Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 65 • julio 2007 • página 8
1. La situación histórica
La descomposición del Imperio Romano, iniciada ya en el siglo IV, y consumada en la Alta Edad Media, tiene una serie de consecuencias, por otra parte muy fáciles de entender, que van a afectar decisivamente a la forma de pensar de los pueblos latinos del occidente europeo. La reflexión sobre la historia de estos primeros años es la mejor introducción a la cultura, y más concretamente a la filosofía, tal como se va a desarrollar desde la caída de Roma hasta la crisis del siglo XIII.
Las hombres que cubrieron las tres primeras centurias de nuestra era hablaban al mismo tiempo el griego y el latín y de esta forma consiguieron el modelo primero y más ilustre de una civilización bilingüe. De esta forma las aportaciones del helenismo tardío –el escepticismo de Sexto Empírico, el estoicismo de Epicteto y Marco Aurelio y todavía después el neoplatonismo de Plotino y sus discípulos– eran el feliz complemento de una cultura centrada en el estudio de la gramática y la retórica, que tenía como objetivo lograr –según la expresión de Quintiliano– «un varón bueno que domine la técnica de la palabra».
Cuando a principios del siglo IV Constantino traslada la capital del Imperio desde Roma a su ciudad de Constantinopla se empieza a gestar la separación entre ambos centros de poder. Pero hasta la constitución en el 398 de los Imperios de Oriente y Occidente y todavía después, se mantiene una cierta comunicación entre los dos grandes idiomas y su correspondiente forma de pensar. Precisamente San Agustín –neoplatónico y a la vez retórico– es la muestra última y más espléndida de esta cultura doble y complementaria.
La caída de Roma en el 410 y las sucesivas invasiones de los pueblos extranjeros rompen la organización del Imperio latino, lo fragmentan en mil pedazos, y lo que todavía es más grave, lo dejan definitivamente incomunicado con sus hermanos de Bizancio. La desaparición del griego con todo lo que conlleva, –olvido total de la filosofía clásica, de la ciencia alejandrina y de los sistemas doctrinales del helenismo– es quizás la consecuencia más indeseable de tan gigantesca catástrofe política y cultural.
Por efecto de esta mutilación, quienes heredan los restos de la cultura latina no tienen más remedio que especializarse en un campo del saber extraordinariamente restringido, definido por las tres técnicas del lenguaje –gramática, retórica y dialéctica– que forman el trivium. En un primer momento lo más urgente es salvar la gramática, pues sólo ella asegura la conservación y la transmisión de los conocimientos por muy elementales y menguados que sean. Es una actividad cuyos primeros protagonistas son las comunidades monacales, que nacen cerca de Roma, se extienden pronto por el Mediterráneo occidental y llegan finalmente hasta Irlanda e Inglaterra.
La retórica juega también –según el programa trazado por Agustín en el De doctrina christiana– un papel decisivo en el anuncio del Evangelio. Así se explica cómo en plena Edad Media sobreviven los viejos ideales de Cicerón y Quintiliano, incluso después de la completa desaparición de la oratoria civil, lo mismo política que forense. La inteligencia de los textos bíblicos y su correspondiente expresión oral son los dos momentos inseparables de la elocuencia cristiana, y sus nuevos predicadores vienen a ser legítimos herederos del doctus orátor.
En cuanto a la dialéctica, los pensadores medievales son relativamente afortunados, pues tienen un maestro –Boecio– que florece a principios del siglo VI y es magister palatii del rey godo Teodorico. Gracias a su cultura superior y a la relativa cercanía con la antigüedad, puede comentar y traducir las Categorías y el De Interpretione, precedidos por la Introducción –Isagoge– de Porfirio. Escribe además por su cuenta una serie de tratados sobre los silogismos hipotéticos y categóricos, la división y los tópicos. Todas estas obras forman la Logica Vetus, la única conocida en Europa hasta mediado el siglo XII.
La versión latina de los Analíticos Primeros y Segundos –la Lógica Nova– se debe muy probablemente al mismo Boecio, pero su conocimiento sólo se generaliza unos años más tarde. En cuanto a su libro de circunstancias De Consolatione Philosophiae, su valor y su popularidad no debe ocultar el hecho indudable de que el noventa por ciento de los libros de Boecio y todas sus traducciones del griego están –como todo en la primera Edad Media– al servicio de una técnica del lenguaje.
Un siglo después Isidoro de Sevilla escribe Las Etimologías, una gigantesca enciclopedia de obligada consulta durante toda la Edad Media y que probablemente es, no la obra central de la primera mitad del milenio, pero sí la más representativa. Sus veinte libros hablan de todo, las artes liberales, la medicina, la historia universal de la creación, la cosmografía y geografía, el hombre y los animales, Dios y los ángeles y la Iglesia, los pueblos y lenguas y estados, los monumentos y las vías de comunicación, la agricultura, la mineralogía, el ejército y la marina, la alimentación y todavía más.
Pero, independientemente de su contenido, llama la atención la forma como está enfocada la elaboración de este diccionario. Isidoro está convencido de que conociendo la etimología de las palabras, se puede alcanzar la esencia de las cosas a que corresponden. Hablando en la jerga de la lingüística actual, el significante está en el primer plano y determina la naturaleza de lo significado, por muy compleja que sea. Isidoro, dotado de una imaginación verdaderamente sevillana y de una mentalidad del todo medieval, disuelve la realidad, toda la realidad, en términos muchas veces extravagantes, que pretenden ser su signo natural.
Sin embargo, hay que esperar a los siglos VII y VIII para asistir a un proyecto colectivo de enseñanza basado en las técnicas de la palabra y concretamente en la gramática latina. El movimiento comienza en las bibliotecas de los conventos benedictinos de Inglaterra e Irlanda, donde estudia y lee Beda, el venerable iniciador de este primerísimo renacimiento. Dejando aparte su Historia eclesiástica de Bretaña, escribe otros libros muy elementales y todos ellos referidos al lenguaje. Un tratado sobre el Arte Métrica, una modestísima Ortographia, un estudio más amplio de las figuras retóricas usadas en la Biblia, y por fin una enciclopedia –De rerum natura– análoga por su enfoque y por su éxito editorial a las etimologías de Isidoro.
Beda es maestro de Egberto, obispo de York, en cuya escuela catedralicia estudia Alcuino, que se traslada en su madurez al palacio de Carlomagno, y se convierte en el primer ministro de instrucción pública de Europa. La grandeza de su proyecto, –hacer en Francia una nueva Atenas– que en los siglos siguientes va tomando forma hasta alcanzar su plenitud, no pueden hacer olvidar la humildad de su obra y su carácter eminentemente literario. Aparte de su tratado sobre el alma –De ratione animae– que viene a ser una traducción bastante fiel de San Agustín, escribe una ortografía, una gramática, una dialéctica, y finalmente un Dialogus de rethorica et virtutibus.
Este programa de enseñanza primaria se interrumpe bruscamente en el siglo X, que hereda de los tiempos que inmediatamente le preceden una economía y una sociedad casi en liquidación por derribo. Las invasiones de los pueblos nórdicos y magiares y la presencia del Islam en el Mediterráneo bloquean los mares y las vías de comunicación fluviales, impidiendo todo movimiento mercancías en el occidente europeo. La producción y el tráfico de bienes sufre un colapso casi total y en consecuencia la economía queda restringida a unos mercados locales que utilizan, como instrumento exclusivo de cambio, la permuta.
La situación se complica todavía más por la aparición de un acontecimiento social tan decisivo como inesperado. A lo largo de la centuria y en el mundo cristiano se multiplican las emancipaciones por imperativos éticos. Y lo que es mucho más importante, en el oriente los pueblos «eslavos» son evangelizados y reciben junto con el bautismo la garantía de que no caerán bajo el dominio de amos paganos. Este universal declive de la economía esclavista plantea inmediatamente a los pueblos europeos un doble problema, pues ya no pueden sal dar su comercio exterior con la venta de esclavos y además han de soportar la primera crisis energética de la historia y sustituir la fuerza del hombre por energías alternativas.
Contra todo pronóstico Europa supera brillantemente este difícil examen de ingreso, y ya en la segunda mitad del siglo aplica una serie de descubrimientos técnicos a la producción agrícola, potenciando el motor animal. El caballo adquiere un precio altísimo en el mercado y la introducción de la herradura dobla su valor. Casi al mismo tiempo y paralelamente al movimiento de emancipación, se inventa la collera de tiro y el enganche en fila, y se generaliza el uso del molino de agua.
Pero también la cultura –basada como de costumbre en la gramática y en la literatura del Bajo Imperio– consigue mantenerse y consolidarse en estos siglos a través de una labor colectiva tan humilde como heroica y eficaz. Los copistas, a través de un trabajo artesanal, consiguen multiplicar los ediciones de los clásicos latinos. Las duras circunstancias de los años oscuros no interrumpen esta tarea, y concretamente el siglo IX rescata la Logica Vetus de Aristóteles (Las Categorías y el De Interpretatione), y la última mitad del X la Logica Nova (es decir las traducciones de Boecio de los Analíticos Primeros y Segundos).
Por lo demás la crisis del siglo X –como todas las catástrofes de la historia– tiene su contrapartida positiva. Establece un corte tajante con relación a la economía de los siglos anteriores y marca también una solución de continuidad con la tradición cultural del primer milenio. Los hombres que aparecen después de esta brusca ruptura, justamente los hombres del siglo XI, tienen que vivir y pensar a partir de cero, y gracias a ellos la última Edad Media tendrá una creciente y asombrosa originalidad.
Por otro lado los pueblos del occidente europeo lo tienen esta vez todo a su favor. Los magiares son rechazados y dejan libre la navegación por el Danubio, los árabes comienzan a retroceder hacia el Magreb y los mismos pueblos del norte se integran en la trama histórica de Europa. El continente queda cruzado por una densa red de comunicaciones –los grandes ríos y los mares interiores– que hacen posible la revolución mercantil. El crecimiento demográfico ininterrumpido, los hallazgos técnicos heredados del siglo anterior y la desaparición del régimen de producción esclavista, potencian todavía más el gran cambio en la forma colectiva de vivir.
Todos los agentes y las categorías de la economía moderna –las ferias, los bancos, el capital y sus intereses, la inflación, los burgos y sus burgueses, las grandes roturaciones y hasta una industria embrionaria– aparecen juntos en un inesperado golpe de teatro. Bajo estas nuevas condiciones de vida, la sociedad occidental no se puede limitar a conservar pasivamente el legado cultural heredado de Roma, y se plantea con una perfección formal cada vez mayor cuestiones totalmente nuevas, aunque siempre dentro del restringido ámbito del lenguaje.
El primer nominalismo
Cuando una nueva época se estrena en filosofía y comienza a preguntar, sus primeras cuestiones pueden parecer rudimentarias y hasta infantiles, pero a la larga son ellas las que ponen en marcha los métodos y los sistemas mucho más perfectos que vendrán después. Concretamente, la primera mitad del siglo XI está preocupada por saber si la gramática y la dialéctica, que son palabra humana se puede aplicar a los libros santos escritos por Dios. El problema se parece de lejos al que se planteará mil años después, cuando la exégesis bíblica utiliza la teoría de los géneros literarios, a pesar de la fuerte oposición de los teólogos conservadores.
Análogamente en los años mil hay una agria polémica entre los llamados dialécticos, que atienden sobre modo al carácter formal del lenguaje y pretenden someter la revelación misma a las exigencias de una deducción silogística, y los antidialécticos, que ponen el acento en el contenido del mensaje bíblico, prescindiendo de su estilo y de su envoltura lógica. Como suele suceder, un problema que en principio afecta sólo a la teología, se generaliza, y de esa forma, mientras los gramáticos o dialécticos centran su atención en las palabras y su sintaxis lógica, dejando en paréntesis al mundo que por medio de ellas se significa y conoce, sus oponentes se olvidan de hablar y desvían la atención hacia las cosas individuales, mudas por naturaleza.
Los dos aspectos del lenguaje humano, por una parte su sintaxis formal, y por otra su versión hacia un universo de realidades están alternativamente presentes en estos dos grupos de pensadores. Conviene insistir en ello, porque hay el peligro de creer que los teólogos antidialécticos, precisamente por su oposición a la gramática y a la lógica del discurso son un tirón hacia atrás o en el mejor de los casos un freno al pensamiento del siglo XI.
Esto sólo es cierto en parte, pues Mannegold de Lautenbach o Pedro Damián –por poner los dos modelos más ilustres del pensamiento conservador– están instalados, bien a su pesar en su tiempo, con tanta razón como los gramáticos, porque viven una situación y una problemática idéntica. Más en concreto, Pedro Damián, que desprecia a la lógica y a los más grandes razonadores de la antigüedad, que es partidario del poder del papa y considera a los reyes como meros delegados pontificios para asuntos de intendencia, se mueve en el mismo horizonte que sus adversarios contemporáneos, dedicados con fruición al estudio puramente formal del lenguaje.
Pero además los antidialécticos están mucho más cerca del nominalismo que sus oponentes, no porque sientan especial preferencia y entusiasmo por las palabras, sino porque al proyectarse hacia las cosas concretas tienden a crear un mundo de realidades individuales disgregadas entre sí. Esta crítica del necesitarismo y de las leyes lógicas abre el camino a la corriente nominalista, que empieza en el siglo XI y tendrá su culminación trescientos años después. Desde este punto de vista hay que entender el tratado De Omnipotentia de Pedro Damián. Su construcción, tosca y rudimentaria, deja ver a su través una posición que, prácticamente sin solución de continuidad, atraviesa toda la segunda Edad Media hasta llegar a Guillermo de Occam.
El tratado De omnipotentia plantea un problema, cuya solución había sido adelantada por los teólogos del siglo IV. San Jerónimo, defiende el poder supremo de Dios y sólo le pone una modesta limitación. Dios no puede hacer que lo ya sucedido no haya sucedido. Pedro Damián encuentra molesta y hasta intolerable esta condición, y rozando el mismo principio de no contradicción, afirma que la potencia de Dios se extiende a todo, incluso al pasado. Cuando sus contertulios comienzan a argumentar contra sus desaforadas exigencias, en nombre de la lógica, Pedro Damián da un nuevo sesgo a la polémica. Afirma que las reglas del razonamiento y sus consecuencias no valen para Dios. Según él, ninguna ley puede condicionar la acción totalmente libre de un ser omnipotente.
Al mismo tiempo que los pueblos de Europa comienzan primero la revolución mercantil y luego la comunal, el lenguaje deja de ser un simple instrumento de transmisión de la cultura latina, plantea los problemas derivados de su naturaleza y se convierte en el objeto y centro de una violenta discusión. Los dialécticos ponen el acento en su sintaxis formal, sin prestar atención a las cosas. Mannegold, Otlooth y Pedro Damián se vuelven a la realidad individual y prescinden de la lógica, que es casi un invento del diablo.
Las dos alternativas son parciales, pues cada una de ellas se fija exclusivamente en una de las dos dimensiones del lenguaje dejando fuera de juego la otra. Es preciso, en vista de esto descubrir y analizar de qué forma las palabras se puede referir a las cosas. El siglo XI intenta esta empresa por primera vez, y todos los pensadores medievales que vendrán después se van a encargar de desarrollar cuanto está implícito en la dialéctica de los nominalistas primeros y de sus oponentes.
Estos pioneros del nominalismo forman un grupo, localizado en Francia y que tiene por maestro a Juan el Sofista, del que sólo queda el nombre. Se conocen algunos de sus miembros de modo indirecto, por citas de sus rivales, teólogos o filósofos. Es el caso de Roscelino, el máximo representante de la escuela, y probablemente de Berengario de Tours. Finalmente se conserva un documento, por lo menos muy próximo a las tesis nominalistas, la Apología pro insipiente de Gaunilo de Marmoutiers.
El centro del movimiento es desde luego Roscelino. Su vida es bastante conocida y está ligada a su revolucionaria forma de pensar. Nace hacia la mitad del siglo en Compiegne y es discípulo de Juan el Sofista, cuya dialéctica hereda. Por los años ochenta enseña esa teoría nominalista del lenguaje y deriva de ella una serie de conclusiones teológicas, por lo menos fuertemente sospechosas en agria discusión con la autoridad eclesial, que le hace abjurar en el Concilio de Soissons de su doctrina trinitaria. Por el 1093 desembarca en Inglaterra y sin renunciar al parecer a esos principios, inicia otra violenta polémica con Anselmo de Canterbury. A finales de siglo es canónigo en Loches donde tiene por discípulo a Abelardo, que prolongará el nominalismo durante todo el siglo XII en una nueva versión. Al morir en 1120 ha podido asistir a los primeros triunfos de su brillante discípulo.
A pesar de las limitaciones y de la extremosidad de su teoría del lenguaje, los primeros nominalistas y al frente de ellos Roscelino son los pensadores más representativos del siglo XI. No los más profundos, ni los más geniales, sino los que retratan con mayor exactitud eso que mucho más tarde se ha de llamar el espíritu de una época. Al referirse a ellos en el mismo centro de la Edad Media aparece por primera vez la palabra –y la idea– de «modernos».
La crítica devastadora de los antidialécticos les ha preparado el camino. En efecto, el recelo hacia las leyes lógicas y el recurso a la potencia absoluta de Dios convierten al universo en una colección de realidades y de acontecimientos individuales, libres de cualquier relación inteligible. Esta posición es tanto más segura cuanto que está profesada por teólogos ortodoxos y casi fundamentalistas, y por consiguiente no es sospechosa de herejía.
Pues bien, Roscelino y los nominalistas hacen expreso lo que Mannegold y Pedro Damián confesaban implícitamente, es a saber, que sólo los individuos existen y son reales. Lo que en realidad de verdad existe no es el género animal o la especie humana, sino todos y cada uno de los individuos animales y humanos. Sólo falta por saber, ya dentro de este universo de entidades concretas y disyuntas, cuál es la esencia y la función del signo hablado.
Toda palabra tiene un doble carácter, por cierto muy distinto del que marca la separación entre dialécticos y antidialécticos. En sí misma considerada es una realidad física, una emisión de voz individual, incluso cuando se refiere a objetos abstractos y universales. Pero además tiene la misión de dar nombre a las cosas, que también son individuales y esto ya es un poco más difícil de explicar.
Según Roscelino y el primer nominalismo la palabra está en sí misma privada de sentido, y tiene una función puramente ostensiva o indicativa. Cuando se apunta con el dedo a una cosa, el dedo no significa la cosa, sino que simplemente la indica o señala. Análogamente la emisión de voz tiene esa función digital de mostrar la realidad individual que se presenta ante quien habla.
La primera y principal consecuencia de esta teoría es que las palabras en sí mismas no significan nada. Siguiendo con la comparación, de la misma forma que el gesto por el que se señala algo se ve privado de todo su sentido si la realidad individual indicada desaparece, así también el habla o la escritura es un sinsentido cuando caen en el vacío, privadas de las realidades a que apunta.
Pero esta teoría de la palabra tiene otras consecuencias también graves. En primer lugar, puesto que la emisión de voz señala a los individuos indicativamente en su realidad concreta, no cabe distinguir en ellos la esencia de las demás propiedades. La palabra indica a las cosas íntegras, con su color y figura, con su situación en un espacio y un tiempo, todo ello absolutamente inseparable. Berengario de Tours al hablar de la Eucaristía y el propio Roscelino al referirse a la Trinidad sacarán las primeras consecuencias teológicas de esa dialéctica.
Además y por la misma razón, el lenguaje indicativo no distingue una realidad de las partes que la componen. Los nombres apuntan a la totalidad de cada cosa, prescindiendo de su complejidad, de sus elementos y de la articulación de cada parte dentro del conjunto. La indicación toma su sentido de cada cosa real tal como ella es, es decir, íntegra.
Pero todavía hay más. Como la indicación no puede apuntar más que a los individuos, los términos que quieren significar géneros o especies no tienen el menor sentido, ni intensiva, ni extensivamente. No intensivamente, porque no puede existir una propiedad o una noción común, separada de los individuos. No extensivamente, porque un lenguaje simplemente indicativo sólo señala individuos separados y plurales. Los géneros y las especies, es decir los nombres abstractos y universales, no corresponden a ninguna realidad concreta y para Roscelino son un simple soplo de voz.
La hazaña del primer nominalismo, a pesar de todas sus enormes limitaciones, es evidente. Establece una primera aunque rudimentaria teoría de la significación, criticando las ideas abstractas y universales y creando un universo de realidades individuales, que está libre de cualquier interferencia de entidades inteligibles y se ofrece desnudo a la mirada humana. Ciertamente que en esta tarea reciben la preciosa e involuntaria ayuda de los teólogos antidialécticos, pero apoyándose en ella dan un nuevo y decisivo paso adelante.
Pero además ponen en conexión necesaria a las palabras humanas con las cosas denotadas por ellas, siquiera sea de forma puramente indicativa. Que el lenguaje se proyecta sobre la realidad, este es precisamente el gran descubrimiento del primer nominalismo. No obstante, la parcialidad de la interpretación de Roscelino y sus compañeros y las graves consecuencias teológicas que a partir de ella se derivan, levantan una nueva polémica promovida por Anselmo de Canterbury.
2. Anselmo de Canterbury
Anselmo nace en Aosta en 1033, pero sólo mucho más tarde en 1078, siendo prior de la lejana abadía de Bec en Normandía comienza su labor de pensador y polemista. Durante esa segunda parte de su vida entra en contacto con el bretón Roscelino y con todos sus compañeros, cuya doctrina rechaza violentamente. Ni siquiera su nombramiento como Arzobispo de Canterbury, ya en 1093 interrumpe esta agria discusión, pues el propio Roscelino se traslada a Inglaterra siempre detrás de su más ilustre rival.
Nada tiene de particular que viviendo en estas circunstancias dedique al estudio de la palabra y a la rectificación de la doctrina nominalista una buena parte de su obra teológica y desde luego toda su labor estrictamente filosófica. Ya en el escrito De grammatico, capital para entender la peculiar dialéctica de Anselmo, diferencia dos funciones del lenguaje, la simplemente indicativa y la significativa. Completa este texto con el diálogo De veritate. en el que aparece una doble verdad, la que da sentido al nombre y la que hace referencia a la realidad concreta. Finalmente en los capítulos iniciales del Monologion explica la noción del Verbo de Dios por analogía con la palabra del hombre.
Los cuatro primeros capítulos del Proslogion abren la polémica antinominalista mediante la provocativa aparición del insensato, la reafirmación de las dos funciones del lenguaje y la prueba de Dios. Anselmo no tarda en recibir contestación de Gaunilo de Marmoutiers –evidentemente un nominalista– e inicia con él una brillante batalla dialéctica, verdaderamente decisiva para entender la filosofía del siglo XI. Al mismo tiempo interviene activamente cerca del concilio provincial para criticar las consecuencias teológicas de la doctrina de Roscelino.
Finalmente Anselmo en la Carta sobre la encarnación del Verbo, llamada también Carta sobre la Trinidad define la dialéctica del primer nominalismo y ataca las consecuencias teológicas que se derivan de ella, referidas sobre todo a la Trinidad de Dios y a la composición de la persona de Cristo. Prácticamente sólo quedan fuera de su polémica contra los nominalistas algunos pocos libros estrictamente teológicos.
El breve escrito De grammatico –hay que traducir con toda exactitud Acerca de la palabra gramático–, fija con toda claridad la posición dialéctica de Anselmo. En primer lugar excluye el realismo de las ideas en sentido platónico. Anselmo conoce y domina las Categorías y distingue, igual que Aristóteles, entre sustancia primera individual y sustancia segunda, universal o abstracta. Los géneros y especies son según esto, realidades disminuidas en relación con los individuos concretos, de hecho existentes. Los pasajes episódicos en que a lo largo de toda su obra de teólogo y filósofo habla de esencias comunes mantienen este sentido restrictivo.
Por otro lado, el tratado se introduce en una difícil dialéctica de signo intensional, en que se atiende sobre todo al significado de los términos y a la propiedad lógica de la comprensión. Anselmo nunca dirá v. gr. «algún hombre no es gramático», sino esto otro «todo hombre puede ser entendido sin la nota de gramático», o también expresa el juicio universal afirmativo de la siguiente forma, por cierto mucho más compleja: «Ningún hombre puede ser entendido sin la nota de racionalidad.» Esta atención al sentido de las palabras y a sus notas domina ya desde ahora la elaboración de la dialéctica, alejándola de toda posible tentación nominalista.
El de grammatico plantea una cuestión al parecer muy trivial. Se trata de saber si la palabra «gramático» enuncia una cualidad o una sustancia. Esta aparente banalidad permite al autor del ensayo presentar una doctrina de la palabra sensiblemente distinta de la nominalista.
Anselmo en efecto distingue en el lenguaje una doble función lógica. En cuanto que un nombre tiene sentido, se dice que su función es significativa. Pero en cuanto que ese mismo nombre, a través de su significado, indica por modo indirecto pero preciso a la realidad concreta que tiene esa cualidad, hay que decir que su función es indicativa. Así la palabra «gramático» significa directamente una cualidad, pero además indica a una sustancia, el hombre, puesto que de hecho sólo el hombre es gramático. De una manera general las palabras pueden significar una propiedad y simultáneamente indicar una sustancia a través de su significación.
Los términos que significan cualquiera de las categorías son al mismo tiempo indicativos de un individuo o grupo de individuos. Cuando se dice v. gr. «el blanco» o «el alto», para poner ejemplos próximos a los de Anselmo, se significa evidentemente una propiedad, pero al mismo tiempo se indica la realidad que se distingue por ella. Análogamente al utilizar la palabra «el hombre» se hace referencia directa a una sustancia segunda, pero a través de ella quedan indicados los únicos individuos que están afectados por la nota de humanidad.
En el tratado De veritate esta referencia de las palabras a su sentido queda todavía más reforzada. En todo enunciado –dice Anselmo– hay dos tipos de verdad. En la medida en que un enunciado tiene sentido, es verdadero con relación a su sentido. Pero en la medida en que el enunciado dotado de sentido afirma una realidad efectivamente existente, es dos veces verdadero.
Paralelamente a la doble función lógica del término hay también una doble verdad del enunciado, que por su carácter significativo trascienden los estrechos límites del primer nominalismo. Comienza a perfilarse así la dialéctica que va a servir de base a la prueba de Dios del Proslogion.
La prueba de Dios
Proslogion quiere decir «invocación», y en efecto sus capítulos son una prolongada oración del autor del libro a su Creador. Esta invocación empieza en el párrafo segundo del primer capítulo y dura hasta el final del tratado adquiriendo particular intensidad en sus páginas iniciales.
Esta actitud anselmiana plantea ya de inicio una evidente paradoja. Pues parece natural buscar a Dios e intentar su demostración cuando no se está seguro de su forma de ser y de su existencia. Tal lejanía del hombre respecto al Creador obliga a tender a través del razonamiento un puente que una los dos extremos separados. Lo que ya es más extraño es esta pretensión de probar a Dios justo en el mismo momento en que se está hablando con él a través de la invocación.
Y sin embargo eso es lo que hace Anselmo, expresándolo con toda energía: «Domine, qui das fidei intellectum, da mihi ut, quantum scis expedire, intelligam quia es, sicut credimus, et hoc es quod credimus», dice ya el inicio del capítulo segundo. La invocación, la fe y el entendimiento se enlazan en esta fórmula, donde se pide aclarar el sentido de lo que ya se cree. No se trata entonces de una prueba escolar de la existencia o as propiedades de Dios, sino de saber lo que quiere decir el creyente cuando invoca el nombre de Dios.
La actitud de invocación es radicalmente distinta a otra actitud y otro lenguaje que se adopta con relación a las cosas. Es el «iudicium», el juicio en virtud del cual alguien se pronuncia a favor o en contra de la existencia de un ser. El juicio, en la medida en que decide sobre el ser de lo juzgado, implica una cierta superioridad de quien está juzgando. El intelecto juzga «sobre algo» y este «sobre» indica una realidad de nivel superior.
El esquema lógico del juicio es la alternativa, y más concretamente la alternativa existencial. El hombre puede decir de algo que es o no es, bien entendido que cuando dice que no es se eleva sobre ello, siquiera sea con el pensamiento, puesto que lo priva del valor sustancial de la existencia. Cuando al revés afirma que es, todavía está muy por encima, igual que el juez está infinitamente por encima del acusado cuando le perdona la vida.
Anselmo, al referirse a Dios, suprime expresa y enérgicamente esta actitud de juicio. La alternativa existencial, que puede tener sentido referida a cualquier otra realidad, no vale en el caso de Dios. De él ni siquiera se puede pensar que no sea, pues esta posibilidad conlleva necesariamente una cierta superioridad de la criatura sobre el Creador. «Ascenderet creatura super Creatorem et iudicaret de Creatore, quod valde est absurdum.» Esta contundente conclusión del capítulo tercero del Proslogion elimina la posibilidad de una teodicea en el sentido literal de la palabra «justificación de Dios». Entonces, dejando a parte el juicio y la alternativa de ser o no ser que le acompaña, sólo la invocación es válida cuando el hombre dirige su palabra hacia Dios.
Ahora bien, la invocación es un lenguaje, y como todo lenguaje ha de tener una regla que lo organice, del todo contraria a la del «iuditium». Porque mientras en el «iuditium» lo juzgado de subordina al que habla y juzga, en la invocación, a la inversa, el que habla se subordina a aquél a quien dirige la palabra. Y esto en virtud de una regla de lenguaje y de pensamiento, según la cual de tal forma hay que nombrar y pensar a ese Tú invocado que no es posible nombrar ni pensar una cosa mayor.
Ya está aquí –antes de lo que se esperaba– la fórmula «id quo maius». No se trata de una determinación de la esencia de Dios. No dice en principio lo que Dios es ni siquiera si Dios es. Tampoco se trata en rigor de un nombre de Dios. Es primero y principalmente la regla de lenguaje que da sentido a la invocación. Sólo desde ella se alcanza el intelecto de la fe y se capta el sentido que ante el creyente tiene el Tú invocado. A partir de ese entendimiento, pero siempre sin abandonar el plano de la invocación, se aclara, por vía indirecta la existencia y las propiedades de Dios.
Así pues el término de la invocación, el Tú invocado, es aquello mayor que lo cual no se puede pensar nada . Desde esta fórmula, ella misma integrada en el carácter formal del lenguaje invocativo, es ya posible iniciar un entendimiento de la fe. Porque ese conjunto de palabras, a través de su sentido, indica una realidad, y una realidad netamente distinta de todas. El uso significativo del lenguaje se antepone al uso indicativo y lo determina, igual que sucede en el De grammatico y en el De veritate. Esta conexión íntima entre significación y apelación es el quicio sobre el que se mueve toda la prueba.
Tal prueba es por otra parte indirecta. Que «id quo maius» tiene existencia, que es justo, omnipotente y simple, todo eso son misterios de fe, que no pueden ser demostrados directamente por la razón, ni siquiera partiendo de otro dato inicial revelado. En cambio sí se puede concluir que la fórmula «id quo maius» en su desarrollo lógico reduce al absurdo a una o varias proposiciones contradictorias con verdades de fe.
La prueba anselmiana no permite contemplar directamente a Dios ni a lo que es de Dios, pero por su sentido indica indirectamente una realidad netamente distinta de toda otra. Porque va diciendo lo que «id quo maius» no es, y por lo mismo va definiendo y recortando, cada vez con más precisión, la figura del ser al que indica a través de su significado, es decir, la figura de Dios.
Anselmo, a través de esta vía indirecta, da un primer paso decisivo. Al invocar a Dios y mentar al Tú invocado como aquello mayor que lo cual no se puede pensar nada, eso que se invoca está desde luego en el pensamiento. Pero no puede ser puro objeto de pensamiento, porque entonces ya se podría pensar una cosa mayor, es decir, la que además de estar en el entendimiento existe también en la realidad. La fórmula «id quo maius» indica por medio de su significación un ser efectivamente existente, aunque no suficientemente definido todavía ante las demás realidades.
Así pues, el Tú invocado no es una apariencia vivida en el acto de invocación como pura apariencia, no es un ídolo. Porque quien invoca a un ídolo lo invoca como puro objeto de consciencia, privado de existencia. Por eso la idolatría es una pseudoinvocación, ya que en el acto de adorar al ídolo no se cumple la regla de oro, según la cual es imposible decir ni pensar algo mayor que lo invocado, ni siquiera la exigencia mínima de que sea real.
Más todavía, el Creador al que Anselmo dirige la palabra no puede ser pensado como no existente. El carácter de realidad que adquiere el objeto de fe no es puramente contingente. No se trata sólo de que a través de la invocación se constate la realidad del Tú invocado, porque además hay que pensarlo en forma tal que no se puede pensar que no sea. De otro modo el «id quo maius» aparecería otra vez como algo disminuido, y el invocador se cambiaría en juez.
En resumen es imposible enunciar un juicio sobre Dios, porque ello implica una pretensión de superioridad de la criatura que habla y juzga sobre el Creador, en la medida que puede predicar de él el no ser, o por lo menos la posibilidad de no ser. Sólo es posible la invocación, bien entendido que el Tú invocado aparece siempre bajo la formalidad de la existencia, y de una existencia tal que su negación es radicalmente imposible. El correlato objetivo del iuditium es la oscilación entre la existencia y la no existencia. Pero el correspondiente correlato de la invocación es la imposibilidad formal de la no existencia. La introducción del Proslogion se cierra así sobre sí misma y adquiere todo su sentido.
Falta todavía algo ciertamente decisivo. Es la aparición de un personaje que va a provocar una de las más extrañas y prolongadas polémicas de la historia de la filosofía. Su pura presencia plantea ya un problema, porque el insensato dice –y al parecer piensa– que Dios no existe, según traducción libre del Salmo XIII. Ahora bien, Anselmo acaba de descubrir, que Dios se presenta bajo una formalidad tal que no es posible decir, ni menos entender, su no existencia. Por eso el insensato parece incompatible con los hallazgos y desarrollos de los tres primeros capítulos del Proslogion.
El insensato
Ya en el capítulo II Anselmo presenta la fórmula del insensato «no existe Dios», con un objetivo bien determinado. Es preciso en efecto separar el uso indicativo y el uso significativo del lenguaje. Porque la fórmula «id quo maius» tiene sentido por sí misma y está en el entendimiento, aunque todavía no se entiende que le corresponda una realidad. «Esse in intellectu» e «intelligere esse», es decir, el sentido y la indicación, son dos cosas bien distintas.
Además el «esse in intellectu» es previo a la intelección de la existencia. El ejemplo del pintor, que primero piensa y por lo mismo tiene en el entendimiento el cuadro que va a realizar, y después a partir de su pensamiento realiza efectivamente el cuadro dándole existencia, aclara con un ejemplo trivial esta articulación del sentido y la indicación. La misma que hay en el De veritate, en el De grammatico y en la prueba del Proslogion.
En cualquier caso, esta primera aparición del insensato no insiste en la cláusula existencial negativa referida a Dios, sino en la separación de la indicación de la realidad y el sentido. Ahora bien, la paradoja de este personaje que dice y piensa lo que no se puede decir ni pensar es demasiado sugestiva para no llamar la atención del gran polemista que es Anselmo. Tanto más cuanto que esta contradicción le proporciona la ocasión de provocar a los primeros nominalistas y de iniciar con ellos una difícil batalla.
Cada época tiene una determinada idea de lo que es un insensato y el siglo XI no puede ser una excepción. Insensato es el que no sabe qué está diciendo, aquél cuyas palabras no tienen sentido, porque desconoce la regla de acuerdo con la que está hablando. Es esta doble ignorancia de lo que dice y de la forma de decir lo que hace caer al insensato en proposiciones absurdas.
Y el absurdo mayor –valde est absurdum– para San Anselmo instalado en la fe y la invocación, es que la criatura pueda decidir si el Creador existe o no existe. Esto implica el adoptar frente a Dios el papel de jueces que dictan sentencia, poniéndose por encima de El. Cuando el insensato, renunciando a la actitud de invocación, se plantea la posibilidad de la no existencia de Dios, entonces dice un sinsentido, pero lo dice porque ha adoptado una posición falsa, es decir, porque ya desde el primer momento es insensato y necio.
De todas formas sigue en pié el problema central. Hay que explicar con toda precisión cómo ese extraño personaje puede pensar lo que no se puede pensar. Por supuesto que, visto desde la fe, es un insensato, que su actitud es falsa y el resultado de esta actitud un sinsentido. Pero mientras no se estudien las diversas formas de significación de las palabras la paradoja no está resuelta en el plano del lenguaje, que es uno de los que más interesan a Anselmo.
De dos formas distintas se puede pensar o decir internamente algo. En primer lugar tomando por objeto la palabra misma. En segundo lugar entendiendo lo que esa palabra significa. Sólo en este caso lo que se dice tiene sentido, porque «está en el entendimiento». En cambio el insensato se para en la palabra prescindiendo de su significación.
Pero entonces su lenguaje no tiene sentido en sí mismo y es una pura emisión de voz, que en el mejor de los casos sirve para indicar una realidad individual presente. Ahora bien, Dios no se presta a este juego, porque no puede ser objeto de una indicación, y es por esencia lo que no está aquí. Sólo una palabra o un conjunto de palabras dotadas de sentido propio pueden dar una lejanísima idea de lo que El es, pero el insensato ha renunciado a ese modo de hablar con sentido.
La provocación a los nominalistas, que viven y piensan en un área geográfica vecina al monasterio donde Anselmo escribe, es clara y casi insultante. No tardará en recibir una respuesta En defensa del insensato, escrita por Gaunilo, un monje del monasterio de Marmoutiers, en los alrededores de Tours.
La polémica antinominalista
Antes de desarrollar los distintos apartados de la Apología pro insipiente, importa centrarla históricamente y precisar cuál es su preocupación central. En primer lugar Anselmo no recibe el escrito de Gaunilo con indignación o tristeza, ni mucho menos con indiferencia. Al revés, si se hace caso a su biógrafo, experimenta una gran alegría «cum magna laetitia». Eso quiere decir que Anselmo espera y desea que alguien se sienta aludido por sus palabras y acepte su desafío, pues desde ese momento la batalla entre las dos grandes doctrinas referentes a las palabras y su proyección hacia las cosas es frontal.
Por otra parte la Apología de Gaunilo está centrada en un tema constante. Tomando como punto de partida la fórmula de Anselmo «id quo maius co-gitari non potest», se preocupa exclusivamente del «cogitari», que traduce a su propia teoría, no como pensamiento significante, sino como un lenguaje indicativo, que no tiene sentido por sí mismo y por consiguiente tiene que recibirlo de las cosas inmediatamente presentes.
Negar que las palabras tengan sentido es totalmente lógico cuando precisamente se trata de defender a un insensato. Pero, partiendo de esta anulación del pensamiento en cuanto captación del significado, Gaunilo trabaja por dos caminos bien distintos. El primero intenta demostrar que Dios no es objeto de la «cogitatio». El segundo traduce inesperadamente la fórmula de Anselmo «id quo maius» por otra bien distinta, «id maius omnibus», oscilando así desde el plano noético al ontológico.
En primer lugar la Apología niega que Dios sea objeto de pensamiento, lo mismo si se usa la expresión «Deus» que si se da la vuelta por la fórmula «id quo maius». Tanto en un caso como en otro la palabra o el conjunto de palabras no significan nada, mientras no aparezca un objeto que les dé sentido. Sin esa presencia, el nombre o la fórmula se reducen a una sucesión incoherente de emisiones de voz, o bien a un conjunto de sílabas y de letras, de las que no se puede extraer nada verdadero, ni en cuanto a la existencia ni en cuanto al modo de ser de ningún ente.
Hay que decir que la imposibilidad de pensar a Dios es radical. Ciertamente no es posible indicar un personaje ficticio o una isla perdida, técnicamente inalcanzable. Pero en todo caso se pueden establecer las condiciones por las que una representación empírica se ajusta a las palabras que denotan a un hombre o a una isla cualquiera, pues previamente se conocen las correspondientes realidades individuales y a partir de ellas el nombre que las indican adquiere sentido.
Pero este no es el caso de Dios. En la medida en que es «id quo maius» no pertenece, por su propia forma de ser, a ninguna colectividad, y además está situado a un nivel superior al del ser empíricamente dado. Por eso no se puede indicar previamente algo igual o semejante a Dios para que a partir de esa indicación la palabra adquiera sentido y pueda ser llamada con todo rigor pensamiento. Así pues un lenguaje indicativo no puede decir ni pensar a Dios, porque no está ni puede estar directamente ante nosotros. Y lo mismo la palabra «Deus» que la fórmula «id quo maius» son un puro soplo de voz –como diría Roscelino– una sucesión de letras y sílabas, según la expresión de Gaunilo.
Pero la Apología pro insipiente elude el «cogitari» de un modo mucho más sutil. Traduce las palabras de Anselmo «id quo maius cogitari nequit» por otras bien distintas, «id maius omnibus», aquello mayor que todo, vale decir, «aquello mayor que lo cual no se puede 'indicar' nada». Otra vez Gaunilo exige que el lenguaje apunte a una realidad que sea su objeto directo y que le dé sentido, y otra vez, aunque por un camino bien distinto, suprime el lenguaje significativo y bascula hacia la posición del primer nominalismo.
Naturalmente que después de adoptar este punto de vista, el insensato y quien habla en su defensa tienen todas las bazas a su favor. No se puede demostrar escolarmente, ni siquiera probar desde la fe que el ser mayor que todos exista y que exista necesariamente. «El ser mayor que todos» tiene la misma forma de ser que todos los otros entes menores que él, y consiguientemente aparece afectado por el carácter de contingencia, de posibilidad de no ser.
Sólo cabe decir que la fórmula «id maius omnibus», por su propio sentido exige la existencia de su objeto, pues en otro caso cualquier ser es mayor que él, sólo por el hecho de existir. Pero como en la Apología la función indicativa de las palabras se antepone a la significativa, el argumento queda cortado de raíz, y esta vez con toda razón. El ejemplo de la isla perdida sólo sirve para ilustrar esta objeción fundamental.
La réplica de San Anselmo se mantiene dentro de la problemática del siglo XI y en particular se ocupa de los modos de significar, en contestación directa a la Apología. Antes de tratar los dos puntos centrales, que responden a la doble dificultad planteada por Gaunilo, importa señalar el marco en que se mueve su pensamiento.
Anselmo se sitúa en la fe y esta situación se expresa repetidamente a lo largo del primer capítulo de su contestación. Ya sus primeras líneas trazan con lúcida ironía la dirección de todo su escrito: «Como a través de tus palabras no me reprende el insensato, sino alguien no insensato y además católico que habla en favor del insensato, me basta con responder al católico.» Y poco después para hacer ver a Gaunilo que es posible llegar al conocimiento de Dios, Anselmo añade enérgicamente: «Fide et conscientia tua firmissimo utor argumento.»
Es cierto que la sustitución del primitivo lenguaje invocativo por una argumentación polémica, que obliga a hablar en tercera persona, difumina el primitivo sentido de la prueba. En este sentido no es nada aventurado suponer que la respuesta a la Apología pro insipiente es el verdadero origen del argumento ontológico, tal como lo trasmitió la historia de la filosofía. En todo caso el origen de esta probatio es la fe que tienen en común Anselmo y Gaunilo, su resultado la captación de un ser que por su carácter formal no puede ser pensado como no real, y el resorte inicial la paradoja de que sea un católico, –y por lo mismo un no insensato en el sentido de Anselmo– el que habla por boca del insipiens.
Anselmo contesta gradualmente a la Apología, según la cual Dios no es objeto del pensamiento, porque nuestro lenguaje –y también nuestro lenguaje interior– necesita de una cosa real individual y concreta que le dé sentido. En primer lugar tanto Gaunilo como Anselmo parten de una común actitud de fe, y esta fe es imposible si Dios o el «id quo maius» no pudiera ser mentado por el hombre.
Pero además, aunque Dios por su propia definición aventaja en excelencia a todas las demás realidades y no coincide en naturaleza ni tiene nombre común con ellas, sin embargo es posible llegar a pensarlo a partir de las cosas creadas, potenciando cuanto de positivo hay en ellas y rechazando sus aspectos negativos. También ahora la fe avisa, no al insensato pero sí a Gaunilo, que «el eterno poder y la divinidad de Dios son conocidos desde la constitución del mundo, a través de sus criaturas».
Y lo que verdaderamente interesa ahora es que, incluso prescindiendo de las realidades de hecho existentes, siempre será verdad que quien invoca al «id quo maius» entiende lo que dice, y a través de la significación de sus palabras apunta a un ser real inequívocamente distinto de los demás. Otra vez aparece la función significativa del lenguaje, que tiene sentido por sí mismo, y que a través de este sentido y sólo a través de él apunta a una determinada realidad. La fe y la invocación dirigen la prueba, en virtud de la cual sólo se puede pensar a Dios como aquel ser por encima de la cual el pensamiento es imposible.
Queda la segunda parte de la Apología pro insipiente. La expresión de Gaunilo «id maius omnibus» se refiere a una determinada realidad. que puesta al lado de las demás, es la mayor y más perfecta. Esta fórmula supone que existe un determinado esquema del mundo con una jerarquía de realidades coronadas por una mayor que todas. Y supone también que ese esquema del universo es previo a las palabras, que en otro caso quedarán, privadas de significado. El cogitari en cuanto pensamiento significante queda otra vez eludido.
Anselmo contesta que en ninguna parte del «Proslogion» ha dicho lo que Gaunilo pretende hacerle decir. La fórmula «id maius omnibus» es triplemente desgraciada. Primero porque no se corresponde en absoluto con la de Anselmo. Además porque invierte la función del lenguaje –que en el «Proslogion» es antes que nada significativa– en la mera indicación de un ser mayor que todos. Y finalmente porque ni demuestra nada racionalmente, ni hace inteligible desde la fe y la invocación la existencia, el poder y la magnitud de Dios.
Pero lo más grave es que la fórmula, que originalmente es una regla del lenguaje y del pensamiento invocativo, queda inesperadamente trasladada al plano ontológico. Dios está caracterizado por una propiedad que afecta, no a nuestra forma de entenderle sino a su forma misma de ser. La energía con que Anselmo rechaza la traducción de Gaunilo al cerrar su contestación no logra impedir que la historia posterior recaiga en este malentendido fundamental.
La polémica con Roscelino
La controversia nominalista culmina con el enfrentamiento directo de los pesos fuertes, es decir, Roscelino y San Anselmo. No se trata de un choque puramente intelectual. La biografía de Anselmo no se entiende sin una continua referencia polémica a Roscelino, y eso lo mismo en sus años de prior de Bec que siendo después en Inglaterra arzobispo de Canterbury.
En efecto, cuando se reúne el Concilio provincial de Soissons, Anselmo envía una carta criticando la doctrina de los primeros nominalistas y sus derivaciones teológicas en torno al dogma de la Trinidad. Más todavía, comienza a elaborar una refutación minuciosa de esos errores, aunque interrumpe su trabajo al conocer la rectificación pública de Roscelino.
Esta retractación, fechada en el 1092 es tan provisional que sólo un año más tarde, cuando Anselmo es nombrado arzobispo, Roscelino le acompaña y persigue a Inglaterra, se constituye en oposición y es el protagonista de una serie de choques personales y doctrinales, la mayor parte de las veces buscados. Entonces Anselmo reanuda su escrito interrumpido, lo amplía y perfecciona, y lo envía y dedica al Papa Urbano II. Sobre este trasfondo biográfico está centrada toda la polémica teológica.
El tratado de San Anselmo tiene un doble título y un doble objetivo. según unos debe llamarse Tratado sobre la fe en la Trinidad y según otros Carta sobre la encarnación del Verbo. Pero estos dos títulos no se excluyen, sino que más bien se complementan.
En primer lugar la carta es una larga aporía contra la posición triteísta de Roscelino. El Padre, el Hijo y el Espíritu son según él como tres ángeles o tres almas, aunque completamente idénticos por la voluntad y el poder. El sentido de la proposición es claro : la distinta denominación atribuida a las tres Hipóstasis trinitarias amenaza con convertir a Dios en un conjunto numérico ternario. De esta forma, el dogma central del monoteísmo parece quedar negado de raíz.
Porque además, si se afirma la unidad cardinal de sustancia de las tres Personas, parece inevitable que cuando el Hijo se hace hombre, arrastre en su encarnación de modo igual e inseparable, al Padre. Si al revés, se cree que sólo el Hijo se encarnó, pero no el Padre, las dos hipóstasis son cardinalmente distintas. Así que, quien defienda la encarnación en el sentido ortodoxo, forzosamente tiene que dejar de lado el dogma de la Trinidad, y a la inversa. quien se atiene a la dogmática trinitaria tiene que decir que la divinidad cardinalmente una, se identifica con el hombre Jesús. Esta difícil alternativa obliga a un replanteamiento radical de la cuestión.
Anselmo se traslada otra vez al plano del lenguaje, y demuestra que los errores de Roscelino son en último término una falsa forma de entender la relación de las palabras a las cosas. Los primeros nominalistas son, según la frase literal de la Carta «dialécticamente herejes» y esa alternativa central Trinidad-Encarnación, sólo encuentra sentido en esa herejía dialéctica y en la teoría del lenguaje meramente indicativo.
A partir de aquí la argumentación de Anselmo es imparable. Si las palabras no tienen sentido por sí mismas, y si en consecuencia tienen que recibirlo de la realidad individual e indivisible a la que apuntan, entonces las tres Hipóstasis trinitarias, indicada cada una con una palabra distinta, no son un Dios cardinalmente uno sino una deidad ternaria. Es la doctrina triteísta, ya condenada por el Concilio.
A la inversa, partiendo de ese mismo lenguaje indicativo, que no distingue «entre el caballo y su color», porque señala la realidad de cada cosa tal como ella es, es decir, íntegra, entonces no es posible distinguir entre la naturaleza de Dios y las relaciones internas de esa misma naturaleza. Las consecuencias son ahora del todo distintas, pues llevan a la negación de las tres Personas. Es la posición que roza –ya en el siglo XII– el principal discípulo de Roscelino, el gran Pedro Abelardo.
En fin, el lenguaje, que mantiene un mero uso indicativo, si dice «hombre» quiere decir individuo humano, y en la medida en que todo hombre individual es persona, quiere decir también persona humana. Entonces hay que negar la distinción de naturaleza y persona en el hombre Jesús. En todos estos casos, la novedad no está en las consecuencias teológicas, sino en el tipo de lenguaje de que se parte. El último tratado de Anselmo es una continuación del De veritate, del De grammatico y de la prueba de Dios del Proslogion, y cierra brillantemente la polémica antinominalista y la filosofía del siglo XI.
3. Pedro Abelardo
El siglo loco
Durante la primera mitad del siglo XII las ciudades que se repueblan en toda Europa, y más concretamente en el norte de Francia son el lugar de un renacimiento cultural tan original como anárquico. Florecen las más variadas formas de pensamiento y se tropiezan, y de su mezcla surgen problemas del todo nuevos. Los maestros se empiezan a independizar de las catedrales, los palacios y los claustros y gracias a su prestigio muchas veces puesto a prueba, abren escuela y pueden llevar una existencia nómada, recibiendo dinero de sus discípulos. Los últimos años de la centuria canalizan todos estos movimientos y fundan, empezando por París, comunidades de enseñanza, o como se dirá muy pronto, universidades.
Esta hazaña cultural es tanto más notable cuanto que sus protagonistas disponen de escasísimos documentos clásicos. Conocen sólo la traducción de las Categorías, el De Interpretatione y la Isagoge de Porfirio, acompañados de los tratados de Boecio sobre los razonamientos, –es decir la Logica Vetus– y una parcial versión latina del Timeo platónico, debida a Calcidio. Habrá que esperar todavía unos cuantos años para poder encontrar fácilmente los otros escritos del Organon –la Logica Nova– y todavía muchos más para entrar en contacto directo con toda la obra de Aristóteles y de los demás filósofos y científicos griegos.
Pedro Abelardo es testigo privilegiado de este movimiento y va a ser además, para su gloria y su desgracia, el centro de atención de todos los otros maestros del siglo XII. Nace en Pallet, un pueblo de Bretaña cercano a Nantes en 1079 y aunque es el primogénito, cambia el oficio de las armas por las batallas de la dialéctica. Convertido en escolar nómada, estudia en Loches con Roscelino, un nominalista radical, y poco después ya en París con quien entonces es el más ilustre pensador antinominalista, Guillermo de Champeaux, discípulo de Anselmo de Laon, de Mannegold y del mismo Roscelino y más tarde fundador de la abadía de San Víctor. Abelardo muestra ya desde ahora una pasmosa precocidad, y a sus veintiún años abre escuela en Melun, después en Corbeil y finalmente en París en la montaña de Santa Genoveva.
En su segunda salida, este extraño caballero andante va directamente de Pallet a Laon, para completar sus primeros estudios de dialéctica con el conocimiento de la «doctrina sacra» como entonces se decía. Sus estudios con Anselmo son muy cortos, pero por lo menos le invitan a aplicar la dialéctica a las proposiciones teológicas, incluso aquellas que como la unidad y trinidad de Dios parecen rozar el mismo principio de no contradicción. Cuando de vuelta en París abre escuela en 1113 está lleno de prestigio y según él dice, solicitado por los estudiantes de Europa entera, que a medida que llenan su escuela, abandonan los estudios de los otros maestros.
Es verdad que en medio de todos estos días de gloria, un increíble rosario de calamidades de las que vale más hablar después, le obligan a hacerse monje. Pero en medio de las circunstancias más difíciles –pertenece a la abadía de Saint Denis sólo nominalmente y en cambio debe dirigir otros dos monasterios, el del Paracleto y el de Saint Gildas en Bretaña separados por enormes distancias– continúa desarrollando y rectificando sus ideas. Cuando en el año 1136 vuelve triunfalmente a París, trabaja todavía con más intensidad en estos escritos y es además –según el testimonio de Juan de Salisbury, que recibe de él los primeros rudimentos de la lógica– «un profesor célebre y admirable, el más eminente de todos».
En estos años finales Abelardo tiene la oportunidad de conocer a toda la plana mayor de la teología y la filosofía de la primera mitad del siglo. Por un lado están San Bernardo, Guillermo de Saint Thierry, y los místicos de la abadía de San Víctor ; por otro Gilberto, Thierry de Chartres, Guillermo de Conches, el mismo Juan de Salisbury, y todos los maestros de artes que exigen un nivel de conocimiento superior. Pero además el gran dialéctico es el foco de atención de unos y otros y el signo de contradicción, y alrededor de él giran las violentas polémicas de la época.
Una personalidad como la de Pedro Abelardo tiene la rara propiedad de llevar consigo a donde quiera que vaya un permanente conflicto. Ya sus primeros estudios con Roscelino son el origen de una violentísima polémica sobre la posibilidad de aplicar el nominalismo radical a la teología. Pero también el realista Guillermo de Champeaux choca por dos veces con el temible niño prodigio, que gracias a una brillante dialéctica le obliga a abandonar sus ideas y hasta le arrebata como botín de guerra sus discípulos. Y en los breves meses en que estudia con Anselmo de Laon consigue enemistarse con el maestro y sus condiscípulos, hasta tal punto que se le prohíbe sentar cátedra de doctrina sacra.
Gracias a todas estas batallas dialécticas, cuando Abelardo abre escuela, primero en París y después en Maisoncelle en Champagne, ya se ha trazado el programa de estudios y de enseñanza que seguirá desarrollando el resto de su vida. No presta atención a las matemáticas ni a las otras ciencias que forman el quadrivium, y su fuente filosófica es únicamente la Logica Vetus. Sobre este delgadísimo punto de apoyo, elabora y escribe entre los años 1113 y 1121 la lógica para principiantes –Logica Ingredientibus– la primera versión de su dialéctica y las dos redacciones sucesivas del Tratado sobre la unidad y trinidad divinas. El concilio de Soissons, que condena su teología trinitaria pone un paréntesis a su actividad de maestro de letras.
Cuando Abelardo ingresa en la abadía de San Dionisio, tiene la desgraciada ocurrencia de poner en cuestión la presencia de aquel venerable discípulo de San Pablo en Francia, y mucho más la fundación del monasterio donde se enterraban los reyes. Ante tal crimen de lesa majestad, los monjes y sobre todo el abad y el propio Luis VI reaccionan con tal furia que el monje rebelde ha de huir por pies y ya prácticamente solo, construir en la región de Troyes un oratorio dedicado a la Trinidad. Y cuando poco más tarde, en 1125, los monjes de Saint Gildas le eligen abad, pronto entra en guerra con ellos por su vida «vergonzosa e incorregible», pero también con el pueblo «inhumano e inculto» y con el señor local, «un tirano todopoderoso».
Pero lo más admirable es que en medio de este universal conflicto, que dura más de diez años, Abelardo todavía tiene tiempo para reelaborar su obra sin cambiar un punto la orientación de su pensamiento. Es entonces cuando escribe una segunda versión de su dialéctica, una gramática desgraciadamente perdida, la primera redacción de su Theologia christiana que corrige y completa su primer tratado trinitario, y algo totalmente nuevo, el Sic et non, una colección de proposiciones de los Padres de la Iglesia, que se contradicen entre sí y obligan al lector a pensar por su cuenta. Es el primer modelo de esas antologías de sentencias, que más tarde servirán de texto en las universidades.
En 1136 –olvidados al parecer los antiguos delitos y vergüenzas– Abelardo vuelve a París y conoce otra vez días de gloria. Su actividad hasta el año 1140 es trepidante. Escribe para los iniciados una Lógica nostrorum petitioni sociorum, otras tres redacciones de la Theologia christiana y nada menos que cinco de la nueva Theologia scholarium. Además la tercera entrega de su dialéctica, la segunda y última del Sic et non, un comentario de la Epístola a los Romanos y una ética con el sugestivo título de Conócete a tí mismo.
El Concilio de Sens en el año 1141 es el escenario donde van a entrar en combate los dos pesos fuertes del siglo XII, Pedro Abelardo y Bernardo de Claraval bajo la presidencia del mismo rey Luis VII y con asistencia de la jerarquía oficial y de los maestros en artes y teología. El incorregible dialéctico rechaza el intento de conciliación que previamente se le ofrece, no se sabe en qué términos, y además desafía la condenación del concilio apelando a Roma. Después de esto, sólo le queda un año de vida en soledad, pero en ausencia de rivales tiene tiempo para inventar, nada menos que un diálogo ecuménico entre un filósofo, un judío y un cristiano.
Este interminable combate con todos los teólogos y casi todos los filósofos de su época y su entorno es sólo una parte de la existencia del Pedro Abelardo, sin duda para él la menos interesante. Porque resulta que el siglo XII asiste a la primera y por eso mismo espectacular emancipación femenina, que en toda Europa, pero sobre todo al sur de Francia y en la corte inglesa de Leonor de Aquitania, se libera de la pública atadura del matrimonio y descubre en cambio el sentimiento existencial del amor. El pionero de esta experiencia del todo nueva, que como es costumbre en él tendrá un final infeliz, será también el gran dialéctico y conquistador, que por esta vez encuentra una mujer muy superior a él y de una personalidad mucho más apasionante.
Abelardo conoce a Eloisa en París en 1113, durante su primera época de gloria, cuando los escolares asisten a sus clases viniendo de todos los puntos de Europa. El canónigo Fulbert quiere que el filósofo dé clases particulares a su sobrina, y le ofrece a cambio su casa. Allí nace su amor y se alimenta de las fantasías más extrañas que nunca haya podido inventar. «Nos habíamos entregado a estos gozos –recuerda Eloisa quince años después, cuando ya es abadesa– tanto más ardientemente y más incansablemente, cuanto que eran nuevos para nosotros.» Los estudiantes se olvidan de las clases de dialéctica y en cambio recitan y cantan los poemas de Abelardo, de tal modo que en todas las plazas de París, en las calles y las casas se repite durante mucho tiempo el nombre de su amante.
Cuando Fulbert conoce directamente la pasión de su ahijada y pone tierra entre ella y su preceptor es ya demasiado tarde. Abelardo, tan impetuoso como siempre, la rapta y la lleva a Bretaña a casa de su hermana, donde da a luz un niño, a quien tienen la desgraciada idea de llamar Astrolabio. Después quiere terminar su aventura con un matrimonio que le ayude a hacer la paz con la familia agraviada y con su propia conciencia. Pero Eloisa se opone terminantemente a esta solución y prefiere ser su querida, para que los una el amor y no una pública obligación convencional. Sólo acepta la «imbecilidad» de casarse en secreto y ante la solicitud de Abelardo, termina tolerando de mala gana una boda semipública a la que asisten Fulbert y unos pocos familiares.
Esta solución ambigua todavía empeora más las cosas, pues Eloísa, siempre fiel a sí misma, niega obstinadamente bajo juramento su matrimonio desafiando las violencias de su tío que lo quiere hacer público. Abelardo acude entonces en su defensa y la envía provisionalmente al retiro del convento de Argenteuil el mismo donde se había educado. Fulbert se siente engañado otra vez y malinterpreta esta decisión como una forma de librarse fácilmente de su sobrina haciéndola entrar en religión. En vista de ello, contando con la complicidad del servidor de Abelardo, quiere hacer justicia, y mediante enérgicos procedimientos quirúrgicos le obliga a guardar castidad para que en adelante, ya no pueda alegrar a su esposa y querida. Los dos enamorados siguen la profesión monástica y con el tiempo se convierten él en abad de Saint Gildas y ella en abadesa primero de Argenteuil y después del Paracleto. Es entonces cuando se comunican a través de una serie de cartas que afortunadamente se han conservado y que muestran un altísimo nivel humano y literario.
Eloisa, con una impresionante sinceridad, pone el amor de su juventud por delante de la condición de esposa y de su misma profesión de monja y abadesa del Paracleto. En vez de llorar por lo que ha cometido –dice en su cuarta carta, ya a muchos años de distancia del primer encuentro con su amante– suspira por lo que ha perdido. Y cuando Abelardo le recuerda su condición de esposa de Cristo, le contesta con una sentencia, que es toda una lección de lógica para el príncipe de los nominalistas: «Por la especie (de religiosa) soy de Dios, pero individualmente soy tuya.» Esta mujer extraordinaria, que rompe todos los moldes con los que la sociedad de su época quiere encerrarla, completa el perfil humano del filósofo y le proporciona algo que entonces es escaso y casi inexistente, una biografía privada.
Además de ser figura central y conflictiva en años ya de por sí bastante tumultuosos, Abelardo es una de las personalidades más contradictorias en toda la historia del pensamiento. Escolar que da lecciones a sus profesores, teólogo que redacta once escritos sobre la Trinidad, construye un oratorio en su homenaje y es condenado en dos concilios, marido castrado de una religiosa que sigue hasta la muerte de los dos furiosamente enamorada de él, y sobre todo creador de los principios de la lógica moderna a partir de textos tan escasos como escuálidos, parece concentrar en su persona y su obra toda la extravagancia y la locura del siglo XII.
La dialéctica
Pedro Abelardo limita al máximo el campo de su estudio y las fuentes de la filosofía clásica que le sirven de punto de partida. Ya en el comienzo de su autobiografía confiesa que no sabe nada de las matemáticas y las restantes artes del quadrivium y que prefiere las armas de la dialéctica a las demás enseñanzas de la filosofía. Fiel a este programa de investigación y de enseñanza, deja de lado los escritos científicos de la antigüedad y concretamente el Timeo de Platón, que servía de inspiración a sus amigos de Chartres.
Así pues, el gran maestro sigue la tradición de la primera Edad Media latina, que estudia de forma exclusiva las técnicas del lenguaje, el trivium. Y dentro de esta estrecha área, dedica escasa atención a la retórica –apenas unos comentarios a los Tópicos en su primera Lógica Ingredientibus– y alguna más a la gramática, de la que escribe en su segunda época un tratado perdido y de la que trata indirectamente en otros muchos. En cambio la dialéctica, entendida como teoría del significado o de la predicabilidad, ocupa prácticamente la totalidad de su obra lógica y de sus aplicaciones a la teología. Sorprende cómo ese contenido mínimo de su filosofía puede estar acompañado de una máxima perfección formal.
La lógica de Abelardo es totalmente nueva. No se trata –como hicieron los gramáticos y los antidialécticos a principios del siglo XI– de crear un lenguaje que se cierra sobre sí mismo olvidando las cosas, o de afirmar por el contrario un universo de individuos que escapan a toda ley racional y sólo dependen de la potencia absoluta de Dios. Tampoco se trata –ya mucho más cerca en la polémica de Anselmo y Roscelino– de estudiar primero las palabras y ya después la forma como se refieren a la realidad, según que tengan sentido por sí mismas o cumplan una función puramente indicativa.
Abelardo da un nuevo paso y ya en los comentarios a Porfirio que inician su primer tratado destinado a los principiantes, define lo que va a ser el objeto de sus enseñanzas. No basta con distinguir la zona de las palabras y las cosas para ponerlas en relación después, dando lugar al fenómeno derivado del lenguaje. Es justamente todo lo contrario, hay que instalarse previamente en el lenguaje, porque sólo en su unidad están integrados como dos momentos indivisibles, las «voces» por un lado y por el otro la realidad.
Queda por saber –ya dentro del trivium y más concretamente dentro de la dialéctica– cuáles son los distintos modos de significación de los términos, muy en particular de los nombres. Pueden ser propios o singulares, cuando se refieren a un solo individuo, y colectivos cuando apuntan a una cantidad determinada de cosas. En estos dos casos las palabras se corresponden por su sentido a realidades únicas o plurales efectivamente existentes, y sólo plantean problemas relativamente banales.
Mucho más grave es lo que sucede con los nombres apelativos o universales, que se predican distributivamente de todos y cada uno de los individuos incluidos en una especie, como sucede con el término hombre referido a Sócrates o Platón o a todos los demás humanos, tomados uno a uno. Abelardo se da cuenta de que sólo cuando descubra la naturaleza y el origen de estos conceptos y términos universales estará en condiciones de definir, nada menos que el objeto formal de su dialéctica.
Abelardo, dueño de una pasmosa perspectiva lógica, va derecho a un breve texto donde Porfirio plantea desganadamente tres cuestiones referentes a los términos universales, con la evidente intención de archivarlas definitivamente salvando de paso su buena conciencia profesional. Han pasado ya casi mil años desde que el profesor griego dejó escrito el documento original, y más de seiscientos desde que Boecio en su comentario a la traducción latina adelanta una solución sumamente ambigua. A pesar de todo el gran maestro en dialéctica consigue resucitar ese triple problema, incorporándolo a la historia de la filosofía.
En primer lugar hay que averiguar si los nombres apelativos, es decir los géneros y sobre todo las especies, existen en la realidad o sólo en el pensamiento. Según Abelardo la hipótesis realista –que al parecer defiende en París su maestro Guillermo de Champeaux– afirma que el término hombre, por ejemplo, significa una entidad efectivamente existente, aunque multiplicada en individuos. O que al revés, cada uno de los individuos personalmente distintos, no se diferencia de los demás y se confunde con ellos en la realidad universal de hombre.
El testimonio de Abelardo no es suficiente para aclarar el lugar que la hipótesis realista ocupa en el sistema y la enseñanza de Guillermo de Champeaux. Es posible que se trate de una doctrina derivada, que sin embargo llama la atención del discípulo por formar parte de la dialéctica, y más todavía por ofrecer materia para una polémica donde se pondrá a prueba la brillantez y la claridad de su pensamiento. La descripción que él mismo hace en su autobiografía de sus repetidas batallas y de los botines de guerra en forma de estudiantes conquistados para su escuela parecen confirmar el carácter de sparring que atribuye a su desventurado maestro.
En todo caso este conflicto en torno a los términos universales sirve para definir limpiamente la posición de Abelardo. Aunque la opinión según la cual muchos hombres se hacen uno solo por la participación de la realidad común de su especie es seguida al parecer por las autoridades, sin embargo –dice ya la Lógica para Principiantes– «la Física se haya en absoluta oposición con ella». Efectivamente, de acuerdo con un principio que será la clave de toda la nueva dialéctica, toda entidad real, individual o colectiva, está cerrada sobre sí misma y no se puede predicar distributivamente de varias cosas. Y por consiguiente los términos apelativos o comunes quedan automáticamente expulsados de la existencia.
A partir de aquí Abelardo somete a una crítica verdaderamente despiadada las dos variantes del realismo con que se tropieza. En el supuesto de que todos los individuos tengan en común una esencia, por ejemplo la de hombre, esta realidad universal ha de estar entera y ser exactamente la misma en todas y cada una de las entidades numeralmente unas de las que es especie. Pero entonces la realidad humana de Platón y la de Sócrates coinciden sustancialmente y sólo se distinguen por accidentes puramente ornamentales.
Queda todavía el recurso de afirmar que los individuos, personalmente distintos por su materia y su forma, no se diferencian sin embargo específicamente. Pero la invencible dialéctica de Abelardo consigue también desalojar al realismo de esta última posición. Porque - para seguir con el mismo ejemplo si Sócrates no se diferencia de Platón por su humanidad y esta humanidad es en uno y otro una realidad numeralmente una, entonces por necesidad tienen que coincidir y ser los mismos en su individualidad. Así pues, los géneros y las especies por sí mismos existen «in intellectu solo et nudo et puro», o dicho de una forma más provocativa, son solamente palabras, aunque por su sentido apunten a cosas particulares.
La segunda cuestión que se plantea Abelardo, siguiendo el viejo texto de Porfirio, va a dar origen a otra polémica igualmente violenta, aunque orientada en una nueva dirección. Se trata de saber si los términos apelativos o universales son corpóreos o incorpóreos. El rival en esta batalla dialéctica va a ser Roscelino, su primer maestro en Loches y después su enemigo encarnizado, tanto por la actitud ante el concilio de Soissons como por el contenido de sus cartas, que no son precisamente un modelo de finura.
En sí misma considerada, una palabra es ciertamente corpórea. «Según Boecio una voz es el acto por el que un animal desde unas venas de la garganta que se llaman arterias, golpea el aire con la lengua.» Ahora bien, cualquier voz, privada de significado y reducida a la categoría de simple sonido, es una realidad individual, igual que toda otra entidad del universo físico. Los dos polos del lenguaje –las palabras y las cosas– son particulares y contingentes y no pueden de ningún modo fundamentar la dialéctica.
Por eso Abelardo con un vocabulario todavía vacilante y ambiguo en su primera enseñanza, pero ya con toda decisión y claridad en los últimos escritos de 1136, introduce la categoría central de sentido. El término «vox» de la Lógica para Principiantes puede traducirse en principio como puro sonido y entonces pertenece a la física más que a la lógica. Pero el maestro está pensando en la definición de Aristóteles, según la cual todo nombre es una voz significativa convencional: «vox significativa ad placitum» según la versión latina.
Más tarde Pedro Abelardo definirá con mayor precisión esta función de las palabras, sustituyendo la equívoca fórmula «voz» por otra mucho más expresiva. El «sermo» no pertenece primero y principalmente al mundo real, sino a la zona del lenguaje, donde tiene sentido y es predicable –en el caso de los términos apelativos– de varios individuos. La sentencia de Roscelino según la cual el universal es en realidad un simple soplo de voz, queda así definitivamente falsada.
La dialéctica de Abelardo suprime de un solo golpe y usando idénticos razonamientos las dos doctrinas extremas del realismo y del nominalismo radical. Ni los entes efectivamente existentes tienen desde el punto de vista objetivo, el carácter de universales, ni la simple realidad física de los sonidos pronunciados por el sujeto que habla es predicable de muchas cosas. En rigor todo cuanto existe es individual y contingente, lo mismo las palabras que las cosas y los conceptos, y por eso mismo ha de ser expulsado sin contemplaciones del universo de la significación.
La tercera cuestión planteada por Porfirio –si los universales existen o no en las cosas sensibles– da pié a Abelardo, para resumir las dos anteriores y para definir de una vez el objeto formal de la dialéctica. En la medida en que un nombre apelativo puede predicarse distributivamente de muchos individuos, pertenece por su significación al mundo de la multiplicidad sensible. En la medida en que su sentido está incorporado a un término, separado de cuanto objetivamente significa, y diferente de los sonidos potencialmente infinitos que le sirven de sustrato material, ya no pertenece al mundo sensible. Para decirlo todo de una vez, los nombres universales no son ni una entidad física ni un puro sonido, sino más precisamente el sentido de los términos: «nominum significatio».
Todavía añade Abelardo por su cuenta una cuarta cuestión, en la que más que nunca demuestra su pasmosa inteligencia de dialéctico. Hay que averiguar si los términos apelativos siguen teniendo sentido cuando desaparecen los individuos designados por ellos. Esta cuestión se subdivide en otras dos claramente distintas, según que en ausencia de toda realidad se toma en consideración la posible conexión lógica de los géneros y las especies, o se atienda más bien al significado de las especies cuando están privadas de sus individuos.
Abelardo ha leído los tratados de Boecio sobre las dos formas del silogismo. Por lo que se refiere a los enunciados categóricos, que estudia Aristóteles en los Analíticos, está claro que la afirmación o la negación de una especie con relación a su género sólo tiene sentido, si estos dos términos apelativos no son vacíos y se extienden por lo menos a un individuo de hecho existente. En cambio un juicio hipotético, del tipo «si es hombre entonces es un animal» es, no sólo significativo, sino válido y hasta verdadero, aunque no haya realidades pertenecientes a la especie humana ni siquiera al género animal.
En este último caso Abelardo sólo tiene en cuenta la conexión lógica entre los significantes, dejando de lado la existencia de un individuo que le sirva de correlato. Coincidiendo parcialmente con Anselmo, afirma que todo lenguaje hipotético, precisamente porque deja en paréntesis cualquier pretensión de indicar una realidad de hecho, tiene sentido y es verdadero con relación a ese sentido. Llega a hablar de «habitudines eternae», es decir de las relaciones inmutables de posibilidad –semejantes a las de las matemáticas– que sirven de supuesto a toda proposición de hecho.
Queda todavía una segunda cuestión, la más importante desde el punto de vista de una dialéctica nominalista. Abelardo se pregunta si el término que representa una especie sigue teniendo sentido en el caso de que no existan o hayan dejado de existir los individuos de los que se predica distributivamente. Por supuesto que un término apelativo por su propia definición significa muchas cosas, incluso puede significar una sola en caso de una especie unitaria. La dificultad surge cuando una palabra no encuentra frente a ella nada que le corresponda, ni universal –porque el universal no es una realidad– ni tampoco individual, por hipótesis.
Abelardo –que es un romántico recalcitrante y además desgraciadísimo– se pregunta si hablar de rosas puede tener sentido en un mundo donde ya no existiese ni siquiera una rosa. La dificultad es tanto mayor, cuanto que según su doctrina las palabras y los conceptos son sólo el medio por el que conoce mientras que las cosas, por supuesto individuales, son el objeto directo de los términos apelativos. Pero a pesar de todo incluso en este caso extremo, el lenguaje puede hablar de algo inexistente con significado y con verdad, porque válida y verdadera es la proposición «no existen las rosas».
Cuando a una palabra no corresponde ninguna cosa, más que nunca hay que analizar el significado de la sentencia. No se trata de negar –en el ejemplo anterior– la realidad universal de la rosa, porque una realidad universal es un sinsentido y de él nada se puede decir, ni verdadero ni falso. Lo que quiere decir Abelardo con su magistral finta dialéctica es que no existe ningún individuo que sea rosa, o traducido a un vocabulario actual, que las rosas pertenecen a un conjunto vacío. En resumen un enunciado puede designar a través de un término apelativo, muchas cosas, una sola o ninguna, bien entendido que siempre se refiere afirmativa o negativamente a realidades numeralmente unas.
La naturaleza de los términos universales
Una vez que Abelardo ha puesto en claro cómo los términos apelativos tienen la función de predicarse distributivamente de un conjunto de individuos ha de hacer frente a un problema complejísimo, capaz de poner a prueba una vez más su virtuosismo dialéctico. Efectivamente, esos nombres no se aplican singularmente a una cosa o a una colección de cosas, ni tienen tampoco como correlato objetivo una naturaleza universal real, de la que participan todos los seres numeralmente unos que forman la especie. Y como no se refieren a ningún tipo de sustancia, ni individual ni común, entra la tentación de pensar que no significan nada.
El término hombre –para seguir con el mismo ejemplo tópico– no agota su significado cuando se refiere a Platón, a Sócrates o a cualquier otro individuo concreto. En la medida en que se predica distributivamente tampoco indica la colección de todos los hombres habidos y por haber. Y mucho menos significa una naturaleza humana común, que se repite clónicamente en cada ejemplar de la especie. En rigor ese término, igual que los demás apelativos, no representa absolutamente ninguna cosa y sin embargo quiere decir algo. Esa es la paradoja que hace falta solucionar, siempre que sea posible.
Abelardo, como de costumbre, se plantea el problema de forma radical, pero con un vocabulario todavía balbuceante. En la medida en que un término apelativo es predicable y está integrado en una proposición significa ciertamente un objeto, pero no una cosa. Las primeras glosas dicen tropezadamente en pocas líneas que no es absolutamente nada: «nihil omnino», ninguna cosa: «nullam omnino rem» y terminan concediendo de mala gana que es una «quasi res».
Así pues, los nombres apelativos no se refieren a la categoría de sustancia, pues toda sustancia efectivamente existente es numeralmente una y no se puede predicar distributivamente de muchas cosas. Pero –y esto es infinitamente más grave– tampoco significan cualquier otro tipo de realidad, pues sucede que todo lo real, cualquiera que sea la forma de ser a la que pertenezca, es sin ninguna excepción individual. Alguna salida hay que buscar a este laberinto, ya que a pesar de todo, los términos universales quieren decir objetivamente algo.
Sólo queda una categoría entre las diez de Aristóteles que tiene una existencia disminuida y hasta sospechosa, y Abelardo se refiere a ella de forma indirecta e insegura, aunque repetida. La relación no parece tener existencia si se considera separada y distinta de los individuos absolutos puestos en conexión entre sí. Particularmente, para que haya semejanza basta con que tengan existencia absoluta dos o más cosas, unas y otras blancas o animadas o humanas. En todos estos casos los términos apelativos o universales son puros nombres o conceptos subjetivos, que significan directamente individuos e indirectamente una relación irreal de conveniencia entre ellos.
Es verdad que esta categoría de relación prescinde de la realidad absoluta de las cosas, pero esto que parece una pérdida irreparable desde el punto de vista del ser, es una gran oportunidad para la dialéctica. Efectivamente, todo cuanto existe –y en la cuenta entran también las palabras por su naturaleza física– es mudable y contingente y por eso mismo no puede fundar enunciados necesarios ni términos apelativos. Pero en la medida en que las relaciones son irreales y se escapan a cualquier determinación temporal, pueden ser la base de todo término y toda proposición lógica, por naturaleza universales y necesarios.
Abelardo desarrolla esta doctrina paso a paso con un cuidado y pulcritud exquisita. En principio todo cuanto existe es uno, pero esto no quiere decir que participe de una naturaleza común con otras cosas semejantes, ni mucho menos que sea diferente, en cuanto individuo, de toda otra realidad. Hace falta por eso encontrar un carácter que esté más allá de las categorías de conveniencia y distinción y que justamente por eso puede ser el principio y fundamento dialéctico de las dos relaciones y de los correspondientes enunciados afirmativos o negativos.
Según las glosas, las realidades son numeralmente unas primero y principalmente por su recíproca separación: «discretio.» Y en la medida en que cada cosa está separada, este carácter no establece ninguna diferencia entre ella y todas las demás. Hay que decir más: la separación asegura la realidad absoluta de todo cuanto es y elimina y echa fuera cualquier tipo de relación, convertida en una categoría derivada, que encima sólo existe formalmente en el pensamiento y en el lenguaje, en cuanto significan un puro objeto, una quasi res.
Es posible en vista de todo ello que la mente humana establezca entre estas entidades discretas, tomadas de dos en dos, una conexión de semejanza, que paso a paso la generalice, y finalmente atribuya a ese conjunto un nombre común para significar esa relación indirectamente. Por supuesto, lo único que tiene existencia real son los individuos y también sus propiedades, repetidas en forma monótona en cada una de las cosas numeralmente unas. Y como la relación no puede ser nada real distinto de estos seres separados, queda reducida a un simple término destinado a poner orden en el mundo objetivo.
Todavía es esto más evidente en el caso de la relación de desigualdad, de la que surgen los nombres apelativos disyuntos, y a partir de ellos los enunciados negativos. Desde luego que cada hombre y cada piedra poseen una entidad absoluta en cuanto que son cosas separadas. Pero en la proposición «Sócrates no es una piedra» cuesta trabajo creer que la relación de negación entre ambos términos tenga la más mínima realidad. De forma que la distribución en géneros y especies coordinadas, pertenece también a la dialéctica y es en consecuencia una organización puramente nominal.
Ya sólo queda por averiguar el carácter de esa relación de conveniencia entre individuos, que da origen a los nombres universales o apelativos. No hace falta recurrir a una naturaleza que sirva de término medio entre los dos extremos numeralmente unos, iguales entre sí. Repitiendo otra vez el ejemplo tópico, Sócrates y Platón no convienen entre sí indirectamente, mediante la realidad universal de hombre, porque bien mirado el hombre no es nada como no sea una cosa individual.
Es mucho mejor y más sencillo decir que todas y cada una de las realidades numeralmente unas están directamente relacionadas y coinciden –en este caso– positivamente en ser de hecho hombres, y negativamente en no ser una piedra. De esta manera los universales no son realidades previas que subyacen a los individuos, sino todo lo contrario, unos términos a través de los cuales el lenguaje establece una relación no real pero sí directa entre las cosas ya existentes.
Abelardo explica también con la misma sencillez y elegancia el proceso mental por el que se forman los términos universales y las proposiciones en que hacen las veces de predicados. La intuición de cada cosa singular es totalmente distinta y cierta, pero es además el punto de partida de cualquier otro posible conocimiento. Los nombres propios son suficientes para significar esta primera y elemental realidad.
En un segundo momento la imaginación reúne un número indefinido de individuos semejantes, por ejemplo de hombres. Así puede representar esa colección mediante un esquema que sólo retiene los mínimos detalles que todos y cada uno de los hombres tienen en común. Sucede entonces que los términos apelativos, representan tantos más individuos cuanto mayor sea la pobreza y la confusión de las imágenes correspondientes.
Abelardo da un paso más y explica, siempre de la forma más sencilla, qué es una proposición. Decir que Sócrates es hombre es establecer una relación entre dos términos que designan a la misma realidad, aunque desde dos puntos de vista diferentes. O bien de forma distinta y con toda riqueza de detalles –y la palabra es entonces singular– o bien de forma confusa y mutilada y entonces el término apelativo se refiere a un conjunto de individuos, entre los que está el que hace las veces de sujeto.
De esta forma Abelardo adelanta una serie de ideas que dos siglos después alcanzarán pleno desarrollo en el último nominalismo. Pero incluso en los escasos libros que no tratan directamente de dialéctica –concretamente su escrito de ética Scito te ipsum y la escatología de sus discusiones ecuménicas entre el filósofo y el cristiano– va a utilizar otra vez inconscientemente el principio de sencillez, que Guillermo de Occam formulará en su momento de forma expresa.
La ética de Abelardo establece ya desde su principio y mantiene hasta los capítulos finales la tesis de que las infinitas acciones externas de los hombres son de suyo indiferentes y por consiguiente no merecen ser objeto de una ciencia moral. Hay que eliminar también de la ética cualquier deseo o tendencia hacia el mal, porque es algo que acompaña a la naturaleza humana y por ello mismo inevitable. Entre estos dos extremos, sólo el consentimiento, o lo que es igual, la intención, tiene relevancia moral. Siguiendo este esfuerzo de simplificación, el filósofo prescinde del arrepentimiento por temor al castigo y concede a la confesión un valor accidenta, porque sólo el amor de Dios consigue un perdón inmediato.
Abelardo mantiene una escatología fiel al principio de la doble destinación de los hombres, pero procura que su realización sea lo más sencilla posible. En pasos sucesivos anula la realidad local del infierno y del paraíso, que son simplemente estados de contemplación o de ceguera del alma. Por consiguiente la composición del universo en tres esferas concéntricas, propia de toda la Edad Media, no tiene para él ninguna relevancia teológica.
De esta forma el término «cielo», su colocación en lo más alto y la misma ascensión, tienen un sentido alegórico y quieren significar el supremo estado del hombre después de la muerte, y lo contrario sucede –también por alegoría– con el infierno. Los mismos cuerpos resucitados no están localizados ni necesitan placeres ni tormentos externos, pues les basta la consciencia de su propia plenitud o agonía. Así pues, lo mismo en teología que en ética o en lógica, Abelardo es, quizá sin saberlo, fiel a la forma de pensar del más radical nominalismo.