Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 65 • julio 2007 • página 7
1
Cuando la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda
Diríase que con la teoría y la práctica liberales ocurre como con la leyenda del hombre invisible: están y actúan por todas partes, pero son difíciles (o casi imposibles) de percibir; o, en cualquier caso, son apenas adivinados, por no decir sospechados. Poco más o menos que de esta guisa puede interpretarse la célebre imagen de la «mano invisible», enunciada y razonada por el economista y filósofo moral Adam Smith en el siglo XIX.
La metáfora smithiana –la familia de los tropos, en general– no debería entenderse al pie de la letra, lo cual no significa que descripciones de este género haya que tomarlas a broma. La invisibilidad a la que aquí nos referimos no puede, obviamente, ser tomada en un sentido literal, tampoco físico o metafísico. Su significación conceptual y simbólica apunta, esencialmente, al valor y a la relevancia de la acción espontánea de los individuos en la sociedad. Acción espontánea es sinónimo aquí de acción libre y voluntaria, es decir, no dirigida, mediatizada ni intervenida por «instancias superiores» a la propia elección y decisión de las personas, como puedan serlo los gobiernos y los Estados.
Podría acaso describirse esta acción humana como una suerte de ingenio actuante que se abre paso por su propio esfuerzo y entendimiento; esto es, en la medida en que se le deja hacer y nada ni nadie le impide actuar; un artefacto humano, en suma, no administrado por mentes o entes «privilegiados» instalados en las altas esferas del poder con avidez de planificación y de dominio, lo que convertiría al ingenio en genio dominador –maligno o «benigno»/protector, valga la redundancia–, esto es, en Leviatán.
La mano invisible se atisba más que se percibe, se presiente más que predecirse, se revela más que presumirse. Los efectos que produce son puestos de manifiesto a posteriori, no a priori.
Por lo general, cuando algo funciona bien en la acción humana ello no se debe a que ha sido previsto o calculado de antemano, al cien por cien de garantía y planificación. Sucede que la consecuencia de la praxis humana sólo es cabalmente reconocida porque o cuando ha ocurrido de hecho. La armonía resultante –de producirse– no es preestablecida sino efectiva; emana contingentemente de la naturaleza de las cosas y de la naturaleza humana. La armonía establecida en la sociedad como consecuencia de la libre acción humana queda patente a la luz de las potencias humanas y de la experiencia, no de la determinación de un Sumo Hacedor o Gran Arquitecto Social, sea éste entendido en términos metafísicos, políticos o institucionales. Dicho tipo de armonía cabría ser calificada de necesaria sólo si nos situamos en la perspectiva spinoziana del asunto; se trataría, entonces, una necesidad vinculada a la libertad.
La acción humana que reporta unos efectos beneficiosos para los individuos procede según unas pautas de conducta alejadas por completo de la acción directa. La mano que sobrevuela y estimula el quehacer de los hombres es invisible porque activa sin empujar, porque anima sin inducir, porque coadyuva sin coaccionar.
2
El valor de lo espontáneo
¿Hablamos entonces de episodios paranormales o fantásticos, de una suerte de «justicia poética» aplicada a la acción humana? De ninguna manera. Jon Elster enunció hace años la teoría del subproducto, haciendo de ella una de las expresiones (y de las más excelentes, por cierto) de la racionalidad, una teoría, digámoslo ya, que mantiene notables concomitancias con nuestro asunto. En ambas concepciones del asunto, el «problema social» no reside tanto en actuar racionalmente (así, en abstracto) cuanto que en pretender ordenar y determinar racionalmente la secuencia de los deseos y las preferencias de los individuos, así como en el procedimiento empleado –con o sin coacción– para su aplicación práctica.
El marco racional de una sociedad justa y libre no puede ser fundamentado en la coerción ni en la obligación por sistema. Su valor, su vitalidad y su continuidad residen en la energía de la voluntariedad y la espontaneidad, en la libertad, no en la fuerza bruta de la legislación vigente ni el cumplimiento estricto de la orden articulada. Ciertamente, y por poner un ejemplo, es esencial para la marcha de la sociedad que los contratos sean cumplidos, pero no es menos vital que los contratos sean compuestos y firmados con plenitud de garantías, y siempre sin intimidación ni violencia.
Elster advierte, a este respecto, del sinsentido o disparate al que se ve necesariamente abocada cualquier persona que intente provocar en otra un estado que sea esencialmente un subproducto. Pertenecen a esta clase algunas acciones singulares: una petición de espontaneidad acompañada de la orden: ¡«Sé espontáneo!», es sencillamente absurda; considerar seriamente el mandato: «¡No seas tan obediente!», no superaría el estadio del puro cinismo, a menos que fuera tomada a broma. Pretender por la fuerza (convertir a la fe republicana-progresista) que los ciudadanos se transformen en «entes cívicos, solidarios y virtuosos» (entiéndase, proclives a la izquierda), u obligarles a ser libres (Rousseau), son objetivos que no distan mucho de los anteriormente mencionados.
El campo conceptual y comprensivo de la mano invisible no se encuentra muy lejos de estos estados conocidos como esencialmente subproductos. Bienes humanos como la libertad, la prosperidad, el éxito personal, el enriquecimiento, el progreso y aun la paz, son estados que actúan esencialmente como subproductos, como estados espontáneos o llegados sin empuje o presión, de manera similar a como ocurre con el sueño, la fe, la felicidad, la erección del miembro viril, el respeto, el amor, la espontaneidad, la simpatía... y tantos otros.
Una sociedad «progresa» cuando fomenta la libertad y la individualidad, no cuando reina en ella, con plenos poderes, la intervención, la subvención, la beneficencia y el monte de piedad. La sociedad avanza sencillamente cuando confía en las potencias de sus individuos, y en el momento en que no impide que éstos actúen libre y espontáneamente; es decir, cuando no es amparada ni custodiada perpetuamente:
«No niego que se pueda tener éxito sin la ayuda de los demás –sostiene Elster a la sazón–, simplemente niego que podamos dar por sentado racionalmente que así ocurrirá.»
Pues bien, verdades tan sencillas y claras como las aquí señaladas son sostenidas desde hace mucho tiempo por parte del liberalismo. Pautas de conducta y planteamientos como los referidos son asumidos y aplicados, en efecto, por millones de individuos en cualquier lugar del globo con gran naturalidad, si bien no pocos de aquéllos quedarían escandalizados o perplejos (quizás hasta sobrecogidos en su ignorancia o ceguera) si alguien les hiciese ver de manera fácil y eficaz que la justificación de semejante proceder se encuentra en la base de la filosofía política (o antipolítica) liberal.
3
El liberalismo, en resumen, por David Boaz
El liberalismo en resumen –o compendiado en un sólo volumen– que ofrece Liberalismo, de David Boaz, no quiere decir «el liberalismo, en pocas palabras». 470 páginas ofrece nada menos la edición española de la obra –Una aproximación, añade ésta a modo de subtítulo – a fin de hacer comprensible al lector en lengua hispana el pensamiento que hace de la libertad individual el principio supremo. No son pocas páginas, ¡pero tampoco son para menos! No reparemos, con todo, en la cantidad, sino en el rigor y la justa capacidad de síntesis del producto. Pues bien, el libro de Boaz asegura ambos objetivos. Compruébese si no la clarividente caracterización del liberalismo que puede leerse en los primeros compases de su andadura:
«El liberalismo sostiene que cada individuo tiene derecho a vivir su vida como desee, siempre y cuando respete los derechos iguales de los demás. Los liberales defendemos el derecho de cada individuo a la vida, la libertad y la propiedad, derechos que el ser humano posee de forma natural, antes de que se crearan los gobiernos. Según la visión liberal, todas las relaciones entre seres humanos deben ser voluntarias. La ley debe prohibir solamente las acciones que implican el uso de la violencia contra aquellos que no la han ejercido. En otras palabras, la ley debe circunscribirse a reprimir asesinatos, violaciones, robos, secuestros y fraudes.» (pág. 23).
¿Alguna objeción? ¿Quién podría negar u oponerse a tan tonificante declaración sin abandonarse a la vez al rabioso éthos autoritario?
«La mayoría de la gente suele creer en este código ético y vivir según sus preceptos.», se añade a continuación del fragmento citado. Ya lo hemos dicho nosotros también. Nada hay de fabuloso o extravagante en nuestro discurso. Sin embargo, muchos individuos retroceden todavía ante la presentación de propuestas prácticas que invitan a seguir la senda de los gobiernos limitados y de las libertades expandidas. La ignorancia, así como el poder de seducción de la propaganda liberticida –que la mantiene– tienen mucho que ver con esta actitud incoherente; también la comodidad y la inercia.
Los individuos son quienes mejor saben lo que les interesa y conviene. Sucede, sin embargo, que muchos no son plenamente conscientes de ello, o se resisten a aceptarlo.
El libro de David Boaz, tras cubrir una tan concisa como clarificadora panorámica de las raíces históricas e intelectuales del liberalismo, analiza un considerable número de asuntos que prueban hasta qué punto el liberalismo «propone una estructura más eficaz para la resolución de problemas que la que ofrece la coerción del gobierno.» (pág. 315). Asuntos de primer orden como el recorte del presupuesto y el control del gasto, los controles de precios, las jubilaciones, la salud pública, la caridad y la ayuda mutua, los conflictos raciales, la delincuencia, los valores familiares, la educación, la protección de las libertades civiles, la autopropiedad y la autonomía, el derecho a la autodefensa, la protección del medio ambiente sin fanatismos, la preservación de la paz en términos de justicia, etcétera...
El escenario norteamericano sirve en sus páginas de campo de investigación para el tratamiento de estas y muchas otras cuestiones relevantes en la vida personal y en la vida en común de los individuos. Esta circunstancia no se debe sólo a que el libro haya sido escrito por un norteamericano y dirigido, en primera instancia, al lector norteamericano. Se debe principalmente a que EE UU es el país que desde su origen más se ha esforzado por adoptar y aplicar las propuestas liberales (en contraste, por ejemplo, con el tradicional intervencionismo estatal en Europa o con el autoritarismo ancestral en Asia). Ello no es óbice, sin embargo, a que sea en América donde más influencia tienen – tanto dentro como fuera del país– las políticas y los estados de opinión progresistas y antiliberales{1}. Simplemente, USA lo tiene –casi– todo; menos socialismo: «El mundo sería inconcebible sin Estados Unidos»{2}. De ahí, en fin, que el impacto de su lectura y el alcance de las situaciones examinadas no queden circunscritos (aunque sí singularizados) a la particular situación norteamericana.
El odio contra Occidente y la propaganda anticapitalista tienen fijados desde hace décadas en América sus cuarteles generales, allí desde donde sus gurús y cabecillas lanzan las consignas y los panfletos progresistas, que, tras inflamar los campus universitarios y los medios de comunicación estadounidenses de Este a Oeste, acaban siendo exportados, en todas direcciones, al resto del planeta.
En ambos lados del Atlántico, el panorama no cambia a la sazón. La mano invisible del liberalismo sostiene y engrandece las sociedades modernas, pero muchos ni lo advierte, y son, en cualquier caso, sus enemigos quienes se adueñan del escenario, quienes más gritan y se hacen de notar. A la vanguardia, están, como siempre, los intelectuales.
«No nos dejemos engañar por las declaraciones supuestamente irreverentes en contra del sistema establecido y del gobierno realizadas por muchos intelectuales modernos, incluso por los que reciben fondos públicos. Si prestamos atención, descubrimos que a lo que se oponen no es al leviatán de Washington, sino al sistema capitalista de la empresa productiva.» (pág. 303)
¿Cómo explicar la atracción que ejercen aquí y allá el estatismo y la planificación social sobre los intelectuales? David Boaz avanza varias respuestas: «En primer lugar, la idea de planificar atrae a los intelectuales porque les agrada tener que analizar y ordenar las cosas. Son diseñadores entusiastas de sistemas y modelos que permiten comparar la realidad con un sistema ideal.» (ibídem) Es este tipo de racionalismo perverso –el «racionalismo político»– el que hemos señalado anteriormente como culpable de enormes confusiones teóricas y prácticas en lo que atañe al recto uso de la razón. El mismo racionalismo obcecado que denunció con suma precisión Karl R. Popper en su clásico La sociedad abierta y sus enemigos.
Que detrás, o delante, de un tirano siempre ha habido un intelectual orgánico, camarilla o «consejo de sabios» que le aconseja y excita con sus idolas e ideillas, es cosa de sobra sabida. Que junto a un déspota o líder demagógico no falte jamás un aparato de propaganda o emporio mediático que dirija sus declaraciones y sus pasos, es evidencia perceptible aquí y allá.
«Existe otro argumento –añade Boaz– para explicar la atracción que ejerce el poder estatal sobre los intelectuales. Thomas Sowell lo llama “visión no restringida del ser humano”: el convencimiento de los intelectuales de que no existen límites naturales a la creación de una utopía en la tierra.» (pág. 306).
El intelectual opera generalmente con conceptos e ideas (seamos indulgentes) y nada le resulta más tentador que pretender ver reconocidas y materializadas sus cogitaciones, no importa que incuben «terrorismo de laboratorio» o «soluciones finales» conducentes a la realización (racionalización) del mejor de los mundos posibles. Cuando el sistema concebido por el sabio intelectual no tiene éxito ni reconocimiento, o su eco queda reducido al ámbito del aula universitaria o del congreso corporativo, el nivel de furia y resentimiento resultantes suelen llegar a ser muy estrepitosos.
«Por último, añadiremos que para muchos intelectuales la visión de la sociedad resulta esencialmente irracional, porque implica el abandono de ésta a su propia suerte.» (pág. 307).
El intelectual con ínfulas y aspiraciones –el intelectual comme il faut– se tiene a sí mismo por un ente superior muy por encima de los anónimos (invisibles) miembros de la sociedad civil, que le repelen. El dominio que verdaderamente le atrae es el del Estado. El escenario que poderosamente le seduce es el de la subvención y la coacción, no el espacio de la libre iniciativa y la libre concurrencia. En este último territorio es incapaz de adaptarse. Lo que le convierte en sujeto condenado a desaparecer. Los intelectuales odian el sistema capitalista porque les espanta la perspectiva de la competencia, de la superioridad y del mérito ganados con el propio esfuerzo y la propia iniciativa. A semejante horizonte lo denominan «capitalismo salvaje» o «neoliberalismo», entre otras ocurrencias. Sencillamente, lo que les va a los intelectuales progresistas es el despotismo ilustrado, y últimamente, incluso sin ilustrar. A la libertad, le tienen pavor.
Estos artífices de la pluma y del verso, estos revolucionarios de salón, los intelectuales, no es probable que lean Liberalismo de David Boaz. Para su extrema sensibilidad, contiene una verdad y una realidad invisibles. Allá ellos. ¿Y usted, lector? ¿Será, por un casual, un liberal invisible? Si desea comprobar hasta qué punto comparte, acaso sin saberlo, postulados y posturas liberales, lea el libro de cabo a rabo, y lléguese hasta el último capítulo del libro, expresamente titulado: «¿Es usted liberal?». Ahí hallará un sencillo cuestionario cuyos resultados le permitirá comprobar, en la resolución de actitudes y respuestas prácticas, si es liberal, conservador, socialdemócrata o autoritario. Incluso si es, en verdad y sin saberlo, todo un liberal. Un liberal, eso sí, invisible.
Nota
{1} La Nota del Editor recuerda al lector muy oportunamente las significaciones disparejas y equívocas que tienen los términos «liberal» y «liberalismo» según sean empleadas en EE UU o en Europa. Asimismo, justifica el porqué no ha sido traducida literalmente la expresión que da título al libro (Libertarianism), pues, en efecto, «libertarianismo» resulta voz extraña –y aun cacofónica– en nuestro idioma, y libertario es término que sigue asociado inevitablemente entre nosotros al anarquismo y al anarcosindicalismo de algarada, alpargata y barricada, con los cuales, ciertamente, mantiene grandes distancias. Sobre las importantes diferencias existentes entre liberalismo y libertarianism trataremos en otra ocasión con más extensión.
{2} José María Marco, La nueva revolución americana. Porqué la derecha crece en Estados Unidos y porqué los europeos no lo entienden, Ciudadela, Madrid, 2007, pág. 13.