Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 68 • octubre 2007 • página 7
«La verdad es que, mientras la democracia moderna existe en la medida en que está instituida por la superación liberal de la democracia etimológica, la democracia que practicamos es la liberal-democracia.»
Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?
1
Dos nociones y un destino
Bien pensado, nada resulta más natural que examinar desde una publicación española de carácter académico las vinculaciones, encuentros y desencuentros que aguantan entre sí las nociones de democracia y liberalismo. Si esta circunstancia causa extrañeza o asombro, ello no puede deberse sino al impacto que siguen teniendo entre nosotros el vaciamiento de ideas y el extrañamiento de creencias en nuestro ámbito de pensamiento, los cuales han expulsado de hecho, literalmente fuera de sí, a una buena parte de lo mejor de su tradición cultural. Dejemos para distinta ocasión la consideración sobre otros agentes deletéreos que atentan contra el rigor y vigor intelectuales en nuestros pagos, como son la presión del pensamiento único, que todo lo iguala, y la corrección política, que censura según la conveniencia –aun siendo éstos dos de los máximos responsables de vigilar y castigar lo «raro» en el discurso oficial de la Academia– y atendamos al asunto que ahora concita nuestro interés y que queda anunciado en el título que encabeza este trabajo.
Ciertamente, el estudio y el reconocimiento del pensamiento liberal en el interior de los muros escolares y universitarios españoles, pero también en los medios de comunicación, pasa por ser ordinariamente una tarea extravagante, como si estuviese fuera de lugar, tal que se tratase de un suceso exótico, raro{2}. No tiene por qué otorgarse necesariamente una consideración peyorativa a semejante calificación; piénsese si no en Baruch de Spinoza, serio pensador de la alegría y de incuestionables raíces liberales, quien tiene el valor de concluir su portentosa Ética emparentando el término «raro» con lo «difícil», pero asimismo con lo «excelso»{3}. Comoquiera que sea, entre lo difícil y lo excelso, y entre otras consideraciones, convengamos en que la disertación sobre el liberalismo en la España contemporánea supone un fenómeno textualmente escaso, más que nada por precario, ignoto e insuficiente.
Ocurre con todo, y para sorpresa todavía de tantos, que la más pequeña y superficial aproximación a la voz «liberalismo» remite primaria e incontestablemente a España y al pensamiento español. Los elementos básicos del liberalismo, al menos en lo que afecta a su núcleo central –los principios teóricos de la economía de mercado– no fueron, en efecto, concebidos por la cabeza calvinista del escocés del siglo XVIII, sino, durante el Siglo de Oro español, por el seso y el sesgo de jesuitas españoles. No se interprete este énfasis en los aspectos económicos de la doctrina llevada a cabo por los miembros la Escuela de Salamanca como una restricción –y mucho menos, una impugnación – de su vigencia entera, puesto que, como advirtió Hayek, la distinción de «liberalismo político» y «liberalismo económico» es, en sí misma considerada, controvertible y parcialísima, y, desde luego, muy alejada de la óptica liberal.
No es éste un asunto insignificante. La intervención coactiva de las autoridades estatales en las actividades económicas de los individuos no supone un hecho baladí o subsidiario, puesto que afecta al núcleo principal de sus derechos e intereses, en la medida en que obstaculiza, con más gravedad que en ningún otro caso, el cumplimiento y progreso de las posibilidades humanas de acción y de la propia libertad. No debe sorprender, en consecuencia, la relevancia de la vertiente económica de la libertad humana.
Gracias a personajes como Diego de Covarrubias y Leyva, Luis Saravia de la Calle, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, entre otros, fue posible el establecimiento y desarrollo de las ideas de la modernidad en Occidente, al proporcionar a la economía un valioso basamento categorial (establecimiento de conceptos como valor, competencia, etcétera), al tiempo que pusieron de manifiesto la relevancia moral del derecho natural frente a las virtualidades del positivismo jurídico y del poder normativo del Estado que acaban aplicándose a la acción legislativa sin otro estímulo y legitimidad que el que procura la neta presión sobre los hombres, es decir, el poder. Finalmente, fueron la Ilustración española y el constitucionalismo español los primeros movimientos de ideas en la Historia en servirse del término «liberal», identificando así, y dando nombre a, un proyecto ético, social y político que, con antecedentes notorios en la Antigüedad –especialmente, en el estoicismo–, ha llegado a nuestros días con renovada energía y vitalidad.
Reparemos en algunos de estos hitos:
Liberales es [vocablo] acuñado en España, en los años 1810-1811, y comienza a circular en la dirección francesa liberaux en la década de 1820, con olor de sospecha, es decir, en referencia a los rebeldes españoles de aquel tiempo. La palabra inglesa liberal es acogida en Inglaterra, como palabra inglesa y respetable, sólo hacia la mitad del siglo XIX. Y la sustantivacion «liberalismo» es todavía más tardía.{4}
Si bien el origen y la evolución del liberalismo concuerdan bastante con la emergencia de la democracia, ambos conceptos deben conjugarse y evaluarse por separado. Su mismo prestigio y consideración son, de entrada, distintos. Ya lo hemos dicho, mientras el término «democracia» reina poderoso en los vocabularios políticos y tiene buena receptividad entre la población, a la noción «liberalismo» le acompaña comúnmente un halo de sospecha y de imprecisión, los cuales, como comprobaremos más adelante, provienen de múltiples prejuicios y no poco resentimiento generalizado: «después de todo, “democracia” posee un reclamo demagógico que no posee la palabra “liberalismo”»{5}.
Las vicisitudes y paradojas del liberalismo, en sus controvertidas relaciones con la democracia, no se circunscriben al asunto terminológico. De hecho, se advierten palpablemente en otros terrenos, como, por ejemplo, el geográfico, poniendo de relieve algunos datos llamativos. Aunque el origen y desarrollo del liberalismo suela asociarse al espacio físico y cultural de Europa{6}, es, sin embargo, en el continente americano –en los Estados Unidos, con más precisión– donde han llegado a materializarse, con mayor o menor fortuna, sus postulados teóricos e incluso la concepción filosófica de la vida implícita en ellos. De todo lo cual no siempre son conscientes sus propios habitantes. La paradoja del caso conduce a situaciones chocantes, como tener que reconocer con no poca naturalidad que «el liberalismo es un extranjero en la tierra de su máxima realización y aplicación.»{7}
Las sociedades occidentales modernas y desarrolladas se constituyen de hecho según el patrón democrático-liberal, y ello les permite situarse a la cabeza del mundo en cuanto a condiciones de vida material y espiritual, condiciones ciertamente envidiables para los residentes en otras partes del globo e inconmensurables a éstas en nivel de bienestar y de respeto de las libertades individuales. En este escenario social, un liberalismo más o menos efectivo y asumido, en cualquiera de sus distintas versiones{8}, inspira y rige el modo de vida de los hombres que las pueblan.
Aun siendo este hecho poco rebatible, en amplios sectores de opinión europeos, la voz «liberalismo» es tenida por políticamente incorrecta, por expresión de mal gusto, pronunciable imprudentemente en determinados espacios públicos, como los académicos, periodísticos, artísticos y de variedades. En Estados Unidos de América, se declina poco y siempre en un sentido difícilmente compulsable con el que rige en el viejo continente. En realidad, los ciudadanos estadounidenses que barruntan estos asuntos y les preocupa, simpaticen con los demócratas o con los republicanos, se desentienden bastante de las teorizaciones sustantivas de este asunto, percibiendo, en cualquier caso, «su sistema como una república e inmediatamente después como una democracia.»{9}
La «popularidad» de la acepción genérica de democracia en los dominios soberanos de la opinión pública, no tiene rival, y es en esta disposición donde dicha categoría se juega, para bien o para mal, su destino. No es fácil que la democracia popularizada conforme los criterios de información y conocimiento al margen de la plaza, de la «esfera pública», y menos llevándole la contraria a la multitud, allí donde habitualmente las palabras sensatas de los hombres discretos son ahogadas por el clamor del tumulto y el veredicto inapelable de la mayoría. El ágora clama, y allí se dice de todo y se escucha de todo. En ese cruce de mensajes, unas voces truenan más que otras y algunos vocablos quedan mejor parados. ¿Democracia o liberalismo?
Casi todas las palabras que usa la parlería política de nuestros conciudadanos son simplemente improperios. […] Liberal no equivale a partidario de sufragio universal, sino que en vez de un reaccionario viene a significar de escasa vergüenza.{10}
Así ocurre, en verdad, y aun más cosas. Sucede corrientemente que ambas palabras –democracia y liberalismo– se atropellan y colapsan en la boca: «se confunden en nuestras cabezas y, a menudo, queriendo lo uno gritamos lo otro»{11}. Con todo, no debe haber duda al respecto: las dos categorías enuncian respuestas contrarias a cuestiones bastante distintas. ¿Cómo explicar la radical diferencia? Atendamos a la exposición de Hayek:
«El liberalismo se interesa por las funciones del gobierno, y, en particular, por la limitación de sus poderes. Para la democracia, en cambio, el problema central es el de quién debe dirigir el gobierno.»{12}
La democracia no se preocupa en primera instancia de la naturaleza y límites del Poder público, sino que atiende al asunto del tipo de sujeto sobre el que recae la soberanía y la legitimidad del gobierno. Ese sujeto, en democracia, lo personifica, aunque no tenga necesariamente que representarlo, el pueblo, el conjunto de las personas reunidas en un espacio común («We, the people»), la nación, la mayoría de la gente, la opinión pública, etcétera, que es quien encarna y ejerce la soberanía. He aquí un estado de cosas que interesa profundamente a la filosofía política y a la Teoría del Estado, aunque no se resuelva plenamente aquí. Su repercusión acaba impactando, tarde o temprano, en el corazón la doctrina del derecho, donde dilucidar asuntos fundamentales: por ejemplo, si los individuos humanos, las personas, disfrutan de derechos cívicos como resultado de la pertenencia al cuerpo político o si, por el contrario, poseen «derechos previos a toda intervención del Estado»{13}.
Para quien fija su pauta de acción y juicio desde el exclusivo registro normativo de la democracia, esto es, para quien se considera demócrata por encima de todo, el demos y sus instituciones constituyen la fuente última de toda legitimidad, pues, actúe como actúe, sentencie lo que sentencie, no existe norma más positiva que la estipulada por su sanción, sea ésta establecida a través del sufragio, el plebiscito o la aclamación. Desde la perspectiva liberal, por el contrario, la regla de la mayoría, la vox populi, la «voluntad general», los poderes en fin, tácticamente ejecutados en nombre del respetable público, no tienen la última y definitiva palabra; principalmente, si la división y limitación de poderes no ha sido acatada; si los derechos individuales han sido atropellados; si, la libertad, en suma, ha sido sometida, y aun sacrificada, a algún otro principio que aspira a desbancarlo.
En consecuencia, democracia y liberalismo convergen fáctica, contingente e históricamente en la arena pública, pero no coinciden. Pueden llegar a enfrentarse sin remedio: «Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada liberal.»{14} El conflicto en las sociedades modernas y desarrolladas –o sea, liberal-democráticas– es atemperado y templado unos y otros, liberales y demócratas, suelen coinciden en la práctica en lo básico: el respeto a la tradición, las leyes, las instituciones y el statu quo. Pero, a veces, es preciso priorizar, tener que elegir y seleccionar, tanto en el dominio teórico como en el práctico.
Muchos son los aspectos particulares que se insinúan tras este dilema y esta querella: la primacía de lo privado y lo público, la sociedad civil y el Estado, la igualdad y la libertad, el interés público y el personal, la justicia y la ley, los poderes y el Poder, la comunidad y la individualidad, el arbitrio y el consenso, la ética y la política, etcétera. De la distinta acentuación de los términos emparejados resultará el perfil que caracterice un orden de acción inspirado por el prontuario democrático o liberal.
La consideración, contrastación y cotejo de estos cruzamientos representa una labor amplia de largo recorrido, de manera que nos limitaremos en lo que sigue a considerar dos argumentos representativos de los mismos: las virtualidades de la excelencia en un orden democrático y la sombra de la coacción en el marco de las instituciones políticas.
2
La excelencia se adentra en la tierra media
¿Cómo vivir en un orden social, cómo insertarse y compartir el espacio público, sin perder el mayor grado posible de control sobre uno mismo y sin renunciar a la excelencia personal en el horizonte de la libertad? Justo es reconocer a la democracia como el mejor de los sistemas políticos conocidos a la hora de resolver satisfactoriamente este desafío político y existencial, tal y como fue establecido en los mismos albores de su institución histórica, y proclamado nada menos que por Pericles en la célebre oración fúnebre dirigida a los ciudadanos atenienses, de la que el historiador Tucídides{15} nos dio oportuna noticia.
El régimen de vida en común que disfrutamos, declara el gran estratega, no busca imitar las instituciones de los pueblos vecinos; ocurre más bien que somos nosotros los modelos de aquéllos y no meros imitadores de otros. Los demócratas honramos, en consecuencia, a nuestros muertos, a nuestros antepasados, nuestra tradición, y sin falsa modestia nos complacemos con nuestro modo de vida, empeñándonos, por lo demás, en defenderlo por medio de la política en todos sus diferentes medios{16}.
En democracia, la administración de la res publica queda en manos de la mayoría de la población, del pueblo, de modo que en su seno todos –con las salvedades de rigor, según cada momento histórico– nos constituimos en sujetos políticos, en personas unidas e igualadas a fuerza de ley de la ciudad, y también por la fuerza de la ley política. Pero en la misma alma de la democracia anida asimismo un distintivo atributo de orgullo ciudadano, una estimación propia y una confianza en las posibilidades a realizar, frente a los otros patrones políticos, que no tienen nada de lo que enorgullecerse –y además no lo hacen, ni podrían hacerlo–, una marca de serie que grabó, ya desde el origen, su destino en y para la Historia.
Esta consideración insertada en el alma democrática ateniense, esto es, el saberse no sólo uno más entre los demás, sino el mejor entre los existentes, y de esfuerzo por perfeccionarse, crecer y multiplicarse, que exige su justo reconocimiento público, diríase que ha ido debilitándose con el transcurrir del tiempo. Y acaso tampoco haya sido ajeno a esta mengua que el ideal del democratismo y el empuje del igualitarismo hayan ganado terreno{17}, arrinconando el primario y fundacional espíritu del liberalismo contenido en el discurso funerario que emerge triunfante de las cenizas.
La oración de Pericles proclama, en efecto, que la ley es igual para todos, pero sin olvidar la consideración debida a los méritos personales de cada uno de los ciudadanos –que antes que ciudadanos son personas libres–, ni al reconocimiento de la excelencia y las expectativas y pautas de vida particulares que aspiran a la autorrealización y la perfección. La pobreza o la mediocridad, la plebeyez, no son en democracia, ciertamente, impedimentos sustanciales a la hora de ejercer las funciones políticas{18}, pero tampoco deber ser tomados como proezas o modelos en los que inspirarse para ordenar la ciudad y promover sus grandeza.
El hecho de que a los pobres y plebeyos les sea reconocida por la ley y la justicia la facultad de participar – en la parte que le corresponde, según sus posibilidades –en la gobernanza de la polis, no significa que la democracia se entienda sustancialmente como el gobierno de los pobres, ni mucho menos como un gobernar pobremente. Tampoco la medianía y el villanaje pueden erigirse en prototipos de virtud y ejemplaridad que deberían seguirse, empezando por los propios dirigentes y magistrados. Cuestionar o refutar desde los principios democráticos el régimen político aristocrático no significa establecer un gobierno de los peores.
En democracia, no se mide la gobernanza en razón de la clase social, pero tampoco debe negarse la existencia de clases de hombres. Si la democracia es modelo a imitar por los pueblos, es porque en política existen tipos distintos de gobierno, pero también tipos humanos diferentes, unos mejores y otros peores. Si «la oscura condición social», como la denomina Pericles, toma el poder con espíritu de venganza y rencor en contra de cualquier signo de grandeza y nobleza, o la excelencia es vista con desprecio y resentimiento, el paradigma de la democracia quedará entonces irremisiblemente devaluado, empobrecido. El poder corrompe, pero el poder popular a menudo se corrompe popularmente, es decir, con la anuencia y la participación activa del pueblo que se descuida y se abandona, quedando en manos de los demagogos y los populistas.
Por todo ello, no debe extrañar que en la tradición liberal haya prosperado la máxima prevención con respecto a cualquier clase de poder ilimitado e incontrolado, así como la repulsa inflexible hacia toda forma de tiranía y de dominación, empezando por mostrar un claro recelo, nunca ocultable, a la perspectiva, siempre amenazante, de la democracia disminuida, «morbosa» (Ortega y Gasset), a la «tiranía de la mayoría» y al «despotismo democrático» (Tocqueville), a la lógica interna de la democracia que impugna la libertad (Hans Kelsen, Raymond Aron); que sospecha del enriquecimiento personal y es poco garantista (François Guizot); que aborrece todo rasgo de aristocracia (William Gladstone, Bertrand Russell{19}); que degenera en «democracia totalitaria» (J. L. Talmon); que contradice la «sociedad abierta» (Karl Popper); que fomenta más el gobierno de hombres que de las leyes (Montesquieu, los federalistas americanos) o el orden social teleocrático, gobernado por un fin, en vez de un orden nomocrático, gobernado por la ley, (Michael Oakeshott); que se sirva, en fin, de los poderes coercitivos de gobierno más allá de los que exige la imposición de normas de mera conducta (F. A. Hayek).
Notas
{1} El texto que aquí ofrecemos en versión digital corresponde a la contribución del autor al número 9 de la revista Cuaderno Gris, editada por la Universidad Autónoma de Madrid, verano de 2007, y al cuidado del profesor Mariano C. Melero.
{1} Véase en el Diccionario políticamente incorrecto (LIB, Madrid, 2004) del profesor Carlos Rodríguez Braun la definición de «liberales»: «Gente sospechosa y raros, raros.» (p. 92). Por lo demás, al hilo de lo apuntado anteriormente y en la perspectiva del presente trabajo, puede leerse en la Introducción de este libro esto que sigue: «La generalización de la democracia ha estrechado paradójicamente el pluralismo, y de hecho la propia noción de corrección política nace en uno de los países más democráticos del mundo, EE. UU.»
{2} Cf. «Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.» Tomamos la traducción de este soberbio pasaje de Vidal Peña, Ética, Editora Nacional, Madrid, 1980.
{3} Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia? Taurus, Madrid, 2003, p. 272. Con todo, acaso la inspiración, primera y última, de la voz «liberal» no ha dejado nunca de tener sabor británico. Cf.: «La palabra debió empezar a utilizarse en el círculo gaditano de este tercer lord Holland (1773-1840), que consideraba a España su segunda patria y cuya influencia sobre los españoles, a los que recomendaba el liberalismo tradicionalista de Burke, fue considerable.» (Dalmacio Negro, La tradición liberal y el Estado. Unión Editorial, Madrid, 1995, p. 23).
{4} G. Sartori, op., cit., p. 285.
{5} Cf. D. Negro, op. cit. (ver, en especial, el capítulo II: «Liberalismo y tradición»).
{6} Louis Hartz, The Liberal Tradition in America, New York, Harcourt, 1955, p. 11.
{7} Liberalismo inglés o continental (F. A. Jayek). Liberalismo y liberismo (B. Croce). Liberalismo promotor de una sociedad nomocrática o teleocrática (M. Oakeshott). Liberalismo antiguo y moderno (L. Strauss). Liberalismo político y regalista (D. Negro).
{9} G. Sartori, op. cit. p. 273.
{10} José Ortega y Gasset, «Teoría del improperio» («Ensayos de Crítica»), en Obras Completas, Tomo II, Revista de Occidente/Taurus, Madrid, 2004, p. 246.
{11} J. Ortega y Gasset, «Notas del vago estío» («El Espectador V»). Obras Completas, 2004, op. cit., p. 541.
{12} Friedrich A. Hayek, Principios de un orden liberal. Edición y prólogo de Paloma de la Nuez, Unión Editorial, Madrid, 2001, p. 89.
{13} J. Ortega y Gasset, «Notas del vago estío», op. cit., p. 542.
{14} Ídem.
{15} Tucídides, Historia de las guerras del Peloponeso. 6 tomos. Traducción de Juan José Torres, Gredos, Madrid, 1990-1992. Véase para la Oración fúnebre el tomo II, pp. 37-41.
{16} No otra cosa sería la política en sentido amplio, al decir de Michael Oaeshott: «la custodia de una manera de vivir», en Rationalism in Politics and other Essays. Londres, Methuen, 1977, p. 58. Sobre los distintos medios de actuación de la política, véase Carl von Clausewitz, De la guerra, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005.
{17} Esto es, mantener «que la opinión de un hombre pueda estimarse aproximadamente tan buena como la de cualquier otro, sin caer en un absurdo evidente.» (Joseph Shumpeter, «Dos conceptos de democracia», en Anthony Quinton (ed.), Filosofía política. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1974, p. 240).
{18} Para la concepción antigua de la democracia había otros impedimentos que imposibilitan el pleno reconocimiento de la ciudadanía –ser mujer, esclavo, etcétera–, pero no repararemos ahora a este particular, aunque no por ello menos relevante, aspecto.
{19} Cf.: «El error de la aristocracia no es creer que unos hombres son superiores a otros, sino presuponer que la superioridad es hereditaria. El error de la democracia es considerar que toda pretensión de superioridad es motivo para la indignación de las masas» (B. Russell, La educación y el orden social).