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El Catoblepas, número 63, mayo 2007
  El Catoblepasnúmero 63 • mayo 2007 • página 3
Guía de Perplejos

Deseos y placeres

Alfonso Fernández Tresguerres

A propósito del desear y del deseo inteligente
con algunas divagaciones sobre el placer

1

Aunque resulte inevitable hacerlo (y, en consecuencia, lo haremos), poco es lo que se adelanta hablando del deseo a partir de su objeto. Es obvio que hay deseos buenos como los hay perversos, morales y también inmorales, y, por supuesto, deseos que no son ni lo uno ni lo otro, sino puramente neutros. Desde este punto de vista, todo lo que hay que decir, ya lo dejó dicho santo Tomás: el deseo es ambivalente.

Mayor interés tiene, sin duda, ocuparse del desear mismo, esto es, de la llamada «capacidad desiderativa» y del papel que quepa asignarle en el ser y el vivir humanos. Y si hubiera que comenzar por una definición, no parece un despropósito convenir con Descartes en que la pasión, o, quizá mejor, el estado anímico que llamamos «deseo» consiste en una disposición a querer que en el futuro acontezca todo aquello que consideramos conveniente; y por eso

«no deseamos sólo la presencia del bien ausente, sino también la conservación del presente y además la ausencia del mal, tanto del que ya se tiene como del que creemos que vamos a padecer en el futuro» [Tratado de las pasiones del alma, art. 86].

Pero si esto es así (y entiendo que es evidente que lo es), entonces es necesario concluir que resulta imposible vivir sin deseos de algún tipo; no ya que podamos o no podamos dominarlos, sino que vivir es esencialmente desear (aunque no otra cosa sea que el seguir viviendo o el dejar de vivir).Vano resulta por ello cualquier intento de repudiarlo, como no suceda que se piense en él como una forma de impotencia o se lo presuponga dirigido siempre hacia objetos innobles y reprobables, o siquiera vanos. Y esto es, en efecto, lo que sucede no pocas veces, principalmente cuando se distingue el deseo del mero apetito (appetitus), entendido como impulso que engendra una acción encaminada a la satisfacción de una necesidad, para ligarlo a la cupiditas o έπιιθυμία, que se interpretan, a su vez, como un desear en exceso tenso y apasionado (quizás también desmedido), como si, en algún sentido, no hubiera que presuponer alguna tensión (nacida de una necesidad insatisfecha) y hasta alguna pasión e intensidad en los apetitos todos, o como si, en cualquier caso, no pudieran existir, al lado de deseos desmedidos y desproporcionados (y acaso por eso recusables), otros perfectamente justos y racionales. En esa asimilación del deseo, de la cupiditas, a algo reprobable, por cuanto que se interpreta como un deseo no sólo intenso, sino también incontrolado y que tiene que ver con la concupiscencia y la voluptuosidad más que con otra cosa, entendidas éstas, a su vez, siempre en un sentido puramente sensorial, seguramente ha jugado un papel muy relevante el pensamiento cristiano, lo que es tanto como decir la Escolástica, y, más en concreto, Tomás de Aquino, pues aunque, como henos dicho, es cierto que considera que el deseo como tal es ambivalente, dependiendo la valoración que de él se haga siempre de su objeto, e incluso que al lado de los deseos puramente sensibles existen otros racionales, también lo es que equipara el deseo a la concupiscencia, entendida siempre como un apetito sensible e inclinado por tanto a la mera sensualidad (al igual que sucede con el apetito irascible, aunque, sin duda, éste parece ser concebido como algo más noble); y aunque el término «concupiscencia» (justo es reconocerlo) no por fuerza hay que entender que tiene en los pensadores escolásticos el matiz peyorativo que ha acabado adquiriendo entre nosotros, es indudable que al atribuirle la persecución de bienes puramente sensibles, distinguiéndola, así, del apetito intelectual, que reside en la voluntad y cuyo objeto es aquello que el entendimiento determina ser un bien, es fácil que se acabe estableciendo esa dicotomía en la que del lado del entendimiento y la voluntad quede el bien, en tanto que a la concupiscencia (y concupiscencia es deseo) se la acabe cargando con la cuenta de los vicios, y, desde luego, de los impulsos y pasiones menos nobles.

Pero ya antes del pensamiento cristiano, que no hay deseos buenos, o que no supongan siquiera un lastre y un fastidio es lo que parecen creer también los estoicos:

«En cuanto al deseo, suprímelo por ahora enteramente»,

aconseja Epicteto [Enquiridión, II]. Y el motivo estriba, probablemente, en considerar que, en último extremo, el deseo no es sino una manifestación de impotencia e irracionalidad, como lo son las pasiones todas.

«Según Zenón, la perturbación o pasión es un movimiento del alma, irracional y contra naturaleza; o bien un ímpetu exorbitante» [Diógenes Laercio, Vida de los más ilustres filósofos griegos, VII, 78];

y es precisamente el deseo o concupiscencia, en opinión del padre del estoicismo, una de las pasiones básicas, junto al deleite, el temor y el dolor.

Ahora bien, que se nos recomiende suprimir los deseos, con independencia de que acaso sea ése un objetivo inalcanzable (porque, sin duda, se podrá suprimir éste o aquél deseo, pero dudo mucho que pueda hacerse lo mismo con el desear en general), a mí me recuerda aquello que decía Jonathan Swift:

«El planteamiento estoico consistente en satisfacer nuestras necesidades eliminando nuestros deseos es como optar por cortarnos los pies cuando anhelamos unos zapatos».

Mas atenuada, aunque acaso no menos explícita, es la recusación platónica del deseo. Cierto es que Platón admite (y absurdo sería pensar que no lo hiciera) la existencia de deseos necesarios, como pueda serlo el comer [República, VIII, 559a], con lo que, como es natural, se concluye que no todo deseo es, sin más, innecesario, superfluo o censurable; pero, al mismo tiempo, el deseo, como tal, permanece anclado en la dimensión más baja y menos noble de las que constituyen al ser humano, identificada ésta con el alma apetitiva o concupiscible, exponente, en último término, de la dimensión irracional del hombre:

«Aquélla por la cual el alma razona la denominaremos “raciocinio”, mientras que aquélla por la que el alma tiene hambre y sed y es excitada por todos los demás apetitos es la irracional y apetitiva, amiga de algunas satisfacciones sensuales y de los placeres en general» [República, IV, 439d].

Pero esto viene a significar (supongo) que el deseo es ciego e irracional y necesita siempre de la tutela y el dominio que sobré él ha de ejercer la razón, máxime cuando es en ésta (eso es lo que parece querer decir Platón [Filebo, 35d]), en la razón, donde reside el principio del desear mismo, desde el momento en que es la memoria la que nos empuja hacia lo deseado, al consistir el deseo en apetecer lo contrario de lo que estamos experimentando en el momento actual, y al no resultar pensable que eso que sabemos (o suponemos) habrá de satisfacernos subsista en nosotros más que como recuerdo de otros momentos en los que igualmente lo hizo.

Mas no se trata únicamente que el deseo constituya una de las más nítidas manifestaciones de nuestra más baja dimensión o que, librado a sí mismo, sea con frecuencia irracional, sino que, además, denuncia siempre una carencia y, por tanto, una limitación y una falta de completitud, ya que quien desea,

«desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de lo que está falto» [Banquete, 200e],

y, por consiguiente (tal parece ser la conclusión obvia), preferible sería no desear o no tener necesidad de hacerlo.

Mucho más reivindicativa (si podemos decirlo así) del papel desempeñado por el deseo en la conformación del ser humano y su comportamiento es la posición defendida por Aristóteles. En su opinión, el deseo consiste en la atracción y repulsión, en la huida y acercamiento de determinados objetos. Y como quiera que la condición mínima exigible para que un ser pueda tener deseos es que sea capaz de experimentar placer y dolor, y dado que esto ya es posible allí donde existe el tacto, se hace obligado concluir que

«aquellos vivientes que poseen tacto poseen también deseo» [De anima, II, 3, 414b];

y también que lo que siempre se apetece,

«el apetito […], no es sino el deseo de lo placentero» [De anima, II, 3, 414b].

Pero el deseo, o la capacidad desiderativa, que consta, a su vez, de tres especies: los impulsos, el apetito y la voluntad, no basta, al menos en el caso del ser humano, para explicar por sí mismo el movimiento o el principio motriz de la acción, porque los deseos pueden ser no sólo moderados, sino incluso completamente rechazados por el intelecto. Mas también es cierto que otras veces sucede lo contrario, imponiéndose el apetito (yo prefiero decir la apetencia) a los dictados de la razón. Y de ahí que concluya Aristóteles que

«son dos los principios que aparecen como causantes del movimiento: el deseo y el intelecto» [De anima, III, 10, 433a],

siempre –añade – que se considere a la imaginación como un tipo de intelección, y bien entendido que hablamos del intelecto práctico («que razona con vistas a un fin»), no del teórico.

Ahora bien, los dos principios que mueven, por fuerza habrán de hacerlo «en virtud de una forma común», que no es otra que el objeto deseado. De este modo, el principio motor es, en realidad, único:

«lo que causa el movimiento es siempre el objeto deseable que, a su vez, es lo bueno o lo que se presenta como bueno. Pero no cualquier objeto bueno, sino el bien realizable a través de la acción. Y el bien realizable a través de la acción es el que puede ser de otra manera que como es» [De anima, III, 10, 433a].

Mas si esto es así, y si se tiene en cuenta que la volición es un tipo de deseo, lo que viene a significar que el intelecto no mueve sin él, y si, por su parte, el deseo mismo puede actuar contrariamente a lo dictaminado por el razonamiento:

«Es, pues, evidente que la potencia motriz del alma es lo que se llama deseo» [De anima, III, 10, 433a].

Con todo, la Ética a Nicómaco, que, a diferencia de lo que sucede con De anima, no se mueve en un plano psicológico-descriptivo, sino normativo-ético, propondrá como objetivo moral la subordinación del deseo al razonamiento, pues si bien, manteniendo las tesis expuestas en De anima, dirá Aristóteles que el principio de la acción es la elección, y el de ésta el deseo y el intelecto práctico («la razón por causa de algo»), lo cierto es que

«sin intelecto y sin reflexión y sin disposición ética no [hay] elección, pues el bien obrar y su contrario no pueden existir sin reflexión y carácter […] Por eso la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente y tal principio es el hombre» [Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139a-b].

En efecto, es indudable que, desde una perspectiva ética, un «deseo inteligente» es un deseo bueno, y una elección moral es siempre la elección del bien, y nada de ello es posible si no es siguiendo la directrices emanadas de la razón, con lo que se consuma la definitiva supeditación del deseo al intelecto, si es que nuestra elección, además de deliberada –en lo que ya tendría parte, sin duda, el razonamiento–, ha de ser, principalmente, buena:

«Tres cosas hay en el alma –escribe Aristóteles– que rigen la acción y la verdad: la sensación, el intelecto y el deseo […] Lo que en el pensamiento son la afirmación y la negación, son en el deseo la persecución y la huida; así, puesto que la virtud ética es un modo de ser relativo a la elección, y la elección es un deseo deliberado, el razonamiento por esta causa debe ser verdadero, y el deseo recto, si la elección ha de ser buena, y lo que (la razón) diga (el deseo) debe perseguir» [Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139a].

Todavía en otras ocasiones hallamos en Aristóteles posiciones similares a las expuestas: la consideración de la pasión como la fuerza motriz básica de la acción, e incluso de la virtud, cuando la pasión es entendida como un impulso irracional que inclina al bien y a la virtud, por más que de inmediato la razón haya de pronunciar su veredicto sobre el acto sugerido y dar su aprobación al mismo [Gran Ética, VII,], e incluso por más que no pueda darse la virtud excepto en la armonía entre ambos: entre el impulso o la pasión (supongo que no hay mayor inconveniente en decir también el deseo) y la razón:

«la virtud se da solamente cuando el principio o norma racional, rectamente condicionado, está en armonía con las pasiones, cada una de las cuales está en posesión de su propia virtud o excelencia, y éstas, a su vez, están en armonía con él […] de manera que el principio podrá siempre mandar los que es mejor, y las pasiones, al estar bien dispuestas, ejecutarán prontamente sus órdenes»[Gran Ética, VII].

Con Aristóteles el deseo queda, pues, convertido en la fuerza motriz por excelencia del ser humano, en el motor primordial de su comportamiento (puesto que la razón es básicamente teórica o contemplativa y no podría, sin la apetencia, engendrar praxis alguna, como tampoco podría hacerlo por si solo el intelecto práctico), y eso por más que en el contexto moral haya de ser postulado como bueno y para ello sea menester colocarlo bajo el control y el dominio de la razón. Se trata, en consecuencia, de un elemento constitutivo de la esencia misma del hombre, y por eso, aun cuando el desear como tal debiera mostrarse siempre como un «desear inteligente», y al margen de que muchas veces no sea así, lo cierto es que estamos muy cerca de afirmar que el hombre es deseo, esto es, que su esencia radica, precisamente, en el desear. Si Aristóteles no dio este último paso, es indudable que siglos más tarde lo hará Espinosa.

El deseo, en efecto, que Espinosa concibe como el apetito con conciencia del mismo [Ethica, III, IX, esc.], lejos de ser manifestación de carencia o falta de completud, se nos muestra, al contrario, como el elemento determinante de la esencia del hombre:

«El deseo es la misma esencia del hombre en cuanto que se concibe determinado por cualquier afección suya a hacer algo» [Ethica, III, def. af. 1].

Es verdad, sin embargo, que Espinosa no parece del todo ajeno a aquella supeditación aristotélica del deseo a la razón, ya que el deseo, como tal –lo mismo que el amor–, puede tener exceso [Ethica, IV, 44], mas no lo tendrá nunca cuando surge de la razón [Ethica, IV, 61], con lo que, al cabo, parece acabar vinculándose el desear al bien que racionalmente ha sido establecido como tal. Y probablemente este es el sentido en el que Espinosa entiende el deseo como esencia, y lo que explicaría la siguiente proposición:

«El deseo, en efecto, de vivir felizmente, o sea, de vivir y obrar bien, es la esencia misma del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno realiza para conservar su ser» [Ethica, IV, XXI].

Mas con ser ello así, no debe perderse de vista que al ligar el deseo –y también el apetito– a aquello que contribuye a la conservación del ser, Espinosa acaba, finalmente, por establecer una primacía última del deseo sobre la razón, incluso en lo tocante a la determinación del bien, o de lo que hayamos de entender como tal. Al menos, parece que sólo de ese modo puede afirmarse sin titubeos que

«consta, pues, que nosotros no nos esforzamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque juzguemos que es bueno, sino que, por el contrario, juzgamos que algo es bueno porque nos esforzamos por ello, lo queremos, apetecemos y deseamos» [Ethica, III, IX, esc.].

2

Me parece que con lo dicho podemos considerar dibujadas, al menos en sus aspectos esenciales, las dos grandes líneas por las que han ido discurriendo las principales concepciones del deseo. Y aunque, sin duda, otros grandes nombres podrían añadirse a los ya mencionados –y entre ellos tal vez resultarían inexcusables los de Hegel o Freud–, no es mi intención hacer una historia completa del desear, o, por mejor decir, de cómo ha sido pensado, sino examinar si aún resta algo que merezca la pena que nosotros añadamos, y a tal propósito, basta, acaso, con tener como referencia las posiciones que acabamos de recordar, porque si bien es cierto que no conviene dar la impresión de que hablamos solos, para mostrar lo contrario no es necesario, por fuerza, hablar con todos.

Y aunque la verdad es que, como decía La Bruyère, todo está dicho, porque es notorio que apenas hay nada sensato o estúpido que no se le haya ocurrido alguna vez a alguien, para alcanzar nuestro objetivo será suficiente, tal vez, con que seamos capaces de engarzar dos o tres ideas en un discurso dotado de una mínima coherencia, ya que no originalidad.

Para ello debemos regresar de nuevo a la antigua Grecia, donde Epicuro, en la famosa Carta a Meneceo y en la número XXIX de las llamadas Máximas capitales, ahondado en la distinción, ya establecida por Platón, entre deseos necesarios e innecesarios, hablará de deseos que además de necesarios son naturales, en tanto que otros, sin dejar de ser naturales, no son necesarios, y, finalmente, de aquéllos que no son ni lo uno ni lo otro.

Entiendo que tal distinción resulta esencial, y nos obliga a poner los pies en el suelo, dejando los vuelos metafísicos y las posturas extremas para mejor ocasión, porque cuando se habla, por ejemplo, de los deseos necesarios y naturales (comer, beber o dormir, el anhelo de seguridad o el impulso sexual), recusarlos en nombre de no se sabe que sublime concepción del hombre, supone olvidar que no somos un espíritu puro ni un dios, sino un animal que posee una serie de necesidades biológicas, elementales o primarias, cuya satisfacción resulta imprescindible para nuestra supervivencia, ya sea como individuos, ya sea como especie. Y yo no sé si acaso no suceda que los múltiples ataques de los que en ocasiones fue víctima Epicuro, como si su doctrina pusiese como la más alta aspiración el tener el vientre lleno, tienen su origen en un malentendido fundamental: el haber interpretado que el llamar la atención sobre el placer resultante de la satisfacción de esas necesidades básicas equivale a hacer de ellas eje y norte de la vida, sin advertir que eso ni es incompatible con el propósito de una vida guiada por la moderación y la frugalidad ni compromete y contamina al placer propuesto como meta y fin de la vida, inclinándolo irremediablemente del lado del más grosero sensualismo, cuando es lo cierto que el placer epicúreo es entendido en términos básicamente negativos, esto es, como ausencia de dolor, como ataraxia y aponía (y ello sin perjuicio de que incluso desde esta perspectiva pueda ser discutida, como en efecto lo ha sido, la doctrina epicúrea).

Como quiera que sea, lo que resulta evidente es que la renuncia a cualquiera de esos deseos biológicos no otra cosa supondría más que una pura y simple condena a muerte, individual o específica, y también lo es que la consumación de cualquiera de ellos se encuentra asociada al placer: ¿y de qué otra forma más eficaz podría haberse servido la naturaleza para asegurar su cumplimiento? Si las actividades reproductivas (pongamos por caso) tuviesen como consecuencia un dolor de muelas que durase quince días, puede estar completamente seguro el lector de que ni él ni yo estaríamos aquí, él leyendo y yo disparatando, como tengo por costumbre.

Ciertamente, satisfacer esos mismos deseos de una forma lujosa o sofisticada no es necesario, y eso aunque los deseos como tal, por ser los mismos, continúen siendo naturales, pero tampoco hacen ninguna falta las desdichas y sin sabores que nos acontecen a diario, y no por eso hay quien nos los quite. Así que no sé yo por qué razón algunos encuentran tan obvio (que luego lo lleven a término o no, es otra cuestión) que es preciso elevar a la condición de principio moral rector de nuestra conducta esa extraña vocación de diógenes que hace de la carencia virtud y que, en último término, y de ser coherente consigo misma, debería llevarnos a disputar la sobras de la comida a los perros, como si no fuese evidente que tiempo tendremos de no necesitar otra cosa que una simple caja de madera –o acaso ni eso–, y como si hasta que ese día llegue haya algo de malo en regalarse con una buena comida o practicar el juego del amor en sábanas de seda (aunque yo en esto no soy muy exigente). E incluso no sé yo, vocación por vocación, qué tiene de de malo la de rico, y hasta que uno, de cuando en cuando, dé en pensar que es para lo que realmente ha nacido, aunque muy conveniente será, no obstante, que no pudiendo serlo, se conforme con lo que tiene. De manera que ni siquiera de aquellos deseos que ni son naturales ni necesarios, y que son engendrados por la vanidad, me parece a mí que debamos renegar por principio, aunque la verdad es que con bastante frecuencia ellos sí suelen renegar de nosotros, con lo que, a fin de cuentas, por lo que a ese lado atañe, nos obligan a ser virtuosos a la fuerza Y, después de todo, ¿por qué entender que no son naturales ni necesarios? Desde luego, quizá no lo son desde una estricta funcionalidad biológica, pero, ¿es que acaso resulta tan evidente que es preciso –o virtuoso– contener el desear en los estrechos límites de la supervivencia? Cualquiera de ellos constituye, a no dudarlo, un importante motivo, un refuerzo –dirían los conductistas–, aunque secundario, y cuya fuerza, precisamente, radica no tanto en sí mismo, sino en su asociación con los primarios –es patente, por ejemplo, que la gente famosa y rica si no se reproduce más es porque no quiere–; pero motivo, al cabo, que, como tal empuja a la acción. Y de quien afirme hallarse plenamente exento de ellos, yo me atreveré a sospechar que miente. Y si no, reparad no tanto en lo que dice, sino en lo que hace.

Pero lo que todo esto significa es algo que ya sabíamos y que se ha señalado al comienzo de estas páginas: que el objeto del deseo, como tal, es ambivalente. Los hay buenos, los hay malos y los hay neutros, y eso no sólo desde un punto de vista moral, sino también desde muchos otros, como el meramente urbanístico, higiénico o sanitario. Luego entonces, la clave del asunto no se encuentra en el deseo, sino en el desear, quiero decir, no en este o aquel deseo concreto, sino en el desear mismo, en saber qué, cuándo y hasta dónde algo debe ser deseado. Y será lícito, según lo entiendo yo, un deseo que a nadie perjudica –comenzando por nosotros mismos– y un deseo que no nos domina, sino al que dominamos: no ser esclavo, sino señor de nuestros deseos, eso si constituye una alta aspiración irrenunciable, porque

«Que lo manejen a uno como marioneta los impulsos es propio también de fieras, putos, Fálaris y Nerón» [Marco Aurelio, 3.16].

Que nuestros deseos, pues, nos sirvan, en lugar de servirles. Pero siempre que ello fuere así, me parece que deberíamos hacer a un lado prohibiciones y censuras, mojigaterías y declaraciones que con no escasa frecuencia son meramente hipócritas, porque, después de todo, ¿dónde está escrito que sea mejor –sea cual sea el parámetro que se tome como referencia–alimentarse de pan y agua o hacer voto de castidad que regalarse de cuando con una buena comida y practicar con cierta regularidad el sano ejercicio amatorio? Ya nos hará castos la naturaleza –hablo de los varones–si es llegado el día –y no lo permita Dios– en que nuestro organismo se vea incapacitado para vencer la fuerza de gravedad o cumplir suficientemente con las exigencias de la hidrostática.

Ahora bien –y con esto dejamos el deseo y volvemos al desear–, seleccionar nuestros deseos y gobernarlos resulta imposible sin el auxilio y el concurso de la razón, con lo que, después de todo, hay que terminar por mostrarse de acuerdo con Platón (y con él, con tantos otros), mas no ya únicamente para que el deseo sea bueno desde un punto de vista moral, sino para que, en términos mucho más generales, sea un deseo inteligente –para decirlo con Aristóteles–, entendiendo que calificar de «inteligente» a un deseo supone cubrir con tal denominación muchos otros ámbitos, además de aquéllos que tienen que ver, de modo pleno, con el bien en sentido ético o moral. Pero que postulemos la sujeción del deseo a la razón, no es debido a que consideremos que siempre el primero es irracional, sino, al contrario, porque a veces es racional en exceso. Resulta por entero gratuito concebir el desear como una fuerza ciega e irracional, siendo así que los objetos que se propone como fin –y parece impensable que pudiera ser de otro modo– se configuran como tales a partir de la reflexión y la deliberación, y cuando son calificados de «irracionales» no parece que se quiera decir otra cosa sino que se apartan o se desvían de aquello que previamente ha sido establecido como «bueno», porque decir que algo es «deseable», o que no lo es, presupone ya establecido ese conjunto de valores por referencia a los cuales cobra algún sentido el juicio mismo, de tal modo que al afirmar que un deseo es irracional, lo único que se está diciendo es que no resulta «admisible», cualquiera que sea el contexto axiológico del que partamos y desde el que se decreta la valoración. Pero pensar que el desear mismo es irracional, per se, en tanto que emanado de fuentes ajenas al razonar, al punto que pudiera incluso creerse que por sus propios medios puede constituirse y salir a la luz, pillando, por así decirlo, desprevenida o distraída a la razón, es completamente absurdo, y no tan sólo porque absurdo sería entender que deseo y razón son dos instancias por completo diferentes y con ninguna o muy escasa comunicación entre sí, exceptuando la permanente vigilancia que, acaso para evitar males mayores, la segunda se ve obligada a perpetrar de modo continuo sobre el primero –permítaseme que deje ahora a un lado los posibles deseos inconscientes del psicoanálisis–, sino porque ocasiones hay en las que los más reprobables deseos nacen no en un periodo vacacional de la razón, sino del más acendrado ejercicio de ésta, y son, por tanto, no irracionales –en sentido psicológico o cognitivo, no axiológico–, sino, al revés, racionales en demasía. A menudo, en esto del desear se ve obligada la razón a ser guardiana de sí misma. Como decía Chamfort:

«Con frecuencia nuestra razón nos hace tan desgraciados como nuestras pasiones, pudiéndose afirmar del hombre, cuando se halla en ese caso, que es un enfermo envenenado por su propio médico».

Pero un deseo inteligente conlleva, además, otras importantes exigencias: una, el hallarse referido siempre al futuro, y no tanto al presente, y, por supuesto, de ninguna manera al pasado, porque desear algo cuando ya lo tenemos, es una verdadera estupidez. Nadie desea alimentos cuando está comiendo, y decir, en este caso, que desea comer no significa más que quiere a continuar haciéndolo hasta que se sienta satisfecho, pero de ninguna manera que desea algo de lo que carece, o que lo desea, justamente, porque carece de ello. Es verdad que lo que digo resulta tan obvio que podría pensarse que poca inteligencia se necesita en tal coyuntura: es así, sencillamente, y punto. Pero eso no es del todo cierto, porque no faltan ocasiones en las que alguien desea algo sin advertir que ya lo tiene, para caer en la cuenta de ello únicamente después de que lo ha perdido, y del mismo modo que no solemos reparar en el maravilloso funcionamiento de nuestro cuerpo hasta que enferma, ni apreciamos la enorme dicha que nos proporciona un órgano sano hasta que nos duele, así también no es del todo inusual que nos forjemos sueños y quimeras acerca de mil cosas distintas, sin advertir que, en el fondo, nada de eso es superior a lo que ya poseemos, y que no lo apreciemos sino en el momento en que ya se nos ha ido. Y en cuanto a un deseo que puede tener por objeto el pasado, y hablar, por tanto, de un deseo pasado o proyectado hacia él, supone emplear una expresión es en sí misma contradictoria, porque nadie puede desear lo que ya, definitivamente, fue o no fue de una forma determinada, y decir que desearíamos que tal acontecimiento hubiera o no hubiera sucedido, nada significa sino que nos hubiera gustado o hubiéramos preferido que las cosas no hubiesen sido como fueron, pero el deseo, como tal, en tanto que actitud expectante y activa; en tanto que proyección o proyecto, que es en lo que realmente consiste, sólo puede dirigirse al futuro y tener el futuro como objeto. Y es que, como bien señala Aristóteles:

«Nada que haya ocurrido es objeto de elección, por ejemplo, nadie elige que Ilión haya sido saqueada; pero nadie delibera sobre lo pasado, sino sobre lo futuro y posible, y lo pasado no puede no haber sucedido» [Ética a Nnicómaco, VI, 2, 1139b].

Mas el desear inteligente tiene aún una segunda gran exigencia –apuntada precisamente por Aristóteles en el texto anterior–, a saber: que el deseo lo sea sólo de cosas posibles y que están a nuestro alcance. Pero no porque desear lo imposible resulte, sin más, absurdo o constituya un completo sinsentido, como parece pensar Descartes, para quien

«no podemos desear más que aquello que de algún modo consideramos posible» [Tratado de las pasiones del alma, art. 145];

porque, ¿carece de todo sentido el que alguien, como nuestro Unamuno, pueda decir que desea o anhela la inmortalidad? Yo entiendo que no. Y todavía menos absurdo me parece desear aquello que, siendo posible, no depende, en cambio de nosotros: ¿acaso no se puede desear no contraer una enfermedad o no sufrir un accidente, supuesto, desde luego, que no esté en nuestra mano el eludirlos? Sin embargo, cuando del mero deseo, del deseo –diríamos– en abstracto, pasamos a la deliberación sobre los medios de que disponemos para hacerlo realidad, y nos decidimos a poner en marcha tales medios capaces de propiciarnos el objeto de nuestro deseo, es evidente que sólo tiene sentido desear aquello que, además de posible, se encuentra en nuestro poder, y, en consecuencia, si bien el deseo como tal puede traspasar perfectamente el ámbito de lo posible y hacedero –mientras que, en cambio, ni siquiera como deseo puede volcarse al pasado–, un desear inteligente se supedita, en cambio, a la posibilidad tanto del objeto como de su consecución, porque resultaría, sin duda, bien necio gastar tiempo y energías en pos de una simple quimera. Desde esta perspectiva puede entenderse y convenir con Aristóteles cuando dice que,

«como el objeto de la elección es algo que está en nuestro poder y es deliberadamente deseado, la elección será también un deseo deliberado de cosas a nuestro alcance, porque cuando decidimos después de deliberar, deseamos de acuerdo con la deliberación» [Ética a Nicómaco, III, 3, 1113a],

ya que, en efecto, aunque podamos desear lo que no es posible o no depende de nosotros, lo que de ningún modo podemos hacer es elegirlo ni deliberar sobre los medios para alcanzarlo –y es patente que sólo un completo imbécil o un enfermo mental podría pensar lo contrario–. Así pues, la distinción que finalmente hemos de introducir para terminar por aclarar definitivamente el asunto es la que media entre poder y deber: podemos, ciertamente, desear lo imposible, pero sólo debemos desear aquello que, hasta cierto punto, al menos, depende de nosotros. Y por este camino acabaremos también por reconciliarnos con Descartes, cuya afirmación de que no podemos desear lo imposible, lo que seguramente significa, en realidad, es que no debemos hacerlo:

«Las cosas que no dependen en absoluto de nosotros, por buenas que puedan ser, nunca se las debe desear con pasión, no sólo porque podemos no lograrlas y de este modo afligirnos tanto más cuanto mayor haya sido nuestro deseo, sino principalmente porque al ocupar nuestro pensamiento nos impiden dirigir nuestro afecto a otras cosas cuya adquisición depende de nosotros» [Tratado de las pasiones del alma, art. 145].

En el fondo, no se trata sino de la tercera regla de su moral provisional, de tan profunda raigambre estoica: se trata de intentar vencer nuestros deseos antes que el orden del mundo, es decir, someter nuestro deseo a la realidad, en lugar de creer que ha de ser ésta la que debe acomodarse a nuestro desear.

3

Somos, en gran medida, deseo. O si se quiere decir de otro modo, uno de nuestros rasgos esenciales consiste, justamente, en desear (y ello aunque no otra cosa sea sino vivir y sobrevivir, también perpetuarnos), al igual que sucede, seguramente, con cualquier otro ser dotado de tacto (como dice Aristóteles), sin que eso suponga la plena equiparación del desear humano al animal, y no ya respecto a la diversidad, en uno y otro caso, de los objetos de deseo (lo cual es obvio), sino incluso en lo relativo al deseo mismo, en tanto que pudiera pensarse que en el animal discurre por cauces en modo alguno idénticos a aquéllos en los que se engendra y cristaliza el desear humano; al menos siempre que se admita que el propósito y la deliberación asociados al deseo no pueden, sin despropósito, ser predicados por igual de unos y otros, estos es, de hombres y animales.

Apenas hay acto humano que no quepa suponerse nacido de algún deseo, incluido el que se despliega para contravenirlo o negarlo, o aquél que más que satisfacción nos provoca dolor y pesar, y que, aun así, lo deseamos y lo elegimos por consideraciones diversas, entre otras, acaso, porque entendemos que, pese al desagrado que nos comporta, tal es nuestra obligación. No tiene, pues, demasiado sentido ligar esencialmente, al menos por principio, el deseo al placer (quiero decir a la consecución de objetos placenteros), y menos al que se entiende como placer puramente sensual: será así cuando lo es, pero no lo es necesariamente y siempre. Pero incluso en aquellos casos en que nuestro deseo no empuja hacia objetos placenteros, o que suponemos tal, ¿qué tiene de reprobable? ¿Es que, por ventura, el placer –que frente a la felicidad tiene la ventaja de ser algo mucho más tangible y menos evanescente y difuso– no lo quiere todo el mundo? ¿Hay alguien que considere más deseable el sufrimiento o incluso la anestesia?

«¿quién escucharía a aquél que estableciera como fin nuestra pena y disgusto?» [Montaigne, I, XX].

Nadie, desde luego. Nadie le escucharía porque nadie hay, se diga lo que se diga, que no desee o no busque el placer. Y así, como dice Aristóteles:

«Todas las criaturas buscan, naturalmente, lo que es bueno; de manera que si todos buscan el placer, el placer debe ser contado entre las cosas buenas» [Gran Ética, VII].

Cuando alguien decide hacer algo que no forma parte de las rutinas cotidianas o de las obligaciones a las que inevitablemente nos encontramos atados, lo hace en la medida en que le resulta agradable o placentero, y eso aun cuando objetivamente no lo sea, pero placentero le resultara, en todo caso –podría argüirse frente a Kant– saber que ha cumplido con su deber. Pero si tal afirmación puede sostenerse, entonces se hace obligado matizar nuestra primera observación, según la cual no es cierto que todos nuestros deseos tengan por objeto lo agradable o placentero. Acaso no pueda decirse, con Montaigne, aunque su pretensión es seguramente la misma que la nuestra, que

«Por mucho que digan, incluso en la virtud, el fin último de nuestra intención es la voluptuosidad » [I, XX],

porque aunque no se refiere el filósofo francés a la voluptuosidad corporal (de la que, sin embargo, no reniega), sino a la del espíritu (la distinción es suya), a la voluptuosidad, en suma, que nace y se asienta en la virtud, entiendo, no obstante, que proporcionar un sentido tan lato al concepto de «voluptuosidad» desvirtúa no sólo el carácter del acto virtuoso, sino también el de la voluptuosidad misma, pero ninguna me cabe de que

«todos los hombres escogen deliberadamente lo agradable y evitan lo molesto» [Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, 1, 1172a];

y tampoco de que, como igualmente señalaba Aristóteles [De anima, II, 3, 414b], en palabras a las que ya hemos tenido ocasión de referirnos, lo que se apetece y desea es siempre algo placentero.

Y siendo ello así, también lo será que aquello que hacemos por nosotros mismos y sin ningún tipo de coacción externa, aunque se trate del arduo ejercicio de la virtud, o de una acción que, siendo buena, resulta, sin embargo, dolorosa o es motivo de pesar, lo deseamos y lo elegimos, no por doloroso, sino en tanto que agradable o placentero, aunque de ello ninguna otra satisfacción obtengamos más que la que surge del saber que hemos obrado bien. Y de este modo podemos matizar y completar lo que antes decíamos, pues si bien es cierto que no todos nuestros deseos tienen como objeto un placer inmediato, sí lo es, en cambio, que incluso aquéllos que dan lugar a acciones que nada tienen de agradable o que se oponen, incluso, a una satisfacción inmediata, persiguen, con todo, un placer que, aunque remoto, es superior al goce instantáneo al que hemos renunciado, el cual, por contra, una vez gozado, se nos muestra preñado de un pesar superior al placer obtenido de él, y superior, también, al que nos ha causado la acción virtuosa. Al fin y al cabo, ya desde Epicuro sabemos que la virtud consiste en un adecuado cálculo que nos permita medir correctamente placeres y dolores, y aun antes que él, ya Sócrates nos había enseñado que la ética es, en el fondo, aritmética, esto es, saber sumar de manera acertada los costes y beneficios de una determinada acción.

De manera que tal vez podría sospecharse que quienes reniegan del placer y lo recusan lo hacen no tanto por el placer mismo, sino debido a la forma como lo entienden. Si lo que quieren decir es que no debemos dejarnos dominar ni por nuestros deseos ni por el placer que esperamos obtener de su realización, yo nada tengo que decir, sino mostrar mi asentimiento. No hay nadie en su sano juicio (ni yo tampoco) que considere no ya virtuosa, sino ni siquiera estimable una vida en la que nos hallemos tiranizados y a merced de nuestros impulsos, y ello, entre otras cosas, y con independencia de cualquier valoración moral, porque no sería vida placentera aquélla que nos viéramos obligados a vivir como esclavos, aunque lo fuéramos del propio placer: es condición indispensable del goce el que uno mande y gobierne sobre él; cuando, al contrario, uno es gobernado y no es más que un simple títere en manos de los placeres que le zarandean de continuo de uno a otro lado, hasta el goce mismo se esfuma. Pero de esto ya hemos hablado suficientemente.

Otras veces, en cambio, se abomina del placer al ser equiparado, sin más, con los placeres corporales o sensuales, que son vistos siempre como algo bajo y hasta pernicioso, que nos rebajaría –dicen algunos– a la altura de los animales. Esta posición es muy clara en los escritos antiepicúreos de Plutarco, quien no discute, en realidad, lo deseable del placer ni su bondad, sino únicamente en lo que atañe a aquellos «placeres de las cocinas y los prostíbulos», y a los que contrapone la perfección y completud de los placeres espirituales (la literatura, la música, la historia, las matemáticas…, en suma, los derivados de la vida contemplativa o teorética), en los que

«el deleite no es sólo grande y abundante, sino también puro y sin sombra de arrepentimiento. ¿Quién disfrutaría más saciando su hambre y apagando su sed con los manjares de los feacios, que siguiendo la narración de los viajes de Odisea? ¿Quién gozaría más yaciendo con la más bella mujer, que manteniéndose en vela con lo que escribió Jenofonte sobre Pantea, o Aristóbulo sobre Timoclea, o Teopompo sobre Tebe?» [Non posse suaviter vivi secundum Epicurum (Sobre la imposibilidad de vivir placenteramente según Epicuro), Suav. viv. Epic., 10, 1093C].

Bien. Yo no responderé a tales preguntas, entre otras cosas porque no se me alcanza que tiene de malo leer a Homero después de saciar el hambre y apagar la sed con manjares más o menos sofisticados (no por fuerza con pan y agua), ni cuál es la razón por la que no se puede leer a Jenofonte tras yacer con una mujer, sea o no la más bella del orbe. ¿Es que necesariamente hemos de elegir entre una cosa u otra, renunciando a alguna de ellas? ¿Acaso no podemos tener ambas? Cierto que hay mucho que leer, y que hacerlo supone un placer indescriptible, pero ni dedicando cada segundo de nuestra vida a ello, olvidándonos de la cama incluso para dormir y alimentándonos por vía intravenosa para no perder tiempo, ni siquiera así conseguiríamos leerlo todo, de manera que, a fin de cuentas, poco importan cuatro líneas más o menos y nada se pierde por dedicar unos minutos a proporcionar alguna satisfacción a este pobre cuerpo nuestro al que aguardan el olvido y la podredumbre. Añádase a esto, además, que resultaría imposible mantener una actividad permanente y sin descanso, lo mismo del cuerpo que de la mente, y nos veríamos incapacitados para

«soportar una voluptuosidad tan constante, tan pura y tan universal»
[Montaigne, II, XX],

así que, ¿por qué no descansar de un placer con otro? El hartazgo provoca hastío, no deleite, y ello tanto al cuerpo como a la mente, y si es lógico esperar a tener sed para gozar bebiendo, también lo es aguardar a sentir hambre de belleza para saciarla en los libros o en el arte. De lo contrario podría ocurrirnos como aquél que por accidente permaneció quince días encerrado en una perfumería, abrumado constantemente por deliciosas fragancias, a tal punto que, cuando al fin fue liberado, salió tapándose la nariz con los dedos e implorando: «¡Una mierda, por favor!». Y aún hay más: porque el hartazgo no es sólo padre del hastío, sino que acaba por embotar nuestros sentidos, sustrayéndonos, en último término, el goce mismo que buscamos, y una vez más esto vale tanto para el cuerpo como para la mente. Y dígase, finalmente, que si hemos de tener por un alto ideal no ser muñecos mecidos por nuestros placeres, ¿por qué razón tal principio no ha de valer tanto para los que nacen del cuerpo como para los que tienen su sede en el espíritu? ¡Triste es quien se entrega a un onanismo compulsivo, pero no lo es menos un musicólogo adicto que no concibe su vida más que sobre un fondo de violines y trompetas! Aunque tenemos poco tiempo, tenemos tiempo para todo, y quien opte por amputarse alguna dimensión de su ser, renunciando con ello a las satisfacciones que la misma podría proporcionarle, no es un sabio, sino un necio.

Pero volviendo a Plutarco, al cabo hay que reconocerle la valentía de no desligar el placer de esas actividades propias de la vida contemplativa (lo que no sé yo si, en último término, no invalida de plano su recusación del placer como fin y como bien); porque aconsejan algunos no vivir para los placeres, sino para cultivar nuestra mente o nuestro espíritu, como si cuando leen o meditan, o cuando componen sus tratados morales experimentasen no placer, sino un vivísimo sufrimiento. Mas entonces, si se admite el placer inherente a esas ocupaciones consideradas más nobles y dignas, se hace muy difícil la recusación del hedonismo como tal, a menos que se le entienda, como hace Plutarco, establecido sobre placeres puramente carnales y en un sentido, por tanto, meramente sensual; y aun así, lo que se está discutiendo no es el propio hedonismo, sino la superioridad de unos placeres sobre otros; discusión que, como resulta obvio, se establece sobre el acuerdo común respecto a que el placer es un bien y un fin deseable; y más aún: que el placer es algo que busca todo el mundo, porque, como ya sabíamos, nadie hay que anhele ser desdichado o experimentar dolor. (De otras situaciones extremas, como la del masoquista que busca deliberadamente el sufrimiento, nada hay que decir: es obvio que persigue el dolor bajo la forma de placer, porque eso que le daña –no entro ahora en si está enfermo o es sencillamente un imbécil– es, precisamente, lo que le resulta placentero.) De manera que si es cierto que podría decirse con algún sentido que todo hedonismo es una forma de eudemonismo, en la medida en que pudiera pensarse que, partiendo del supuesto según el cual el bien consiste en la felicidad, da un paso más identificando ésta con el placer, no lo es menos que todo eudemonismo es también una modalidad de hedonismo en tanto que aquello que se propone como bien y en lo que se hace consistir la felicidad, es un objeto, una actividad o un fin que resultan placenteros: ya sea la vida contemplativa, que propone Aristóteles, a quien en este aspecto sigue Plutarco, ya sea lo útil, que sugieren los utilitaristas ingleses, esto es, aquello del mayor bienestar para el mayor número de individuos, según fórmula de Bentham (fórmula, no obstante, que resulta francamente deficiente, porque, sin duda alguna, sencillamente no es verdad que aquello que agrada o beneficia a un mayor número de sujetos sea siempre, ni por eso mismo, bueno); incluso (creo yo) la escala de valores establecida por Max Scheler ha de ser entendida como una escalera que conduce a un grado de satisfacción cada vez mayor, y no hacia un grado más alto de sufrimiento o malestar. Y ello por más que en el peldaño inferior dejemos los valores de lo agradable y lo desagradable, porque es de suponer que su renuncia en pos de un valor superior es propuesta porque, de un modo u otro, nos proporciona un bienestar más elevado (su límite sería la santidad), y no un más elevado sufrimiento. «Éticas del placer» mejor, acaso, que «éticas de la felicidad», como prefiere Kant, sería el nombre que conviene a estas doctrinas; denominación que, aunque no con otra, cuenta, al menos, con la ventaja de eludir el concepto siempre vago y difuso de «felicidad»:

«Nunca he buscado la felicidad –dice Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray–. ¿Quién aspira a la felicidad? He buscado el placer».

Mas cuenta también –y esto me parece verdaderamente decisivo– con la aprobación del propio padre del eudemonismo:

«Debemos estudiar ahora el placer, puesto que estamos tratando de la felicidad, y supuesto que todos miramos la felicidad como casi idéntica al placer o a la vida agradable, o en todo caso la miramos como algo imposible sin placer» [Aristóteles, Gran Ética, VII].

Y precisamente frente a la recusación hecha por el formalismo kantiano en nombre de su exigencia de obrar por respeto al deber, podrían las doctrinas defenderse argumentando (según hemos dicho ya) que si el deber no resulta siempre placentero, sí es lo es el saber que hemos cumplido con él.

Pero el Epicuro de Plutarco es un sensualista extremo, y ello en el sentido más innoble que Plutarco atribuye a ese término, esto es, alguien, por tanto, que predica una vida entregada a los placeres corporales, y que hace radicar en ellos toda satisfacción y contento:

«¿No están así aprobando que se cebe con los placeres corporales, como se ceba un cerdo, el alma que goza sólo en la medida en que espera algo de la carne o lo experimenta o lo recuerda, sin permitirle tener o buscar en sí misma ningún placer o deleite propios?» [Suav. viv. Epic., 14: 1096D].

A tal imagen de Epicuro es a la que se dirigen el resto de las críticas del filósofo de Querona; imagen que puede discutirse muy seriamente, y con sólidos argumentos, hasta qué punto responde a la realidad o es una creación del propio Plutarco y de otros, entre ellos Cicerón, quien de forma tan retórica como impertinente, exigirá a Epicuro que no sea hipócrita y que reconozca que cuando habla de placer a ninguna otra cosa se refiere más sino a lo que Cicerón quiere que se refiera, a saber: a aquél que nace de la satisfacción del cuerpo:

«¿Por qué nos andamos con rodeos, Epicuro, por qué no admites que cuando nosotros hablamos de placer nos estamos refiriendo a aquello mismo que tú sueles decir cuando te quitas la careta?» [Tusculanae, III, 41].

Nada diré de las acusaciones que vierte Plutarco sobre la irreligiosidad o, más aún que irreligiosidad, sobre el ateísmo implícito en la doctrina epicúrea. Que la creencia en la divinidad y en una vida más allá de la muerte sea una fuente de dicha y de consuelo, y, en último término, también de felicidad y placer superior a los que puedan obtenerse del convencimiento de que la muerte es el fin y supone el cese de todo dolor, es algo sobre lo que no me cabe la menor duda; pero el problema es si tal creencia tiene algún fundamento o no, porque de no tenerlo (y yo estoy tan convencido de ello como que pudiera estarlo el propio Epicuro), entonces la felicidad que en ella pudiera hallarse resultaría puramente alienante y estúpida. Tampoco encuentro que tengan demasiado alcance los reproches que dirige Plutarco al individualismo epicúreo en nombre de las supuestas delicias de las que se priva al no participar en la vida política y al renunciar a la realización de posibles gestas gloriosas, cuyo recuerdo ha de resultar siempre grato y duradero (mucho más de lo que pueda serlo el de los placeres corporales), al tiempo, es de suponer, que nos asegurará un lugar permanente en la memoria de los hombres. A mí este argumento me parece del todo insustancial: bastante hazaña es que uno consiga organizar su propia vida y pasarla con algún contento. Las más de las que puedan considerarse grandes empresas públicas suelen ser relativas, la memoria de los hombres siempre frágil y tornadiza, y aspirar a hacernos un hueco en ella antes puede considerarse propósito nacido de la vanidad que de la virtud. Mayor interés tiene, en cambio, la crítica de Plutarco a la moral epicúrea y a la forma de vida que ésta aconseja, y aunque en lo sustancial tal crítica ya ha sido expuesta, puede que no resulte del todo inútil un examen más detallado y crítico de la misma.

Básicamente –como decíamos–, Plutarco ve el epicureismo como una completa exaltación del cuerpo y sus placeres, en detrimento de cualquier otra dimensión del ser humano, porque ese hombre –«enteramente de carne»–, ningún otro placer superior encuentra a aquéllos que cabe resumir en la satisfacción del vientre, interpretando así, acaso de forma deliberadamente tendenciosa, lo que seguramente para Epicuro no otra cosa significa sino que el tener satisfechas una serie de necesidades básicas –aquellos deseos naturales y necesarios– es condición indispensable para la vida feliz. Y ésa es probablemente la interpretación correcta de aquel fragmento que en el Gnomonologio Vaticano figura con el número 33, y en el que Epicuro afirma:

«La voz de la carne pide no tener hambre, ni sed, ni frío; pues quien consigue esto o espere conseguirlo, puede competir en felicidad incluso con Zeus».

Entiendo yo, en efecto, que con hambre, frío o sed pocas posibilidades hay de ser feliz o de dedicarse a las altas tareas del espíritu, y me parece que es muy poco lo que se exige para que nos consideremos iguales a los dioses. ¿O es que acaso Plutarco componía sus tratados acuciado por esas necesidades? Y si las satisfacía, ¿no experimentaba, por ventura, placer, sino un profundo y permanente desagrado? El propio Aristóteles coincide, en este aspecto, con Epicuro y nadie, que yo sepa, y menos el propio Plutarco, le ha acusado de una grosera exaltación de las satisfacciones de la carne. Aunque el que lo diga Aristóteles o la esclava de su mujer es lo de menos, porque se trata de algo que pertenece al más puro y simple sentido común. Pues bien, es muy probable que la tan traída y llevada exaltación epicúrea del vientre no tenga mayor alcance que el que acabamos de señalar. Y de hecho, el mismo Plutarco reconoce que tales necesidades y el placer resultante de calmarlas es común a «los hombres de acción»,

«pues también ellos “comen pan” y “beben ardiente vino” y se banquetean con sus amigos […]»,

¿y entonces? Pues que

«los hombres de acción desprecian estos placeres porque están ocupados en aquéllos que son mayores» [Suav. viv. Epic., 17: 1099C],

en cambio, Epicuro (es de suponer) únicamente aspira a tener el vientre lleno. Afirmación que sólo puede hacerse o desde la ignorancia (algo impensable en Plutarco) o desde la malicia, de aquél a quien le interesa pasar por alto la clasificación epicúrea de los deseos (a la que ya nos hemos referido), distinguiendo entre deseos necesarios y naturales, naturales e innecesarios y deseos que ni son naturales ni necesarios, en la que es expresa la recusación del placer corporal más allá de aquél que se obtiene con la satisfacción de aquellas necesidades estrictamente naturales y necesarias; o pasar por alto, también, la distinción establecida entre el placer y catastemático y cinético esto es, estable y en movimiento; placeres que, en alguna medida, podrían ser puestos en correspondencia con los que tienen su asiento en el alma y aquéllos otros que son gozados por el cuerpo; y así, en un fragmento de Epicuro, que se conserva de una de sus obras perdidas, De las elecciones, podemos leer lo siguiente:

«La serenidad y la falta de dolor son placeres reposados; en cambio, el gozo y la alegría son vistos en movimiento por su actividad» [Diógenes Laercio, Vida de los más ilustres filósofos griegos, X: 101].

Y aunque es obvio que Epicuro no rechaza los segundos, al menos siempre que provengan de la satisfacción de aquellas deseos naturales y necesarios, también lo es que en los que propiamente hace residir el placer es en los primeros, es decir, en los catastemáticos y estables, siendo así que, en su opinión, el deleite supremo reside en la tranquilidad (ataraxia) y en la ausencia de dolor (aponía). Por lo demás, si se consideran mayores o más intensos los dolores del alma que los del cuerpo, es evidente que otro tanto habrá de suponerse de los placeres. Ahora bien, según Diógenes Laercio:

«Epicuro tiene por mayores los dolores del ánimo; pues la carne sólo tiembla por el dolor presente, mas el alma por el pasado, presente y futuro. Así que el dolor del alma es mayor que el del cuerpo» [X: 102].

Ignora, en fin, Plutarco, la constante exhortación de Epicuro a realizar siempre un cálculo prudente en orden a la elección de nuestros placeres. Establecido el placer como bien primero y principio de toda elección o rechazo, precisamente

«por este motivo no elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno mayor. Y muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si obtenemos un mayor placer cuanto más tiempo hayamos soportado el dolor. Cada placer, por su propia naturaleza, es un bien, pero no hay que elegirlos todos. De modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre hay que rehuir el dolor. Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien» [Epicuro, Carta a Meneceo].

Es absolutamente incomprensible que alguien haya contribuido de manera tan notable a difundir esa imagen denigrante y calumniosa de un Epicuro entregado por completo a los placeres de la carne y prisionero de ellos, hasta el punto que ha terminado por hablarse de un Jardín de Epicuro en el que sólo hozarían los cerdos, habiendo leído, como sin duda lo hizo Plutarco estas conocidas palabras:

«Los alimentos frugales proporcionan el mismo placer que los exquisitos, cuando satisfacen el dolor que su falta nos causa, y el pan y el agua son motivo del mayor placer cuando de ellos se alimenta quien tiene necesidad […] Cuando decimos que el placer es la única felicidad, no nos referimos a los placeres de los disolutos y crápulas, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni los banquetes ni los festines continuados, ni el gozar con jovencitos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrecen las mesas bien servidas nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero que examina las causas de cada acto de elección o aversión y sabe guiar nuestras opiniones lejos de aquéllas que llenan el alma de inquietud» [Carta a Meneceo].

Pero nada de eso, al parecer, fue motivo suficiente para hacer cambiar de opinión a Plutarco, quien –identificando siempre el placer epicúreo con el deleite corporal– insistirá en lo absurdo de poner nuestra felicidad en el placer, dado que todo el que podamos experimentar es siempre breve, en tanto que el dolor es con mucho más frecuente y duradero, como si ésa no fuese razón de más para no sólo no privarnos, sino incluso buscar esos escasos momentos de placer que nos ofrece esta vida no menos breve y frágil; y si son poco duraderos, ése es un motivo añadido para buscarlos con frecuencia: poco y a menudo, no es un mal lema en esto de los goces corporales. Pero es que, además, cuando desplazamos nuestra mirada desde estos placeres a aquéllos cuyo receptor no es primariamente el cuerpo, a aquéllos –podríamos decir de una forma un tanto rimbombante– que nacen del disfrute con las creaciones del espíritu, que sean efímeros o fugaces resulta ya mucho más discutible. Y tampoco hay nada objetable en que momentos de pesar nos consolemos –si es que eso nos consuela– con el recuerdo de otros instantes más gozosos, o con la esperanza de goces venideros; algo de lo que también quiere privarnos Plutarco, porque, en su opinión, el recuerdo es siempre difuso y mortecino y la esperanza insegura, y, por supuesto –lo que constituye una verdad de Perogrullo– menos intensos y vivaces que aquellas sensaciones de las que son recuerdo o esperanza, respectivamente; recuerdo que, una vez más, y en contra de lo que piensa Plutarco, no lo es necesariamente de pasados goces carnales, sino (o por lo menos también) espirituales. Al menos, en carta a Idomeneo, escrita en su «feliz y último día de vida», le confiesa Epicuro que

«tanto es el dolor que nos causan la estranguria y la disentería, que parece no pueda ser ya mayor su vehemencia. No obstante, se compensa de algún modo con el recuerdo de nuestros inventos y raciocinios».

Quienes creemos, con Epicuro, que la muerte es el fin, nos consolamos como podemos, siempre que no sea de una forma necia o indigna con nosotros mismos ni ultrajante para nadie. Quien, en cambio, como Plutarco, se consuela con la esperanza en una vida de dicha infinita más allá de la muerte, lo hace de una forma estúpida y busca una felicidad que no es sino una forma de alienación, y, después de todo, no se entiende que, siendo tal su firme convencimiento, no se muera cuanto antes,

«pues si quien lo dijo lo creía así, ¿qué hacia que no partía de esta vida?»
[Carta a Meneceo].

Digamos, ya por último, que reducir el placer a la ausencia de dolor supone, en opinión de Plutarco, conformarse con algo trivial e insignificante, y supone –dirá siguiendo a Platón [República, IX: 583-586]– incurrir en el error de considerar la «parte media», esto es, la ausencia de dolor, como «la cima y el limite», es decir, el placer como tal, de manera que quienes de ese modo piensan

«gozan así un goce como de esclavos o prisioneros liberados de la cárcel, que con gran gusto se bañan y ungen después del castigo y los latigazos recibidos, pero que no han degustado ni contemplado los goces propios de hombre libres, puros, sin mezcla y sin huellas de magulladuras» [Suav. viv. Epic., 8: 1091E].

Y platónico es igualmente el argumento según el cual en el placer del cuerpo no puede ser colocado el sumo bien, al hallarse tal placer siempre mezclado con el dolor, que, por otra parte, es siempre más duradero y también, podríamos decir, más extenso, pues el cuerpo «recibe placer en pocas partes, pero dolor en todas» [Suav. viv, Epic. 3: 1087E].

Efectivamente, en República [IX: 583-586] Platón distinguirá tres tipos de placeres en estricta correspondencia con la división tripartita del alma, asignándole el último lugar a aquél que prefiere el «amante del lucro», el segundo «al placer del guerrero y amante de los honores», y el primero al placer del sabio:

«el placer de aquella parte del alma con la que aprendemos será el más agradable, y aquél de nosotros en que esa parte gobierne será el modo de vida más agradable» [República, IX, 583a],

y la razón de ello es

«que el placer de cualquier otro que no sea el sabio no es absolutamente real ni puro, sino como una pintura sombreada» [República, IX, 583a],

por hallarse mezclado siempre con dolor; mas así como la privación del placer no supone dolor, el cese y la liberación del dolor tampoco entraña placer, al menos no un placer puro, y a quienes otra cosa sostienen, les sucede que al ser

«transportados hacia lo penoso creen verdaderamente sufrir, y en realidad sufren; pero cuando pasan del dolor a un estado intermedio, creen por completo haber llegado al súmun del placer» [República, IX, 585a],

cuando es lo cierto que ese placer máximo y puro, esto es, sin mezcla de dolor sólo puede ser hallado en aquellas cosas «concernientes al servicio del alma», porque participan más de la verdad y de la realidad que aquello que esta «al servicio del cuerpo», al ser éste siempre sede de lo transitorio, de lo que cambia, de lo fugaz y de lo mortal:

«Por consiguiente, si satisfacerse con lo que es por naturaleza apropiado es agradable, aquello que se satisface más realmente y con cosas más reales disfruta más real y verdaderamente del verdadero placer, en tanto que lo que participa de cosas menos reales se satisface menos verdadera y sólidamente, y participa de un placer menos verdadero y confiable» [República, IX, 585d-e].

En Filebo (obra en la que Platón compendia y expone de forma más completa y acabada su doctrina del placer, recogida en otros escritos, no sólo en República, sino también Fedón y Gorgias) se propone como forma de vida ideal una que sea mezcla de placer y prudencia, puesto que ni el primero ni la segunda pueden considerarse suficientes ni tampoco ser identificados sin más con el bien, ya que éste, si realmente lo es, no necesita «de nada para nada», sino que es perfecto. Pero inmediatamente declara Platón la primacía de la segunda sobre el primero:

«Pues podríamos atribuir la causa de esa vida mixta, el uno al intelecto, el otro al placer, y así, aunque el bien no sería ninguno de los dos, alguien podría sospechar que uno u otro es su causa. Sobre esto, más aun que antes, estoy dispuesto a competir contra Filebo, defendiendo que en esa vida mixta, aquello por cuya inclusión esa vida resulta elegible y buena a la vez, no es el placer, sino que el intelecto es algo más emparentado y semejante a ello»[Filebo, 22d-e].

¿Por qué? Podría decirse, en primer lugar, que debido al hecho de que sin intelecto (y sin memoria) ni siquiera seríamos conscientes de gozar; pero, más allá de eso, porque todas las cosas bellas, opina Platón, nacen de lo ilimitado y de la medida que le pone límite; y si el placer ha de ser, sin duda, adscrito al género de lo ilimitado, entonces el límite y la medida sólo pueden venir dados por el intelecto y la prudencia. Mas si esa vida mezclada nace del establecimiento de límites a lo ilimitado del placer, se concluye que la causa de ella no puede ser el propio placer, sino el intelecto, pues

«está emparentado con la causa y viene a coincidir con ese género, mientras que el placer es, por sí mismo, ilimitado y pertenece al género que, en sí y por sí, no tiene ni ha de tener nunca medio, principio ni fin» [Filebo, 31a].

¿Y cuáles serán entonces los ingredientes de esa mezcla? Por lo que se refiere al intelecto, no hay inconveniente en admitir todas sus manifestaciones, vale decir, todas las ciencias, incluso las de rango inferior a la Dialéctica (sin que con ello quede desdibujada la supremacía de ésta sobre el resto). Muy distinto es el caso de los placeres, puesto que si, como también se decía en República, el placer se encuentra siempre mezclado con el dolor, porque

«el cuerpo sin el alma y el alma sin el cuerpo y ambos juntos están llenos en sus afecciones de placer mezclado con dolores» [Filebo, 50d],

y, en consecuencia, si tanto las afecciones del cuerpo como las del alma están mezclados con dolor, es preciso que en esa vida mixta de placer y prudencia nos quedemos sólo con los placeres puros, que ni se hallan mezclados con el dolor ni provienen de la remisión de éste; argumento que Platón esgrime contra

«los que dicen que todos los placeres son remisión de dolores» [Filebo, 51a],

y que también Plutarco hará suya en su crítica a la concepción epicúrea del placer [Contra Colotes, 1123A]. Y será en esos placeres puros y sin mezcla, que no son otros que los derivados del conocimiento (la contemplación), la belleza y la verdad donde, según Platón, hallaremos

«un estado y disposición del alma capaces de proporcionar una vida feliz a todos los hombres» [Filebo, 11d],

aunque en tal vida resulte obligado admitir, asimismo, aquellos placeres que también en República se consideraban necesarios para la salud (y que son los mismos, no lo olvidemos, que Epicuro declaraba naturales y necesarios), pero no deben admitirse, en cambio,

«los mayores y más intensos placeres» [Filebo, 63d ],

como dice sorprendentemente Platón refiriéndose –parece claro– a los placeres corporales; y digo «sorprendentemente» por no insinuar, no sin cierta malicia, que se trata de una especie de lapsus freudiano, ya que lo que cabría esperar es que Platón considerase los mayores y más intensos los que el denomina placeres «puros» (que, después de todo, no dejan de ser, interesa subrayar esto, placeres).

«¿Cómo, Sócrates, dirían sin duda [intelecto y prudencia a la sugerencia de introducir en la mezcla esos placeres intensos], los que nos procuran infinitas trabas, alborotando las almas en las que vivimos con su loco frenesí y no permiten en principio que lleguemos a nacer y hacen perecer a la inmensa mayoría de nuestros hijos nacidos, al infundir, por su descuido, el olvido? En cambio, a los placeres que llamamos verdaderos y puros, considerándolos casi como parientes nuestros, y, además de ellos, mezcla los que van con la salud y la templanza, así como los que, tomando parte en el cortejo de toda virtud como en el de un dios, la acompañan por doquier; en cambio, a los que siguen a la insensatez y al resto del vicio, sería un gran absurdo que los mezclase con el intelecto quien quiera ver la mezcla y fusión más hermosas y libres de discordia que sea posible e intentar captar en ella qué es el bien en el hombre y el Universo y vislumbrar cuál su forma» [Filebo, 63d-e].

Mas, en definitiva, la causa última de tal mezcla y la que la convierte en digna de estima, no puede ser otra que el bien, ya que la mezcla implica proporción y medida, que coinciden siempre con la belleza, que constituye, junto con la verdad y la proporción misma, una suerte de trinidad que engendra un bien único, pues el bien se manifestará de una forma u otra según el contexto que tomemos como referencia:

«Entonces, si no podemos captar el bien bajo una sola forma, tomémoslo en tres, belleza, proporción y verdad, y digamos que con todo derecho podemos atribuir a esta sola unidad el ser causa de las cualidades de la mezcla, y que por ella, porque es buena, la mezcla resulta ser tal» [Filebo, 65a].

Pero, al mismo tiempo, esto supone relegar al placer a ocupar el último lugar entre los elementos que constituyen la vida buena y feliz, y afirmar de manera rotunda la supremacía que sobre él tiene, en el establecimiento de tal vida, el intelecto, ya que es evidente –proseguirá argumentando Platón– que el intelecto se encuentra más emparentado con la verdad y con la medida de lo que pueda estarlo el placer. También con la belleza, pues

«aunque nadie ha visto ni ha imaginado que la prudencia y el intelecto, en ningún modo y en ningún sentido, hayan llegado a ser, fueran o vayan a ser feos […] Los placeres, en cambio, y en particular los mayores, cuando vemos a alguien gozando de ellos, al percatarnos de su carácter ridículo o de la extrema indecencia que los acompaña, sentimos vergüenza nosotros mismos y, tratando de hacerlos desaparecer, los ocultamos lo más posible, entregando todo eso a la noche como si la luz no debiera verlo» [Filebo,65e-66a].

Y de este modo venimos a dar a donde sospechábamos que íbamos a hacerlo: estamos hablando del cuerpo y sus placeres, y aún más en concreto, de aquél que se deriva del acto generativo, al que, sin embargo –permítaseme que insista en ello– repetida y curiosamente, Platón califica de placer mayor. Estamos ya muy cerca de lo que luego será la concepción cristiana del placer, tan sospechosamente obsesionada con el sexo.

Ahora bien a estos argumentos platónicos, que, como hemos visto, son recogidos también por Plutarco, cabría presentarles una serie de objeciones. En primer lugar, es cierto que la ausencia de placer no supone, por sí misma, un dolor, y podría pensarse que, por lo mismo, la ausencia de dolor no equivale a un placer, por lo que resultaría erróneo no admitir un término medio entre placer y dolor, o hacer consistir aquél siempre en la remisión de este. Pero, a mi modo de ver, en el argumento se está jugando con dos formas distintas (que podríamos denominar positiva y negativa) de entender el placer y también el dolor. Así, cuando se dice que no sentir placer no equivale a experimentar dolor, se está utilizando un concepto positivo de placer, es decir, se está hablando de una sensación placentera que yo experimento (positivamente) en un momento dado, y dicho así, es evidente que el que yo en este momento no experimente un placer no significa que sufra, entendido el dolor también en sentido positivo, esto es, que esté experimentándolo en este mismo momento por el hecho mismo de no sentir placer. En cambio, cuando se afirma que la ausencia de dolor no supone un placer, éste vuelve a ser tomado en sentido positivo, pero el dolor en sentido negativo, y lo que se dice es que cuando no me duele nada o no sufro por otras razones que no sean de carácter físico, no por ello experimento un placer positivo, es decir, una sensación placentera que habría que suponer permanente en tanto no esté sufriendo. Mas, si también en este caso, el dolor se tomase positivamente y lo que se dijera es que si ahora no es que no sufra, sino que, efectivamente, estoy sufriendo, y que cuando deje de hacerlo experimentaré un placer positivo (un alivio, si así se quiere), yo entiendo que la afirmación sería del todo cierta. Y también lo sería si manteniendo el sentido negativo del dolor utilizo del mismo modo el de placer, porque entonces lo que se estaría diciendo es que la ausencia de dolor equivale a un estado agradable o placentero, en la medida, en efecto, en que no experimento dolor. Así pues, la argumentación de Platón y de Plutarco se establece, entiendo yo, sobre la falacia que supone el uso anfibiológico del término «dolor», entendido en una ocasión positiva (sensación dolorosa) y en otra negativamente (ausencia de dolor) en tanto que se mantiene siempre en sentido positivo (equivalente a sensación placentera) el de «placer», y, de este modo, se puede concluir que no experimentar una sensación placentera no equivale a sentir un dolor (uso positivo), y, al mismo tiempo, que no sentir un dolor, es decir, la ausencia de dolor (uso negativo) no equivale a gozar de una sensación placentera. Si por el contrario, utilizamos los dos términos con un sentido idéntico, positivo, en una ocasión, y negativo en la otra, resultaría palpable, en el primer caso, que dejar de sufrir un dolor conlleva una sensación placentera, y, al mismo tiempo, en el segundo, que la ausencia de dolor equivale a un estado placentero, entendido ahora el placer como sinónimo de agrado o, justamente, como ausencia de dolor. Y yo creo que éste es, precisamente, el sentido en el que Epicuro define el placer como la ausencia de dolor, tomando siempre el placer en un sentido negativo (como equivalente a no experimentar sufrimiento en el alma ni en el cuerpo), y entonces es obvio que la ausencia de dolor conlleva siempre el placer, y ello tanto si el dolor mismo quisiera tomarse de forma positiva, y se dijera que el cese del dolor es placentero (aunque en este caso supondría también una sensación placentera en sentido positivo y real), como si es entendido negativamente, afirmando que no experimentar dolor es placentero.

Que se diga entonces que identificar el placer con la ausencia de dolor es conformarnos con la mitad del placer, que es, en suma, gozar un placer de esclavos, que entienden que el no va más de la vida placentera estriba en ser liberados, es algo a lo que cabría replicar que, como quiera que sea, mejor es la mitad que nada, pero que, en cualquier caso, para gustar los placeres del hombre libre debemos comenzar por dejar de ser esclavos, o lo que es lo mismo, que para dedicar nuestra vida al goce de más elevados placeres resulta imprescindible disfrutar de aquéllos que se derivan de la satisfacción de las necesidades necesarias y no sufrir con el peso de las cadenas con las que nos carga el dolor.

Finalmente, que el placer se halla siempre mezclado con el dolor, es, según entiendo, argumento igualmente débil. En primer lugar, porque es completamente falso que el placer en el momento en que se está experimentado como tal, conlleve dolor. Tal situación es absurda, porque en ese caso el placer ya no sería un placer. (Dejo a un lado al masoquista que cualquiera sabe lo que experimenta.) Y, en segundo lugar, porque aunque diéramos por buena tal mezcla, habría que suponerla inherente a cualquier tipo de placer, no sólo a los del cuerpo y a los del alma mezclados, como dice Platón, sino también a los placeres que él decreta como puros, porque al goce de saber acompaña en todo momento el pesar por lo mucho que se ignora, como al de la lectura la frustración que engendra el hacernos conscientes de lo mucho que nunca vamos a poder leer; al goce de la verdad el trabajo y el pesar que conlleva el hallarla; al disfrute de la belleza, el sufrimiento de hallarnos privados de ella. El único momento en que nos hallaremos libre de todo pesar es cuando nos saquen de este mundo con los pies por delante.

Por lo demás, repárese en que tanto la crítica de Platón como la de Plutarco no se halla referida al placer en cuanto tal, sino que lo que ambos hacen es decretar la superioridad de unos placeres sobre otros (los del espíritu sobre los del cuerpo), mas sin dejar de considerar deseable el placer mismo. Y es muy discutible que esto suponga invalidar la posición de Epicuro, del que también podría pensarse que admite, asimismo, la superioridad de los placeres derivados de la vida contemplativa y se limita a reclamar y a establecer la satisfacción de los deseos y placeres necesarios, junto con la ausencia de dolor, como las condiciones mínimas exigibles para la vida feliz.

Y aún más discutible resulta que Platón hiciera justicia a Epicuro si alguien piensa que también él es de

«aquéllos que carecen de experiencia de la sabiduría y de la excelencia y que pasan toda su vida en festines y cosas de esa índole son transportados hacia abajo y luego nuevamente hacia el medio, y deambulan toda su vida hacia y otro lado; jamás han ido más allá de esto, ni se han elevado para mirar hacia lo verdaderamente alto, ni se han satisfecho realmente con lo real, ni han disfrutado de un placer sólido y puro, sino que, como si fueran animales, miran siempre para abajo, inclinándose sobre la tierra, y devoran sobre las mesas comiendo y copulando; y en su codicia por estas cosas se patean y cornean unos a otros con cuernos y pezuñas de hierro, y debido a su voracidad insaciable se matan, dado que no satisfacen con cosas reales la irreal parte de sí mismos que las recibe» [República, IX, 586a];

por el contrario, lo que habríamos de concluir es que más bien es preciso colocar a Platón en el grupo de aquéllos de los que se queja Epicuro porque «desconocen nuestra doctrina o no están e acuerdo con ella o la interpretan mal». Y, por supuesto, también Plutarco se halla aliado con éstos. Es más: hasta es muy posible que ni Platón ni Plutarco hagan justicia, no ya a Epicuro, sino ni siquiera al propio Aristipo, por más que éste entienda el placer en un sentido mucho más positivo y cinético, y no reniegue, sino todo lo contrario, de los placeres corporales, que considera un bien que ha de ser buscado por sí mismo y para ser gozado en el momento presente y actual. Sin embargo, eso no supone ni el desprecio de los placeres del espíritu ni la renuncia a ellos, sino más bien parece que Aristipo entiende la satisfacción del cuerpo como condición indispensable para poder gozar de éstos. Ni tampoco considera Aristipo que exista la menor contradicción entre el placer sensible y el aspirar a una vida recta y virtuosa, porque, como decía:

«nada impide que uno viva regaladamente, y al mismo tiempo bien» [Diógenes Laercio, Vida de los más ilustres filósofos griegos, II, 8: 3],

y de hecho, según refiere también Diógenes Laercio:

«Instruía a su hija Areta con excelentes máximas, acostumbrándola a despreciar todo lo superfluo» [II, 8: 5];

y, por último, tampoco era ajeno a la necesidad insoslayable de ser dueños de nuestros placeres, ejerciendo sobre ellos un control continuo y permanente,

«pues el contenerse y no dejarse arrastrar por los placeres es laudable, mas no el privarse de ellos absolutamente» [Diógenes Laercio, II, 8: 7];

y así pudo replicar a quien le reprochaba haber entrado en casa de una meretriz:

«No es pernicioso el entrar, sino el no poder salir» [Diógenes Laercio, II, 8: 4].

Y conste que si recojo esta noticia es porque tal es la anécdota mediante la cual Aristipo pone de manifiesto de forma tan gráfica y acertada ese control sobre nuestros placeres al que, como repetidas veces hemos señalado, resulta del todo imprescindible aspirar, mas no porque yo encuentre dotada de algún interés la «entrada» misma a un lugar tal, y no por exceso de escrúpulos o graves ataques de puritanismo, sino porque no me cabe la menor duda de que el último lugar donde podemos abrigar la esperanza de encontrarnos con Venus es una casa de putas (si se quiere, y para no ofender a nadie, dado que vivimos en la época de los eufemismos, diré de «trabajadoras del sexo»).

Como quiera que sea, lo que resulta obvio, según creo yo, es que ni las críticas de Platón ni las de Plutarco rozan siquiera al placer mismo ni logran demostrar que resulte absurdo o inconsistente su identificación con el bien o tenerlo, siquiera, por algo bueno, porque toda su argumentación se dirige a tratar de probar y, en consecuencia, a establecer la superioridad de unos placeres sobre otros, por lo que, en último término, podría decirse que también ellos entienden el placer como fin último y deseable, de tal manera que existen razones de peso para sostener que son igualmente hedonistas, a menos que arbitrariamente se haga un uso tan restringido del término «placer» que lo deje limitado en exclusiva al goce carnal, en cuyo caso tampoco sería hedonista Epicuro y acaso ni siquiera Aristipo.

Ahora bien, yo (sin renunciar en modo alguno a esos que llaman «placeres del espíritu») estoy dispuesto a ser más sensualista que Epicuro y al menos tanto como Aristipo, y no me arredran las críticas de Plutarco ni las de Platón. A mi el que los placeres sensuales no nos diferencien del resto de los animales, no me parece argumento para renunciar a ellos (y no hablo únicamente de los naturales y necesarios, a los que no podríamos renunciar aunque quisiéramos), porque yo, al menos, no me encuentro poseído por el prurito de no considerarme un animal, y verme como un reino aparte, al que están reservados no sé qué grandiosos paraísos. Pero es que, además, ni siquiera es cierto que entre el placer animal y el humano no exista ninguna diferencia, porque la hay, y absolutamente esencial: en el ser humano el placer se halla mediado siempre por la inteligencia, y se goza, a partes iguales, con la mente y con el cuerpo, del mismo modo que de aquéllos otros placeres que tienen su origen en nuestra dimensión racional recibe igualmente el cuerpo su parte de satisfacción. Sólo un férreo y absurdo dualismo puede concluir que mente y cuerpo son dos instancias absolutamente distintas y radicalmente separadas: ruin el uno, divina la otra, de tal modo que los goces de ésta son siempre tan divinos como ruines son los de aquél. Pero es lo cierto que cualquier goce de carácter corporal se halla siempre mediado y hasta establecido y posibilitado por la dimensión espiritual o cultural del ser humano (la gastronomía o la enología no son, sin más, las artes de comer y beber hasta saciarse), y, a su vez, cualquiera de esos placeres denominados «espirituales» sólo puede ser gozado por mediación del cuerpo. (Los difuntos no gozan de muchos placeres, ni siquiera de aquéllos más excelsos y espiritualizados.) Y esto nos conduce, como corolario obvio a lo que acabamos de decir, a una cuestión de suma importancia y que deliberadamente he postergado hasta este momento: y es el sentido de la distinción misma establecida entre «placeres sensuales o corporales» y «placeres culturales o espirituales». Porque, si lo que decimos es cierto, entonces tal distinción es puramente gratuita y metafísica, y eso sencillamente debido a la imposibilidad de mantener tal dicotomía en sentido estricto. Mas es lo cierto que se mantiene. Y lo hacen todos. No ya los que como Platón o Plutarco reniegan del cuerpo, sino también el mismo Epicuro y, quienes, como Aristóteles, se muestran más tolerantes con los placeres en general y no son tan drásticos en su repudio de los sensibles.

Aristóteles parece pensar, en efecto, que el placer es un bien; no, seguramente, el bien supremo, pero un bien, al cabo, un elemento que «perfecciona la actividad», pues consiste en

«una actividad de la disposición de acuerdo con su naturaleza»[Ética a Nicómaco, VII, 1153a],

esto es, en llevar al acto un hábito o una disposición natural, en realizar o actualizar las capacidades naturales propias de cada ser (porque, presumiblemente, no hablamos sólo del ser humano). Y

«Puesto que toda facultad de sensación ejerce su actividad hacia un objeto sensible y que tal facultad, cuando está bien dispuesta, actúa perfectamente sobre la más excelente de las sensaciones (pues tal parece ser, principalmente, la actividad perfecta, y no hay diferencia si consideramos la facultad misma o el órgano en que reside) se sigue que la mejor actividad de cada facultad es la que está mejor dispuesta hacia el objeto más excelente que le corresponde, y esta actividad será la más perfecta y la más agradable. Pues toda sensación implica placer (y esto vale, igualmente, para el pensamiento y para la contemplación), si bien es más agradable la más perfecta, y la más perfecta es la del órgano bien dispuesto hacia el mejor de los objetos, y el placer perfecciona la actividad» [Ética a Nicómaco, X, 4 1174b].

Y si es así que el placer acompaña a la sensación, y asimismo lo es también que la actividad es tanto más agradable cuanto más excelente sea el sentido responsable de ella y el objeto al que se dirige, y si excelentes son tanto el que siente como lo que se siente, entonces, de tal actividad y de tal sensación, resultarán siempre inseparables el placer.

«Por consiguiente, siempre que el objeto que se piensa o se siente sea como debe, y lo sea, igualmente, la facultad que juzga o contempla, habrá placer en la actividad» [Ética a Nicómaco, X, 4, 1174b].

De este modo –prosigue argumentando Aristóteles–, dado que la vida es una actividad, cabe pensar que todos los hombres desean el placer porque todos desean vivir, con independencia de que cada uno de ellos oriente su vida y su acción hacia aquellas cosas que prefiere,

«y como el placer perfecciona las actividades, también el vivir, que todos desean. Es razonable, entonces, que aspiren también al placer, puesto que perfecciona la vida que cada uno ha escogido» [Ética a Nicómaco, IX, 4, 1175a].

Es más, no es sólo que el placer perfeccione la actividad, o que

«el placer alienta la realización de aquello en que él se origina»,

sino que, además, como añadirá Aristóteles inmediatamente después de estas palabras,

«si un hombre realiza cosas honestas y dignas con placer, será un hombre bueno; pero si lo realiza con dolor o pena, no será un hombre bueno. Porque el dolor es el compañero de las cosas hechas por imposición; de manera que si un hombre siente pena al realizar cosas buenas y nobles, ello es señal de que las hace por imposición externa a su voluntad; y quien hace las cosas forzadamente y en contra de su voluntad, no es él mismo bueno. Además, nadie puede realizar los actos virtuosos sin que su realización vaya acompañada de pena o de placer: la indiferencia es aquí imposible. ¿Por qué motivo es esto así? Porque la virtud se verifica en el mismo nivel de la pasión o el sentimiento; y en toda pasión sentimos pena o placer, y no estamos en ella indiferentes. Luego es evidente que también la virtud va acompañada de pena o placer. Ahora bien, si un hombre virtuoso realiza las cosas con pena, no es un hombre bueno. La virtud no puede ir acompañada de penalidad: por tanto, debe ir acompañada de placer. El placer, pues, lejos de ser un impedimento a la acción, es un estímulo de la misma; y la virtud no puede en manera alguna existir fuera del placer que ella misma produce» [Gran Ética, VII].

Ahora bien, si el placer perfecciona la actividad, entonces actividades distintas tendrán como acompañamiento placeres distintos, y como quiera que hay actividades buenas y malas, dignas e indignas, y hasta indiferentes, otro tanto ocurrirá con los placeres, es decir, no sólo existen goces distintos, sino también buenos y malos, dignos e indignos. Mas del hecho de que existan placeres malos es absurdo concluir, piensa Aristóteles, que el placer, como tal, sea malo. Lo serán –afirma– aquéllos propios de una «naturaleza mala», o los que consideran tal « los que son corrompidos» (o acaso, podríamos decir también, los que se engañan y consideran, erróneamente, estar desarrollando de manera adecuada sus capacidades), pero no el placer en general. Del mismo modo que el hecho de que el placer no sea lo mejor no implica, como quieren algunos, que sea malo:

«La fortaleza, por ejemplo, no es lo mejor de todas las cosas. ¿Deja por ello de ser una cosa buena? La consecuencia parece realmente un absurdo. Análogamente con las demás virtudes. No hay, pues, una mayor razón para denegarle al placer la bondad, apoyándose en que no es lo mejor de todo» [Gran Ética, VII].

Mas si son diversos los placeres, siempre cabe preguntarse cuál es el propio y específico del hombre, aquél mejor y, en sentido estricto, más verdaderamente placentero.

«¿No está claro a partir de las correspondientes actividades? [pregunta, a su vez, Aristóteles]. Pues los placeres acompañan a las actividades. Por consiguiente, tanto si es una como si son muchas las actividades del hombre perfecto y feliz, los placeres que perfeccionan estas actividades serán llamados legítimamente placeres propios del hombre, y los demás, en un sentido secundario y derivado, así como las correspondientes actividades» [Ética a Nicómaco, IX, 5, 1176a].

Mas ya sabemos que la actividad que, según Aristóteles, es propia y específica del hombre es el ejercicio de la razón, por lo que el placer supremo para él, y en el que encuentra su felicidad, es la contemplación, la vida teorética o contemplativa, esto es, los placeres derivados del intelecto o del espíritu –como dicen algunos–. Y añádase a ello que es evidente, según Aristóteles, que los placeres del cuerpo nacen de la satisfacción de una necesidad, y, por tanto, de la restauración de una deficiencia, en tanto que los derivados del intelecto sólo hacen su aparición «cuando el natural estado del cuerpo es restablecido»:

«Es, pues evidente, que los placeres que nacen de la vista, el oído y el pensamiento, serán lo mejor, ya que los placeres corporales son el resultado de la plenitud natural restaurada» [Gran Ética, VII].

Repárese, sin embargo, que la posición aristotélica no sólo no supone recusación alguna de los placeres corporales, sino que incluso la satisfacción de aquellas necesidades en los que éstos tienen su origen (y, por tanto, los placeres corporales mismos) se consideran algo del todo imprescindible antes de dar el paso a los placeres propios del intelecto (lo que no es, sino, puro y simple sentido común, en contra de lo que puedan pensar Plutarco y algunos otros). Y lo que resulta, desde luego, no menos obvio es la inclusión del placer en el conjunto de las cosas buenas. Más aún:

«toda actividad del bien va acompañada de un placer; de manera que, puesto que el bien es predicable de toda categoría, también el placer deberá ser predicable. De modo que concluimos que, al igual que las cosas buenas y el placer se hallan juntamente, y que el placer que procede de las cosas buenas es verdaderamente un placer, todo placer es una cosa buena» [Gran Ética, VII].

A tenor de lo visto, parece claro que no sólo no existe en Aristóteles el menor rechazo del placer (con independencia de que considere, como consideramos todos, repudiables lo que nacen de acciones perversas o indignas), sino que también confirma nuestra sospecha de la estrecha relación entre eudemonismo y hedonismo (a menos, insistamos una vez más, que se opte por identificar, de modo enteramente gratuito, hedonismo con voluptuosidad), porque si es cierto (y parece que, en efecto lo es) que, como afirma el propio Aristóteles,

«el verdaderamente feliz vivirá también en un máximo placer» [Ética a Eudemo, VIII, 3, 1249a];

entonces tanto podría decirse que el hedonismo es una variedad del eudemonismo, como al revés,

«porque la felicidad, siendo la más bella y la mejor de todas las cosas, es también la más agradable» [Ética a Eudemo, I, 1, 1214a];

y no creo que Aristóteles tuviera el menor inconveniente en decir que es, asimismo, la más placentera; y esto le aleja considerablemente de posturas como las defendidas por Platón o por Plutarco, porque aunque, finalmente, todos vienen a coincidir en considerar como verdadero y perfecto placer el que tiene su asiento la inteligencia y no el del cuerpo, sin embargo, en el caso de Aristóteles, éste último no es declarado, como hacen Plutarco o Platón, indigno, perverso, innoble o vergonzoso, sino, meramente, «secundario y derivado». Mas, como quiera que sea, en ninguno de ellos existe un rechazo del placer como tal, ni la negación de que constituya un objetivo bueno y deseable; ni existe, por tanto, una refutación del propio hedonismo, que más bien todos parecen asumir (salvo esa restricción del término a la que nos referíamos y que resulta, según entiendo, tan gratuita como injustificada). Lo que, desde luego, existe en todos (y no me refiero únicamente a los tres filósofos de los que hablamos) es el establecimiento de una dicotomía cuerpo / espíritu y, consiguientemente, placeres corporales / placeres espirituales. Mas, como decía, es esa dicotomía misma la que puede comenzar por ser discutida.

Obviamente, puede decirse que los placeres corporales son aquéllos que tienen como finalidad la satisfacción de la carne (equiparándonos, así, a los animales), en tanto que serán espirituales los que causan agrado a nuestra dimensión intelectiva (lo que no sitúa, al parecer, muy por encima del resto de los seres vivos). Podría incluso introducirse alguna clarificación terminológica en todo esto si conviniésemos en denominar «voluptuosidad» al placer obtenido por la satisfacción del cuerpo, dejándole al términos «placer» un más amplio radio de acción en el que quedarían incluidos no sólo los placeres voluptuosos, sino también aquéllos que tiene su origen en nuestra parte intelectiva, y a los que, siguiendo a Aristóteles, podríamos denominar «contemplación». Ahora bien, tal distinción a lo más que alcanza es a una clasificación de distintos tipos de placeres (y llegado el caso, como hacen muchos, a decretar la superioridad de los segundos que serían, por tanto, más perfectos completos y preferibles); pero dicha clasificación, que podría continuar dibujándose dentro de los dos tipos, pues ni en el caso de la voluptuosidad son similares los placeres del gusto o los del tacto, como no lo son en la contemplación los derivados de la música y los del pensamiento, en modo alguno conlleva el establecimiento de dos instancias del todo separadas y esencialmente distintas, y menos el que una haya de ser vista como baja y despreciable, y grandiosa y sublime la otra. Y si alguien persiste en afirmarlo, aferrándose a ese dualismo metafísico tan platónico y tan cristiano, yo me conformaré con que me señale un solo placer que se goce únicamente con el espíritu o con el alma y no con el cuerpo. Argumenta Plutarco, como ya señalábamos, que obtenemos placer en pocas partes, mas en todas podemos sentir dolor, pero yo confieso mi admiración y mi sorpresa ante el hecho de que el fuese tan fino catador de placeres y dolores. Es verdad que cualquier parte de nuestro cuerpo puede dolernos, pero también lo es que cualquiera de ellas puede experimentar placer, aunque no sea otro que el derivado del cese del dolor o de la incomodidad que nos provoca la zona afectada. Mas aunque asimismo es cierto que entendiendo el placer en un sentido positivo no todos los órganos de nuestro cuerpo son susceptibles de proporcionarnos un placer particular, es obvio, igualmente, que así como cuando experimentamos un dolor localizado nos duele, en realidad, el cuerpo entero, y poco deseo experimentamos en movilizar aquellos órganos capaces de producirnos un placer específico (pues en ese caso tal vez bastaría con provocarnos un placer para olvidarnos de un dolor, o siquiera compensarlo), del mismo modo, cuando experimentamos placer es nuestro cuerpo todo el que está satisfecho y participa del goce que se genera en un órgano específico.

Dice Espinosa que

«llamo placer o jovialidad al afecto de alegría que se refiere a la vez al alma y al cuerpo» [Éthica, III, 11, esc. a],

por más que inmediatamente añada que en el placer, lo mismo que en el dolor, siempre hay una parte del hombre más afectada que las otras, en tanto que la jovialidad o melancolía todas ellas son afectadas por igual, lo que seguramente es cierto, siendo jovialidad y melancolía afectos más difusos y vagos que el placer y el dolor; y aunque asegure incluso que, en último término, las cuatro son especies de la alegría y la tristeza que se hallan referidas «principalmente al cuerpo» [III, afec. 3 b], lo que resulta ya más discutible, en tanto pudiera pensarse que lo que se quiere decir es que hay algunas de tales especies que no lo están o que pudieran no estarlo. Es evidente que desde la postura que nosotros estamos defendiendo, comenzamos por rechazar el dualismo alma / cuerpo, pero no es malo contar con el apoyo de Espinosa para hacer frente a quienes establecen lo que para ellos parece ser una tan clara diferenciación entre los placeres del alma y los del cuerpo, como si fuese obvio que, aún admitiendo dicho dualismo, pudiera pensarse que algo referido al cuerpo pudiera dejar de afectar a al alma, o que algo que afecta a ésta ninguna repercusión tuviese en aquél. Y si quiere entenderse por placeres del alma aquéllos que Platón llamaba placeres puros, tales como la contemplación, la belleza o la verdad, la pregunta inmediata que debemos formularles es si acaso cualquiera de tales placeres del alma son posibles sin el cuerpo que le informa de los objetos que habrán de causarle placer. ¿Acaso las sensaciones de las que se generan los goces puros no son posibilitadas por el cuerpo? ¿Podría el alma gozar de ellos sin él?

Lo cierto es que sentimos placer y dolor con todo el cuerpo (no con el alma), porque quien goza y quien sufre es siempre nuestro cerebro, y no sé yo por qué motivo el placer que obtiene de un concierto barroco ha de ser considerado sutilísimo y grandioso –y espiritual, por añadidura–, en tanto que es siempre miserable, grosero y soez el derivado del amor. Y además, ¿en nombre de qué se nos exige renunciar a cualquiera de ellos?

Así pues, enlazando ahora lo que hemos dicho del placer con el el deseo, entiendo yo que si los objetos deseables son ambivalentes; si vigilado el desear por la razón –o vigilada, en ocasiones, la razón a sí misma–; si somos dueños de nuestros deseos, y no súbditos; si dirigidos éstos a cosas o metas que a nadie perjudican, y si, finalmente, orientado al futuro, a lo posible y hacedero, termina por constituirse en deseo no sólo bueno, sino también inteligente, entiendo que es injusto constreñirlo en las mallas de una moralina tan falsa como hipócrita, que trata de convencernos de que todo aquello que resulta gozoso o placentero es –por definición–malo o ruin, bajo e impropio de no se sabe muy bien qué alta espiritualidad a la que estamos llamados. A donde sin duda se nos llama es al morir, y con más premura, por larga que haya de ser nuestra vida, de lo que quisiéramos. Y haríamos bien en no olvidarlo.

Viue memor leti, fugit hora, hoc quod loquor inde est.
«Vive pensando en la muerte, el tiempo vuela, esto que te digo ya es pasado»
[Persio, Sátiras, V: 153].

¿Y acaso este breve paréntesis que nos ha tocado en suerte es preciso –o virtuoso– adobarlo con más incomodidades y desdichas que aquéllas que nos acechan a diario sin que esté en nuestra mano el atenuarlas o eludirlas? No predico un burdo sensualismo y menos aún (¿habrá que repetirlo?) una entrega a las pasiones que termine por convertirnos en simples monigotes movidos por ellas, pero siempre que un placer sea justo, sea gobernado por mí y se halle constreñido en los límites de lo moralmente admisible, a ninguno renuncio, ni de la carne ni del espíritu. Y quien otra cosa opine, allá se las componga como me las compongo yo, que si por ello no he de ser santo, sino pecador, me consolaré pensando con Oscar Wilde que seguramente

«La única diferencia entre el santo y el pecador es que el santo tiene un pasado y el pecador un futuro».

Y volviendo al deseo, injusto resulta asimismo –y acaso aún más que injusto, gratuito– entender el deseo –al modo de Platón o los estoicos– como una carencia y como manifestación de nuestra imperfección o debilidad. Desde luego, es claro que uno sólo desea algo cuando está falto de ello, mas eso no significa que por fuerza carezca de aquello que desea, sino que muchas veces sucede justo al contrario –si es que el deseo ha de tener como objeto algo posible y hacedero–: si deseamos algo es porque disponemos de los medios para satisfacer tal deseo. Y, en cualquier caso, cuando la carencia se entiende en términos mucho más generales, como sinónimo de incompletud y prueba de nuestra poquedad, el asunto ya no es meramente absurdo, sino que toma el cariz de la completa ridiculez: no somos dioses, sino humanos, y como tales sujetos de una serie de necesidades (y entre ellas cuento también las de carácter espiritual) cuya satisfacción es, a menudo, una de las razones fundamentales por las que la vida merece la pena ser vivida. Y, de todos modos, ni siquiera la divinidad es por completo ajeno al deseo, porque si Dios posee voluntad también se halla dotado de la capacidad desiderativa: al fin y al cabo, ¿no existe el mundo porque él ha deseado que así fuese? Convengamos en que no ha ganado nada con crearlo (más bien parece que se ha puesto en evidencia), pero, en cualquier caso, la existencia del mundo nace del deseo divino. (Naturalmente, todo esto es hablar por hablar, porque sabido es que Dios no existe.)

¡Qué empeño muestran alguno en amargar la vida al prójimo! Bastante desgracia tenemos,

«Pues nada hay sin duda más mísero que el hombre
de todo cuanto camina y respira sobre la tierra» [Ilíada, XVIII, 201-202],

como para que, además, nos quiera despojar no sólo del placer, sino también de la dicha y la ilusión nacidas del desear.

 

El Catoblepas
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