Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 71, enero 2008
  El Catoblepasnúmero 71 • enero 2008 • página 9
Filosofía del Quijote

Estructura narrativa
y personajes principales del Quijote

José Antonio López Calle

La construcción de don Quijote, Dulcinea y Sancho Panza

Don Quijote, Dulcinea y Sancho Panza

El Quijote es a la vez una sátira de los libros de caballerías y un remedo de ellos. Ahora bien, el principio que parece guiar a Cervantes en la composición de su magna obra es el de que mayor será el efecto paródico cuanto más se imite la propia estructura narrativa y otros elementos de este género literario. De ahí la que pudiera parecer sorprendente semejanza entre el uno y los otros.

Nada más abrir el libro se advierte la intención satírica y paródica del autor, no sólo por la declaración expresa de éste antes citada, sino también por los poemas burlescos firmados por héroes fabulosos, como Amadís de Gaula, de los libros de caballerías que precisamente se persigue parodiar. Más adelante, al analizar el remedo burlesco por parte de Cervantes del estilo de las novelas de caballerías, volveremos sobre estos poemas. Todos los elementos compositivos de la obra denuncian esa intención: la estructura narrativa, la construcción de los personajes principales, las aventuras, el estilo literario y el heroísmo quijotesco, que pasamos a analizar seguidamente desde la perspectiva de la interpretación del Quijote como novela cómica y paródica. En este estudio nos ocupamos sólo de los dos primeros.

La estructura narrativa

La acción o trama de la novela se puede resumir en pocas palabras: el protagonista, enloquecido por la lectura de libros de caballerías, se cree un caballero andante, que lo en ellos relatado es verdad histórica y que, siendo posible restaurar en los «calamitosos» tiempos presentes los ideales caballerescos, decide lanzarse al mundo en pos de aventuras con el fin de hacer prevalecer en él la justicia, la bondad y la paz; pero, tras un sinfín de avatares, de los que normalmente sale golpeado, burlado y humillado, regresa finalmente derrotado a su aldea donde enferma gravemente, recupera la cordura, hace testamento y muere cristianamente.

Se trata de una novela de viajes o itinerante, al igual que lo habían sido los libros de caballerías, en los cuales los héroes constantemente salen por campos y bosques, acompañados de sus escuderos, en busca de aventuras. Tres son los viajes o salidas que emprende don Quijote, cada uno de lo cuales tiene su propio itinerario y serie de peripecias, pero todos ellos, lejos de realizarse por tierras lejanas y exóticas, un tanto fantásticas, tienen lugar por un espacio geográfico real, España, por su zona central y nordeste, concretamente por la Mancha, Aragón y Cataluña. En realidad, el itinerario definitivo de cada salida no está prefijado de antemano; don Quijote se pone en marcha sin rumbo fijo, guiado sólo por la misión caballeresca de instaurar la justicia en el mundo que ha asumido. Es más, a imitación de los caballeros andantes de los libros de caballerías se deja conducir por donde su caballo decida tirar: «Prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras» (I, 2, 35). Únicamente en la tercera salida el hidalgo manchego se marca una meta: participar en las justas de Zaragoza, destino que luego sobre la marcha alterará para dirigirse a las justas celebradas en Barcelona por san Juan, pero el camino que va a conducir a la pareja inmortal hasta la capital aragonesa en parte es resultado del albur, con un amplio giro por la Mancha oriental antes de emprender una ruta más derecha hacia Aragón.

La primera salida, iniciada al amanecer de un caluroso mes de julio y de apenas unos días de duración, tres concretamente, la más corta de las tres, conduce a don Quijote por el área de la Mancha próxima a su lugar de origen y regresa vapuleado a casa tras ser recogido por un vecino suyo, Pedro Alonso. En esta primera salida todavía no le acompaña Sancho Panza. La estructura de este corto viaje, con su salida y vuelta derrotado de sus primeras empresas caballerescas, prefigura la estructura de sus otros viajes, de más larga duración.

La segunda salida, que va a durar unos dos meses, transcurre por los campos de Montiel, desde donde, tras la aventura de los galeotes, para no ser apresados por los cuadrilleros de la Santa Hermandad, huyen a Sierra Morena y desde allí regresan de nuevo a su aldea, esta vez enjaulado. En esta segunda salida le acompaña ya Sancho Panza, su escudero, que ya no le abandonará, sino que estará presente en todas las peripecias hasta el final y cuyas conversaciones interminables constituyen uno de los muchos grandes aciertos que adornan la novela y al mismo tiempo le permitirán al autor trazar un contraste entre la locura idealizadora de don Quijote y la mayor sensatez de Sancho, auque no se debe olvidar que Sancho se cree desde el principio, y así lo creerá durante toda lo novela, que su amo es realmente un caballero andante, y también se cree muchas otras ficciones de los libros de caballerías, no por locura, como su amo, sino por simplicidad y credulidad. Estas dos primeras salidas se relatan en la primera parte del Quijote.

En este segundo viaje tienen un papel central las ventas, que don Quijote toma por castillos: la primera de ellas, porque allí se realiza la ceremonia de armarse caballero; pero es especialmente importante la segunda, la de Juan Palomeque, porque en ella suceden episodios importantes, porque desde ella parten el héroe y su escudero en busca de nuevas aventuras, porque a ella regresan después de la expedición a Sierra Morena, porque de ella parten con el héroe enjaulado sobre un carro tirado por bueyes hacia su aldea acompañados de un cortejo de personajes y finalmente porque en ella convergen varias historias que se entretejen con la narración principal en torno a nuestro héroe: las historias de Cardenio y Luscinda, de don Fernando y Dorotea, la de don Luis y Clara, de carácter sentimental, la historia del cautivo, que contiene muchos elementos autobiográficos del propio Cervantes, y además en la venta se lee la novelita sentimental, de corte italiano, El curioso impertinente. Es verdaderamente asombrosa la maestría narrativa del autor que consigue conducir con brillantez y naturalidad todas esas historias al compás de la trama principal, con la cual se integran sin mayor dificultad.

El tercer viaje discurre por la zona oriental de la Mancha, entre Albacete y Cuenca, y desde allí, luego de haber descendido hasta las lagunas de Ruidera, para visitar la cueva de Montesinos, emprenden viaje hasta Zaragoza, con la excusa de que allí se van a celebrar unas justas, en las que piensa participar don Quijote, pero, habiéndose enterado en una venta, antes de entrar en la ciudad, de la circulación de una segunda parte apócrifa de su historia en la que se afirma que él ha entrado en Zaragoza, decide no entrar en la ciudad para así desautorizarla y cambiar su itinerario dirigiéndose a Barcelona, para luego regresar, una vez derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, en realidad su paisano Sansón Carrasco, a su aldea y allí morir en paz, no sin antes recobrar la cordura y abjurar de sus andanzas caballerescas y de los libros de caballerías. Esta tercera salida se narra en la segunda parte del Quijote y transcurre durante el verano de 1614.

Si en la segunda salida es una venta el lugar en torno al cual se organiza la sucesión de episodios, en la tercera salida, la más larga de las tres y que ocupa gran parte de la segunda parte del Quijote, a partir del capítulo octavo, ese papel lo desempeña el castillo de los Duques, cerca de Zaragoza, donde transcurren la mayoría de las aventuras de nuestro noble hidalgo y su escudero (II, 30-55) y de donde ambos saldrán, no vapuleados y molidos físicamente, como solía ocurrir en la primera parte, sino torturados psicológica y moralmente.

Como se ve, cada salida lleva aparejado el retorno al punto de origen, lo que ha llevado a algunos cervantistas, como Joaquín Casalduero (Sentido y forma del Quijote, Visor libros, pág. 15) a hablar de la composición circular de la novela. El argumento ciertamente es circular, pues se reduce a contarnos la salida del hidalgo manchego de su aldea en pos de aventuras y su vuelta al hogar derrotado tras fracasar en cada una de sus tres salidas al mundo. Pero esta estructura circular de la novela no tiene nada que ver con el significado metafísico que Casalduero quiere atribuirle, pues en esa forma circular del argumento pretende ver nada menos que la expresión de la idea del Destino, de manera que en la primera salida ve ya, aunque de forma esquemática, pero menos metafísica, el destino de don Quijote en su totalidad.

En realidad, la forma circular de la novela no es sino un remedo de las novelas de caballerías, que se caracterizaban por esta configuración. Ya en la literatura artúrica se detecta este esquema: Lanzarote, una vez convertido en caballero de la Mesa Redonda, realiza una serie de salidas y retornos que tienen como centro la corte del rey Arturo. En las dos cumbres del género caballeresco español la presencia de la forma argumental circular es harto manifiesta. En el Amadís, paralelamente a Lanzarote, el héroe, luego de incorporarse como caballero a la corte del rey Lisuarte, emprende múltiples viajes aventureros que tienen la corte real como punto de salida y de retorno. En cuanto a Tirante el Blanco su composición circular no puede ser más impecable y a la vez más compleja que en los casos precedentes. Toda su trama argumental se desenvuelve en tres círculos encadenados de amplitud creciente tanto en extensión como en la calidad de las aventuras y cuyo centro se desplaza de lugar: el primer círculo tiene como foco su tierra natal, la Pequeña Bretaña, a la que regresa después de su exitosa campaña como caballero en las fiestas organizadas con ocasión de la boda del rey de Inglaterra; el segundo círculo tiene como centro Sicilia, a donde retorna tras su campaña norteafricana en compañía del rey de Francia; y el tercer círculo está centrado en Constantinopla, donde Tirante llegará al apogeo de su gloria, luego de haber conquistado el norte de África y recobrar el Imperio griego y presentarse ante el palacio imperial de la capital como un héroe victorioso.

En los libros de caballerías el regreso al punto de origen del círculo tiene el sentido de reconocer, honrar y festejar al caballero heroico por sus victorias. En el Quijote su organización circular posee un sentido burlesco de las novelas de caballerías. La humillante vuelta del hidalgo, vapuleado, por la noche y cargado sobre un burro en su primer viaje; el regreso enjaulado como fin del segundo viaje; y el retorno, derrotado en su tercera y definitiva escapada, por un camino en el que no la van a faltar nuevas humillaciones, no son sino una imitación satírica de los solemnes y fabulosos retornos de los héroes caballerescos, recibidos con todos los honores y destinatarios de toda suerte de agasajos.

Se ha dicho, por ejemplo por Juan Valera y Martín de Riquer, entre otros, que la trama del Quijote es inexistente o que carece de unidad. Esto es cierto en el sentido de que no hay un comienzo, un desarrollo y un desenlace o final exigido por el curso de la acción. Pero éste no es un rasgo singular de la novela cervantina, sino común a los libros de caballerías. Como en éstos, la única unidad que la acción narrativa posee viene dada por el hilvanamiento de los sucesivos episodios en torno a la figura del héroe y su inseparable escudero.

Es costumbre en los libros de caballerías recoger en un epígrafe al comienzo de cada capítulo a modo de resumen un adelanto de la principal aventura o peripecia que se va a relatar, aunque a veces se cuentan también otras no anunciadas en aquél expresamente, sino vagamente sugeridas, sin duda con la intención de sorprender al lector con algo inesperado. Cervantes va a imitar ambos procedimientos, aunque al primero le imprimirá un toque burlesco; en cuanto al segundo, a veces dedica todo un capítulo a contarnos una única aventura, como, por ejemplo, en la de los batanes y en otras ocasiones nos cuenta varias en un solo capítulo. Así, por ejemplo, en el capítulo octavo de la primera parte se nos anuncia el relato de la aventura de los molinos, pero asimismo se nos cuentan la de los frailes de san Benito y la del vizcaíno, que se queda a medias, anunciadas con la expresión imprecisa de «otros sucesos dignos de felice recordación».

Pero los episodios (ocupen uno o varios capítulos, sean anunciados con precisión o vagamente señalados para crear una atmósfera de misterio) o, como los llama Cervantes no sin ironía, aventuras, son independientes unos de otros, de manera que pueden leerse salteadamente o como unidades aisladas sin pérdida de sentido, pues cada uno lo tiene por sí mismo. Esto da un carácter al Quijote de novela abierta que deja en libertad al autor de multiplicar sin límites fijos las aventuras del héroe y su escudero y de insertar toda suerte de contenidos, religiosos, éticos, morales, políticos, filosófico-mundanos, &c., que imprimen al Quijote el aspecto de novela total, que le permite reflejar la totalidad de la vida humana y de la realidad española de su tiempo, y de ahí también su capacidad de provocar tan variado espectro de interpretaciones.

Nos parece importante una observación acerca de la manera de introducir a Sancho en la trama novelesca. Se ha comentado, por ejemplo por Martín de Riquer (Aproximación al Quijote, Editorial Teide, p. 54), la habilidad de Cervantes en hacer entrar en escena a Sancho en la segunda salida, después de haber sido armado caballero don Quijote en la primera, en la que salió en solitario. Pues si Sancho hubiese estado en la venta donde se organizó la farsa de armar caballero a don Quijote, pues no lo armó un caballero sino el ventero, que don Quijote toma por alcaide de un castillo, se habría dado cuenta del engaño y de que su futuro señor no es en realidad caballero, y creer que lo es es necesario para que sea verosímil que Sancho lo siga como escudero.

Aunque interesante, no nos convence esta sugerencia, y pensamos que sigue habiendo un punto de inverosimilitud en que Sancho siga a don Quijote sin percatarse del engaño. Recordemos que es convecino de don Quijote, que se conocen desde siempre y, por tanto, sabe que es un hidalgo pobre y cualquier persona de su época, aunque fuese analfabeta, como lo era Sancho, sabía perfectamente que un hidalgo pobre no podía ser, de acuerdo con las reglas de la caballería, un caballero.

De hecho, la propia sobrina de don Quijote, seguramente tan analfabeta como Sancho y harto consciente de la locura de su tío, al comienzo de la segunda parte le reprocha vivamente la imposibilidad de poder ser caballero siendo hidalgo pobre:

«¡Que sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si fuese menester en una necesidad podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que con todo esto dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es... caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres...!» (II, 6, 591) (Citamos siempre por la edición del Quijote preparada por Francisco Rico para Ediciones Santillana, 2005).

Por tanto, hubiera sido más verosímil la ficción si Cervantes le hubiese adjudicado como escudero a alguien de otra procedencia que no conociera a don Quijote.

La construcción de don Quijote

Basta con leer el célebre primer capítulo del Quijote para darse cuenta de la intención satírica de autor. En la manera como nos traza la figura de don Quijote cualquiera puede adivinar la intención de hacernos reír. Los datos que se nos proporciona sobre el protagonista y los complementos que forman parte de su construcción, como la armadura, el caballo, la dama de sus amores, el escudero, denuncian el carácter paródico que envuelve la arquitectura de la novela.

Ya el propio nombre «Quijote» tiene una connotación cómica, pues el sufijo –ote tiene un matiz ridículo. Y la denominación completa «don Quijote de la Mancha», remedo de las denominaciones rimbombantes de los libros de caballerías, constituye ya un primer golpe a éstos: no se sitúa aquí la acción en tierras lejanas y extrañas, normalmente frondosas y boscosas, como en el Amadís, sino en una región española bastante familiar para casi todos, por el contrario, árida y seca, en la que las florestas de que tanto se habla en aquellos son una rareza y en la que no sucedía nada extraordinario, sino sucesos anodinos. Enterado el lector de que el protagonista es un hidalgo pobre, acabará descubriendo también que el uso del tratamiento de «don» es no menos burlesco, pues los hidalgos pobres no tenían derecho a usarlo y el arrogarse ese derecho denotaba, en la época, un afán de aparentar una posición social por encima de sus aspiraciones.

El aspecto físico del personaje también denuncia la misma intención. En vez de un protagonista joven, esbelto, apuesto y hermoso que con sólo mirarlo despierta suspiros en las damas, tenemos ahora uno, que aunque alto, es casi viejo (frisa en los cincuenta años), feo y extremamente flaco, tanto que las quijadas, como describe el propio autor despiadadamente, se besaban la una con la otra (II, 31, 786-7). Su figura, con sólo verla, despertaba la risa, como les sucede a las doncellas de los Duques, que tienen que contenerse para evitar reventar de risa en su presencia.

Si encima lo vemos vestido con una armadura arcaica, el efecto cómico pasa ya a ser desternillante. Don Quijote, decidido a convertirse en caballero andante, no encuentra otra que ponerse que la de unos bisabuelos. Una vez que salga de esa guisa ataviado, la gente se quedará admirado ante su aspecto grotesco, extravagante, pues tenía la apariencia, para una persona de comienzos del XVII, de un caballero de fines del siglo XV, de la época de la guerra de Granada, y aun de antes, quizás de mediados de ese siglo, si es que el bisabuelo al que pudo pertenecer la armadura debió de ser Gutierre Quijada, un caballero de los tiempos del reinado de Juan II de Castilla (1406-1454), del que don Quijote confiesa descender por línea directa de varón (I, 49, 507).

No menos cómico es su caballo Rocinante, cuyo nombre es ya una invitación a la risa. En vez de un esbelto, joven, sano, fuerte y veloz corcel sobre el que cabalgaban los caballeros de las novelas caballerescas, el hidalgo manchego monta sobre un viejo rocín, bajo, escuálido, plagado de mataduras o llagas (más adelante se añadirá que está también consumido por la tisis) y débil, al que ya se le atraganta la carrera y, por tanto, inapropiado para las empresas guerreras en las que piensa participar. No obstante, al noble hidalgo le parece el mejor caballo del mundo, al que ni Bucéfalo de Alejandro ni Babieca del Cid le igualan. Nótese que el caballo matalón de don Quijote, con su mala traza, viene a ser un eco de la mala figura del hidalgo y que las cualidades físicas de éste se corresponden en réplica casi exacta con las del animal, salvo en la altura, ya que éste es de poca alzada. Pero hasta esto parece pensado para producir un efecto de hilaridad: imaginemos la cómica escena del larguirucho don Quijote a caballo sobre un animal bajo.

En cuanto al aspecto psíquico del personaje, hay dos notas fundamentales que merecen destacarse en relación con la elaboración de don Quijote como personaje paródico. En primer lugar, hay que referirse, por supuesto, a la bien conocida locura que le caracteriza. Para nuestros fines, no importa saber qué clase de enajenación mental le aquejaba desde el punto de vista de la psiquiatría actual, por lo que dejamos este asunto de lado. Para nuestros fines nos basta con conocer los datos que el autor nos da sobre los rasgos de la locura quijotesca, no importa cuál sea el mejor diagnóstico psiquiátrico actual sobre ella, para determinar su función en la construcción de la novela como obra burlesca de los libros de caballerías. Lo primero que hemos de destacar, a este respecto, es que la locura del hidalgo es en sí misma paródica, pues, al hacerle creer al hidalgo que en realidad es un caballero andante y que es posible restaurar en el detestable presente la misión de la caballería, se convertirá en una útil herramienta en manos del autor para satirizar a cada instante los más diversos episodios de la literatura caballeresca.

Pero esto no es todo. Si Cervantes se hubiera conformado con haber presentado de esta manera la locura quijotesca, no le habría sacado al personaje todo el jugo literario que finalmente le ha exprimido. Pero él le da una vuelta de tuerca más a la demencia del hidalgo, caracterizándola con un rasgo singular que le va a dar un enorme juego tanto en la construcción del personaje como en la confección global del Quijote. Nos referimos al carácter intermitente de su locura, de tal modo que a momentos de la más completa enajenación que le lleva a pensar, sentir y a actuar como un héroe caballeresco escapado de una novela, le suceden intervalos de lucidez en los que se comporta cuerdamente. Esta dualidad en el proceder de don Quijote sorprende a los personajes que tienen trato con él. Lo que llevará a algunos, como don Lorenzo de Miranda, a definirlo como un «loco entreverado, lleno de lúcidos intervalos»(II, 18, 684) y a otros a caracterizarlo como un «cuerdo loco» o como un «loco cuerdo», como Sancho en una carta a su esposa, recogiendo así, según reconoce él mismo, la opinión que circula por el castillo ducal acerca de su amo (II, 36, 832), o como ambas cosas a la vez , esto es, «un cuerdo loco y un loco que tira a cuerdo», según don Diego de Miranda.

Ahora bien, las fases de lucidez del hidalgo no funcionan de cualquier manera, sino que siguen una regla fija: su cordura sólo se manifiesta en los discursos y conversaciones del personaje ajenos a los asuntos tocantes a los libros de caballerías y todo lo que tenga que ver con su misión caballeresca, pues en cuanto se rozan estas cosas, resurge de nuevo la locura. Este aspecto de la misma lo ha descrito magníficamente el cura, quien intentando poner al corriente a Dorotea y a Cardenio sobre le género de locura que se ha adueñado del hidalgo, dice así:

«Fuera de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le tratan de otras cosas discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo; de manera que como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento.» (I, 30, 309)

A la misma conclusión llega don Diego de Miranda, padre de don Lorenzo, tras un proceso, perfectamente descrito por el autor, que abarca dos fases: en la primera, luego de ver la delgada figura de don Quijote con sus armas, a caballo sobre su viejo rocín tan macilento y de presentarse ante él con un discurso en que hace una apología de su condición de caballero andante y de la misión que viene desempeñando como tal, así como de la veracidad histórica de los libros de caballerías, llega a sospechar que aquél no está en sus cabales; en la segunda, después de escucharle un juicioso discurso acerca de la educación de los hijos, la literatura y la sátira, por un lado, y de haberle visto, por otro lado, emprender a renglón seguido, en agudo contraste con lo anterior, la aventura de los leones, don Diego llega a un diagnóstico más certero sobre la naturaleza de la insania de don Quijote:

«En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo... Ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí: ‘¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le ablandaban los cascos los encantadores? ¿Y qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones?’» (II, 17, 677)

Y más adelante, se explica así ante su hijo:

«Le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos..., para decir verdad, antes le tengo por loco que por cuerdo.» (II, 18, 681)

Así, pues, la locura quijotesca tiene dos fases: una delirante, de carácter monomaníaco, en que los hechos, discursos y razones del hidalgo son disparatados, pero conciernen sólo a un único tema, a la obsesión por considerar los libros de caballerías como crónicas históricas y a considerarse y a actuar él mismo como un nuevo caballero andante que ha de seguirlos en todo como si fuesen la Biblia; y otra de lucidez, en que sus discursos, conversaciones y razones son discretos y concertados, siempre y cuando no se entre en su monotema. Ahora bien, conviene advertir que en los intervalos de lucidez, el sedicente caballero manchego no deja de estar loco, pues sigue creyéndose ser don Quijote y habla y razona manteniendo esta identidad, esto es, no habla y razona con la conciencia de ser Alonso Quijano. Por tanto, los intervalos de cordura se dan y presuponen la locura como rasgo de fondo del personaje, la cual no se anula nunca, hasta que en el capítulo final recupera total y definitivamente la sensatez.

La singularidad de la dualidad y del carácter monomaníaco del trastorno psíquico del protagonista es, en manos de Cervantes, un instrumento de gran fertilidad literaria. Al tiempo que le permite, en virtud de su delirio monomaníaco, someter a una chanza constante las novelas caballerescas, ridiculizando una y otra vez las pretensiones heroicas de don Quijote al verse pulverizadas en cuanto decide obrar según su dictado, le permite asimismo componer un personaje psicológicamente más complejo. Por otra parte, los momentos de sensatez del personaje le proporcionan una útil y versátil herramienta para componer discursos, diálogos, en que el ilustre hidalgo nos aporta comentarios y disquisiciones sobre los más diversos temas y elementos de la experiencia y existencia humanas. Esto hace que la magna novela cervantina, en correspondencia con la dualidad del desequilibrio mental de su protagonista, también tenga una dimensión dual, cómica y seria: cómica, en cuanto que los dichos y hechos del sedicente caballero andante se nos ofrecen como diatriba cómica contra la literatura de caballerías; seria, en cuanto que lo dicho por él en su tiempos de sensatez en forma de discurso o de diálogo con otros personajes hemos de tomarlo como enriquecedoras reflexiones que nos ilustran acerca de prácticamente todos los aspectos relevantes de la vida humana.

La otra nota fundamental del personaje que merece resaltarse es la de su ingenio, cuyas manifestaciones despiertan no menos admiración entre los testigos de las mismas que su peculiar locura. Junto con ésta, es, sin duda, el rasgo más definitorio de la personalidad del hidalgo. No en vano el propio autor en el título mismo de la obra lo presenta como el elemento determinante de la figura de don Quijote: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que en la segunda parte se mantiene cambiando tan sólo «hidalgo» por «caballero». Así que el ilustre hidalgo se caracteriza por estar dotado de un entendimiento ingenioso, esto es, creativo o inventivo. Al enloquecer, lo que pierde es el juicio, la capacidad de su entendimiento de discernir la fantasía de la realidad y de actuar ajustando el pensamiento a ésta, pero queda preservado incólume el ingenio de su entendimiento. Desde esta perspectiva, se puede ver a don Quijote, una vez desequilibrado por la intoxicación literaria de los libros de caballerías, como un ingenio sin juicio.

Ante esto, nuestra primera reacción ha de ser la de reconocer el talento de Cervantes en la construcción del personaje: parece querer compensar un grave defecto del personaje, su enajenación mental, con una gran virtud, la posesión de un buen ingenio. De otro modo, el personaje podría resultar demasiado simple. Por otro lado, el autor se traza una elevada meta artística: poner en movimiento a un personaje que en la expresión pública de su pensamiento llegue a ser creíble que realmente es ingenioso, meta que alcanza, sin duda, con creces. El ingenio se exhibirá con brillantez especialmente en los intervalos de lucidez del hidalgo en numerosas ocasiones con disquisiciones del mayor interés sobre gran parte de los asuntos más importantes de la vida, lo que constituye uno de los mayores encantos del Quijote. Pero también está presente en sus dichos y hechos como pretendido caballero andante, por más que vayan envueltos de locura. El ingenio es rasgo permanente del personaje, antes de enloquecer, durante la locura y después de recuperar la cordura, aun cuando, por razones obvias, sus mejores muestras tengan lugar en el periodo de locura.

Y bien, después de todo esto, cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver esto del ingenio con la elaboración del Quijote como una novela paródica y cómica? Pues todo. Esto estaba bien claro para los coetáneos de Cervantes, tanto letrados como iletrados, familiarizados con los libros de caballerías, a quienes forzosamente tenía que sorprender que la cualidad principal positiva de un aspirante a caballero andante fuese el ingenio, pues en ellos la cualidad por excelencia de éste, que de ningún modo cabe excusar, es la valentía. Por tanto, el calificar a don Quijote como ingenioso ya desde el título mismo de la obra no podía entenderse sino como algo irónico, impresión que el lector u oyente, en su caso, veía corroborada nada más leer o escuchar el prólogo, los poemas burlescos y los primeros capítulos en que ya observamos al personaje en acción. En aquéllos lo primero o lo que más se destaca de un caballero, cuando el narrador u otros personajes hablan de él, es su valor, no digamos si el caballero en cuestión es además el héroe protagonista de la novela. Así en el prototipo de la novela española de caballerías, el Amadís, su héroe principal es con frecuencia honrado por terceros, pues el héroe caballeresco es además humilde y nunca se elogiará a sí mismo, con el reconocimiento de su valor, arrojo y ardor en combates y batallas, y virtudes de la misma constelación, como fortaleza, bravura, tesón, esfuerzo, paciencia, &c. Cuando Oriana se atreve a equiparar el valor de Galaor con el de su hermano Amadís, es el propio Galaor el que en un breve, pero intenso elogio de su hermano, el que admite que ni él ni nadie iguala a su hermano en valor y demás cualidades heroicas, que su hermano posee en grado excepcional, pero la que más se pondera es la valentía, que además de exaltada, en tan poco espacio es dos veces mencionada:

«Mi señora tanto ay de la igualança y ardimento [= valentía] mío al de Amadís, como de la tierra al cielo; y muy gran locura sería de ninguno pensar de ser su igual, porque Dios lo estremó sobre todos cuantos en el mundo son, assí en fortaleza como en todas las otras buenas maneras que caballero deve tener.» (III, 66, 1001) (Citamos por la edición del Amadís de Cátedra, 2005, a cargo de Juan Manuel Cacho Blecua.)

Pero hete aquí que don Quijote, que se nos presenta él mismo como émulo de Amadís, su héroe predilecto, no se caracteriza por el valor, sino por su ingenio, cualidad que nunca se menciona hablando de Amadís. Esto no quiere decir que carezca de él, pues hasta da muestras de dotes literarias durante su penitencia en la Peña Pobre, pero ni es cualidad destacada en él en mención expresa ni en modo alguno se puede poner por delante del valor. Lo que sí se espera de él, además de la valentía como virtud suprema del caballero, es que tenga seso, esto es, un entendimiento juicioso; por eso otra virtud importante del caballero andante es la discreción, la cual le permite controlar y refrenar el ardor guerrero cuando sea menester, pues el combate y la guerra requieren el manejo de conocimientos además de arrojo y determinación.

Tampoco quiere decirse que don Quijote sea un cobarde, sino sólo que la valentía no es una cualidad destacable en él, por más que él se autocalifique de tal. Cuando Cervantes habla de él poniéndolo como valeroso lo hace siempre con evidente ironía, como en los episodios de los molinos de viento y de los batanes, cuyos respectivos epígrafes «Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento..», «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha» no ocultan la guasa del autor, quien en ellos de forma risible nos mostrará a un pretendido héroe que nos da muestras de locura y no de valor. Como veremos más adelante, don Quijote, aun cuando no es un cobarde habitualmente, dista, no obstante, de ser valeroso, y en determinadas ocasiones se porta como un cobarde. Ahora bien, puesto que es un loco, ni le podemos pedir cuentas por ser atrevido o temerario, más que valiente (por ejemplo, en la aventura de lo leones), ni por los momentos en que se viene abajo, como en la citada aventura de los batanes y en otras que ya examinaremos.

La construcción de Dulcinea

Un personaje fundamental, sin duda, en la trama es el de Dulcinea del Toboso, aunque curiosamente nunca comparece en escena. Don Quijote, ajustándose al modelo de los caballeros andantes, enamorados de una dama a la que se encomendaban antes de afrontar un grave peligro o desafío, por cuyo amor luchaban y a la que ofrecían sus victorias, decide hacer dama suya a una moza campesina del Toboso, llamada Aldonza Lorenzo,» de muy buen ver», según él, y de la que está secretamente enamorado, desde hace años, pero nunca se lo ha confesado. Sancho la describirá luego como una joven robusta, fortachona («Tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo») y laboriosa, entregada a las faenas de la cosecha, pero también con palabras equívocas que sugieren una dudosa moralidad («Tiene mucho de cortesana: con todos se burla»).

Pero la locura idealizadora de nuestro hidalgo la transformará en una hermosísima y virtuosísima dama de alta alcurnia y linaje, sin tacha alguna, objeto de conversaciones jocosas entre don Quijote y Sancho o con otros personajes. Don Quijote, imbuido del idealismo amoroso más enloquecido, entra en trance al retratarnos la belleza sobrenatural de Dulcinea:

Su hermosura es sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas (I, 13, 115).

Pero cuando el lector se encuentra con este retrato de la dama del caballero como paradigma de belleza, sabe que es puramente cómico, pues desde el primer capítulo está enterado de que en realidad quien ha inspirado la imaginación enfebrecida de don Quijote es una labradora aldeana. Y además esta descripción de la hermosura de Dulcinea se ve obligado éste a ofrecérnosla como respuesta a las hábiles preguntas de Vivaldo, quien enterado del género de locura del hidalgo y buen conocedor de los libros de caballerías, decide seguirle la corriente y ponerle a prueba pidiéndole con sutil ironía que le hable de la calidad y hermosura de su dama.

No se arredra don Quijote al hablar de la calidad y linaje de su dama: si en belleza es incomparable, su calidad es por lo menos de princesa y la razón de ello es tan pintoresca como que es reina y señora suya, y el linaje, si bien reconoce que no es antiguo, sino moderno, ello no es obstáculo para que pueda dar origen a la más ilustre descendencia. Si podemos ver en don Quijote un remedo burlesco del héroe caballeresco, particularmente de Amadís de Gaula, lo anterior invita a ver en Dulcinea una imitación no menos burlesca de la dama caballeresca, en especial de Oriana, la dama de Amadís. No es ninguna casualidad que en los poemas satíricos que preceden a la primera parte, sea Oriana quien loa, bien que jocosamente, la hermosura y virtudes de Dulcinea; por otro lado, el caballero manchego se refiere a su señora en numerosas ocasiones como «la sin par Dulcinea», que es un calificativo característico de Oriana.

Sin embargo, hay un pasaje, en que, en un intervalo de lucidez en medio de su locura, el propio don Quijote confiesa a Sancho que Dulcinea, de quien secretamente ha estado platónicamente enamorado, en realidad es una moza analfabeta e hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, con lo que viene a admitir que Dulcinea es una invención de su imaginación. Sancho no necesita oír más para saber que la hija de éstos no es otra que Aldonza Lorenzo, a quien su amo ha trasmutado en Dulcinea, a quien bien conoce y de la que nos da el retrato realista que arriba hemos resumido. Ante la confesión de su amo, el criado se queda estupefacto, pues hasta entonces, no sin alguna vacilación, se había tragado el cuento de Dulcinea, llegando a creerse que es una bella princesa de la que aquél está enamorado. Pero don Quijote, en un paso más de su lucidez, no sólo reconoce implícitamente que Dulcinea es una ficción suya, sino que es consciente expresamente del proceso de idealización y sublimación mediante el cual ha creado tal invención. Él es perfectamente consciente de que al transmutar idealizadamente a la rústica Aldonza en Dulcinea, la más alta princesa, prototipo de hermosura y virtud, no sigue sino los dictados de su imaginación, exactamente igual que hacen los poetas y demás literatos que se inventan, según su capricho, las Amarilis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, &c., con el fin de disponer de materia literaria y que tengan a sus autores por enamorados y que tienen valor para serlo. Poco importa que Aldonza, viene a decirnos el hidalgo, no sea hermosa, virtuosa y de elevado rango y linaje, pues él puede imaginársela como le dé la gana, y eso le basta. Como rúbrica de todo eso, vale la pena citar las palabras del propio don Quijote:

«Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo... Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así..., y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina.» (I, 25, 244)

Obsérvese el cambio de posición de don Quijote: en la conversación con el gentilhombre Vivaldo, en un estado de intenso delirio, demuestra importarle mucho la hermosura, calidad y linaje de su dama, a la que eleva, como hemos visto, a la altura de la belleza sublime, a la calidad de princesa y al linaje del de los Toboso de la Mancha, del que ni siquiera es mácula el que carezca de antigüedad, pues puede dar origen, según él, a la más ilustre prosapia de los siglos venideros. Ahora, en un paréntesis de cordura, nos dice, por el contrario, en una conversación sincera con Sancho, que todo eso de la belleza, virtud, rango social y linaje de Aldonza es cosa de su imaginación, una invención hecha a la merced de su capricho, y, en todo caso, lo del linaje no importa, pues lo importante es imaginarlo como uno quiera.

La conclusión importante que debemos extraer de todo esto es que la locura de don Quijote es en este punto, como en todos los demás, puramente literaria, lo que bien ha sabido ver Martín de Riquer (op. cit., págs. 89-90), puesto que confiesa que su Dulcinea es como las Amarilis, Dianas, Silvias, &c., de los poetas, igualmente fruto de la imaginación transfiguradora operada a partir de mujeres de carne y hueso.

Otra conclusión no menos relevante es que la introducción de este personaje femenino, ausente en la acción, pero omnipresente por referencias de terceros, permitirá a Cervantes burlarse, no del amor, sino de las exageraciones a que este impulso y sentimiento era sometido en la literatura caballeresca, inspirada por la doctrina del amor cortés. Es igualmente una sátira de la idealización exacerbada, casi divinización, a que se exponía la visión de la mujer en la literatura de caballerías.

Al trastornado hidalgo aún le faltan dos cosas para zambullirse en el mundo en busca de aventuras: ser armado caballero y un escudero. Nada más salir de su aldea se da cuenta de que no ha sido armado caballero y resuelve hacerlo en la primera ocasión que se le brinde, lo que ocurre nada más acercarse a un mesón que su loca imaginación confunde con un castillo y al ventero con su alcaide, quien, tras un remedo burlesco de la ceremonia de la vela de armas, lo arma caballero en lo que no es sino una burla de la ceremonia solemne de armar caballero, pues ni el ventero tiene autoridad para hacerlo, ya que no es caballero, ni don Quijote, de acuerdo con las reglas de la caballería, podía serlo por estar loco y ser pobre.

Así que una consecuencia importante de todo esto es que el protagonista de la novela ni siquiera en la ficción es un caballero: él cree serlo, pero realmente no lo es, de acuerdo con las propias reglas de la caballería, que, sin embargo, don Quijote en muchas otras ocasiones pretenderá y exigirá cumplir escrupulosamente. El efecto paródico de esto es tremendo, pues no es que don Quijote sea un caballero, que, habiendo enloquecido, decide salir al mundo en busca de empresas que acometer; es que ni siquiera, salvo en su delirante insania, es caballero, por lo que todo lo que haga está ya contagiado de intención burlesca.

Esto es lo esencial, pero también los detalles del episodio son paródicos. Lo son en general del ceremonial de armarse caballero los héroes andantescos, pero más en particular de la armazón de caballería de Amadís. Ello resalta más si cotejamos la narración de la armazón de caballería de don Quijote con la de la recepción de ésta por Amadís. Amadís vela las armas y es armado en la capilla de palacio; don Quijote en el patio de una venta; Amadís recibe la orden de caballería de su padre, el rey Perión; don Quijote de un ventero que tiene una pasado de maleante; durante todo el proceso de investidura, a Amadís le acompañan dos doncellas del más elevado rango, las princesas Oriana y Mabilia, que tienen un papel muy activo en la celebración; en la de don Quijote quienes intervienen son dos rameras, la Tolosa y la Molinera, a quienes toma por doncellas o damas principales. En fin, todo el proceso de investidura como caballero del hidalgo manchego es una farsa tronchante.

La construcción de Sancho Panza

Lo único que le falta ya a don Quijote para que el personaje esté completo es un escudero. Si un caballero andante necesita una dama, también necesita un escudero, que no va a ser otro que Sancho, un labrador pobre vecino suyo, al que se describe en una primera presentación, en parte positivamente, como un hombre de bien, en parte negativamente, como de muy poca sal en la mollera, pero a lo largo de la novela irá transformándose a través del trato con su señor mejorando su habla, sus modales y refinando su inteligencia. Más adelante se describirá a Sancho como gordo, barrigudo (de ahí el apodo de Panza) y bajo, con lo cual ya tenemos la clásica y cómica estampa de los dos personajes, el uno montado a caballo y el otro en un asno, opuestos a la vez físicamente y en montura, con lo cual se persigue sin duda un efecto risible.

El contraste entre ambos en muchos otros aspectos: el uno, noble, el otro un rústico villano; el primero culto, el otro analfabeto; el uno loco; el otro, aunque simple, más sensato; el primero, grave; el segundo, socarrón y gracioso; el uno, colérico y melancólico, el otro apacible y jovial, dará mucho juego a lo largo de la novela, permitiendo profundizar en el alma de ambos personajes, dar lugar a excelentes diálogos, pero también dará lugar a conflictos entre ellos en cuanto las fantasías caballerescas del primero entren en colisión con la vulgar realidad y lleguen los fracasos y los golpes. Aunque eso sí, Sancho, que decide acompañar a don Quijote, movido por la promesa que éste le hace de convertirlo en gobernador de una ínsula, siempre creerá, a pesar de su sentido común, que el hidalgo vecino suyo es realmente un caballero andante y que será capaz de cumplir su promesa.

En este punto es menester ponderar la revolución literaria que Cervantes lleva a cabo en el tratamiento del personaje de Sancho como escudero. En primer lugar, a diferencia de su condición plebeya, en los libros de caballerías el escudero es de origen noble, nunca un villano, en lo cual se mostraban como un fiel reflejo de la sociedad medieval. El mismísimo rey Arturo inició su formación como escudero antes de armarse caballero. Y el escudero de Amadís, Gandalín, es hijo de un caballero escocés, Gandales. En segundo lugar, los escuderos de los héroes caballerescos acompañaban a sus señores montados a caballo, a quienes incluso prestaban el suyo en caso de apuro cuando perdían el propio o éste quedaba herido. Hasta don Quijote, escrupuloso en la exigencia de ajustarse al canon de la literatura caballeresca y a la vez dispuesto a transigir cuando por el momento no encuentra manera de cumplir con ella, se da cuenta de que la montura de Sancho es una anomalía: «En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno a la memoria» (I, 7, 73). Y de que no es nada adecuada, sino más bien poco digna para el aspirante a escudero de un caballero andante, pero está dispuesto a aceptar que vaya montado en asno provisionalmente hasta que le arrebate el caballo al primer caballero descortés con que se tope. La introducción de un escudero villano y que lleva como caballería un asno tiene, sin duda, una función paródica del escudero caballeresco y la primera imagen de Sancho, tan imbuido de su nueva profesión, montado en su rucio, que nos transmite el autor no puede estar más cargada de ironía: «Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido» (Ibidem).

En tercer lugar y último, en las novelas caballerescas el escudero es una figura de escasa importancia, meramente auxiliar, que apenas participa de la acción. En cuanto el caballero andante se mete en una aventura, el narrador sólo presta atención a sus gestas, borrándose por completo la presencia del escudero, del que muchas veces el lector no es consciente de que esté siquiera ahí. Además, apenas habla con su señor, las conversaciones de Gandalín con Amadís son muy esporádicas, circunstanciales y limitadas; y algunos escuderos, como el de Galaor, no hablan nunca. En cambio, en el Quijote Sancho es una figura muy importante que está siempre presente en la acción, del que el narrador no se olvida nunca y al que vemos entregado a constantes y largas conversaciones con su amo, las cuales carecen de límites en las cuestiones que ambos pueden tratar; de hecho se tocan todas las cuestiones importantes de la vida humana. El propio don Quijote se da cuenta de este hecho llamativo del tanto platicar y lo comenta en la novela: «En cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que ningún escudero hablase tanto con su señor como tú con el tuyo» (I, 20, 186).

Don Quijote, Dulcinea y Sancho son, sin duda, los tres personajes principales de la novela, que constituyen una especie de trinidad o triángulo, en tanto están unidos por las relaciones que se tejen entre ellos. El amor platónico del primero por Dulcinea convierte a Sancho en intermediario entre ambos y a ella en objeto de pláticas en que colisionarán las imágenes opuestas que los dos se han forjado de la dama ausente; y la invención del encantamiento de ella por parte del criado repercutirá sobre don Quijote sumiéndole en un estado melancólico e, inesperadamente, sobre el propio Sancho, que, burlador burlado, tendrá que expiar el engaño del encantamiento con el castigo de los azotes para desencantarla, lo que dará lugar a conflictos entre ambos, pues mientras el amo desea que se propine lo antes posible los azotes para liberar de una vez a la dama de su encantamiento como tosca y rústica labradora, el criado no tiene prisa y no hace más que darle largas a su amo. Dulcinea va a ser un foco de tensiones entre ellos más que de armonía.

La evolución de los personajes

Finalmente, un comentario sobre la llamada evolución psicológica de los personajes. Unamuno hablaba de la quijotización de Sancho y de la sanchificación de don Quijote y Madariaga suscribe esta tesis y añade de su cosecha un amplio desarrollo de la misma, tesis en realidad anticipada por Benjumea, quien fue el primero en hablar de la influencia recíproca entre amo y escudero. Pero ni don Quijote se sanchifica ni Sancho se quijotiza. Si entendemos por evolución psicológica el cambio de alguna de las cualidades básicas de los personajes, no hay tal evolución, pues ambos mantienen hasta el final las cualidades que los definen desde el principio, o si entendemos por tal la adquisición de cualidades importantes que al principio no existían en el personaje o las contenía sólo de forma latente, tampoco la hay, ya que desde su entrada en escena los atributos básicos de los personajes están ya dados. Es más, el hidalgo no se modifica en nada hasta el final de su trayectoria como don Quijote y volver de nuevo a ser, si bien por escaso tiempo, Alonso Quijano, lo que ya perspicazmente fue advertido por Diego Clemencín en el prólogo a su edición del Quijote al señalar que desde el principio hasta el fin el carácter de don Quijote se conserva con igualdad, tanto en sus cualidades positivas (bondad, honradez, desinterés, cortesía, &c.) como en las negativas (exaltación, locura); y Sancho, sí se transforma, pero no en sus rasgos definitorios, sino en los accidentales.

En cuanto al primero, su locura entreverada y monomaníaca se mantiene inalterada de principio a fin; lo único que cambia, después de la derrota del caballero manchego en Barcelona, es la materia de su monomanía: sustituye los proyectos caballerescos por los pastoriles, lo que brinda al autor de paso la oportunidad de burlarse del género pastoril. Como el Caballero de la Blanca Luna (en realidad, Sansón Carrasco) le ha impuesto como castigo un año de descanso en su aldea, se le ocurre el proyecto pastoril, ya en el viaje de regreso a su lugar, justo al pasar por el prado donde contemplaron la representación de una fingida Arcadia, y le anuncia a Sancho su deseo de convertirse en pastores y de vivir, él llamándose Quijótiz y el criado, Pancino, a la manera de las novelas pastoriles, durante el tiempo que tiene que estar recogido (II, 67, 1061). Y de nuevo, ya en su aldea y ante su familia y amigos, vuelve con la idea de convertirse él, Sancho y sus amigos en pastores, lo que les deja pasmados al ver el nuevo derrotero de la locura quijotesca (II, 73, 1096) La sugerencia implícita en esto, por parte del hidalgo, es que el proyecto pastoril es transitorio, sólo durante el tiempo de forzosa permanencia en la aldea, pues algo hay que hacer y no parece don Quijote dispuesto a volver a su vida anterior de Alonso Quijano, por lo que no descarta, una vez cumplida la condición impuesta por Sansón Carrasco, volver a las andanzas caballerescas.

Es cierto que la locura caballeresca del hidalgo sufre algunos vaivenes. Al principio de la misma, va acompañada de desdoblamientos de personalidad. Nada más empezar el capítulo quinto de la primera parte, después de recibir una paliza y yacer inmóvil en el suelo, se pone a recitar el romance del marqués de Mantua y se figura ser, no don Quijote, sino uno de los personajes del poema, Valdovinos, uno de los doce pares de Francia, quien también pasó por un trance similar, al quedar herido tras ser derrotado en combate a manos de Carloto, sobrino de Carlomagno. Y apenas unos instantes más tarde, luego de ser socorrido por un labrador vecino suyo, Pedro Alonso, quien lo carga en un asno y lo conduce hasta su aldea, don Quijote cree ser el moro Abindarráez, un personaje de la novela morisca Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa, incluida en la La Diana de Jorge de Montemayor, con el que llega a identificarse por la semejanza que él ve entre su propio estado y los trances de Abindarráez durante su cautiverio. Y, al comienzo, del capítulo siete, en la batalla imaginaria que cree mantener con Roldán, sufrirá una nueva alucinación en que se figurará ser Reinaldos de Montalbán, otro de los doce pares de Francia. Nuestro héroe padece, pues, tres desdoblamientos de personalidad, pero, salvados estos desdoblamientos efímeros, nuestro héroe será siempre, a lo largo de toda la novela, don Quijote, con su locura entreverada y monomaníaca. Y obsérvese, de todos modos, que las alteraciones de personalidad sufridas por don Quijote no dejan de tener cierta coherencia en relación con el carácter caballeresco de su demencia, pues tanto los personajes carolingios como el moro son caballeros, de manera que no abandona el mundo caballeresco mientras pasa por estas alucinaciones.

Es igualmente cierto que la locura quijotesca experimenta una evolución en cierto sentido, pero, como vamos a ver, ello no afecta a los rasgos fundamentales de la misma, que en lo esencial permanece inalterada hasta que recobra la cordura. En la primera parte de la novela, la demencia del hidalgo idealiza transformando la realidad ordinaria según las fantasías caballerescas que rigen su mente: las ventas, rebaños de ovejas y Maritornes, la deforme y repulsiva ramera, se transforman en castillos, ejércitos y en una bellísima doncella respectivamente. En todos estos casos, sus sentidos van al unísono con su razón desquiciada: ésta corrobora lo que sus sentidos le dicen percibir. Sólo cuando el choque con la realidad o la contradicción con el testimonio de Sancho le obligan a rectificar, don Quijote no desmiente a sus sentidos, sino que recurre a la hipótesis de los encantadores malignos para mantener la veracidad de sus sentidos: los encantadores hacen mudanza de las cosas transformándolas en un sentido inverso al de su fantasía alocada: donde él eleva los molinos a gigantes de múltiples brazos, los perversos encantadores degradan inversamente los gigantes a molinos para engañarle y arrebatarle la gloria de la victoria, pero en su auténtica realidad los molinos son gigantes y su mutación en molinos es sólo un engaño. Así que la creencia en la magia de los encantadores no le hace dudar a don Quijote de la realidad de sus ensoñaciones caballerescas, sino que le permite bloquearlas manteniéndolas inmunes a la crítica.

En la segunda parte, salvo alguna excepción, su locura no idealiza convirtiendo la realidad vulgar en realidad caballeresca por elevación, sino que ahora percibe la realidad vulgar como tal, sin transformación caballeresca: las ventas, en efecto, ahora son percibidas como ventas y no como castillos, cambio que a Sancho le llamará la atención. Y lo que es más, hay episodios en que la locura quijotesca opera trastocando la fantasía caballeresca, verdadera realidad desde la perspectiva quijotesca, en realidad ordinaria por degradación, como acontece en el relato del encuentro con las tres labradoras del Toboso montadas en borricos, que por más que el escudero porfíe en que son tres bellas doncellas montadas en jacas, su amo sólo verá tres labradoras a caballo sobre tres borricos, y a la que Sancho se dirige describiéndola como reina de la hermosura e intentando engañar a su amo haciéndole creer que es Dulcinea, don Quijote la percibe, como lo que es, una moza tosca y fea. Pero el conflicto de sus sentidos con la ficción inventada por Sancho lleva al hidalgo, a diferencia de lo que hacía en la primera parte, a rectificar a sus sentidos para acomodarlos al engaño de éste y el artificio para conseguirlo es el mismo, la hipótesis de los encantadores malignos que han mudado la verdadera realidad, la de las tres bellas doncellas montadas en jacas, en la falsa apariencia de labradoras vulgares montadas en borricos. En este caso, el entendimiento desquiciado entra en conflicto con los sentidos del hidalgo, que le informan verazmente.

Como se ve, los encantadores operan ahora en un sentido inverso al de la primera parte: allí donde el hidalgo percibía gigantes, los encantadores ponían molinos, la verdadera realidad y ahora donde el hidalgo percibe tres labradores soeces y feas, la auténtica realidad, los encantadores ponen tres bellas doncellas, una de ellas Dulcinea. Esto es, visto desde la perspectiva de la realidad y no desde la de don Quijote, mientras los encantadores estaban de parte de la realidad (los molinos) y era éste quien la deformaba suplantándola por irrealidades (gigantes), en la segunda parte los encantadores utilizan las irrealidades (las tres bellas doncellas) para hacer que don Quijote las suplante por realidades (las tres labradoras feas). Visto desde la perspectiva del caballero manchego, si en la primera parte la realidad (los gigantes) los encantadores la suplantaban por la irrealidad (los molinos), en la segunda la realidad (las tres bellas doncellas) la cambian por la irrealidad (las tres labradoras). Por tanto, desde el punto de vista quijotesco, los encantadores siempre funcionan convirtiendo realidades en irrealidades, falsificando la realidad auténtica, mientras él, por el contrario, siempre está con la verdadera realidad, que los otros adulteran.

Hay, no obstante, una excepción a este esquema de funcionamiento de la locura quijotesca en la segunda parte: en el episodio del barco encantado ésta vuelve a funcionar como en la primera, ya que aquí vuelve don Quijote a transformar, no la fantasía caballeresca en realidad vulgar, sino ésta en fantasía que él toma por real. Así, por ejemplo, una simple embarcación de pescadores pasa a ser un prodigioso y portentosamente veloz barco encantado; las aceñas, un castillo; los clientes, personas oprimidas y los molineros blanqueados de harina, monstruos o vestiglos. Pero obsérvese que la demencia del hidalgo idealiza siempre, pues ya sea que la fantasía caballeresca eleve a realidad ideal la realidad ordinaria (Aldonza Lorenzo se convierte en Dulcinea) en la primera parte, o ya sea que la realidad ideal resulte degradada en realidad ordinaria (Dulcinea aparece ahora como una labradora tosca y fea), la verdadera realidad, según don Quijote, es la realidad de las fantasías caballerescas y por tanto, el diverso esquema de percepción distorsionada de la realidad ordinaria, ya sea que ésta se presente como el punto de partida de un idealización elevadora o que se presente como el punto de llegada de una idealización rebajadora, no altera para nada el esquema básico de la estructura de la locura quijotesca, que en medio de estas variaciones, conserva siempre su naturaleza intermitente, con intervalos de lucidez, y su carácter monomaníaco. Pues eleve el caballero manchego la realidad ordinaria a la idealidad caballeresca o se rebaje ésta a realidad ordinaria, el fondo último de todo es el de la realidad según es percibida y concebida desde la literatura caballeresca, el monotema de don Quijote.

Por su lado, Sancho no modifica ni un ápice su personalidad básica definida desde su entrada en escena, salvo en aspectos accesorios. Es cierto que, a partir de la segunda parte, como resultado del trato con su amo, se producen en él un mejoramiento, sobre todo en lenguaje (ya no incurre en vulgarismos o prevaricaciones de lenguaje como en la primera parte), lo cual lo advierte hasta su propia esposa que dice no entender al nuevo Sancho y hasta el narrador cuando de forma humorística califica de apócrifos los pasajes que recogen la conversación con su esposa, pues habla de una manera que no se corresponde con su habla de la primera parte y por supuesto el propio Sancho es consciente de este cambio, que él atribuye al contacto con su amo.

Pero también mejora su inteligencia, que se va progresivamente refinando. Sancho es simple y crédulo, por ignorancia y falta de formación, pues no ha recibido instrucción alguna, pero, aunque analfabeto, no es tonto, sino que está dotado de una inteligencia natural ocurrente que se muestra en la multitud de agudezas y donaires que salpican sus conversaciones, que las personas inteligentes, como la Duquesa, saben apreciar y disfrutar. Y esa inteligencia, al igual que el habla, en el trato constante con don Quijote se pule, atesora conocimientos y es fuente de interesantes reflexiones sobre asuntos importantes. En cuanto a conocimientos, Sancho, de tanto oírle hablar a su amo de la materia caballeresca, se ha vuelto tan buen conocedor de esta literatura que es capaz de poner en aprietos al mayordomo de los Duques en su fingido papel de condesa Trifaldi (II, 39, 845-6), al que plantea buenas objeciones a la falaz historia que se ha inventado.

En cuanto a las ingeniosas reflexiones del escudero, sobre todo en la segunda parte, llegan a ser tan llamativas que hasta el propio don Quijote se queda asombrado ante su sabiduría y no tiene reparo alguno en elogiarla, después de escuchar la brillantez con que Sancho, en una disertación acerca de la muerte, aborda el tópico del carácter igualador y actuación sin descanso de ésta:

«En verdad que lo que has dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Dígote, Sancho, que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas.» (II, 20, 707)

Pero dicho todo esto sobre sus progresos intelectuales, lingüísticos e incluso en modales y cortesía, insistimos en que la personalidad básica del escudero no varía ni en una brizna. Ésta viene definida desde el comienzo por el interés o búsqueda del beneficio propio extensivo a toda su familia, cuyo rango social aspira a elevar, y la simplicidad de carácter. En cuanto al primero, la enumeración de sus frecuentes muestras durante toda su trayectoria de escudero sería interminable. Por ello será preferible atenerse al móvil principal de su decisión de acompañar a don Quijote como escudero: la promesa de ser recompensado con el gobierno de una ínsula, aunque él ni siquiera sabe lo que es una ínsula ni se le ocurre nunca preguntarlo. Pero lo interesante del asunto es que ni siquiera después del fracaso del gobierno de la ínsula Barataria renuncia a sus esperanzas: ya no quiere ser gobernador, pero sí conde. Otra muestra importante de su interés en esta parte final del Quijote es que no está dispuesto a azotarse para el desencanto de Dulcinea, si no se le pagan los azotes. No obstante, la búsqueda de su provecho siempre queda atemperado por el deseo de Sancho de hacer partícipe del mismo a su familia.

En cuanto a la simplicidad, ésta viene a ser en el escudero el trasunto o equivalente de la locura del amo, con la que guarda interesantes semejanzas. Así como ésta es intermitente, también la simplicidad crédula de Sancho va acompañada de intervalos de plena lucidez o de aguda perspicacia, que el autor utiliza hábilmente como instrumento para convertir al escudero en portavoz de reflexiones y comentarios del mayor interés. Y como la locura quijotesca, la simplicidad sanchopanzesca parece monomaníaca, en tanto en este caso concierne sobre todo a la materia caballeresca: al igual que su amo, Sancho se cree las historias de los libros de caballerías, los encantamientos, la existencia de gigantes y por supuesto que su amo es realmente un caballero andante y en la realidad de las recompensas prometidas a los escuderos, creencias todas ellas, por cierto, necesarias para poder poner en marcha a Sancho como escudero. Lo único que Sancho no se va a creer es el cuento de Dulcinea como arquetipo de belleza, virtud y principalidad, pero porque es su propio amo quien en un paréntesis de cordura tiene a bien sincerarse con su criado, no porque descubra él mismo la ficción, bien es cierto que no le faltaban, desde un tiempo anterior, motivos para dudar de la existencia de la Dulcinea pintada por su amo, pues, como él mismo razona después de escuchar por vez primera a don Quijote la loa idealizadora de su dama, El Toboso está cerca de su lugar y él no ha oído nunca hablar de que allí viviese una belleza principesca con tal nombre (I, 13, 116). Pero sí se creerá el encantamiento de Dulcinea, gracias a la persuasión de la Duques, a pesar de que ello va contra el testimonio de su propia experiencia y de que ha sido él mismo el tejedor de ese cuento para engañar a don Quijote. He aquí una simetría interesante en la percepción que amo y escudero tienen de Dulcinea-labradora fea que viene a revelar una asombrosa semejanza entre la locura del uno y la simplicidad crédula del otro: al igual que el primero reniega del testimonio de sus sentidos para creerse la fantasía de que la fea y vulgar labradora tobosina es realmente Dulcinea, el segundo hará lo mismo en presencia de los Duques, que en un hábil interrogatorio logran engañarlo, con el agravante en su caso de que ha sido él mismo el urdidor de la ficción del encantamiento de Dulcinea.

Al igual que la locura del hidalgo, la simplicidad del escudero es permanente: se cree todas las burlas amañadas por los Duques, incluida la sufrida por él mismo del gobierno de la ínsula Barataria, de la que nunca llegará a saber que fue un engaño. ¿Dónde queda, pues, la quijotización de Sancho? Más exacto sería decir que es un quijote desde el principio, pues con él comparte el proyecto caballeresco, bien es cierto que mientras don Quijote antepone el cumplimiento del ideal de instauración de justicia y paz en el mundo a las recompensas, que también espera, para Sancho la instauración de tal ideal es sólo un instrumento para alcanzar su provecho y el de su familia. En las cartas a su mujer no habla de otra cosa, lo que le reprochará la Duquesa. Ahora bien, siendo un quijote desde el principio, no por locura sino por simpleza crédula, experimenta un cambio en su condición quijotesca, pues el quijote tosco de la primera parte se transforma en el quijote más refinado de la segunda parte.

Finalmente, si bien se mira, hablar de evolución psicológica de los dos personajes principales en el sentido explicado sería más que una loa a los méritos literarios de Cervantes, todo lo contrario, rebajarlos. No tiene siquiera sentido atendiendo al contexto del Quijote hablar de transformación de los personajes y ello por dos razones principales. La primera tiene que ver con la edad de los personajes: don Quijote frisa ya en los cincuenta años, edad, que muchos en la época, como Lope de Vega, consideraban el umbral de la vejez; Sancho es mucho más joven, pero es ya una persona madura y con la responsabilidad de mantener una familia. ¿Tiene, pues, mucho sentido hablar de forma realista de evolución psicológica de personas adultas, de las cuales una ya está a punto de convertirse en viejo? Ello tiene sentido en las llamadas «novelas de formación», lo que los alemanes llaman Bildungsroman, en las que asistimos al desarrollo de la personalidad del protagonista a lo largo de años, desde la mocedad hasta la madurez, como sucede En los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, o incluso desde la niñez, como en Doktor Faustus de Thomas Mann, pero no en novelas, como la de Cervantes, en que se parte con personajes adultos, cuya personalidad básica está ya configurada; en este caso un cambio importante de carácter podría parecer arbitrario o milagroso.

La segunda razón, que combinada con la anterior, refuerza aún más nuestro argumento es que no debe olvidarse que el tiempo narrativo del Quijote es muy breve: toda la acción comprendida en las tres salidas apenas dura unos cuatro meses o poco más. ¿Es sensato, pues, esperar que en un lapso de tiempo tan breve se produzcan transformaciones importantes en la forma de ser de un personaje?

 

El Catoblepas
© 2008 nodulo.org