Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 68 • octubre 2007 • página 3
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Tiene la oración como exigencia inexcusable el correlato de un dios personal capaz de oír nuestra súplica; de ahí que existan concepciones de la divinidad (vale decir: teologías) que hacen imposible la religión misma, si es que ésta ha de ser entendida como una peculiar forma de relación que se manifiesta, no sólo, pero sí acaso principalmente, en esa modalidad lingüística constituida por las oraciones. No digamos comunicación, pues ésta parece que sólo existe allí donde se da el diálogo, siendo así que cuando el interlocutor es Dios, suele, por lo general, permanecer mudo, resultando de todo ello que el orar, más que actividad dialógica, es, por su propia esencia, un monólogo o un soliloquio.
Ningún lugar hay, pues, para la oración en la teología aristotélica, establecida en torno a un motor inmóvil [Metafísica, XXI, 6; Física, VIII, 7], que ni ha creado el mundo ni lo conoce, como tampoco conoce la existencia de los hombres; un dios, por tanto, que ni interviene en el mundo ni puede ser influido desde él (y menos, si cabe, mediante la oración); un dios, en suma, que si ha de ser acto puro y forma pura, inteligencia y pensamiento siempre en acto y, en definitiva, la entidad más perfecta, no puede ser sino pensamiento que se piensa a sí mismo, porque
«si es la cosa más excelsa se piensa a sí mismo y su pensamiento es pensamiento de pensamiento» [Metafísica, XII, 1074b: 30].
Ni tiene tampoco el menor sentido orar a los dioses epicúreos,
«porque éstos, entregados continuamente a sus propias virtudes, acogen a sus semejantes, pero consideran extraño a todo lo que les es indiferente» [Epicuro, Carta a Meneceo];
y entre las cosas que son objeto de la indiferencia divina se encuentran los propios hombres, quienes incurren en una vana presunción y en un error sin paliativos al atribuir a aquéllos todo lo bueno y lo malo que les acontece, como vano y erróneo es suponer que los dioses hayan de escucharlos y atender a sus súplicas.
Y otro tanto cabría decir de un Dios como el de Espinosa, porque el Deus sive Natura espinosista no es sino el orden del mundo en su entera necesidad; algo a lo que resulta absurdo atribuir cualquier afecto:
«Dios está exento de pasiones y no es afectado de ningún afecto de alegría o de tristeza» [Ethica, V, XVII],
por lo que, como establece el Corolario a tal proposición:
«Dios no ama a nadie ni odia a nadie»;
de donde resulta que sería una pérdida de tiempo rezarle (y eso suponiendo –lo que, sin duda, es mucho suponer— que Espinosa lo concibiese como una entidad personal o capaz de escuchar). Así que, en último término:
«Quien ama a Dios no puede esforzarse porque Dios le ame a su vez» [V, XIX].
Y nulo es igualmente el papel de la oración en el deísmo (Voltaire, por ejemplo) o en aquellas formas de religiosidad en las que, como sucede con el budismo, la divinidad, más que una entidad personal, es un concepto puramente metafísico y de las que podría comenzar por discutirse si son religiones, en sentido estricto, más bien que concepciones del mundo o sabidurías de un tipo u otro.
Mas si es obvio que la oración presupone la creencia en un dios personal, también lo es que sus formas experimentarán diversas modulaciones según cuál sea la concepción que se tenga de la divinidad de referencia.
Tylor, que asegura que en los niveles más bajos de la civilización existen pueblos que, aun creyendo en la existencia de espíritus, desconocen la oración, reconoce, sin embargo, que no es eso lo habitual, sino que, al contrario, animismo y oración parecen implicarse mutuamente; o lo que es igual –para decirlo en otros términos que no nos obligan a comprometernos con el animismo en cuanto tal, como teoría explicativa sobre el origen de la religión—: que siempre que en el centro de una creencia religiosa encontramos una divinidad personal, la oración es, si no el único, sí, desde luego, el modo privilegiado y por excelencia de comunicación con ella. Y distingue, a este respecto, Tylor dos grandes tipos de oraciones: aquélla con la que el orante busca sólo un beneficio, y que es la propia de los niveles más inferiores de la cultura (podríamos decir: del salvajismo), y aquélla característica de las sociedades culturalmente más desarrolladas, en la que, junto a la petición del beneficio, se vislumbra una dimensión y una intención de carácter ético o moral:
«la religión –escribe Tylor— apareció en la religión de la cultura inferior, pero, en esta primera etapa no era ética. Se pedía la realización de un deseo, pero el deseo se limitaba todavía a un beneficio personal. Es en niveles morales posteriores y superiores, cuando el adorador comienza a añadir a su petición de prosperidad la súplica de ayuda a favor de la virtud y en contra del vicio, y la oración se convierte en un instrumento de moralidad» [Primitive Culture, II, XVIII].
O como matizará en otro momento:
«Considerando la oración en sus efectos sobre el hombre, en el curso de la historia, debemos reconocerla, en la religión salvaje, como un medio de fortalecer la emoción, de sostener el valor y de alentar la esperanza, mientras que en las religiones superiores se convierte en una gran fuerza impulsora del sistema ético, que controla e impone las emociones y las energías de la vida moral, bajo un sentimiento, presente siempre, de comunicación y ayuda sobrenatural» [Primitive Culture, II, XVIII].
Ahora bien, sin negar lo que de acertado hay, sin duda, en la clasificación del antropólogo inglés, me parece que puede establecer una clasificación de los tipos de oraciones mucho más precisa y completa. Porque si bien es cierto que toda oración, sea cual sea la religión de que se trate, encierra siempre, por parte del devoto, la petición de un beneficio y el cumplimiento de un deseo, también lo es que, dependiendo de la religión de la que hablemos, varía sensiblemente la actitud que adopta el solicitante. Frazer, que sostiene que la religión es el aspecto primordial del ceremonial religioso, entiende que esa actitud es siempre de humildad y súplica, aspecto éste que es también esencial en la religión misma, resultando el elemento decisivo a la hora de determinar que unas creencias y actividades dadas son o no religiosas. Ahora bien, en contra de lo que él supone, sencillamente no es cierto que todas las oraciones adopten la forma de súplica. Y así, en algunos casos, quien solicita un beneficio puede exigir, sin más, que se satisfaga su petición; mas puede también, sin llegar a tanto, considerar que tiene derecho a ello, en justa compensación por las atenciones que él previamente ha tenido con la divinidad; y puede, finalmente, presentarse ante ésta como un ser menesteroso e indigno de la prebenda que solicita, la cual, si le ha de ser concedida, no será en virtud de su mero deseo, ni tampoco de su derecho a ella, sino como consecuencia de una especialísima y generosa gracia que de ningún otro lugar nace más que de la voluntad de Dios. Esto es, puede finalmente la oración presentarse como súplica. Y, por otra parte, aunque es verdad que esa dimensión moral o ética de la oración (sin abandono del beneficio) es palpable en las religiones superiores, esto es, en las religiones monoteístas, no lo es de modo tan exclusivo que no pueda ser rastreada y localizada en formas anteriores de religiosidad.
Este esquema (según creo) más complejo y completo de los tipos de oración y de su desarrollo, me parece a mí que podemos verlo desplegarse con una cierta facilidad y nitidez acogiéndonos a la teoría evolutiva de la religión establecida por Gustavo Bueno, en la que ésta queda sintetizada en tres grandes grupos: religiones primarias, secundarias y terciarias,
En las religiones más primitivas (primarias), que pueden ser consideradas las propias de las sociedades salvajes y bárbaras, si el beneficio es el objetivo primordial de la oración, la disposición del que pide se caracteriza muchas veces por la exigencia. La divinidad, por así decirlo, está obligada a otorgar tal beneficio, y si acaso ella no lo entiende así, mostrando, es cierto, la propia menesterosidad, mas también –y éste es quizás el aspecto más significativo de la oración primitiva— mediante el insulto e incluso la amenaza. Cualquier medio es lícito: también, como ha señalado Ruth Benedict, la adulación, el soborno y el fraude. Así, como ha escrito Marvin Harris:
«los kai de Nueva Guinea timan a sus espíritus ancestrales como también lo hacen entre sí; en algunas culturas intentan burlar a los espíritus mintiéndoles. Los tsimshian de la costa canadiense del Pacífico golpean el suelo con los pies, amenazan al cielo con sus puños y llaman a sus dioses “esclavos”, en tono de reproche» [Antropología cultural, 12].
Y ésta es una oración de los manus del archipiélago Bismarck, dirigida al «Señor Espíritu» cuando enferma una persona:
«Como muera este hombre te quedas sin casa. Sólo podrás vagar por las orillas de la isla»;
orillas que, como sabemos por Reo Fortune, que es quien recoge tal oración, eran utilizadas para las actividades excretorias.
Si de éstas primeras religiones pasamos a las religiones politeístas (secundarias), nos encontramos con que aun cuando la obtención del favor continúe siendo el objetivo fundamental, ha cambiado, sin embargo, la actitud del que pide. Ahora ya no se entiende que constituya un deber de los dioses el otorgarlo, mas sí que se tiene derecho a él en justa compensación por haber sabido honrarlos y haber cumplido siempre con los deberes para con ellos. A la divinidad, en consecuencia, se le pide, con toda la humildad que se quiera, pero se le pide, al cabo, la devolución –digámoslo así— del favor. Las plegarias que los héroes homéricos dirigen a sus dioses ponen siempre perfectamente de manifiesto este rasgo y esta modalidad de la oración. Así, Ulises, tras despojar a Dolón, ofrece el botín a Atenea, mas no sin dejar de insinuarle que tal ofrenda a la diosa la obliga, en algún sentido, a conceder el favor que se le pide:
«Acepta gustosa esto, diosa, eres en el Olimpo la primera
de todos los inmortales que honraremos con estos dones. Y ahora
condúcenos a los caballos y lechos de los guerreros tracios» [Ilíada, X, 462-464].
Y, en efecto, ése será el argumento utilizado por Zeus para justificar su aprecio por Príamo y la sacra Ilio:
«Nunca carecía mi altar de la equitativa porción en el banquete,
la libación y el humo de grasa, privilegio que nos corresponde» [Ilíada, IV, 48-49].
Aun así, la distinción entre las oraciones propias de cada uno de estos dos tipos de religión no es tan nítida como acabamos de sugerir, ya que si en el politeísmo no suele hallarse la exigencia y la coacción propias de la religión primaria, ello no sucede con tal rotundidad que no pueda ser detectado alguna que otra vez:
«¡Oh Zeus padre! No hay dios mas execrable que tú» [Ilíada, III, 365],
exclama Menelao tras ser desatendida por el soberano de los dioses su plegaria en la que no otro deseo manifestaba sino que le permitiese dar muerte a Alejandro. Y, por otra parte, también en las religiones más primitivas encontramos alguna vez esa relación con la divinidad en la que la exigencia es sustituida por ese reclamo más atenuado que consiste en recordar a los dioses las atenciones de las que han sido objeto, lo que autoriza ahora al que reza a entender que tiene derecho a que ellos, a su vez, tengan alguna deferencia con él; deferencia que no es otra, obviamente, que concederle el favor solicitado. Así, en Monyo, pueblo perteneciente al distrito de Sagaing, en la Birmania alta, rezaban de este modo al espíritu de la lluvia:
«¡Oh, Señor Nat, ten piedad de nosotros, pobres mortales, y no detengas la lluvia. Considerando que te hemos dado nuestras ofrendas de buena gana, permite que caiga día y noche la lluvia» [Frazer, La rama dorada, IX, 2].
Y si centramos ahora nuestra atención en las llamadas religiones superiores o monoteístas (terciarias) observaremos que han desaparecido tanto la exigencia como el creerse en posesión de un derecho, adoptándose, en cambio, un actitud desvalida y miserable, con la que se quiere poner de manifiesto que de nada se considera digno aquél que implora y que si aspira a obtener algo será sólo por la gracia y el amor de Dios. Y en el contexto del contenido de la oración no ha desaparecido, ciertamente, la petición de un beneficio, pero también es verdad que en ella se vislumbra con toda nitidez esa dimensión ética de la que habla Tylor, siendo ahora esencial la petición de ayuda para abrazar la virtud y huir del vicio. Ejemplos de todo ello podemos hallarlo en el simple Padrenuestro, donde el que reza se dirige humildemente a Dios («hágase tu voluntad»), sin olvidar pedirle «el pan nuestro de cada día», y el que nos ayude a ser buenos («no nos dejes caer en la tentación»).
Pero, de nuevo, este componente moral, y aun la oración como súplica, no son tan radicalmente novedosos que no pueda ser rastreado en el politeísmo. El anciano Fénix, intentando convencer a Aquiles para que deponga su cólera contra Agamenón y entre en combate, le recuerda que:
«Los propios dioses son flexibles,
y eso que su supremacía, su honra y su fuerza son mayores.
Pero incluso a ellos, con ofrendas y amables plegarias,
con libaciones y grasa de víctimas, los hombres los aplacan,
suplicándoles cuando uno comete una transgresión o un yerro.
También las súplicas son hijas del excelso Zeus»
[Ilíada, IX, 497-502].
De manera que si el deseo de obtener un beneficio se encuentra presente en las tres religiones de las que hablamos, tal beneficio, en las religiones primarias, es básicamente de carácter material, en tanto que en las terciarias adquiere un componente y una contenido moral –y, si así quiere decirse, espiritual— desconocidos por aquéllas. Y la oración que es primordialmente un exigencia en las religiones más primitivas, se convierte en una suplica en el monoteísmo. En el politeísmo, por su parte, se entiende la oración como la petición expresa del cumplimiento de un pacto o de un contrato, llevando, de este modo, a su más acabada expresión una peculiar forma de entender las relaciones entre el individuo y la divinidad que ya las religiones primarias anticipaban, y, a su vez, aunque lo que en la oración se pide es primordialmente un beneficio material, anticipan, a su vez, ellas, no obstante, el aspecto moral de la oración propia del monoteísmo, y el carácter de la oración como súplica.
En consecuencia, y como puede observarse, la distancia mayor, tanto por su forma como por su contenido, se encuentra entre la oración primitiva y la monoteísta, en tanto que la politeísta presenta algunos rasgos en común con ambas, convirtiéndose, así, en una especie de puente o transición de la una a la otra. Lo que era, por lo demás, lo que con toda seguridad podía esperarse.
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Pero, y la oración misma, con independencia de sus variedades, ¿qué es? Desde luego, resulta obvio que sólo desde la perspectiva del creyente puede ser considerada un acto de comunicación con la divinidad; y únicamente, claro está, en el caso de aquélla en la que él cree, que será considerada verdadera, frente al resto de dioses que serán declarados falsos, o por mejor decir, inexistentes. Mas entonces esto tendrá como consecuencia inmediata que la oración dirigida a uno de tales dioses ya no podrá ser considerada una genuina relación (puesto que el referente de la misma no existe) y menos aún una relación religiosa, sino una simple forma de superstición o de idolatría. Y de idólatra, precisamente, tilda Tomás de Aquino el campo fenoménico de cualquier religión que no sea la cristiana, como supersticioso es considerado por los deístas el de todas ellas, incluida la cristiana.
Desde el punto de vista del ateo, es evidente que tales conclusiones se imponen con toda rotundidad, y que la oración no puede ser colocada más que en el conjunto de las creencias supersticiosas. No existe la menor diferencia entre quien al salir de casa dibuja sobre su rostro la señal de la cruz y murmura una breve plegaria, convencido de alejar con ello el mal de sí, y quien, por idénticos motivos, procura hacerlo con el pie derecho; como no la hay entre quien suma la matrícula de los coches o los peldaños de las escaleras y quien repasa una y otra vez las cuentas del rosario ( esa «esa máquina-calculadora devota», como la denomina Tylor), para tener la plena certeza (y la tranquilidad que de ella se deriva) de no haberse olvidado o saltado una sola oración. Cierto que ésta es siempre una modalidad de superstición que se manifiesta lingüísticamente, en tanto que muchas supersticiones consisten en actividades prácticas ritualizadas o ceremonializadas. Mas no es éste (entiendo yo) motivo suficiente para poner en suspenso nuestra conclusión, ya que, por una parte, la propia oración (y no digamos el conjunto de los ceremoniales religiosos), en tanto que fórmula supersticiosa, se halla con frecuencia asociada a contextos de los que son inseparable determinados rituales igualmente supersticiosos, y que sólo adquieren sentido a través de la oración misma, y, por otro lado, existen múltiples supersticiones no religiosas que únicamente cobran vida mediante el lenguaje, siendo, por ello, en sentido estricto, actividades lingüísticas, como le sucede al supersticioso que siente la imperiosa necesidad de recitar ya sean simples palabras o fórmulas un número determinado de veces.
He dicho «imperiosa necesidad», y ello no sólo no es casual, sino que, por el contrario, nos coloca delante de otro importantísimo aspecto de la superstición en general, y que, de ser cierto, como decimos, que el rezar es una práctica supersticiosa, habría que hacer extensivo también a la propia oración. Me refiero al hecho de que la superstición nace siempre de una idea obsesiva que induce a creer que sin duda habrá de producirse una desgracia, un acontecimiento indeseado, o, al contrario, que jamás se alcanzará el bien o el beneficio que se anhela, a menos que se realice una determinada acción, por lo general ritualizada, sea o no de carácter lingüístico. Esto es: la obsesión engendra de modo automático un acto compulsivo, una compulsión. Razón por la cual, como es sabido, el individuo aquejado insistentemente de tales pesares (porque pesares son, y no pequeños) es considerado un neurótico obsesivo-compulsivo. Pero entonces, si la superstición es una forma de neurosis obsesiva, y si la oración (aunque también la religión en su conjunto) es una forma de superstición, entonces la oración es una forma de neurosis obsesivo-compulsiva. Creo que Freud se sentiría satisfecho de que, aunque por un camino distinto, hayamos arribado a conclusiones similares a las suyas.
Mas la superstición tiene como fundamento la creencia en la capacidad de determinadas palabras o rituales para provocar determinados efectos por procedimientos enteramente misteriosos y ocultos, y aun sobrenaturales, o, al menos, muy alejados del discurrir normal y natural de los acontecimientos. Y si esa creencia ilógica y absurda (supersticiosa también, por añadidura) en la existencia de una conexión causal entre determinados acontecimientos que se supone habrán de ser causa de otros que se serán efectos suyos; creencia que carece del menor fundamento racional y lógico, es, justamente, lo característico del pensamiento mágico, que es siempre, por tanto, un pensar supersticioso, de la misma manera que la superstición es siempre una forma de pensamiento mágico. Mas si ello es así, por más que Frazer se empeñe en separar drásticamente la religión de la magia, es preciso concluir que si la religión es un pensar y un hacer de carácter supersticioso, es también un pensar y un hacer de carácter mágico. El criterio establecido por el antropólogo inglés, según el cual lo que diferencia a la magia de la religión es que, en tanto que la primera intenta dominar fuerzas de carácter impersonal, la segunda tiene como referencia entidades personales, se tambalea cuando se repara en el hecho de que no pocas veces la magia se halla dirigida a seres personales a los que se busca hacer propicios mediante prácticas o conjuros de carácter mágico. ¿No es eso, precisamente, la oración? Tylor piensa que sí, y lo hace, entre otras cosas, basándose en el recitado de frases del budismo (budismo, no lo olvidemos, en el que es muy discutible que exista la creencia en un dios personal):
«La idea budista de que el “mérito” se alcanza por el recitado de esas frases, tal vez pueda conducirnos a formar una opinión muy aplicable al estudio de la religión y de la superstición, es decir, que la teoría de las oraciones puede explicar el origen de los hechizos. Las fórmulas de los hechizos son, en muchísimos casos, verdaderas oraciones, y como tal son inteligibles. Si hay simples formas verbales que producen su efecto sobre la naturaleza o sobre el hombre, mediante algún proceso inexplicado, esas formas verbales o los modelos sobre los que se han elaborado, ¿no pueden haber sido, originariamente, oraciones, que luego han degenerado en frases místicas?» [Primitive Culture, II, XVIII].
Yo creo que tiene razón, y ello con independencia –porque considero que es irrelevantes a efectos de lo que aquí decimos— de que haya sido la oración la que ha engendrado los hechizos o que, al contrario, haya nacido de ellos.
«Pensaba ahora –escribe Montaigne— de donde nos vendrá ese error de recurrir a Dios para nuestros proyectos y empresas, llamándole en todo tipo de necesidad y en cualquier lugar en el que nuestra debilidad pide ayuda, sin considerar si la ocasión es justa o injusta, y de invocar su nombre y su poder, cualquiera que sea la acción o situación en la que nos hallemos, por viciosa que ésta sea» [Ensayos, I, LVI].
Podemos responderle: de nuestro pensamiento mágico y supersticioso. Porque ni la religión es más que un conjunto de creencias y prácticas supersticiones ni la oración otra cosa que un hechizo o conjuro mágico.
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Mas tiene la oración siempre algo de incomprensible y aun de contradictorio, ya que, ¿por qué pedir nada a Dios? ¿Quién mejor que él sabe lo que necesitamos? No quiero decir únicamente que, como señala Epicuro:
«Resulta absurdo pedir a los dioses aquello que un mismo es capaz de procurarse» [Gnomonologio Vaticano, 65];
o que, como dice Pascal:
«El justo no debería […] esperar en Dios, porque no cabe esperar, sino esforzarse en obtener lo que pide» [Pensamientos, 66i];
es decir, no se trata tan sólo de recusar la oración en tanto que coartada para la desidia o la pereza, sino de subrayar lo que en ella hay de absurdo y superfluo: ¿a cuento de qué nos permitimos recordarle a Dios nuestras carencias o nuestras necesidades del tipo que sean, incluidas aquéllas que tienen que ver con el auxilio y la gracia que nos son precisos para vencer nuestra debilidad y mantenernos firmes y sin desmayo en la senda del bien? ¿Acaso Él no lo sabe de sobra? ¿O por ventura lo tenemos por olvidadizo o inconstante? Mas coherentes son, a este respecto, los zulúes, si, como asegura Tylor:
«En África, los zulúes, al dirigirse a los espíritus de sus antepasados, piensan incluso que es suficiente llamarles sin decir lo que necesitan, pues dan por seguro que los espíritus lo saben, de modo que la simple expresión “Gente de nuestra casa”, es una oración» [Primitive Culture, II, XVIII].
Y no sé yo a los espíritus de los antepasados, mas a Dios, ridículo resulta incluso el llamarle, si es que está en todas partes, y lo ve todo y lo oye todo. Aunque, en cualquier caso, no actúa del todo mal si, de cuando en cuando, se hace el sordo, porque muchas de las cosas que le pide la gente, vale más no oírlas.
Hay quien le pide ayuda para ser bueno no ya después de pecar, sino inmediatamente antes de hacerlo.
«Los vicios en su momento y Dios en el suyo»,
como dice Montaigne [Ensayos, I, LVI].
Y hay quien le pide, no diré imposibles, porque para Él nada hay que lo sea, pero sí intervenciones excepcionales y fuera del discurrir natural de los acontecimientos (vale decir milagros), y para ello se vale de un ardid con el que intenta suscitar su compasión, y que consiste, curiosamente, en reconocerse pecador, y por ello indigno del favor que solicita. Desde este punto de vista, es obvio que acierta de lleno Ambrose Bierce en su definición de «orar»:
«Pedir que se anulen las leyes del Universo para beneficio de un único solicitante que, según propia confesión, ni siquiera lo merece» [Diccionario del Diablo].
Y hay, finalmente, quien más que para sí, pide contra otro.
«Es importante observar –escribe Voltaire— que en muchísimas plegarias cada pueblo pedía siempre lo contrario de lo que pedía el pueblo inmediato» [«Oración», Diccionario filosófico].
Sí. Pero hay más que eso: sucede con frecuencia que pide no sólo lo contrario que el otro, sino directamente contra él. Si los dioses existieran y se dignaran prestar atención a nuestras súplicas, no hay duda que hace ya mucho tiempo que los seres humanos habrían desaparecido, tal ahínco ponemos en que nuestro dios particular perjudique al vecino. La ceguera y el fanatismo de pueblos enteros que tienen muchas veces su raíz y su asiento en la religión, estarían más que felices de poder utilizarla, asimismo, como un arma de destrucción masiva. Tenemos suerte de que, al parecer, como dice Epicuro:
«El ser divino, bienaventurado e incorruptible, no tiene dificultades ni las crea a otro, de manera que no se deja coaccionar ni por iras ni por favores, pues sólo un ser débil se encuentra a merced de tales coacciones» [Máximas capitales, I].
Y más suerte aún de que no exista, lo que, sin embargo, no supone ningún obstáculo para matar en su nombre. Las causas que empujan a un individuo a dar muerte a otro son muy diversas, desde luego, pero casi todas tienen que ver con el sexo, la riqueza o el poder. Aquéllas que mueven a todo un grupo a una acción similar contra otro, o contra individuos pertenecientes a éste, son, sin duda, más amplias, porque a la riqueza y el poder vienen a sumarse, casi siempre, una bandera, una patria (aunque no sea sino imaginaria) y un dios, y hasta no resulta infrecuente que los tres (bandera, patria y dios) conformen una sola entidad fantasmagórica y monstruosa. La oración se convierten entonces en uno de los frentes e instrumentos de lucha, como puedan serlo la espada, la bomba o la pistola.
Si me permite recurrir una vez más a Tylor, de quien he abusado en exceso a lo largo de estas notas, diré que él se percató con toda lucidez de este fenómeno al que nos estamos refiriendo:
«El amplio efecto político de una fe común en el desarrollo de la idea de una nacionalidad exclusiva, un proceso que apenas pasa de ser un germen entre las tribus salvajes, pero que alcanza su pleno desenvolvimiento en el mundo bárbaro –afirma—, tiene su manifestación externa en la hostilidad frente a los de otro credo, sentimiento que encuentra su expresión en oraciones características» [Primitive Culture, II, XVIII].
Y pone como ejemplo de ello dos oraciones que merecen la pena ser recogidas. Una pertenece al Rig-Veda:
«Aparta nuestras calamidades. ¡Que con estrofas sagradas podamos vencer a los que no emplean himnos santos! Distingue entre los arios y los que son dasyus: castiga a los que no observan los ritos sagrados, somételos al sacrificador… Indra, somete a los impíos a los piadosos, y destruye a los irreligiosos por medio de los religiosos».
La otra, aún más sobrecogedora, era rezada, según dice, por los niños de muchas escuelas de El Cairo:
«Yo busco refugio junto a Alá, contra Satán, el maldito. En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso... ¡Oh, Señor de todas las criaturas! ¡Oh, Alá! ¡Destruye a los infieles y a los politeístas, a tus enemigos, los enemigos de la religión! ¡Oh, Alá, haz huérfanos a sus hijos, y destruye sus moradas, y haz que sus pies resbalen, y entrégalos a ellos y a sus familias y sus bienes y a sus mujeres y sus hijos y a sus parientes por matrimonio y a sus hermanos y a sus amigos y sus posesiones y su raza y su riqueza y sus tierras como botín para los musulmanes! ¡Oh, Señor de todas las criaturas!».
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Así que tienen las oraciones, después de todo, más cosas en común que su carácter mágico y supersticioso, o el tener siempre como objetivo la obtención de un beneficio, aun cuando ése sea de tipo puramente espiritual o ético: son, además, por lo que hemos visto, siempre absurdas, en muchas ocasiones hipócritas, casi siempre egoístas, y no rara vez agresivas. Mucho más, sin duda, de lo que están dispuestos a soportar los piadosos oídos del creyente. Digamos, si se quiere, y para tratar de reconciliarnos un tanto con él, que, a veces, rezar no es sino una mera costumbre, como frotarse la nariz o atusarse el pelo, y quien la tiene y la da cumplimiento no suele poner en ello tanta maldad como nuestra crítica deja entrever. Digámoslo con Montaigne:
«Rezamos por hábito y costumbre, o mejor dicho, leemos o pronunciamos nuestras plegarias. No es a fin de cuentas sino fachada» [Ensayos, I, LVI].
Pero que sean fachada significa, al mismo tiempo, que casi nunca son, también a fin de cuentas, un instrumento mediante el cual buscamos hacernos mejores.