Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 62 • abril 2007 • página 7
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Introducción
En relación con la temporalidad en la ética, es posible distinguir tres acepciones o dimensiones de la responsabilidad: 1) la retrospectiva, que remite al pasado, en el cual presumiblemente el sujeto moral se halla vinculado o afectado por un hacer pretérito que le señala; 2) la prospectiva, que extiende la acción y la responsabilidad hacia un futuro, de corto o largo alcance, el cual escapa irremisiblemente de sus manos; y 3) la perspectiva, la cual, fijada en el presente, le hace dueño de sí mismo, acreditándole asimismo como persona capaz de hacerse cargo de la situación y la circunstancia, siempre dentro de sus posibilidades.
Las tres dimensiones enunciadas concurren en el trayecto existencial del hombre y tienen su propio peso. Veremos a continuación si la relevancia de todas ellas es conmensurable (o equiparable), si están a la misma altura y nivel, si contamos con ellas en la misma medida y si son, en fin, igualmente decisivas en el dominio de la moral. En especial, nos interesa examinar ahora la repercusión que tiene en la responsabilidad moral.
Avanzo, respecto a las derivaciones de cada dimensión, la idea principal de este examen, que es esta: la dimensión prospectiva transforma la responsabilidad en culpa, y la retrospectiva la hermana con la deuda, de manera que sólo una responsabilidad que habla en primera persona del singular y en el momento de los hechos puede responder del actuar concreto, de la acción. Así pues, sólo la perspectiva presente de la situación puede abarcar cabalmente el brazo de la responsabilidad, el cual es largo, pero no tanto como para envolver todo lo que pasó o puede llegar a pasar (ni aun, en rigor, el escenario inmenso de lo que pasa).
Se trata en unos casos –los dos primeros– de unas envergaduras en verdad inabarcables sin más, que superan la medida de lo humano y que en su desmesura lo abruman, hasta el punto de empequeñecerlo y reducirlo en un ser abandonado ante el abismo ignoto e inquietante de lo eterno, Porque, ¿cuándo empieza el pasado? ¿Y cuándo termina el futuro? Y viceversa.
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El peso del pasado
Si para asumir la responsabilidad moral debe de contarse con lo que somos, y no más, con lo que se tiene y dispone, saliendo al mundo bien dispuestos, ligeros de equipaje, con lo justo, con lo puesto..., entonces, acaso alguna (o varias) de las tres figuras o caras del tiempo mencionadas deba ser juzgada sin dificultad como una carga inasumible, por estar demasiado gravada o sobrada, es decir, por estar de más. Tal circunstancia queda patente cuando meditamos sobre el peso del pasado.
El pasado es, por lo pronto, lo que ya no tiene remedio ni arreglo. Desde el punto de vista moral, desde la perspectiva de la acción, lo hecho, hecho está: la acción cumplida no tiene marcha atrás.{2} Poco más puede admitirse con sentido, racionalmente. Si nos dejamos llevar, en cambio, por la flotante evocación del sentimiento, la situación es distinta. Ya no hablamos entonces, ni en rigor, de acciones sino de recuerdos de acciones, de la presumible necesidad, o imperativo, de recordarlas.
Como consecuencia de esta perspectiva sentimental del asunto, las acciones se tornan reacciones, esto es, modos de reaccionar frente a lo que se hizo, o no se hizo, aunque en esta ocasión no lo tengamos delante sino detrás. Ocurre que, en contacto con el pasado, los sentimientos se contraen. En otras palabras: cuando domina la retrospectiva moral, la deuda entra en escena y ocupa el lugar de la acción.
Un vago sentimiento de acabamiento y de renuncia se oculta tras la rendición de cuentas que impele la deuda. El sujeto aparece, entonces, perdido en un mar de denuncias y de reclamaciones que no puede atender al mismo tiempo, porque su tiempo, que siempre es presente y actual, no puede con tanta presión ni con tanto volumen: el tiempo, hinchándose ante él, le azota con la violencia de un temporal. El tiempo se erige así en pura exageración. El sujeto, mientras tanto, queda extraviado, y no es improbable que llegue hasta a declararse en bancarrota moral, vencido, desahuciado, con la facultad de responder mermada, a la vez que urgido a admitir su responsabilidad.
En la dimensión retrospectiva de la ética, el sujeto moral tiene todas las de perder porque trata y negocia con lo ya perdido. Pensemos en la inocencia, en la infancia, en los seres queridos ya muertos, en nuestros antepasados, en nuestra historia... Todo ello, representado de nuevo, llama a las puertas de la conciencia, de modo similar a como los espectros en las obras de W. Shakespeare aparecen ante los personajes de la tragedia, recordándoles una promesa incumplida, pasando factura, reclamándoles espacio, que les hagan sitio, pues desean seguir actuando e influyendo sobre lo vivo y los vivos: «¡Escucha, Hamlet, escucha, si has amado jamás a tu querido padre!»
Y es que cuando el pasado sobreviene, lo hace de golpe, sobresalta siempre, e intimida, asaltando nuestro interior, violando la intimidad. Sobre semejante escenario puede armarse una soberbia figuración, en forma de drama y comedia, o encontrar la fuente de la que manan argumentos literarios que viven de la memoria, o aportar materia en las largas sesiones de un psicoanálisis, situaciones que se sostienen por lo que unos recuerdan y otros escuchan o leen. Pero el valor ético de una retrospectiva moral es muy incierto, poco fructífero, desconsolado y muy reservón, disminuido para la argumentación y la deliberación –piezas básicas del discurso ético, paso previo para la decisión–, pues en la retrospectiva moral hay ciertamente llamada, pero es incierta la respuesta.
Ajena a la reciprocidad, en la retrospectiva moral, la demanda es sólo una orden que debe cumplirse. La deuda de esta manera contemplada no acepta discusiones, y exige un pago y una entrega, comúnmente del propio deudor ofrecido en sacrificio. ¿Qué otra cosa se puede hacer con y por el pasado si nada puede hacerse ya en él?
Es posible recrearse en el ayer, como clama la responsabilidad retrospectiva, y adoptar una actitud de fútil desagravio ante el otro (o lo otro) dañado y ofendido en el pasado, exigiendo una reposición de lo sucedido ante sí mismo y ante los otros del presente. Semejante representación escenifica una genuina ética de la repetición, que es algo más que una consolación, pero menos que una alegría. En la retrospectiva de la moral, no es posible experimentar contento o alegría, aunque sí satisfacción, y aun felicidad, por el deber cumplido.
Resulta que la alegría es instantánea e inmediata, la felicidad, en cambio, de largo recorrido. No experimentamos el contento, o la alegría, por lo que hicimos, sino por lo que hacemos y porque somos. Lo más que podemos hacer con los momentos del pasado es contentarnos con ellos, lo cual supone una triste versión del conformarse o del complacerse, especies debilitadas del contento. Nos contentamos –y conformamos– con nuestro pasado por haberlo vivido; ya lo cantó la milonga: «¡qué lindo haberlo vivido, para poderlo contar!»
Pero el verdadero contento aparece en el hecho de vivir y de sentirse bien, circunstancias que precisan siempre del presente, con el que contamos para existir. La felicidad, en cambio, es acumulativa. Por esta razón, podemos invertir en felicidad, pero no en contento{3}. Somos felices rememorando momentos ya vividos, y es precisamente en la evocación cuando comprendemos que fueron momentos felices, aunque acaso entonces no fuimos conscientes de aquella dicha, o se nos pasó… Hay en toda añoranza un lunar que descubre una huella de melancolía, la cual imprime a la felicidad una marca de pesadumbre que no lo puede evitar. A veces, con respecto al pasado, sentimos nostalgia.
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Nos falta el futuro
A diferencia del pasado, el futuro no está de más, sino de menos, por ser contemplado invariablemente como aquello que falta y está por-venir. En esta cara del tiempo, la responsabilidad moral afronta la dimensión prospectiva del asunto. En ella atendemos no a lo que ha ocurrido, sino a lo que, presumiblemente, vendrá. Los protagonistas del futuro componen necesariamente el conjunto de aquellos que vendrán, los que nos sucederán, de nuestros descendientes, como suele decirse a menudo, delatando en ese punto un tono asaz familiar, acaso afectivo y afectado en demasía. Si la visión retrospectiva de la responsabilidad hace patente una actitud moral rendida, casi de derrota, propia de quien se enfrenta a una situación superada, en la dimensión prospectiva no es extraño advertir una actitud arrogante y presuntuosa por parte de sus promotores o simples usuarios, característica, en cualquier caso, de quien se tiene por capacitado y con poder para determinar nada menos que lo venidero.
Bajo tal persuasión, el discurso de la responsabilidad adquiere unas maneras trascendentes, ocupante de estadios todavía por fijar, que lo instalan casi milagrosamente en el más allá, o, al menos, con semejante pretensión opera. Porque, ciertamente, una incierta vocación determinista palpita en la acción de pensar que los hechos y los actos del presente prefiguran necesariamente los del futuro, que nuestros pasos de hoy presagian lo que sucederá mañana. Un individuo sólo llega a sentirse responsable moral de lo que devendrá si cree que los hechos deberían ser de una determinada forma, distinta de como en realidad serán. Mas, ¿cómo puede saber ambas cosas al tiempo?
Ha llegado a elevarse a estatus de argumento categórico el argüir que la prospectiva de la responsabilidad se pone de manifiesto, se prueba, en el momento en que, por ejemplo, damos por hecho que un padre es plenamente responsable de su hijo. Dejando al margen el muy controvertible recurso a la fundamentación paternalista de la responsabilidad que dicha tesis comporta –y que con facilidad toma forma de paternalismo de Estado{4}–, sí afirmo ahora que la responsabilidad paterna para con el hijo, si bien existe, no es total ni a perpetuidad, sino limitada en espacio y tiempo, en aquello que cae bajo la esfera del poder-hacer; en rigor, hasta el momento en que el vástago adquiere la mayoría de edad moral y se hace cargo de sí mismo.
No es el padre responsable de la inteligencia del hijo, de su temperamento, de que le quiera o no, de que ame o no a los demás, y de qué manera, de lo que llegue a ser a lo largo de su vida, o aun de que pueda llegar a reprocharle algún día el hecho… de haber nacido{5}. Sostener lo contrario –esto es, que es responsable de todo esto e incluso de más cosas todavía– significa abonar el terreno de la ilusión y la culpabilidad, no de la acción y la responsabilidad. Cuida, en rigor, el padre del hijo para que éste aprenda a cuidar de sí mismo. Asume ser responsable moral del vástago, pero no a perpetuidad, sino hasta que él pueda serlo por su cuenta. Es el hijo (moralmente) heredero del padre, pero por lo que éste asume, no por lo que aquél trasfiere.
Desde la perspectiva de la responsabilidad no puede haber espacio para la culpa y la dependencia, sino para el enriquecimiento moral en y para la autonomía de los individuos. La culpa, tan ajena a la acción como la deuda, también se presenta en la moral de la mano del sentimiento{6}. Porque, en puridad, es culpable quien se siente culpable, quien suma a su debe la existencia entera de lo que deviene, pero, sobre todo, de aquello que está por venir, cargando en su cuenta la contabilidad de los fenómenos y el decurso del destino. El peso de la culpa, se mire como se mire, ha sido siempre descomunal y desproporcionado, además de innecesariamente cruel para los individuos, al menos en el sentido en que hablaba Nietzsche de la crueldad producida por una animosidad resentida y un sufrimiento innecesario{7}.
Sentirse culpable no resuelve nada, nada enmienda ni corrige, sólo obtiene como resultado que el sujeto se sienta mal. Aunque semejante captura o botín pueda significar para algunos algo muy reconfortante y consolador –hecho de interés para la psicología o la psicopatología, más que para la ética–, se trata de una circunstancia de nulo valor moral. Identificar el estado de ánimo doliente y afligido, el sufrimiento y la angustia, con la corrección o la recuperación moral, es decir, con un programa de moralidad basado en la virtud y lo bueno, supone una profunda corrupción de la ética, por dejar aparte consideraciones de rango lógico, como pueda ser la incoherencia que comporta concebir el bien estando mal, o denominar «bien» aquello que significa mal.
Desde Martin Lutero a Martin Heidegger, en el ámbito de la teología y/o la ontología, poderosas fuerzas del intelecto parecen haberse aunado para sellar la existencia humana con el estigma de la culpa. Culpa que, bien mirada (si es ello posible), poco o nada tiene que ver con la acción, o con el hacer, y sí mucho con el ser originario. Según el Reformador, la culpabilidad del hombre no proviene del hecho culposo, ni en su mano está el limpiar la mancha (como toda el agua del océano no sería suficiente para lavar la mano infame de Macbeth que asesinó el sueño, el inocente sueño), porque las obras no consiguen nada en el camino hacia la salvación eterna; sólo la fe lo autoriza, todo lo demás es sólo artificio y simulación.
Para Heidegger, el estado yecto, de caída, es primitivo en la caracterización del «ser ahí», en la naturaleza nativa del hombre{8}. El «ser deudor» es entendido por el rector de la Universidad de Friburgo como algo consustancial a la misma existencia. Quiere esto decir que no llega el hombre, en rigor, a hacerse deudor, sino que lo es, haga lo que haga. Porque hablamos –o, mejor, habla él– de una realidad no definida por los groseros actos cotidianos, por una moral del día a día, sino por una Realidad omniabarcadora y devoradora de entes, ontológica, y, como afirma en su Carta sobre el humanismo, en verdad de una gran simplicidad: si bien «sólo es accesible a los iniciados»{9}. Como yo no lo soy –iniciado, quiero decir–, dejo aquí este asunto y seguiré adelante.
La ética de la culpa genera necesariamente una antropología de la sumisión y del autodesprecio. En primer término, conlleva la sumisión a un principio ético que es aceptado sin revisión ni remisión, porque frente al peso de su nombre, ante la calificación de culpable que descalifica y pulveriza, nada puede hacerse que permita liberarse de su sombra. Y es que la culpa está concebida para ligar al sujeto a una instancia dependiente (llámese Dios, Ser, Pueblo o el Otro), el cual le apremiará de por vida. Por este motivo la culpa es experimentada como una condenación, quedando estancada en el estadio pre-moral, en los dominios del mito, allí donde no manda la acción sino la sumisión.
La culpa no pertenece propiamente al ámbito de la moral. Más que como un principio actúa como un presupuesto, el cual no tiene por qué asumirse necesariamente. Quiere decirse, sólo cuando el sujeto asume el deberse a un Otro y contrae el compromiso de rendir cuentas de sus actos futuros, sólo entonces, está preparado para iniciarse en el camino de la moral, pero –¡atención a esto!– sólo de una moral culpabilizadora. Para entonces, el individuo ha debido rendirse frente a la fuerza exterior que condiciona el devenir. De esta forma, el hombre deja de ser inocente, acaso sin haber llegado a serlo jamás. Porque no es la inocencia el estado anterior a la moral, como creía J.-J. Rousseau, sino su objetivo y finalidad.
Por esta razón, sostengo que la querella culpa/inocencia, al afectar más al futuro que al pasado, debemos situarla en el plano de la prospectiva de la responsabilidad, no de la retrospectiva. Es irrelevante y fútil para la ética la discusión sobre el origen culpable o no del hombre. Tampoco ayuda a mejorar el consumirse en el lánguido y estéril lamento por lo que ya ha ocurrido y no es, lo que uno hizo en lugar de lo que no hizo, por qué actuó de tal manera y no de otra. El sujeto que se ata de este modo con lo pretérito siente la culpabilidad como deuda, es decir, como aquello que debe al pasado.
Ahora bien, cuando la culpa, como es el caso, se vincula al deber, entonces está sobre todo atada a lo que va a venir, o lo que el sujeto va a hacer, aunque habrá de convenirse que cuando lo haga estará siempre en un presente. Nuevamente, el presente –no el pasado ni el futuro– es descubierto como marco propio de la acción. Que en una prospectiva del tema, la responsabilidad queda huérfana de acción es advertido con facilidad examinando, sin ir más lejos, el principio de responsabilidad preconizado por Hans Jonas (1979), desde el momento en que da a entender que el hombre es básicamente responsable, y no tanto por lo que haya hecho o haga, cuanto por lo que no hace (y acaso deba hacer) para evitar el desastre (fundamentalmente ecológico) que el filósofo germano-americano vaticina con gran seguridad y autoridad.
Para Jonas, el hombre contemporáneo es culpable de su inacción, de su pasividad, ante el deterioro del medio ambiente y, por ende, del hombre, si bien debemos colegir que lo será por haber sido el causante de que la situación haya llegado hasta donde está (o estará). Pero, con todo, lo que en verdad le interesa a Jonas es la posibilidad de porvenir, o sea, no tanto cómo será el futuro, sino que el futuro sea. La traza inevitablemente retórica de semejante planteamiento no puede ocultarse, como tampoco debería arrebatarnos u obsesionarnos, pues resulta, sin duda, exagerado cargar sobre las espaldas del hombre nada menos que la responsabilidad del devenir.
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El presente y la perspectiva de la contingencia
La perspectiva de la ética es, cabalmente, una perspectiva de la contingencia. Aunque no renuncia a la superación y la mejora, su ámbito no puede, sin desnaturalizarse, sobrepasar el marco de las posibilidades reales de acción humana. De lo contrario, si suprimimos toda limitación en el horizonte actuante del hombre –o trazamos una línea tan elástica que quede desdibujado o difuso su contorno–, corremos el riesgo de claudicar ante una posición cómodamente manipulable, una ideología de la acción, en detrimento de una más razonable teoría de la acción. Según la primera, el hombre es bueno porque actúa, y especialmente cuando lo hace en una dirección preconcebida; para la segunda, es bueno que el hombre actúe, pero sin ser necesario, ni deseable, marcarle un rumbo determinado.
El hombre es un ser proyectivo, pero no proyectado. Quiere decirse con esto que en el plan de actuación humano hay más voluntad y tendencia que designio. Porque el proyecto humano que tiene relevancia moral se lleva a cabo desde el principio de la autonomía. Sólo con esta condición puede hablarse cabalmente de responsabilidad moral. Pero, asimismo, la autonomía es reflexiva y deliberante, de modo que se ajusta a los principios de realidad y competencia que le son inherentes. Visto el asunto de este modo, la responsabilidad moral no alcanza hasta el vago nivel de lo que el hombre desearía hacer sino que se circunscribe a lo que en verdad, y he hecho, hace y puede hacer.
Concebidos desde la mesura y la justeza, el examen y la valoración de las consecuencias del actuar humano en el futuro pueden ser provechosos, sea en relación con el tema del cuidado del medio ambiente, sea a propósito del denominado «ahorro justo», por citar dos ejemplos. Este último asunto aparece de modo secundario, aunque recurrente, en los textos de John Rawls.
En el capítulo V, §44, de A Theory of Justice{10}, aborda el filósofo norteamericano «el problema de la justicia entre las generaciones» desde los postulados generales de la teoría allí expuesta, a saber: todos los miembros de la sociedad deben participar de los beneficios generales obtenidos en orden a atender a sus necesidades, y, en ese objetivo, no hay razón para dejar de lado o ignorar a las generaciones futuras, las cuales, aunque desconocemos con exactitud el nivel y calidad concreta de sus necesidades en ciernes –pues, son concebibles como unos intercambios económicos «virtuales», como los denomina–, sí merecen que se les asegure la herencia de un mínimo razonable, lo que se traduce en el imperativo de mantener instituciones justas y preservar la base material de la sociedad.
En un trabajo posterior, Polítical Liberalism{11}, introdujo algunas correcciones al planteamiento de partida, según leemos en su conferencia VII, §6 de la tercera parte del libro («El contexto institucional»). Ahora bien, Rawls no sólo no abandona el terreno de idealidad y el formalismo, tan presentes en el anterior trabajo, sino que los acentúa todavía más, al percatarse del alcance que comporta el requisito contrafáctico de la posición original y del velo de ignorancia que lo envuelve, todo lo cual exige que el contexto del acuerdo de justicia tenga que ser hipotético y no histórico. El asunto, por tanto, llega a complicarse todavía más.
Quiere decirse: desde la posición de Rawls, los individuos participan (o deben participar) en las decisiones desconociendo su situación real y presente, y más todavía la futura. El contenido de justicia de las actuaciones quedará protegido en cualquier caso por el papel protagonista de la razón, que es la facultad intelectual y práctica que garantiza en última instancia su despliegue. Desde una inspiración cada vez más reconocidamente kantiana, Rawls afirma que, puesto que la sociedad implica un sistema de cooperación entre generaciones y necesita un principio de «ahorro justo», no es posible imaginar el escenario de un acuerdo fáctico –«directo»– entre generaciones, pues las exigencias formuladas por la doctrina exigen de una condición ideal, contrafáctica, pura y práctica en la que operar.
Las generaciones presentes adoptarían así el criterio de principio de ahorro en un sentido semejante al que desearían que las generaciones anteriores hubiesen tomado a su vez, o deseasen que fuera adoptado por las generaciones futuras. De este modo, Rawls se persuade a sí mismo de estar protegiendo la coherencia interna del sistema de la teoría ideal de la justicia, aunque no quede muy claro que haya, felizmente, resuelto la problemática real, nuclear y tremenda del tema abierto: ¿hasta qué punto son responsables los individuos contemporáneos del futuro de las generaciones?
Los hombres llevan a cabo sus acuerdos y decisiones desde la perspectiva del presente ante otros individuos contemporáneos, porque no hay en rigor otra perspectiva ni otros seres reales con quienes tratar. Ahora bien, no podemos ocultar que un buen número de esas decisiones tendrá repercusión en las generaciones futuras, por ejemplo, si deterioramos gravemente las condiciones de vida medioambientales que necesita la especie humana para la supervivencia o si desatendemos el legado cultural que previsiblemente le enriquecerá. Ortega, a la sazón, hizo bien en recordar en su día un antiguo adagio del desierto, lema de caravana y generación, en su calidad de norma civilizatoria de proceder: «Bebe del pozo y deja tu puesto a otro»{12}. Sencilla manera, y ante todo muy precisa, sin exageraciones, de ilustrar nuestra perspectiva de ser en la humanidad.
El hombre vive, en efecto, su vida, pero no se bebe toda la vida. Ocupa su puesto en el mundo, pero no se adueña del mundo. Vivir para el hombre supone tomar la parte que le corresponde, en tiempo y lugar. Esta misión responde, muy orteguianamente, al nombre de «destino». No vivimos en otro tiempo más que en el actual (el actual de cada momento), ni en un espacio etéreo e indefinido (si no queremos dejar de tocar tierra).
Nuestra dimensión existencial no puede ser, en suma, utópica ni ucrónica, sino que es actual cuando (y porque) está presente, cuando hacemos lo que tenemos que hacer en cada momento y situación, y no otra distinta.
La responsabilidad moral se pone de manifiesto –se la juega siempre– en el momento presente (de cada presente), que es la dimensión real de la realidad. O dicho de otro modo: es el vaso en que se vierte el pasado y el depósito en que crece lo nuevo. Hacerse cargo de nuestra vida (cada uno de la suya): he aquí la idea esencial de la responsabilidad moral, lo cual significa tomar nuestra parte, apropiarse del presente, hacerse presente y patente a través de acciones libres.
Quien busca, en cambio, apropiarse del pasado como meta principal, ése es, estrictamente hablando, un reaccionario; quien aspira a adueñarse del futuro, es un visionario. Uno y otro, empero, desertan de la responsabilidad porque huyen de su tiempo, acaso porque lo temen, y prefieren refugiarse en las esferas de –si podemos denominarlo así– un tiempo intemporal, referido éste a lo pasado o a lo venidero.
¿De qué manera debe establecerse una relación moral con las generaciones futuras? Sería abusivo, amén de inexacto, afirmar que con ellas puede establecerse propiamente una cooperación, pues el principio de reciprocidad, indispensable para hablar de relación moral (o, simplemente, de experiencia moral), está en ese caso ausente; y, por lo demás, los agentes morales en la dimensión futura pertenecen a la categoría de seres virtuales, supuestos o sobreentendidos, no reales. No hay aquí, por tanto, relación directa, sino por delegación, más bien una representación, un legado, en fin, que trasmitimos a la posteridad, a la que cedemos nuestra parte de realidad y nuestra responsabilidad, o mejor, a los sujetos receptores de la sucesión que son quienes deben hacerse cargo de la misma (o de las mismas).
Con todo, repárese en dos hechos sustanciales:
1) La deliberación y la decisión moral emprendidas son llevadas a cabo desde la perspectiva de la generación contemporánea, a la que uno pertenece, la cual no tiene por qué avenirse o concordar con las pasadas o futuras (casi me atrevería a decir que muy probablemente no sea así, pues de serlo resultaría bastante incierto o impreciso hablar, sin contradecirse, de generaciones, y aun de cambio e historia). Es posible legar a un descendiente un objeto, un cometido o una responsabilidad, y que acabe rechazándolos, porque no los desea poseer o contraer, pues él no los ha reclamado, y tal vez ni siquiera piense en ellos.
2) La actitud de atención y entrega hacia las generaciones futuras no debe producirse al precio de una privación grave o una severa hipoteca de las contemporáneas. Hay buenas razones tras el empeño de prever, por ejemplo, un plan de ahorro «justo» o de articular una política económica que frene el despilfarro y evite el agotamiento de los bienes materiales en la dirección de un desarrollo estable, pero no tanto porque demos prioridad a las necesidades venideras sobre las actuales, sino porque tenemos presente la virtuosidad misma del comportamiento contenido y de los beneficios de la moderación.
Y es que, en no pocas ocasiones, la práctica de la restricción se asocia innecesariamente con una voluntad de sacrificio y de exaltación de la austeridad, así como con una ascética de transferencia y beneficencia al otro, que poco tienen que ver con la ética de la continencia y la contingencia, y sí mucho, en cambio, con la ecolatría o la teología de la liberación (natural, animal o humana; o todo junto, conjunción ésta, que de darse, delataría tanta afectación como desorientación moral).
Si bueno es ahorrar energía y provechoso, a veces, confiarse a un fondo de inversión, no lo es menos ahorrarse disgustos y pesares presentes, como bien dijo Baltasar Gracián en El oráculo manual y arte de prudencia (§ LXIV): «Es cordura provechosa ahorrar de disgustos. La prudencia evita muchos, es Lucina de la felicidad, y por eso del contento.»{13} Y añade:
«Nunca se ha de pecar contra la dicha propia por complacer al que aconseja y se queda fuera, y en todo acontecimiento, siempre que se encontraren el hacer placer a otro con el hacerse a sí pesar, es lección de conveniencia que vale más que el otro se disguste ahora que no tú después y sin remedio.»{14}
Añadiré por mi cuenta y riesgo lo siguiente, al hilo de nuestro argumento: al objeto de evitarle disgustos en un futuro al Otro, no siempre es cosa preferible sufrirlos uno ahora mismo, y además sin posibilidad de enmienda.
He referido antes las vicisitudes que acompañan a la cuestión del legado cultural. Añadiré algo más sobre este particular. La herencia cultural, cuando la hay, no debe ser cerrada ni proyectarse de manera impositiva, sino que lo justo es que permita a los legatarios poder ajustarla según les plazca o convenga a su situación presente. Bajo el pretexto de la conservación y supervivencia de formas de vida culturales supuestamente amenazadas en las sociedades modernas, son promovidos a menudo modelos teóricos que restringen derechos fundamentales vigentes en la actualidad por medio de medidas políticas coactivas y, éstas sí, muy amenazadoras. Es el caso, por ejemplo, de las propuestas contenidas en la «política del reconocimiento», aventadas por el egregio patrono del gregarismo y el comunitarismo, Charles Taylor.
En relación con la «cuestión lingüística» en Quebec, de mayoría francófona en la provincia, pero minoritaria en el conjunto del Estado canadiense, Taylor exige el reconocimiento de «sociedad distinta» para el enclave como condición y paso previo para la promulgación de sendas medidas político-lingüísticas. ¿Beneficios de tales políticas? He aquí su respuesta: «tratan activamente de crear miembros de la comunidad, por ejemplo, al asegurar que las generaciones futuras continúen identificándose como francoparlantes.»{15}
Desde la muy fanatizada creencia en los derechos de las lenguas por encima de los derechos humanos (individuales) –según se sostiene en amplios sectores del multiculturalismo–, no sólo serían plausibles las disposiciones que determinan coactivamente el presente de los ciudadanos, sino además el de las generaciones futuras, en cuyo nombre es constreñido aquél a un presente rendido y confinadas éstas a un devenir sellado y cautivo (una manera de pretender blindar el legado cultural).
Desde el enfoque del liberalismo, Giovanni Sartori ha llevado a cabo en su ensayo La sociedad multiétnica. Pluralismo, multiculturalismo y extranjeros una crítica sin contemplaciones, ni concesiones al dogma de lo politically correct y a los graves excesos de la ideología multiculturalista, los cuales cada vez más, saltando los muros universitarios de donde nació, han llegado a invadir gravemente amplios espacios de las sociedades liberal-democráticas.
Abriéndose paso decididamente, con la facilidad que proporciona el discurso emotivista, el ruido mediático y la agitación, y amparándose asimismo en la permisividad que conceden dichas sociedades, la agresividad y radicalidad de su mensaje están dañando las bases de la democracia moderna, por lo que afecta principalmente a los principios de igualdad ante la ley, reciprocidad y pluralismo.
Por otra parte, desde la orilla del llamado «republicanismo», tampoco se oculta la preocupación frente al vendaval multiculturalista. Al menos no lo ha hecho Jürgen Habermas –intelectual, por lo general, muy conciliador y mediador, como corresponde a un leal y confeso hegeliano–, quien manifiesta en La inclusión del otro{16} su más firme disconformidad con las «políticas de reconocimiento» y, en su lugar, anima a la lucha por el reconocimiento dentro de los márgenes políticos y jurídicos del Estado democrático de derecho.
Ciertamente, es rasgo característico de las políticas (multi)culturalistas la vocación política de intervención en las formas de vida práctica de las sociedades, y no precisamente a fin de contribuir a un debate cultural. El objetivo que les impulsa va directamente ligado a la conquista de áreas de poder, sin limitación. Los peligros de este propósito son obvios: tras él se advierte una inspiración tradicionalista y fundamentalista difícilmente compatible con el marco de un Estado moderno pluralista.
En relación con la transmisión de valores morales y la herencia cultural que vengo examinando aquí, Habermas sostiene que en las sociedades desarrolladas, donde coexisten concepciones diversas y modelos doctrinales desemejantes, debe propiciarse una pedagogía cultural que entienda la cultura como un marco en el que particulares formas de vida sean, en efecto, heredadas, pero siempre con la posibilidad de su transformación.
Los individuos son, ciertamente, formados dentro de una cultura, pero no por ello debe atárseles a ella, ni los presentes ni sus descendientes. Deben quedar libres de modificar sus contenidos, tanto como para poder separarse de ellos, sin tener por ello que incurrir en pecado nacional o en delito de apostasía:
«Bajo las condiciones de una cultura que se ha hecho reflexiva sólo pueden mantenerse aquellas tradiciones y formas de vida que vinculan a sus miembros con tal que se sometan a un examen crítico y dejen a las generaciones futuras la opción de aprender de otras tradiciones o de convertirse a otra y de zarpar hacia otras costas.»{17}
5
Conclusión no concluyente
En la base de las reflexiones aquí ofrecidas rebulle un asunto muy controvertible, es este: si los individuos no presentes disfrutan de derechos morales; o, por decirlo, con mayor rigor: si dichos individuos merecen o les corresponde la asignación de derechos por parte de los sujetos presentes, que son quienes están facultados para el menester, y, dado el caso, si tienen éstos deberes para con aquéllos. No me pronunciaré de manera concluyente sobre el particular, mas tampoco deseo soslayarlo ni ocultarlo.
Manifestaré, entonces, y para concluir, un sincero vislumbre del tema fundado en un sincero convencimiento: quizá la actitud más razonable y prudente ante el problema de la responsabilidad de cara al futuro consista, primeramente, en no dar la espalda a las tareas actuales ni en repudiar el presente. El pasado es lo que nos ha quedado y el futuro lo que se nos hurta y traspasa, pues al no esperarnos, sigue su camino. Pero el presente es lo que verdaderamente nos pasa, lo que tenemos, y en lo que tenemos que estar ocupados. Ni el pasado ni el futuro pueden ser referentes apropiados para decidir nuestro actuar efectivo, pues éste no puede desertar de las inmediaciones que nos requieren y que conforman la auténtica circunstancia.
Legar al futuro aquello que desearíamos haber recibido del pasado es una pretensión que, bien pensado, no impulsa hacia adelante sino que retrotrae o paraliza: si tal hubiese sido el modelo de conducta de las generaciones pretéritas, pocos progresos podríamos contabilizar en la actualidad. La responsabilidad moral significa, por tanto, hacerse cargo de nuestro presente y nuestra actualidad, asumir nuestras tareas con disposición positiva y no desmejorarnos en nuestra generación, pues cada generación determina el presente y la actualidad que le sucede.
Esa es la esperanza, si es que esperanza puede haber al respecto. Lo demás, lo que está de más, es desesperarse sin razón. En suma, ¿qué otra cosa podrían exigir las generaciones futuras de aquellos que ya no les es dado esperar nada porque ya han tenido su oportunidad y es deseable que no la hayan desaprovechado?
Notas
{1} Una primera versión de este ensayo fue publicada con el título completo de «Responsabilidad y temporalidad. Ensayo de una ética del presente», en la revista Contrastes (Málaga), volumen VII (año 2002) págs. 135-147. Anteriormente, el contenido del texto fue dado a conocer en una intervención pública ofrecida por el autor en el marco del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política celebrado del 16 al 20 de septiembre de 2002 en Alcalá de Henares (Madrid). En la edición digital que de este trabajo ofrecemos ahora han sido introducidas, con respecto al original en papel, algunas correcciones, en la mayor parte de los casos, de orden ortográfico, sintáctico y de estilo.
{2} Rafael Sánchez Ferlosio, «La señal de Caín», en El alma y la vergüenza, Destino, Barcelona, 2000, págs. 87-124.
{3} Fernando Rodríguez Genovés, «Ética del contento», en Claves de Razón Práctica, nº 108, Madrid, 2000, págs. 52-57.
{4} Véase Hans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, traducción de J. M. Fernández Retenaga, Herder, Barcelona, 1979, págs. 172-184.
{5} Pablo De Lora, «La vida como mal», en Claves de Razón Práctica, nº 113, Madrid, 2001, págs. 45-53.
{6} Fernando Rodríguez Genovés, Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons El Magnànim-IVEI, Valencia, 1996 (en especial, los Apéndices).
{7} Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1980.
{8} Martin Heidegger, Ser y tiempo, traducción de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1981.
{9} Martin Heidegger Carta sobre el humanismo, traducción de H. Cortés y A. Leyte, Alianza, Madrid, 2000, pág. 88.
{10} John Rawls, A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 1971.
{11} John Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993.
{12} José Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía? Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 1995, pág. 30.
{13} Baltasar Gracián, «El oráculo manual y arte de prudencia», en Obras completas II, Biblioteca Castro, Turner, Madrid, 1993, pág. 215.
{14} Ibíd., pág. 216.
{15} Charles Taylor, «La política del reconocimiento», en El multiculturalismo y la «política del reconocimiento», traducción de M. Utrilla de Neira, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1993, pág. 88.
{16} Jürgen Habermas, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, traducción de J. C. Velasco Arroyo y G. Vilar Roca, Paidós, Barcelona, 1999, págs. 189-227.
{17} Íbid., pág. 210.