Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 60 • febrero 2007 • página 7
«El día después es algo así como la exacerbación de esa perversión que ya existía el día anterior.» Álvaro Vargas Llosa (del Prólogo del libro)
No, no todo está dicho todavía acerca del 11-S, ni sobre lo que desde entonces está pasando entre nosotros. En realidad, no hay, en el plano de lo vigente y palpitante, asunto más actual ni urgente, tema más vital, por lo que se refiere a la existencia presente –la supervivencia– de las sociedades occidentales. Es preciso, en verdad, volver una y otra vez sobre este asunto, y no por obsesión, al menos en el sentido malévolo que suelen asignar a esta expresión quienes minusvaloran, omiten o vitorean la hecatombe de Manhattan (no es lo único malévolo ni malintencionado en esta historia). Por encima de todo, debemos retornar a ello al objeto de recordar y honrar a las víctimas del ataque criminal. Pero, asimismo, al objeto de reparar (de seguir reparando) el daño producido y atajar de una manera definitiva el Mal que lo trajo. Porque ni el Mal ha sido vencido ni la conflagración ha llegado a su fin.
Todavía hoy, cinco años después del día de la vesania, siguen apareciendo restos humanos en la Zona Cero neoyorquina. He aquí un testimonio macabro y una evidencia penetrante probatorios de que la herida sigue abierta y los allí masacrados no descansan en paz. Pero estas exhumaciones, sorpresivas y emergentes –también, obscenas, impuras, impías–, constituyen sólo (¡sólo!) una especie de acerada prueba pericial, anatómico-forense, del caso. Tampoco los vivos, al menos, los que aún creemos en la justicia y la libertad, podemos descansar ni abandonarnos a la paz regalada del miserable mientras los culpables sigan sueltos y cantando victoria.
La peripecia que nos persigue desde aquella jornada atroz contiene, entonces, una significación todavía más trágica de la que supone un frío recuento de daños y víctimas. Ocurre que la (mala) sangre fluye todavía por las calles de nuestras ciudades. Todavía peor que encajar y soportar el mazazo del 11 de Septiembre ha sido tener que contemplar cómo una parte considerable de la sociedad golpeada ha reaccionado, pero no contra el culpable de la maldad, sino contra sus demonios interiores, contra sus fantasmas, contra sí misma. De este modo, Occidente se ha constituido en su primer enemigo, en su pesadilla, en culpable sombra de sí misma, y, en consecuencia, en su propio verdugo. Lo realmente grave de lo que nos ha ocurrido ha sido, entonces, y más que nada, el «día después». Algunos caímos pronto en la cuenta de este inaudito pormenor, cuando todavía la niebla, el polvo y la ceniza flotaban en el ambiente, cuando el hedor a muerte, el impacto de la destrucción y el eco de la deflagración no se habían disipado en el aire y en la mente.
El libro Doce de septiembre. La guerra civil occidental, recientemente publicado en España, nos proporciona, muy oportunamente, renovadas y fértiles pistas sobre las que seguir pensando a fin de no disolvernos en la desmemoria ni de perder la pista principal del argumento de nuestra tragedia; o sea, el día después.
«El día después, la explosión de patología social que ha acompañado la reacción occidental a los atentados cometidos el 11 de Septiembre, no hubiera existido sin la cultura vigente el 10 de septiembre. No es el terrorismo el que amenaza militarmente la supervivencia occidental, sino la cultura de racionalización y contextualización ad nauseam que lo acompaña y amplifica su potencia geométricamente.» (pág. 176.)
Esto es muy cierto. Se ha dicho y repetido a la sazón que el mundo ha cambiado tras el 11-S y que desde entonces ya no es el mismo. Pues bien, el autor de Doce de septiembre va más lejos de este neto diagnóstico, pero no hacia delante, sino hacía atrás; esto es, echando la mirada crítica hacia las escenas y situaciones previas a la hecatombe. Desde esta perspectiva de análisis y de reconstrucción de los hechos entendemos mejor por qué el 11-S es un tema candente que no ha terminado, pues con aquella cobarde agresión no terminaron las hostilidades, ni acabó el peligro para Occidente. En realidad, las verdaderas contiendas –la guerra civil occidental– no hicieron más que empezar y las contradicciones internas de nuestras sociedades, a ponerse crudamente de manifiesto. Si podemos decirlo así, el 11-S viene siendo «actualizado», reactivado, avivado, excitado, como en un endiablado feed-back, tras cada justificación, «racionalización y contextualización ad nauseam» que se hace del mismo por parte de simpatizantes, cómplices, secuaces, de la vesania. Tras cada re-creación malévola del aquel episodio.
El 11-S, en efecto, no cambió el mundo. El día después del Suceso es cuando empezamos a darnos cuenta efectivamente de lo que el mundo había cambiado.
La lectura de este libro, tremendamente revelador y sincero, confirma, con toda su crudeza y dramatismo, la certeza de este aserto. Son muchos los méritos que contiene el ensayo. El primero de ellos salta a la vista, destacado en el propio título, Doce de septiembre, con la gran riqueza hermenéutica (y dialéctica) que en él se condensa, a saber: es en el día después donde cobra plena significación la dimensión de la hecatombe, pero asimismo en los días anteriores, los días de antes. El mundo de hoy y el de mañana han sido arrollados, entonces, por el mundo de ayer.
Sólo una sociedad, como la occidental, que ha ido desintegrándose, corrompiéndose, languideciendo, y aun envileciéndose, de manera gradual y letal, ha podido reaccionar de modo tan anómalo y malsano como lo ha hecho tras el 11-S. Y no ya el día después, a las 24 horas del cataclismo, sino incluso a los pocos minutos de que los aviones secuestrados segaran, como una guadaña, las dos torres del World Trade Center. Sucede que un puñado de bandidos, venidos en apariencia de desiertos lejanos (allí hicieron tan sólo una parte de las prácticas), nos clavaron el acero en pleno corazón. Pero ocurre asimismo que muchos de nuestros vecinos, de nuestros conciudadanos, con su delirante reacción –en rigor, una acción reactiva e insensata– de justificación de la matanza, atornillaron y retorcieron el arma asesina en nuestras entrañas, haciendo que la estocada fuese todavía más profunda, dañina, dolorosa, y, en última instancia, más fatal para todos. He aquí la significación del no menos acertado subtítulo del ensayo que nos ocupa: La guerra civil occidental.
El subtítulo, destacando el verdadero alcance de los días después, del doce de septiembre y siguientes, representa otro elemento notable del libro. Lo singularmente grave, lo manifiestamente dramático, de aquel día después –ahora, de nuestro presente continuo– es el daño, el deterioro y el quebranto que han significado para la convivencia en el seno de las sociedades occidentales, permitiendo así que los atentados terroristas vieran amplificados sus efectos (sin duda, sus autores contaban con esta circunstancia; conocen demasiado bien las «interioridades» y contradicciones de la sociedad occidental). El autor del ensayo refiere tal sentimiento de modo especialmente conmovedor en el Prefacio. Todos recordamos, afirma, «dónde estábamos» el 11 de Septiembre, y con quiénes estábamos. No sólo en el sentido físico o espacial de la expresión, sino también emocionalmente, moralmente, espiritualmente hablando, si queremos decirlo así. Ocurre que, quien más o quien menos, tenía al lado a un «compañero» que «racionalizaba», «contextualizaba», justificaba, o festejaba sin más, la hazaña heroica de la vesania, mientras uno mismo no acababa de creerse todo aquello que estaba contemplado:
«A partir de ese día, y como quien despierta de un sueño profundo para entregarse a una vigilia permanente, me di cuenta de que el sentido común de las personas que me rodeaban no tenía ningún síntoma de comunidad con el mío y sí con el expresado por mi compañero.» (pág. 22.)
Desde ese momento, a partir de ese día, muchos de aquellos «compañeros» reactivos pasaron a convertirse en ex-compañeros; muchos compatriotas, en extraños, en peregrinos expatriados; muchos amigos, en enemigos. Y lo que decimos respecto de compañeros, compatriotas y amigos, en sentido genérico o acaso retórico y exagerado, puede decirse asimismo –indistintamente, a su vez– de colegas, parientes y vecinos, muchos de los cuales han pasado a convertirse, con su comportamiento cómplice del Mal, en seres limítrofes y fronterizos, en antagonistas, en nuestros contrarios (rabiosamente contrarios, sobre todo, a Bush, a Israel, a la-Guerra-de-Irak, a la Guerra, en fin; insólita y atolondrada manera, en verdad, de evidenciar su contrariedad ante el 11-S). La guerra civil occidental tomaba así cuerpo.
Poco después, a partir de ese día, lo que Hans Magnus Enzensberger había advertido como simples «perspectivas» hace casi dos décadas{1} llegaba a un estado de inapelable certidumbre. La convivencia en nuestras sociedades ha quedado tan deteriorada que, como bien apunta el autor de Doce de septiembre, «se empezó a hacer difícil un diálogo, siquiera superficial. Porque mi opinión no pertenecía al civilizado y no podía ser expresada sin destierro, benevolente o no, de la plaza pública.» (pág. 23).
Desde el día después se ha elevado, más que nunca, a rango de lugar común, de ungüento, de muletilla, de telón de fondo, en las sociedades occidentales, el antiamericanismo y el antisemitismo; unas adherencias, o adhesivos, del 11-S que todo lo explica y justifica para la legión de simple minds que nutre hoy los medios productores de opinión (mera doxa) pública. Con el odio al yanqui y al judío la sociedad occidental está interpretando una suicida tocata y fuga que puede acabar en un finale presto.
A partir de esta singularidad mórbida, puede afirmarse, como hace el autor de Doce de septiembre, que hemos dejado atrás el mundo contemporáneo para penetrar en el otro lado del espejo, en el «mundo poscontemporáneo».
Occidente ya ha visto consumadas, entre otras hazañas, la traición de los clercs (Julien Benda) y la derrota del pensamiento (Alain Finkielkraut). Pues bien, es preciso hacer constar que en estos momentos el estado de nuestra cultura, que evidencian las reacciones a los atentados del 11 de Septiembre, es prácticamente comatoso, de abandono del pensamiento crítico (de pensamiento de derrota), de abandono de sí mismo, de abandono, sin más. La intelectualidad se resume hoy en el tontorrón discurso de, entre otros, Noam Chomsky, Michael Moore, Pedro Almodóvar, Tim Robbins, Javier Marías, Joaquín Sabina y Pepe Rubianes: he aquí, triunfante, pagada de sí misma y muy subvencionada, la actual alianza de las fuerzas del ocio y de la cultura.
¿En qué ha quedado, pues, la cultura, hoy?
«La cultura occidental se expresa en metáforas (“Bush tiene las manos manchadas de sangre”), en eslóganes (“El cuerpo es de la mujer”) o en parábolas (como el discurso predominante sobre el medio ambiente y el fin del mundo).» (pág. 141.)
Pero, insistamos, ¿por qué precisamente el antiamericanismo y el antisemitismo (dos caras de una misma moneda) se han erigido en las estrellas del atardecer de Occidente? Respuesta:
«Estados Unidos e Israel son, precisamente, los dos Estados fundados por refugiados de las persecuciones religiosas en Europa. En un sentido fundamental, el prejuicio hacia ambos países en nuestro continente es un continuo histórico. Y un arquetipo psicológico: nunca perdonamos a quienes hemos hecho objeto de injuria o injusticia.» (pág. 89.)
El antiamericanismo, en efecto, crece y avanza sobre la senda de sus momentos fundacionales (minuciosamente analizados en el ensayo que comentamos: el macarthismo, Vietnam, Watergate), y a día de hoy sirven tanto para un manirroto como para un descamisado, tanto para justificar el terrorismo y la retirada del frente de batalla, para una política sectaria y de exclusión en el seno de las democracias, como para un golpe de mano mediático-insurgente para hacerse con el Gobierno. Todo vale en el país maravilloso del Nunca Más y del Non Plus Ultra.
¿Y el antisemitismo? Respuesta: «No es extraño que estando detrás, ¿o es delante?, de todo lo que pasa, los supervivientes del Holocausto en Europa sean la principal amenaza para el ciudadano medio.» (pág. 39). ¿Es posible describir de modo más paladino la descomunal aberración contenida en el antisemitismo? Sí lo es. La propaganda judeófoba es una perversión moral que va más allá de toda lógica y toda decencia. Preguntemos de nuevo qué es el antisemitismo: «Una persecución religiosa hecha por agnósticos por motivos racistas de la que es víctima un pueblo que no constituye una raza.» (pág. 95). Y así vamos tirando… la casa por la ventana.
Concluyamos, pues. ¿Qué está pasando aquí? ¿Se ha convertido de repente gran parte de la sociedad occidental al islamismo, alistada a la llamada de la yihad y enrolada en las filas del terrorismo? De ninguna manera. Nos hallamos (otra vez) ante un dejà vu, ante un hecho característico de guerracivilismo, de inmaduro narcisismo social, propio de aquellas comunidades que experimentan, o mejor, exteriorizan, una flagrante corrupción interior y deterioro interno (como sucedió, por poner dos recientes casos notorios, en la sociedad alemana y en la francesa durante los años treinta del siglo XX) y, como consecuencia, se autoliquidan. Liquidación por cierre del local. Cierre por descanso del personal. Remate total. Lo que ocurre con las sociedades, sucede asimismo con las civilizaciones.
Aquellos fantasmas y demonios, aquellas querellas internas que las sociedades occidentales habían incubado tiempo atrás (antisemitismo, antiamericanismo, nacionalismo; el mundo de hoy, según hemos dicho, viene del mundo de ayer), bajo una situación de «guerra caliente», de conflicto abierto, encuentran el ambiente y la circunstancia para materializarse con toda su virulencia y obscenidad. En ocasiones, la situación es todavía más mezquina: semejantes comportamientos bajo la égida del Eros y Thanatos son asumidos impetuosamente por quienes ven la ocasión propicia, el clima apropiado, para medrar y/o arreglar cuentas con el prójimo (vecino, pariente, colega, amigo) uniéndose así a las consignas y banderías del matón de turno.
Occidente, instalado en los «palacios oníricos» ha decidido, en suma, no hacer la guerra a quien le ataca sino encomendarse a la guerra civil y al suicidio. Requiescat in pace.
Nota
{1} Hans Magnus Enzensberger, Perspectivas de guerra civil, Anagrama, Barcelona, 1994. En este tan breve como potente ensayo podemos leer, por ejemplo, lo siguiente: «Bienaventurado aquel que llegara a convencerse de que la cultura es capaz de proteger a una sociedad frente a la violencia. Ya antes de iniciarse el siglo XX, los artistas, escritores y teóricos de la modernidad demostraron justo lo contrario.» (pág. 60).