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El Catoblepas, número 71, enero 2008
  El Catoblepasnúmero 71 • enero 2008 • página 3
Guía de Perplejos

De la edad

Alfonso Fernández Tresguerres

Reflexiones sobre el paso del tiempo

Goya, Dos viejos comiendo sopa (1820-1821)

Ni la mía es tanta que razonablemente pueda pensar que ya nada me queda por aprender sobre ella, ni tan poca que me arriesgue al ridículo o a la conmiseración por tratar del asunto, como les sucede a esos poetas adolescentes que se declaran hastiados de vivir o tan preñados de experiencias que, de vuelta ya de todo, ninguna otra cosa les queda sino el desencanto. (Lo sé porque, aunque mediocre, yo fui uno de ellos.) Cierto que aún no soy un anciano, aunque nada deseo con tanto ahínco como llegar a serlo. Conmigo no va aquello de que todo el mundo desea vivir largo tiempo, mas nadie quiere ser viejo. Sin duda, lo mismo sucede con otras muchas cosas, que se anhelan con la misma fuerza que luego de conseguidas fastidian y enojan.

Quo in genere est in primus senectus; quam ut adipiscantur omnes optan, eandem accusant adeptam: tanta est estultitiae inconstantia atque perversitas.
[«En esta clase de cosas destaca, desde luego, la vejez, que todos desean alcanzar y, una vez alcanzada, se quejan de ella. Tan grande es la inconstancia y perversidad de la necedad», Cicerón, De senectute, II. 4.]

Y aún hay en esto una necedad mayor, y es la de aquéllos que se quejan de ella sin haberla alcanzado, y sin saber siquiera si lo harán.

«Tememos la vejez –decía La Bruyère– sin estar seguros de llegar a ella»
[Los caracteres, «Del hombre», 40.]

Yo no puedo saber, por supuesto, lo que pensaré una vez lograda, mas a día de hoy téngase por seguro que deseo fervientemente llegar a ser viejo y serlo, además, durante mucho tiempo. Pero entiendo también que no es preciso esperar hasta entonces para hablar de la edad porque si es cierto, como decía Heráclito, que un día se parece a todos, o que, como pensaba Marco Aurelio,

«el cuarentón, por poca inteligencia que tenga, ha visto todo el pasado y el futuro, según la uniformidad de las cosas» [Meditaciones, 11.1],

yo soy ya cuarentón severo, y, en consecuencia, si no por inteligencia, al menos por antigüedad, algún derecho habré adquirido para hablar de la cuestión ésta de los años. Máxime que si por cumplirlos es, nunca se podrá uno pronunciar sobre ellos, porque siempre cabría decir que es conveniente aguardar a una edad superior a la que se tiene para hablar de la edad misma con algún conocimiento de causa, y como

nemo enim est tan senex qui se annum non putet posse vivere
«nadie es tan viejo que no piense vivir un año más»
[Cicerón, De senectute, VII. 24],

resultaría que estaríamos condenados a callar para siempre. Y aunque más prudente que Cicerón, Séneca sustituye el deseo de un año por el de un día, el resultado, en fin, sería el mismo: que no se vería nunca llegado el momento oportuno para divagar sobre el asunto.

Dejémonos, pues, de buscar justificaciones y disculpas, y pongámonos a ello. Y, sin duda, lo primero que debemos hacer es ensayar alguna clasificación de los distintos años que conforman el vivir humano.

El criterio utilizado por Homero para ordenar el curso de la vida humana por edades cada una de las cuales comprende un periodo de treinta años, no se halla exento, desde luego, de graves dificultades, y, por supuesto, cuando más atrás en el tiempo vamos, más se acrecientan éstas; puesto que es evidente que cuantos menos son los años, mayores son las diferencias que existen entre individuos separados por un número determinado de ellos; y de este modo, si bien puede pensarse que no es mucho lo que diferencia a un individuo de treinta y cinco años de otro de cuarenta y cinco, o a alguien de setenta respecto a quien tiene ya ochenta, esos diez años son un abismo cuando se les ve establecidos entre un niño de seis y un adolescente de dieciséis, o entre un joven de veinte y un adulto de treinta. Es decir, que es en esos primeros treinta años (la primera edad de la que habla Homero) donde, a mi juicio, se hace más problemático el criterio del poeta griego. Pero, después de todo, si a eso vamos, también es enorme la distancia que media entre un niño de tres años y otro de ocho, y por ese camino, entrar en detalles nos obligaría a convertir estas notas en un torpe ensayo de psicología evolutiva. Hablemos, pues, y en general, de esas tres edades, que cubren noventa años de vida (dichoso quien pueda ingresar en la cuarta, aunque no sea para verla cumplida), y hagamos corresponder los treinta primeros con la juventud, los treinta siguientes con la madurez, y los restantes con el ingreso en la vejez y la culminación de ésta (sin dejar de reconocer que ahora de nuevo, cuando los años son muchos, comienzan las diferencias a ser más sensibles, lo mismo que cuando eran pocos: alguien de sesenta años se encuentra, en muchos aspectos, más próximo a quien tiene cincuenta que a quien ya ha pasado de los setenta. Pero, en fin, ningún intento de establecer periodos hay al que no puedan hacerse objeciones similares. Cuenta, además, a nuestro favor el hecho de que hoy, instalados como estamos en el eufemismo, no se habla de vejez, sino, precisamente, de la tercera edad).

Entiendo también que las diferencias esenciales se encuentran, ante todo, entre la juventud y la edad adulta y, por supuesto, la vejez, mas no tanto entre las dos últimas. Alguien que ya ha rebasado con creces los cincuenta, hallándose próximo, en consecuencia, a culminar la segunda edad, no veo que sea susceptible de experimentar demasiados cambios, metido ya en la tercera y caminando hacia la vejez, a no ser el lógico deterioro y la debilitación de las fuerzas, resultado inevitable del paso del tiempo. No pondré, por ello, demasiado empeño en diferenciar en todo momento al individuo maduro del anciano, como no sea en aquellos aspectos en que es de todo punto obligado hacerlo así.

Y bien, ¿qué decir, pues, de esos grandes periodos de la vida respecto al conocimiento y la experiencia, el aprendizaje y el carácter, las pasiones y los placeres?

*

Piensa Aristóteles que el alma alcanza la madurez a los 49 años (el cuerpo lo hace, según él, a los treinta o treinta y cinco). Se me antoja muy tarde. (Y sin duda lo es en el caso del cuerpo.) No digo yo que en según qué actividades de carácter intelectual (y con todas las excepciones que vengan al caso) no pueda sostenerse con acierto que sólo en la cuarentena el individuo se halla en condiciones de comenzar a recoger los frutos de determinadas capacidades –si las tiene, naturalmente, y si están acompañadas de los conocimientos necesarios y el esfuerzo oportuno–, pero, hablando en general, me parece a mí que postula Aristóteles un retraso excesivo, manifestación –podría ser– de una confianza notable en la capacidad de mejora del ser humano, y un optimismo no menos notable en su disposición al aprendizaje. Aprender se aprende siempre, no digo yo que no, porque no llegaré al extremo de afirmar, como hace Proust, que en la adolescencia es el único momento en que se aprende algo. Mas creo también que quien salga siendo tonto de la primera edad (esto es, pasados los treinta años), continuará siendo tonto en la segunda y en la tercera, y en cuantas edades se le pongan por delante; y aun más: porque es muy posible que, como decía Schopenhauer,

«quien imbécil ha nacido […] debe morir imbécil» [Arte del buen vivir, VI.]

Y creo igualmente que quien a lo largo de esa primera edad no haya aprendido lo esencial, ya no lo aprenderá nunca, y que difícilmente un joven necio dará a luz a un anciano inteligente. Pero discrepo de Séneca cuando afirma que

«el joven debe adquirir los conocimientos, el viejo servirse ellos»
[Cartas a Lucilio, IV, XXXVI],

porque si alguien tiene que llegar a viejo para hacer uso de lo que sabe, tanto le valdría no haberlo aprendido. Sucede más bien, no pocas veces, lo contrario: que uno aprende determinadas cosas cuando ya no le hace ninguna falta saberlas. Si se dijera, al menos, que en el ámbito intelectual, en lo referido a los conocimientos teóricos, es necesario un temprano aprendizaje del que sólo la madurez podrá sacar rendimiento, pienso yo que podría aceptarse (aunque no sucede así en todas las disciplinas: los matemáticos, por ejemplo, entienden que su ciencia es patrimonio de la juventud); pero si se habla en términos más generales, referidos no tanto a la teoría como a la praxis, no tanto al saber como al saber vivir, y lo que quiere decirse es que debemos aprender de jóvenes aquello de lo que sólo podremos hacer uso en la vejez, el asunto me parece enteramente desenfocado: no tiene ningún sentido decir que se aprenden cosas y se dejan guardadas hasta que llegue la ocasión de hacer uso de ellas. Es cierto que algunas –antes lo decíamos– o se aprenden pronto o no se aprenden jamás, pero no para dejarlas en reserva hasta el momento de percatarnos de su utilidad, sino para usarlas de inmediato y vivir una juventud de manera inteligente. En cambio, hay otras que ni aprende ni podría aprender el joven: son territorio exclusivo de la madurez y aun de la vejez, y, con frecuencia, su conocimiento llega tarde, cuando ya ningún uso real puede hacerse de ellas, como no sea el dar consejos, a los que nadie –es también ley de vida– hará el menor caso.

Por lo demás, y aun sin negar, la decisiva importancia que en la vida de cualquiera tienen sus más tempranas experiencias y conocimientos, afecciones o desafectos, no soy yo plenamente de la opinión de Schopenhauer, quien declara que nuestra infancia y primera juventud determinan, en lo sustancial, nuestra forma de ver el mundo y –cabe suponer– también de estar en él:

«Así se forma, desde nuestros años de infancia, el fundamento sólido de nuestra manera, superficial o profunda, de contemplar el mundo; se desarrolla y completa en lo sucesivo, pero no cambia en los puntos principales» [Arte del buen vivir, VI],

afirma; pero yo no estoy muy seguro de que sea en verdad de ese modo; al menos, la mía ha cambiado considerablemente desde entonces, y quiero pensar, por ejemplo, que ya no soy el adolescente melodramático y presuntuoso que un día fui. Nos curan los años de vanas esperanzas y pretensiones fatuas, del candoroso pensar que el mundo ha de adaptarse a nuestras expectativas o que acabará haciéndolo algún día; mas también de la ingenua creencia que espíritus bienintencionados trataron de inculcarlos, según la cual el bien siempre acaba teniendo su premio y el mérito su recompensa. Casi todas las desazones de la juventud tienen su origen en esas falsas expectativas, y en el desajuste, que cada vez se advierte más obvio e irremediable, entre nuestros deseos y la realidad. Pero esos mismos años, al tiempo que restan entusiasmo, compensan, en cambio, con una mayor serenidad, y llega un momento en el que un individuo, a poco inteligente que sea, contempla la realidad con un cierto distanciamiento y no poca indiferencia, porque advierte que pocas cosas habrá ya, en los humanos asuntos, capaces de sorprenderle y de afectarle. No se trata de un plus de inteligencia, sino de un déficit de ingenuidad. Mas considero que esa evolución no es debida a que, como sostenía Goethe, a cada edad corresponda una determinada filosofía, de tal manera que si el niño es realista y el joven un idealista, el hombre adulto tiende al escepticismo y el anciano a la mística. La secuencia valdrá acaso para el propio Goethe, porque lo que es a mí, que aunque, en efecto, soy un hombre adulto moderadamente escéptico, me sorprendería notablemente si un día me descubro convertido en un viejo místico. Y ni siquiera creo que sea cierto que, como dice Schopenhauer:

«En la juventud domina la contemplación; en la edad madura, la reflexión, por eso la primera es la época de la poesía, la segunda, la de la filosofía» [Arte del buen vivir, VI.]

Entiendo que tales generalizaciones son abusivas, y que no existe mayor razón para considerar filósofo al hombre maduro de la que hay para llamar poeta al muchacho que pergeña dos estrofas quejándose de los sinsabores de la vida o las ingratitudes de la amada. Tampoco, pienso yo, hay por qué situar ambas edades en una especie de escala y pensar que es la adulta la que se coloca siempre un palmo por encima de la juvenil. Únicamente en algo supera con toda seguridad el mayor al más joven: y es en el número de años vividos. Fuera de ahí, se trata, sencillamente, de dos formas distintas de vivir y ver la vida (sin que haya por qué considerar poética a la una y filosófica a la otra: ¿qué significa, a fin de cuentas, ver el mundo poética o filosóficamente?); dos formas distintas y poseedora, cada una de ellas, de sus propios goces y de sus pesares, y digno de compasión es aquél que no ha sabido pasar por cada una de ellas y ser, en cada caso, lo que hay que ser. Hay una edad para cada cosa, como decía Cicerón:

Cursus est certus aetatis et una via naturae, eaque simplex, suaque cuique parti aetatis tempestivitas est data, ut et infirmitas puerorum, et ferocitas iuvenum et gravitas iam constantis aetatis et senectutis maturitas naturale quiddam habeat, quod suo tempore percipi debeat.
[«Pues hay un curso determinado de la vida y un solo camino de la naturaleza, por lo demás sencillo, y a cada parte de la vida le ha sido dada su sazón. De modo que la debilidad de los niños, la impetuosidad de la juventud, la constancia de la edad adulta, la madurez de la vejez, tienen algo de natural, que debe ser aceptado en su momento», De senectute, X. 33.]

De manera, creo yo, que si ridículo y estúpido resultaría el hombre adulto que piensa y siente como un adolescente, no menos preocupante sería el joven tempranamente envejecido. No es justo, por ello, los juicios que algunos emiten sobre éste, proclamando, sin paliativos, la superioridad de la edad adulta. Conviene ser equitativo al hablar de estas cosas, y no decir, a la ligera, como hace Homero, que

«los sentimientos de los jóvenes siempre flotan en el aire» [Ilíada, III, 108],

como si al joven hubiera que negarle, por fuerza, la firmeza en sus querencias y en sus fobias, que se hallarían, por el contrario, sólidamente asentadas en el anciano, sin ningún lugar al cambio o la volubilidad; aunque acaso sucede, cuando de otro tipo de firmeza sentimental hablamos, lo que decía Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray:

«Los jóvenes quieren ser fieles, y no lo son, los viejos quieren ser infieles y no pueden: eso es lo que hay».

No pocas veces, en efecto, la gente, tanto joven como mayor, sucumbe a la tentación de hacer de la incapacidad virtud, y así, no es infrecuente observar aquello que afirma La Rochefoucauld:

«Los viejos gustan de dar buenos consejos para consolarse de no estar ya en condiciones de dar malos ejemplos» [Máximas, 93.]

No es mi intención denigrar a ninguna de las edades de la vida, y tan absurdo e injusto me parece envilecer la ancianidad y endiosar a la juventud como lo contrario, o demonizar ambas edades en favor de la tercera, y afirmar que sólo al hombre maduro (no al joven ni al anciano) le es dado el conocimiento adecuado del mundo y el vivir conforme a él. Ésta es, en alguna medida, la posición de Aristóteles, quien entiende que el carácter propio de la juventud y el de la vejez son siempre extremos, pecando, en según qué cosas, ya por exceso, ya por defecto, en tanto que sólo la edad madura se mantiene en el justo término medio:

«En cuanto a los que se hallan en la madurez, está claro que tendrán un talante intermedio entre los dos [anteriores], prescindiendo del exceso propio de uno y otro: sin demasiada confianza (pues ello es temeridad) ni demasiado miedo, sino estando bellamente dispuestos para ambas situaciones; sin ser crédulos en todo ni totalmente incrédulos, sino más bien juzgando según la verdad; sin vivir sólo para lo bello ni sólo para lo conveniente, sino para ambas cosas, ni tampoco para la tacañería o para el derroche, sino para lo que es ajustado, e igualmente en lo que atañe al apetito irascible o al deseo pasional; y siendo moderados con valentía y valientes con moderación. En los jóvenes y en los ancianos estas características están, en efecto, repartidas, ya que los jóvenes son valientes y licenciosos y los viejos moderados y cobardes. En cambio, hablando en general, cuanto de provecho se distribuye entre la juventud y la vejez, <la edad madura> lo posee reunido; y cuanto aquéllas tienen de exceso o de carencia, lo tiene ésta en la justa medida» [Retórica, II. 14.]

En exceso de optimismo, entiendo a mi vez, incurre Aristóteles al juzgar la edad madura: imbéciles los hay de cualquier edad, y quien de veras lo es, no tiene arreglo; el único efecto que sobre él tiene el paso de los años es hacer de un joven imbécil un imbécil maduro o anciano.

*

Afirma Goethe en uno de sus célebres aforismos que

«Si la juventud es un error, muy pronto nos liberamos de él»;

desde luego. Mas habría que recordarle que, como alguien dijo, lo mismo sucede con la vejez, de la que también nos liberamos… sólo que para siempre. El único error que puede cometerse, no en la vida, por supuesto, sino con ella, es no saber vivirla, y no saben hacerlo aquéllos que, como señala La Bruyère –y que, según él, son mayoría–:

«emplean la mayor parte de su vida en hacer la otra desgraciada»
[Los caracteres, «Del hombre», 102],

y también quienes la emplean en la forja de mil proyectos siempre postergados para mejor ocasión, y a los que la falta de vigor o la propia muerte sorprenden sin haber colocado siquiera el primer ladrillo; o aquéllos que ocupan la segunda parte de su vida en lamentarse por no hallarse aún en la primera, olvidando que seguramente

«El más feliz no es el joven, sino el viejo que ha vivido una hermosa vida»
[Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 17],

entre otras cosas, porque no puede el primero tener la certeza de alcanzar los años del segundo, ya sea para culminar una vida hermosa o fea. Pero sucede, además, que es esto de la edad cuestión muy relativa: a una determinada se puede ser viejo para unas cosas y joven, en cambio, para otras. No sería, por tanto, una mala forma de vivir ocupar nuestra vida en aquellos asuntos en los que es más lo que nos queda por recorrer que lo que ya hemos recorrido. Mas nadie hay, por mucho que sepa, que no ignore mucho más de lo que sabe, y, así, una vida dominada por una curiosidad que pide a cada instante ser saciada, será, sin duda, una vida dichosa, o, por lo menos, del todo aceptable. Y cuando llegue

«la vejez que a todos iguala» [Ilíada, IV, 315],

y ya no puede ser mucho el tiempo que nos separa de la muerte –que es, en verdad, quien a todos iguala–; cuando ya, por optimistas que sean nuestras previsiones, no haya lugar para muchas empresas, aceptemos el hecho con resignación ante las limitaciones que los años nos imponen, mas también con el contento de haber vivido más de lo que otros, que no tenían a ello menos derecho que nosotros, lo han hecho. Necio sería decir que a uno no le gustaría ser siempre joven, o instalado, al menos, en la madurez de esa segunda edad que pasa vertiginosamente –tanto como lentos transcurren los años de juventud–, pero no menos estúpido es temer hacerse viejo: lo que debemos temer es no hacernos. Nada temible se esconde en una larga vejez; y si yo tuviera la certeza de llegar a ella, acompañado por una mente dotada aún de una cierta lucidez y de un cuerpo que no me cause más pesares que los lógicos y necesarios, no desearía otra cosa que, adentrado ya de largo en esa tercera edad, los años se estiraran tanto como lo hacen en la infancia o la adolescencia, en las que, no ya de uno a otro, sino de estación a estación parece caber todo un mundo. Máxime cuando estoy convencido de que sería capaz de hallar, aun en la más extrema vejez, algún motivo de contento.

Es lo cierto que tiene cada etapa de la vida sus ventajas, mas también sus servidumbres, y sólo de quien sabe beneficiarse de las primeras y pagar, inevitablemente, las segundas, puede decirse que se encuentra instalado en el mundo en posesión de una actitud –y aun aptitud– inteligente. Y únicamente de aquél que ha sabido ser en cada momento de su vida lo que tenía que ser puede decirse realmente que ha vivido. La vida –tiene razón Schopenhauer– es una fuente inagotable de pesares, mas también –contra lo que él piensa– de placeres. Y tiene cada edad los suyos propios que es preciso apurar hasta el fondo, porque, una vez idos, no volverán. Por eso, si gozoso es el entusiasmo juvenil, no lo es menos el desencanto que, nacido de la lucidez, acompaña a la edad madura; si vivificantes son las ilusiones para el joven, no menos dulce es el comenzar a sentirse liberado de ellas; y si de la fuerza de sus creencias y sus ideales, de sus sentimientos, emociones y pasiones obtiene la juventud el impulso suficiente para tratar de conquistar el mundo, goza la madurez con el suave escepticismo y el sereno desengaño que sólo los años proporcionan, y con el sentarse a contemplar el mundo ante sí como un espectador curioso, mas no en exceso comprometido. La mejor edad, en suma, es siempre aquélla que tenemos, a condición, desde luego, que sepamos vivirla inteligentemente. De manera que, en lo que a mí respecta, ni reniego del joven que fui ni le echo tampoco de menos. A los años que ahora tengo, iniciando ya la última década de la segunda edad, a nada más aspiro que a ver llegar la tercera –y vencerla, si ello fuera posible–. Y si algún día, alcanzada la ancianidad, ninguno de los placeres de los que ahora gozo se hallaran ya a mi alcance, estoy completamente seguro de que aún podría hallar cierto contento en tomar el sol en mi balcón, observando, divertido y perplejo, el ajetreo de la gente. Y que venga la parca cuando quiera a poner fin a la historia. Hasta entonces, en la edad madura que ahora me encuentro, libre de cuitas, esperanzas e ilusiones vanas, bástame para vivir el que haya libros que merezca la pena leer, disponer del suficiente humor para entretenerme, de cuando en cuando, con la tarea de hilvanar tres o cuatro disparates, como ahora hago, y el que no me falten las fuerzas ni la ocasión para practicar con cierta frecuencia el sano ejercicio amatorio, y si es llegada la hora en que las primeras me abandonen, no otra cosa pediría sino que lo hagan también los anhelos. Aunque no parece pensar lo mismo Montaigne:

«aborrezco ese arrepentimientos accidental que la edad aporta –escribe–. El antiguo que dijo que agradecía a los años el que le hubiesen librado de la voluptuosidad era de opinión distinta a la mía; yo nunca podría aceptar de buen grado la impotencia por mucho bien que pudiera hacerme [...] Lamentaría y avergonzaríame de que fuera preferible la miseria y el infortunio de mi decrepitud a mis buenos años sanos, despiertos y vigorosos; y de hubieran de estimarme no por lo que he sido, sino por lo que he dejado de ser [La vejez] nos arruga más el espíritu que el rostro; y no se ven almas, o muy raras, que no huelan al envejecer a agrio o a moho.» [Ensayos, III, II.]

Considero, sin embargo, que se trata sólo de un malentendido. Quien diga que acepta gozoso la impotencia es que tiene vocación de santo o de imbécil; y nadie hay que lo sea hasta el punto de no preferir sus años mozos o maduros a la decrepitud de la vejez. Mas a quien ésta asuste tanto, siempre puede consolarse pensando que en su mano está el evitarla y abandonar este mundo antes de comenzar a oler a agrio y a moho (olor, por lo demás, presente en muchos jóvenes por más cabriolas y volteretas que puedan dar). Hablar de la juventud y la vejez en términos de preferencia es completamente ridículo. La cuestión es si después de haber pasado por la primera (o que ella haya pasado por nosotros), deseamos lo mismo con la segunda; y lo cierto es que si no hay quien prefiera la vejez, tampoco hay (salvo rara excepción) quien no la quiera; y estoy seguro que hasta el propio Montaigne no hubiese tenido el menor reparo en ver veinte años más de los cincuenta y nueve que vio. Resulta absurdo, llegados a la edad adulta, añorar la juventud, o instalados en la vejez añorar ambas, y comparar lo que ahora somos con lo que un día fuimos: labor más meritoria y menos quejumbrosa es intentar ser un viejo digno, capaz no sólo de ser consciente de sus limitaciones, sino también de asumirlas, mas fino aprovechador, al tiempo, de aquello que todavía la vida le ofrece. Si se quiere vivir mucho hay que ser viejo, y cada edad es como es y tan natural una como otra; como natural es, al cabo, la propia muerte. Antes que con el lamento de Montaigne, estoy, en este asunto, con Marco Aurelio:

«No desprecies la muerte, ten complacencia en ella, con el convencimiento de que pertenece a las cosas que quiere la naturaleza. Pues los procesos del crecimiento y del envejecimiento, de la salida de los dientes, de la barba y de las canas, la procreación, el embarazo, el nacimiento, así como el resto de los procesos naturales, son cosas que traen consigo las distintas estaciones de la vida. También la muerte es uno de esos procesos» [Meditaciones, 9.3.]

Peor que la vejez llevaría yo eso de la impotencia. Puedo convenir en ello con Montaigne tanto como él quiera. Mas de nuevo creo que enfoca el asunto de forma errónea: no se trata de poner velas para vernos abandonados por las fuerzas genésicas y liberados de la voluptuosidad. Para mí quiero que ambas duren tanto como me dure la vida. Y más allá de ella, antes preferiría un infierno poblado de mujeres perversas (siempre que haya con qué y por dónde) que una eternidad celestial de castidad plena. Pero, una vez más, no se trata de cuáles sean mis preferencias o las de Montaigne, sino de la realidad que acaso un día (Dios no lo quiera) podría fatalmente imponerse. No sé cuál sería la aspiración de Montaigne en este caso. Respecto a mí, no tengo la menor duda: en el mismo momento en que mi voluptuosidad no pudiera ser satisfecha, mi más ferviente anhelo sería perderla del todo. Y es que, como decía otro antiguo, muy querido, por cierto, por Montaigne:

«es grato abandonar juntamente con los placeres los deseos»
[Plutarco, Sobre el amor a la riqueza, 525B.]

 

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