Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 67 • septiembre 2007 • página 8
1. La crisis del siglo XIV
El siglo XIV se inicia con una puesta en cuestión de las instituciones sociales en las que el hombre medieval está cómodamente instalado y sobre las que desarrolla su vida. Ya en el 1300, Felipe IV de Francia en conflicto con el papa Bonifacio VIII exige con el apoyo de la mayor parte de la iglesia francesa y de todos los nobles y el pueblo, la total independencia de su reino frente a Roma. Por su parte el pontífice defiende nada menos que el doble poder, espiritual y temporal, sobre toda la cristiandad y utiliza para lograr este fin el arma suprema de la excomunión y de la declaración dogmática.
El fracaso de Roma en esta prueba de fuerza tiene un doble efecto inmediato. Primero que nada, Francia sale fortalecida, adquiere el derecho de gobernar sus propios asuntos seculares sin ninguna interferencia extraña, y sienta una de las bases del estado moderno. Los juristas que defienden al rey Felipe y en primer lugar Gil de Roma afirman que la existencia de todos los reinos y principados se deriva del derecho natural y no de una delegación de poderes del representante de Dios.
Pero al mismo tiempo Bonifacio VIII y con él todos sus seguidores ven disminuida y debilitada su antigua omnipotente autoridad. En este primer pleito ha tenido que capitular ante el mismo Felipe el Hermoso, elevando a los altares como muestra de amistad a su abuelo Luis IX. Y ya después de su muerte y tras el brevísimo reinado de transición de Benedicto XI, se aceptan íntegramente las tesis seculares del rey francés. La autoridad de los papas nunca quedará plenamente restablecida de este primer conflicto.
Cuando muere Benedicto XI los cardenales eligen a Bertrand de Got, que se declara partidario del rey francés, adopta el nombre de batalla de Clemente V, declara abolida la orden de los Templarios, principales aliados de Bonifacio VIII, y en fin traslada su sede a Francia a la ciudad de Avignon. Allí están instalados durante más de sesenta años los pontífices, contando con el apoyo político de la mayor potencia del mundo cristiano.
La residencia en Avignon es otro golpe al prestigio hasta entonces indiscutido, del sacerdocio. El papa deja de ser un factor de unión y es objeto de hostilidad por parte de todos los enemigos de Francia. Los obispos y los cardenales franceses e italianos están divididos y cada vez inspiran menos respeto. La crisis de las instituciones –incluso antes de la aparición del Cisma de Occidente– es radical.
Todo tiene su lado positivo. La ausencia de un referente con valor indiscutido y absoluto da libertad para pensar y vivir en la Iglesia de una forma totalmente nueva. La actitud crítica que todos los teólogos adoptan sería impensable en otro siglo de la Edad Media. Lo mismo se diga de la audacia de sus soluciones y de la propia sensación, tantas veces repetida en la historia, de asistir al final de una época y al alumbramiento de otra totalmente nueva.
Este eclipse total de la jerarquía está en conexión con otra revisión doctrinal que empieza también con los primeros años del siglo y hunde sus raíces en problemas planteados y mal resueltos a finales del XIII. Los términos en oposición son por una parte los papas y los obispos con su doble dominio espiritual y temporal, y por otra los monjes desatados de todo cargo y riqueza, los spiritales, y los hombres comunes sin voz ni voto en la Iglesia, los parvuli.
Como es tópico en la historia de las revoluciones, los primeros movimientos de los monjes y cristianos de base tienen un carácter anárquico y extravagante, que terminan en el fracaso y hasta en el ridículo. Todavía no se han elaborado las nuevas ideas y formas de vida que pueden encauzar y dirigir la inquietud y la protesta de todos estos inconformistas. Saben que tienen algo que decir pero sus primeras palabras sólo son un balbuceo infantil.
Y sin embargo estos extraños revolucionarios cuentan con un estado mayor cada vez más organizado y más consciente de su función en la historia. Los franciscanos apoyan todos esos movimientos o por lo menos los ven con simpatía. Sus teólogos y sus dirigentes supremos consiguen formular en unos pocos y sencillos principios lo que sin darse cuenta estaba pensando una gran parte de la Iglesia.
El año de 1322 la Orden de San Francisco se reúne en concilio en la ciudad italiana de Pessara siendo director general Miguel de Cesena. La asamblea declara verdad de fe la pobreza absoluta de Cristo y de los apóstoles, que no tuvieron posesión ni dominio sobre ninguna cosa ni persona. Cualquiera que niegue verdad tan evidente tiene que ser considerado hereje, más todavía, cabeza de una herejía hasta entonces inédita.
Esta declaración, a pesar de su apariencia inofensiva, encierra una carga de profundidad que puede echar por tierra todo el gigantesco aparato jerárquico de la Iglesia. En la medida en que el papa y los obispos son sucesores de los apóstoles, deben, si quieren que su función sea legítima, renunciar a cualquier dominio sobre las cosas o sobre las tierras. Pero su misma autoridad espiritual es falsa si se ejerce desde las categorías profanas de un poder y un mando en todo iguales al de los soberanos del mundo.
La declaración de Pessara es tanto más grave cuanto que no excluye de la acusación de herejía al mismo papa, que de esta forma ve amenazado su carácter de jefe supremo e indiscutido. El centro de gravedad se va trasladando a la comunidad de los fieles en una especie de protestantismo que opera desde dentro de la Iglesia.
Juan XXII, que desde 1316 ocupa la sede suprema en Avignon, se siente acusado por la declaración de Pessara. Todo contribuye a ponerle en entredicho, el cónclave polémico que lo ha elegido tras dos años de sede vacante, la impopularidad de su política, la sumisión a los reyes de Francia y la difusión creciente de los spiritales defendidos por el cónclave de los frailes menores. En vista de todo esto, decide contraatacar con las mismas armas de sus enemigos, condenando en documento solemne a los participantes en el concilio de Pessara.
Pero las cosas todavía se complican más. Juan XXII que se había mantenido neutral en la lucha entre los dos aspirantes al Imperio sin apoyar a ninguno para poder ser así el árbitro supremo, contempla cómo Luis de Baviera derrota a su rival precisamente en ese año 1322 y se proclama único emperador. Para anular ese poder que más que nunca le amenaza, el Papa utiliza toda su artillería pesada espiritual y fulmina excomunión contra Luis, quien a su vez declara hereje al soberano de Avignon.
De esta forma el movimiento reformista capitaneado por los franciscanos encuentra una ayuda totalmente inesperada. Y el Emperador, además de contar con el consejo de sus teólogos, el principal de ellos Marsilio de Padua, puede tomar como base de su acusación de herejía las breves pero contundentes razones del Concilio de Pessara. Esta segunda crisis doctrinal tan profunda y tan complicada es al propio tiempo causa y efecto de la pérdida de prestigio y la decadencia de las instituciones.
Todavía el hombre del siglo XIV puede encontrar refugio, en vista del hundimiento total de su mundo, en la morada de su propia existencia, pero también se ve privado de este último recurso. En el 1348 se declara en Europa la gran peste que mata a la tercera parte de la población y amenaza con exterminar a los espantados supervivientes. La esperanza de vida, que a primeros de siglo se mantenía en los treinta y muchos años, baja bruscamente a los diecisiete o dieciocho.
El hombre adquiere conciencia del tiempo de su vida, cada vez más breve y más precioso. En las principales ciudades de Europa aparecen los primeros relojes públicos, que son al propio tiempo una llamada urgente a vivir y un recuerdo de la fugacidad de todas las cosas. Pocas veces en la historia se ha tenido que reflexionar colectivamente con parecida intensidad sobre la existencia humana.
La muerte deja de ser un azar desventurado y se convierte en el horizonte y en el término inexorable de la vida, cualquiera que sea el punto del camino en que el hombre esté. Los tópicos sobre la brevedad de la vida y sobre la desaparición de quienes vivieron antes en el mundo son el centro de una literatura cada vez más brillante. La espléndida y estremecedora representación de las danzas de la muerte resume y concreta esta nueva actitud existencial.
Pero la peste tiene otro efecto más insidioso. Cada uno de los hombres, incluso los más vecinos y queridos, se convierte para los demás en una amenaza, que debe evitarse a toda costa. Los usos sociales pierden espontaneidad y adquieren un carácter de emergencia, que hace cambiar radicalmente la vida colectiva.
El hombre se encierra en sí mismo y siente más que nunca el carácter individual e incomunicable de su existencia. Precisamente por esto la vida monástica encuentra en este siglo sus formulas más radicales y se enriquece con experiencias y con ideas que todavía no han sido superadas. La peste no sólo es un acontecimiento existencial, sino además una catástrofe social. El individualismo en todas sus formas con sus efectos positivos y negativos es la otra novedad que trae el inesperado siglo XIV.
La gran peste no sólo coloca al hombre en una existencia gastada por el tiempo y emplazada por la muerte, no sólo disgrega a la sociedad convertida en un mal y una amenaza, sino que además nos aparta de un mundo tan trágico como pasajero. El gozo franciscano por las cosas creadas se convierte en indiferencia y desprecio.
Ya en la primera mitad de siglo los místicos alemanes predican el desasimiento de todas las criaturas y la entrada del alma dentro de sí para unirse e identificarse con Dios. Las mismas prácticas exteriores, el ayuno, las penitencias, las obras de piedad, pasan a segundo plano y dejan sitio a esta meditación interior. El maestro Eckhart y su discípulo Taulero son los primeros representantes de esta nueva forma de vida religiosa que por su novedad es llamada devotio moderna.
Un poco después, a finales del siglo y principios del siguiente aparece la obra de Tomás de Kempis, que en su versión original lleva un título muy significativo, De contemptu mundi. Esta sobria piedad de los últimos místicos medievales hace que cada alma se encuentre a solas con Dios, lejos de doctrinas e instituciones caducas, ajena a la vida externa, a los demás y al mundo. Porque todo ha entrado en una crisis total, que obliga a pensar y a vivir a partir de cero.
2. Guillermo de Occam
Guillermo de Occam nace en una aldea del condado inglés de Surrey en los últimos años del siglo XIII. Desde muy joven ingresa en la orden franciscana y hace sus estudios en la Universidad de Oxford (1312-1318). Según esta cronología no puede ser discípulo de Duns Escoto, que muere cuando Guillermo todavía no ha empezado sus estudios, pero en cambio es el heredero de la tradición científica que se ha ido gestando desde los tiempos de Roberto Grosseteste y Rogerio Bacon.
Desde 1318 lee y comenta el libro de Sentencias de Pedro Lombardo, que sigue siendo la antología oficial en todas las Universidades. No consigue el título de Doctor, y tiene que conformarse con el de Bachiller –inceptor– pero la radical novedad de su doctrina le merecen muy pronto la admiración y el título de «príncipe de los nominalistas». Su fama pasa el canal y llega a la corte de Avignon, donde a la sazón está reinando Juan XXII.
El Papa se inquieta ante las conclusiones que se derivan de la teoría del conocimiento de Occam y nombra en 1324 una comisión que examine los posibles errores de fe. Ese jurado compuesto por dos dominicos, dos agustinos y el canciller de Oxford, censura cincuenta y un proposiciones y prolonga el proceso durante cuatro años. Ni esa censura pasa a ser declaración de herejía, ni Guillermo de Occam se retracta de una sola de sus afirmaciones.
Pero sucede que en el mismo año de 1324 la tensión entre el pontífice y los franciscanos contestatarios del concilio de Pessara se agudiza al máximo. Miguel de Cesena y las principales cabezas de la orden son llamados a Avignon para dar cuenta de su conducta. El emperador es excomulgado, pero aconsejado por sus principales teólogos, Juan de Jaldún y Marsilio de Padua, tiene la última atención de declarar hereje al papa.
Guillermo de Occam ve como su proceso se va cruzando y complicando cada vez más con el conflicto entre el emperador, los franciscanos espirituales y el pontífice. En 1328 Juan XXII y Luis de Baviera se entrevistan por última vez pero al parecer la ruptura entre los dos poderes es ya inevitable.
Poco después Luis abandona secretamente Avignon. Le siguen Marsilio de Padua, Miguel de Cesena y el propio Guillermo de Occam, ganado para el partido de los spiritales. Juan XXII los condena en rebeldía excomulgándolos inmediatamente y confirmando la excomunión un año después. Finalmente, en 1330, Occam y los dos teólogos imperiales se trasladan a la nueva corte de Munich, desde donde van a defender con sus escritos los derechos de su soberano.
No sería exacto dividir la vida de Occam en dos momentos, uno estrictamente filosófico y otro político. Pero sí hay que decir que todos sus obras de teología política se componen a partir de estos años y atacan a los dos papas de Avignon, Juan XXII y Benedicto XII. La defensa a ultranza de los derechos del emperador deriva hacia un ataque al poder del papa y la jerarquía, e indirectamente hacia una potenciación del papel del pueblo llano en la Iglesia.
Mucho más injusto todavía es desfigurar o anular la actividad histórica del filósofo reduciéndola a una pura especulación de gabinete. Guillermo de Occam desempeña un papel decisivo en el cisma que opone a la facción espiritual de los franciscanos apoyados por el emperador, al poder del papa y de toda la jerarquía oficial de la Iglesia. El propio Miguel de Cesena en el año de 1342 le nombra vicario y le hace entrega del sello de la orden, convirtiéndole en su sucesor.
En todo caso a la muerte de Luis de Baviera en 1348, el movimiento de protesta de los monjes recibe un fuerte golpe. Occam decide entonces enviar el sello a través del capítulo de Verona al nuevo general de los franciscanos ortodoxos Guillermo Farinier terminando así por, lo menos simbólicamente, una lucha que se arrastraba desde hacía decenas de años. Un año más tarde, en 1349 o 1350 muere el filósofo.
La obra de Guillermo de Occam
La primera obra de Occam que llama la atención de sus contemporáneos y despierta la inquietud de los teólogos ortodoxos es el Comentario a las Sentencias, que redacta y enseña en Oxford desde 1318 a 1323. De la misma época y lugar es la Expositio Aurea, que abarca toda la lógica de Porfirio, el tratado de las Categorías y De Interpretatione y los dos libros acerca de los Elencos.
Hay que decir que la raíz y hasta el cuerpo de toda su filosofía está ya íntegro en estas primeras lecciones, donde se da la vuelta a la escolástica clásica y se introduce el nominalismo en estado puro. Las ideas, que de una forma más o menos atenuada, han estado presidiendo a la filosofía desde los primeros siglos de Grecia y durante toda la Edad Media pierden toda su realidad y quedan reducidas a la humilde condición de términos del lenguaje.
Las consecuencias de esta decisión son incalculables. El propio Occam por un lado y sus enemigos o acusadores por otro se van a encargar de extraerlas a través de un razonamiento tan sencillo como riguroso. La lógica, aparentemente tan inofensiva, afecta a la teología, al conocimiento del mundo físico y en último término a todo el campo del saber.
Ya en Avignon y pendiente de sentencia, Occam sigue escribiendo sin apartarse un punto de sus principios. La Summa Logicae está fechada en los cuatro años que van desde el 24 al 28 y reitera el contenido de sus primeros tratados de Oxford. Al mismo tiempo comenta los libros de Física de Aristóteles –Summulae in libros physicorum– ofreciendo una nueva visión de la naturaleza e iniciando el largo camino de la ciencia moderna.
Más difíciles de datar son sus tratados de teología. El primero de todos está escrito en Oxford y trata nada menos que de la predestinación y la contingencia, uno de los temas donde las ideas del pensador inglés son más revolucionarias. En cambio no se sabe con exactitud cuándo y dónde se escribió el Centiloquium, un conjunto de enunciados teológicos tan breves como llamativos y hasta escandalosos. Ni siquiera es segura su atribución a Occam, aunque reproduce con fidelidad absoluta su doctrina sobre Dios y el mundo y presenta las dos categorías centrales de voluntarismo y contingentismo en conexión recíproca.
La redacción de los Quodlibeta septem se puede datar entre la llegada a Avignon y los primeros años en la corte de Luis de Baviera. Aquí mismo escribe el prólogo a las Sentencias y hacia el año 1337 los Principios de Teología que van a tener importancia decisiva para la lógica y teoría de la ciencia de los modernos.
Queda por hablar de una serie de panfletos políticos escritos desde la corte imperial en Munich, y dirigidos contra los papas de Avignon. Sus títulos son bien expresivos: Tratado acerca de los dogmas del papa Juan XXII (entre 1333 y 1334), Compendio de los errores del papa Juan XXII (1335-1338), Apología contra el papa Juan XXII.
Otros pocos tratados no son tan espectaculares por cuanto no atacan puntualmente los errores de dogma o moral de un papa determinado, pero en cambio pueden ser más radicales en doctrina, porque se refieren sin distingos al poder del pontífice, poniéndolo en cuestión frente al emperador o frente a la misma comunidad de fieles. Son por orden cronológico el Diálogo entre un maestro y un discípulo sobre el poder del emperador y el pontífice (1334-39), el Tratado sobre la potestad imperial y las Ocho cuestiones sobre el poder y la dignidad del papa (entre 1339 y 1342).
Cuando Guillermo de Occam muere ha trazado a través de todas sus obras lógicas, teológicas, científicas y políticas el camino que van a seguir los hombres de la Edad Moderna para alcanzar una nueva visión del mundo, del poder político y de Dios.
El método
El método de conocimiento que utiliza Guillermo de Occam es, lo mismo que toda su filosofía, de una sencillez máxima. Probar es hacer evidente la realidad y esta evidencia sólo se consigue a través del conocimiento directo, sin que haya entre el sujeto que conoce y el objeto conocido ningún intermediario ni real ni mental. Para saber algo únicamente se necesita estar en presencia de las cosas mismas.
Ciertamente, se puede tener un conocimiento abstracto, que vale para establecer relaciones de semejanza entre cosas, pero ni una sola proposición de este conocimiento puede proporcionar la más mínima certeza. Porque para saber si una proposición guarda correspondencia con la realidad y salvar simultáneamente esa realidad y la verdad del enunciado que la afirma, es preciso atenerse a un conocimiento puramente intuitivo. Sólo a través de él comprobamos que es lo que efectivamente es, y que no es lo que no es.
La intuición directa de las cosas tiene además para Guillermo de Occam un valor totalmente nuevo, heredado de Rogerio y de sus maestros de Oxford. Es la base del conocimiento experimental, más exactamente es ese mismo conocimiento. Para saber si una esencia existe o para conocer la causa de un fenómeno, el único recurso necesario y suficiente es su presencia inmediata y el razonamiento por presencia o ausencia.
Una vez establecido este principio fundamental, Occam no añade nada para explicar el conocimiento. Al revés su crítica va suprimiendo implacablemente todas las entidades que los griegos, los árabes y los mismos maestros latinos añaden al entendimiento y a su objeto para hacer posible las ciencias y las técnicas.
Lo primero que desaparece son las especies inteligibles que liberan a las cosas de su carácter material y las dejan preparadas para ser entendidas. Si el entendimiento conoce directamente a la realidad –y al parecer este es el único modo de conocer– no hay ninguna razón para inventar un intermediario de ningún tipo entre los dos. El término inmediato del acto intencional de sentir o entender es la cosa misma en su realidad física.
Las consecuencias son inevitables. Todo el gigantesco y complicado aparato psicológico y teológico montado y mantenido por las tres escolásticas de la Edad Media cae por el suelo. Ya no hay lugar para el entendimiento agente ni posible, lo mismo si se consideran como entidades separadas del mundo humano o como potencias del alma destinadas a realizar la función infinitamente complicada de entender.
Así pues la intuición es un conocimiento directo. Es además inmediato. Todavía queda por decir que su objeto es individual y numeralmente uno. No puede ser de otra forma si pretende aspirar a corresponderse con la realidad, es decir, a ser verdadero. Porque toda realidad positiva situada fuera de la mente es por lo mismo singular, según expresión literal de Occam.
Resulta que el entendimiento tiene por objeto lo individual que conoce a través de la intuición. Ahora bien, este conocimiento intuitivo no puede ser posterior al abstracto y por consiguiente es el absolutamente primero y el punto de partida de todos los demás. Lo cual obliga a Occam a una última simplificación, que da un giro de ciento ochenta grados a toda la lógica de la Edad Media.
Los universales
Hasta el siglo XIV y con la lejana excepción del primer nominalismo la ciencia tiene por objeto lo universal y necesario mientras que los objetos individuales y contingentes ocupan un lugar derivado, pues sólo tienen valor de verdad en la medida en que quedan absorbidos por una proposición general y un razonamiento deductivo. En Guillermo de Occam se invierten los papeles, pues primero que nada se intuye lo individual y ese primer conocimiento es causa de la ciencia universal.
La tarea del filósofo inglés es otra vez negativa. Hay que anular todos los supuestos sobre los que se montaba el conocimiento, y el primero de todos la existencia misma de naturalezas comunes. Los universales no tienen ninguna existencia fuera de nuestra mente, ni como realidades ni como puros objetos de conocimiento.
Sólo hay un recurso para salvar las ciencias, si efectivamente quieren ser ciencias reales. Hacer que su objeto sea existente y por consiguiente individual y afirmar que las ideas generales a través de las cuales queda atrapado sólo existen dentro del entendimiento. La existencia puramente mental de ideas es una condición mínima pero suficiente para tener un conocimiento científico.
Así pues, los universales no tienen ninguna existencia real, porque todo lo que existe es numeralmente uno y no predicable de muchas cosas. Ni siquiera pueden ser un concepto objetivo, que indirectamente encierre en su comprensión varios entes, porque el término directo de cualquier acto del entendimiento es cada uno de los individuos. En una palabra las ideas universales no tiene fuera de la mente, ni siquiera la existencia de un ser puramente pensado.
En principio y mientras no se saque más en limpio, esas ideas universales son términos subjetivos del discurso mental. Esas entidades puramente intencionales tienen dentro de la inteligencia de cada cual una existencia real individual. No son en sí mismos universales ni pueden serlo, pero tienen la función de significar a varias realidades semejantes y al mismo tiempo distintas por su individualidad.
Los términos pueden ser de tres clases, o bien orales, o bien escritos, o bien puramente mentales. En los dos primeros casos su eventual carácter de universalidad está creado por una convención totalmente arbitraria en virtud de la cual se decide que un sonido o un signo escrito sea señal de una colectividad de individuos reales. Los conceptos mentales en cambio son signo natural de muchas cosas, igual que un gemido es una señal no convencional del dolor.
Salvado el carácter individual de los términos de la mente y de las realidades que esos términos significan, la posibilidad del universal queda limitada a la forma de significar las cosas. Guillermo de Occam los asalta en este último reducto, construyendo una nueva teoría del lenguaje con su habitual brillantez y contundencia.
Un término universal no hace referencia a un aspecto de cada cosa concreta, separado por abstracción de todos los demás, ni mucho menos a una intuición vaga y común, donde los distintos individuos quedan confundidos. Más sencillamente esa palabra o ese concepto mental hace las veces –supponit– de aquello de que habla. La función fundamental del lenguaje es sustituir a las realidades individuales a que se refiere, respetando su carácter real y numeralmente uno.
Las formas con que los términos hacen las veces de su objeto son, según Occam tres, bien entendido que todas sustituyen a entidades individuales. En la proposición «hombre es una palabra», la palabra «hombre», que evidentemente es singular se sustituye a sí misma. En la otra proposición «los hombres pueden hablar», «hombre» hace las veces de una colección de individuos reales. Finalmente al decir «el hombre es una especie», el término sustituye a una intención del entendimiento, que también es numeralmente una y predicable de muchas cosas. Sobre el primer tipo de sustitución –suppositio materialis– está fundada la gramática. Sobre el segundo –suppositio personalis– se construyen las ciencias reales. Finalmente con el tercer modelo de lenguaje –suppositio simplex– trabaja la lógica.
El nominalismo
Sólo falta por saber cómo la mente humana es capaz de coleccionar en un término común una serie de realidades semejantes. El problema no se plantea si la semejanza es tan absoluta que excluye la misma distinción numérica. Tampoco si la palabra tiene una significación equívoca, de forma que las entidades designadas por ella no guardan la más mínima igualdad. Es necesario que una serie de individuos mantenga simultáneamente una diferencia numeral y una semejanza específica.
Guillermo de Occam prescinde, por supuesto, de todo recurso a una naturaleza común superpuesta de la manera que sea a los individuos. Prescinde también de un concepto objetivo universal, aunque no exista en la realidad y sea una pura creación mental, o una imagen confusa e indistinta. Ni el carácter de la realidad ni la función sustitutiva del lenguaje dejan el más mínimo lugar para los universales fuera de la mente.
El grave error de los lógicos antiguos y medievales consiste en encajar los conceptos universales dentro de la categoría de sustancia, suponiendo después que los individuos numeralmente unos de cada especie participan de una naturaleza común y en ella son semejantes. Guillermo de Occam invierte el orden de este proceso lógico, porque según él, el primer objeto del conocimiento son las cosas singulares, que sin necesidad de ningún intermediario son iguales una a una. Los términos y los conceptos generales no se refieren a una realidad absoluta en forma de sustancia primera o segunda, sino que sirven para hacer las veces de esta relación de semejanza entre individuos.
Occam está a punto de coronar su teoría del lenguaje y del conocimiento. Efectivamente, la categoría de relación –y en el caso concreto de los universales la igualdad o semejanza– no puede ser conocida independientemente de los objetos que hacen de términos de referencia. Esto quiere decir que no tiene fuera de la mente, ni como realidad ni como objeto, una entidad distinta de las cosas singulares relacionadas entre sí. Y como todo en el universo es absoluto, el orden y la unidad únicamente son relativos en la medida en que son conceptos puramente subjetivos.
Si todavía algunos dicen que la palabra «hombre» no significa a un individuo particular, sino la naturaleza común a todos los hombres, Guillermo de Occam responde que por el contrario esa palabra significa directamente o hace las veces de muchos hombres singulares y nada más. Ahora bien, ese concepto y el término subordinado es unívoco, porque establece entre los hombres una relación común y los abarca bajo una sola suposición.
Los términos y conceptos que hacen las veces de especies y de géneros sirven para relacionar verbalmente a una serie de individuos semejantes y esta relación, que en nada afecta a la realidad objetiva es la base de todo conocimiento científico. Guillermo de Occam, después de criticar todas las categorías mentales de la Edad Media, abre el paso a una nueva forma de entender las cosas y de expresarlas a través del lenguaje.
Falta por saber qué es una proposición general para Occam. La expresión «Pedro es hombre» no significa que Pedro participe de la naturaleza humana, ni que la naturaleza humana sea una parte de Pedro, ni nada semejante. Sólo quiere decir que Pedro pertenece a la colección de individuos, unidos por relación de semejanza, a los que sustituye el concepto mental o el término «hombre».
Análogamente, la predicación de un género con relación a una especie, –v. gr. «el hombre es animal»– no significa que los dos conceptos sean idénticos, ni que uno sea parte del otro, sino más sencillamente, que las cosas sustituidas por el término «hombre» son una parte de las que sustituye el término «animal».
A lo largo de todo este proceso de simplificación del lenguaje y de la realidad, Occam consigue descubrir un mundo totalmente nuevo. Es el mundo de las cosas reales y concretas al que por primera vez se asoman, capitaneados por él, los pensadores modernos. Su tarea se inicia en este mismo siglo XIV pero proseguirá imparable hasta las grandes construcciones mentales de los siglos XVI y XVII.
Separación de filosofía y fe
Las consecuencias del método de Occam trascienden el campo de la lógica y la teoría del lenguaje. Para empezar establecen una separación tajante entre la filosofía y la teología revelada. Efectivamente, todo lo que se intuye a través de un conocimiento directo e inmediato no puede ser objeto de fe. Según la vieja fórmula escolar a la que los filósofos del siglo XIV parecen adelantarse la fe es creencia de lo que no se ve.
El mundo queda de esta forma dividido en dos zonas de realidad totalmente separadas en relación con el conocimiento humano. En una está todo cuanto es objeto de evidencia lo mismo intelectual que sensible y lo que se puede derivar por vía de razonamiento de cualquier cosa previamente intuida. Todo ello pertenece al ámbito recién descubierto, en el que se va a desarrollar la ciencia de los modernos.
Esta región de la realidad es totalmente autónoma y está cerrada sobre sí misma. Su conocimiento no está subordinado a ningún otro, por muy ilustre que sea, ni necesita de ningún complicado aparato intelectual o teológico para justificar su verdad. La simple presencia de las cosas en su realidad numeralmente una es suficiente para fundarlo.
La otra zona de la realidad comprende a todo cuanto no es ni puede ser conocido por la intuición. Justamente son los objetos de fe y los temas de que trata la teología. Es imposible conocer por evidencia inmediata a Dios ni saber de su existencia y sus atributos. Cualquier razonamiento teológico que parta de las cosas directamente conocidas no pasa de ser una probabilidad que no constituye ciencia.
Lo mismo hay que decir del alma separada y del destino del hombre más allá del mundo visible. Si se sigue manteniendo que el único procedimiento de prueba es la evidencia inmediata de las cosas mismas, todas estas cuestiones quedan fuera del ámbito del conocimiento natural y racional. Esta separación radical garantiza la libertad para la investigación sobre el mundo físico sin temor a la inoportuna interferencia de problemas teológicos.
Así pues, la teología natural y la psicología puramente racional quedan fuera del ámbito de la ciencia de los modernos porque su objeto no es evidente. Guillermo de Occam repite a propósito de cada una de las proposiciones sobre Dios o el alma una fórmula que en sus escritos llega a ser tópica: esto lo sabemos exclusivamente por la fe, «hoc solo fide tenemus».
Sin embargo la separación de la fe y de la intuición no implica la negación de Dios y del alma y de todos los objetos que no son evidentes. Tampoco es un agnosticismo según el cual el saber de los hombres está limitado a todo lo que es directamente presente sin que sea posible alcanzar de ningún modo lo que cae más allá de este ámbito. Es más bien un desdoblamiento de la realidad según que la mente humana tenga acceso a ella por una doble vía.
La fe y la ciencia de la fe, la teología tienen también un objeto propio del que quedan excluidas todas las realidades mundanas, sometidas a las categorías del espacio y del tiempo y a la prueba de la evidencia. Los dos tipos de conocimiento están separados por su contenido y por la forma de alcanzarlo, y sin embargo tanto uno como otro tienen pleno valor en su campo.
Occam no admite que la teología se interfiera en su estudio del mundo de las cosas evidentes. Pero la fe es también plenamente autónoma y no se puede apoyar en la razón o en la experiencia sin perder su propio carácter de conocimiento, y sin que las realidades a que se refiere cambien su forma de ser. La recíproca autonomía de la intuición y de la fe que alcanzan su expresión más cabal en la ciencia moderna y en el protestantismo empieza ya en la teoría del conocimiento del filósofo inglés.
El voluntarismo
Guillermo de Occam no sólo retira del campo del conocimiento intuitivo las realidades que lo trascienden, como Dios y el alma, sino también el conjunto de normas que constituyen la teología moral. En efecto, esas leyes morales no se pueden conocer ni a través de la evidencia ni deduciendo su valor universal de una naturaleza común, porque fuera de la mente, no existe una realidad universal ni siquiera como objeto de pensamiento.
Quien pretenda conocer esas leyes, forzosamente tendrá que acudir a la fe que revela cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros. Pero ese recurso a la fe y a la teología revelada que la desarrolla en forma de ciencia, separa a la moral de cualquier saber mundano y la recluye en el ámbito de lo absolutamente desconocido por vía natural.
Además la norma moral, situada en esa zona del conocimiento que trasciende a la razón y a la evidencia, no puede tener un modo de ser independiente, pues es un decreto de la voluntad de Dios, que está por encima de cualquier determinación real y de cualquier definición intelectual o sensible. Como sucede con Dios o el alma «hoc solo fide tenemus».
La decisión de incluir a la moral en el campo de la revelación tendrá unas consecuencias inesperadas. En primer lugar la voluntad de Dios no depende de ninguna ley previa, porque es el principio de la moral. Dios está más allá del bien y del mal, y sólo la criatura es responsable de sus actos, según que estén o no de acuerdo con los decretos omnipotentes. Lutero y Calvino van a tomar buena nota de esta doctrina al hablar de la predestinación y de la libertad.
En segundo lugar y sin ninguna restricción es la propia voluntad divina la que decide cuándo una acción es buena o mala. Guillermo de Occam no es en esta cuestión precisamente un diplomático y cita como muestra de su doctrina un caso límite. Si se debe amar a Dios es simplemente porque lo ha querido así, pues si no lo hubiera querido, entonces tendríamos que odiarlo. No puede haber una exigencia moral, cualquiera que sea, previa a la voluntad divina.
En fin, el atributo fundamental de Dios es la omnipotencia, no sólo ante el mundo físico sino también ante el universo de las normas y los valores morales. Occam no se cansa de decir que el dogma primero de la fe es el «credo in unum Deum omnipotentem». Según esto no hay una norma ética absoluta pues todas son contingentes y dependen de la decisión soberanamente libre de una voluntad primera y suprema.
La teología clásica afirmaba que las ideas que sirven de modelo para crear las cosas están desde siempre instaladas en la mente divina. Guillermo de Occam no quiere ni oír hablar de esas ideas. En primer lugar porque son el adelanto de lo que después serán los conceptos universales y ya se sabe que esos conceptos no tienen la más mínima existencia fuera de la mente humana.
Pero además, esos ejemplares de las cosas reales definen y limitan la acción de Dios y en este sentido son un obstáculo a su omnipotencia. De la misma forma que no puede haber normas morales previas a los decretos divinos, tampoco se deben admitir ideas ejemplares anteriores a su voluntad. Ella es la que decide la maqueta de acuerdo con la cual estará creado el mundo, y la figura de la realidad.
Guillermo de Occam simplifica al máximo su teología. Por un lado están las cosas individuales y numeralmente unas. Por el otro la acción omnipotente de Dios sin trabas intelectuales y morales de carácter general. El universo está afectado por una radical contingencia que se corresponde y se complementa con la visión voluntarista de la creación. Las dos grandes construcciones mentales del siglo XVI, la ciencia moderna y el protestantismo están ya servidas.
Los orígenes de la ciencia
Esta separación de la evidencia y de la fe define una zona de la realidad a la que puede llegar con sus solas fuerzas la razón humana sin contar con la asistencia de la revelación. Las cosas conocidas por intuición no tienen una forma de ser misteriosa y oculta y pueden ser determinadas en su esencia y en su acción por el conocimiento de experiencia. Estas realidades inmediatamente vividas constituyen el verdadero mundo del hombre, que pronto va a acceder a él a través de la nueva física.
Nunca se insistirá bastante al hablar de la importancia de Occam y de su contribución al nuevo saber. No sólo lo pone en marcha aplicando unos principios tan escasos en número como ricos en resultados, sino que es él mismo quien por medio de su método consigue los primeros descubrimientos, a veces tan revolucionarios que dejan perplejos a los otros pensadores modernos.
La misma lógica y la teoría de la ciencia del siglo actual pueden reconocer sin mucho esfuerzo en la obra de Occam el primer adelanto de los principios que son su núcleo. Gracias a ellos el conocimiento inmediato y directo, es decir la intuición de lo individual, puede aspirar a organizarse en un saber general dotado de consistencia y de la máxima sencillez.
En el año 1337 Occam escribe en la corte de Luis de Baviera un texto que él tituló Tractatus de principiis. Es muy breve y, a pesar de su aparente complejidad, puede reducirse a dos enunciados básicos sobre los que se desarrollan por vía de razonamiento innumerables conclusiones. Son además justamente los enunciados clave que permiten entender en forma de sistema el conocimiento de experiencia.
El primero de ellos es equivalente al actual principio de consistencia. Trasladado al lenguaje de la teología se enuncia así: «Dios puede hacer todo lo que al ser hecho no implica contradicción.» De esta forma el universo lógico queda dividido en dos zonas que se excluyen mutuamente, lo posible y lo imposible. Pero esta bipartición no afecta a Dios, porque, aunque no es contradictorio, tampoco puede ser hecho.
En cambio todo el mundo de las cosas creadas sí se ve afectado por esta dualidad. Cuando el carácter de cosa hecha no implica contradicción, entonces esa entidad pertenece a la zona de lo lógica y antológicamente posible. Al revés, si fuese contradictoria al ser hecha, quedaría desterrada a la región de lo imposible. Y como la ciencia trata de las realidades conocidas por evidencia y diferentes de Dios está necesariamente sujeta a ese principio de consistencia. Ni la realidad ni el lenguaje en torno a ella toleran la contradicción.
El segundo principio, atribuido con toda razón a Occam, va a ser la causa del desarrollo de la primera ciencia de los modernos y el supuesto que de forma más o menos consciente dirige toda la futura investigación sobre el mundo físico. Es el principio de sencillez, la célebre navaja de Occam, que corta todo cuanto en las cosas está de más.
El principio puede enunciarse de muchas formas pero todas vienen a decir que no debemos multiplicar los seres sin necesidad. Efectivamente, si se añade una realidad sin que lo exija la experiencia inmediata y sin que la razón tenga que derivarla necesariamente de ella, entonces esa supuesta realidad no admite demostración ni puede tampoco ser falsada. En rigor al afirmar una entidad innecesaria no hemos dicho nada, nuestro lenguaje no tiene sentido.
El principio de sencillez está actuando desde el primer momento en la filosofía de Guillermo de Occam. Gracias a él queda suprimido el conocimiento abstracto, los conceptos universales, los procesos de entender, el entendimiento agente y posible, la separación del alma y sus potencia y de las cosas entendidas y sus esencias. Pero además va a ser posible un desarrollo de la ciencia por el procedimiento negativo de prescindir y anular todo lo que no es necesario para explicar suficientemente los fenómenos.
La aplicación de los principios
El principio de sencillez consuma su hazaña más brillante cuando consigue explicar el mecanismo del movimiento. Hasta Guillermo de Occam es el proceso natural más complicado y más difícil de entender. En principio y según la autoridad indiscutida de Aristóteles hay dos tipos de movimiento, el natural y el artificial o violento, radicalmente distintos y opuestos. El primero de ellos es demasiado fácil de entender, más concretamente es tautológico, porque procede de la naturaleza de cada cosa, entendida precisamente como principio del propio cambio.
Al contrario el movimiento artificial por el cual un cuerpo es llevado violentamente fuera de su lugar natural es un verdadero jeroglífico. Mientras la causa de ese movimiento, el motor, acompañe en su trayectoria al móvil, como por ejemplo la mano a una cesta, el proceso tiene una explicación suficiente. Ahora bien, eso no sucede siempre ni siquiera en los casos que requieren explicación más urgente, como si la misma mano o una máquina cualquiera lanza lejos de ella un proyectil.
En este tercer caso las explicaciones de los físicos antiguos son verdaderamente desesperadas. Como tiene que haber un medio que esté en contacto con el cuerpo movido para dar razón de la persistencia del movimiento, Aristóteles supone que la mano, al mismo tiempo que mueve la piedra, mueve también las partes de aire que la rodean. A su vez estas partes trasmiten su impulso a las vecinas y éstas a las más lejanas y todas juntas arrastran a la piedra manteniendo el contacto con ella.
Guillermo de Occam rechaza de plano todas las teorías clásicas acerca del movimiento de los cuerpos físicos. Su causa no puede estar ni en la máquina que los impulsa, porque aunque quede destruida, el proyectil continúa moviéndose, ni en una virtud o una fuerza que el motor comunique al cuerpo movido, porque el mero contacto externo de un cuerpo no puede dar a otro totalmente distinto ningún género de fuerza interna. Ni mucho menos en el medio, porque cuando dos flechas se cruzan habría que suponer que el aire se mueve en ese punto en dos direcciones opuestas.
Sólo queda una solución, justamente la más sencilla. Cuando un cuerpo se mueve, se mueve simplemente porque está en movimiento. No hay necesidad de un motor inicial ni de una fuerza interna, ni de un medio de propagación. De un solo golpe quedan anulados los principios de la física antigua y se adelanta que la inercia afecta tanto a los cuerpos en reposo como a los que están moviéndose.
La explicación de Occam suprime la diferencia y la oposición entre el movimiento natural y el violento en todas sus formas. Anula también la necesidad de la naturaleza entendida al modo griego como principio interno del propio movimiento y la de los motores artificiales distintos del móvil pero inseparables de él. El argumento que viene arrastrándose desde Aristóteles y desde el mismo Anaxágoras a favor de Dios como motor inmóvil de las cosas pierde con esta simplificación toda su razón de ser.
La hipótesis de Occam tiene todavía otras consecuencias ya directamente aplicables a nuestro mundo físico. Los griegos y los medievales suponen que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas tienen, cada uno en su propia esfera, una serie de inteligencias astrales que los mueven. Efectivamente, necesitan una fuerza exterior e inseparable que los impulse, y esa fuerza ha de ser inteligente porque su trayectoria no es azarosa sino que está organizada de acuerdo con la figura geométrica más perfecta, el círculo.
Ahora bien, si el estado de movimiento puede mantenerse sin necesidad de un constante empuje y si se aplica otra vez el principio de simplicidad, es perfectamente posible y hasta obligado prescindir de todas esas inteligencias para explicar la marcha circular de todos los cielos alrededor de la Tierra.
El cielo, desprovisto de todas esas entidades inmateriales, tiene ahora la misma naturaleza que la tierra. Es más sencillo suponer que hay un solo mundo. Ese universo único, limpio ya de cualquier añadido extraño a su carácter físico, está abierto a los pensadores que siguen el camino de los modernos.
3. La vía modernorum
Guillermo de Occam no es una figura aislada, sino el máximo representante de una corriente que empieza ya en su propia generación y sigue su marcha durante todo el siglo XIV y XV. Son los filósofos nominales o terministas o, según el nombre que prevaleció y que por encima de los demás pasa a la historia, los modernos. Su primera área de enseñanza, sus principios fundamentales en filosofía y en teología y sus caminos posteriores de difusión están perfectamente definidos.
Los primeros representantes de este movimiento enseñan entre los comienzos de siglo y la gran peste en las tres grandes universidades de la Edad Media. En París leen y comentan las Sentencias, Durando y Pedro Auriol, y un poco más tarde, Juan de Mirecourt y sobre todos Nicolás d'Autrecourt.
En Oxford, Tomás Bradwardine sigue la línea de Occam, redactando una serie de libros sobre matemáticas y teología. Robert Holkot en Cambridge, separa de una forma más tajante todavía que la del maestro de los nominales, la razón y la fe, que pertenecen a mundos y siguen lógicas distintas.
Con inevitables diferencias de matiz los nominalistas siguen principios y doctrinas muy próximos. Su tendencia a simplificar la ontología y psicología les obliga a negar la distinción entre la esencia y existencia o entre el alma y sus potencias. Por otra parte toda realidad, sin necesidad de ningún principio de individuación es singular por el mero hecho de existir.
Su teoría del conocimiento es también muy precisa. La mente humana sólo está segura con seguridad absoluta del principio de no contradicción y consiguientemente de la identidad de toda cosa consigo misma. Puede estar también cierta de su propia existencia, pues para negarla tendría que seguir existiendo y caer de hecho en una contradicción. En cambio no puede tener certeza absoluta de las otras cosas exteriores, por ser radicalmente contingentes, aunque sí la suficiente para fundamentar las ciencias.
Tampoco hay conocimiento evidente de Dios y mucho menos de su estructura trinitaria, que escapa totalmente a la lógica y a la comprensión humana. Y por fin ninguna ley ni razón pueden ser previas a la voluntad divina, que actúa sobre cualquier realidad creada, incluso la libertad humana, determinándola en cualquier sentido. Esta teología voluntarista muy cercana a la de Occam es obra sobre todo de los dos maestros ingleses, Holkot y Bradwardine.
En los años 1339 y 1340 la Universidad de París condena una serie de proposiciones de los nominales y más concretamente del mismo Occam. Pero esta acusación y condena da a entender que varios maestros de la Sorbona siguen de forma más o menos clandestina esas doctrinas y las estudian en reuniones privadas. La condenación del terminismo y la muerte, alrededor del año 50, de sus representantes más ilustres no pueden detener su avance imparable.
Como acostumbra a suceder en todos estos casos, la persecución va acompañada de una diáspora de la nueva escuela por toda Europa. Desde Oxford, Cambridge, Bolonia y el mismo París pasa primero a universidades alemanas –Heidelberg, Erfurt, Friburgo y Colonia– y por fin a Viena, Praga, Basilea y Cracovia. Este movimiento de difusión va a ser decisivo, pues define el marco geográfico en que se desarrollará la ciencia moderna. Todos los países de la Europa central se preparan lentamente ya desde los comienzos del siglo XIV para la gran hazaña.
La crítica del conocimiento
La doctrina de los modernos se completa con un análisis y una crítica de los límites del conocimiento humano. El encargado de esa tarea tan atrevida como peligrosa es Nicolás D'Autrecourt, maestro en artes y teología en la universidad de París entre 1320 y 1327. Sus proposiciones son condenadas en 1346 y todos sus libros quemados públicamente un año después ante los maestros y estudiantes de la Sorbona. Parece que él mismo huye a la corte de Luis de Baviera donde muere al poco tiempo.
La razón de esta vida turbulenta es su propia filosofía, que toma como punto de partida los principios del nominalismo, pero los lleva hasta sus últimas consecuencias con una lógica implacable. Nicolás se dedica a destruir todo cuanto en el conocimiento está de más, igual que hacen los otros pensadores modernos, pero esto que sobra y debe ser anulado es nada menos que la filosofía entera de Aristóteles, y por supuesto la teología natural y la hipótesis de un alma sustantiva y separada.
Nicolás D'Autrecourt, igual que su maestro Occam, reduce todos los principios de la lógica a uno solo, el de consistencia o no contradicción. Al mismo tiempo suprime todas las leyes morales o ideales que pueden limitar la voluntad soberana de Dios. Pero el poder corrosivo de la lógica terminista no acaba ahí, sino que afecta también al ámbito entero del conocimiento y en particular a la misma ciencia del mundo físico.
Para empezar conviene partir de supuestos ciertos e indudables y los modernos sólo admiten dos. En primer lugar la intuición y la comprobación experimental por la cual hay una evidencia directa e inmediata de las cosas. Después el principio de consistencia, gracias al cual se puede afirmar a través de un enunciado tautológico la identidad de toda cosa consigo misma. Este doble punto de partida limita inexorablemente todo el conocimiento humano que es su consecuencia.
La doctrina de Aristóteles y la de sus discípulos se basa en el razonamiento apodíctico o deductivo. Ahora bien, ese tipo de silogismo tiene que apoyarse en el principio de no contradicción porque sólo él da certeza absoluta. Resulta entonces que cuanto se dice en el consecuente tiene que ser idéntico en todo o en parte, a lo que se ha dicho en el antecedente, pues de otra forma no se puede tener evidencia de que ambos enunciados, sean compatibles y no contradictorios entre sí.
Esto tiene unas consecuencias del todo inevitables. Porque la sabiduría de los antiguos, empezando por el propio Aristóteles, está compuesta de razonamientos tautológicos donde la conclusión repite a las premisas. Ahora bien, una tautología, que desde el punto de vista formal es siempre verdadera, cualquiera que sea su contenido, no añade nada al conocimiento, o lo que es igual, no demuestra nada. Los libros de Aristóteles no contienen, por consiguiente, ni una sola proposición demostrada.
Nicolás D'Autrecourt hace tabla rasa de toda la ciencia antigua y medieval. No se limita a someter a crítica el contenido de tales o cuales conocimientos. Demuestra que la propia forma de conocer sólo conduce a juicios tautológicos de identidad y consigue anular así de un solo golpe todo el ámbito de un supuesto saber.
Hay que descubrir entonces una nueva vía de conocimiento que sustituya a la antigua. Su punto de partida no puede ser otro que la experiencia inmediata y directa de las cosas. Nicolás D'Autrecourt coincide en este punto con Occam y precede a toda la corriente del experimentalismo medieval, pero va a aplicar a la nueva ciencia toda su inflexible espíritu crítico.
La experiencia permite conocer con certeza varios fenómenos. Pero como todos son distintos entre sí es imposible establecer entre ellos una conexión lógicamente necesaria. El principio de consistencia asegura que una cosa es idéntica consigo misma y no es su contraria, pero precisamente por eso no es aplicable a dos realidades diferentes que están simplemente yuxtapuestas. La vía de los modernos, al revés que la antigua, proporciona nuevos conocimientos, pero sin que ninguno de ellos se pueda deducir racionalmente del otro.
Nicolás D'Autrecourt va a sacar de este punto de partida consecuencias verdaderamente demoledoras. En primer lugar pone en entredicho el principio de causalidad en todas sus formas. Efectivamente la mente humana conoce con certeza dos fenómenos sucesivos, y conoce también que están unidos constantemente en la experiencia, de tal forma que la presencia del primero invita a esperar la inmediata aparición del segundo.
Pero eso no quiere decir que a partir de uno de ellos, el que por convención se llama causa, se pueda deducir el efecto con la seguridad que da el razonamiento apodíctico. Porque cada cosa intuida sólo tiene una relación de identidad consigo misma y en este sentido está aislada y es lógicamente indiferente a todo lo demás. De aquí que no se pueda conocer la relación de causalidad ni por experiencia, ni por el principio de consistencia.
Sin embargo, la intuición constante de dos fenómenos sucesivos hace que aumente la probabilidad de que en cualquier experiencia futura sigan juntos y precisamente en el orden de prioridad que siempre han mantenido. Esta probabilidad creciente, que se puede acercar indefinidamente a la certeza, que es además compatible con el contingentismo radical de los nominalistas, es base suficiente de la ciencia experimental que está al nacer.
Mucho más grave es lo que sucede con la categoría de sustancia, el polo central de la filosofía del viejo Aristóteles y de los antiguos. Porque en este caso no se tiene ni se puede tener una intuición inicial de una cosa en sí, que sea soporte de las cualidades sensibles y de los demás accidentes. La sustancia es un género de causa interna de cada ser, pero en esta peculiar relación de causalidad no hay experiencia del antecedente.
A falta de intuición inicial que sirva de punto de partida, no cabe establecer la probabilidad, siquiera sea mínima, de una sustancia. En todos los otros casos el conocimiento de la relación causa-efecto es el resultado de una experiencia reiterada de dos fenómenos que se suceden y que tanto uno como otro son evidentes en primera instancia. Cuando falta la intuición de uno de los dos no tiene sentido hablar de una causa sustancial.
Lo que se dice de la sustancia adquiere todavía mayor gravedad cuando se hace referencia a una entidad espiritual, tal como el alma humana. Tampoco de ella hay una intuición primera y también falla por consiguiente el correspondiente saber experimental más o menos probable. Porque la probabilidad surge de una evidencia mil veces repetida y en el caso de una sustancia espiritual separada esa evidencia ni siquiera se ha podido estrenar.
Todavía Nicolás D'Autrecourt no ha terminado su crítica y ha de dar el paso decisivo, el que afecta a la misma teología natural y a su idea de Dios. Tampoco en este caso se dispone de una evidencia inicial que justifique cualquier afirmación o negación. Ni siquiera hay enunciados más o menos probables, como pretenden Occam y los otros terministas. En rigor decir que Dios existe, o decir que no existe son dos formas distintas de decir la misma cosa.
La explicación del mundo y del destino del hombre está pensada según las exigencias del nuevo tipo de saber. Nicolás sustituye la sustancia por una composición de átomos que ofrecen un perfecto modelo mecánico asumible por la ciencia experimental y objeto de una intuición por lo menos posible. Esos átomos tienen un movimiento puramente mecánico y se asocian entre sí formando los cuerpos compuestos.
En cuanto al entendimiento y al sentido del hombre tienen asegurada una inmortalidad feliz o penosa. En el hombre justo, el alma está en una excelente disposición y en ésa misma se encontrará todas las veces infinitas en que se vuelva a encarnar en el entramado de átomos de su cuerpo. Porque aunque el alma separada no puede ser objeto de conocimiento directo ni tiene sentido hablar de ella, sí se puede pensar unida a un cuerpo que se reconstruye y se descompone indefinidamente.
La física nominalista
En el siglo XIV la Universidad de París es el centro de un movimiento científico que arranca de Occam y va a desembocar en los físicos de los siglos de oro. Uno de sus maestros más insignes, Juan Buridán, rector por dos veces de la Sorbona en 1328 y 1340 y maestro allí mismo por lo menos hasta el año 66, intenta explicar el movimiento de los cuerpos físicos a través de un mecanismo más simple que el ensayado por Aristóteles.
No se atreve a suscribir la idea de Guillermo de Occam, que traslada al movimiento el principio de inercia, pero a pesar de ser menos revolucionario, va a hacer posibles una serie de leyes físicas, mucho más tarde comprobadas. Lo que es todavía más importante, es el primero que centra el objeto de la física en el análisis del movimiento mecánico, el único que puede ser mensurable.
Por supuesto, ni el motor acompaña en su traslación al móvil, ni el aire sirve de medio de transmisión del movimiento. Sólo queda decir que la máquina o la mano del hombre comunica al proyectil una virtualidad interna en forma de «impetus», de impulso, que se mantiene constante si ningún factor extraño se opone. Es la solución adelantada por la mayor parte de los físicos terministas. El mérito de Buridán consiste en desarrollar esa teoría hasta darle casi forma matemática.
Según la primera ley del movimiento mecánico, el impulso que el motor imprime al proyectil es proporcional por una parte a la velocidad adquirida y por otra a la cantidad de materia del cuerpo que lo recibe. Dicho de otra forma más actual, la fuerza motriz es proporcional a la cantidad de movimiento. Cuesta trabajo no trasladar la expresión a términos algebraicos, tan clara y distintamente está formulada.
La segunda ley de de Buridán se refiere al movimiento que se llama ahora uniformemente retardado. En la física del siglo XIV está representado por el impulso contrario a la gravedad, como cuando se lanza al cielo un proyectil. En este caso el impetus disminuye continuamente, la velocidad del móvil se hace cada vez más lenta hasta que se detiene y cae.
El caso contrario, que la física de Aristóteles era incapaz de explicar es el fenómeno de caída de los cuerpos. En un primer momento sólo la gravedad mueve al cuerpo, pero ese movimiento inicial proporciona un impulso que actúa al mismo tiempo que la gravedad aumentando la velocidad. Al mismo tiempo cuanto mayor sea esa velocidad, mayor será el impulso acumulado y así indefinidamente. Por consiguiente el movimiento de caída es uniformemente acelerado.
Gracias a la teoría del impetus Buridán consigue analizar una serie de fenómenos con la mayor sencillez. Por ejemplo el impulso que puede recibir un cuerpo es proporcional a la densidad, y así se explica que se pueda lanzar una piedra más lejos que una pluma. Por la misma razón, cuando proyectamos dos cuerpos de la misma figura y dimensión con la misma velocidad el trozo más pesado irá más lejos que el más ligero, porque ha recibido un mayor impulso.
Pero la aplicación del principio de sencillez es todavía más decisiva a la hora de dar razón del movimiento de los cielos. Efectivamente, sobran todas las inteligencias motrices que tanto habían complicado la astronomía clásica. Es suficiente que cada uno de los cuerpos celestes haya recibido un impulso inicial, que se mantiene constante ante la ausencia de una fuerza que actúe en sentido contrario.
Es cierto que el propio Guillermo de Occam ha adelantado una teoría todavía más audaz que identifica la naturaleza de los astros y la de la tierra y las somete al mismo tipo de movimiento inercial. Sin embargo su tesis todavía no consigue un reconocimiento oficial y hasta los propios físicos terministas la miran con recelo. En cambio todos en la Sorbona están dispuestos a aceptar la doctrina de Buridán que habla a sus colegas como suprema autoridad. «No doy esto por seguro. Pero en todo caso pediría a los señores teólogos que me explicasen cómo puede suceder de otra forma.»
Nicolás de Oresmes
Uno de los personajes más originales de los modernos es sin duda Nicolás de Oresmes. En los años cuarenta estudia teología en la Universidad de París y después es Gran Maestre del Estudio General de Navarra. En 1377 es nombrado obispo de Lisieux, y en esa misma ciudad muere en Julio de 1382. Es una inteligencia dotada de una curiosidad universal, que traduce los libros de moral de Aristóteles, estrena una nueva ciencia, la economía política, presiente la geometría analítica y en fin estudia con nuevos métodos la física terrestre y la astronomía.
Por primera vez utiliza el francés como lengua científica y filosófica y eso no de una forma episódica sino en la mayor parte de sus escritos. Concretamente sus traducciones de la moral y la política de Aristóteles abandonan el latín y lo cambian por su idioma nativo. Pero mucho más decisiva va a ser una trilogía, el Livre de Politique, el Livre appellé Economique, y el tratado De l'origine, nature et mutation des monnaies, que le aseguran un lugar de honor en la historia de la economía, donde hasta él no se había dicho científicamente nada.
Además del De difformitate qualitatum, donde Oresmes pretende dar expresión espacial a los cambios de cualidades con resultados sorprendentes, escribe, otra vez en francés, sus dos tratados físicos más importantes, el Traité de la Sphere y el Commmentaire aux livres du Ciel et du Monde, el primer paso en un camino que terminará en Copérnico.
La primer hazaña de Nicolás de Oresmes es el descubrimiento de los dos ejes perpendiculares sobre los que se pueden representar de forma claramente intuible, las intensidades que en cada momento adquiere una determinada cualidad. El eje horizontal figura las extensiones de tiempo, en que tienen lugar las sucesivas magnitudes. Basta con levantar en cada uno de los puntos de esta recta una vertical cuya altura es proporcional a la variación en intensidad de la cualidad estudiada.
No se trata del descubrimiento de una nueva región de las matemáticas, como en el caso de Descartes, sino de un intento de dibujar las realidades físicas y probablemente la misma marcha de la economía a través de un gráfico cuyas propiedades espaciales se corresponden con las variaciones del fenómeno real. En todo caso la intención central y las mismas palabras de Nicolás de Oresmes recuerdan invenciblemente a las del filósofo de las ideas claras y distintas. Según su expresión literal, la representación espacial permite conocer las cosas «más clara y más fácilmente, porque lo que les es semejante se dibuja en una figura plana, y aclarado de esta forma por un ejemplo visible, es comprendido por la imaginación rápida y perfectamente. Porque la imagen de las figuras ayuda mucho al conocimiento de las cosas». Aunque Oresmes admite otros procedimientos de medición más abstractos sólo desarrolla la representación gráfica a través de coordenadas rectangulares porque mejor que ninguna otra da idea de la realidad del mundo.
Buridán había descubierto tres casos de movimiento, el uniforme, el acelerado y el retardado. Oresmes empieza enunciando la ley según la cual el espacio recorrido por un cuerpo con movimiento uniformemente variado es proporcional al tiempo. A continuación y haciendo uso de sus coordenadas, consigue representar las variaciones de intensidad en el tiempo de esa cualidad que es la velocidad uniformemente acelerada, definiendo con toda precisión las condiciones requeridas para que esa representación sea correcta y se corresponda con la realidad.
Sólo falta encontrar la equivalencia entre las velocidades de aceleración de un móvil y un determinado movimiento uniforme. La empresa es verdaderamente decisiva para la nueva ciencia. No se trata sólo de descubrir una nueva ley, más o menos interesante por su sencillez y por su riqueza de aplicaciones. Se trata de encontrar un patrón de medida único y constante para cualquier movimiento, algo que la física terrestre todavía no tiene y sin lo que jamás podrá ser matemática.
Nicolás de Oresmes descubre que el espacio recorrido por un móvil con velocidad uniformemente acelerada es equivalente al espacio recorrido en el mismo tiempo por otro móvil dotado de un movimiento uniforme y de una velocidad igual a la que alcanza el primero en su instante medio. De esta forma se introducen los rudimentos de la mecánica ya en la primera mitad del siglo XIV.
La aplicación del principio de economía a la explicación de los fenómenos celestes conduce a varios físicos de este siglo a una afirmación ciertamente revolucionaria. Todos ellos sin embargo permanecen en el anónimo y sólo Nicolás de Oresmes la hace suya de modo expreso y la defiende con «bellos argumentos» en su Traité du Ciel et du Monde. Se trata del movimiento de los astros alrededor de la Tierra.
Es verdad que Buridán y Guillermo de Occam ya han suprimido las inteligencias astrales cambiándolas por el principio de inercia o por el impetus. Es una primera simplificación de la astronomía. Pero como sigue valiendo el principio de que los seres no han de multiplicarse sin necesidad y de que cuanto se puede explicar por una causa no necesita dos ni mil, cabe todavía una simplificación mayor.
Efectivamente, no se puede demostrar ni por experiencia ni por el razonamiento que el cielo con sus infinitas estrellas se mueva con movimiento diario y que la tierra esté quieta. En ausencia de una prueba en un sentido o en otro hay que atenerse a la explicación más sencilla. Ahora bien, un solo movimiento de rotación de la tierra sobre su eje es suficiente para dar razón de los procesos infinitos de todos los cuerpos celeste. Nicolás de Oresmes saca la consecuencia lógica de todo ello, y añade que la rotación diaria «es una consideración provechosa para la defensa de nuestra fe», evitando así cualquier interferencia negativa de la teología en el terreno de la nueva ciencia.
Esta Tierra que es el centro de gravedad de todos los cuerpos que hay sobre su superficie y que al rotar sobre sí misma da razón del movimiento aparente de todos los cuerpos celestes, tiene una determinada figura. La última hazaña de los modernos consiste en descubrir cuál sea esa figura, en diseñar una Imago mundi.
Que la tierra es esférica es ya un tópico de toda la astronomía griega y medieval, desde Pitágoras y a él se atiene la nueva ciencia que está naciendo. A la hora de medir la magnitud de esa esfera los modernos y concretamente Pedro de Ailly tiene la suerte de equivocarse, haciendo al globo mucho más pequeño de lo que en realidad es, y en ausencia de América, acercando los pueblos de Europa a la India y la China. Es el primer paso de la última gran hazaña medieval.
El Descubrimiento
Los reinos de la Península Ibérica, que durante toda la Edad Media y a pesar de su posición marginal, han tenido intervenciones muchas veces decisivas en la evolución cultural del continente siguen desde mediado el siglo XIV dos caminos históricos totalmente distintos. Portugal desarrolla una ciencia rigurosa basada en las mediciones de los astrónomos antiguos y las de sus propios navegantes, una técnica de orientación en el mar y de construcción de navíos y una sociedad de comerciantes burgueses que organizan paso a paso, a lo largo de un tiempo y un espacio cada vez más amplios, sus viajes ultramarinos. Pero la misma racionalidad de este proyecto es causa de que los monarcas y sabios rechacen una y otra vez las pretensiones de un alucinado marino genovés, que pretende interrumpir la dirección de una ruta largamente meditada y lanzarse sin más explicaciones al espacio exterior, hacia occidente.
Los reinos de España y concretamente Castilla son incapaces y seguirán siéndolo de prolongar durante siglos el mismo camino con la monotonía propia de un proyecto racional, calculado y seguro. En cambio sus pueblos están instalados de lleno en el mundo mágico de la Edad Media, ignoran los infinitos peligros del Océano, son teatrales, imaginativos y sobre todo impacientes. Sólo aquí puede encontrar esa disparatada empresa la ayuda que los demás países de Europa le niegan.
Colón
Colón nace aproximadamente el año 1541 en Génova. Es un puerto de mar del occidente italiano, perpetuamente enfrentado a la otra gran potencia marítima de la península, Venecia. Mucho antes de asistir a la brillante aventura marinera de Portugal en busca de los tesoros de las Indias, puede conocer las hazañas de los comerciantes venecianos, que han logrado abrirse camino, primero por mar y luego por tierra hasta el Océano Oriental. Precisamente en la cárcel de Génova ha escrito dos siglos antes Marco Polo su Libro de las cosas maravillosas, que descubre nuevos horizontes y orienta hacia ellos a los últimos hombres de la Edad Media.
El linaje de Colón es bien modesto, pues su padre es artesano tejedor y ese mismo oficio va a seguir él en sus primeros años. En cuanto a su cultura, es rudimentaria y sólo consigue ampliarla con el paso del tiempo gracias a unos escasos libros, que vienen a ser como la enciclopedia de la última Edad Media. El gran navegante no cree que esta falta de letras tenga especial importancia, pues según su espíritu del todo medieval la ciencia tiene que obedecer religiosamente a la utopía. «Para le hesecuçión de la inpresa de las Indias no me aprovechó rasón, ni matemática ni mapamundo: llenamente se cunplió lo que diso Isaías.»
Muy pronto Colón se enrola como marino mercante en las naves fletadas por las casas más ilustres de Génova. Participa en una expedición a la isla de Quíos –1475– y un año después, también en una flotilla mercantil, naufraga a la altura del Cabo San Vicente y tiene que ganar tierra a nado en Portugal. Vive en Lisboa, donde forma parte de la colonia genovesa y sigue en su oficio de marino al servicio de los Centurione. Realiza entonces viajes cada vez más atrevidos y amplios, y en uno de ellos alcanza el último límite del mundo conocido, la isla de Thule –Islandia– en el Noroeste del Océano Occidental.
Cuando Colón se casa con una dama portuguesa, hija del capitán donatario y colonizador de la isla de Porto Santo en las Madeira, Diego Perestrello, abandona las empresas mercantiles de sus compatriotas genoveses y se embarca en la aventura colonizadora de Portugal. Toma parte en los viajes que bordean el África visitando las cabezas de puente que los reyes lusos han establecido por debajo de la línea equinoccial y al mismo tiempo se interesa por los temas científicos y geográficos. Es entonces cuando concibe su idea de alcanzar las Indias siguiendo el camino de Occidente, pero su propuesta es tan nueva y heterodoxa que tanto los monarcas como las universidades y las juntas de sabios la rechazan.
Los libros a los que Colón da feen esos años decisivos de su vida definen mejor que nada la personalidad del navegante. En primer lugar la Biblia en la versión latina de San Jerónimo, sobre todo los pasajes en que los profetas anuncian en tono triunfal la conversión de islas desconocidas y lejanas. La lectura de un texto apócrifo –el cuarto Esdras– cuya peculiar geografía aproxima al máximo el extremo occidental de Europa a las Indias, convierte la utopía bíblica en una aventura por lo menos posible.
En segundo lugar Colón conoce, gracias a Marco Polo, las maravillas del imperio tártaro, que al mismo tiempo tiene riquezas infinitas y puede atacar al Islam por la espalda, anulando su poder sobre los Santos Lugares. Conoce también la cruzada iniciada por Pío II para recuperar el Asia Menor y –por lo menos de modo indirecto– su Descripción de Asia, que es algo así como el Baedeker de la frustrada expedición contra los turcos. En línea con este espíritu medieval de los cruzados el navegante sueña –y es una de sus obsesiones centrales– «reedificar la Casa del Monte Sión».
Los otros documentos que Colón utiliza tienen más que ver con la ciencia de los modernos y en concreto con su cosmografía. El italiano Toscanelli ha diseñado en el mismo siglo XV un mapa de la Tierra –por supuesto esférica– que favorece el proyecto de navegación occidental. Inspirándose en la Imago mundi de Pedro de Ailly, supone que cada grado de meridiano mide 56 millas y 2/3 –y según la glosa del navegante «todo lo demás es palabrería»–. La circunferencia del globo queda así acortada en más de un tercio, pues sus 360 grados equivalen a unas 20.000 millas, o lo que es igual a 26.000 kilómetros en vez de los 40.000 reales.
El otro error es mucho más grave, pues se refiere a la longitud Este Oeste de las tierras habitadas, y alarga disparatadamente la extensión del continente euroasiático. Como en este caso los navegantes o los geógrafos no pueden consultar la diferencia de altura de la Polar o del Sol sobre el horizonte, sus mediciones están sujetas al azar y dejan un margen prácticamente ilimitado a la imaginación. Toscanelli sigue la opinión de Máximo de Tiro, que distribuye tierras y mares en una proporción de 225 por 135 grados y todavía resta 10 al Océano, dejándolo en 125. Colón exagera esta relación y ateniéndose a la autoridad del falso Esdras, calcula la distancia desde España a las Indias en un séptimo de la longitud de la esfera, es decir, según su patrón de medida menos de 3.000 millas o de 4.000 kilómetros. La distancia real –en el caso de no encontrar algún obstáculo– supera con mucho los 20.000.
Todos estos conocimientos tienen la ventaja de estar equivocados y por eso mismo pueden chocar con algo absolutamente inesperado y nuevo. Por otro lado se trenzan en el espíritu del gran navegante con una serie de utopías específicamente medievales, que dibujan definitivamente su figura humana y el sentido de su empresa. En primer lugar se trata de que la Iglesia Militante pueda conquistar la «Casa Santa» de Jerusalén con la ayuda del oro que las Indias han de proporcionar. Colón escribe de ello, no sólo en los momentos solemnes en que hace testamento e instituye mayorazgo, o en la carta al papa Alejandro VI, sino también en la misma crónica del primer viaje refiriéndose a sus conversaciones con los Reyes Católicos: «Protesté a Vuestras Altezas que toda la ganançia d'esta mi empresa se gastase en la conquista de Hierusalem.»
Así pues, este ideal acompaña al Almirante desde los comienzos de su aventura insensata hasta su muerte. Por otra parte el avance imparable de los turcos, que ya a mediados de siglo han conquistado Constantinopla, hace urgente repetir la frustrada experiencia de Marco Polo y entrar en contacto comercial, político y hasta evangélico con los tártaros siguiendo el camino de occidente. Según esto la empresa de Colón es medieval por partida doble, pues participa al mismo tiempo del espíritu de los cruzados y de los embajadores franceses y los comerciantes venecianos del siglo XIII.
Esta conquista de Jerusalén es tanto más urgente cuanto que el fin del mundo –otra utopía medieval– está ya cercano. Colón, igual que todos sus contemporáneos, participa de esta esperanza apocalíptica que toma en él forma gracias a una interpretación fuertemente imaginativa de San Agustín, completada con la consulta a las tablas de Alfonso X y la particular visión astrológica de los acontecimientos de la humanidad, tal como aparecen en el propio Pedro D, Ailly. La historiografía de la Edad Media no se preocupa tanto del pasado como del porvenir y por eso consulta a las estrellas, que son su mensajero cierto.
Según todos esos testimonios falta muy poco para la consumación de los tiempos, que coincidirá con el séptimo milenario de la historia del mundo. Los astros anuncian que antes de ese momento decisivo desaparecerá la secta de Mahoma por la fuerza de los cristianos o los tártaros, y la ciudad santa de Jerusalén volverá a ser habitada. Colón está del todo impregnado del espíritu profético de la época y cuando más tarde consulta unos escasos libros los interpreta de acuerdo con él, poniéndolos al servicio de una desbocada imaginación y utilizándolos para hacer publicidad de su empresa.
Por si todo esto fuera poco, el navegante conoce la Imago mundi, que diseña Honorio de Autun ya en el siglo XII y que siguen después de él los más imaginativos geógrafos medievales. Según estas enciclopedias el Paraíso Terrenal, después de su desalojo forzoso por los primeros padres, sigue existiendo en algún lugar oculto de la Tierra. Colón –igual que los «filósofos e teólogos sacros e sabios»: Isidoro, Juan Damasceno, Beda, Estrabón, Avicena– lo sitúa en El más lejano Oriente. Por su forma –muy parecida a la de la Imago– es una montaña inaccesible que sube hasta el cielo. De ella sale una fuente poderosísima de agua dulce, que después de esconderse bajo tierra, reaparece mucho más lejos formando cuatro ríos –el Eufrates, el Tigris, el Nilo y el Ganges–. La utopía del Paraíso desempeña un papel central en la más emocionante aventura del Descubrimiento, el tercer viaje.
La personalidad de Colón, por su formación intelectual y humana está totalmente integrada en la Edad Media. Por eso tiene que abandonar Portugal en el año 1485 ya viudo y sin otra compañía ni riqueza que su alucinado ideal. Pero en los reinos de España –a pesar de la lógica resistencia de la ciencia oficial– encuentra pronto insensatos que participan de sus ideas. Y lo que todavía es más importante, la propia Isabel de Castilla juega magistralmente con su doble oficio de mujer y de reina y sin tener en cuenta los razonamientos de los varones más ilustres y el escepticismo e indiferencia de su mismo esposo, decide en el último momento apoyar el imposible proyecto.
Desde ahora Colón se va a convertir en su propio mito. Muchos años después de realizar su primera expedición escribe de sí a través de una profecía –por supuesto apócrifa– de Joaquín de Fiore: «El abad Johachín, calabrés, diso que había de salir de España quien havía de redificar la Casa del Monte Sión.» Y traduce los versos de la Medea de Séneca en unas pocas líneas que no tienen ortografía ni vocabulario ni sintaxis, pero que a pesar de todo eso son un documento verdaderamente impresionante: «Vernán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar Océano afloxerá los atamentos de las cosas y se abrirá una grande tierra, y un nuebo marinero, como aquel que fué guía de Jasón, que obe nombre Tiphi descubrirá nuebo mundo y entonces non será la isla Tille la postrera de las tierras.» A finales del siglo XV Thomasso Campanella, en libro dedicado precisamente a los reyes de España resume magistralmente el sentido de la empresa colombina: «El Reino de Dios empezó en Jerusalén y a Jerusalén volverá después de dar la vuelta al orbe.»
La aventura
El prólogo de la crónica del primer viaje define con toda precisión su objetivo central: «Por la información que yo había dado a Vuestras Altezas de las tierras de India y de un príncipe que es llamado el Gran Can, que quiere decir en nuestro romance Rey de Reyes, cómo muchas veces él y sus antecesores habían enviado a Roma a pedir doctores en nuestra santa fe porque le enseñasen en ella y que nunca el Santo Padre le había proveído... Vuestras Altezas, como católicos cristianos y príncipes amadores de la santa fe cristiana y acrecentadores de ella y enemigos de la secta de Mahoma y de todas idolatrías y herejías, pensaron en enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de Indias para ver los dichos príncipes y los pueblos y tierras y la disposición de ellas y de todo, y la manera que se pudiera tener para la conversión de ellas a nuestra santa fe.» Así pues, el planteamiento mismo de la empresa es ya un descomunal anacronismo, pues pretende repetir siguiendo el camino de occidente pero con dos siglos de retraso el proyecto de alianza con el Imperio Mongol, que en la mitad del siglo XIII –la época de Marco Polo, de Luis IX y de Clemente IV– es una gran potencia enemiga del Islam, pero muy poco después queda desintegrado y totalmente anulado.
Con esa finalidad y con el visto bueno de los reyes de España, el día 3 de Agosto de 1492 sale del puerto de Palos de Moguer la expedición más extravagante de toda la historia. Unos cuantos marineros abandonan la tierra rumbo a un horizonte absolutamente desconocido, a bordo de tres pequeñas embarcaciones y con alimentos para unas escasas semanas. De acuerdo con las mediciones más exactas de los astrónomos de la antigüedad el Extremo Oriente está a mucho más de un año de recorrido, pero el optimismo de Colón hace que sus acompañantes emprendan el viaje con un espíritu lúdico verdaderamente medieval. Las naves reciben los carnales apelativos de la Pinta, la Niña y la Marigalante, y tiene que ser el propio almirante quien ponga un punto de seriedad, bautizando Santa María a la nao carabela capitana. La bandera de los Templarios, expulsada primero de Jerusalén y después de todos los reinos de Europa, adorna las velas y camina de nuevo hacia su primer destino, «la Casa Santa».
Naturalmente, toda esta acumulación de errores forzosamente tiene que tropezar en algo nuevo e inesperado para todos y especialmente para el propio Colón. Cuando los expedicionarios alcanzan tierra el 12 de Octubre en Guanahaní, que rebautizan con el nombre de El Salvador, en las Bahamas y después tocan otras islas del mismo archipiélago –la Santa María, la Isabela, la Fernandina y cuando sobre todo llegan a las Grandes Antillas, contornean Cuba– la Juana y finalmente van a dar a Santo Domingo –la Española– el Almirante está totalmente seguro de haber llegado a los dominios del Gran Can. La aparición de grandes cantidades de oro –totalmente imaginario– y el empleo de unas etimologías, destinadas –igual que en Isidoro– a asegurar la identidad real de cada cosa –Civao por Cipango, caribes por canibas– son la confirmación o por lo menos la patente de su descubrimiento.
En todo caso cuando Colón emprende la vuelta a España deja ya preparado el escenario del segundo viaje. Esta vez al frente de dieciocho naves continúa la exploración y el poblamiento de todas estas islas y descubre además Jamaica y Puerto Rico. Por supuesto que el Almirante sigue fiel a su proyecto inicial de entrar en contacto con el mítico Imperio Tártaro y aprovechar de paso las infinitas riquezas del Oriente. Todavía en el testamento deja encargado a su hijo Diego «ayuntar el más dinero que pudiere para ir con el Rey Nuestro Señor, si fuere a Jerusalén a le conquistar» y resume su primera hazaña escribiendo que en el año de noventa y dos descubrió «tierra firme de Indias y muchas islas entre las cuales es la Española, que los indios de ella llaman Ayte y los monicongos de Cipango».
En el año 1498 Colón organiza una tercera expedición, siguiendo un camino que hasta entonces nunca había ensayado. Al llegar a las Canarias envía el grueso de la flota derechamente a la Española, y tomando él una nao y dos carabelas navega hacia el sur, pasando por las islas del Cabo Verde y llegando a la latitud de cinco grados en el paralelo de Sierra Leona. Después de sufrir durante ocho días un calor apenas soportable decide seguir, aprovechando el viento de levante, la dirección oeste, con la esperanza de encontrar el mismo «mudamiento de temperanza», que ya ha experimentado en su primer viaje al traspasar la raya de las doscientas millas a poniente de las Azores.
Después de diecisiete días de navegación siempre con viento a favor alcanza la desembocadura del Orinoco y observa allí un cambio total en el clima, la vegetación y el aspecto y la forma de vida de los hombres. La temperatura es suave y no cambia del verano al invierno, las tierras son tan lindas «como las huertas de Valencia en Marzo», los que le salen al encuentro «todos mancebos, de buena disposición y no negros, salvo más blancos que otros que haya visto en las Indias, y de muy lindo gesto y fermosos cuerpos y los cabellos largos y llanos, cortados a la guisa de Castilla». Lo que es más prodigioso todavía, hay en las dos bocas del mar un rugir muy fuerte, que es pelea de dos aguas. «La dulce empujaba a la otra porque no entrase y la salada para que la otra no saliese», pero al tomar la boca del norte «hallé que el agua dulce siempre vencía». En cuanto al cielo –probablemente por la refracción de la luz en la zona ecuatorial, tanto mayor cuanto más fría y densa sea la capa de aire– «hace gran diferencia en poco espacio», pues la polar está al anochecer alta de cinco grados y sólo a la media noche alta de diez.
Esa trasformación de los cielos y los climas es más que suficiente para disparar la prodigiosa imaginación de Cristóbal Colón. Hay que corregir según él la astronomía y la geografía de los sabios antiguos y modernos, pues la Tierra sólo tiene forma esférica en la parte donde están Europa y África, mientras que más al occidente de las Azores y sobre todo en la nueva tierra descubierta al suroeste es como una pera o más exactamente «como una teta de mujer en una pelota redonda». Esa zona es la más noble por hallarse «más propincua al cielo», y en lo más alto de ella está sin duda el Paraíso Terrenal, y la fuente prodigiosa de donde salen los cuatro grandes ríos, el Eufrates, el Tigris, el Nilo y el Ganges. «El sitio es conforme a la opinión de estos santos e sanos teólogos, y así mismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro e vecina con la salada ; y en ello ayuda así mismo la suavísima temperancia.»
Por segunda vez la acumulación de hipótesis imaginarias desemboca en un descomunal hallazgo. Colón sigue implantado en la Edad Media, pero esta vez no piensa en los tártaros ni en la reconquista de Jerusalén, ni siquiera en las Indias. «Creo que esta tierra que agora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y haya otras muchas en el Austro de que jamás se hobo noticia.» Su vecindad con el Paraíso Terrenal asegura la templanza del clima y la diversidad de las estrellas y las aguas, tanto mayor cuanto más al sur se traspase la línea equinoccial, remontando la parte más noble y cercana al cielo. La carta del Almirante es el primer anuncio de que los reyes de España «tienen aquí otro mundo», el más extenso y el mejor que hasta entonces el hombre ha podido conocer o imaginar.
La aventura del Descubrimiento tiene como telón de fondo una ciencia y una técnica, propias de la Edad Media y muy difíciles de traducir a las categorías mentales de la Antigüedad y de los tiempos actuales. No se trata de demostrar apodícticamente verdades geométricas, contenidas previamente en sus principios, ni tampoco de explicar racionalmente los fenómenos que ya están a la vista. Se trata de abrirse con la ayuda de la imaginación a mundos totalmente desconocidos pero posibles, haciéndolos realidad como por un toque de magia. No es un azar que el más bello logro del hombre medieval sea esta expedición sobre el mar hacia unas tierras que no están a la vista y que en principio son del todo inaccesibles.
Durante más de tres siglos los pueblos de Europa han estado preparando en un constante ejercicio de su inconsciente colectivo este golpe de teatro. Toda la Edad Media asiste a Colón silenciosamente, religiosamente en su salto en el vacío. Las Cruzadas sobre Jerusalén, las aventuras ecuménicas de Marco Polo y de Luis IX en busca de los tártaros, los ideales de los Templarios, las esperanzas escatológicas del séptimo milenario, las enciclopedias geográficas, que sacralizan la Tierra, adivinando entre sus zonas más desconocidas y misteriosas el mismo Paraíso Terrenal, las detestables etimologías de San Isidoro y sus imitadores, las profecías de la Biblia y de sus apócrifos, los colosales hallazgos de los modernos y sus colosales errores, todo ello junto hace posible esa hazaña, que es el fin de una época histórica y la apertura de otra, absolutamente nueva.