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El Catoblepas, número 72, febrero 2008
  El Catoblepasnúmero 72 • febrero 2008 • página 17
Cine

La soga y la Shoah

Raúl Fernández Vítores

En el sesenta aniversario de la película de Hitchcock

Hitchcock, Rope, La soga (1948)Hitchcock, Rope, La soga (1948)

Como es sabido, la película de Hitchcock, La soga, es una adaptación de una pieza teatral de Patrick Hamilton estrenada en 1929. El título original de una y otra no es The rope, la soga, sino simplemente Rope, soga o cuerda, a secas; o mejor: cabo. Porque, sin duda, de lo que en ellas se trata es de «atar cabos», de seguir el rastro o sacar las conclusiones pertinentes a partir de los indicios que se ofrecen. El suspense funciona precisamente sobre este artificio: el espectador siempre sabe más que los personajes que intervienen en la historia que contempla. Suele ser un crimen, la comisión de un asesinato, eso que él conoce y ellos ignoran. En torno a la pérdida provocada y prohibida, gracias a su misterioso poder de atracción, se construye la trama.

No es impertinente poner en relación La soga, estrenada en 1948, con otra película del realizador londinense un poco más tardía, de 1954, La ventana indiscreta. Son películas de su etapa estadounidense estrictamente simétricas. James Stewart es protagonista en ambas y en ambas trata de descubrir un asesinato; pero mientras que la narración de la última va, por decirlo así, de dentro a fuera, desde una habitación y su ventana al patio de vecinos y más allá, hacia el mundo exterior y objetivo; la de la primera va de fuera a dentro, desde cualquier calle al interior de un apartamento, y todavía más adentro, al interior de sus ocupantes, hacia el inconsciente de los personajes, más acá del sujeto. La soga es un viaje al interior, pero es un viaje filmado de forma objetiva: «casi» en tiempo real (la acción cubre algunos minutos más que los 88 que dura aproximadamente la película) y «prácticamente» en un único y larguísimo plano-secuencia (pues, amén de que era imposible cargar en una cámara de cine un rollo de tan larga duración, hay más de un corte explícito a lo largo del film). Es un «frío» viaje al interior de nuestra sociedad y de nosotros mismos. La cámara finge ser «un hombre invisible»{1} –según expresión del propio Hamilton– que se mueve indiscretamente por todo el apartamento, viendo y escuchando, mientras la ficción confiesa sutilmente que es ficticia.

La obra del novelista y dramaturgo inglés se estrena –como dijimos– en 1929, el año del crac, precisamente el año en el que estalla la crisis económica que dará lugar a la Segunda Guerra Mundial; la película de Hitchcock se proyecta por primera vez –también lo hemos dicho– en 1948, es decir, el año de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la fundación del Estado de Israel. Entre medias acontece el Holocausto o, dicho en hebreo, la Shoah.

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Trailer de la película de Hitchcock, Rope, La soga (1948)

Acerca del argumento de La soga se ha discutido bastante: ¿es una alegoría del nazismo o es una tesis sobre la homosexualidad? La estructura profunda del relato ¿se encuentra en la filosofía de Nietzsche o hay que ir a buscarla al fondo… del armario?{2} La disyunción, sin embargo, no es en absoluto excluyente. Son conocidos los esfuerzos realizados por los guionistas de la película para librar los diálogos originales del tono «británico» que les imprimiera Hamilton, ¡demasiado afectado para el gusto norteamericano! La película habla efectivamente de la homosexualidad, pero elude el término. El espectador se ve obligado a «entender», pues se habla de ello sin que en ningún momento se explicite qué es. Arthur Laurents, uno de los guionistas, declara: «homosexualdad era un sustantivo impronunciable en Hollywood, empleándose la palabra “ello” para nombrarla».{3} Incluso parece que la forzada elusión llama todavía más la atención en el «campechano» inglés de Norteamérica, «suena» más o es más sonada. Pero, tras el nazismo, la referencia a la filosofía nietzscheana cobra una significación especial dentro del argumento cinematográfico. Porque en 1948 ya ha acontecido algo que la obra de Hamilton difícilmente puede imaginar. Ha acontecido la Shoah, la extinción deliberada de seis millones de judíos en el centro de la «civilizada» Europa. Y La soga es también o –tal vez sea más apropiado decir– es sobre todo un intento de dar cuenta de este trauma europeo. En todo caso es Freud quien acude en ayuda del maestro del suspense. Dar cuenta del trauma, explicarlo, requiere adentrarse en el Ello que mueve al yo asesino… y homosexual. La pareja protagonista de La soga es ambas cosas. Y aquí sería pertinente recalar en la educación «jesuita»{4} de Alfred Hitchcock, a cuyos ojos la homosexualidad siempre aparece como una suerte de psicopatología o, dicho en términos freudianos, como un efecto traumático.

El hilo conductor de toda la película es el psicoanálisis. Hilo, cabo, soga, cuerda. La herramienta asesina está presente (también como metáfora del análisis) casi desde el comienzo, en el acto de estrangulamiento, y aparece en varias ocasiones a lo largo del metraje, la antepenúltima a modo de ofrenda, atando los libros que los asesinos prestan al padre de la víctima. Ésta jamás aparece en la obra de teatro, «pero Hitchcock –cuenta un crítico– insistió, a pesar de las enérgicas protestas de Laurents, en que el personaje fuera estrangulado en las primeras imágenes de la película, de modo que el público se sintiera incómodo tras presenciar el crimen».{5} La cuerda nos lleva al fondo explicativo de las pervertidas subjetividades, al Ello de los yoes patológicos, homosexuales y nazis; y nos lleva también al origen de la anomalía social, al asesinato que sella la relación perversa. Brandon y Phillip, la pareja protagonista, están unidos por un pacto de silencio, iniciático y sacrificial. Y es este pacto lo que el profesor de ambos, Rupert Cadell (James Stewart), va descubriendo con horror mientras sigue la cadena(-soga) de los indicios, que no siempre son verbales. Brandon, el dominante, no confiesa abiertamente su crimen, pero no para de hablar un doble lenguaje: desea exhibir su genialidad asesina ante su admirado profesor y continuamente le está haciendo cómplices (aunque en ocasiones atropelladas) insinuaciones discursivas. Phillip quiere callar, porque es débil y sabe que si hablase confesaría, pero sus gestos le traicionan continuamente, su lenguaje gestual lo delata ante la inquisitiva mirada del profesor. El hecho es que ni Brandon ni Phillip se aceptan como son: sendos complejos distorsionan sus respectivas autoimágenes. El complejo de superioridad de Brandon le lleva a creerse Dios y hace que resulte extremadamente petulante; el complejo de inferioridad de Phillip sólo le permite ejercer el mando sobre los acorralados pollos de granja (¡la locura de las aves!) de la madre de su compañero y mecenas.

La cadena del λόγος, del lenguaje verbal o gestual, la razón, lleva indefectiblemente hacia la víctima (David, ¿el judío?) sobre la que se funda la sociedad, es decir, la fiesta, de una forma casi literal: se come sobre el baúl que le sirve de ataúd. Y el propio ataúd es un vaciado de libros, una inversión de los valores. Hay, pues, otra cadena –o tal vez la misma– que no es implícita, que no se manifiesta mediante silencios mímicos o tartamudeos, sino que es explícita, que va de las palabras a los hechos, de la teoría a la praxis, y que es la que espeluzna al admirado profesor: la teoría del «superhombre» puede legitimar lógicamente la destrucción física del «infrahombre». Es además lo que ha ocurrido. David, el mediocre, aquel cuyo nombre su propia tía atribuye incorrectamente a otro joven de la fiesta, David, el prometido de la antigua novia de Brandon, ha sido eliminado por amor al arte, sin odio o tal vez con un inconfesado sadismo. Y llega así el final. La cuerda asesina aparece por penúltima vez en las manos del profesor Cadell, que la «deslía» para mostrarla a los perpetradores, provocando el desenlace de la historia. Cadell abre, por fin, el baúl y ve lo que el espectador ya ha visto y no es necesario que vuelva a ver: el cadáver. Ha anochecido con anormal rapidez y rojas luces de neón intermitentes alumbran «desde el exterior» el interior por fin desentrañado, advirtiendo del peligro. ¡Los monstruos siempre están dentro!

La referencia explícita a Nietzsche estaba ya en la obra de Hamilton, pero en 1929 no había acontecido el Holocausto. En La soga se nombra al filósofo y se interroga muy severamente a los sepultureros de Dios. Mas en este punto hay que reconocer que la película de Hitchcock no es en apariencia audaz, sino tremendamente convencional. Su lectura de Nietzsche resulta superficial y roma, aunque tal vez sólo sea escéptica, y su referencia a Hitler se antoja hoy trivial. ¿No parece estar reivindicando Hitchcock una suerte de aurea mediocritas? En moral, no obstante, la crisis de la modernidad se había abierto con las palabras atribuidas al Dostoiesvski de Los hermanos Karamazov: «si Dios ha muerto, entonces todo está permitido». El asesinato también. La apelación del último discurso –casi panfleto– del profesor Cadell a la justicia que necesariamente ha de impartir la sociedad, the society, revela una especie de fe liberal, una confianza roussoniana en el hombre, pues presupone la existencia de una sociedad civil ignorante del crimen cometido y, en definitiva, inocente. En la escena final, la mayor parte de los miembros de la fiesta ya no está, en la pantalla sólo aparecen la pareja asesina y su inspirador, que termina dando la espalda a la cámara. La sociedad justiciera queda fuera de campo. Se la oye «subir»{6} al apartamento acompañada de las sirenas de la policía. De fuera vienen las voces plurales e indecisas de una sociedad que reacciona ante la desesperada llamada del profesor, tres disparos al aire desde una discreta ventana ahora abierta, y también viene de fuera el aullido de los cuerpos –así se dice– y fuerzas de seguridad del Estado. Sociedad y Estado en perfecta simbiosis garantista. Todo dentro de la deseable corrección política. Pero, dejando a un lado la profesión de fe que permite exorcizar el mal, acotándolo en la figura de un culpable, si centramos la atención en las imágenes que se suceden en paralelo a la banda sonora, la moraleja de la película de Hitchcock cobra un carácter problemático que nos cuestiona de forma radical. ¿Acaso los hombres que han comido «de» la víctima, sobre ella, que son sus asesinos de hecho (Brandon y Phillip) o de derecho (su profesor), o que ya no están (los otros miembros de la fiesta), o incluso aquellos que no han estado jamás (cuyas voces y bocinas llegan de la calle), pueden al fin juzgar? Esperando que se haga justicia termina la película. The end. ¿A la espera del Dios absconditus? Pero, entonces, ¿se trata de un retorno a los valores católicos{7} que forjaron la infancia del director, de una apuesta que prenuncia la vuelta de Dios, o incluso de una apuesta que postularía con Heidegger que «sólo un Dios puede salvarnos»; o estamos más bien ante un ateísmo de fondo que, lejos de los entusiasmos nietzscheanos, reconoce amargamente (pero no sin humor) que del hombre espera todavía menos que de Dios?

Hitchcock, Rope, La soga (1948)

Notas

{1} Peter Conrad, Los asesinatos de Hitchcock, trad. Juan Sebastián Cárdenas, Turner, Madrid 2003, pág. 205.

{2} Cfr. Boris Izaguirre, El armario secreto de Hitchcock, Espasa Calpe, Madrid 2005, págs. 112-119.

{3} Cfr. Charlotte Chandler, Sólo es una película, trad. Jorge Conde, Robinbook, Barcelona 2006, pág. 173.

{4} Cfr. VV. AA., Los 100 años de la vida y la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock, Fancy, Valladolid 1999, pág. 211 y ss.

{5} Patrick McGilligan, Alfred Hitchcock: una vida de luces y sombras, trad. Josep Escarré, T&B, Madrid 2005, pág. 382.

{6} «Se oyen ascender los ruidos de la calle». Así lo expresa el propio Hitchcock en la famosa serie de entrevistas que concede a François Truffaut: El cine según Hitchcock, trad. Ramón G. Redondo, Alianza, Madrid 2007, pág. 173.

{7} Cfr. «Catholicism» en Thomas Leitch, The Encyclopedia of Alfred Hitchcock, Facts On File, Nueva York 2002, pág. 52.

 

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