que obra en cada caso según lo que la realidad le ofrezca. Por ejemplo, el rey Perión lucha contra un león con el que se encuentra de repente en medio de una floresta sin buscarlo; es más, si un caballero andante tiene una alternativa mejor que la de pelear con leones, la seguirá y soslayará el enfrentamiento; tal es lo que hace Amadís, cuando, estando en el patio de un castillo, sus enemigos le sueltan unos leones, y él, en vez de hacerles frente, busca una solución menos costosa: sencillamente les abre una puerta para que salgan.

Pero esto no es todo. Hay que sumar a ello que, en el episodio de los leones y en lo demás citados por Nabokov, hay un decisivo elemento de fantasía, si bien invisible a veces, que hasta ahora no hemos mencionado: se trata de que don Quijote, en todas sus aventuras, no menos en la de los leones que en cualquier otra, se figura estar amparado por un encantador a su servicio y que en todas ellas moviendo lo hilos de la derrota o la victoria yacen los encantadores enemigos, de modo que en medio de la batalla visible contra cualquier ser, animal o humano, con el que se enfrente hay siempre una batalla subyacente invisible entre encantadores, que decide sus victorias o derrotas.

Tercera fase de las aventuras: sus tres tipos de desenlaces

La segunda fase no plantea problema alguno digno de reseñarse. Pasamos, pues, a comentar la tercera fase, que constituye el desenlace de la historia episódica relatada. Dijimos que esta fase final suele terminar en un resultado desventurado para su protagonista y con frecuencia también para su escudero de fatigas. En muchos casos, el desenlace del episodio es clamorosamente desastroso, concluyendo en un fracaso sin paliativos, en que nuestro héroe termina, y en esto el autor no escatima el ensañamiento con él convirtiéndolo en objeto de toda suerte de descalabros y crueldades, según los casos, apaleado, golpeado, apedreado, herido, molido y quebrantado, llegando a perder incluso numerosas piezas dentales en un apedreamiento, lo que desfigura de tal manera su cara que a los ojos de Sancho se hace merecedor del título de Caballero de la Triste Figura.

La verdad es que en estos casos la ironía cervantina deja de ser tal para volverse humor negro. Digamos de pasada que el tratamiento de Cervantes del comportamiento del hidalgo después de cada descalabro es poco verosímil: como si no hubiera pasado nada, a pesar de que las heridas y golpes se van acumulando episodio tras episodio, sobre todo en la primera parte, nuestro héroe no parece verse afectado por ello y resurge de nuevo en apenas unos instantes para emprender otra aventura como si todo eso no le hiciese mella. Lo mismo cabe decir de las aventuras de la segunda parte o, más bien, desventuras de los toros y cerdos, en que después de ser hollado y pisoteado por unos y otros, se levanta como si nada para seguir su camino.

Sin embargo, dejando aparte esta primera situación de derrota absoluta, hay otros dos tipos de situaciones en el resultado final que bien merecen un comentario: aquellas en que don Quijote no sale físicamente derrotado ni vapuleado, sino que es él el que propina los golpes, sin ser por ello vencedor moral; y aquellas en que incluso parece el vencedor sin más, al menos prima facie, pero que si bien se escruta, no es fácil hablar de victoria sin reparos.

Segundo tipo de desenlace: victorias que encubren fracasos

El segundo tipo de resultado es harto ostensible en varios episodios: el de Andrés, el muchacho azotado, el de los frailes benidictinos, el de los encamisados, el del yelmo de Mambrino y el de los títeres del retablo de maese Pedro. Todos ellos tienen en común el que el mundo que nos deja don Quijote es peor después de su intervención como paladín de la justicia que antes de ella, dibujándonos un héroe que, lejos de reparar agravios, añade más a los ya existentes. Tal es lo que cabe denominar la paradoja de don Quijote: pretende ser un héroe del bien, pero, en ocasiones, se convierte, muy a su pesar, en hacedor de mal. Veámoslo.

En el primer relato citado, la actuación alocada del hidalgo concluye, como ya vimos, con el desdichado Andrés en peor estado que si no hubiera intervenido; en el segundo, acomete a unos supuestos enemigos que no lo son, sino a unos frailes que van de viaje, colmándolos además de insultos: «gente endiablada y descomunal», «fementida canalla»; en el tercero, acomete a los clérigos de un cortejo fúnebre que no han cometido otro delito que el de trasladar un cuerpo muerto para sepultarlo en su lugar de nacimiento y, cuando se da cuenta de su error, ya es tarde para las disculpas: apalea a varios de ellos y a uno, un joven bachiller aspirante a cura, le rompe una pierna; ésta es quizás su actuación más lamentable atendiendo al daño causado que deja como saldo.

En el cuarto, el del yelmo de Mambrino, tampoco hay reparación de agravios, sino creación de uno nuevo: un barbero que tiene la desdicha de cruzarse en el camino de don Quijote se lleva un buen susto al verse atropellado de repente, sin motivo alguno, por un demente que le priva de su bacía, que se ha puesto en la cabeza para guarecerse de la lluvia y que aquél confunde con el yelmo de Mambrino, y el escudero le despoja del aparejo de su jumento; y en el quinto, el de los títeres de maese Pedro, don Quijote acaba causando un destrozo en ellos al figurarse que son personajes reales de la historia de Gaiferos y Melisendra, cuando él pretendía ayudar a éstos últimos contra la caballería mora que los persigue en su huida de Zaragoza, donde ella estaba cautiva. Hasta el propio don Quijote parece tomar conciencia de la paradoja en que se ve atrapada su actuación como caballero andante al final de este episodio, al comentar de este modo su desafortunada intervención: «Por cumplir con mi profesión de caballero andante quise dar ayuda y favor a los que huían...; si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen» (II, 26, 757). Aunque él, como se ve, le echa la culpa de la paradoja en que se ve enredado a los malvados encantadores que no hacen otra cosa que transformar sus intervenciones caballerescas al servicio del bien en acciones perpetradoras de males.

En suma, como insinúa el propio hidalgo, no pretende otra cosa más que ayudar a los necesitados, pero le sale al revés, pues no consigue sino perjudicarles. Ahora bien, sería un error, en el que suelen incurrir los partidarios de toda suerte de interpretaciones simbólicas de carácter romántico, pensar que esta paradoja de la conducta quijotesca, en que la malvada realidad (los encantadores enemigos, diría don Quijote) se empecina en torcer las buenas y nobles intenciones del héroe manchego para generar como resultado un saldo de mayor mal en el mundo, revela el destino trágico de don Quijote. Pues no hay tal tragedia, sino una parodia del héroe caballeresco, al que por el contrario siempre sus acciones, dirigidas por el noble ideal de reparar agravios e injusticias, de acuerdo con el código moral medieval, le producen buenos rendimientos.

Esta segunda modalidad como Cervantes resuelve el desenlace de las aventuras quijotescas no es menos paródica que la primera, en que sale descalabrado o malparado, con derrota total. Ni en un caso ni en otro se nos presenta a un héroe trágico, sino a un héroe cómico, comparado con héroes serios como Amadís, a quienes su acción en el mundo les rinde un éxito tras otro imparable y desmedidamente. Después de haber inflado burlescamente las pretensiones heroicas de don Quijote en la primera fase de sus aventuras y de lanzarse a la acción conforme a ellas, Cervantes, con suma maestría satírica, hace caer al protagonista paródico desde las elevadas alturas morales en las que él mismo se ha instalado hasta la derrota más humillante para él, pero irrisoria para el lector, pues no otra intención tiene el autor que entretenernos y hacernos reír. Las desventuras, en fin, de don Quijote no deben ser vistas en sí mismas y según él se las representa ante el lector desde su propia perspectiva, teñida de un tono serio de heroísmo épico, en cuyo caso caeremos presas de la visión trágica de las mismas, sino desde la perspectiva cómico-realista del narrador y por comparación con las aventuras caballerescas, de cuyo falso heroísmo hinchado e inverosímil constituyen una crítica burlesca.

Tercer tipo de desenlace: la victoria, al menos aparente

Pasamos, por último, a comentar una tercera modalidad como Cervantes resuelve el final de algunos episodios, un final en que, como decíamos, al menos a primera vista, don Quijote parece alcanzar la victoria, y así ha sido interpretado por muchos estudiosos. Como veremos, esto también es un error: las victorias de don Quijote no son menos paródicas de la literatura de caballerías que sus derrotas. Pero antes de examinar esto, empecemos por ordenar los episodios que terminan con victoria del hidalgo manchego. Las aventuras victoriosas prima facie las podemos clasificar en dos clases: aquellas en que don Quijote llega a la supuesta victoria sin emplear sus armas y aquellas otras en que la alcanza mediante el uso de éstas.

A. Victorias sin uso efectivo de armas

A su vez, los episodios de victorias sin uso de armas ofrecen dos variedades: aquellos en que el héroe manchego recurre a las armas, pero sólo de forma disuasoria o preventiva, sin llegar a usarlas de manera efectiva, como en el episodio de la disputa en las bodas de Camacho, y aquellos otros en que no hay recurso alguno a las armas, ni siquiera como factor disuasorio, como así sucede en los episodios de Marcela, de los huéspedes gorrones y de la trifulca en el patio de la venta. No se piense que el hidalgo manchego renuncia a usar las armas, convirtiéndose así en un caballero andante pacifista, lo que sería un oxímoron, sino que no tiene, en las situaciones que se presentan ahí, necesidad de ellas; pero se sobreentiende que, si hubiera necesidad de ellas, las emplearía, pues él anhela y se figura ser un caballero andante y un caballero andante sin armas sería algo tan absurdo, por poner un ejemplo del gusto de nuestro héroe, como uno sin dama a la que amar y a la que servir. Por ello, él siempre va armado, incluso en estos episodios en que no se ve obligado a utilizarlas. En suma, en todos ellos don Quijote comparece, no como un pacifista, en el sentido más convencional o blando de la palabra, sino como un pacificador, esto es, como alguien cuya razón de ser para instaurar la paz reside en el recurso a la fuerza armada, pero, si no es menester, no hace uso de ella, y ésta es la situación que, como vamos a ver, se nos traza en los citados episodios.

Así, en la aventura de Marcela, a la que más arriba nos hemos referido desde otra perspectiva, a la orden imperiosa de don Quijote de que no la sigan, cuando al marcharse la pastora ilustrada, ve que los partidarios de Grisóstomo intentan ir tras ella, quizás con un propósito vengativo, le obedecen, pero está claro que hubiera hecho uso de sus armas si no le hubieran hecho caso, y ello con independencia de cuál hubiera sido el resultado en tal hipotética situación para él, seguramente un descalabro (pues ¿qué hubiera podido hacer un pobre loco, aun armado, ante un grupo de jóvenes airados, entre los cuales posiblemente algunos portarían también algún tipo de arma?).

Una aventura del mismo tenor es la de la trifulca en el patio de la venta, donde los diversos personajes enzarzados en ella cesan de inmediato obedeciendo el mandato enérgico de don Quijote de que paren. El episodio de los huéspedes gorrones (I, 44) tiene un cariz diferente, pues ahora el héroe manchego consigue la victoria razonando persuasivamente con los dos bribones que terminan pagando al ventero, pero no cabe duda de que en caso de que éstos no hubieran atendido a las razones del hidalgo, éste habría esgrimido sus armas. El episodio de la disputa en las bodas de Camacho se parece a éste último en que don Quijote intenta resolver el enfrentamiento entre los seguidores de Camacho y los de Basilio por el amor de Quiteria, quien prefiere a Basilio, mediante un solemne discurso favorable a la posición de Basilio, que con astucia ha conseguido casarse con Quiteria cuando estaba a punto de hacerlo con Camacho; pero se diferencia del mismo y de los anteriores, en que respalda su discurso blandiendo su lanzón mientras intenta convencer a unos y otros, quienes terminan envainando sus espadas.

Evidentemente, no cabe negar la diferencia entre el final en victoria de estos episodios y el de la mayoría que finalizan en derrota. El autor, frente al monocorde desenlace en desventura en éstos, introduce variedad en la resolución de las aventuras, sin agobiar al lector con tanto final desventurado y, lo que es más importante, sin rebajar el efecto paródico de los episodios. En efecto, las victorias en ellos poseen tanto o más impacto burlesco, si cabe, que las derrotas, pues, en las que concluyen así, don Quijote actúa como lo haría un caballero andante en la literatura caballeresca, mientras que en los episodios victoriosos sin armas se desvía por completo de la manera habitual de actuar de éstos. ¿Cabe imaginar un caballero andante, como Amadís, por referirnos al héroe favorito de don Quijote, que busque reparar agravios e injusticias limitándose a dar órdenes, a razonar con los rivales o malvados, o a pronunciar discursos, por más que vaya armado? En la literatura de caballerías la solución final a los conflictos es inconcebible sin el recurso a la fuerza de las armas y por ello las aventuras caballerescas, dejando aparte las peripecias amorosas, se presentan común e indistintamente como hechos de armas. El héroe caballeresco puede hablar, discutir y razonar con sus rivales o enemigos, como lo hace en ocasiones Amadís, pero el conflicto nunca se resuelve discurseando o dialogando, pues, a la postre, éste se vuelve tan enconado que no admite otra solución que el combate con armas. Por ello, al lector acostumbrado a la lectura de los libros de caballerías de la época de Cervantes, estos episodios del Quijote que nos ofrecen un final victorioso alcanzado usando palabras y no las armas no podía sino hacerles reír.

Y si descendemos a los detalles de la narración, la fuerza paródica de esta clase de desenlace queda aún más patente. Esto es especialmente manifiesto en el episodio de las bodas de Camacho, en el que no es, en realidad, don Quijote quien consigue, con su discurso apaciguador reforzado con el despliegue amenazador de su lanzón, sosegar lo ánimos, sino la aceptación de Camacho de que Quiteria no le ama y de que sólo accede a casarse con él por no contrariar a su padre y sobre todo la intervención del cura, cuyas conversaciones persuasivas con Camacho y los suyos son las que, según el narrador, dejaron a éstos sosegados y pacíficos, al persuadirles de que, supuesto que Quiteria quiere a Basilio, justo es que se casen, estando solteros, quienes se aman.

B. Victorias con armas

Finalmente, hemos de ocuparnos de los episodios con final victorioso logrado mediante el manejo de las armas. Hay cuatro de esta variedad: el de la aventura del vizcaíno, el del primer duelo con Sansón Carrasco, disfrazado de Caballero de lo Espejos o del Bosque, el de la aventura de los leones y el del combate con el lacayo Tosilos.

A la aventura de los leones ya nos hemos referido para poner énfasis en los elementos de fantasía presentes en ella; ahora, queremos hacer hincapié, en cambio, en lo que tiene de cómico y paródico de las aventuras caballerescas del mismo tenor. Sin duda, es uno de los relatos más divertidos de la segunda parte, por lo que resulta ridículo intentar ver un significado serio, vía simbólica, en una historia que no busca otra cosa que hacernos reír ridiculizando el enfrentamiento de los héroes caballerescos con animales fieros.

Cervantes construye la escena con maestría: mientras don Quijote se coloca en posición de combate esgrimiendo su espada, el autor lo saca de plano, como si desapareciese y nos sitúa, por contraste, en primer plano a un león apacible, flemático, que ignora por completo a su rival y cuyo comportamiento es el centro de atención de la escena, un comportamiento anodino y de lo más pacífico que deja pasmado a un héroe que todo lo que percibe delante de él no es a una fiera rugiente y desafiante, sino a un manso animal que se revuelve en la jaula, estira sus garras, que se despereza, que abre la boca y bosteza, saca la lengua y se lame los ojos, se lava el rostro, saca la cabeza fuera de la jaula mirando a todas partes, vuelve la espalda y enseña sus partes traseras a don Quijote y con la mayor calma, concluido su repertorio etológico de conductas, se vuelve a tender en la jaula sin prestar atención a las niñerías y bravatas del valeroso caballero. La severidad de la ironía cervantina alcanza su cenit cuando el leonero se pone a ponderar «el valor de don Quijote, de cuya vista el león acobardado no quiso ni osó salir de la jaula» (II, 17, 676). Nuestro héroe, no obstante, cree haber logrado una gran victoria adoptando a partir de entonces el título de Caballero de los Leones. Pero, en realidad, no hay tal victoria, sino una caricatura de victoria, pues no ha habido combate y bien sabe el lector qué hubiera sucedido si el león hubiera tenido otro humor.

Lo mismo cabe decir de los otros tres episodios, donde las victorias lo son sólo en apariencia, no siendo, pues, más que simulacros de victorias, que, sin embargo, algunos estudiosos, como Nabokov, han visto como auténticos triunfos del hidalgo. Para empezar, los propios combates son una farsa, pues ni don Quijote ni sus rivales son caballeros andantes ni profesionales del combate y del manejo de las armas; de ahí precisamente el carácter cómico y burlesco de los supuestos duelos. El vizcaíno quizá sí sea caballero, pues se ofende cuando don Quijote lo trata como si no lo fuese («Si fueras caballero, como no lo eres...»), pero trabaja como un simple criado o escudero al servicio de la dama vascongada de viaje a Sevilla y no es, desde luego, un profesional de las armas. Los detalles del duelo con el hidalgo manchego, al que se ven arrastrados por culpa de don Quijote por impedir que el coche de la dama siga su curso y empeñarse en que dé la vuelta y se dirija al Toboso para presentarse ante Dulcinea, no pueden ser más paródicos. El vizcaíno se bate en condiciones muy desiguales con su rival, pues no porta evidentemente armadura ni escudo, en cuyo lugar utiliza una almohada, ni lucha montado a caballo, sino en una mula de alquiler de mala calidad, que a las primeras de cambio se cansa y se queda parada sin poder maniobrar justo cuando el héroe manchego viene lanzado a la carrera contra él.

El episodio del primer combate con Sansón Carrasco (II, 21), primera gran aventura de la segunda parte, es una verdadera joya cómica. Es toda una parodia de los duelos caballerescos, cuyo efecto cómico arranca en gran medida de un juego de malentendidos mutuos entre el héroe manchego y el bachiller, del que ignora su identidad real, ya que comparece ante él como el Caballero de los Espejos o del Bosque. El duelo entre quien se cree ser caballero andante, sin serlo, y quien finge serlo para derrotar al primero y conducirlo a su aldea, es una farsa, como bien confirman los detalles del curso del mismo. Para empezar, el caballo del Caballero del Bosque es más apropiado para el trabajo que para el combate, pues es tan lento y de tan mala traza como Rocinante y su correr no alcanza más que el mediano trote, razones por las que, por supuesto, es igualmente inadecuado éste último.

El inicio de la lid en el campo escogido es de lo más divertido: los contendientes no salen a la par al toque de trompeta, sino que sin señal previa alguna primero emprende la carrera el Caballero del Bosque a medio trote para encontrarse con su rival, creyendo erróneamente que éste estaba ya listo, pero don Quijote está ayudando a Sancho a subir a un alcornoque, ya que, a causa del espanto que le producen las desaforadas narices del escudero del Caballero de los Espejos, prefiere ver los toros sin peligro; al ver la escena, muy caballerosamente, decide parar en seco a su caballo en medio de la carrera, pero hete aquí que, una vez parado, se queda clavado al suelo sin poder moverse. Y justo en el instante en que el Caballero de los Espejos se ha quedado parado de esta manera y mientras sin éxito intenta repetidamente espolear a su caballo, don Quijote ejecuta su carrera, creyendo también erróneamente que su rival venía volando. Pero, al no advertir el apuro de su rival, lejos de enmendar su error deteniendo su caballo, prosigue su carrera y paradójicamente cuando más falta hacía que Rocinante fuese lento, resulta que corre más ligero y con más furia de lo que lo hiciera nunca hasta chocar con extrema violencia con su contendiente, el cual encima ni siquiera estaba dispuesto para el choque, pues, atareado en espolear a su caballo sin poder lograr que se mueva, no había tenido tiempo para poner su lanza en ristre. El resultado es un choque de tal fuerza que Sansón Carrasco cae derribado al suelo donde yace como muerto.

Por último, no menos cómica es la escena del fallido combate entre Tosilos, lacayo de los Duques, y don Quijote (II, 56), en el cual ejerce de paladín de la honra de la hija de doña Rodríguez. Tanto los preparativos previos al duelo como el desarrollo del mismo nos mueven a la risa. Don Quijote cree que va a combatir con un caballero, un vasallo de los Duques que ha burlado a la hija de doña Rodríguez, pero en realidad su contendiente ni es caballero ni es el vasallo que ha cometido la ofensa, sino un simple criado de los Duques que nada tiene que ver con el asunto, al que éstos han puesto en su lugar y así librar a su vasallo del aprieto en pago por los favores recibidos de los padres de éste. El Duque intenta amañar el duelo para que don Quijote salga engañado y vencido, pero sin matarlo ni herirle; para ello hace quitar los hierros a las lanzas, a lo que el hidalgo accede, y le pide a Tosilos, un joven gascón, quien va a montar ventajosamente un caballo poderoso mejor que el de su rival, que no mate a don Quijote.

El comienzo de la contienda es hilarante: mientras don Quijote ha iniciado la carrera, Tosilos, embelesado ante la hermosura de la hija de doña Rodríguez, se enamora repentinamente de ella y llama al juez de campo para comunicarle que se da por vencido y que desea casarse con la hija de doña Rodríguez. Así que sin haber combate, don Quijote es declarado vencedor y el Duque resulta burlado al frustrarse sus planes, pero no fracasa del todo, pues lamentablemente el hidalgo manchego se empeña en no admitir que su fallido contendiente es Tosilos, un simple criado, sino en creer que éste, en realidad, es el vasallo burlador transformado por obra de los encantadores en el lacayo Tosilos. Doña Rodríguez se enfurece denunciando la ballaquería del Duque, pero su hija, agradecida a Tosilos por su noble comportamiento, declara que «más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de un caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es»(II, 56, 979).

De momento quedan todos contentos: don Quijote se queda tan satisfecho por su extravagante victoria y doña Rodríguez, su hija y Tosilos, igualmente contentos al ver que, de todos modos, su caso a la postre terminaba en casamiento. Pero, según se nos informará más adelante en un posterior encuentro de la pareja inmortal con Tosilos, de vuelta ya de ambos a su aldea tras la derrota de Barcelona, el malvado Duque, contrariado por la defección de su criado, mandó que lo azotaran por no seguir sus instrucciones y prohibió su matrimonio con la hija de doña Rodríguez, que a raíz de esto se hizo monja y su madre dejó a los Duques regresando a Castilla.

La perspectiva narrativa dual

Es importante recalcar que en el relato de cada una de las tres fases de cada episodio Cervantes adopta una doble perspectiva, hecho sobre el que Vicente de los Ríos fue el primero en llamar la atención en su Análisis del Quijote, publicado como prefacio a la edición del Quijote de 1780, patrocinada por la Real Academia Española. Por un lado, hay una perspectiva narrativa seria, que es la de don Quijote y que se mantiene en el terreno de la ilusión o la alucinación y, por otro lado, una perspectiva cómica y paródica, basada en la realidad misma, que es la del narrador, el cual la despliega unas veces por sí mismo y otras veces a través de terceros personajes, de los que normalmente Sancho es el elegido, pero también lo son otros según las ocasiones.

Las dos perspectivas, si bien discernibles conceptualmente, no son independientes, sino que se entrecruzan constantemente a lo largo de cada historia. Es como si cada episodio se contara dos veces, pero no de forma separada, sino unificando ambas versiones, la seria y la irónica, en una sola narración. La ironía cervantina no sólo se manifiesta en la segunda y tercera fase en que don Quijote choca violentamente con la realidad deshinchándose sus ínfulas de heroísmo, sino ya en la primera, en la que al tiempo que se eleva a las mayores alturas de su ilusión caballeresca, el autor ya está, mediante diversos recursos estilísticos y lingüísticos, ironizando sobre ello. Un ejemplo magistral nos lo brinda la aventura de los rebaños, que pasamos a comentarla sucintamente de acuerdo con la perspectiva dual de la que estamos hablando.

En la primera fase de ésta, desde la perspectiva de la alucinación, don Quijote se figura tener a la vista dos copiosísimos ejércitos que vienen a embestirse en mitad de una llanura; no conforme con ello, el hidalgo, perfectamente imbuido de su papel de caballero andante, se abandona a su imaginación desbordante y se inventa una historia sobre el motivo del enfrentamiento entre las huestes que conducen sendos emperadores y subido a una loma nos hace una descripción, como si lo estuviese presenciando, de los principales caballeros que vienen en ambos ejércitos; al mismo tiempo el relato se eleva hasta su mayor altura de fantasía caballeresca cuando don Quijote nos muestra su convicción de que se le presenta una ocasión para una hazaña memorable que se recuerde en los siglos venideros.

Sin embargo, desde la perspectiva cómico-realista del narrador, la primera fase de la aventura es harto distinta: éste nos informa de que los ejércitos de don Quijote no son otra cosa que polvaredas grandes y espesas levantadas por dos grandes manadas de ovejas y carneros. Al tiempo que se va hinchando la narración creando una sensación de aventura caballeresca, el autor la va deshinchando con el baño de realidad que la versión cómica nos ofrece, un baño del que unas veces es el autor el encargado de darlo y otras Sancho («No oigo otra cosa sino muchos balidos de ovejas y carneros»). El contraste constante entre la seriedad con que don Quijote nos presenta lo que tiene todos los visos, según su fantasía, de una prometedora ocasión de heroicas proezas y la ironía paródica del narrador, que actúa desde la plataforma de la realidad, genera una diferencia de potencial tal que se traduce en un fuerte efecto a la vez paródico y cómico.

El propio don Quijote, sin darse cuenta de ello, contribuye a esto, pues mientras él cree actuar como lo harían los auténticos caballeros andantes, en realidad no hace otra cosa, aunque sin quererlo ni saberlo, que una parodia cómica de éstos. En efecto, la ridícula autoalabanza del hidalgo, inflada de fanfarronería («Éste es el día... en que se ha de mostrar... el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos»), en la que encarece tan hiperbólicamente su propio heroísmo, y su arrogante declaración no menos grotesca de que «solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda» refuerzan ese efecto cómico emanado ahora de una inconsciente parodia de la literaria caballería andante. Asimismo, la pomposidad con que don Quijote nos describe a los principales combatientes de los dos ejércitos con sus armas, escudos y naciones de procedencia incrementa la fuerza cómica de la historia.

En la segunda fase de la aventura, vista desde la perspectiva seria de la alucinación idealizante del caballero andante manchego, éste se nos presenta lanzado a la acción figurándose ser un héroe capaz, como ya se ha dicho, de dar la victoria al bando que él decida ayudar. Sumergido en la fantasía que se ha inventado y arrastrado por ella, se imagina entrar en la batalla bajo la bandera del ejército acaudillado por el emperador cristiano Pentapolín del Arremangado Brazo, que se bate contra el ejército del emperador moro Alifanfarón de la Trapobana. Para darle la victoria y la venganza de su soberbio enemigo, don Quijote pide a las tropas de Pentapolín que le sigan y emprende el ataque alanceando a sus mortales enemigos buscando batirse directamente, como si de un duelo se tratase, con el mismísimo Alifanfarón.

Pero, desde la perspectiva cómico-realista, la escena de la segunda fase se nos ofrece con una faz muy diferente: don Quijote no está combatiendo contra las tropas de Alifanfarón ni aproximándose hasta él para probar sus fuerzas contra el soberbio moro, sino que se ha metido en medio de un rebaño de ovejas y se ha puesto a alancearlas, matando más de siete reses, por lo que recibe las pedradas de los pastores que le hieren en las costillas, le rompen varios dientes y muelas, le machacan dos dedos y finalmente cae derribado al suelo.

En cuanto a la tercera fase, tanto la perspectiva quijotesca de la alucinación como la cómico-realista coinciden en el balance del resultado, que no es otro que el de derrota, pero la visión de la derrota diverge en cada una de ellas. De acuerdo, con el punto de vista del caballero andante manchego el encantador maligno que le persigue, envidioso de la gloria que podía alcanzar en la batalla, ha transformado los ejércitos en rebaños de ovejas para impedir su victoria; pero desde el punto de vista cómico-realista, don Quijote resulta vencido no por la intervención de un encantador, sino por las pedradas de los pastores, después de acometer, no a mortales enemigos, sino a unas ovejas a las que ha dejado muertas. Desde la perspectiva cómico-realista, cabe incluso cuestionar que tenga sentido hablar de derrota, pues no ha habido combate alguno, salvo en la mente extraviada de don Quijote, y el hecho realmente acaecido no merece calificarse como combate.

El Quijote ni es ambiguo ni relativista

Nótese que la perspectiva dual o, si se quiere, el perspectivismo narrativo del Quijote no tiene nada que ver con la ambigüedad y menos aún con el relativismo, pues el lector sabe desde el principio que la visión de la realidad de don Quijote, debido a su demencia, es siempre alucinatoria, deformadora en mayor o en menor grado, y además el narrador, situándose en la perspectiva de la realidad, que es la de la verdad de lo realmente sucedido, siempre que hace falta pone al corriente al lector de las tergiversaciones del protagonista. Ninguno de los episodios de la novela es ambiguo ni en absoluto relativista, ni tampoco ésta en su conjunto. Cervantes se encarga en cada uno de ellos de informar al lector de lo verdaderamente acontecido mediante el contraste permanente entre la fantasía deformante del hidalgo y los hechos efectivamente sucedidos.

A pesar de ello, desde que Ortega se lamentara de la equivocidad de la magna novela cervantina («El Quijote es un equívoco») y luego Américo Castro, siguiendo su estela, hablara en su El pensamiento de Cervantes (1925), según los casos, de la ambigüedad de Cervantes o de su perspectivismo, al que él sin duda le da una connotación relativista, o de relativismo sin más, y otros, como Leo Spitzer en su «Perspectivismo lingüístico en el ‘Quijote`» (incluido en Lingüística e historia literaria, de 1948), presentasen la genial novela como un juego de perspectivas, en que ninguna de ellas goza de superioridad sobre las otras, toda una serie de intérpretes del Quijote han seguido la onda de Castro y Spitzer, incluso exagerándola, como bien se ve en el libro de Antonio Rey Hazas Miguel de Cervantes. Literatura y vida (Alianza Editorial, 2005, véanse sobre todo las págs. 46-54). Convertir a Cervantes en estandarte del ambigüismo y no digamos del perspectivismo relativista, entendiendo por tal la tesis que niega la existencia de verdades absolutas y que afirma la existencia de tantas verdades como puntos de vista individuales, es una de las más burdas falsificaciones tanto del pensamiento de Cervantes como de la interpretación de su magna novela, que nos proponemos desmontar seguidamente.

El argumento principal de los hermeneutas prorrelativistas se cimenta a partir de la interpretación del pasaje sobre la disputa acerca de la bacía del barbero, que a don Quijote le parece el yelmo de oro de Mambrino y a Sancho lo que realmente es, bacía de barbero. Sobre este asunto don Quijote sentencia así: «Y así, eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (I, 25, 237). Son estas palabras las que invocan los citados hermeneutas para atribuir a Cervantes una posición relativista, de acuerdo con la cual todos los puntos de vista o interpretaciones de la realidad obtenidas desde diferentes perspectivas son igualmente válidas o verdaderas. Pero, en caso de que la exégesis relativista fuera correcta, lo único que probarían es que don Quijote es relativista, no Cervantes. No se puede afirmar, sin prueba, que todo lo que suscribe el personaje protagonista lo defienda el novelista, ni inversamente que todo lo que defienda el autor lo suscriba el protagonista. Pero, como vamos a ver, tampoco don Quijote es relativista.

Otro error, ya de entrada, es inferir de esta declaración de don Quijote que lo que se está postulando es una suerte de relativismo universal acerca de todo asunto, pues, en caso de ser correcta la lectura relativista de la frase, lo único que se podría decir es que don Quijote se está comprometiendo con una especie de relativismo perceptivo, que sería ilegitimo extrapolar más allá del ámbito de la percepción. Cualquier extrapolación es descartable de antemano, pues el lector que conozca mínimamente la novela sabe que don Quijote es un absolutista que tiene un compromiso con la defensa de unos ideales éticos, morales, religiosos, sociales, políticos, etc., a los que atribuye un valor universal. Y también sabe que, en el orden del conocimiento, don Quijote hace una apología de las ciencias, llegando incluso a sostener que el caballero andante debe dominar varias de ellas; y no sólo elogia las ciencias naturales, sino las llamadas ahora humanas, como la historia, pidiendo a los historiadores que sean «puntuales, verdaderos y nonada apasionados [=en modo alguno parciales] y que ni el interés, ni el miedo, el rencor ni la afición [=la amistad], no les hagan torcer del camino de la verdad» (I, 9, 88).

Asimismo sabe que, en el orden estético, está comprometido en la defensa de unos valores absolutos y universales, como bien se revela en su creencia en Dulcinea como arquetipo de belleza o en su creencia en un canon literario. Incluso, cuando se equivoca, como, por ejemplo, al tomar los libros de caballerías como crónicas históricas, presupone subyacentemente la existencia de verdades históricas universales independientes del punto de vista. En suma, y por decirlo en términos clásicos o tradicionales, podemos afirmar sintéticamente que don Quijote reconoce unos criterios absolutos de verdad, bondad y belleza, así como de sus valores contrarios, que se alzan por encima de todo punto de vista individual o social. Y lo mismo cabría decir de Cervantes, si nos atenemos no sólo a lo que podemos deducir de su obra literaria de una forma crítica, sino basándonos en lo que sabemos de su biografía. Por tanto, muy poco espacio puede haber para el relativismo en la novela; sólo lo que acabamos de decir debería bastar para descartarlo y pensar que la frase citada se ha entendido mal, como vamos a comprobar.

En efecto, incluso entendido como relativismo meramente perceptivo, tampoco cabe endosarle tal posición a don Quijote ni desde luego a Cervantes. Cervantes, ya lo hemos dicho muchas veces, mantiene al lector siempre en la perspectiva de la verdadera realidad en los más diversos episodios, por lo que sería absurdo esperar aquí una excepción que entraría en conflicto con su perspectiva general cómico-realista. En cuanto a don Quijote, sólo una obvia tergiversación de la declaración del hidalgo sacada de su contexto podría hacer pensar que es relativista. Si integramos la frase de marras en éste y tenemos en cuenta el pasaje más amplio del que forma parte, de inmediato se disipa cualquier duda acerca del significado real de la misma, que no tiene nada que ver con el relativismo. Veámoslo:

Sancho, dirigiéndose a su amo, le espeta que quien diga que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino debe de tener huero el juicio. A lo que, defendiéndose, contesta el hidalgo:

¿No has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas del revés? Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y, así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármele, pero como ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de procuralle [=no se preocupan por conseguirlo]» (I, 25, 237).

Como bien se ve, don Quijote, lejos de ser relativisa, es antirrelativista, otra cosa es que se equivoque, a causa de su locura, en la identificación de la verdadera realidad. El supone que hay una única realidad en cada caso que los diferentes sujetos perciben a veces de forma diferente, como sucede en este caso de la bacía. Pero tiene claro, si bien erróneamente, que hay una perspectiva verdadera, a saber, la que nos sitúa ante «lo que real y verdaderamente es el yelmo de Mambrino» y que las demás son falsas. Y desde su mente desquiciada, tiene una explicación de las desavenencias perceptivas, que en absoluto son equivalentes, y es que el sabio encantador que le protege cual ángel de la guardia, hace que lo que realmente es yelmo de Mambrino de oro, por encantamiento, parezca una simple bacía de barbero a los demás para que no intenten arrebatárselo. Leído el pasaje global en que se inserta la afirmación que examinamos, nótese cómo ésta no tiene sentido alguno relativista, pues el caballero manchego meramente sugiere que diferentes sujetos perciben de modo diferente una misma cosa, pero no extrae la conclusión relativista de que las diversas apariencias perceptivas de la misma cosa sean equivalentes en cuanto a su verdad. Lejos de ello, en el caso de marras sostiene que una de las dos es la correcta, otra cosa es que se equivoque al creer que su percepción es la verídica. Por tanto, don Quijote se limita a reconocer el mero hecho de la relatividad de las apariencias sensoriales como simple cuestión fáctica, neutro epistémicamente. Si uno va más allá de este relativismo perceptivo neutro, pasando a afirmar que las apariencias relativas al sujeto preceptor son igualmente válidas, como hacen los hermeneutas relativistas, entonces incurren en un relativismo que no sólo don Quijote no defiende, sino que, por el contrario, rechaza, como el propio lector puede comprobar por sí mismo.

La posición antirrelativista del Quijote queda aún más manifiesta si nos remontamos al primer lugar donde se plantea el tema de la percepción de la bacía/yelmo, a saber, en el episodio del yelmo de Mambrino (I, 21). Una lectura relativista desvirtuaría totalmente el significado paródico del mismo, pues si la percepción de la bacía como tal o como yelmo fuesen equivalentes, ¿dónde estaría la gracia burlesca del relato? En efecto, toda la garra humorística de la narración reside en la confusión de don Quijote al figurarse que un barbero montado en un burro con una bacía de latón en la cabeza para protegerse de la lluvia, según nos informa el narrador (quien, como se ve, no se mantiene en una perspectiva neutra, sino que toma partido por la percepción correcta), es, en realidad, un caballero montado en un caballo calado con el yelmo de oro de Mambrino. Al oír esta declaración a su amo, Sancho, puesto que el barbero todavía está lejos, muy cautamente dice: «Lo que yo veo y columbro no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra» (I, 21, 188). La percepción verídica del escudero descarta ya que se trate de un caballero montado en un caballo, pero, debido a la distancia, no se atreve a identificar el objeto que brilla. Pero, más adelante, el propio Sancho, al ver de cerca al barbero, no tendrá dificultad alguna en identificar la bacía como tal: «Cuando Sancho oyó llamar a la bacía ‘celada’, no pudo tener la risa» (I, 21, 190). Y el narrador no es neutral entre la percepción del hidalgo y la de su criado como si las dos fuesen igualmente verídicas, como ya hemos dicho, sino que taxativamente pone las cosas en su sitio:

Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo y caballero que don Quijote veía era esto: ... venía el barbero y traía una bacía de azófar [= latón]; y quiso la suerte que al tiempo que venía comenzó a llover; y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo se puso la bacía sobre la cabeza, y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado y caballero y yelmo de oro, que todas las cosas que veía con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos» (I, 21, 189).

Adviértase que Cervantes no se limita a señalar al lector cuál es la visión verídica del objeto en litigio, sino que además nos explica tanto la causa de la percepción errónea de don Quijote como la de la inicial percepción de Sancho, veraz, pero incompleta («veo...una cosa que relumbra»).

Nos resta por examinar el último refugio de los promotores de una interpretación relativista del Quijote: nos referimos al famoso episodio del pleito del yelmo y la albarda (I, 44-5). Todo lo ya dicho debería bastar para descartar de antemano cualquier lectura relativista del episodio, ya que éste es continuación de los pasajes del capítulo 21 y del 25 que acabamos de analizar. Pero, por si no es suficiente, examinémoslo también.

En este episodio hay que distinguir dos etapas en su desarrollo. En la primera, los contendientes en la disputa, que no es sino una burla más a que es sometido el hidalgo manchego, son el barbero robado, don Quijote y Sancho. El pleito surge a la llegada del barbero a la venta y, al verlos de nuevo, les reclama respectivamente la bacía y la albarda que le han arrebatado. Pero don Quijote enseguida se enfada con el barbero sobre todo por llamar bacía a lo que es, según él, yelmo de Mambrino, y, en menor medida, quizás porque le concierne menos, por llamar albarda a lo que considera jaez de caballo, pues sigue empeñado en creer que el barbero montaba un caballo cuando le atacó para despojarle del yelmo.

Sancho, de primeras, se pone del lado del barbero en la identificación de los dos objetos en litigio, pues de otro modo, si la albarda fuera jaez, ¿qué interés iba a tener él en apropiarse de una aparejo de caballo siendo dueño de un jumento? Por ello de primeras, al oír los disparates de su amo, comenta con ironía:» ¡Pardiez, señor... tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez de este buen hombre albarda!» (I, 44, 465). Pero ante el enfado de su amo, retrocede y opta por nombrar a la bacía «baciyelmo», expresión en la que los hermeneutas citados ven una confirmación del perspectivismo relativista quijotesco y cervantino. Pero esto es ridículo, pues, como acabamos de ver, la palabra «baciyelmo» creada por Sancho no es más que un expediente para no irritar más a su amo y así evita además ganarse un golpe con el lanzón, como no dudó en propinárselo en otras ocasiones y como intentará golpear a un cuadrillero por llevarle la contraria, a la par que una ocurrencia jocosa. No hay más misterio en la susodicha palabra, en la que sin razón alguna quieren ver un símbolo del perspectivismo relativista del Quijote.

En la segunda etapa, la burla se amplifica con la participación en ella de casi todos los personajes que pasan por la venta, pero llevan la iniciativa maese Nicolás, el barbero del lugar del hidalgo manchego, y el cura, con la colaboración de los demás personajes, como don Fernando, Cardenio, etc. La disputa, no obstante, no es una dramatización de un conflicto de perspectivas en clave relativista, sino una parodia cómica de las insensateces caballerescas de don Quijote que le llevan a confundir una bacía con un yelmo y una albarda con un jaez de caballo y los habitantes de la venta ven en ello una buena oportunidad para reírse a costa de la singular locura del hidalgo. La perspectiva verídica está muy clara desde el principio, pues de otro modo la burla carecería de sentido: si todas las perspectivas fueran equivalentes, no habría confusión por parte de don Quijote y en tal caso se borraría la burla como tal.

Es maese Nicolás quien comienza esta nueva fase de la burla, con la aquiescencia del cura, y así nos lo presenta el narrador: «Nuestro barbero... como tenía bien conocido el humor de don Quijote quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla, para que todos riesen» (I, 45, 466). Y de acuerdo con esta intención, proclama que la bacía de barbero es yelmo, a lo que el cura, Cardenio, don Fernando y otros asienten, para desconcierto del barbero robado y para resaltar todavía más la insania del caballero manchego, que, sin captar la burla y tomándose en serio el litigio burlesco, empieza a pensar que todo es cosa de encantamiento y que la venta, que se imagina ser un castillo, está encantada. La burla sube de tono cuando don Fernando se dispone a consultar a los presentes para que con sus votos dictaminen si la albarda es tal o jaez, declarando que es lo segundo. Y alcanza su paroxismo cuando, primero un criado del padre de don Luis y luego un cuadrillero, que de repente comparecen sin estar al corriente de la broma, intervienen, creyendo que la disputa va en serio, identificando un objeto como bacía y el otro como albarda, lo que saca definitivamente a don Quijote de sus casillas e intenta golpear con el lanzón al cuadrillero, al que acusa de mentiroso, lo que da lugar a una nueva pendencia cuyo comentario ahorramos al lector.

Tan sólo añadir que al final todo se arregla, los personajes se sosiegan, y el pleito del yelmo y la albarda, y esto lo suelen omitir los comentaristas partidarios del relativismo cervantino, lo resuelve el autor de manera antirrelativista al comienzo del capítulo 46: el cura convence a los cuadrilleros de que don Quijote está falto de juicio, como ellos mismos lo veían por sus obras y palabras: «Tanto les supo el cura decir y tantas locuras supo don Quijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote». Sancho devuelve al barbero su albarda y el cura, sin que su paisano se entere, habida cuenta del deterioro de la bacía, le entrega ocho reales al barbero por ella como compensación.

En suma, no hace falta echar mano de otra cosa que el propio material que nos brindan los pasajes examinados para encontrar las claves que nos permiten rechazar cualquier forma de interpretación relativista del Quijote. La propia novela globalmente considerada también nos aporta las claves para recusar cualquier sospecha de perspectivismo relativista. La doble perspectiva narrativa arriba analizada depende del contraste constante entre la ficción idealizante y la realidad, entre el engaño de que es víctima el hidalgo y la verdad que el autor contrapone, y lo mismo sucede con la concepción del Quijote como una parodia cómica. Puesto que una lectura relativista anularía la distinción entre la perspectiva de la ilusión caballeresca y la perspectiva de la realidad desplegada por el narrador, al considerarlas equivalentes, no sólo vuelve incomprensibles los episodios precedentes, sino el conjunto de los episodios de la novela. Por tanto, no es sólo que el enfoque relativista esté en contradicción con los datos de los capítulos y pasajes objeto de escrutinio, como bien hemos probado, sino que además es incompatible con la novela como un todo, la cual requiere, para que el proyecto cervantino de parodia cómica se ejecute, que se distingan la ilusión o alucinación y la realidad, que es la base de su eficacia cómica. Sin tal contraste, no hay parodia ni comedia ni, por tanto, Quijote.

Por último, no está de más recordar, atendiendo al contexto histórico, cultural y filosófico del tiempo del autor, lo extravagante, por no decir fuera de lugar, que es la pintura de Cervantes como un abanderado del relativismo, el cual es ajeno no sólo a su modo de pensar, sino al de la época, tanto en España, donde no hay relativistas, como en el resto de Europa, donde tampoco los hay. Sí hay escépticos, como Montaigne, Charron y Sánchez, todos ellos contemporáneos de nuestro ilustre escritor. Pero no se debe confundir el escepticismo con el relativismo: mientras el escéptico ni afirma ni niega que se pueda conocer la verdad, manteniéndose en la duda, el relativista no duda de su cognoscibilidad, pero le atribuye un carácter relativo. De todos modos, el escepticismo no es menos extraño que el relativismo al pensamiento de Cervantes, por más que a Américo Castro le complazca asociar a Cervantes con Montaigne en algunos aspectos.

 

El Catoblepas
© 2008 nodulo.org