Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 69 • noviembre 2007 • página 7
3
Instituciones políticas y coacción: sus límites
El sociólogo español Víctor Pérez-Díaz se ha referido en varios lugares de su obra a la necesidad de rebajar el grado de entusiasmo y de expectación hacia las instituciones, especialmente, las de naturaleza política, máxime cuando se erigen y organizan en contra de la voluntad y la conformidad de los sujetos. En esos casos, no tendríamos instituciones favorables al individuo, sino instituciones a pesar de los individuos (y presumiblemente también con su pesar). Ciertamente, instituir en la sociedad un orden de libertad por medio de instituciones sociales y políticas supone un empeño común loable, sin negarle, por lo demás, el carácter de apuesta moral conveniente y nada despreciable. Pero haríamos mal en conceder una ciega confianza en el establecimiento de tales estructuras, ya que automáticamente y por sí mismos poco resuelven. Ocurre que del orden de libertad fijado en y por las instituciones puede afirmarse lo siguiente:
«Ni da sentido a la vida ni deja de darlo; ni termina con la pobreza ni la agrava: proporciona sólo el marco formal dentro del cual nosotros podemos resolver esos problemas, o no.»{2}
Desde la perspectiva social y política, las instituciones ofrecen un servicio funcional de las necesidades humanas, así como garantizador de los acuerdos que adoptan los hombres entre sí. Pero de ninguna manera puede ampliarse esta funcionalidad y garantía a una aplicación instrumental que suplante o reemplace de facto las preferencias y las elecciones individuales. Las instituciones llegarán o no a cumplir los objetivos colectivos que puedan pretender quienes las implantan, pero en sí mismos consideradas no constituyen una promesa de éxito ni de solución instantánea y siempre satisfactoria de los problemas y necesidades de los individuos. En tal caso, si no funcionan o lo hacen de modo defectuoso, si acaban dificultando la tarea que en un primer momento se habían impuesto o la obstruyen, entonces sencillamente se las paraliza y reemplaza por otras nuevas. O se prescinde de ellas.
Dicho sea esto referido a toda institución, desde la más pequeña, irrelevante o circunstancial hasta la suprema edificación del Estado. No podemos decir lo mismo de las personas, de los individuos humanos, que son entes esencialmente valiosos e insustituibles. No como las instituciones culturales, sociales y políticas, en el marco de las sociedades modernas, que están –o deben de estar– en permanente revisión y control. Este último indicador se convierte en una apreciable señal del grado de modernidad y progreso social que adquieren los pueblos: «es evidente que la mayoría de las instituciones de las sociedades modernas cambian de forma más rápida que las de las sociedades tradicionales.»{3}
Las instituciones colisionan con el orden de libertad desde el instante en que se erigen, por usar la expresión de Edward Wilson, en «mecanismos censores y motivadores»{4}. Adoptan, en tal caso, un sentido fuerte y determinista, extremamente coercitivo – o más de lo estrictamente necesario–, hasta el punto de llegar a reglamentar y suplantar la voluntad y la acción individuales, quedando éstas notoriamente disminuidas e infrautilizadas: «Esto es así porque un orden de libertad es un orden institucionalmente infradeterminado e infradeterminante»{5}.
Comoquiera que sea, un orden de libertad, desde una perspectiva liberal-democrática, no puede jamás ser impuesto contra los individuos: «Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.»{6}
El fomento de una práctica institucional impuesta por encima, o frente a, la iniciativa del individuo, que literalmente se pone en su lugar, no revela una correcta pedagogía política. Si el orden de libertad se articula alrededor de las instituciones, ello es debido a que con ellas se busca la materialización y protección de los bienes y acuerdos logrados y que la experiencia ha considerado útiles y adecuados conservar y proteger. Pero, su instauración no implica un orden que, más allá del objetivo de estabilidad, entrañe inmovilidad, uniformidad e imposición a cualquier precio. Según ha dejado escrito Leo Strauss, «la cuestión política por excelencia» remite la cuestión cardinal «de cómo reconciliar el orden que no sea opresión con la libertad que no sea licencia.»{7}
Tal vez haya sido, empero, Isaiah Berlin el pensador contemporáneo que con mayor claridad y énfasis ha vinculado la problemática de la coacción con el desarrollo de la libertad en el marco de la democracia. Para Berlin, el tema en cuestión se reduce a una circunstancia tan simple como dramática: «Coaccionar a un hombre es privarle de la libertad.»{8} Partiendo de este presupuesto, cobra especial significación la célebre contraposición que establece entre libertad negativa y libertad positiva, la cual en gran medida actualiza la no menos famosa oposición establecida por Benjamin Constant entre libertad de los antiguos y libertad de los modernos{9}. Ciertamente, ambas caracterizaciones de la libertad gozan de buenas razones para ser defendidas y justificadas, si bien la primera complace más a sensibilidad liberal que la segunda. La razón básica de este sentir lo resume rectamente Berlin:
Una cosa es decir que yo pueda ser coaccionado por mi propio bien, que estoy demasiado ciego para verlo; en algunas ocasiones puede que esto sea para mi propio beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito de mi libertad. Pero otra cosa es decir que, si es mi bien, yo no soy coaccionado, porque lo he querido, lo sepa o no, y soy libre (o «verdaderamente» libre) incluso cuando mi pobre cuerpo terrenal y mi pobre estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente y luchan con la máxima desesperación contra aquellos que, por muy benévolamente que sea, tratan de imponerlo.{10}
En efecto, tanto el modelo antiguo de libertad como el moderno reconocen la necesidad de un inevitable grado de coacción en las relaciones interpersonales dentro de la sociedad, aunque sólo sea por el hecho de que la vida social representa una subordinación del instinto natural a la ley social, o una sustitución del estado natural por un estado social, si queremos decirlo también así, que exige regular conductas{11}. Comoquiera que sea, la libertad sufre una incuestionable mutación conceptual y práctica según opere desde la óptica natural o social, de ahí que se distinga oportunamente entre libertad natural y libertad social o moral.
La educación o instrucción básicas que reciben, o debieran recibir, los niños e infantes dentro de la comunidad, hasta que alcancen los mínimos niveles de conocimiento y voluntad que les permitan actuar con autonomía y responsabilidad, pasa por ser un requisito, comúnmente reconocido, para que así el margen de iniciativa espontánea en la actuación humana no se derrame en la vía franca y dispensada del instinto primario, sino que, guiada y regulada estrechamente por sus mayores a partir de la experiencia, asegure el desarrollo y progreso de la especie en su propio medio: la sociedad.
Ahora bien, las diferencias entre las significaciones prácticas de libertad negativa y libertad positiva aparecen en el momento de sopesar las restricciones que estos fines exigen a la libertad, bien sea entendiéndose como un atributo de la libertad o como su tributo, como excepción o como norma, como medio o como su finalidad. Para la tradición no liberal de la libertad –también proclamada recientemente bajo el rótulo de «republicana», es decir, la que transcurre en los tiempos modernos de Rousseau a Kant y Robespierre, de Herder a Hegel y Marx– un sujeto no sería propiamente coaccionado cuando ve restringido el margen de actuación por su bien, es decir, en nombre de un bien superior comúnmente determinado, puesto que así lo ha elegido él mismo –se lo ha buscado–al aceptar libremente vivir en sociedad, acatar las leyes y cobijarse bajo el manto protector de las instituciones.
Sólo un loco o un ser irracional, sostiene la doctrina no liberal, se resistirían a semejante impedimento o lo verían como algo extraño e indeseable. Llámesele Voluntad General, Bien Común, Utilidad Pública, Respeto a la Ley, Diosa Razón, Astucia de la Razón, Filosofía de la Historia o Ley Dialéctica de la Historia, el caso es que para la libertad positiva, la voluntad que moviliza la acción sólo alcanza su pleno sentido cuando concuerda con una instancia dirigente y colectiva que la certifica. Las leyes y las instituciones cumplirían, de esta suerte, la función de encarnar la Voluntad Racional y aun la virtud ciudadana.
La voluntad y la coacción así dispuestas, finalmente negadoras de su propio albedrío, la ensalzada bendición de la imposición (patriótica, «cívica») erigida en feliz máxima de realización de la corrección moral y política, son percibidas por Berlin como una suerte de «transformación mágica o juego de manos»{12} que en realidad no se conforma con limitar la libertad sino que no ceja en su esfuerzo hasta liquidarla por entero. Los hechos históricos corroborarían esta impresión.
Para una interpretación liberal de la libertad, por el contrario, el nivel de concesión que el individuo debe estar dispuesto a hacer al grupo y el impuesto que se resigna a pagar en aras al desarrollo de las instituciones sociales y políticas no pueden llegar hasta un punto de la cesión y, menos aún, de la renuncia de sus derechos y de la libertad. Más bien, la intensidad de tal consentimiento y licencia debe tender a su reducción, nunca a su incremento. La realización de la libertad no puede ser absoluta, pero su retracción tampoco. De ahí la necesidad de esforzarse por garantizar el espacio de la libertad de cada uno, considerado inalienable y soberano, el núcleo básico de realización de la individualidad y la personalidad de los hombres.
4
Una breve conclusión
Libertad negativa o positiva. Libertad de los antiguos o libertad de los modernos. Democracia o república. Liberalismo o democracia. Ciertamente, en la tradición política occidental, el orden de libertad se ha ido asentando con esfuerzo, enfrentándose en todo momento a fuerzas hostiles venidas del exterior –desde los medos y los persas de antaño hasta el terrorismo islamista del presente–, pero también del interior de las sociedades libres. En Europa, la disparidad y aun la contrariedad de la conciencia democrática han sido siempre patentes:
El germano fue más liberal que demócrata. El mediterráneo, más demócrata que liberal. La revolución inglesa es un caro ejemplo de liberalismo. La francesa, de democratismo. Cromwell quiere limitar el poder del Rey y del Parlamento. Robespierre quiere que gobiernen los clubs. Así se explica que los droits de l´homme lleguen a la Asamblea constituyente de Francia por mediación de los Estados Unidos. A los franceses –mediterráneos– les interesaba más la égalité.{13}
Democracia y liberalismo componen una pareja conceptual, de gran relevancia jurídica, moral y política, que, con sus acuerdos y desacuerdos, ha marcado el destino de la civilización occidental y ha proporcionado pistas al resto de culturas del planeta sobre cómo instituir un orden de libertad. A la vista de sus muchas peleas e infidelidades, sería razonable admitir la virtualidad de su divorcio. Pero quizá no tenga porque ser ésta la solución más prudente o aconsejable, ni siquiera inevitable y forzosa. El problema teórico y práctico que se nos presenta es más bien cómo proceder para que sigan conviviendo y enriqueciéndose conjuntamente en lugar de desafiarse mutuamente. A tal efecto, unos dirán que la receta aconsejable es más democracia, otros que más libertad. ¿Hablamos el mismo lenguaje?
En la perspectiva contemporánea, una opción del liberalismo al margen de la democracia se nos antoja un horizonte inviable e inequívocamente inquietante, en el que de establecerse, el liberalismo no pasaría de ser un sobreviviente o un reo en libertad provisional. Por su parte, la perspectiva de una democracia sin liberalismo apunta a un escenario degenerativo y, a la postre, suicida, amenazado permanentemente por el veneno del totalitarismo y las muchas caras de la tiranía:
La democracia sin liberalismo nace muerta. Vale decir que, junto a la liberal-democracia, muere también la democracia, como se la quiera entender y aunque la entendamos a la letra y al modo de los antiguos.{14}
Diríase, pues, que una noción y otra, democracia y liberalismo, están condenadas a entenderse.
Notas
{1} Segunda y última parte de la presente edición electrónica del artículo publicado en papel en la revista Cuaderno Gris, publicación editada por la Universidad Autónoma de Madrid, durante el verano de 2007.
{2} Víctor Pérez-Díaz, «Globalización y tradición liberal», Claves de razón práctica, nº 108, Madrid, 2000, p. 10.
{3} Anthony Giddens, Sociología, Alianza, Madrid, 2001, p. 657.
{4} Edward Wilson, On Human Nature, Penguin Books, London, 1995, p. 6.
{5} V. Pérez-Díaz, op. cit., p. 10.
{6} J. Ortega y Gasset, Mirabeau o el político. Obras Completas, tomo III, Revista de Occidente/Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 607.
{7} Leo Strauss, «Persecución y arte de escribir», en Persecución y arte de escribir y otros ensayos de filosofía política, Edicions Alfons El Magnànim/IVEI, Valencia, 1996, p. 92.
{8} Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1993, p. 191.
{9} Benjamin Constant, «De la libertad de los antiguos comparada con la libertad de los antiguos», en Del espíritu de conquista, Tecnos, Madrid, 1988.
{10} I. Berlin, op. cit., p. 204.
{11} Sobre este asunto, véase, por ejemplo, Gilles Deleuze, «Instintos e instituciones», en La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974/, versión castellana de José Luis Pardo a partir de la edición preparada por David Lapoujade, Pre-textos, Valencia, 2005, pp.27-30.
{12} Ídem.
{13} J. Ortega y Gasset, «Notas del vago estío», op. cit., p. 543.
{14} G. Sartori, ¿Qué es la democracia?, op. cit., p. 293.