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El Catoblepas, número 71, enero 2008
  El Catoblepasnúmero 71 • enero 2008 • página 8
Del pensamiento occidental

La filosofía crítica

José Ramón San Miguel Hevia

Empezando por el Ensayo de Locke, las investigaciones de Berkeley y Hume,
y la Crítica de la Razón Pura de Kant

Juan Locke (1632-1704)Jorge Berkeley (1685-1753)David Hume (1711-1776)Manuel Kant (1724-1804)

1. El perfil del siglo XVIII

Después de que los grandes pensadores de los años seiscientos logran dar un vuelco total a la forma de ver el mundo físico y político, sus continuadores tienen la misión pedagógica de divulgar lo que todavía es un conocimiento reservado a una menguada élite. El nuevo siglo de las luces, situado entre las dos grandes revoluciones, la inglesa de 1690 y la francesa de 1789, tiene unos caracteres homogéneos que lo definen claramente ante cualquier otro momento de la historia.

Sucede entre otras cosas que la ciencia adquiere en la sociedad culta europea tal relieve que su propia existencia y su particular estructura son el problema que plantean los pensadores más ilustres. Ya no se trata de investigar las órbitas regulares de los astros y las leyes de movimiento de los cuerpos, igual que hicieron los hombres de ciencia de los dos últimos siglos en una hazaña admirable. Ahora es la misma ciencia la que salta al primer plano y se convierte en objeto primero de la curiosidad e inquisición de los filósofos.

La lista de las obras punteras de este siglo es de una monotonía casi irritante, si dejamos de lado los tratados políticos y morales. Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, Tratado de los principios del conocimiento humano de Jorge Berkeley, Investigación sobre el entendimiento humano de David Hume, y finalmente Crítica de la razón pura de Kant. Todos ellos tienen un mismo objetivo y se plantean la misma cuestión, que coincide con la preocupación central de su tiempo.

El estado liberal

El siglo se adelanta diez años a la fecha tópica de 1700 y comienza su andadura en la revolución inglesa de 1690 y en su primer parlamento liberal. Hasta esos años Europa está dominada por las monarquías absolutas, cuyo modelo y centro era la Francia de Luis XIV. Sólo los Países Bajos se mantienen fieles al liberalismo y al calvinismo, replegados sobre sí mismos en actitud de defensa.

Precisamente de Holanda sale Guillermo de Orange en Noviembre de 1688 con seiscientos navíos y quince mil soldados. Más importante que esta fuerza física es la llamada de todo el pueblo inglés, que se rebela contra su rey Jacobo II declaradamente católico. Y además la consigna que llevan todas las banderas al desembarcar en las islas: «Por la libertad, por la religión protestante y por el parlamento.»

La revolución gloriosa no es una cruzada espontánea –no las hay– pues ha estado cuidadosamente preparada. El nuevo rey, casado con la hija de Jacobo II, Mary, además de satisfacer los sentimientos legitimistas y pragmáticos del pueblo inglés, es «apasionadamente holandés y protestante». Los más ilustres representantes del partido liberal han estado planeando cuidadosamente en el sosiego de Holanda los principios y la articulación del nuevo régimen.

Los liberales ingleses habían atacado duramente, a lo largo del reinado de Carlos II el derecho de prerrogativa de los reyes, o hablando en términos actuales, la facultad de gobernar por decreto ley. El poder de hacer leyes, según la doctrina clásica del liberalismo, es función del parlamento, y al rey pertenece, además del poder federal, la aplicación de la ley y en último caso, su veto.

Por otra parte los políticos y pensadores whigs son enemigos frontales del catolicismo, que en el siglo XVII justifica en toda Europa el más cerrado absolutismo basándolo en el pretendido derecho divino del rey. La teoría absolutista concentra en los monarcas todos los poderes sin que ninguna institución extraña pueda limitar su soberanía.

La religión protestante y el pensamiento liberal coinciden en su objetivo de disminuir y separar los poderes para que los derechos naturales de los ciudadanos queden garantizados frente a los demás y frente al estado mismo y para que de esta forma el absolutismo no pueda volver. Lord Ashley, el líder del partido liberal, ha elegido por secretario a John Locke, que con el tiempo se va a convertir en el ideólogo de la nueva corriente. A su vuelta a Inglaterra ya en el 1690 publica, en polémica con el tradicionalista Filmer, el Tratado sobre el gobierno civil. En él establece sobre una base racional el nuevo régimen político, articulado en los tres poderes, el parlamento para elaborar leyes, el federal y ejecutivo para decidir su aplicación concreta, y el judicial para interpretarlas asegurando los derechos de cada uno.

El siglo XVIII comienza con un fuerte pulso entre las ideas y regímenes absolutos y la nueva doctrina liberal. Por más de una vez el absolutismo toma la iniciativa y hasta intenta restaurar a los Estuardos en Inglaterra en la persona de Carlos, nieto de Jacobo II. Pero la romántica aventura del «joven pretendiente» fracasa terminando así las esperanzas de una dinastía católica.

Al mismo tiempo las ideas liberales atraviesan el canal y son recibidas con entusiasmo creciente por los pensadores ilustrados del continente. Montesquieu escribe El espíritu de las leyes en 1748, tomando como modelo político la constitución inglesa y el pensamiento de John Locke. Su libro, editado doce veces en sólo un año y medio, salta las fronteras, inspira a Federico de Prusia y Catalina de Rusia, y termina yendo de rebote a Inglaterra, de donde había salida cincuenta años antes.

Poco a poco, la filosofía política liberal, enemiga del absolutismo político y religioso, gana a los filósofos de todos los países de Europa. Sólo encuentra resistencia en los conservadores absolutistas y en los materialistas radicales, igualmente dogmáticos. Entre unos y otros se abre paso esa nueva forma de pensar, que en nombre de la tolerancia censura todo tipo de fanatismo.

La revolución científica

La revolución burguesa está precedida por un avance de las ciencias que han atravesado tres momentos sucesivos. En un primer estadio las ciudades de Italia y la liberal Holanda asisten a un cambio radical en la forma de conocer y tratar la realidad física. Conocer no es ya explicar por qué sucede lo que sucede, sino mucho más modestamente medir con medida precisa la duración e intensidad de los datos de experiencia.

Esta medición es mucho más difícil de lo que en principio parece. Para empezar, hay que desnudar al mundo de sus colores, sabores y sonidos, dejándole reducido a sus propiedades mensurables. Es la tarea que emprenden por caminos independientes pero coincidentes, Galileo cuya física se centra en las propiedades objetivas, y Descartes que pone la esencia de los cuerpos en la mera extensión.

Para medir hacen falta además instrumentos matemáticos y aparatos artificiales de precisión. Los ejes de coordenadas de Descartes, el sistema de álgebra de Vieta y las tablas de logaritmos de Neper son ejemplo de los primeros. El anteojo de Galileo, el péndulo, el termómetro, el plano inclinado para controlar la caída libre y los instrumentos para orientar la navegación son algunos de los infinitos recursos que los físicos de la primera mitad del siglo XVII inventan para medir los acontecimientos, artificialmente producidos ellos mismos.

El segundo momento de la física matemática coincide con los años conflictivos que preceden y siguen a la segunda revolución inglesa. No es ningún azar que su máximo representante, Newton, forme parte del primer parlamento liberal y sea luego bajo el nuevo régimen el gobernador de la Casa de la Moneda y el organizador de la política financiera. Porque la nueva forma de gobierno es el complemento de la ciencia.

Ya no se trata sólo de medir el mundo físico, sino de trasformarlo actuando sobre él por medio de fuerzas antes ocultas. Esta idea de fuerza es ahora el centro de atención de los científicos más ilustres y en primer lugar del propio Newton. El cálculo infinitesimal de un lado, y las ideas de espacio, de tiempo absoluto y de movimiento inercial en línea recta de otro, son los instrumentos matemáticos y los patrones constantes de medida de todas las fuerzas de la naturaleza.

De esta forma está a punto de cumplirse el sueño de quienes quisieron hacer del conocimiento humano el medio de dominar la naturaleza, prolongando la ciencia experimental en una técnica. Los Principia y el Tratado sobre el gobierno civil juntos en unidad inseparable son la primera enciclopedia que anticipa esta vieja utopía.

A través de todo el siglo XVIII la ciencia experimental adquiere vigencia en todos los pueblos de Europa que la ven como una conquista definitiva del hombre y una condición inevitable del progreso histórico. Crecen por todas partes las academias de ciencias. La Royal Society inglesa se completa con la Sociedad Filosófica de Edimburgo, donde son presidente y secretario dos grandes amigos, Adam Smith y David Hume. Los dos conocen muy bien a Watt que vive cerca en Glasgow y descubre la máquina de vapor, el primer instrumento de la industria moderna. Ese triunvirato de amigos y vecinos expresan mejor que nada la unión inseparable de la ciencia, la política, la economía, la técnica y la filosofía.

Ni siquiera la conservadora Francia se libra de este entusiasmo por el nuevo saber, pues Luis XIV reorganiza en el año 1699 la Academia de Ciencias de Francia. Un año después Leibniz funda una institución análoga en Prusia, y asesora con el mismo fin a Pedro de Rusia, un monarca ilustrado. Todavía en 1739 aparece una última sociedad científica en Estocolmo.

La ciencia experimental es solicitada en cada uno de estos casos por fuerzas sociales y políticas opuestas. En primer lugar nacen espontáneamente numerosos clubs de amigos protegidos por regímenes políticos liberales. Pero además la intervención de monarcas absolutos o ilustrados dirige a través de esas asociaciones lo que ahora se llama política científica. Un pensamiento tienen todos en común y una creencia, y es que la ciencia pasa a primer plano y se impone como una realidad irreversible.

Los ilustrados

Los ilustrados han sido desde siempre el símbolo del siglo XVIII por encima de cualquier otro colectivo. No se trata de ningún vago movimiento de opinión, sino más bien de todo lo contrario. Los ilustrados de Francia y de Inglaterra forman un club relativamente corto y cerrado, cuyos miembros se conocen y frecuentan. D'Alembert, Diderot, Helvetius, Holbach, Buffon, Rousseau, Turgot, Necker, Voltaire, Condillac, Condorcet, Maupertius, se están en París en comunicación inmediata y casi diaria.

Los ilustrados hacen honor a su nombre, porque no son creadores geniales de un nuevo saber como los científicos y filósofos del siglo anterior. Muy conscientes de su lugar en la historia y de su misión, reciben la luz que en el ámbito político y científico les viene de Newton y de Locke y procuran trasmitirla a la sociedad de su tiempo. Más claramente, los ilustrados reciben ya hecha la ciencia, y su función es entonces pedagógica, pues todos ellos quieren convertir a cada país en un aula gigantesca que reciba sus enseñanzas. Pero esta misión quedaría incompleta si a su lado y haciendo grupo con ellos, los filósofos no reflexionan sobre los principios, orígenes, límites y condiciones de ese saber ya constituido, es decir, si no hacen crítica de la ciencia.

Este carácter de ciencia ya constituida se refleja en la obra monumental de los ilustrados, la Enciclopedia, que es al propio tiempo un libro de texto y de batalla. Una serie de especialistas informan en ella de cada uno de los aspectos del conocimiento humano y de sus últimas adquisiciones. D'Alembert y Condorcet son los responsables de los artículos de matemáticas, Voltaire habla de psicología, Rousseau de música, Quesney y Turgot de economía, Marmontel y Dumarsais de gramática y crítica literaria, Duclos de historia, La Condamine de ciencias naturales, Morellet de teología, Holbach de química...

La Enciclopedia, con los inevitables matices y diferencias de cada uno de sus colaboradores, mantiene una ideología relativamente unitaria. La ciencia oficial de los ilustrados es la física matemática, tal como quedó elaborada en el siglo XVII en los Principia de Newton. Su doctrina política es el liberalismo inglés que Montesquieu había trasvasado al continente. Finalmente, casi todos los enciclopedistas se oponen a cualquier tipo de religión revelada, defendiendo, cada cual a su modo, una «religión natural» libre de toda complejidad litúrgica e institucional y limitada a dos o tres principios racionalmente demostrables.

La Enciclopedia es también y sobre todo un arma de lucha doctrinal. Por supuesto que el enemigo inmediato es la monarquía absoluta y sus dos soportes, la aristocracia y la jerarquía de la Iglesia. Estos dos estamentos ponen continuos obstáculos a su publicación que llegan a interrumpir. Sólo la obstinación de Diderot, que se hace cargo en solitario de la edición de la gigantesca obra, puede vencer todos estos tropiezos.

Es penoso sin embargo tener que desengañar a quienes creen y repiten que los enciclopedistas forman algo así como un movimiento de ultraizquierda. Más bien al contrario, durante la época más tensa de la Revolución Francesa los grupos radicales que están en el poder los buscan y persiguen sañudamente. Sólo el golpe de estado de los moderados termidorianos vuelve a poner en primer plano a estos burgueses tolerantes y capaces de leer.

En resumen, en el siglo XVIII se cumplen todas las condiciones necesarias para que una reflexión sobre el conocimiento sea posible. Hay un saber físico y político al parecer definitivo e indiscutible, hay una obra que da carácter oficial a ese saber, y hay finalmente un estamento social, la burguesía ascendente, que es sujeto colectivo del nuevo modo de pensar.

2. El Ensayo de Locke

Se pueden distinguir en la crítica del conocimiento tres momentos fácilmente localizados en su tiempo histórico y su espacio geográfico. El primero tiene su centro en la Inglaterra liberal de fines del siglo XVII. Su representante más ilustre es Locke y su objetivo el análisis del saber científico. El segundo, gira bruscamente hacia el conocimiento común y sus condiciones, y se concreta en el tandem formado por el irlandés Berkeley y el escocés Hume. Al final de siglo Kant construye el edificio de su crítica con los materiales que recibe de los filósofos ingleses, sobre todo del escepticismo de Hume.

Igual de fácil es situar a Locke e su circunstancia histórica. Nace en el año 1632 ingresa en Oxford y aprende el principio de tolerancia política y religiosa precisamente en los años más violentos de la historia inglesa. En el 58 enseña en la misma universidad y después estudia la filosofía de Descartes y además medicina, biología, política y economía. Desde los 35 años es secretario de Lord Ashley, el jefe del partido liberal, al que sigue lealmente, primero al gobierno, luego a la oposición y finalmente al destierro.

Lord Ashley muere en 1683. Cuando muy poco después Jacobo II sube al trono, pretendiendo imponer coactivamente el catolicismo justamente el mismo año en que Luis XIV revoca el Edicto de Tolerancia de Nantes, los ideólogos liberales y al frente de ellos Locke, preparan la inevitable revolución. El filósofo vuelve a su país en el 1690 haciendo compañía a la nueva reina Mary, y lleva con él, no sólo el tratado que articula el estado liberal, sino también un libro monumental que por primera vez establece la crítica del conocimiento humano.

Locke escribe a todos sus futuros lectores una carta prólogo, que debe leerse con atención, porque señala claramente el motivo inicial y el objetivo final de su obra. Cuenta familiarmente que en una interminable discusión entre amigos sobre un tema difícil, tiene la intuición de que todos se han equivocado de camino, porque antes de enfrentarse con cualquier problema hay que analizar qué objetos están al alcance del conocimiento humano y qué otros no.

Locke es consciente de la novedad de su tarea y se empeña en trasmitirla al lector. Los amigos –dice– le encargan esta crítica del conocimiento y le animan a seguirla cuando este objetivo se complica. Porque aunque él creía que podría resolver el problema surgido azarosamente, en poco más de un pliego, resulta que cada nuevo descubrimiento se desdobla en otras cuestiones inesperadas, hasta el punto que sólo puede terminar su trabajo después de mucho tiempo, gracias a un esfuerzo discontinuo y a la tranquilidad del retiro de Holanda. En resumen, Locke se da cuenta de que ha descubierto –por casualidad como casi siempre– un nuevo continente filosófico todavía sin explorar. Todo el desarrollo de su obra ha de entenderse en función de este objetivo central: trazar las fronteras del entendimiento humano y de su logro más feliz, la ciencia.

El siglo XVII, desde su principio a su final, construye una ciencia experimental cada vez más compleja y perfecta. Sólo cuando los científicos han concluido su tarea, es posible iniciar un análisis del conocimiento. Hay que aceptar humildemente esta misión, aunque sea mucho más dura y mucho menos brillante. «En una edad –dice literalmente Locke– que produce genios como el gran Huyghens, el incomparable Sir Newton y otros del mismo nivel, es bastante honroso trabajar como un sencillo obrero en la tarea de desbrozar un poco el terreno y limpiar los escombros que impiden el avance de la ciencia.»

La carta prólogo presenta el conjunto de este proyecto, señalando sus dos pasos sucesivos. Primero hay que analizar las ideas, es decir los contenidos de consciencia, eliminando las ambiguas y manteniendo las que de forma constante están determinadas al mismo objeto. Porque sólo cuando los hombres razonan a partir de ideas precisas plantean problemas con sentido y alcanzan sus soluciones. Después hay que utilizar bien los términos, prescindiendo de los que carecen de significado o son ambiguos, y procurando que cada una de ellos apunte de forma inequívoca a una idea y sólo a una. Entonces terminarán para siempre las discusiones estériles.

El Ensayo va a cumplir con toda fidelidad el objetivo marcado reiterativamente por esta breve introducción. Hará una crítica del conocimiento humano, señalará sus límites y su principio e intentará enunciarlo de forma precisa a través de términos adecuados.

El origen del conocimiento humano

Locke llama idea a todo contenido de consciencia, a todo objeto de pensamiento. Bien entendido que pensar es –igual que en Descartes– entender, pero también percibir, imaginar o querer. Cualquier reflexión sobre el conocimiento tiene que empezar, según esto, analizando esos objetos y contenidos.

Entre todas esas ideas toma como principio y fundamento de las demás, aquéllas que por su carácter simple juegan el papel de piezas primeras del mosaico del conocimiento. Son las ideas o vivencias de sensación por las que se conoce el mundo exterior, y las ideas o vivencias de reflexión que captan los propios estados de consciencia. Estas dos series se corresponden aproximadamente con lo que después serán el sentido externo y el interno.

A través de la sensación la mente humana conoce la extensión y la solidez, pero también el color, el sonido o el sabor, por poner sólo unos pocos ejemplos. Por medio del sentido interno o reflexión se conoce el poder de percibir y querer algo y sobre todo de actuar sobre las cosas en función de cuanto se percibe y se quiere.

Las ideas de sensación tienen una propiedad, y es que son controlables objetivamente y pueden ser por consiguiente sometidas a crítica. En este punto hay que inscribir la polémica de Locke contra Leibniz sobre las ideas innatas. El filósofo inglés dice dos cosas: primero que una idea no puede existir antes de ser pensada ni una sensación antes de ser sentida, y que por consiguiente no existen ideas o vivencias innatas, pues serían previas a su conocimiento. Y segundo, que esto es una fortuna, porque una idea innata no puede por principio ser objeto de ningún control interpersonal. Así pues, las ideas y en primer lugar las sensaciones, sólo se adquieren por la observación y la experiencia

Las ideas de sensación son las primeras piezas del conocimiento, pero sólo se corresponden con el objeto de la física matemática, cuando son mensurables. Locke va a reconstruir la realidad, trasformándola en el mundo convencional de la ciencia y para eso establece una distinción entre cualidades primarias y secundarias, o más exactamente, ideas de cualidades primarias y secundarias.

Efectivamente, antes de llegar a las ideas rigurosamente objetivas, Locke procede por eliminación y deja fuera de juego todas las cualidades que tienen poder para causar en el hombre ciertas ideas o vivencias, pero que de ningún modo mantienen semejanza, siquiera sea mínima, con esas ideas causadas por ellas. Son ideas de cualidades secundarias los colores, sonidos, gusto, olor, y por supuesto el calor y el dolor.

El filósofo inglés advierte simplemente que las ideas de estas cualidades no están en el objeto. Una llama calienta, pero si alguien pretende que en el fuego hay algo semejante al calor, debe reflexionar que acercando la mano y sin que cambie la llama, aparece una nueva sensación de dolor. En este caso, el calor y el dolor están en el sujeto y no en el fuego, y lo mismo vale para todas las demás ideas semejantes.

Cuando Locke suprime las cualidades secundarias está construyendo convencionalmente el mundo de la nueva física. El color, por ejemplo, igual que el sonido son primariamente pura extensión y movimiento, en sí mismos invisibles y silenciosos, pero son secundariamente potencias capaces de producir en un sujeto ideas bien distintas de esas cualidades.

Las cualidades primarias

Por lo demás Locke puede pensar un cuerpo separándolo de cualquier idea de cualidad secundaria. Para descubrir sus propiedades esenciales considera las ideas inseparables del pensamiento del objeto siguiendo a su maestro Descartes. Los resultados de su investigación son sin embargo mucho más ricos. Por supuesto que la extensión, la forma, el movimiento y el número son cualidades de los cuerpos mismos, pero a ellos hay que añadir una nueva propiedad no prevista por los cartesianos, la solidez. No se puede percibir ni pensar un cuerpo sin percibir y pensar simultáneamente todas esas cualidades. Suprimir una sola de ellas equivale a suprimir íntegro el objeto material.

Estas cualidades primarias de los cuerpos tienen una propiedad añadida tan afortunada que las hace de entrada fuertemente sospechosas. Efectivamente todas y solas ellas son mensurables y precisamente por eso convienen a los pesadores de la nueva era y aseguran un futuro feliz a la física matemática.

Descartes había adelantado algunas ideas de cualidades primarias, y en primer lugar por supuesto la extensión y el movimiento. Locke indica que puede conocer esas cualidades por varios sentidos que funcionan como testigos independientes y concordantes. Este criterio subjetivo heredado de la Edad Media –los sensibles comunes– garantiza ciertamente la objetividad, pero siempre estará subordinado al principio más moderno según el cual pertenecen a la esencia de cada cosa aquellas propiedades sin las cuales no puede ser pensada.

En todo caso Locke asume la tradición de los grandes científicos del XVII. Pero además desmenuza ese conocimiento científico en sus elementos más simples, siguiendo un proceso de análisis rigurosamente inverso por su sentido a las grandes síntesis y construcciones que culminan en la de su contemporáneo Newton. Y lo que es más importante, toma como objeto de su investigación, no la exactitud del movimiento mecánico de los cuerpos, sino la composición y validez del propio conocimiento. Va a cumplir ya desde ahora lealmente el programa que él mismo se marcó, iniciando esa filosofía madura y otoñal, que con el tiempo se llamará Crítica.

Sin embargo Locke añade al catálogo de ideas simples de cualidades primarias una totalmente inédita en la ciencia experimental anterior. Es, para complicar más las cosas, una sensación propia de un sólo sentido, el tacto que alcanza la nuda realidad de los cuerpos. La sensación de solidez conlleva la idea de impenetrabilidad, resistencia e impulso, y además «parece esencialmente unida a los cuerpos».

Este descubrimiento de Locke tiene por lo menos tres caracteres. En primer lugar la idea de solidez, igual que la resistencia o la vis viva son hijas de su tiempo, es decir, de la ciencia de finales del siglo XVII. La filosofía natural de Newton es, por primera vez, una física dinámica. En cuanto a Leibniz, caracteriza a las mónadas como átomos de fuerza y les atribuye la propiedad de ser impenetrables. La nueva sociedad no sólo pretende visualizar la naturaleza, sino además hacerla trabajar.

En segundo lugar –y esto es decisivo– Locke sustituye la idea cartesiana de extensión por la de solidez. Ciertamente que al pensar un cuerpo hay que pensar inseparablemente la extensión pero la inversa no es verdad. Es posible pensar una extensión vacía de toda cosa. En cambio el cuerpo y la solidez están tan estrechamente unidos que se implican recíprocamente en conexión necesaria y doble.

En tercer lugar, la medida, el número, el espacio, no son el objeto primero del conocimiento físico, sino los patrones por medio de los cuales se mide el mundo. Estas nociones por su carácter complejo trascienden a cada uno de los cuerpos, a la composición de todos ellos y a la cualidad central de la solidez. A estas ideas, construidas por nuestra mente a partir de las sensaciones simples llama Locke, modos.

Los modos

Alterando el orden en que el Ensayo presenta los modos, cabe empezar por el número, «la idea más sencilla y universal». La más sencilla porque su matriz, la unidad, suprime de raíz cualquier variación, y la más universal porque se puede aplicar a todas las entidades existentes o imaginables. Las diversas variantes del número se forman por adiciones sucesivas de la unidad, tomando como punto de partida el mismo uno. Como quiera que esta combinación se consigue sumando ideas simples de la misma clase, los modos resultantes son internamente homogéneos. A estas ideas complejas homogéneas –el número, el espacio, la duración– llama Locke «modos simples».

Entre todos estos modos simples, la idea de número tiene el máximo de distinción. Quiere esto decir que dos números, por muy cercanos que estén, son perfectamente separables en su noción, pues, siguiendo literalmente el ejemplo de Locke, «el dos es tan distinto del uno como del doscientos». En cambio las ideas de cualidades secundarias y las ideas objetivas de extensión no se distinguen cuando su desigualdad es mínima al ojo humano.

Esta propiedad del número aritmético conlleva otra, todavía más importante. Efectivamente, las demostraciones numéricas son totalmente exactas, porque su punto de partida y su misma conclusión no admiten ninguna ambigüedad. Por eso el lenguaje numérico es el más determinado y el más general en su uso y abarca a los enunciados geométricos basados en la idea más indeterminada de extensión.

Locke añade descubre otra función, pues según él «el número mide cuanto es mensurable». Las propiedades que pueden ser medidas son fundamentalmente dos, la duración por la que se adicionan los momentos sucesivos en el tiempo, y la expansión por la que el espacio se amplía gradualmente a través de unidades de extensión añadidas indefinidamente. De este modo el número, el espacio y el tiempo se introducen desde el primer momento como patrones de medida del nuevo conocimiento.

La idea de número tiene una propiedad, que trasladada al espacio y a la duración mensurable, aclara y rectifica las teorías científicas de Descartes y Newton. Es la propiedad de la infinitud, pero no tomada en el sentido de que exista en acto un número infinito de entes, ni siquiera que haya un número aritmético insuperable en su magnitud. Significa exactamente todo lo contrario, pues cualquiera que sea el numero que se elija, siempre será posible adicionarle la unidad para formar otro inmediatamente mayor, en un proceso interminable e indefinido. Más escuetamente, no hay número infinito, pero sí en cambio una idea infinita de número, en la medida en que dicha idea incluye un crecimiento indefinido por operaciones sucesivas de adición.

Esa idea de infinitud no admite por definición un límite último. No es por consiguiente una noción positiva, pues dichas nociones son definidas y limitadas. Es al revés una idea negativa, que incluye simultáneamente la deficiencia de cualquier cantidad y la posibilidad de aumentarla. Con ayuda de este modo simple, Locke va a distinguir los otros patrones de medida del conocimiento humano propios de la física de finales del siglo XVII.

El espacio y el tiempo

El segundo patrón de medida es el espacio. Locke lo diferencia de la idea simple de extensión con timidez pero con creciente precisión. En principio la idea de extensión se refiere a una propiedad interna del cuerpo o una distancia mayor o menor entre ellos. En este sentido se puede decir que el cuerpo material y sólo él es extenso, aunque desde luego esta propiedad no agota la esencia de las cosas materiales y es netamente distinta de la solidez.

En cambio la idea de espacio prescinde de una materia que lo determine o limite y se forma gracias al poder de la mente para repetir y adicionar indefinidamente una cierta unidad de extensión. En este sentido hay que entender a Locke cuando dice que el cuerpo es extensión y el espacio expansión. Ese espacio-expansión no está en las cosas mismas, puesto que es una construcción mental, una idea compleja, que igual que el número pero subordinado a él, convierte a los cuerpos extensos en objeto de medida precisa, cualquiera que sea su magnitud.

Mientras que la expansión se compone de partes permanentes, la idea de duración tiene por objeto las partes fugaces de una sucesión que está en un continuo empezar a ser y dejar de ser. Además esta idea pertenece al sentido interno, pues se forma, primero y principalmente, por la reflexión sobre las propias ideas. Sólo de un modo derivado se traslada a los cuerpos, en la medida en que un movimiento percibido se corresponde encada caso con ideas distintas y sucesivas.

El patrón de medida de la duración es el tiempo, y la unidad más exacta del tiempo es el movimiento uniforme de los astros. Locke acerca en cierta forma el espacio al tiempo, pues igual que puede adicionar y repetir una medida espacial indefinidamente hasta abarcar cualquier extensión, puede también aplicar la unidad de tiempo a la duración anterior o posterior al mismo movimiento de donde ha extraído esa idea. Concretamente, se puede suponer que el mundo apareció después de miles, decenas de miles o millones de años, igual que es posible añadir a la duración futura tantas medidas de tiempo como se quiera.

Cuando Locke estudia la idea compleja de número y en función de ella el patrón de medida de la extensión y la duración, sus análisis permiten despejar todos los misterios y paradojas que envuelven las ideas de espacio y tiempo. Porque de un lado los cartesianos, del otro Newton y Clarke y el mismo Leibniz no terminan en ponerse de acuerdo sobre las propiedades del espacio y del tiempo y especialmente sobre la infinitud.

El filósofo inglés distingue las ideas de números, de lugares y tiempos particulares, del número infinito o del espacio y el tiempo absolutos. Efectivamente, aceptar la existencia de realidades infinitas en acto, sea en número, en expansión o en duración, es difícil y tal vez contradictorio. Renunciar a ellos por otra parte equivale al parecer a suprimir todos los patrones de medida del mundo físico y en último término la física misma.

Locke soluciona el problema con un notable rigor y claridad. No se trata de que el espacio –o el tiempo– sean objetivamente realidades infinitas, pues no existe un cuerpo sólido infinitamente extenso ni tampoco un movimiento de duración infinita. Lo que sí existe es la idea compleja de espacio y tiempo construida por la mente a través de una adición reiterada, gradual e interminable de unidades de medida. Por medio de esta idea es posible medir indefinidamente las extensiones y las sucesiones concretas y limitadas.

La determinación

Los patrones de medida, el número, el espacio y el tiempo, son ideas complejas a través de las cuales toma forma el conocimiento y más concretamente la ciencia. Hace falta sin embargo otro supuesto para que la medida se aplique al mundo con toda exactitud. Hay que suponer que todos los procesos reales están determinados en su desarrollo y pueden ser sometidos a leyes universales y necesarias.

Locke va a establecer esta nueva condición cuando en el capítulo XXI del Ensayo analiza la nueva idea compleja de fuerza o potencia. Con su lucidez y su diplomacia habitual distingue las ideas de potencia activa y pasiva y advierte que los cuerpos externos no ofrecen ninguna idea clara y distinta del comienzo absoluto de un movimiento o de una actividad, pues sólo trasmiten el impulso que ellos mismos reciben siguiendo una dirección determinada. Por tanto la idea de potencia activa, es decir de causa, procede de una reflexión sobre los propios actos del pensamiento y de volición. Pero esta idea del sentido interno plantea tan grandes problemas que es obligado detenerse en ella largamente.

Locke observa que la idea de potencia de actuar, tal como se la conoce por reflexión, está acompañada de la idea de libertad. Ahora bien, esto es gravísimo. Porque en la medida en que las acciones del hombre son libres, en esa misma medida no están determinadas en un sentido u otro, ni son seguras ni sujetas a cálculo. Esta indeterminación anula la posibilidad de un conocimiento científico, universal por su ámbito y necesario por sus leyes.

Locke experimenta esta contradicción de principio entre libertad indeterminada y ciencia segura con intensidad máxima. O bien acepta esa libertad de indeterminación o indiferencia y entonces tiene que renunciar a la ciencia física que en su tiempo ha conseguido ordenar el universo a través de principios sencillos y generales, o bien acepta esa ciencia determinada y entonces tiene que renunciar a la libertad de los hombres.

Para salir de este laberinto Locke distingue entre libertad de voluntad y libertad de acción. El uso más trivial y diario del habla afirma que un hombre es libre cuando puede hacer o no hacer algo, y que al revés no es libre cuando esté forzado a dirigir sus conocimientos en una dirección, sea o no querida por su voluntad. La libertad está en el hombre en cuanto agente: es libertad de hacer o no hacer cuando ninguna traba nos lo impide o ningún impulso exterior nos arrastra irresistiblemente. . Por eso es exacto decir que los hombres son libres de hacer o no hacer, pero no tiene sentido decir que son libres de querer o no querer lo que efectivamente quieren. La libertad afecta sólo a la acción y no a la voluntad y en este punto el filósofo de la ciencia, el analista del lenguaje común y el teórico del estado liberal se dan un abrazo.

Ni Locke ni ningún crítico del siglo XVIII se da cuenta de la esencial dimensión negativa de la libertad a pesar de que la tiene continuamente a la vista y en su pluma. Dice sucesivamente que la libertad consiste en detenerse, en abrir los ojos, en suspender la acción, en no precipitarse en el juicio. Pero estas propiedades negativas de los actos libres están supeditadas a la consecución de una autodeterminación de la voluntad que domine sus prejuicios y deseos. Según él, sólo la potencia de actuar, de mover o no mover la mano, está indeterminada y sólo en ese ámbito tiene sentido hablar de indeterminación, indiferencia o libertad.

La sustancia

Después de analizar las ideas simples, que son los elementos primeros del conocimiento humano, y los modos de número, espacio y tiempo, que sirven de patrón de medida de estas ideas simples, Locke inicia la parte más larga, más dura y más brillante de su análisis, y también la menos conocida. Se trata de averiguar la forma de ser que tiene la realidad en cuanto objeto de conocimiento del hombre, y más precisamente en cuanto objeto del saber científico.

En principio la experiencia externa o interna proporciona una colección de ideas simples. Cuando esas ideas están unidas de manera regular y constante reciben, por economía, un solo nombre. Por medio de esta simplificación lo que era un conglomerado plural de ideas se convierte en una única noción en extremo confusa, la de sustancia, entendida como soporte y sustrato de todas las ideas conexas. Pero sucede –y Locke lo advierte inmediatamente– que la mente humana desconoce lo que son las cosas en su íntima constitución y únicamente conoce a las realidades desde fuera a través de las ideas primarias cuando están invariablemente unidas.

Locke continúa su crítica de la idea compleja de sustancia o cosa en sí señalando que admite dos variantes. Una sustancia extensa, que es el sustrato único y desconocido de las cualidades primarias y secundarias captadas por la sensación y una sustancia pensante, soporte y origen de los actos de voluntad y de todas las cualidades conocidas por reflexión.

Ahora bien, lo mismo la realidad pensante que la extensa son en sí mismas desconocidas. Lo único que se conoce de la sustancia corporal con idea clara, precisa y adecuada, es un conjunto de ideas de cualidades, conectadas entre sí de manera regular y constante. El oro, en la medida en que es objeto de conocimiento, –y en los comienzos del estado liberal lo es de forma eminente– es una unión de las ideas de amarillo, de cierto peso y dureza, ductibilidad y fijeza, todas combinadas con regularidad. Más exactamente, eso es lo que se llama oro, porque lo que sea el oro en sí o el hierro o el diamante o cualquier otra cosa material es una pura incógnita, privada por lo demás de interés.

En cuanto al espíritu, es decir la cosa pensante, es en sí misma tan desconocida como el cuerpo. Sólo se conoce por reflexión una serie de vivencias como entender, dudar, percibir, querer, tener ira o miedo. El conjunto de todas estas ideas de reflexión es lo que llamamos espíritu. Las dos ideas de cuerpo y de sustancia espiritual, consideradas en sí mismas, son oscuras y confusas

Locke es también un adelantado en la crítica de la idea de causa, mucho antes que Hume o Kant. Hay que empezar diciendo que el hombre no conoce adecuadamente la potencia que los cuerpos tienen para recibir o trasmitir el movimiento. La noción de causa es por lo menos tan confusa como la de sustancia, a no ser que se considere como una pura sucesión de vivencias. Cuando al aplicar el fuego la cera siempre se derrite, la idea de calor es causa y la de fluidez efecto. La relación de causalidad tiene su origen desde el punto de vista del conocimiento, en dos ideas unidas en sucesión constante, sin que nadie sepa, ni falta que hace, el desarrollo íntimo de esa operación.

Así pues, el objeto del conocimiento adquiere una doble dimensión. Por una parte es una conexión constante y regular de ideas simples de sensación y reflexión. Por otra parte, es una sustancia y una causa, es decir una cosa en sí, cuya esencia y actividad interna es totalmente desconocida y en último término privada de interés para el entendimiento y la acción de los hombres.

Ideas adecuadas e inadecuadas

El Ensayo da un nuevo paso y advierte que el conocimiento humano es el fundamento de la distinción entre las cosas consideradas en sí mismas o como objeto de vivencias. Las ideas simples y los modos artificialmente creados por el entendimiento como instrumentos de medida, son adecuados al objeto que representan. No sucede lo mismo con la idea de sustancia, entendida como soporte y sustrato de cualidades sensibles conexas. Ninguna vivencia puede parecerse a lo que por principio está más allá y por debajo de todas las cualidades percibidas.

Más todavía, si se toman las ideas simples como representación o semejanza de las sustancias desconocidas en sí, es decir, si se pretende que lo conocido clara y distintamente es figura de lo absolutamente desconocido, entonces la idea compleja de sustancia no sólo sería inadecuada sino además falsa. Es preciso distinguir las dos dimensiones de la realidad, primero tal como ella es en sí, y después tal como se aparece a la sensación y a la reflexión, porque la confusión de estas dos dimensiones falsea de raíz la estructura del conocimiento.

Sólo queda analizar con más detalle el mecanismo por el que la mente humana adquiere esa idea confusa de sustancia. Locke dice que en un primer momento el hombre utiliza una palabra única para significar un conjunto de cualidades directamente conocidas a través de ideas simples en conexión constante. Así por ejemplo se llama oro a la conjunción de un cierto color, peso, dureza y nivel de fusión, y esa palabra sustituye a través de un vocablo muy sencillo toda esa complicación de ideas.

En un segundo momento se supone que ese nombre representa una realidad que, cualquiera que sea su constitución interna, es distinta de cualquier otro tipo de realidad. El nombre de cada cosa y la idea confusa ligada a ese nombre pasa ahora a significar la esencia distintiva, lo que la define frente a los otros seres. Es muy fácil a partir de aquí considerar ese nombre y esa idea en sí misma y no por comparación con otras ideas y otros nombres. En este momento la palabra oro, igual que cualquier otro nombre sustantivo, significa una esencia real, un sustrato totalmente desconocido. Queda el recurso de decir que es algo, pero este último término, por su misma indefinición, es una confesión de ignorancia.

Afortunadamente, el entendimiento humano no sólo tiene esta idea confusa e inadecuada de las cosas en sí mismas, sino que puede conocerlas desde fuera, a través de las ideas simples que afectan al sentido externo por sensación o al interno por reflexión. En este momento la mente se mueve en su propio ámbito y sigue las leyes de una rigurosa y sana crítica. Pero, aunque las ideas de las cualidades sensibles representan a las cosas desde la perspectiva propia del hombre, este conocimiento no es todavía totalmente adecuado.

Efectivamente, las cualidades percibidas están yuxtapuestas y combinadas entre sí de tal modo que ninguna de ellas puede ser razón suficiente y explicación de todas las demás. Por eso nunca se puede estar seguros de conocer exhaustivamente todas los propiedades ni siquiera en un solo cuerpo, y en consecuencia el conocimiento científico no es adecuado, perfecto y conclusivo, pues su objeto tiene, por lo menos potencialmente, una serie infinita de propiedades que es preciso descubrir en un progreso constante. En este punto la actualidad del Ensayo es total.

La esencia nominal

Locke presta suma atención al lenguaje y procura eliminar cualquier mal uso o confusión de las palabras. En ese sentido, después de estudiar la sustancia y las ideas que la determinan, concluye el capítulo sexto del tercer libro del Ensayo hablando de los términos que la significan.

En principio el término adecuado referido a una sustancia es inevitablemente nombre de clase. Estos nombres abstractos son ideas complejas que abarcan a todos los individuos, que al presentar una serie de cualidades homogéneas, merecen una denominación común. A todos estos términos, que miden y limitan una especie a través de ideas comunes bien determinadas, llama Locke «esencia nominal». No lo que el oro es en sí, sino eso que se llama oro. La esencia nominal cumple en el Ensayo una doble función, primero porque corresponde al conocimiento adecuado de la sustancia en las ideas de sensación y reflexión. Y después porque los nombres abstractos iguales para varios individuos, son por su significado general el instrumento último del conocimiento científico.

Locke sigue la más estricta teoría nominalista. Los términos que constituyen la esencia nominal son sólo palabras que significan, primero una serie de ideas semejantes, y luego una clase determinada por dichas ideas. Así pues, el término abstracto no representa ninguna naturaleza real, sino sólo una colección de individuos semejantes desde la perspectiva de la sensación o la reflexión. Así pues el Ensayo se refiere otra vez a la esencia real como a una entidad tan desconocida para la mente humana como el color para un ciego.

Pero es que además de desconocida es inútil, porque la esencia nominal es suficiente para distribuir los objetos del conocimiento en clases. Las ideas complejas con las que se conocen esas clases, aunque imperfectas e inadecuadas, no son totalmente arbitrarias y sirven para la conversación común y en el contexto del Ensayo para el conocimiento científico general.

Es un abuso en cambio tomar las palabras por sustancias o esencias reales, por falta de un análisis riguroso o por precipitación en el modo de pensar y de hablar. Cuando Locke dice «el oro es maleable» no quiere decir que la esencia del oro sea maleable. Esa proposición significa simplemente que eso que los hombres llaman oro, es decir, un determinado conjunto de sensaciones regularmente yuxtapuestas y conexas, admiten junto a ellas y de forma constante, la idea de maleabilidad.

Al final del camino se ve con toda claridad lo que John Locke aporta a la filosofía. Establece primero que el conocimiento se puede controlar a través de la experiencia cuyo objeto primero son las vivencias mensurables y cuyos patrones de medida son el número, el tiempo y el espacio. Dice además que el movimiento de los cuerpos naturales y los mismos actos humanos están siempre determinados, o bien desde fuera por trabas psicológicas o físicas –las pasiones, la ignorancia o la violencia– o bien desde dentro por el juicio lúcido de la voluntad. Este universal determinismo hace posible una ciencia exacta y segura. El Ensayo concluye sustituyendo las sustancias reales de las cosas por nombres generales –esencias nominales– que significan directamente ideas comunes e indirectamente clases. En resumen el objeto del conocimiento es controlable experimentalmente, mensurable, determinado y general y además puede ampliarse indefinidamente. Es todo lo que pide la nueva ciencia.

Queda sólo por decir que según Locke el hombre conoce su propio espíritu por reflexión, a Dios por un razonamiento que parte de la idea y la existencia del propio yo y finalmente al mundo por medio de la sensación, sobre todo la que representa cualidades primarias mensurables. El desarrollo típicamente cartesiano de este brevísimo apartado final no debe ocultar que la mente humana desconoce la esencia misma de las cosas y sólo se hace cargo y cuenta de ellas a través de un conocimiento puramente exterior.

3. Los Principios de Berkeley

La figura de Berkeley es tan sugestiva como desconcertante, y ello por tres caracteres que están juntos en él. Primero su radicalismo, que en su época sólo fue comprendido por David Hume y después, ya muy de lejos por Husserl y su escuela. Ciertamente, su filosofía, su método y descripción del mundo no admiten supuestos previos. El sujeto del conocimiento es el espíritu y su objeto las ideas, los dos unidos en conexión necesaria.

Por otra parte Berkeley tiene la desgracia de ser obispo. Desde el punto de vista de una historiografía de la filosofía, ello es una auténtica fatalidad. Sus futuros intérpretes van a tener una tendencia casi irresistible a reducir su pensamiento a una apologética religiosa, dejando de lado por comodidad la intuición central que traslada la crítica desde el conocimiento de la ciencia a la vivencia del mundo que tenemos ante nosotros día tras día. Las intenciones de Berkeley no tienen por qué coincidir con las intenciones de la historia y en esto se parece a Colón, que queriendo llegar a las Indias por el camino más corto, descubrió un nuevo continente. Sería una necedad solemne no aprovechar su descubrimiento.

Además, Berkeley, al contrario que Locke o los ilustrados, no está claramente determinado por su circunstancia histórica. En ella hay que situar previamente al pensador irlandés, si se quiere entender plenamente la radicalidad y sencillez de sus ideas evitando malentenderlo de acuerdo con las propias categorías mentales.

Berkeley nace en 1685 cuando el régimen inglés en particular y la monarquía absoluta en toda Europa emprenden su última batalla con la llegada de Jacobo II al poder y la derogación del Edicto de Nantes. Estudia en el Trinity College de la Universidad de Dublin las matemáticas y la física de Newton, y paralelamente la filosofía crítica de Locke. De sorprendente precocidad, ya en 1707 a los veintidós años escribe para su propio uso los Philosophical Commentaries y publica poco después el Ensayo de la teoría de la visión, y su obra central, el Tratado sobre los principios del entendimiento humano (1710),

Se traslada a Londres, donde tiene relación con los escritores más ilustres, viajando después por Europa. Conoce, directamente o por sus escritos, a Espinosa, Hobbes, Malebranche, Descartes, Newton, y los conoce muy bien. Cuando en el año 1713 aparecen los Tres diálogos de Hylas y Filonús puede decirse que el filósofo ha cerrado el primer ciclo de su carrera, el que va a tener verdadera importancia histórica.

Berkeley critica expresamente en su obra a los librepensadores, los escépticos, los ateos y los materialistas. Ciertamente el siglo XVIII puede presentar una brillante nómina. Hobbes y Gassendi, los libertinos, Bayle con su Diccionario, que es un adelanto breve de lo que después será la Enciclopedia, son ejemplos bien notables. Pero sería un error descomunal pensar que esta crítica apologética es lo más importante de la doctrina del filósofo irlandés. Ni su empeño de evangelizar América del Norte ni los cuarenta últimos años de su vida representados por escritos ya específicamente teológicos deben desorientarnos en este punto.

Cuando Berkeley dedica los Principios al conde de Pembroke, el mismo que empujó y ayudó a Locke a construir y publicar su Ensayo, no tiene la precaución de prevenir a este digno aristócrata de que su noción de conocimiento es radicalmente distinta. Efectivamente los dos filósofos siguen al elaborar su sistema dos direcciones opuestas y contradictorias.

El Ensayo, de acuerdo con la corriente ya iniciada por Descartes y Galileo y completada por Newton, considera que la ciencia es el conocimiento humano primordial. Por ello desnuda al mundo de sus cualidades no mensurables y figura las ideas semejantes a través de un nombre común. Su objeto de estudio es el mundo convencional de los científicos, que instalados en su propio ámbito de conocimiento, no admiten otro saber superior y más verdadero,

Berkeley en su Tratado sigue el camino exactamente inverso. Vuelve a revestir al mundo con todas sus cualidades secundarias y lo recobra así en su integridad. Pero además devuelve a ese mundo y a cada una de sus partes su individualidad, al negar la existencia de las ideas abstractas. Y por si eso fuera poco, da un paso decisivo, eliminando de raíz la posibilidad de una construcción duplicada y convencional del universo físico, porque identifica lo que percibe –la idea– con la cosa misma. Sus asombrados contemporáneos, con la única y considerable excepción de David Hume, no entienden demasiado bien qué quiere decir.

Las ideas abstractas

Berkeley, a pesar de esa inmensa distancia que lo separa de Locke, plantea un problema análogo, porque quiere saber cuál es el ámbito del conocimiento y cuáles los obstáculos y los errores a que conduce un abuso de falsos principios y de términos confusos. En primer lugar deja en suspenso el presunto poder de fabricar las ideas abstractas y de usar los nombres correspondientes a estas supuestas ideas. La abstracción según Berkeley es una operación del espíritu doblemente engañosa.

Abstraer es separar mentalmente las cualidades que en las cosas mismas están unidas de forma inseparable. Si percibo –siguiendo el ejemplo de Berkeley– un objeto extenso que tiene color y movimiento todo a la vez, puedo –eso parece– considerar aisladamente las ideas de extensión, de color y de movimiento. Abstraer significa en un primer momento, descomponer mentalmente un objeto, que en realidad sigue íntegro.

Como los errores nunca vienen solos, el entendimiento humano, después de aislar una idea, por ejemplo la de extensión, puede compararla con las demás extensiones particulares, prescindir de su forma, magnitud y figura, y considerar a parte lo que todas ellas extensiones. Esta nueva idea es todavía más abstracta y por lo mismo más universal. Igual pasa con el color, el movimiento o cualquier otra cualidad o idea simple.

En un tercer momento, la mente humana observa seres complejos que tienen en común varias cualidades coexistentes, es decir, constante y regularmente yuxtapuestas. Separando todas estas ideas y cualidades comunes de las otras ideas propias de cada uno de los seres, se forma una idea abstracta de una sustancia, por ejemplo un hombre, y se significa por medio de un término o de un nombre común.

Esta descripción de la abstracción coincide fundamentalmente con la formación de la esencia nominal en Locke. Es el mismo criterio del viejo nominalismo según el cual los universales no son nada fuera de la mente y de los términos. Pero Berkeley va mucho más lejos que su maestro, porque afirma categóricamente que ni siquiera en el entendimiento existen las ideas abstractas, ya que toda idea, es decir todo contenido de consciencia, tiene que ser inevitablemente individual. La duplicación del mundo en objetos individuales existentes en sí mismos por un lado, y en ideas generales puramente subjetivas a través de las que se coleccionan esos individuos por otro, queda así anulada de raíz.

Berkeley critica las ideas abstractas en la introducción de su Tratado, porque todo el sentido de la obra depende de que cada una de las vivencias sean particulares. En polémica con el Ensayo de Locke, rechaza la «idea de un triángulo que ni es oblicuo, ni isósceles, ni escaleno, sino todo eso y a la vez nada», invitando simplemente al lector a que reconozca con toda sinceridad si tiene en sí tan extravagante vivencia. Lo mismo sucede con las ideas más complejas de sustancia o esencia nominal.

En realidad el prólogo de los Principios está decidiendo cuál es el conocimiento verdaderamente primero del que derivan otros saberes secundarios. Afirmar como Locke la existencia de ideas abstractas, que precisamente por su abstracción son necesarias y universales equivale a poner por delante de todos los saberes al conocimiento científico. Afirmar en cambio que toda idea es individual y que sólo de modo derivado se convierte en representación general es dar prioridad –y eso hace Berkeley– al conocimiento común y abrirse al mundo de cada día. Sólo falta saber cómo se puede justificar, a partir de esta radical individualización del mundo, el conocimiento general y cómo desde las vivencias de cada día surgen las ciencias.

Las ideas generales

Según Berkeley cualquier idea es singular y numeralmente una, pero puede sustituir o hacer las veces de otras ideas igualmente particulares semejantes a ella. Es la única condición necesaria para que una ciencia sea posible. El conocimiento primero se proyecta sobre las vivencias individuales de cada día, pero todas ellas juegan funciones muy diversas, una de ellas la de significar una colección. Cabe decir entonces que tales vivencias son individuales por su esencia y generales por su función.

Cuando un geómetra, dispuesto a demostrar un teorema, dibuja sobre el encerado la figura de un triángulo cualquiera, esa figura es desde luego particular, pero en la medida en que sustituye a todos los triángulos posibles es general. Ahora bien, no es abstracta ni en sí misma porque es bien concreta por su función significativa, ya que no representa a una idea única sino que sustituye a una colección de ideas igualmente concretas y particulares.

Igual que una idea particular desempeña la función de sustituir a las ideas semejantes, también las palabras pueden sustituir a las ideas. Ahora bien, sigue siendo un error, según Berkeley, pretender traer de la nada gracias a los términos, ideas abstractas. La palabra «triángulo», igual que las figuras del geómetra, hace las veces de un triángulo cualquiera, es decir, sustituye indistintamente a todas las ideas de triángulos individuales y concretos, sea cual sea su forma o tamaño. Igualmente la palabra «hombre» sustituye pronominalmente a Pedro, Jaime y Juan, y cualquier otro individuo o nombre propio.

Los términos generales, según esto, no significan una sola idea, y a la inversa, ninguna idea determinada puede limitar su sentido. Esos nombres, igual que las letras del álgebra, representan infinitas variables individuales pero nunca una noción abstracta, única y universal. Lo que en principio el lenguaje significa es el mundo concreto de todos los días, y sólo de forma derivada engloba en un solo término una serie de ideas semejantes, dando pié a enunciados científicos. Pero incluso en este caso hay que rechazar la pretensión de traspasar el mundo común en dirección hacia un universo abstracto.

Berkeley, partiendo de su negación de las ideas abstractas, somete a rigurosa crítica nada menos que las ideas fundamentales de la mecánica de Newton. Es muy fácil situar a cada cosa en un tiempo individual y concreto pero es imposible elaborar la idea de un tiempo absoluto, abstraído de las ideas de los tiempos particulares. Por la misma razón hay que prescindir de la idea de un espacio imperceptible por los sentidos que permanece siempre igual a sí mismo, o más brevemente de un espacio absoluto. Y finalmente y en consecuencia tampoco es posible pensar un movimiento en abstracto distinto de los movimientos concretos percibidos por los sentidos.

El filósofo irlandés demuestra la misma finura intelectual al hablar de la geometría y concretamente al referirse a las paradojas del continuo, que son también consecuencia de un mal uso de la abstracción. Una línea finita no es en sí misma infinitamente divisible, pero cuando se traza una línea «cualquiera» se la convierte en representación y signo de todas las demás líneas, por muy grandes que sean, y esta representación implica la posibilidad de una divisibilidad infinita.

En cuanto a los números de la aritmética, son signos que desempeñan la función de variables individuales que sustituyen a cualquier idea o vivencia mensurable de la mente humana. Si se consideran como abstracciones, separadas de su función pronominal, son puros juegos de palabras sin ningún interés ni sentido. En todo caso las ciencias están subordinadas y sometidas al conocimiento común.

La crítica de la sustancia material

Locke, y primero que él Galileo y Descartes, habían mutilado el conocimiento del mundo, separando las ideas primarias semejantes a la realidad y al mismo tiempo mensurables, de todas las demás vivencias, el color, el sonido, el frío y el calor, los olores y sabores, que además de ser subjetivos no admiten medida. Esta mutilación es tanto más peligrosa cuanto que identifica el objeto de la ciencia, lo medible, con la realidad misma, insinuando –y los científicos posteriores toman buena cuenta de ello– que sólo el conocimiento que llaman objetivo tiene el derecho a alcanzar la verdad real de las cosas.

Berkeley vuelve a vestir el mundo con la espléndida gala de sus cualidades secundarias. Una mirada ingenua y libre de prejuicios reconoce que el color blanco de la nieve es tan suyo como la extensión, y que el fuego es caliente en la misma medida en que tiene movimiento. Es posible que este saber integral y primario que tenemos de las cosas desemboque en otro conocimiento derivado referido únicamente a las cualidades que determinan la medida de cada cosa. Pero por muy exacta en principios y muy rica en resultados que sea la ciencia, no es ella el objeto primero de la mente humana.

Para devolver al mundo todas esas cualidades que de suyo le pertenecen Berkeley toma un doble camino. Observa en primer lugar que no puede percibir una cualidad primaria, separada y abstraída de cualidades secundarias que la acompañen. La idea de extensión, por ejemplo, ha de tener un grado determinado de claridad o color, o un tono e intensidad que se distribuye en forma de sonido en el espacio que, o una resistencia mayor o menor si se capta con el movimiento de las manos.

En resumen, las ideas de las cualidades primarias de las cosas están inexorablemente unidas a las secundarias. Pero además el movimiento y la extensión, igual que los colores, los sonidos o los olores, son objetos de percepción. Si se decide llamar a todos estos objetos ideas, hay que concluir que el mundo de cada día se compone de todas ellas, y que ninguna de ellas, tiene más realidad o es mejor conocida que las demás.

Después de haber devuelto sus derechos de ciudadanía a las cualidades secundarias, Berkeley va a rematar su razonamiento sometiendo a una enérgica cura de humildad a las otras cualidades primarias, sobre todo la extensión y de forma derivada el movimiento. Los Tres Diálogos recuerdan a su paisano Jonathan Swift, con quien estos años hacía tertulia en Londres. No puede ser de otro modo, pues critica el supuesto de todos los científicos del siglo, la unidad de una extensión absoluta.

La argumentación de Filonús es imparable. Una polilla ve su propia pata como un cuerpo de bastante dimensión, mientras que los sentidos del hombre difícilmente pueden verla por su pequeñez. Además, cuanto más cercano o alejado esté un objeto, su extensión varía en proporción inversa a la distancia. Como una y la misma cosa no puede tener en sí misma dimensiones diversas y como ninguno de los puntos de vista es privilegiado con relación a los demás, resulta que la extensión, ni más ni menos que el color, sólo puede existir como objeto cambiante de percepción. No existe una extensión absoluta, igual que no existe un color o sonido o sabor independiente de la vivencia que los actualiza.

Berkeley razona siguiendo dos líneas convergentes, una que convierte a las cualidades secundarias en objetivas, otra que suprime la pretensión del movimiento, la extensión y las otras cualidades primarias de tener existencia independiente y absoluta. En el punto de unión de estas dos líneas, todas las cualidades aparecen como objetos de conocimiento, es decir, como ideas.

El objeto del conocimiento

Cuando Berkeley dice que la mente humana sólo conoce ideas, está negando indirectamente la existencia de las cosas que están más abajo o por detrás de ellas. Las ideas no son un duplicado de la realidad exterior sobre el que se construye un conocimiento convencional. Las ideas que en cada caso se perciben son ni más ni menos que la cosa misma, y cualquier manipulación mental del mundo tiene un carácter derivado.

Más concretamente, el filósofo irlandés critica la idea de sustancia material, o más exactamente dice que no es posible tener esa idea ni directa ni indirectamente. No directamente desde luego, pues cuanto se percibe es una yuxtaposición de ideas, que son variadísimas y van del calor del fuego al blanco de la nieve, al movimiento de la flecha o la solidez de la roca. Pero por muy diferentes que sean, caen todas ellas indistintamente bajo la percepción de la mente humana. En cambio nadie puede ver ese extraño soporte de las ideas, lo mismo si se llama materia, cuerpo, sustancia o realidad independiente y externa.

Tampoco la materia puede ser conocida de modo indirecto por la mente humana gracias a la semejanza que tiene con las ideas inmediatamente percibidas. Efectivamente, esa sustancia material, esa cosa externa que se supone semejante a las ideas, o bien es perceptible o bien no lo es. Si es percibida es sin más una idea. Si no es perceptible, ni se puede parecer ni siquiera comparar con las ideas.

Berkeley es, una vez más, contundente. No tiene sentido decir que un color es semejante a lo invisible, que lo duro y lo blando se parecen a algo intangible. No es sólo que esto sea falso, pues un enunciado falso implica la comparación y la igualación de dos ideas diferentes. Es que eso no tiene sentido, no quiere decir nada, pues aquí falta uno de los términos de la comparación.

Tampoco la extensión percibida de cerca, de lejos, mayor o menor, puede compararse a una extensión absoluta, que no sea ni grande ni pequeña. Ni el movimiento, que el sujeto percibe con velocidad variable según sea su cercanía al objeto y la estructura de sus sentidos, tiene nada que ver con un movimiento abstracto, ni rápido ni lento. Lo mismo sucede con todas las ideas independientemente de su distinción convencional en primarias y secundarias.

Queda todavía una solución, que la sustancia material sea conocida por un razonamiento semejante al del Ensayo de Locke. La sustancia es el sustrato que mantiene en conexión las distintas cualidades de cada cosa. Es verdad que no se conoce inmediatamente, pero sí cabe afirmar su existencia por la necesidad de ese soporte de las ideas unidas entre sí de forma regular y constante. Berkeley ataca este último reducto de los «materialistas», pues el hombre tampoco tiene esta idea relativa de sustancia, pues decir que es soporte o fundamento es sólo una torpe forma de hablar tomada del mundo de las vivencias cotidianas.

Por lo demás, afirmar la existencia de algo independiente de nuestra percepción es una operación mental tan complicada como contradictoria. Porque, o bien esa entidad es percibida o pensada y entonces es una vez más idea. O bien, a fuerza de ser independiente, se escapa de toda posible vivencia y entonces cualquier afirmación o negación sobre ella, e incluso su misma noción, no quiere decir nada.

El carácter de la realidad

Después de demostrar el sinsentido de la noción de sustancia material Berkeley sigue un camino inverso y complementario, fundamental en su sistema. Empieza criticando la separación entre una realidad en sí y un mundo de ideas, que representan la realidad por medio de una relación de semejanza. Esta duplicación del mundo daña simultáneamente a las ideas y a las cosas, porque si las vivencias forman un mundo cerrado en sí mismo, nadie puede asegurar que dicho mundo se corresponda con la realidad. Los colores y los sonidos, la misma extensión y movimiento, son en principio puras ideas y nada permite dar el paso desde este mundo inmanente y subjetivo a otro universo que tenga carácter de realidad.

Eso quiere decir Berkeley con su afirmación de que la creencia en la sustancia material lleva inevitablemente al escepticismo. Si las ideas son algo distinto de la realidad y todo objeto de conocimiento es una idea, entonces no se puede conocer nunca la realidad. El materialismo y el escepticismo son las dos caras, objetiva y subjetiva, de una moneda única y falsa.

Al negar esta duplicación del mundo, Berkeley tiene que elegir entre dos alternativas. Una está representada por Hylas, convertido de materialista en fanático idealista. Según esta versión las cosas materiales son sólo un conjunto de ideas presentes a la mente humana. Estas ideas no pretenden tener mayor consistencia que las visiones de los sueños, las creaciones de la imaginación o los errores de los sentidos. En cuanto al hombre, es una especie de ente asesino, que a medida que percibe suprime la realidad de lo percibido, trasformando las cosas en ideas. Por supuesto que este extraño inmaterialismo es un sinsentido total.

Pero hay otra forma rigurosamente inversa de suprimir esa duplicidad, y es la que decididamente adopta Berkeley. Consiste en afirmar que las ideas, es decir, lo que se está percibiendo, son las cosas mismas. Entre lo que se ve, se palpa y siente, un color rojo, un sabor fresco y dulce y una forma redonda todo junto, y lo que llamo cereza no hay ninguna distancia, ninguna separación. Sólo una operación derivada y artificial permite establecer esa duplicación y elegir entre las cualidades de las cosas aquéllas que corresponden a ideas mensurables con la falsa excusa de que son las únicas reales.

En consecuencia, en el conocimiento primero, el de todos los días, lo que en cada momento aparece es la cosa misma. En la medida en que el entendimiento humano percibe, todo lo percibido aparece investido del carácter formal de realidad. Berkeley no pretende convertir las cosas en ideas sino –según su propia y literal expresión– las ideas en cosas.

Según el ejemplo anterior, ese complejo de percepciones o de ideas, que se puede ver, tocar y saborear y que por convención se llama cereza es un objeto percibido. Ahora bien, la nada no puede ser percibida y por consiguiente, en la medida en que se percibe, eso que se percibe es real. Es el complemento perfecto del cogito cartesiano. «Es pensado, luego existe.» Si Descartes no ha dado el paso decisivo no es por su duda radical, sino precisamente por todo lo contrario, porque su mente de científico ha elegido el mundo que más le conviene, el universo extenso, y por eso necesita suprimir toda percepción que oscurezca la segura y precisa medida de la ciencia.

En resumen, el conocimiento de que Berkeley habla en su Tratado y en los Tres diálogos no es el conocimiento convencional del científico, sino el conocimiento común de todos los días. Es la única forma de hacer frente al mundo inmediato, sin privarlo de ninguna cualidad y respetando la individualidad de cada cosa.

La reaparición de la metafísica

Antes de señalar la aportación decisiva de Berkeley a la filosofía y su parcial fracaso hay que recordar cómo Locke ha emprendido por primera vez la tarea de establecer los límites del conocimiento humano, es decir, elaborar una filosofía crítica. Su Ensayo es una obra monumental, donde están contenidas todas las ideas centrales de la filosofía del siglo XVIII. Pero a pesar de su novedad deja tras sí unos supuestos que traspasan los límites del conocimiento y son en este sentido, metafísicos.

Se trata de una metafísica destinada a fundamentar las ciencias. Efectivamente la duplicación del mundo en cosas reales por un lado e ideas por el otro, la afirmación de un soporte material invisible y de cualidades primarias independientes del sujeto percipiente, y sobre todo la existencia de ideas abstractas, son otros tantos andamios ocultos sobre los que se construye un conocimiento científico.

La gran aportación de Berkeley a la historia del pensamiento es la identificación de las ideas concretas, lo que en cada caso se está viendo, con la cosa misma. Por una parte no tiene sentido hablar de ideas no percibidas, y por otra, todas las ideas que son objeto del conocimiento están investidas del carácter formal de realidad. La eliminación de toda posible duplicación del mundo del hombre y por consiguiente de toda metafísica de tipo cientista es la consecuencia imparable de esos principios.

Si Berkeley hubiese quedado aquí, su teoría del conocimiento sería del todo consistente. La crítica simultanea del materialismo y del escepticismo dice que no tiene sentido hablar de las cosas en sí y afirma el carácter real de las ideas percibidas, todo a la vez.

Sin embargo queda en él un residuo de metafísica y consiguientemente un desdoblamiento del mundo en dos planos. Sólo que este desdoblamiento no es el supuesto fundamental de una ciencia física, como en el caso de Locke, sino de una teología. En efecto, el sustrato de las ideas en cuanto que tienen una existencia independiente de cualquier espíritu finito no es una sustancia material dotada de cualidades primarias sino un sujeto absoluto, que al percibir desde siempre las ideas no las recibe del exterior como objetos, sino que las produce desde cero, de la nada, a través de su percepción. Precisamente la afirmación de la existencia absoluta de las cosas-ideas, conlleva necesariamente la afirmación de un sujeto percipiente infinito y absoluto «contra los ateos y librepensadores».

Es aquí donde se ve con más claridad la distinción entre crítica y metafísica. Desde el punto de vista de una teoría del conocimiento, decir que las ideas, lo que en cada caso se percibe, es la realidad misma, es, junto con el cogito de Descartes, uno de los hallazgos centrales de la historia de la filosofía. Desde otro punto de vista, decir que la realidad consiste y tiene su razón de ser en ser percibida por un sujeto, es volver a introducir al lado de esa explicación, todas las categorías de la metafísica clásica. Va a ser David Hume el encargado de anular todos estos residuos, elaborando una crítica sin ningún supuesto previo.

4. El escepticismo de David Hume

David Hume vive entre los años 1711 y 1776 entre París y Edimburgo, dos ciudades privilegiadas del siglo XVIII, porque son focos del movimiento ilustrado. Estudia filosofía natural con un discípulo de Newton, R. Stewart, y completa su formación intelectual por su cuenta, leyendo a Swift, Milton, Addison, Pope, y a los filósofos Bacon, Locke, Bayle y Berkeley. Pasa muy de prisa por encima de las profesiones de abogado y comerciante, y a los veintidós años viaja por primera vez a Francia. El mismo en su autobiografía, habla muy sobriamente de esta primera estancia, diciendo simplemente que pasó tres años muy agradables, primero en Reims y luego en La Fleche.

Durante este tiempo compone su Tratado de la naturaleza humana, del que hay que decir dos cosas. La primera, que sólo los filósofos ingleses influyen en esta primera aventura (1738) de Hume, como se comprueba por el propio contenido del libro. La segunda que el Tratado fue un completo fracaso editorial, como puede comprender cualquier lector desinteresado. La total novedad y sobriedad de las ideas, difícilmente digeribles para los pensadores de la época, se acompaña de una exposición complejísima, una marcha muy lenta del pensamiento y una serie de errores juveniles –toda la segunda parte por ejemplo– que el propio autor se encargará de corregir en su edad madura.

David Hume encaja muy bien este primer fracaso, y cuatro años después, en 1742 publica en Edimburgo los Ensayos morales y políticos con mucha mayor fortuna. Cuando acompaña al general Saint Clair en su expedición a Francia y en su embajada militar a Viena y Turín entra, por así decirlo, en sociedad. Coincidiendo con esta puesta de largo reedita sus Ensayos, y lo que es más importante, la primera parte corregida de su Tratado bajo el título ya tópico de Investigación sobre el entendimiento humano.

Esta obra, que resume con claridad, ligereza de estilo y precisión la sobria filosofía de Hume, tampoco tiene en un primer momento el menor éxito. Pero cuando ya de vuelta en su casa de campo de Edimburgo prepara sus Discursos, el editor le informa de que por fin sus escritos –fuera del infortunado Tratado– empiezan a ser tema de conversación, de lectura y de polémica. Finalmente, en 1752 refunde la segunda parte de su opera prima, que lleva por título Investigación sobre los principios de la moral.

Ese mismo año es nombrado bibliotecario de Edimburgo, y aprovecha esta feliz circunstancia para iniciar, gracias al inmenso material bibliográfico que tiene a mano, su opus magnum, la historia de Inglaterra. Entre los años 1754 y 1761 publica en cuatro partes este trabajo monumental con resultados editoriales muy variables. Al mismo tiempo sus ideas empiezan a atravesar el canal y a calar entre los ilustrados.

En 1763 recibe una invitación del Conde de Hertford para acompañarle a la capital francesa como secretario de embajada. El recibimiento que «hombres y mujeres de toda condición» hacen a Hume es tan entusiasta como tumultuoso. En este momento de su vida ocupa el centro del movimiento ilustrado y conoce a Rousseau, D’Alembert, Holbach, Helvetius y todo el círculo de los enciclopedistas. Por ausencia de Hertford es durante unos meses encargado de negocios de la embajada antes de su última vuelta a Escocia. Allí le espera su mejor amigo, Adam Smith que comparte con él la dirección de la «Sociedad de filosofía de Edimburgo». De esta forma Hume se sitúa en mismo centro de gravedad del pensamiento de su tiempo.

El escepticismo de Hume

Lo primero que llama la atención de quien lee los libros de David Hume es la sobriedad y al propio tiempo el radicalismo de su pensamiento. Hay que ir atrás hasta Descartes, y todavía más hasta los escépticos griegos y el viejo Sócrates, para encontrar una filosofía primera más sencilla. El mismo Hume tiene cuidado de resaltar este carácter primario de su pensamiento y llama a su sistema, por oposición a todos los demás, escéptico.

Ya hay que empezar a tener cuidado. El escepticismo de Hume no tiene nada que ver con la duda de los escépticos antiguos, sino con el principio según el cual todo cuanto existe como objeto de nuestros sentidos puede en rigor no existir, porque su contradictorio es inteligible. El mundo de la razón no se corresponde con el mundo común, ni lo puede determinar de forma necesaria y a priori.

En principio se conoce a través de las impresiones de los sentidos un mundo afectado del carácter de realidad. Hume –al igual que Berkeley– afirma que la idea de existencia no se deriva de una percepción previa, ni añade nada a esa percepción. Percibir un objeto y percibirlo como existente son actos que no se diferencian en absoluto uno del otro y que son recíprocamente intercambiables.

Queda por explicar la creencia común de todos los hombres en la existencia continua de cuanto perciben. David Hume no elabora, como Berkeley, una metafísica o una teología natural para justificar a partir de un sujeto absoluto la independencia de lo percibido con relación a la consciencia percipiente. Al revés, puesto que esa creencia pertenece al hombre común, hay que renunciar a cualquier elaboración filosófica o científica y considerar la mente humana en su existencia de todos los días.

Desde este punto de vista, lo primero que aparece es una serie de percepciones que a pesar de su discontinuidad son iguales y repetidas. Al cerrar los ojos y abrirlos inmediatamente, permanece igual la impresión de los muebles de esta habitación. Cuando se repite la operación un número creciente de veces con idéntico resultado, se espera por hábito con seguridad creciente pero nunca absoluta la misma percepción «constante y coherente».

Para justificar el mundo de todos los días son suficientes tres elementos. Una percepción primera en el tiempo, una segunda percepción discontinua con esa primera, pero que reproduce su misma coherencia interna, y finalmente una repetición constante de esas dos percepciones discontinuas y semejantes. Eso basta para que el hombre tenga una creencia cada vez mayor en la continuidad e independencia de los objetos de su mundo cotidiano.

La vida común, anterior a la ciencia y a todo otro conocimiento derivado, repite las mismas percepciones sensibles y funda la creencia en su continuidad. Ahora bien, en la medida en que toda impresión está afectada por el carácter formal de realidad, la creencia en la continuidad de una impresión es simultáneamente creencia en su realidad continua. Eso basta para justificar ante los ojos del hombre y desde el punto de vista de su existencia cotidiana el ser del mundo percibido.

La naturaleza humana

El escepticismo de Hume se opone en principio al pirronismo o a otras sectas de la antigüedad, pero también puede ser definido positivamente. Ser escéptico significa para el filósofo escocés, renunciar a toda pretensión racionalista y ordenar el mundo de acuerdo con los principios de la naturaleza humana. De esta forma se explica la intuición central de su Tratado, oculta por complicados razonamientos, desarrollos larguísimos y errores parciales.

Hume se da cuenta de que en la base de cualquier sistema de pensamiento y de cualquier ciencia está el hombre enfrentado a su mundo diario. Esta naturaleza humana original y su mundo desbordan el ámbito de todo posible proyecto racional. Todavía al final de su Investigación expresa esto mismo con todo rigor. La filosofía –dice– no es más que una reflexión ordenada metódicamente y rectificada sobre la naturaleza humana. Precisamente por este carácter principial esas reflexiones no pueden salir fuera del ámbito de la vida común, donde los conocimientos son imperfectos, imprecisos y limitados.

Cuando Hume aborda el problema del carácter de la naturaleza del hombre, otra vez demuestra una pasmosa lucidez. Efectivamente, la naturaleza humana no se cierra sobre sí misma sino que es esencialmente centrífuga en la medida en que tiene vivencias de otros objetos exteriores a ella. No es que primero existe una naturaleza humana, y después y por añadidura conoce las cosas, sino de algo mucho más radical.

No se puede entender al hombre separado de sus vivencias, igual que no puede haber vivencias separadas de un yo pensante. El hombre y su mundo se solicitan mutuamente y son radicalmente inseparables. Pero además la descripción de la naturaleza humana de todos los días y de su mundo no es un saber sin interés, ni una pura psicología. Es «la metafísica verdadera, que se opone a cualquier otra metafísica falsa y adulterada».

Así pues, la naturaleza humana en cuanto conjunto de vivencias comunes, es base de todo sistema racional y está circunscrita a sus percepciones y sus creencias afectadas del carácter formal de realidad. El a priori no está en una razón de la que se deduce por vía apodíctica la estructura de las cosas. El único a priori es el hombre y la única metafísica, la única filosofía verdaderamente primera, es la reflexión sobre su original forma de ser.

Evidentemente el paso que la filosofía crítica de Hume ha dado es verdaderamente gigantesco, pero a pesar del descubrimiento de un nuevo continente filosófico, sigue pensando de acuerdo con categorías clásicas. El hombre no tiene biografía ni historia ni existencia, sino únicamente naturaleza igual que todas las otras realidades. Y su actitud ante el mundo no es un proyecto ni una forma de haberse con las cosas, sino un paisaje monótono donde todo tiene la forma de una percepción, sólo variable por su mayor fuerza o detalle.

Impresiones e ideas

El carácter centrífugo y vivencial de la naturaleza humana se organiza según Hume en dos niveles que él llama impresiones e ideas. Tanto unas como otras son vivencias de un sujeto y la relación sujeto-objeto y su inversa es justamente la que define al hombre y su conocimiento.

Cuando el sujeto tiene una impresión, es decir, cuando percibe una sensación, o experimenta dentro de él una pasión o una emoción, entonces queda enlazado inseparablemente con el contenido de sus vivencias. Es perfectamente posible considerar aisladamente el polo objetivo de las sensaciones y dejar al sujeto como en la sombra y eso sucede e. gr. cuando se estudian los fenómenos de la física. Es también posible estudiar las mismas impresiones, dejando entre paréntesis su referencia al mundo físico. Pero tanto en un caso como en otro, la conexión del sujeto y de su mundo se mantiene imperturbable, y es la que verdaderamente constituye al hombre.

A la hora de distinguir las impresiones –sensaciones, pasiones y emociones– de cualquier otro tipo de vivencia, David Hume tiene que pagar tributo a todo el pasado filosófico, pues en vez de analizar las infinitas actitudes y estados de ánimo que el sujeto adopta ante su mundo, y las diversas formas también infinitas que en cada caso el mundo revela, se limita a señalar los caracteres del objeto de percepción con toda sobriedad .

Es verdad que las impresiones y su arquetipo que es la sensación corresponde a un objeto que afecta a la mente humana con gran viveza. Pero este primer carácter, sumamente ambiguo y vago no define a la impresión en sí misma y sólo sirve para diferenciarla de la idea, que al parecer es una vivencia mucho más débil, y para diferenciarla muy mal porque la frontera entre ambas vivencias no está distintamente trazada.

Las impresiones son desde luego más vivas que las ideas, pero están además mucho más detalladas. Entre la contemplación de una obra de arte o de un rostro humano y su representación imaginativa o su evocación hay mucha diferencia, pues la sensación ofrece el objeto íntegro mientras que una vivencia derivada lo mutila en mayor o menor grado. Sin embargo la riqueza en detalles tampoco es un carácter cualitativamente distinto y sólo compara diferentes contenidos de consciencia sin establecer entre ellos límites fijos.

Este descubrimiento de la naturaleza humana en cuanto referencia a un mundo es, como todos los hallazgos verdaderamente primeros, de un contenido corto. Las percepciones sensibles y los innumerables estados de ánimo y pasiones quedan reducidos a puros datos de consciencia y son totalmente homogéneos por sus caracteres generales. La intensidad, la viveza y el detalle no diferencian recíprocamente las impresiones, sino que son rasgos comunes a todas ellas, y tienen el mismo sentido cuando se aplican a la impresión luminosa, la pasión y el acceso de cólera. Más todavía, esas propiedades recorren de un borde a otro toda la naturaleza humana, de tal modo que cuando las vivencias son muy débiles y pobres en detalles abandonan su condición de impresiones y se quedan en puras ideas.

Las ideas

El nombre de «ideas» que Hume aplica a este tipo de vivencias, no se corresponde por su sentido con los términos semejantes de Locke o Berkeley. Ahora idea es simplemente un contenido de consciencia más débil que la impresión. Por supuesto que ni el Tratado sobre la Naturaleza Humana ni el Ensayo sobre el Entendimiento se molestan en definir un término tan ambiguo como el de debilidad, ni siquiera establecen una frontera clara entre impresiones e ideas en función de esa propiedad al parecer decisiva. Sólo es posible salir de esta indefinición cuando se advierte que las ideas son imágenes, recuerdos o incluso nociones generales, evidentemente distintos de las sensaciones y de los estados de ánimo actuales.

De todas formas, las impresiones de un lado y las ideas de otro, constituyen dos mundos diferentes del hombre. Queda por saber qué relación hay entre estos dos tipos de mundo para completar la noción de naturaleza humana y establecer simultáneamente los principios absolutamente primeros de todo conocimiento, primero del natural y derivadamente del científico.

Hume añade a este carácter relativo de las ideas –la poca intensidad– otro segundo, por cierto mucho más relativo. Las ideas, es decir los contenidos de consciencia a los que no corresponde ninguna sensación ni estado de ánimo actual, son copias débiles de las impresiones. Un recuerdo es la consciencia muy pobre y muy poco intensa de una sensación pasada, y análogamente una imagen reproduce una impresión previa de un objeto que ahora está ausente, con mucha debilidad y escasez de detalles. En cuanto a las ideas y los términos generales no representan, según Hume, la idea de un objeto singular ni tampoco un conjunto de objetos ni menos todavía un ente abstracto. Sólo indican la costumbre de considerar unidas y como en paquete a varias ideas semejantes.

Resulta entonces que las ciencias en cuanto conocimientos generales se derivan de un hábito de la común naturaleza humana, igual que sucede con la creencia en realidades continuas e independientes. La vida cotidiana del hombre es el fundamento primero, por supuesto totalmente irracional, del conocimiento científico y de sus principios fundamentales. Pero eso no quita validez a las ciencias, sino más bien al contrario, pues renunciar a sus condiciones de posibilidad es tanto como renunciar a la misma naturaleza humana de la que necesariamente se derivan.

Las ideas están adornadas de un tercer carácter, pues no sólo son poco intensas y copia de impresiones previas, sino que además forman un universo del todo dependiente del sujeto que las piensa. Esto quiere decir que la mente humana puede tener o no tener ideas –todo depende de las impresiones previas– pero si efectivamente las tiene, está en su poder trasformarlas, relacionarlas de mil modos, combinarlas entre sí o analizarlas, como si se tratara de un juego cuyas piezas y reglas se establecen de acuerdo con los caprichos de la imaginación o las convenciones del entendimiento.

El principio fundamental

Lo que verdaderamente define de forma global al entendimiento humano es la conexión entre el mundo de las impresiones, que se impone forzosamente al entendimiento, y el otro mundo convencional de las ideas. Estas fotocopias mentales remiten inevitablemente a un original tomado del mundo de las sensaciones o de los estados de ánimo. En consecuencia no puede existir una idea que no se corresponda con una impresión previa.

Así pues, las impresiones ofrecen una frontera invencible que el entendimiento humano no puede salvar. Son ciertamente el principio, pero también el límite del conocimiento, que empieza y termina en ellas. En cuanto a las ideas, por su contenido sólo pueden reproducir ese mundo original sin añadir nada que no esté previamente en él. Las ideas y las conexiones que se pueden libremente establecer entre ellas toman todos y cada uno de sus contenidos del universo original de las sensaciones, pasiones y emociones.

Este principio fundamental permite distinguir dentro de las ideas las que son válidas y aquéllas otras que no tienen ni siquiera sentido, por medio de un procedimiento tan fácil que casi roza la estupidez. Para controlar la validez de una idea, es necesario buscar y encontrar la impresión a la que corresponde. Si efectivamente se descubre esa impresión la idea tendrá sentido. Pero si por el contrario no existe ningún original, queda afectada de nulidad desde el punto de vista del conocimiento.

Así pues, las ideas a las que no corresponde ninguna sensación previa y los términos que las significan son un sinsentido y han de ser expulsados del ámbito del conocimiento humano. El mérito de David Hume consiste en haber llevado estos principios hasta consecuencias verdaderamente demoledoras.

El ámbito del conocimiento

Lo primero que hace Hume es delimitar negativamente el ámbito del conocimiento. Empieza dejando fuera de juego la idea de sustancia material, porque el mundo sensible se reduce a una conexión de impresiones, sin que aparezca por debajo de ellas a modo de soporte esa oculta y misteriosa entidad. En cuanto a la sustancia espiritual, es una sucesión de sensaciones, de estados de ánimo y de pasiones. Ni la idea de espíritu ni la de cuerpo se corresponden con ninguna impresión original, y de acuerdo con el principio fundamental de la crítica, no tienen sentido.

Por supuesto, Hume somete a revisión las pruebas teóricas de Dios. En efecto, la existencia es una cuestión de hecho y por lo mismo no se puede demostrar a través de razonamientos apodícticos de razón. Hume sustituye la teodicea por una antropología de la religión y mantiene con relación a ella una actitud de total perplejidad.

La mente humana con estas limitaciones puede valorar, basándose en el conocimiento común de cada día, dos tipos de ciencia, las matemáticas y la física. Hume lo expresa al final de su Ensayo con una claridad y precisión tan grande que sólo queda repetir sus mismas palabras. Por supuesto que la metafísica en el sentido clásico del término queda rechazada, pero ocupa su lugar una «verdadera metafísica», una filosofía primera, que reflexiona sobre el mundo original del hombre.

«De acuerdo con estos principios y ya bien seguro de su verdad, ¿ qué hace falta eliminar al recorrer cualquier biblioteca? Si tenemos, por ejemplo, en la mano un libro de teología o metafísica escolástica, hay que preguntarse: ¿Contiene razonamientos abstractos sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene razonamientos experimentales sobre cuestiones de hecho o de existencia? No. Entonces podemos echarlo al fuego, pues sólo contiene sofismas e ilusiones.»

Así pues, sobre el firme principio de la naturaleza humana y sus vivencias comunes, se puede elaborar siguiendo el ideal científico del siglo XVIII, unas matemáticas o una física experimental. Tanto una como otra se fundan en elementos originales y en leyes de relación, que por principio no pueden escapar al mundo de las impresiones pero a partir de ese punto de partida los campos se bifurcan y se hacen diferentes por el carácter de cada conocimiento.

A partir de las impresiones de extensión y de número de los cuerpos es posible reproducir las ideas que serán clave de las matemáticas. El desarrollo de la geometría se basa en la igualdad de magnitudes extensas, y análogamente las ecuaciones de la aritmética van reiterando de modo cada vez más complejo la coincidencia numérica de conjuntos. En uno y otro caso, la comparación de extensiones y de cantidades reproduce la previa y original semejanza entre impresiones.

Esta combinación tautológica de magnitudes puede ser libremente desarrollada por la mente humana. Tal soberanía convierte a las matemáticas en un saber que parte de hipótesis establecidas por convención y desde ellas sigue todos los posibles caminos permitidos por la relación de semejanza o igualdad.

Las verdades de hecho

Pero esta relación de semejanza, que atraviesa de una parte a otra las matemáticas constituyéndolas en ciencia, no vale para los hechos que se conocen a través de las impresiones. La mera contigüidad de dos o más sensaciones tampoco es suficiente para convertir el conocimiento común en un saber general referente al mundo físico. Sólo la relación de causalidad puede ser el fundamento de las ciencias reales.

En principio al hablar de causa y efecto sin poner en claro el valor de los términos empleados, los hombres se refieren a dos hechos enlazados entre sí de forma tal que del primero se deriva necesariamente el segundo en virtud de una fuerza o poder o influencia invencible. Las ideas de causa y efecto sirven para reproducir –eso parece– la conexión necesaria entre dos realidades. Sólo falta por saber si esta idea es adecuada, es decir, si de acuerdo con el criterio de Hume se corresponde con alguna impresión previa.

Siguiendo el principio fundamental de su crítica según el cual las ideas no pueden desbordar el mundo de las impresiones, Hume analiza la idea de causalidad a través de un ejemplo que se ha hecho ya tópico en la historia de la filosofía, el de una bola de billar que choca contra una segunda comunicándole su movimiento. Importa saber hasta qué punto la relación entre estos dos sucesos se refiere a una vivencia original.

En primer lugar, uno de los dos fenómenos, tal como se aparecen en la consciencia, es inmediatamente anterior al otro y existe evidencia sensible de esa prioridad. En segundo lugar, las dos sensaciones están unidas, y no una vez ni dos, sino de modo constante. Esta conjunción de impresiones sucesivas unidas siempre en el mismo orden de tiempo se corresponde con el mundo original, respetando el principio básico de la crítica de Hume.

La crítica de la idea metafísica de causa

Pero que la conexión causa efecto esté afectada por el carácter de necesidad no se conoce a través de ninguna evidencia sensible. La repetición innumerable de dos impresiones en la misma secuencia temporal no produce una impresión añadida de necesidad. Es fácil de demostrar. Cuando se ve por primera vez el movimiento consecutivo de las dos bolas, no aparece que estén necesariamente unidos. Lo mismo tiene que suceder la segunda, la décima o la enésima vez, pues el fenómeno es en todos los casos idéntico.

No tiene tampoco sentido atribuir al primer miembro de la cadena causal las nociones , sumamente vagas, de poder, influencia o impulso. No existe impresión previa de ese extraño e invisible fluido, que pasa de una bola a otra dándole movimiento en determinada dirección. Sólo se percibe una secuencia de fenómenos constantemente repetida, y cuanto pase de aquí ni se corresponde con la sensación ni es una idea adecuada. Lo único que sí quiere decir algo, porque se apoya en el conocimiento previo y original el mundo de las impresiones, es la conjunción reiterada de dos o más fenómenos sucesivos.

Queda por saber cómo se forma en la mente humana esa noción, que parece afectada de carácter de necesidad, aunque sólo sea una repetición de impresiones. Hume aborda la cuestión y le da una solución sencilla, casi trivial. En un primer momento y partiendo de su saber común, el hombre conoce dos impresiones sucesivas unidas entre sí por una relación de contigüidad y de prioridad en el tiempo. En un segundo momento y sin abandonar el conocimiento cotidiano, se da cuenta de que esa unión de impresiones se va reiterando de modo constante.

Llega el tercer momento, el decisivo. El entendimiento humano, a fuerza de ver todos los días dos fenómenos o impresiones que se suceden en el tiempo continuamente, adquiere el hábito de considerarlos unidos entre sí en el mismo orden, y traslada al mundo esa necesidad subjetiva que experimenta dentro de sí cuando adquiere una costumbre inveterada. La creencia habitual es el fundamento de la idea de causa, y de esta forma el mundo de la ciencia tiene que ser previamente un mundo humano.

Importa señalar el paralelismo entre la crítica de Hume al mundo en cuanto un continuo independiente por una parte, y la causalidad por otra. En ambos casos la mente humana tiene impresiones unidas entre sí por semejanza –el mundo objetivo– o por prioridad en el tiempo –la pareja causa-efecto. En las dos ocasiones se repiten impresiones discontinuas, o bien iguales, o bien sucesivas. Finalmente esta repetición constante llega a producir en el sujeto por costumbre la creencia en un mundo de objetos continuos, o bien la necesidad en la secuencia de fenómenos.

Tan importantes como esta analogía en la crítica de Hume son las dos direcciones opuestas que su pensamiento abre a la filosofía. La primera y más interesante –inmediatamente olvidada después de Hume–, proyecta al sujeto sobre un mundo de impresiones y describe su interna articulación, prescindiendo de toda metafísica y de todo reduccionismo cientista. La segunda retrae la investigación hacia ese sujeto y analiza en él las condiciones que sirven de fundamento a todo conocimiento científico. Es el camino que va a seguir Kant en el atardecer de la ilustración.

5. La Crítica de Kant

Immanuel Kant nace en Königsberg en la Prusia Oriental, en 1724, y por consiguiente es una generación posterior a David Hume. Su vida (1724-1804), se desarrolla en su ciudad natal y es a primera vista de una monotonía exasperante. Muy pocas cosas cambian en ella a lo largo de sus ochenta años de funcionario y ninguna novedad tienen sus hábitos diariamente repetidos. La anécdota según la cual sólo dos veces abandona su paseo para comprar el Contrato Social recibir las primeras noticias de la Revolución Francesa puede ser cierta o inventada por sus vecinos, pero en ambos casos simboliza su carácter flemático y sedentario y su figura de ilustrado. Esta aparente monotonía disimula una complejidad en su pensamiento de que sólo el estudio paciente de su vida y obra puede poner en claro.

La madre de Kant y su primer maestro Schultz le enseñan y le hacen vivir el pietismo, una derivación de la religión reformada que pone el acento en la práctica de la piedad. El pietismo de un lado y la religión natural de los ilustrados de otro toman forma en los razonamientos de su tardía filosofía moral.

Ya en la Universidad estudia primero y luego enseña la escolástica alemana del siglo XVIII. Los representantes más ilustres de este movimiento son Wolf, Baumgarten, Crusius, Martín Knutzen –maestro del joven Kant– y Lambert. Al mismo tiempo conoce el sistema de Kepler y Newton y lo trasmite a sus discípulos con la seguridad de quien ha tenido la fortuna de alcanzar la certeza absoluta en el mundo de la ciencia y de la filosofía. Publica monografías científicas innumerables y de una diversidad casi extravagante. Este período abarca aproximadamente desde 1755 hasta 1763. Sobre este montón de afirmaciones, al parecer infalibles y definitivas cae como una bomba la crítica escéptica de David Hume, que en los primeros años sesenta es por fin conocido y venerado, primero en Francia, luego en toda Europa. El choque del dogmatismo y el escepticismo va a decidir la trayectoria final de su filosofía.

Los primeros escritos que Kant publica ya en 1764 someten a crítica la enseñanza tradicional. La Investigación sobre la claridad de los principios, la Noticia sobre la orientación de sus lecciones y los Sueños de un visionario van desplazando poco a poco la escolástica de Wolf y de Crusius y definiendo la metafísica como ciencia de los límites de la razón humana. Otros dos escritos, Fundamentos de las regiones del espacio (1768), y sobre todo la Dissertatio (1770) con la que estrena la cátedra de lógica y metafísica, le orientan en la dirección previamente trazada por el criticismo inglés.

Desde 1771 al 81 trabaja casi exclusivamente en su obra fundamental, la Crítica de la Razón pura, que continúa la filosofía de David Hume después de someterla a una enérgica rectificación. En los Prolegómenos (1783) resume la Crítica centrándose en un estudio de la posibilidad de los enunciados a priori, que son universales y necesarios. Kant ha decidido derivar todos los conocimientos científicos de las condiciones de un mundo trabado por la razón.

Cuando en su otra gran trilogía Fundación de la metafísica de las costumbres (1783), Crítica de la Razón práctica (1787) y Metafísica de las Costumbres (1797) sienta las bases de su ética, se mantiene fiel a esta decisión de anteponer el saber y la acción según leyes a cualquier contenido empírico, en este caso a la consideración de un mundo de bienes sobre el cual un sujeto moral puede ejercer su preferencia. En todos los casos la verdad o la bondad es función del conocimiento y la acción racional.

El problema central de la crítica

Kant toma conciencia del problema crítico al leer a los filósofos ingleses y sobre todos ellos a Hume. Ahora bien, Hume llama la atención sobre el carácter de las vivencias comunes, cuya discontinuidad rompe la unidad de los objetos y del mundo cotidiano. Ese escepticismo se salva gracias a la creencia, una actitud natural y como tal previa a todo razonamiento.

Pero Kant no se preocupa de este conocimiento primero surgido del carácter vivencial de la misma naturaleza humana, sino del otro saber estrictamente racional del que surgen la matemática, la física y en general toda ciencia. Su crítica es por eso «crítica de la razón», lo mismo en el uso teórico que en el práctico. Esta decisión va a tener consecuencias incalculables en la historia de la filosofía. Una de ellas profundamente negativa, porque Kant renuncia al análisis del conocimiento común interrumpiendo el camino iniciado por Berkeley y Hume. La otra en cambio positiva, pues gracias a esta renuncia consigue fundar críticamente el saber científico y dar cuenta de todos sus supuestos y condiciones.

Cuando busca un conocimiento de razón, universal y necesario, Kant vuelve a tropezar con la censura implacable del último criticismo inglés. Al parecer la experiencia proporciona una sucesión de impresiones sin ninguna noción añadida de poder, causa o necesidad. Cuando una repetición de las experiencias produce el hábito de pensarlas constantemente unidas, entonces es posible llamar a la primera impresión causa, y a la otra que le sucede en conjunción constante, efecto. De esta forma las pretensiones racionales de toda ciencia posible se sacrifican a la decisión previa de fundar el conocimiento, incluso el más abstracto, en la naturaleza humana entendida como conjunto de vivencias comunes.

Ahora bien, por este camino no se puede garantizar con total seguridad un saber racional, universal y necesario, como quiere Kant. Por eso en los Prolegómenos el filósofo alemán despacha las vivencias comunes en dos líneas escasas, las llama «juicios de percepción» y dice despreciativamente que sólo tienen un valor subjetivo frente a los verdaderos juicios de experiencia, objetivamente válidos.

El conocimiento auténtico, que por encima de cualquier percepción meramente subjetiva alcanza la misma realidad del objeto es el saber racional, cuyo arquetipo son las ciencias matemáticas o físicas. De esa forma Kant da la vuelta al sistema escéptico de Hume, según el cual el entendimiento no puede determinar según principios a priori y por lo mismo universales y necesarios su objeto. El mundo objetivo es rigurosamente racional, y más allá o más acá de este universo sólo existen cosas en sí, totalmente trascendentes y desconocidas, o al revés, vivencias inmanentes.

La trabajosa hazaña de Kant vuelve a poner en primer plano el conocimiento científico, y en este sentido su obra, lo mismo en su contenido que en su forma, recuerda al Ensayo de Locke y completa la teoría del primer filósofo ilustrado. Pero a la hora de buscar un duplicado del mundo físico que sirva de soporte a la ciencia, tiene que salvar la crítica, en apariencia invencible, de Berkeley y Hume, que han suprimido toda dualidad de cualidades, de sustancias y modos, de individuos y abstractos. El principio y fundamento de esta duplicación no puede estar en las cosas sino en el conocimiento humano, que da origen a una doble forma de ser.

Los fenómenos

Si la mente humana conociese las cosas en sí mismas, entonces ese conocimiento dependería totalmente de su objeto y sería en consecuencia posterior a él. El mundo humano se correspondería con el universo real, toda dualidad quedaría suprimida y la ciencia, tomada como saber universal y necesario sería imposible.

Pero sucede que el hombre no tiene ese conocimiento absoluto, Sólo puede conocer las cosas a través de las impresiones que producen en los órganos de los sentidos. A esas impresiones sensibles llama Kant con un término que se hará tópico en la historia de la filosofía y de la ciencia, fenómenos. Para las cosas en sí mismas reserva el término, más esotérico y misterioso, de noúmenos.

Por supuesto, el noúmeno y el fenómeno no son dos realidades distintas sino dos formas de aparecer de una misma realidad. En la medida en que cada cosa existe en sí misma, tiene una esencia inteligible (noúmeno), sólo alcanzada por un hipotético entendimiento absoluto. En la medida en que está presente ante una mente humana forzosamente ligada por su limitación a una sensibilidad, adquiere la nueva forma de ser, de fenómeno.

Esta dualidad fenómeno-cosa en sí, se corresponde funcionalmente con la pareja formada por las ideas y la sustancia en la teoría del conocimiento de Locke. Hay sin embargo una diferencia fundamental. El filósofo inglés distingue las cualidades primarias efectivamente existentes en las cosas y las ideas semejantes a través de las cuales se nos representan. En cuanto a la sustancia, es el soporte de los modos y tiene frente a ellos una existencia privilegiada, conocida de forma indirecta y vaga por el entendimiento. En todo caso la realidad objetiva precede y funda el conocimiento humano.

En cambio según Kant el noúmeno y el fenómeno son dos formas de conocer o pensar una misma realidad. Esta dualidad es suficiente para fundamentar la ciencia, distinta del saber absoluto o la colección de percepciones subjetivas. De esta forma la crítica cumple y cierra las pretensiones de Locke, Berkeley y Hume. Por una parte duplica el mundo del hombre y hace sitio a una ciencia racional. Por otra parte justifica esta duplicación trasladando el problema desde las cosas a la forma de conocer del sujeto que tiene experiencia de los fenómenos.

Kant da al problema del conocimiento una solución que a toro pasado parece fácil y hasta trivial. No hay realidades que trasciendan a la mente humana y que al propio tiempo sean conocidas por el hombre, ni tienen tampoco valor las percepciones que conexionan impresiones inmanentes. Pero en cambio sí tiene validez y objetividad el conocimiento de los fenómenos presentes al sujeto que los elabora racionalmente de acuerdo con las condiciones de toda experiencia posible. La nueva, y al parecer definitiva fundación de la ciencia del siglo XVIII y al mismo tiempo la solución al problema crítico planteado por Berkeley y Hume es, si se mira con la óptica de su tiempo, la mayor hazaña que puede lograr un ilustrado.

Las condiciones del conocimiento científico

Kant exige dos condiciones para que un conocimiento sea científico. La primera, que sea efectivamente un conocimiento, es decir, que nos informe de algo verdaderamente nuevo. La otra, que sea científico, esto es, universal y necesario y en consecuencia totalmente objetivo. Para que un enunciado pertenezca a la ciencia tiene que cumplir esta mínima y doble condición. Y aquí mismo es donde empieza el problema. Pues en primer lugar hay una serie de juicios cuyo predicado está implícitamente contenido en el sujeto y se obtiene por el simple análisis de sus notas.

Ciertamente que estos juicios son exactos y necesarios. Su único inconveniente es que no enseñan nada que no se sepa previamente y en este sentido no proporcionan ninguna información. Son los juicios analíticos.

Por otra parte los enunciados montados sobre los datos empíricos contingentes enseñan muchas cosas nuevas, pero tienen un defecto opuesto al de los anteriores, pues ni son ni puede ser universales y necesarios, porque en vez de anteceder al objeto imponiéndole las leyes de la razón, son posteriores a él y dependen de su contenido individual e irracional. Son juicios a posteriori .

Que los juicios analíticos expresan tautologías y son independientes de toda experiencia es algo tan evidente como su absoluta esterilidad. Que los juicios puramente empíricos dependen totalmente de su objeto y no pueden adelantarse a la experiencia ni mucho menos organizarla de acuerdo con leyes necesarias frustra todas sus pretensiones de universalidad. Para construir cualquier ciencia hacen falta enunciados que no sean analíticos ni dependan de los contenidos de experiencia.

Kant llama a esos nuevos enunciados en su particular vocabulario sintéticos a priori. Sintéticos porque son una construcción racional en virtud de la cual aparecen propiedades que no se deducen del puro análisis del sujeto. A priori porque no dependen de la experiencia, sino que la configuran y le dan un valor universal, necesario y objetivo. Los juicios sintéticos a priori cumplen ellos y sólo ellos los dos requisitos inevitables del conocimiento científico. Ahora falta saber dos cosas: la primera, si son posibles juicios que, sin ser analíticos, sean sin embargo previos a toda experiencia. La segunda, cuáles son las condiciones de posibilidad de esos juicios.

Los fenómenos y los juicios sintéticos a priori son los dos polos de un mismo tipo de conocimiento. Por un lado, el objeto del toda experiencia posible no son las cosas consideradas en sí mismas, sino los fenómenos en cuanto afectan a los órganos de los sentidos y a la misma función racional de juzgar. Por otro lado los juicios objetivos están montados sobre una serie de condiciones que son previas a toda experiencia posible y que consiguen organizarla a través de una complicada construcción mental. El mundo fenoménico y los correspondientes juicios a priori son las condiciones de toda ciencia con pretensiones de objetividad y validez absoluta.

La función de la crítica, entendida como filosofía trascendental, es el análisis de esas condiciones bajo las que un objeto puede estar presente a la mente humana. Vale la pena clasificarlas con detalle, porque son el marco de todas las ciencias, que sin ellas, no sólo desaparecen sino que son radicalmente imposibles.

Las matemáticas

Para Hume las matemáticas construyen tautologías organizadas de acuerdo con el principio de no contradicción. Según la jerga de Kant, juicios analíticos. En cambio los juicios que se refieren a una existencia real, las verdades de hecho, dependen por completo de la experiencia y son conocidos a posteriori. Las matemáticas y la física quedan así diferenciadas por el carácter polarmente opuesto de sus enunciados.

Para Kant esta distinción es tanto más escandalosa cuanto que ni los juicios analíticos de las matemáticas ni los juicios a posteriori de la física pueden fundamentar un conocimiento científico. Para Hume esto no tiene mayor importancia, pues el principal objetivo de su filosofía es derivar cualquier tipo de saber, también la ciencia, de la naturaleza humana común, que es el a priori fundamental. Por eso su crítica, fundada en el hábito y la creencia, anula toda posibilidad de un conocimiento racional y desemboca irremisiblemente en un escepticismo científico.

Kant quiere evitar este escepticismo del maestro y llega a la conclusión de que, lo mismo los enunciados de las matemáticas que los de la física, son juicios sintéticos y a priori. Para empezar, las matemáticas no consisten en una serie de juicios de identidad entre varias ideas semejantes, porque estas tautologías no aportan ninguna información nueva. Sólo pueden ser construcciones mentales fabricadas sobre un sustrato anterior a toda experiencia posible.

Kant descubre que las cosas en cuanto impresionan a los sentidos, o sea los fenómenos, incluyen todas las ideas de Locke, no sólo las secundarias sino también las primarias, es decir, la extensión espacial y la sucesión de los movimientos. El carácter privilegiado de esas viejas ideas primarias no radica en que correspondan a realidades existentes, sino en que desde el punto de vista del sujeto que conoce son la condición y el supuesto de todo fenómeno.

El noúmeno, la cosa en sí, es conocida –si es que hay una inteligencia infinita capaz de ralizar tal hazaña– desde dentro de su esencia que implica necesariamente y de golpe todos sus detalles externos. El fenómeno, en cambio, es conocido desde fuera a partir de los infinitos detalles que impresionan los sentidos. Cada uno de estos posibles datos sensibles es con relación a los demás, exterior en posición o en sucesión. A este doble orden de simultaneidad o sucesión que afecta a los detalles de cada fenómeno en cuanto puede ser conocido por los sentidos, llama Kant respectivamente espacio y tiempo.

Así pues, todos los fenómenos, cualquiera que sea su contenido, están presentes ante la razón, espacial y temporalmente. Por eso, incluso cuando se prescinde de ese contenido cualquiera que sea, todavía queda esa doble condición y supuesto de todo posible conocimiento sensible. En la medida en que se puede intuir al espacio y al tiempo como supuestos de toda posible impresión empírica, Kant los llama intuiciones puras.

El espacio en cuanto pura exterioridad posicional –partes extra partes– es el sustrato de toda construcción geométrica. Los enunciados de la geometría son, por eso mismo constructos, o lo que es lo mismo sintéticos, pero esa síntesis no depende del contenido de las impresiones. Porque el espacio es la forma previa a todo conocimiento de fenómenos, y por eso las construcciones de la geometría son al mismo tiempo a priori y en consecuencia necesarias y universales.

También la adición de unidades, fundamento de la aritmética, es una síntesis o una construcción. En este caso el carácter a priori y universal de los juicios radica en una pura sucesión, libre también de cualquier contenido. Es lo que Kant llama tiempo, la otra forma en que irremisiblemente se dan los fenómenos. En resumen, la geometría y la aritmética trabajan con las dos formas en que todo posible fenómeno está presente temporal o espacialmente a los sentidos.

La física

La otra ciencia que junto a la matemática alcanza su plena maduración en los siglos XVI y XVII es la física. Kant ya en su juventud conoce a través de Martín Knutzen la obra de Newton, que parece el cierre definitivo del conocimiento racional de la naturaleza. Pero otra vez la crítica de Hume le obliga a retroceder desde las cosas reales tomadas en sí mismas a la experiencia que la mente humana tiene de ellas.

En este sentido Kant dice que el término naturaleza, materialmente considerado, es la totalidad de los posibles objetos de experiencia, es decir, de todos los fenómenos. Pero su carácter formal es la conformidad con leyes universales y necesarias. Esta necesidad no puede venir de la materia del conocimiento, pues sólo proporciona percepciones contingentes que en el mejor de los casos adquieren una validez puramente subjetiva gracias al hábito o la creencia.

Queda sólo una solución, que la necesidad y la generalidad afecta a los fenómenos en la medida en que están sometidos a la función racional de juzgar. Toda experiencia supone en efecto un sujeto pensante, y como ese sujeto es, además de sensible, racional, tiene que conocer su mundo de fenómenos haciéndolo pasar por el tamiz de su propia racionalidad. Sin esa segunda condición no tiene sentido hablar ni siquiera de la posibilidad de la experiencia.

Kant acude a la lógica tradicional para buscar en ella todas las posibles formas del juicio. Efectivamente, los fenómenos en la medida en que son objeto de pensamiento racional y lógico tienen que adaptarse necesariamente a la estructura del juicio, que abre la posibilidad de una reconstrucción racional de las impresiones primitivas. A la base de la física pura aparece otra vez la síntesis a priori, derivada esta vez de las distintas categorías del entendimiento en cuanto función de juzgar.

Cuando la razón reconstruye racionalmente el universo de los fenómenos en conexión mutua, necesariamente lo hace a través de juicios afirmativos, negativos o limitativos y de ninguna otra forma. Por consiguiente para que haya una experiencia objetiva los fenómenos deben estar organizados de acuerdo con las correspondientes categorías de positividad –realidad fenoménica– negación o limitación. Análogamente los juicios por su extensión son inevitablemente universales, particulares o singulares, y a cada una de estas formas corresponden otras tres categorías, la totalidad, y la pluralidad y unidad indefinidas. La tercera forma de los juicios, llamada por los lógicos modalidad, exige una predicación apodíctica, o bien puramente asertórica o problemática, y en consecuencia los conceptos o categorías de necesidad, existencia y posibilidad. Todos estos conceptos en cuanto afectan a la forma de cualquier juicio posible, son independientes del contenido de la experiencia.

Queda una última división de los juicios. Los categóricos atribuyen a un determinado sujeto un conjunto de propiedades. Serían imposibles si no estuvieran construidos de acuerdo con la categoría previa de sustancia, entendida como sustancia nominal –no el oro en sí, sino lo que se llama oro– pues la otra sustancia real, lo mismo en Locke que en Kant, pertenece al mundo de lo desconocido. Parecidamente los juicios hipotéticos sintetizan dos fenómenos sucesivos constantemente unidos estableciendo una dependencia y una conexión necesaria del segundo con relación al primero a través de la categoría lógica de causa, considerada en su pura formalidad anterior a la experiencia. Finalmente los juicios disyuntivos organizan las impresiones estableciendo entre ellas una recíproca dependencia en el ámbito del conocimiento. En una palabra, los enunciados de la ciencia física no se pueden pensar sin una organización o una síntesis a priori del entendimiento, que asegura su validez objetiva.

El uso negativo de la razón

Así pues Kant exige que todo conocimiento racional se refiera a fenómenos de experiencia. Suprime así de golpe la posibilidad de conocer las cosas en sí mismas y al mismo tiempo niega el uso de la razón cuando está privada de cualquier referencia sensible. Precisamente todo lo que se llamaba metafísica antes del enérgico golpe de timón de David Hume.

Kant, siguiendo el vocabulario de Platón, llama a los objetos o pseudoobjetos que no tienen correspondencia en la experiencia, Ideas. Dejando aparte el noúmeno, que opera como mero límite del conocimiento, y traduciendo la metafísica clásica a los conceptos del siglo XVIII, quedan tres Ideas fundamentales, la de alma, la de mundo y la de Dios.

Ninguna de estas Ideas puede ser conocida como fenómeno, y por consiguiente, el espacio, el tiempo y las categorías no son aplicables a ellas. La razón sólo puede pensarlas como objetos correlativos a su puro uso formal, es decir, a la forma pura de los razonamientos. Al silogismo categórico corresponde la Idea de alma, tomada como sujeto absoluto; al condicional, la Idea de mundo tomado como conjunto acabado de causas y efectos; en fin, al disyuntivo la Idea de Dios, como concepto límite donde se realizan todas las posibilidades, en una «coincidentia oppossitorum».

La metafísica clásica intenta demostrar que el alma humana es una sustancia permanente, simple e independiente de los cuerpos. Los ilustrados del siglo XVIII recogen esta Idea y la convierten en uno de los dogmas de su religión natural, el de la inmortalidad. Al mismo tiempo los materialistas tratan de negar toda sustantividad al espíritu y lo reducen a un efecto de la materia. Kant somete niega simultáneamente las dos doctrinas, con resultados que cierran la crítica de la razón en cuanto teoría, pero dejan el camino abierto al uso práctico de esa misma razón.

En primer lugar todos los argumentos en favor de la independencia del alma parten de un gigantesco malentendido. El Yo es ciertamente el sujeto de cualquier conocimiento teórico y el que organiza los fenómenos de acuerdo con su estructura racional previa a toda experiencia. Pero precisamente por eso no puede ser objeto de una intuición ni pertenece al mundo de los fenómenos ni le es aplicable la categoría de sustancia nominal ni en fin es sujeto lógico de un posible juicio de experiencia. Todas las propiedades que se prediquen de él con pretensiones de conocimiento universal caen irremisiblemente en el vacío, arrastrando en su caída a toda la psicología racional.

El yo empírico sólo puede ser objeto de juicios de percepción puramente subjetivos. En cuanto al alma considerada en sí misma con independencia del cuerpo y de su mundo, es sólo una posibilidad que no se puede confirmar ni falsar con ninguna experiencia. Ahora bien, esa Idea del alma permanente, pensada como pura posibilidad, significa simultáneamente dos cosas aparentemente contradictorias.

En primer lugar es posible pensar el alma, pero sin embargo es del todo imposible conocerla, ni como fenómeno ni como cosa en sí. En segundo lugar y esto es igualmente importante, un sistema cerrado que pretenda anular la posibilidad del espíritu, reduciéndolo a una manifestación de la materia a través de un supuesto razonamiento demostrativo, más concretamente, un tipo cualquiera de materialismo, debe ser enérgicamente negado. Es todo cuanto Kant precisa para elaborar sin caer en contradicción una eventual filosofía moral.

El Mundo y Dios

Todo fenómeno de experiencia externa o interna está precedido de otros fenómenos, que desde el punto de vista del conocimiento aparecen como su condición o causa. De esta forma la ciencia natural es una cadena, al parecer interminable, de experiencias sin que exista una que sea absolutamente primera. La razón humana en estas condiciones restrictivas pasa al límite y piensa en una Idea, la de Mundo, que engloba la sucesión horizontal de todos los fenómenos.

La Idea de Mundo como totalidad escapa también al conocimiento humano, pero esta falta de control experimental es ahora la causa, no de un falso razonamiento como en el caso del alma, sino al revés, de una contradicción entre varias parejas de proposiciones cuyos dos miembros son igualmente verdaderos de acuerdo con un correcto razonamiento formal. En primer lugar, el Mundo no puede tener principio, porque todo fenómeno va precedido en la experiencia por otro y así hasta el infinito. Pero al mismo tiempo ha de tener comienzo en el tiempo, pues un proceso eterno no puede terminar en un ahora.

Por un razonamiento semejante Kant deduce que todo fenómeno es infinitamente divisible en partes más simples sin poder llegar a una que sea absolutamente primera. Y deduce simultáneamente que sólo la existencia de partes simples, primeras e indivisibles pueden conformar un ser compuesto. Si las dos parejas de razonamientos son formalmente correctos y sin embargo contradictorios en su contenido, ello implica forzosamente que el supuesto común –es decir, que el mundo en su conjunto pueda ser objeto del conocimiento humano– es falso.

La tercera contradicción es, con mucho, la más importante pues hace cadena con la Idea previa de alma y con los posteriores desarrollos de la razón práctica. Por una parte parece inevitable que los fenómenos de la naturaleza tengan unas causas independientes de toda condición y por lo mismo libres. Por otra parte, parece imposible que al lado de las leyes naturales haya leyes de libertad, pues la seriación causal de los fenómenos es precisamente la naturaleza misma formalmente considerada. En este caso la contradicción puede salvarse si se consigue separar al mundo de los fenómenos de un posible universo de cosas en sí.

Efectivamente, la conexión regular entre objetos de experiencia no excluye la posibilidad de que la razón sea principio primero de sus actos. Estos actos son –en hipótesis– libres por cuanto la razón es autónoma, pero en la medida en que además de autónoma es racional, se producen de acuerdo con leyes universales. La causalidad según fenómenos y la posible causalidad de una razón que se autodetermina libremente, las dos producen un proceso de acuerdo con leyes, o bien condicionadas o bien autónomas.

Kant sólo afirma la posibilidad lógica de que la razón se dé a sí misma leyes, o lo que vale tanto, la posibilidad de la libertad. Pero esto es suficiente para anular el naturalismo, es decir, la doctrina que pretende demostrar apodicticamente, es decir eliminando toda posibilidad en contrario, que la naturaleza se basta y se explica a sí misma, excluyendo un principio libre.

Finalmente Kant somete a crítica todos los razonamientos que pretenden demostrar la existencia de Dios entendido como un ser que actúa sobre la totalidad de los fenómenos de modo inteligente y libre. El argumento basado en el orden del mundo, supone su creación por un ser necesario pero a su vez la demostración de un ser necesario deriva inexorablemente hacia la prueba ontológica. En todo caso se parte del mundo de la experiencia, y al mismo tiempo se pretende trascenderlo en busca de una entidad absoluta.

Pero la causalidad condicionada de los fenómenos no excluye la posibilidad lógica de una causa incondicionada y libre, con una libertad que esta vez trasciende por completo al mundo de la experiencia. Esta simple posibilidad de una causa primera que actúa por libertad basta para evitar el fatalismo, otro sistema cerrado según el cual la sucesión necesaria y ciega de los fenómenos puede bastarse y dar razón de sí misma.

Las dos funciones de la metafísica

La metafísica de Kant tiene, según esto, una doble función negativa. Por un lado evita todas aquellas doctrinas que niegan la posibilidad de un espíritu libre. Estos sistemas cerrados sobre sí mismos y excluyentes son el materialismo, que anula la mera posibilidad lógica de espíritu, el naturalismo que niega, no ya la realidad sino la posibilidad de una libertad dentro del mundo, finalmente el fatalismo, que entrega a ese mismo mundo en su conjunto, a un destino ciego, privándole de una causa libre e inteligente que lo trascienda y le dé sentido.

Por otra parte la demostración racional del alma, la libertad y Dios encerraría a cada una de estas entidades dentro de límites definidos, determinados por el proceso lógico de la misma demostración, es decir en un mundo donde la libertad no puede tener sitio. Las modalidades de necesidad e imposibilidad no valen para las Ideas trascendentes. De un solo golpe maestro Kant instala a la posibilidad como única categoría fundamental del mundo de la libertad y de la moralidad.

Así pues, esta doble función negativa hace un hueco en el mundo de la razón pura «para que quepa la fe» en realidades puramente inteligibles, que serán fundamento de toda vida moral. Sin embargo no constituye un conocimiento en el sentido riguroso de la palabra y mucho menos una ciencia cuyo objeto esté sometido a las intuiciones y las categorías mentales que configuran racionalmente el mundo de la experiencia.

De esta forma la metafísica deja una puerta abierta a la posibilidad de entidades trascendentes y de la misma vida moral en cuanto autodeterminación racional de una voluntad libre. En este sentido Kant puede desarrollar, a partir de esta doble negación la Crítica de la Razón Práctica, sin caer en ninguna contradicción. Lo que no puede hacer la metafísica es constituirse como ciencia, determinar con toda precisión su objeto y a partir de la definición de dicho objeto derivar sus principios y leyes. Este privilegio que tuvieron primero las matemáticas y luego la física moderna, que avanzan con seguridad y casi sin esfuerzo consiguiendo nuevas verdades, esta vedado a la metafísica, que continuamente se tambalea y vacila, sin dar en toda su larga historia un solo paso hacia delante.

Si a pesar de todo se quiere establecer al lado de ese uso negativo de la razón una función positiva para esta filosofía primera, no debe situarse su objeto más allá de la experiencia, porque inmediatamente se desvanece. Tampoco en la experiencia actual sobre la que caminan las ciencias. Justamente hay que situarlo en el análisis ordenado y riguroso de las condiciones previas al conocimiento científico, que de esta forma se mantienen inalterables sea cual sea su contenido. La nueva filosofía trascendental es así la coronación del esfuerzo crítico de los pensadores británicos y la reflexión definitiva de la razón humana sobre sus propias posibilidades, límites y condiciones.

 

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