Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 72 • febrero 2008 • página 7
¿Cómo defender la causa de la inercia?
Pierre Sansot, Del buen uso de la lentitud
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Parsimonia, liberalidad y dadivosidad
La ética –o, mejor, la ética del contento, según la terminología y la perspectiva que vengo sosteniendo a propósito de los asuntos prácticos– aspira a la emergencia y sostenimiento de la vida buena, ¿Qué otra cosa significa ser continente, una de las expresiones de dicha ética, sino saber contenerse y mantenerse dentro de los límites de la virtud?
La virtud de la continencia extiende su área de acción dentro de los márgenes de la prudencia, compartiendo así la atmósfera de la moderación y la templanza, esto es, de la parsimonia, en particular si, siguiendo en este punto a Nicolás Maquiavelo, apreciamos el beneficio de tal afecto por aquello que evita más que por lo que procura.
Ciertamente, Maquiavelo se refiere a la parsimonia en términos de virtud política.{1} Ahora bien, tal concepto, según creo, tiene asimismo repercusión e influjo en el campo de la ética. Estimo no falsificar ni violentar con esta ampliación significativa el enfoque maquiaveliano, en todo caso siempre bien dispuesto a dotar de autonomía los ámbitos de la ética y la política.
Sea como fuere, lo que ahora nos interesa es ocuparnos de un tema sobre el que ya dejó sentenciado un compatriota de Maquiavelo, el gran compositor Claudio Monteverdi, un bello proverbio: «il presto con il bene, insieme non conviene»
Individuo parsimonioso es aquel que se aplica a la acción que le aprovecha merced al control de opiniones y pasiones, sin dejarse dominar ni seducir por unas ni por otras, tampoco por las situaciones que con facilidad se tuercen en provocaciones y bravuconadas. Parsimonioso es, en breve, quien procura no actuar con prisa, ni a prisa. No es aquel que se toma todo el tiempo del mundo para asumir su tarea (éste sería más bien un perezoso, un remolón, un profesional del arte de lo dilatorio), sino quien en su quehacer controla los tiempos, sabiendo que no es eterno ni señor de las horas, pero sí responsable de sus actos.
He aquí un proceder, por cierto, del agrado de Baltasar Gracián: «A muchos les sobra la vida y se les acaba la felicidad; malogran los contentos, que no los gozan.{2}
Resistir el envite de la premura y el apremio es un proceder éticamente correcto – lo cual, sin embargo, no está reñido, aunque pueda sorprender a primera vista, con la diligencia y la vivacidad–, todo lo contrario de cómo caracterizamos la actuación estética, hacia la cual son atraídos los sujetos proclives a la ostentación y la dadivosidad, rasgo peculiar del dandi, si atendemos ahora a la descripción que de estas maneras llevó a cabo Søren Kierkegaard, cuando retrató conceptualmente al hombre del estadio estético, al seductor, al Don Juan, o sea, a aquel que no vive para sí, sino para los demás, peculiar manera de dar satisfacción a su deseo (por lo general, insaciable).
La caracterización tipológica del individuo esteta, opuesta a la del héroe moral, la describió Kierkegaard con gran pormenor en su obra Enten-Eller (O lo uno o lo otro){3}, de donde entresaco la siguiente cita especialmente valiosa para nuestro objetivo:
«Comparado con los que persiguen la satisfacción, estás satisfecho, pero, de lo que más satisfecho estás, es del absoluto descontento.»{4}
En esta pose reconocemos la clase de liberalidad que caracteriza al esteta, la liberalidad del dadivoso, tan desprendida que estimula el exhibicionismo, cuando no la temeridad del malgastador, al que no reconocemos por gastar mucho o con genuina generosidad, sino por gastar mal. Un tipo de liberalidad bien distinta de la liberalidad del liberal, inclinado al espíritu ahorrador y a la conducta sobria. Con todo, para el liberal, la libertad es concepto más preciso y valioso que el de liberalidad.
Habitualmente, el filántropo – entre otras versiones del altruista – malgasta (derrocha) los dineros y los días de los otros, no los propios. Por eso alardea de ser tan desinteresado… Como el pródigo no suele coincidir con el próvido, así tampoco el munificente se parece al autosuficiente.
Tampoco confraterniza mucho Benedicto de Spinoza con la noción genérica de liberalidad. En la Ética, el filósofo de Ámsterdam pasa, en efecto, sobre la noción sin prestarle mucho interés ni concederle mérito. Se trata, dice, de una virtud que «conquista a los hombres, y principalmente a aquellos que no tienen medios de procurarse lo que necesitan para subsistir.» (Ética, IV, capítulo 17), de un género de bondad, en suma, elementalmente receptora, de beneficencia, apreciada más por aquellos que reciben que por los que dan. Henos, por consiguiente, ante una virtud muy devaluada, y de competencia más viable y provechosa en política que en moral.
La beneficencia y el cuidado del menesteroso son asuntos que competen, en cualquier caso, a la sociedad en su conjunto – o a las organizaciones en las que se estructura –, y no tanto al individuo moral. En consecuencia, tales empresas pertenecerían más a la jurisdicción de la «salud pública» y del «interés común», más a la moralidad, que a la perspectiva de la ética, de la salvación personal, en términos de Spinoza.
¿Generosidad? ¿Esplendidez? ¿Filantropía? Dejando sentado que «un solo hombre no tiene bastante capacidad para hacerse amigo de todos» (Ética, IV, capítulo 17), a la ética le interesa primordialmente y antes el cuidado de sí mismo, o sea la propia salud{5}, que el bienestar general o la felicidad común (comúnmente compartida). Estas circunstancias vienen, si vienen, como consecuencia – no determinista, pero sí determinante – de aquélla, de la primera. Spinoza no desatiende ni desprecia la perspectiva social del caso, pero cuando lo atiende, deja claro que para entonces ya no nos movemos en el continente de la ética, sino en los dominios de lo político, en la circunscripción de la polis.
El parsimonioso, entonces, frente a la liberalidad del desprendido y acelerado, actúa, ciertamente, mas lo hace de manera lenta y calmosa, serena, ensimismada. No puede ser de ninguna de las maneras un activista ni un propagandista, porque le contiene su ser reflexivo. No se confunda aquí la dilación con la indolencia, ni el ser sosegado y meditabundo con los modos del cachazudo o del flemático. Si el parsimonioso evita el desprendimiento, ello es debido a que resiste la amenaza de la precipitación, una afección que tanto acelera el pulso como el ánimo. Si se frena ante el primer impulso, lo hace con el objeto de no sobrepasar los confines ni los beneficios de la existencia tranquila.
Ursula Wolf ha recordado no hace muchos años que Séneca demarcó hace muchos siglos la línea que separa la mesura y la parsimonia de la indolencia y la desgana:
«No hay que interpretar, por otra parte, la tranquilidad de ánimo como un completo haberse liberado de los afectos e impulsos; pues de ello se seguiría lo que Séneca llama taedium o fastidium vital, una especie de aburrimiento o hartazgo de la vida (De Tranq. An.2 [15], 3 [1]. Se trata más bien de una actitud flexible (facilis) con respecto a los afectos, esto es, de ligarse a fines y propósitos con una intensidad mesurada que esté entre la obstinación (pertinacia) y la frivolidad (levitas)» (De Tran. 14 [1].){6}
Marco Aurelio, por su parte, concibe la parsimonia, no tanto como una virtud, cuanto como un hecho o una (buena) costumbre, una manera de comportarse natural próxima a la moderación. Entiende que con ella huimos de toda falsa nota, o diríase hoy, a la manera campechana o castiza, de dar la nota. La parsimonia pertenece, por tanto, al ámbito de la mesura y la contención de las pasiones. Gracias a este proceder, el hombre se mantiene, contenido, dentro de los límites que le marca la naturaleza.
El ajustamiento a la naturaleza es, como se sabe, máxima principal del filósofo y emperador romano, que aprendió de sus mayores, especialmente de su amado tío político y padre adoptivo Antonino Pío, en quien apreciaba en particular el gusto por las formas austeras y sencillas, sea en la vida privada como en el ejercicio de la política, tanto más si se las compara con las de sus predecesores, Nerón y Calígula, e incluso con el Adriano de los banquetes colosales en su villa de Tívoli.{7}
2
Akrasía y continencia moral
Con anterioridad a las Meditaciones de Marco Aurelio, Aristóteles había distinguido con claridad las virtudes inherentes al modo de actuar continente frente a las desventuras y desmesuras del proceder incontinente. Con ello dotó a la ética de una base conceptual firme que permitiera al hombre ser capaz de descubrir y apreciar el valor del poder –o sea, de la potencia– en la acción generadora de bienestar. Y es que poder o potencia en la ética de la aquí estamos hablando significa dominarse más que dominar. Su opuesto conceptual es la akrasía, el estado en que se encuentra un individuo carente de poder o fuerza, y, por tanto, «desnaturalizado».
La akrasía revela en el individuo un comportamiento desbordado, razón por la que se la asocia con la costumbre de la incontinencia. El ser humano incapaz de dominarse y de frenar sus pasiones no demuestra con ello fuerza ni potencia, sino agresividad y ansiedad –cuando no bestialidad–, unas presiones que, inevitablemente, desgarran y hieren. En Ética Nicomáquea (VII-3, 1150a), Aristóteles sitúa a la incontinencia junto a las otras dos condiciones morales que deben evitarse: el vicio y la brutalidad: «La condición de la animalidad no es tan mala como la del vicio, aunque es más terrible.»{8}
El filósofo español Aurelio Arteta ha llevado a cabo, en fin, una lectura de estas consideraciones de Aristóteles que, por lo próxima a la que aquí sostenemos, no puedo por menos que consignar:
«Virtud y vicio moral tienen que ver con las cosas agradables y desagradables (EE II, 1-1; GE I, 6 y 8; II, 7) y resulta imposible concebir la virtud o el vicio al margen del contento o la tristeza adheridos a las conductas de que hablamos. Todo lo contrario: su virtud o su vicio estriban justamente en «el complacerse y contristarse bien o mal», es decir, en experimentar la alegría o la tristeza cuando y como es debido o en su término medio.» (EN II, 3.){9}
Pero, no tengamos prisa por saberlo o decirlo todo hoy. Reservemos fuerzas para el mañana, o para ser más precisos, para el mes próximo, donde daremos a conocer la segunda parte del presente ensayo.
Notas
{1} Nicolás Maquiavelo escribe explícitamente acerca de la parsimonia como virtud política en El Príncipe, § XVI, «De la liberalidad y la parsimonia» (Maquiavelo, 1997). Por su parte, B. de Spinoza se ocupa de la noción de liberalidad en la Parta Cuarta de la Ética. Sobre los beneficios de la parsimonia o arte de ir despacio en política, puede verse asimismo Jon Elster, Ulises desatado. Estudios sobre racionalidad, precompromiso y restricciones, Gedisa, Barcelona 2002, págs. 155 y pass.
{2} Baltasar Gracián, Obras completas (2 Vols.). Biblioteca Castro, Turner, Madrid 1993, vol 1, pág. 257.
{3} El texto de Søren Kierkegaard que aquí cito, Estética y ética en la formación de la personalidad. Editorial Nova, Buenos Aires 1955, corresponde a la traducción española de uno de los llamados «papeles de B», es decir, la carta dirigida a A titulada «El equilibrio entre lo estético y lo ético en la composición de la personalidad», que forma parte del volumen B de su Enten-Eller (1843).
{4} Søren Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la personalidad, op. cit., pág. 65.
{5} Primar la vida buena en la ética del contento significa ocuparse de la salud, cuidarse y mejorarse, no tanto porque (o cuando) uno se sienta enfermo cuanto porque necesita supervivir, que es concepto más intensamente moral que el biológico, aunque no por ello menos importante, «sobrevivir».
{6} Ursula Wolf, La filosofía y la cuestión de la vida humana. Síntesis, Madrid 2002, pág. 116.
{7} Marco Aurelio caracteriza la parsimonia en la semblanza que hace de Antonino Pío en el libro I de las Meditaciones, de quien alaba su talante: «El celo por conservar los amigos, sin mostrar nunca disgusto ni loco apasionamiento. La autosuficiencia en todo y la serenidad.» (Marco Aurelio, Meditaciones, I, 16, Gredos, Madrid 1994, pág. 53.
{8} Aristóteles, Ética a Nicómaco. Edición bilingüe y traducción de María Araujo y Julián Marías. Introducción y notas de Julián Marías, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1989, pág. 111.
{9} Aurelio Arteta, La virtud en la mirada. Un ensayo sobre la admiración moral, Pre-Textos, Valencia 2002, pág. 295.