Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 58 • diciembre 2006 • página 7
Introducción del último libro del autor, Política y amistad en Montaigne y La Boétie, recientemente publicado. Ofreceremos en este número la primera parte de la misma
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Los senderos del afecto
Las relaciones entre la política y la amistad están señaladas por la misma clase de dificultades, de encuentros y desencuentros, que caracterizan la perspectiva general del trato humano. Los hombres nos necesitamos los unos a los otros, pero nada nos produce tanta turbación o congoja como los conflictos ocasionados con nuestros semejantes, una circunstancia que sucede necesariamente y con no poca frecuencia. Como advirtió Sigmund Freud con trágica claridad, de todas las fuentes de sufrimiento que amenazan al ser humano –el propio cuerpo, el mundo exterior y las relaciones con los otros seres humanos{1}–, nada soportamos peor como la que proviene de la mano del prójimo, por creer, acaso demasiado confiadamente, que aquélla está hecha para acariciar y no para golpear. Buscamos estar cerca de los demás, pero nos incomoda que se acerquen demasiado.
Comoquiera que sea, si a algo no renunciamos los hombres es a estar con los otros y, además, a ser felices. Y para establecer tal fin ideamos y construimos todo tipo de instituciones y artefactos, urdimos planes y proyectos, que van desde lo enrevesado y genérico hasta lo más asequible y simple, aunque siempre con pareja confianza de salir bien librados del envite. Para bien o para mal, no es extraño, pues, que los hombres acompañemos nuestros empeños con ilusiones y aun con esperanzas. Sencillamente, no renunciamos a la idea de que sea posible realizarse plenamente junto a un semejante y no tener así que malvivir, irremediablemente, en compañía de lobos…
He aquí la cuestión: ¿el hombre es un lobo para el hombre o estamos hechos para el entendimiento, la concordia y el aprecio mutuos? ¿Debemos ver en el Otro a un presumible amigo o a un sospechoso enemigo? ¿Determinamos amarnos los unos a los otros o nos conformamos simplemente con soportarnos y con evitar o disminuir la frecuencia y virulencia de las potenciales colisiones? Dando por sentado que resulta más provechoso y útil para los humanos el amarse que el odiarse, ¿es razonable promover un proyecto de fraternidad universal o tal vez veríamos cumplidas nuestras más altas aspiraciones en la vida si lográsemos experimentar el amor o disfrutásemos de la dulzura de trato del amigo a pequeñas dosis?
En ese caso, ¿nos satisfacemos con haber probado la sabrosa fruta del superior afecto sólo una vez o siempre queremos más, probar diferentes sabores y penetrar en innumerables senderos, aun a pesar de que su acceso esté limitado, o incluso prohibido, por alguna ley? ¿Hasta dónde llega, en fin, nuestra capacidad para expandir y ampliar la vida afectiva?
Como no podía ser de otra manera, las respuestas a estas preguntas son muy variadas y variables. Citaremos simplemente, a modo de ejemplo y como somera muestra de esta diversidad, algunos puntos de vista, los cuales no son espigados en el cajón de lo ignoto, sino requeridos por su renombre. A Aristóteles lo citamos en primer lugar, tan sólo sea porque su ausencia, o la mera postergación de su presencia, jamás podrían estar justificadas en una reflexión sobre este asunto. En la Ética a Nicómaco (Libro VIII, 1155a, 20-22) afirma con gran convicción: «Parece además que la amistad mantiene unidas a las ciudades, y que los legisladores consagran más esfuerzos a ella que a la justicia; en efecto, la concordia parece ser algo semejante a la amistad, y es ella a lo que más aspiran, mientras que lo que con más empeño procuran expulsar es la discordia, que es enemistad.»{2}
El fin común de la polis, según esta percepción, no sería otro que la reunión y consumación de los fines particulares de los hombres con vistas a alcanzar la vida buena en comunidad. Aristóteles entiende la ciudad como el espacio de realización de la vida perfecta; en ese vaso se vierte y macera el destino de las tendencias humanas particulares, y en él se derrama, espléndida, la virtuosidad de la amistad.
Para Carl Schmitt, por su parte, la perspectiva del asunto tal vez no sea muy distinta de la anterior, aunque, ciertamente, el germano va mucho más lejos que el griego en su determinación política; o, dicho de otro modo: lleva los conceptos políticos hasta sus últimas consecuencias. En el célebre texto El concepto de lo político, leemos esta célebre aseveración: «Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse las acciones y los motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo.»{3} No es este prefacio el lugar para dilatarse en explicaciones mayores ni para entrar en el detalle de la cuestión; baste, entonces, con delinearlo y definir sus contrastes. Pues bien, si el alma de la ciudad es para el Estagirita la philía, para Schmitt, la política acarrea la condición de hostis (y no de inimicus, por cierto). Para Schmitt, en la ciudad se reconoce, en efecto, la virtualidad del amigo, pero la fuerza de la política es la enemistad, o dicho con mayor precisión, la hostilidad.
El concepto de político se forma no por la noción de concordia, sino que prospera a partir de oposiciones antagónicas, de modo polémico. Acaso lo que no llegó a afirmar Aristóteles de modo explícito, lo expresó sin contemplaciones Schmitt al llevar su razonamiento hasta la conclusión final: para que los miembros de una comunidad o pueblo se sientan unidos, conviviendo en calidad de amigos, es preciso fijar con claridad la figura del enemigo. Éste es el extraño, aquel con quien no se puede vivir y a quien, en última instancia, hay que quitar de en medio. Liberado de las constricciones de la ética (de las ambigüedades que provoca una idea de la política preñada de ética, como ocurre con Aristóteles), Schmitt formula el problema político sin aderezos superfluos, de una manera pura, o diríamos mejor: cruda y bruta. En ningún caso, cede a las ficciones o a las normatividades, sino que pretende sacar todo el partido posible «de la realidad óptica y de la posibilidad real de esta distinción.»{4}
Entonces, ¿qué? ¿Se mete uno en política para hacer amigos… o en ella se pierden? ¿La participación política facilita el «compromiso político» y el sostenimiento de las amistades o, más mal que bien, colabora a su deterioro? ¿Es la ciudad un espacio de suyo armónico o agonal? A menudo se da demasiada importancia a la política, amplificando su influencia en la vida de los hombres, confiando en que ella resuelva o medie en la tarea de soportar nuestras cuitas, mas ¿es posible valorar en exceso la consideración de la amistad o mantener una expectativa exagerada en el calor y la benignidad que ésta proporciona?
Probablemente, de aquello que nos procura goce y contento nunca tenemos bastante, ni podemos sentimos saciados. Y esto es así porque no es cosa inadecuada el esforzarse en perfeccionar y profundizar en aquello que nos llena y complace, aunque quizás sí lo sea el obstinarse en magnificar lo que nos esparce y diluye en un magma difuso, allí donde vemos agotar nuestras fuerzas en la medida en que se nos pide demasiado o se nos reclama aquello que no es dable o entregable.
Los filósofos y los meditadores que con mayor éxito y provecho han accedido a desentrañar el fenómeno maravilloso de la amistad están de acuerdo en un hecho principal: la amistad verdadera o perfecta puede maximizarse en intensidad, pero no generalizarse en número o cantidad. Como ocurre con el amor, amamos más vivamente cuando lo hacemos particularmente, cuando nos concentramos y colmamos en uno, y no perseguimos vivir de mil amores.
Aunque no deben confundirse, el amor y la amistad constituyen sentimientos muy próximos, tanto que no extraña que acaben, no pocas veces, compitiendo entre sí en prioridad o excelencia. Sea como sea, desde luego, al amor no le hacen ningún bien los tratos y tratamientos, por no decir, las presiones y los pellizcos, que le propinan la ética y la política, puesto que éstas poco entienden del tema y parco favor pueden hacerle.
El amor, la ética y la política constituyen distintas esferas de valor; se desenvuelven en espacios desiguales. Ocurre que la ética aspira preferentemente al cuidado de sí mismo y a la perfección, y tal propósito no es posible de alcanzar sin el fomento del amor propio y el desarrollo de la individualidad. En cambio, el amor (también la amistad) no se ocupa del yo en primer lugar, pues, en su ámbito, uno no es propio, sino propiedad del otro, de la persona amada; en su área de influencia no existe, en sentido estricto, ley, ni reciprocidad, ni acción (atributos, entre otros, imprescindibles para hablar de ética), sino puro desprendimiento, cuando no un sencillo acto de abandono, de dejarse caer en los brazos de otro...
El amor, como digo, no es lo mismo que la amistad. Ésta no brota y crece tan ajena a la ética como aquélla; dos acontecimientos, entre otros, lo demuestran: primero, en la vivencia del amor, al menos una de las dos partes implicadas en ella pierde casi por completo la libertad, mientras que, por el contrario, tal conmoción del ánimo y de la personalidad no tiene lugar en la amistad; segundo, para ser un buen amigo hay que ser una buena persona, cuando esta excelencia o exigencia del carácter no tiene tampoco por qué aparecer en el amor: ¿acaso no implica el amor, en última instancia, la negación del tiempo, del mundo y de todos los demás… excepto la persona amada? ¿Hacen el egoísmo, la crueldad y aun la locura, menos amoroso el amor? Más tarde retomaré esta cuestión.
Y en cuanto a la política… Pues, como suele decirse, la política hace muy inverosímiles emparejamientos y muy extraños compañeros de cama… La política representa, por definición, el espacio de la violencia y la fuerza –todo lo legítimas que uno quiera, a la luz de las teorizaciones de Max Weber y con el permiso del Estado, pero violencia y fuerza al cabo–, y con estímulos de este calibre no cabe aspirar a conmover positivamente el amor y la amistad. Aún diré más: la dimensión de la política es, asimismo, necesariamente pública; mientras que el amor y la amistad componen ámbitos privados, y aun íntimos, de la persona.
Si en la política, la fuerza y la coacción son dirigidas sobre grupos y colectividades (aunque, en última instancia, siempre repercuta en individuos particulares) a fin de ordenarlos, el amor y la amistad sólo se pueden activar y vivificar por medio de potencias personales (en ellos, en realidad, todo es personal), unas potencias que proyectan el deseo y la emoción hacia un objetivo señalado por la singularidad.
Benedictus de Spinoza escribe esta sentencia sencilla y plena: «la capacidad natural de un solo hombre es muy limitada como para ligar a sí mismo a todos por la amistad.»{5} ¿Se puede decir más con menos palabras? La perspectiva comunitarista, exaltadamente socializante, de la política entendida como espacio de amistad y fraternidad queda conmocionada con este solo apunte. No importa lo que algunos barrunten o discurseen desde la confundida comprensión de la naturaleza de las cosas y la naturaleza humana: el hombre no está capacitado para extender su amor y su amistad de una manera indiscriminada, ciega e insensata. Ni puede ni podría hacerlo; es más: no debería intentarlo siquiera.
La reflexión de Freud ya ha sido traída a citación bibliográfica a cuento de nuestro asunto; ahora es preciso convocarle de nuevo para aprender más de él: ¿puede el hombre estimar por igual a todos sus semejantes, no importa quiénes sean o qué hagan?, ¿merecen su amor por el simple hecho de ser o estar ahí? Respuesta: «Si amo a alguien, es porque éste lo merezca por cualquier título.»{6}
Es razonable concebir el ámbito de la política como ordenador de la «vida en común»; reconociendo así al otro y respetando sus derechos, cooperando con él cuando así lo creamos oportuno, formalizando pactos, tratos y contratos, y aun sacrificándose por él y/o por las instituciones que con él compartimos; asimismo, lo es asumir libremente determinadas restricciones de nuestra capacidad de acción en aras de la concordia y la armonía.
Pero todo ello no supone obligatoriamente ni implícitamente el tener que amar al Otro: «Hasta sería injusto si lo amara –añade Freud–, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño.»{7} Tampoco sería justo establecer con cualquier otro el noble vínculo de la amistad. Conviene, por tanto, ir precisando conceptos y definiendo nuestras posiciones.
Los usos lingüísticos y sociales conducen, a poco que uno se distraiga, a muchos abusos. A cualquier experiencia estimativa la bendecimos con el nombre de amor, al menor contacto, ni siquiera afectuoso, sino tan sólo convencional, lo llamamos amistad. El afán generalista, o meramente genérico, de la estima anuncia la presencia de un ánimo espléndido y generoso, pero, tan desprendido, que puede acabar precipitándose en un fondo de sentimientos sin sentido o incluso perniciosos. Sucede que la mano que mucho quiere sostener, poco sujeta.
O por decirlo en palabras de Michel de Montaigne: «Dando al alma demasiadas cosas que asir, la privamos de la facultad de apretar.» (Ensayos, III, X). ¿De qué manera, entonces, lo plural solapa o anula lo singular? Ortega y Gasset ofrece una respuesta oportuna a propósito del amor: «Hay muchos 'amores' donde existe de todo menos auténtico amor.»{8}
¿Y la amistad? De la amistad, afirma Montaigne que es la «cosa más una y única que pueda haber, aquello que, aun presentándose sólo un vez, representa lo más raro que pueda encontrarse en este mundo.»{9} Interesante y prometedora aproximación a nuestro asunto. Sepamos, pues, algo más de Montaigne y de la amistad.
Notas
{1} Cf. Sigmund Freud, El malestar en la cultura y otros ensayos, traducción de Ramón Rey Ardid, Alianza Editorial, Madrid 1970, pág. 20 y ss.
{2} Aristóteles, Ética a Nicómaco, edición bilingüe y traducción de María Araujo y Julián Marías. Introducción y notas de Julián marías, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1989, pág. 122.
{3} Carl Schmitt, El concepto de lo político, versión de Rafael Agapito, Alianza Editorial, Madrid 1999, pág. 56.
{4} Carl Schmitt, ibídem., pág. 58.
{5} Baruj Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, edición y traducción de Atilano Domínguez, Trotta, Madrid 2000, pág. 236.
{6} Sigmund Freud, op. cit., pág. 50.
{7} Ibídem, pág. 51.
{8} José Ortega y Gasset, «Amor en Stendhal», en Stendhal, Del amor, traducción, prólogo y notas de Consuelo Berges, Alianza Editorial, Madrid 1973, pág. 27.
{9} Ver la edición del presente libro, pág. 116.