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El Catoblepas, número 71, enero 2008
  El Catoblepasnúmero 71 • enero 2008 • página 7
La Buhardilla

Leer es un placer

Fernando Rodríguez Genovés

A propósito de la publicación del libro de Agapito Maestre, El placer de la lectura. La biblioteca de Herrera en la Onda, editado por Oberon, Madrid 2007

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Agapito Maestre, El placer de la lecturaPara un extenso y muy ordinario segmento de opinión, un volumen misceláneo, una recopilación, una compilación o una antología no son propiamente un libro. En otras palabras, no serían más que un florilegio, dicho esto en sentido peyorativo, como quien dice floripondio o florón, artefacto rebuscado, objeto artificioso, falso. O lo que viene a ser lo mismo, tales ejercicios de la escritura no superarían el rango de refrito, un plato de lentejas recalentadas con el que algunos autores pretenden vender una mercancía de segunda mano, sin renunciar, no obstante, a tenerla por propia.

Allá ellos, quienes esto piensan o declaran, con sus sueños de paquidérmica totalidad y embelesada originalidad. Sépase, con todo, que «florilegio» es voz que remite, en su significado preciso, a obras escogidas, a selección, a opción selecta, recolectada por quien otro sembró o por uno mismo, en un momento anterior.

En cuanto a mí, estos melindrosos pruritos no desazonan ni escuecen mi sensibilidad ni mi criterio. Ya lo dejé dicho, casi a modo de declaración de principios, en el prólogo del primer volumen que, hace ya algunos años, salió de las prensas bajo mi nombre y responsabilidad:

«El lector se halla ante un libro que, en su aparente heterogeneidad, contiene una serie de artículos y ensayos agrupados por una disposición común, más proclive a la suma de las partes que a la miscelánea. Todos ellos, contemplados uno por uno, pueden leerse, en efecto, sin depender del amparo del resto, pero confío que en su conjunto llegue a advertirse el aire de familia que los emparienta y complementa, más allá de una ensoñadora sistematicidad o de una disciplinada y forzada alineación por corpulencia o por las iniciales del título.
¿Estamos, pues, ante un libro o ante una recopilación de ensayos? Supongo que ambas cosas, sin que la aceptación de una opción implique la negación de la otra, al no ser contrarias. Un libro sobre ética no tiene por qué ser algo más que una colección de artículos sobre ética. Libro, ensayo y artículo son formas de conducir el pensamiento y la palabra, eligiéndose según las circunstancias, según la oferta y la demanda y, sobre todo, a partir de la voluntad de quien escribe.»{1}

Comoquiera, en fin, que en este mismo espacio abuhardillado, y en más de una ocasión, he demostrado –quiere decirse: he intentado justificar razonadamente y he practicado– la virtud de la recolección de textos y citas, no alabaré más el género y me ocuparé de inmediato del particular.

Tengo, pues, la inmensa satisfacción de atender aquí la llamada de un libro auténtico y singular, excelente en su categoría: El placer de la lectura. La biblioteca de Herrera en la Onda, compuesto por el filósofo y escritor español Agapito Maestre. El título, el subtítulo y la misma portada del mismo anuncian ya sin rodeos al lector la naturaleza de aquello que tiene entre manos, que no es otra cosa que un resumen de comentarios de libros que el autor ha ido compartiendo durante estos últimos años con el director de un programa radiofónico, así como con sus colegas de mesa en el estudio y, sobre todos, con los oyentes.

Agapito Maestre prefiere no definir esta actividad como crítica literaria, sino como sencilla y amable invitación a la lectura, una tarea informativa (pero asimismo formativa) con la que aspira a dar información (y conocimiento) sobre novedades, y no tan novedades, del mercado editorial, ejemplares de todo género y procedencia que llegan a su mesa de trabajo y lee, unas veces, gozosa y otras, pacientemente.

Si tras la lectura llega a experimentar ese placer único y exclusivo que produce el sumergirse en las páginas que enseñan e iluminan, se concede a continuación el gusto –y casi diría también, el deber moral– de compartirlo con los demás. ¿Con qué propósito, podría preguntarse, aparte de lo que representa la ejemplar misión de comunicar y comunicarse? Quizás el de recibir esa respuesta, la recojan o no las ondas hertzianas, habitual en el acto o ceremonia de las presentaciones y que dice: «Encantado. El placer es mío».

Confiesa el autor en la Introducción de El placer de la lectura sentirse muy agradecido y considerarse afortunado por ocuparse de tales menesteres: «no puedo dejar de reconocer que es un privilegio, casi una canonjía, un disfrute permanente personal leer autores clásicos, novelas contemporáneas, ensayos, poemarios, textos históricos, epistolarios, guías, etcétera, para luego ir un ratito a la radio y charlar sobre lo leído.» (págs. 26 y 27).

Creo comprender perfectamente lo que Agapito Maestre quiere expresar con este reconocimiento. Quienes hemos ejercido el oficio o quehacer regular –y regulado por colaboraciones periódicas– de reseñar libros y publicaciones en medios de comunicación, estamos en condiciones de advertir a qué situación placentera está refiriéndose: que cada semana lleguen a nuestras manos varios ejemplares, que gentilmente ponen a su disposición los coordinadores o responsables de la redacción, que emprendamos nuestra propia selección y lectura, para, a finalmente –«lo antes posible»–, despachar la recensión correspondiente, comunicando lo que pensamos acerca de aquello que acabamos de leer. Otra variante de tal privilegio, adquirida con tiempo, mérito y posición, consiste en remitir por propia iniciativa la recensión de aquellas lecturas que se a uno se le antoja dar a conocer.

Sí, en verdad, es esta labor un privilegio, una tarea favorita y dichosa. Mucho más que un empleo: un provecho y un placer. Me viene ahora a la memoria a una reflexión del gran Guillermo Cabrera Infante en la que revelaba su contento y dicha por la fortuna (entiéndase: ventura, no dineral) del oficio que, entre otros, ejercía: ver películas y hablar o escribir sobre ellas, cobrando además por ello. De modo parejo –¡qué carajo!–, y en el hilo de otra confidencia de mi muy querido Cabrera, también yo mismo confieso sentirme más capacitado para escribir en privado que para hablar en público, si es que puede uno revelar sin impudicia que está bien dotado en algo.

No ocurre lo mismo con Agapito Maestre, quien escribe bien y habla tan bien o mejor que escribe, que escribe como habla, sin amaneramientos ni afectaciones, no diciendo lo primero que se le ocurre, sino siempre lo que piensa, sea sobre la política, a cuento de la literatura o acerca del pensamiento. Tal inclinación, semejante virtud, distintivo de los espíritus libres y con coraje, deben ser en estos tiempos más celebrados que nunca (o bien pensado, ¿cuándo no hacerlo?, pues, ¿cuándo no son o han sido los tiempos difíciles?).

Dicho esto, comprenderemos al instante que no es posible resumir ni sintetizar la obra aquí señalada, una suma de partes, lo cual no significa que en ella haya de todo, como en botica, sino bastantes textos glosados con gran esmero y suma cortesía. Su recomendable lectura, el hojeo y la leída del volumen deberían representar para el lector una sorpresa, una saludable curiosidad, en la que se toma la empresa como una entretenida y amable travesía por un mar de palabras sobre palabras sabiendo que el autor no habla por hablar, sino para sentir y saber con y junto a otros.

En ese recorrido, que animo a emprender a quien guste de las sabias experiencias, puede acontecer que, de repente, uno mismo y alguno de sus libros se vean retratados, como quien no quiere la cosa, lo cual convierte la leída, además de en una saludable andanza, en un paseo tachonado de cruces de caminos y de concurrencias, en un hallazgo, en suma, que merece un saludo personal. Y también un capítulo aparte.

OrtegaFernando Rodríguez Genovés, La escritura elegante

2

Agapito Maestre ha tenido la deferencia de escoger el libro La escritura elegante (2004), escrito por mí. Incorporándolo a la Biblioteca publicitada –o sea, que radia e irradia a los cuatro vientos, que da a la estampación– del autor, lo ennoblece por encima de sus posibles méritos. La elección me honra como responsable que de él soy, o sea, aquel que de su contenido debe responder. Que haya sido incluido, además, dentro de la sección del volumen titulada «Esenciales de la filosofía española», convierte la decisión en una acción tan generosa como exagerada, que, claro está, concedo como persona agradecida, si bien sólo puedo achacarlo a que el parabién provenga del amigo Agapito (a quien no me resuelvo a llamar «Agapí», como sí hace su no menos amigo Carlos Herrera).

Lo que quise decir en La escritura elegante y lo que Agapito Maestre dice sobre el mismo en su último libro, dicho está. De modo que nada hay que corregir, como no sea que tengamos la dicha uno y otro (él seguro que la tendrá) de tener que repasar las galeradas de sucesivas ediciones de nuestros respectivos libros. Nada, pues, cabe corregir y nada tampoco que polemizar públicamente en este momento y lugar (tampoco cuando sus comentarios a mi trabajo en cuestión vieron la luz por primera vez en otro lugar). Sí dedicaré, no obstante, un pequeño espacio de esta recensión sobre su libro para hacer algunas precisiones a la suya sobre el mío.

Con el mismo espíritu y la misma disposición de ánimo que acabo de hacer notar aquí la amable exageración o desmesura que constituye el encuadrar mi ensayo en el seno señero de los «esenciales de la filosofía española», entre otras lisonjas que podrían asimismo anotarse (por ejemplo, el hecho de compararme –o emparejar la posición que en el ensayo defiendo– repetidamente con el joven Lukács, ¡y yo sin saberlo!), con ese mismo espíritu y disposición, digo, me concedo la licencia, que no es poética ni tampoco venia, de puntualizar algunas afirmaciones, a mi parecer, injustificadas y acaso a la vez injustas, que Agapito Maestre lanza sobre mis hombros; tan sólo aquellas que pesando mucho, amenazan con encorvar mi espalda, al modo del viejo Kant, todo ello con el propósito de aliviar o ver reducido, en lo posible, el peso de la carga recibida.

Viene a sostener, entre otras cosas, Agapito Maestre en las páginas dedicadas en El placer de la lectura a La escritura elegante que lo que lastra o ciega a este último texto es su observancia u obediencia, cuando no su sumisión, al idealismo alemán, así como, más en general, a la filosofía académica. Veamos dos muestras: 1) «porque defiendo el poderío del pensamiento español sobre el idealismo alemán, la grandeza de la poesía sobre la 'filosofía' racionalista, estoy lejos, muy lejos, del amigo Fernando Rodríguez Genovés» (pág. 258); y 2) «Porque Rodríguez Genovés, como en su tiempo Lukács, habían bebido desde muy pronto el veneno de la filosofía académica alemana, la «filosofía» que olvida la vida por la idea, no tiene otra 'opción' que 'el recto camino de la razón o el seguro camino de la ciencia'» (pág. 260){2}.

Que se diga de un filósofo que piensa y escribe bajo la influencia y la tradición racionalista, no es algo de lo que deba defenderse o pedir excusas, pues no constituye ofensa alguna. Se trataría, en cualquier caso, de una circunstancia de la que no cabe enorgullecerse, pero tampoco avergonzarse. Este hecho, que es lo que ahora importa señalar, no le convierte a uno en un adepto, portavoz o secuaz del idealismo alemán. No sería fundada ni justa tal categorización, pongamos por caso, dirigida a Benedicto de Spinoza o a Karl R. Popper (ni a muchísimos más autores, si matizáramos convenientemente el término «racionalismo»). ¿Por qué, me pregunto, debe ser merecedor de este honor el autor de La escritura elegante, infinitamente menos relevante que aquéllos? ¿Quizás por serlo, o, vale decir, porque «pasaba por allí», o por estar más a mano que otros?

Acaso sea el hecho de reivindicar, o el echar de menos, un mayor racionalismo y racionalidad en el pensar en España (intención, esa sí, y entre otras, de mi ensayo) lo que, realmente, duele y aun ofende entre muchos de nosotros (precisamente es esta una de las «vigencias» señaladas, asimismo, en el trabajo, por tratarse, a mi juicio, de una pasión intelectual que ha limitado la filosofía española, la cual no es, en su conjunto, acríticamente ensalzable por el hecho de ser española, o más española que filosofía. ¿O sí debe serlo?).

Dejaré al margen otras consideraciones de Agapito Maestre sobre el ensayo objeto de crítica, en las que, como autor de La escritura elegante, no me reconozco tampoco. Tampoco me detendré en examinar el sentido e intención del consejo que me dirige de releer{3} a Ortega y Gasset, pues lo acepto con sumo gusto. Yo mismo me doy ese gusto casi diariamente por propia iniciativa, y lo aconsejo, igualmente, a mis lectores y amigos sin descanso, casi hasta hacerme pesado; en La escritura elegante, justamente trabajo que entiendo, por encima de otros aspectos, como una meditación sobre la persona y obra de Ortega, y sus circunstancias; otra cosa es que aquélla se juzgue fallida, desorientada o desacertada. Nada diré, al respecto. Yo soy sólo el autor del ensayo.

Valga ahora, no obstante, este otro ejemplo de gnosis: en el fondo de mi quehacer como escritor, se ocultaría, según Agapito Maestre, el alma de un filósofo-poeta (¿reprimido?, ¿sublimado?, ¿sobrevenido?, ¿determinado por mi irracionalismo racionalista, o es al revés?) en el que, presumiblemente, me movería, filosóficamente hablando.

Comoquiera que, en definitiva, según percibo, estas recomendaciones/ amonestaciones son debidas a que, benigna y cariñosamente, el amigo Agapito aspira tal vez a mi cura o a mi conversión, no me detendré en el detalle de este asunto{4}, ni de otros igualmente menores, para ir terminando la recensión (a esta altura, ya casi una especie de crítica de la crítica crítica).

Si no salvar mi alma racionalista, sí deseo, entonces, salvar mi honor como filósofo y escritor… O al menos intentarlo. No lo puedo evitar (he aquí, tal vez, una prueba herencia de la hidalguía española, después de todo). Sucede que eso de encuadrarme en las falanges del idealismo alemán me ha llegado al alma, francamente, no menos que hacerme pasar (¡pobre de mí y de mi caducada expectativa funcionarial de destino!) por un procurador de la filosofía académica. ¡Quién lo iba a decir!

Agapito Maestre es catedrático de Filosofía «cesado», o dicho con mayor precisión, ignominiosamente desposeído de la Cátedra en Almería, si bien felizmente sigue ejerciendo (lo cual, en todo caso y de ninguna manera, supondría una justa compensación a la ignominia) en calidad de Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Moral y Política en Madrid. El morador de esta buhardilla en El Catoblepas, amigos míos, es funcionario en excedencia voluntaria, profesor de Filosofía «cesante», vale decir, que tomó un día la decisión de abandonar las aulas en Valencia para dedicarse a otras labores también en Madrid. No en Alemania –a donde me he trasladado varias veces por el placer de viajar, no para estudiar filosofía–, sino en aquellas zonas de España donde todavía queda verdaderamente España, allí donde puede uno todavía escribir y expresarse en español. Dichas labores por cierto, habiendo renunciado a la profesión, continúan estando muy alejadas del terreno académico, en la forma y la materia, en el continente y el contenido, y ello por propia voluntad y acaso también, por verdadera vocación.

¡Ay de mí! ¿No es acaso injustificado y aun injusto ser afiliado a un partido, frente o círculo del que uno siempre ha sido adversario o del que ya ha dimitido?

Notas

{1} Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección Novatores, nº 2, Valencia, 1996, pág. 9.

{2} Juzgo necesario aclarar al lector sobre este punto que Agapito Maestre, probablemente, ha escrito entre comillas la última frase –por lo demás tan nombrada y que obviamente remite, en primera instancia, a autoridades filosóficas académicas alemanas, ajenas a mi persona y a mi vocación filosófica– con el fin referirse a un episodio de La escritura elegante, del que habría sido entresacada :

«Henri Bergson (1859-1941) constituye todo un símbolo en la filosofía francesa, de la que puede considerarse una de sus figuras más influyentes en el siglo XX. A él y a sus sucesores dedican Sokal y Bricmont uno de los capítulos del libro Imposturas intelectuales, donde echan un «vistazo a la historia de las relaciones entre la ciencia y la filosofía.» A caballo entre el siglo XIX y el presente, este jinete del intuicionismo y del irracionalismo filosófico, conserva todavía en sus venas algo del romanticismo hegeliano, pero aspira a superarlo por el lado del instinto y de la imaginación creadora en vez de por el recto camino de la razón o el seguro camino de la ciencia. Como Hegel, cree que la realidad discurre en un fluir constante agitado por fuerzas ascendentes y descendentes que pugnan entre sí, empeñando en la tensión su destino y sentido. El filósofo de la dialéctica afirma que la materia es gravedad y el espíritu es libertad; en su unión de contrarios, ésta asume a aquélla. Bergson, en cambio, hace de esta confrontación un conflicto irresoluble: por un lado, está la vida y, por el otro, la materia. Con este punto de arranque trama un programa metafísico de grueso contenido opuesto asimismo a cualquier empirismo y muy hostil hacia las ciencias reinantes en la época. De esta guisa enhebra un discurso filosófico de oscura y dudosa coherencia, con el que, sin embargo, gana el respeto de su generación (y de las futuras, con Deleuze a la cabeza) y recibe el Premio Nobel de Literatura en 1928 (correspondiente a 1927). Sería anacrónico calificar a Bergson de posmoderno, pero su estilo de entender y practicar la filosofía anticipa ese movimiento, especialmente por su empeño por enfrentarla bruscamente con la ciencia, cuando no por filosofar directamente contra la ciencia.» (La escritura elegante, pág. 238).

Pido, asimismo, excusas al lector por la autocita, y la largura de la misma. Pero juzgo, con todo, que ayudará –a quien pueda interesarle el asunto, claro está– a contextualizar aquella cita previa que ha traído ésta a colación, comprendiendo mejor el alcance, así como la propiedad, conveniencia u oportunidad del reproche que me dirige Agapito Maestre, tanto en la cuestión que acabo de registrar cuanto en la mención que hace acerca de las muchas contradicciones contenidas en La escritura elegante debido, por lo visto y leído, a mi opción «irracionalista» por la razón:

«Esta opción «irracionalista» por la razón de Rodríguez Genovés es paradójica, incluso contradictoria, pero nadie puede poder en duda su honradez. Un ejemplo de este dramatismo es la meditación dedicada a Bergson, a propósito del libro Imposturas intelectuales de Sokal y Bricmont: por un lado, se le desprecia por tener «un discurso filosófico de oscura y dudosa coherencia»; sin embargo, por otro lado, se canta [¡!] el respeto que logró Bergson de su generación y de otras posteriores, y que, además, recibiese el Premio Nobel de Literatura… Mirado de otro modo, ¿nos extrañaríamos hoy si Platón recibiese el Nobel por sus Diálogos?» (El placer de la lectura, pág. 260).

{3} «Releer con otra mirada, o sea, con realismo, a nuestros clásicos desde la Epístola moral a Fabio hasta Zambrano, pasando por Ortega y los grandes de Hispanoamérica, es la solución.» (El placer de la lectura, págs. 260 y 261).

{4} Cf. «La filosofía se torna así en «ese hospital para poetas desgraciados» (Zweig)» (pág. 97), en La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía, Edicions Alfons el Magnànim, Colección Pensamiento y Sociedad, Valencia 2004.

 

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